CAPITULO PRIMERO

La lenta caravana de jinetes y carretas avanzaba por la Ruta Apache bajo el duro sol y envueltos en ráfagas de viento que levantaban nubes de polvo amarillo. Los hombres del Noveno Escuadrón, con los músculos tensos y la mirada alerta, vigilaban, ceñudos, las abruptas colinas que flanqueaban el estrecho valle por el que iban a la sazón.

La muerte podía surgir en cualquier momento para ellos de allí, de las colinas, con estruendoso crepitar de disparos y salvajes aullidos de combate. Los feroces guerreros de Jerónimo nunca se sabía dónde y cuándo tenían preparada una trampa mortal. Y las noticias recibidas de los espías poco antes de que la columna saliera de Tucson aseguraban que cientos de apaches, al mando del propio Jerónimo, habían avanzado, de pronto, hacia los alrededores de Fort Crittenden. Fort Crittenden se encontraba a una veintena de millas de allí, plaza fuerte y centro comercial estratégico, guarnecido por dos escuadrones de caballería a los que el Noveno iba a sumarse, llevándoles, de paso, suministros.

Por eso apenas si nadie despegaba los labios, todos reconcentrados en la posibilidad de que, cuando menos lo esperaran, saliesen a su encuentro los apaches.

Todos menos uno.

Era un hombre joven, con los galones de sargento, que parecía muy abstraído en sus pensamientos, como así era en realidad. Para sus compañeros se trataba del sargento Jim Brown, procedente del Este, destinado a la guarnición de Fort Crittenden por algo que debía haber hecho, ya que a las guarniciones de Arizona no venía nadie por su gusto, a no ser que estuviera loco. Sólo el capitán Dermott conocía su verdadera identidad, su verdadero objetivo: Capitán Weston, del Estado Mayor, en comisión de servicio secreto. Sólo el capitán Weston sabía que estaba llegando al final de un muy largo camino.

Seis meses atrás, el general Sheridan, inspector general de la Caballería, habíale llamado a su despacho, en Washington.

—Capitán Weston, quiero vivo a ese hombre. Usted va a ir por él y me lo traerá, esté donde esté. Le confiero esta misión porque creo que es el más indicado para llevarla a feliz término.

Sheridan ignoraba, probablemente, que había ido a elegir al hombre más apropiado para aquella tarea. O tal vez lo supiera. Pues para Alfred Weston nada había tan importante como poner sus manos encima a Gilbert Rodney y llevarlo hasta el mismísimo pie de la horca. Muchos años, soñando con tal desquite...

—No sabemos dónde está exactamente, pero sí hemos podido averiguar que se halla, con nombre supuesto, enrolado en una de las guarniciones del territorio de Arizona. Encuéntrelo, ésa es su tarea. Se le facilitará toda la ayuda posible pero, no lo olvide, le quiero vivo.

Lo cual no iba a ser fácil. Cuando un hombre ha traicionado a su país y a su bandera, vendiéndose por dinero a agentes enemigos; cuando durante años ha logrado esquivar a quienes tenazmente buscaban su rastro para darle su merecido, seguirle la pista en el salvaje territorio de Arizona era más difícil de lo que parecía a simple vista. Rodney había podido abandonar los Estados Unidos, pero por lo visto había vuelto. ¿Por qué para alistarse como un simple soldado en la guerra contra los apaches? Corría el riesgo de que lo reconocieran, como por lo visto así había sido... El era un hombre astuto, inteligente y muy hábil. ¿Por qué se alistó? Casi carecía de sentido.

Pero Rodney era el hombre que se casó con Verna, el hombre que se la quitó. Y él, ahora, iba a hacer lo imposible para que le pagara aquella deuda.

Había necesitado bastante tiempo y mucho trabajo para conseguir la buena pista, que ahora le conducía a Fort Crittenden. Eran muchos los soldados que había en aquella parte del país, peleando contra los apaches y guareciendo la frontera; muchos se alistaban con nombres supuestos. Rodney, hijo de madre inglesa, dominaba el español y el francés como un nativo, sabía disfrazarse, tenía un físico completamente vulgar...

Pero Rodney le había robado a Verna... y Weston lo encontró. En Fort Crittenden.

Fue un soldado medio borracho, que le debía la vida, quien le facilitó aquella pista, al enseñarle Weston una vieja y no muy buena fotografía de Rodney, diciéndole que andaba buscándolo para saldar una vieja deuda personal.

—Conozco a ese tipo. Se llama González, es tejano y está con el quinto escuadrón del tercero de Pennsylvania.

—¿Estás seguro? ¿No te equivocarás?

—Al menos, hace tres meses estaba allí, de modo que, si no lo han matado los indios... Le recuerdo porque lo arrestaron a causa de una pelea que tuvo con paisanos en una taberna de Tucson, le rajó la cara a uno y casi lo mata. Yo estaba allí cuando pasó, aún no me habían estropeado la pierna... Es un tipo alto, delgado, que parece tan mexicano como tú. Tiene unos labios delgados y unos ojos que lo desasosiegan a uno.

Aquél era Rodney. Y una serie de indagaciones confirmaron que estaba sobre la buena pista.

—Lo malo es que no va a poder hacerse con él, capitán —le había dicho el coronel Miles; en Tucson—. El 3.° de Pennsylvania está en Fort Crittenden, con destacamentos desperdigados... Puede estar en cualquiera de ellos. Podemos mandar aviso a Fort Crittenden.

—Nada de eso, señor. Rodney ha de estar siempre sobre aviso, usted no le conoce. Escaparía al primer síntoma de peligro, yéndose a México. Además, necesito la absoluta seguridad de que él y ese González son la misma persona.

No dijo que, en realidad, lo que anhelaba era atraparlo con sus propias manos para hacerle confesar dónde estaba ahora Verna y después... A veces pensaba si su odio podría esperar hasta la horca.

—Entonces sólo veo una posibilidad. Jerónimo y sus bandas están tratando de avanzar por el alto San Pedro, sitiando Fort Crittenden y aniquilando a las pequeñas guarniciones. Vamos a enviar refuerzos...

—Yo iré con ellos.

—Tal vez no regresen ni él ni usted, capitán. No puedo garantizar que los refuerzos basten para contener y rechazar a los apaches, puede que incluso resulte muy difícil defender Fort Crittenden.

—No importa. Es mi deber atrapar a ese hombre, coronel, y lo voy a cumplir. Agrégueme a esa columna de socorro.

Y con ella cabalgaba ahora el capitán Weston hacia el lugar donde su hombre se encontraba, ignorante de que tenía tan cerca a un implacable cazador.

Pero también Weston, y cuantos le acompañaban, eran presa de caza para soldados, cinco guías indios y diez conductores de carros que iban en la caravana. Presa de sigilosos lobos de dos patas que sabían moverse como los mismos depredadores salvajes del desierto.

Un cabo veterano gruñó, a la izquierda del teniente:

—No me gustan nada este silencio y esta tranquilidad. Me parece demasiado bonito.

—¿Qué temes, Coogan? —le preguntó otro soldado, nervioso.

El veterano se encogió de hombros.

—Lo que todos vosotros. Que esos salvajes...

En la cabeza de la columna, donde iba el capitán Dermott, se produjo una parada. Súbitamente alterados, los hombres se dispusieron a entrar en acción al menor aviso de peligro. Ante ellos las dos hileras de colinas se juntaban, formando un desfiladero, más que cuello de valle, por donde pasaban el cauce del casi agotado arroyo y el camino, entre dos colinas llenas de peñascos y matorrales.

Un sargento vino al trote rápido a todo lo largo de la columna. Coogan volvió a gruñir, con tensa voz:

—Lo que dije, algo raro pasa ahí delante. Y no me gusta nada ese maldito cuello de botella.

—¿Qué sucede? —inquirió el joven segundo teniente Williams al jinete que llegó. Este le contestó:

—Los rojos están ahí delante, señor. Habríamos caído en una trampa a no ser por Uvalde. Descubrió manchas de sangre tapadas con el polvo del camino. Hay que prepararse para forzar el paso, despliegue de .combate a ambos flancos de los carros.

Mientras seguía hacia retaguardia, Williams, ordenó:

—¡Atención! ¡Desplieguen en orden de combate a ambos flancos de los carros!

Los soldados obedecieron con rapidez y disciplina, sacando los rifles de sus fundas. Estaban habituados a tales situaciones. El cabo Coogan refunfuñó, al pasar por junto a Weston:

—¡Ya decía yo que estaba demasiado tranquilo!

El capitán Dermott, alto, seco y cetrino, estaba examinando ceñudamente las dos hoscas y amenazantes colinas cuando Weston llegó junto a él. Y se puso a dar órdenes como trallazos:

—¡Burton, avance con su pelotón por la derecha en orden de aproximación, hasta el pie de la colina! Los apaches deben estar emboscados entre las rocas y la maleza. ¡Hágales salir de sus escondrijos, pero no mantenga el combate!

—¡A la orden, señor! ¡Atención! ¡Pelotón, en marcha, orden de aproximación!

Dieciséis hombres se desplegaron rítmicamente, las culatas de las carabinas de reglamento sobre el muslo derecho, las riendas en la izquierda, la alertada vista al frente. Iban a colocarse como cebo...

Volviéndose a Weston, el capitán le dijo, con voz seca:

—Esto va a resultar bastante movido. Si prefiere irse a retaguardia...

Secamente, Weston le contestó:

—Si no le importa, capitán, quiero seguir aquí.

—De acuerdo. Colóquese a mi izquierda, el baile no tardará en comenzar.

—¿Está seguro de que ahí delante se hallan los apaches? No se nota el menor movimiento.

—Tenga la certeza de que ahí están. Los apaches tienen su propia forma de pelear, créame. Saben que hemos de sentir desconfianza y que enviaré una descubierta al paso, están pegados como lagartos a las rocas y los matorrales, no se moverán hasta tenernos a tiro. Pero voy a forzarles a descubrirse antes de que puedan aplastarnos. Daría algo por saber si tenemos enfrente a toda la horda, o sólo a uno de sus destacamentos volanderos.

Le indicó un punto en el suelo, ante ellos. Allí se advertía una mancha oscura.

—Sangre. Sin duda dieron muerte a uno de los exploradores, que pudo llegar hasta aquí, luego se lo llevaron y borraron todas las huellas con su característica habilidad. Pero Uvalde tiene una condenada vista y un olfato de coyote. Vio unas señales de polvo más oscuro, que no le gustaron, bajó a husmear y descubrió la sangre... Adelante, veamos lo que hay ahí. Drury, pase la orden. Columna de marcha como si sólo tuviéramos sospechas. Al primer disparo, los carros formarán el círculo.

El teniente que mandaba la primera sección partió a obedecer. Para Weston, oficial de Estado Mayor, ya casi olvidado de sus experiencias de campaña durante la guerra de Secesión, aquello era enervante. Tanto silencio, tanta paz... y todo lo que llevaba escuchado acerca de aquellos salvajes guerreros apaches, de su modo de entender y hacer la guerra...

Tras ellos, la columna había reanudado su avance con parsimonia, los soldados, listos para combatir, cabalgando en dos largas filas a los flancos de los lentos carros pesadamente cargados de víveres y municiones, cuyos conductores mantenían las riendas tirantes mientras tenían la mirada fija en las laderas de las colmas y el puñado de jinetes vestidos de azul que se iba acercando a la más accesible, la de la derecha...

El teniente Drury, otro veterano de la frontera, ya cerca de retirarse por cierto, reunióse con ellos, mirando de reojo a Weston, y dijo, despacio:

—Vamos a tener trabajo. No hay otra solución sino atravesar como sea ese desfiladero, señor, usted lo sabe.

—Sí. Ahora me gustaría saber cuántos apaches tenemos ahí delante y quién los manda.

Iban derechos al peligro y, muchos de ellos, a la muerte, o a recibir alguna herida, acaso muy grave. Erguidos, impasibles, la mirada fija en las colinas, la boca apretada, la carabina lista..., la Caballería estaba dispuesta al combate. Weston, que había luchado en

Infantería antes de pasar al Estado Mayor, sentía con fuerza la desazón que incluso a los más veteranos embargaba instantes antes de iniciar el combate. Su primer combate contra los temidos apaches... No podía ser peor que Siloh, o Rappahannock... Spottsylvania...

El calor casi sofocante del mediodía, unido a los remolinos de viento, aumentaban aquel agobio, aquella sequedad de las fauces. Y aquel silencio espeso, amenazador, allí delante, donde aguardaban los apaches...

Allí delante, la avanzadilla del sargento Burton había llegado a unas cien yardas del pie de la colina. Aquellos hombres debían estar sudando frío, pensó Weston sintiendo su propia incomodidad. En cualquier momento...

Un salvaje aullido, del todo súbito, un clamor brutal que pareció rasgar como un cuchillo la carne del silencio, brotó de ambas colinas. Y con él, un estruendo de disparos.

—¡Ahí están, los malditos!

Allí estaban. Las laderas de ambas colinas llenáronse de puntos blancos, como copos de algodón, y algunas balas perdidas llegaron, aullando, hasta la cabeza de la columna. Inmediatamente, a un gesto del capitán Dermott, el corneta ordenó despliegue de combate. Las- dos delgadas alas de caballería partieron como en un campo de maniobras, mientras allí delante los supervivientes del pelotón de Burton retrocedían, los que conservaban sus caballos, y se parapetaban, quienes perdieron a los suyos, contestando al fuego.

—¡Mire, señor!

No hacía falta la indicación del teniente Drury. Todos podían ver cómo surgían, por el borde de ambas laderas, a uno y otro lado del desfiladero, dos nutridos destacamentos de guerreros apaches, jinetes en sus rápidos mustangos tan salvajes como ellos o en caballos robados a los blancos. Y aquellas dos hordas descendieron, aullando como lobos, hacia el estrecho valle, mientras los que hasta entonces habían permanecido ocultos y acababan de disparar sobre la avanzadilla alzábanse para seguir haciendo fuego.

—¡Son más de quinientos, señor!

—¡Ya lo estoy viendo! ¡Rápido, el círculo de carros! ¡Drury, tome el mando del ala derecha, proteja a Burton, frénelos a toda costa! ¡Sígame, Brown!

El capitán había sacado su sable mientras hablaba y se lanzó hacia la izquierda, para colocarse al mando de los soldados de aquel lado mientras el teniente Drury hacía lo mismo con el ala derecha. Weston siguió a Dermott y una mirada atrás le mostró a los diez carros moviéndose aprisa para formar el círculo, entre juramentos y latigazos de sus conductores.

De repente, se le había ido la incomodidad desagradable, sólo le quedaba aquel reseco sabor en las fauces. Sacó su riñe, diciéndose que no sería muy buen tirador a galope, desde luego no como los soldados de caballería, y luego pensó en lo amargo que resultaría morir ahora, cuando estaba tan cerca de su venganza. Desechó en el acto aquella idea, era peligrosa.

Unos doscientos apaches a caballo estaban cargando contra unos cuarenta soldados de caballería. Los delanteros ya alcanzaban el pie de la ladera y el viento, viniendo casi de cara a los soldados, traíales sus salvajes aullidos de guerra. Para acabarlo de arreglar, envolvía en densas tolvaneras de polvo rojizo-amarillento a los jinetes apaches lanzados a la carga.

—¡Corneta, pie a tierra, formar línea!

El toque vibrante resonó por encima de los aullidos de los apaches. Ahora los soldados hallábanse a unas doscientas yardas escasas por delante del círculo de carretas, a más o menos la misma de los más avanzados enemigos que venían a galope, aullando y disparando, pero con no buena puntería. De todos modos el aire y el polvo vibraban con el mosconeo del enjambre de proyectiles. Un par de caballos y algún soldado fueron alcanzados...

Actuando por movimientos reflejos, Weston refrenó a su caballo, se tiró al suelo y corrió, igual que los demás, unos pasos, poniendo luego rodilla en tierra. Así se presentaba menos blanco y se podía asegurar mejor el tiro.

—¡Que nadie dispare hasta oír la corneta!

Bueno, esto se parecía a la tarde aquella, en Siloh, cuando se les echaron encima los escuadrones confederados... Sudando ligeramente, agobiado por el aire polvoriento que le hacía escocer los ojos, Weston apuntó a uno de los jinetes delanteros, un salvaje que llevaba como trofeo una guerrera azul puesta y blandía una carabina de la Caballería, llevando varias plumas de águila en el cabello. Un jefe, sin duda.

Apenas oyó la corneta disparó. Y sintió un placer violento, irracional, cuando el jefe apache se estremeció entre las nubaradas de polvo amarillo-rojizo para luego desplomarse de costado. Bien tocado...

La seca y certera descarga de los soldados diezmó la carga de los jinetes apaches. Una segunda descarga, luego un fuego graneado, acabó de frenarlos. Sólo tres o cuatro jinetes alcanzaron la línea de soldados y fue para morir.

Entonces la corneta volvió a sonar, tocando repliegue. Disciplinadamente, treinta y seis soldados levantáronse y retrocedieron, veloces, a sus caballos para montar en ellos sin demora y replegarse sobre las carretas. Los apaches recobraron ímpetu y les enviaron una granizada de proyectiles, saliendo en su persecución. El aire estaba ahora lleno de ruidos entremezclados, disparos, relinchos de agonía, aullidos salvajes, gritos de dolor y muerte...

Weston saltó a su caballo, un animal sorprendentemente sereno, como casi todos los de la caballería, se tendió sobre él y se lanzó como una flecha hacia el cerco de carros. Vio galopar a su izquierda al capitán Dermott y observó sangre en su cara, en su brazo izquierdo también.

Doscientas yardas a galope son poca cosa. Perseguido de cerca por doscientos salvajes aulladores y contorneado por los proyectiles, pueden resultar una distancia muy larga. En el mismo instante en que llegaba al cerco de carretas, Weston sintió el estremecimiento del caballo, alcanzado, y tuvo el tiempo justo para sacar los pies de los estribos y saltar, antes que el animal se parara sobre las patas delanteras para dar luego un bote de camero relinchando de dolor.

Fue por los aires sin soltar el rifle, diose un tremendo porrazo contra el suelo y casi quedó aturdido. Un jinete le pasó por encima, hacia el interior del círculo. Una voz ronca le aulló:

—¡Aquí, rápido, sargento!

Estaba junto al círculo defensivo. Sacudiéndose el dolor y el aturdimiento, Weston levantóse y vio llegar a los últimos soldados, con los indios a los talones. Un par de balas le buscaron el cuerpo, giró y recorrió los pocos pasos hasta las carretas como conejo perseguido.

Allí dentro era un «pandemónium» de caballos sueltos y soldados que corrían, ya a pie, a parapetarse tras las carretas hábilmente situadas, de modo que entre una y otra quedaban cortos espacios abiertos para canalizar el ataque indio. Llegó a tiempo de acomodarse a popa de una de ellas, donde el soldado que le hablara disparaba ya; no se entretuvo en conversar con él, echó rodilla a tierra y abrió fuego como un autómata sobre la horda de jinetes enemigos.

Cuando un hombre bien entrenado se mete en combate, su conducta no sigue dictados del cerebro. Es una simple sucesión de actos reflejos, puramente instintivos, heredados de mil generaciones de hombres que tuvieron que luchar por su vida. La mente apenas juega papel en plena batalla, dígase lo que se quiera. Para la destrucción, el hombre retrocede a las edades en que era poco más que una bestia entre las bestias, y luchaba por sobrevivir.

Delante de la carreta, un soldado estaba caído de bruces, engarabitado, inmóvil sobre su propia sangre. Cerca, pero a su espalda, otro se quejaba en tono bajo, entre maldiciones. El polvo tenía un olor acre, mezcla de sudor animal, sangre y excrementos. Por todas partes silbidos de balas, gritos de guerra y relinchos..., el infierno.

Los apaches cargaron de frente contra el círculo de carretas, pero no consiguieron forzarlo. Los soldados disparaban como locos, derribando caballos y jinetes con mortal puntería. No obstante, un par de docenas de salvajes lograron penetrar en el círculo de carros, librando allí una serie de luchas individuales, a muerte, donde no siempre eran los perdedores.

Weston acababa de derribar de certero balazo a uno de ellos que penetraba por el hueco a su derecha, cuando de pronto, entre la polvareda, otro apache pareció surgir del mismo suelo ante él. Los ojos y la delgada boca del apache se contorsionaban en una mueca de odio salvaje. Empuñaba un hacha de guerra que descargó contra la cabeza de Weston.

Este tuvo el tiempo justo para saltar de lado, esquivar el golpe por milímetros y contragolpear con su carabina. Luego, se le tiró encima, derribándolo.

Forcejearon en tierra, tragando polvo, unos momentos. Y entonces, Weston vio aparecer a otro apache, a pie, apuntándole con un rifle de caza mayor. Hizo un desesperado esfuerzo para evitar la muerte y en eso advirtió que el apache respingaba de modo violento, soltando su arma, mientras un feo agujero aparecía donde tuvo el ojo derecho.

El que tenía debajo no estaba perdiendo su tiempo mientras. Su fea cara, casi pegada a la de Weston, ofrecía una mueca bestial mientras alzaba su cuchillo de caza sobre éste.

Weston disparó su mano, atrapándole la muñeca armada, y se la retorció con todas sus fuerzas mientras le golpeaba en el bajo vientre con la rodilla. Antes de que el medio desmayado guerrero se recuperara, le cascó el cráneo con la culata de la carabina.

Se puso en pie, jadeante. Vio que los apaches estaban retirándose entre el polvo y oyó la ronca voz del teniente Drury, a su izquierda:

—¡Fuego sobre ellos, fuego sobre ellos!

—Les hemos dado una buena paliza —gruñó, entre satisfecho, rencoroso y agobiado, un cabo veterano con el hombro derecho ensangrentado—. Pero van a volver. Y como Dios no nos ayude, sargento, ésta será nuestra última pelea.