CAPITULO VI
Tal y como estaban las cosas, nada cabía hacer, salvo esperar. El destacamento que había guarnecido el fortín tendría que salir a la mañana siguiente para retornar a Fort Crittenden... si podían. Los carros, los heridos, se quedarían en Duquesne. De hecho, sólo iban a partir catorce hombres con el teniente Gilroy, el propio Weston y su prisionero... que aún no lo era. Weston no quería correr riesgos innecesarios, no se descubriría hasta momentos antes de la partida a Rodney.
Por eso aquella noche no se le acercó. Tampoco a él lo hizo Bradford. De hecho, se encontraban como prisioneros en aquel pequeño y solitario puesto fronterizo, en medio del desierto y rodeados por los apaches. Mientras los recién llegados descansaban, los heridos reposaban en la pequeña y sórdida enfermería, o en sus camastros repletos de parásitos, los demás montaban guardia como todas las noches, un hombre en cada lienzo del muro, sin dormirse ni permitirse un pequeño descuido. Había luna en menguante...
Weston se alojó en el cuarto de suboficiales, un cubículo maloliente donde había cuatro camastros y muy poco más. Los otros sargentos le acogieron de modo normal y de ellos obtuvo bastante información sobre Bradford. Al parecer, en su escuadrón era poco menos que venerado. Se había convertido en uno de esos oficiales que llegan a obtener tal dominio y prestigio sobre sus hombres que pueden solicitar de ellos casi cualquier cosa. Ya pudo advertirlo durante el combate, en Lecho del Muerto...
También consiguió información sobre Rodney. Estaba considerado como un excelente soldado, duro combatiente, con dotes de mando.
—Es un tipo que ha debido recibir muy buena educación, pero creo que tuvo que hacer algo gordo y eso le lanzó a la frontera. Se alistó hace un año y a los dos meses ya era cabo primero. Luego lo degradaron, por matar a un paisano en una pelea, aunque el paisano lo provocó. Volvieron a ascenderle, le degradaron por una bronca en una taberna de Tucson...
Un clásico soldado de caballería fronteriza. Rodney era muy hábil, había sabido engañar a todos...
De madrugada, ya cerca el alba, ocurrió un incidente inesperado, de trascendentales consecuencias. Los centinelas vieron llegar a un solitario jinete, que no contestó al darle el alto. Dada la alarma, salió una patrulla que lo trajo al fortín. Resultó ser uno de los soldados a quienes se consideraba muerto o desaparecido en el combate del día anterior. Por lo visto recibió un par de heridas graves, una en la cabeza, y los propios apaches le dieron por muerto. Había vivido una buena odisea, tenía cosas que contar. Lo hizo cuando pudieron curarlo y reanimarlo, pues llegó casi sin sentido a Duquesne.
—Los apaches recogieron a sus muertos, desnudaron a nuestros camaradas y a mí mismo, sin darse cuenta de que aún vivía, me dejaron para pasto de buitres. Luego se alejaron de la meseta. Entonces los buitres bajaron. Me despertaron a picotazos y pude ahuyentarlos, pero estaba demasiado débil para moverme tan siquiera...
Aquel hombre tuvo que permanecer donde había caído, viendo cómo los buitres y los coyotes se disputaban los cadáveres de sus compañeros, y los de los caballos muertos, en horrenda algarabía, soportando el tremendo calor, el sol y la sed. Ni él mismo podía explicar cómo logró sobrevivir hasta la noche.
—Me arrastré entonces hasta donde las fuerzas me lo permitieron... Bebí la orina que hallé en la vejiga de uno de nuestros caballos, medio devorado por las alimañas... Me hice una cura con polvo y parte de aquellos orines...
Era espeluznante, sería increíble de no verle allí, aún vivo. Pero lo más importante lo dijo después. Había logrado llegar al borde de la mesa de piedra y descubrió un campamento apache. Se arrastró hasta allí, para tratar de robar un caballo.
—Sin un caballo, estaba listo, tanto me daba que los apaches me descubrieran y desollaran vivo...
Así había visto llegar a una gran banda de guerreros, desde el Norte. Y aquel soldado, un verdadero veterano, con muchos años de servicio en la frontera apache, entendía algo de su lengua.
—Viene Nana a su mando, son unos quinientos, parte de ellos estuvieron el otro día en el combate con la caravana de refuerzos. Por lo visto Jerónimo en persona tiene cercado Fort Crittenden con casi un millar de guerreros, y ha enviado a Nana a liquidar esta posición.
Nana, uno de los más famosos y más feroces, de todos los jefes apaches, con medio millar de guerreros...
—Necesitan abrir el paso, para traer desde México armas y suministros que les han prometido los traficantes.
Y por eso vendrían quinientos apaches contra Duquesne, un fortín de piedras y barro donde a la sazón había:
—Cuarenta y nueve hombres, contándole a usted, Weston. No vamos a salir porque sería suicida.
Cuarenta y nueve hombres, de ellos catorce heridos, algunos graves e inútiles para combatir.
—Tenemos munición abundante, gracias a la llegada del suministro intacto. Víveres, por el mismo motivo, para un mes, racionándolos. Agua hay. En último caso, nos comeremos a los caballos. Pero no se apoderarán de Duquesne.
Eso dijo James Bradford. Pero Weston abrigaba sus dudas, muchas dudas. Combatirían en proporción de uno contra diez, sin posibilidades de ser reforzados. Y los apaches sabían combatir.
El propio Gilroy expresó también su pesimismo.
—No creo que podamos resistir, si vienen de veras contra nosotros. Nana es inteligente. Tal vez logremos detenerles cuatro o cinco días, pero luego...
Los apaches aparecieron poco antes de la salida del sol. Vinieron tranquilamente, seguros de su poder, llenando sin prisas el pequeño valle, sin aproximarse a tiro de fusil. Centenares de jinetes.
Unos cuarenta soldados de Caballería, parapetados en el fortín, les vieron llegar con sombrías expresiones. Y sus comentarios lo decían todo.
Weston había sido llamado a la torre, con los otros dos oficiales. Ya casi no merecía la pena de seguir manteniendo la ficción. Halló a Bradford contemplando con sus gemelos al enemigo, a Gilroy fumando nerviosamente. Este le informó:
—Ya los ve. Nunca concentraron a tantos guerreros contra Duquesne, ahora vienen a tomarlo.
—No lo tomarán. Y si lo logran, será cuando hayamos muerto todos sus defensores —dijo secamente Bradford.
No le contestaron, no merecía la pena. Fue él quien añadió, mirando a Weston con fijeza:
—Usted se mantendrá a cubierto...
—Yo tomaré mi puesto en la línea —le retrucó Weston, frío y sereno—. Pase lo que pase, teniente, debo recordarle que tenemos la misma antigüedad de promoción en West Point y yo un grado superior. Usted es quien manda la guarnición, pero no le estoy especialmente subordinado.
Pareció que Bradford iba a contestarle muy duramente. Pero no lo hizo, se dominó y repuso, seco:
—De acuerdo. Tome el mando de ese lienzo del muro. Y procure que los apaches no entren por ahí.
No queriendo contestarle, Weston dio media vuelta y se alejó, descendiendo aprisa. Tras él bajó el teniente Gilroy, que parecía malhumorado y se lo demostró.
—No sé qué pueda haber entre usted y Bradford, capitán. Pero sea lo que fuere, no me gusta. A él le conozco muy bien, a usted no. Espero que me entienda.
—Perfectamente, Gilroy. Si eso ha de tranquilizarle, le diré que mandé una compañía de infantería en la guerra, antes de pasar al Estado Mayor.
—Esta guerra no se parece mucho a aquélla, habrá podido comprobarlo.
Y él no era bien venido allí. Se encontró con nueve hombres por toda fuerza, para defender cincuenta yardas de muro de piedras unidas por argamasa, hombres todos ellos que acogieron su presencia y el aviso de Gilroy con una hosca indiferencia. Un viejo, de cabellos grises, le dio la bienvenida por todos:
—Bueno, sargento, me parece que no tendrá queja de Fort Duquesne. La fiesta de recepción es de lo mejor.
Iba a contestarle Weston cuando allí delante estalló el característico aullido de los apaches. El baile comenzaba.
Pero los apaches habían aprendido mucho. No se acercaron a caballo y en masa, sino que, mientras una parte de ellos formaba la clásica rueda, disparando al tuntún sobre el fuerte, sus armas largas de fuego, otra parte, a pie, avanzaron escalonados. Algunos portaban sendas escaleras.
—Han tenido que traerlas desde lejos, se ve que el asalto lo han organizado muy bien —gruñó, con amargo sarcasmo, el que Weston tenía a su derecha.
Ninguno de ellos disparaba aún, dejando que los apaches llegaran a distancia más corta. Era sumamente desagradable verles avanzar a la carrera, mientras sus compañeros a caballo incursionaban, veloces, demostrando gran habilidad y poca puntería. Pero, aun así, había que esconder la cabeza, pues las balas silbaban y aullaban como avispas enfurecidas, rebotando en el muro.
Los apaches, no obstante, confiados en su abrumadora superioridad estaban cometiendo un error que iba a costarles caro. Atacaban el fortín por todas partes. Weston y su grupo cubrían la zona occidental, teniendo allí los enemigos el sol de cara, pero el viento a su favor. De repente, comenzaron a volar hacia el fuerte pájaros de fuego. Flechas ígneas, que en su mayor parte se perdían antes de llegar al muro, o contra éste, o en pleno patio.
—Pero si algunas prenden en madera tendremos un bonito problema adicional.
Lo tuvieron. Pocas, pero algunas sí lo lograban. Y entonces, la estopa impregnada de petróleo ardía lo suficiente para prender en los resecos maderos. Una de las carretas, ya vacía, así alcanzada se convirtió pronto en pira. De la enfermería salieron algunos hombres, heridos, con mantas para sofocar el fuego. El agua era un lujo demasiado caro.
Para entonces, ya Weston y sus hombres estaban haciendo un fuego graneado sobre los asaltantes de a pie, lo mismo que todos los demás defensores del fortín. Una lluvia de balas y flechas chocaba contra el muro, pasaba sobre ellos, en alguna ocasión daban en carne...
—Esto sólo es música, sargento. El verdadero baile comenzará dentro de un rato.
Comenzó cuando una oleada de guerreros apaches, cosa de medio centenar, que habían estado acercándose hasta entonces cuidadosamente, pero rápidos, animados por la falta de respuesta desde el fuerte, al recibir la primera descarga, que dio con varios de ellos por tierra, se lanzaron a toda carrera hacia el muro, del que les separaban ciento cincuenta yardas, portando cuatro largas y posiblemente sólidas escalas, construidas con troncos de jóvenes álamos, sin duda cortados de las márgenes de algún río. Tras ellos, otra oleada venía, separada por un centenar escaso de yardas. Y entre ambos, correteando, jinetes que batían el muro con sus armas largas, deteniéndose lo justo para disparar y echándose luego al lado opuesto de sus peludos mustangos. Todo ello en medio de un infernal griterío.
Pero los defensores no se dejaron impresionar. El propio Weston disparó como un loco hasta vaciar la recámara de su arma. Y la primera oleada de ataqúe se deshizo a pocos metros del muro. Los escasos supervivientes que podían hacerlo retrocedieron, pero les contuvo la segunda oleada, forzándoles a dar media vuelta y retornar al ataque. Llegaban corriendo, aullando como demonios, mientras los jinetes, y otros que, heridos, no podían ya correr, lanzaban como granizo las balas contra la parte alta del muro. Mientras recargaba veloz su carabina, Weston vio cómo un cabo, el que antes le mencionara la fiesta con rudo desdén, retrocedía violentamente, soltando su rifle y llevándose ambas manos a la cara, daba dos pasos atrás, tambaleante, y caía pesadamente. Muerto.
Ya era el segundo. Y otros tres estaban heridos, en la cara, el cuello, la cabeza o los hombros. A él mismo, un proyectil se le había llevado una tira de piel de la parte alta del brazo derecho, que ahora le ardía como mil demonios. Y los apaches estaban ya al pie del muro...
Vio asomar una de las extremidades de una de las toscas escalas justo ante sus ojos. Sin detenerse a pensarlo, dejó el rifle, sacó el revólver y esperó. A todo alrededor del perímetro del fuerte ardía el infierno.
No tuvo que aguardar mucho. Una cara cobriza, pintarrajeada, salvaje, feroz en su mueca, asomó. Un par de ojos negros, una mirada ansiosa que, al verle surgir de pronto, se cambió en dramáticamente enrabiada y agónica... Disparó a bocajarro y el apaché, con un ojo y el cerebro saltados, desapareció, lanzando un aullido taladrante.
Rápido, Weston recogió la carabina, metió la culata contra el palo y empujó con todas sus fuerzas. La resistencia díjole que la escala sostenía al menos otros dos o tres apaches. Pero logró enviarla, con su carga, al suelo. Y entonces vio caer más allá a otro de sus hombres y casi en seguida saltar sobre el muro a un apache.
Tuvo que soltar de nuevo la vacía carabina, sacar el revólver y disparar, todo ello tan veloz como pudo. Logró herir al apache, pero éste, a su vez, le disparó, aunque forzado, su hacha de guerra. Weston la vio llegar, se agachó hasta poner rodilla en tierra y el arma arrojadiza le pasó rozando el cráneo. Disparó de nuevo y remató al apache, pero ya otro estaba saltando el parapeto. Volvió a disparar, pegándole en el costado y haciéndole caer, corrió allí, recogiendo de paso la carabina del soldado muerto, y llegó a tiempo de empujar la otra escala, con ayuda del soldado que quedaba al fondo, hacia la torreta esquinera. Inmediatamente, sin hablar, ambos descargaron sus armas contra los asaltantes, allí abajo, donde se veía un cruento revoltillo de vivos y muertos.
¿Cuánto tiempo duró? Imposible calcularlo, estando metido de lleno en la pelea. Pero cuando al fin los apaches, tremendamente castigados, retrocedieron, llevándose consigo a sus heridos bajo la protección del fuego de los jinetes, Weston, chorreando sudor, loco de una sed acre, descubrió que, aparte él, sólo había cuatro hombres de pie en todo aquel sector del muro. Otros tres estaban tendidos e inmóviles, uno caído de bruces, con las rodillas dobladas, encima de una aspillera de tiro, otro sentado contra el murete alto y desangrándose aprisa con un aparatoso balazo en el cuello. Tampoco les había ido mejor a los defensores de los restantes sectores de la muralla, bastaba con mirar hacia allí. Tres o cuatro incendios humeaban acá y allá, la carreta se quemaba aparatosamente en el patio.
Pero el enemigo había sido rechazado. ¿Por cuánto tiempo? ¿Cuándo volverían? ¿Y cuánto lograrían ellos, el puñado de hombres agotados, sin esperanzas, contenerles? ¿Unas horas, un día... acaso dos, o tres...? Y luego, el fin.