CAPÍTULO 13

—¿Seguro que no quieres que te acompañe al aeropuerto?

—¿Y que ambas terminemos llorando como Magdalenas? —chasqueó Jen.

Resopló y sonrió echándole las manos al cuello para abrazarla.

—No olvides llamar en cuanto llegues —pidió sintiendo ya su partida—. Y no te preocupes por nada, todo irá bien.

Ella asintió y correspondió a su abrazo. Al otro lado de la puerta esperaba el taxi que llevaría a su amiga al aeropuerto.

—Te avisaré tan pronto llegue —prometió con voz alegre—, prometido.

Satisfecha con su promesa la dejó ir, esperó a que entrase en el taxi y la despidió con la mano. Le costaba ver a quién había sido una parte importante de su vida, especialmente en los últimos años, marcharse, pero esta vez era para bien.

—Que tengas suerte, Jen.

Sonrió, le dio la espalda y volvió a la ahora solitaria casa. Tenía mucho que pensar, decisiones que tomar y aquella noche prometía ser perfecta para pasarla con un bol de helado y una película.

Con ello en mente entró en casa, cerró la puerta y suspiró, era hora de que ella también empezase a pensar en sí misma y pusiese rumbo hacia una nueva vida.

Apenas había dado un par de pasos cuando sonó de nuevo el timbre.

—¿No me digas que se te ha olvidado algo? —comentó con una risita pensando que era su amiga—. ¿Qué has…?

Las palabras volaron de su boca en el momento en que abrió la puerta y se encontró con la última persona que esperaba ver del otro lado.

—Hola, Abigail —la saludó Xander—. Tenemos que hablar.

Para su sorpresa, él pasó por su lado, entrando en su casa y dejándola totalmente anonadada de ver a ese hombre, vestido de esmoquin, entrando en su casa.

Verle paseando por el salón de su casa era un sueño que había tenido durante mucho tiempo, el poder tenerle allí y presentárselo a su amiga, pero en ninguno de ellos aparecía de esta manera, con esa altivez y vestido como un verdadero playboy.

Este no era el Alexander que ella recordaba, no tenía nada que ver con el hombre dulce y paciente que disfrutaba de su tiempo en el rancho, este hombre era alguien totalmente distinto, alguien a quién se daba cuenta ya no conocía.

—Lamento presentarme así, pero… tenía que verte.

La forma en que se movía, la rudeza en su voz hizo que se encogiese por dentro.

—¿Cómo has… cómo sabías…?

Sus miradas se encontraron.

—¿Es verdad que íbamos a tener un hijo?

La pregunta fue hecha a bocajarro, un disparo directo que la dejó sin respiración y la hizo trastabillar.

—¿Te… te has acordado de…?

Negó con la cabeza sorprendiéndola incluso más.

—Dime tan solo si es verdad.

Se lamió los labios, dio un nuevo paso atrás y lo miró sin verlo realmente. ¿Quién era este hombre? Podía parecerse a Xander, hablar como él, pero su mirada, su frialdad, no eran del hombre que recordaba.

—Es verdad —declaró con voz rota—. Íbamos a tener un bebé… pero, no… al final no…

El dolor de aquella pérdida seguía persiguiéndola tanto tiempo después, arrebatándole el aliento y las fuerzas. Sintió que le flaqueaban las piernas y habría caído al suelo si él no hubiese reaccionado rápidamente.

—Abigail…

—Le perdí el mismo día que te perdí a ti —murmuró dejando que las lágrimas se deslizaran por sus mejillas.

—La explosión de la estación de tren… —murmuró él—, estuviste allí.

Se lamió los labios y asintió.

—Se suponía que vendrías a recogerme —declaró con voz rota—, pero… nunca llegaste —sacudió la cabeza—. ¿Cómo es posible que no te acuerdes de mí? ¿Qué no recuerdes lo nuestro?

Él la miró sin vacilar, buscando en sus ojos.

—No recuerdo nada de los cuatro años anteriores al accidente de tren —repuso—, la explosión, los destrozos… me hirieron en la cabeza, casi no la cuento.

Lo miró intentando comprender.

—Háblame, Abby —insistió sin dejar de mirarla—, dime quién eres. Dime, quién soy yo.

 

 

¿Quién eres? ¿Quién soy? Eran sin duda dos preguntas que golpeaban profundamente, sobre todo cuando te las hacía alguien que debería conocer las respuestas.

—¿Cómo es posible que lo hayas olvidado todo? —preguntó en un susurro—. ¿Cómo has podido olvidar lo nuestro… nuestra vida juntos?

Xander no dudó en dar una respuesta.

—Porque para mí nunca ha existido —aceptó con gesto tenso—. Ni siquiera sé qué hacía el día del accidente en ese lugar…

—Venías a reunirte con nosotras —murmuró—. Me habías prometido que estarías allí para reunirte conmigo… pero nunca llegaste y yo no pude esperarte. La explosión nos cogió a todos por sorpresa, el ruido fue ensordecedor, los escombros volaron por todos lados y no sé muy bien que pasó. En el hospital, cuando desperté, me dijeron que habían sido una de las personas que habían tenido que sacar de debajo de dichos escombros y mi garbancito… —se le quebró la voz—, nuestro bebé… se había ido.

El dolor que acariciaba su voz se reflejó también en los ojos de Xander mezclado con la incomprensión.

—No dejé de preguntar por ti, de buscarte, pero el accidente fue mucho peor de lo que se pensaba —continuó—, había muchas personas que fueron identificadas, pero otras, era imposible. No me rendí, nunca me rendí, algo me decía que estabas vivo, pero no comprendía por qué no venías a buscarme si era así.

El continuo ir y venir de Xander se detuvo y se giró a mirarla a la cara.

—Me pasé seis meses en coma después de que me rescataran de la zona de las vías con un fuerte traumatismo craneal —le informó con voz firme, pero en tono bajo—. A decir verdad, no daban un duro por mi recuperación, esperaban que terminase como un vegetal. Cuando me encontraron dicen que no llevaba ninguna documentación encima y, finalmente, cuando desperté en el hospital, no recordaba el accidente, en realidad, no recordaba qué hacía allí o cómo había llegado a la ciudad. Al principio pensaron que era normal que estuviese desorientado, pero entonces las fechas no encajaban, mi memoria había quedado tocada y los últimos cuatro años de mi vida se habían esfumado por completo. Mi último recuerdo nítido había sido el funeral de mis padres.

Aquella confesión la desgarró por dentro. Él había estado herido, perdido y, al contrario que ella, todo su tiempo juntos se había esfumado de su mente. Parecía algo tan irreal, pero en sus ojos veía que decía la verdad, que no le mentía.

—El funeral de tus padres… —murmuró recordando lo que sabía de aquella época—. Nosotros nos conocimos poco tiempo después, en un viaje que hiciste a la ciudad.

Él la miró con intensidad, pero no dijo nada. Abby no sabía si no la creía o estaba intentando recordar ese momento.

—Llevabas unos vaqueros y esa camisa de leñador roja y negra que tanto te gustó siempre —continuó en voz baja—. Fue un encontronazo en toda regla, yo salía del supermercado y tú chocaste conmigo haciendo que todo el contenido de las bolsas acabase por el suelo.

Sonrió al recordar la escena y cómo ella se había enfadado, insultándole solo para quedarse sin palabras cuando lo vio, de pie ante ella, con ese gesto duro y una sombra de profunda soledad en los ojos.

Habían hablado, él se había disculpado con ese bonito acento suyo y la ayudó a llevar sus cosas hasta el coche.

—Después de ayudarme a recoger las cosas me preguntaste por una dirección y, como me quedaba de camino, te acompañé —comentó—. Así fue como empezó todo.

Su mirada se intensificó, frunció el ceño y sacudió la cabeza. No lo recordaba.

Abby miró a su alrededor con nerviosismo, descolocada, no sabía qué hacer en aquella situación, tenía a Alexander allí y, al mismo tiempo, era incapaz de llegar a él, de conectar como lo había hecho en el pasado. Era como estar ante una persona totalmente distinta, un completo desconocido que poseía la cara del hombre al que había amado más que a nada.

La pregunta surgió de sus labios antes de poder pensar en algo más.

—¿Dónde has estado metido todo este tiempo? —preguntó—. Cuando por fin pude salir del hospital, intenté buscarte. Fui a casa, al rancho, pero no había ni rastro de ti, el lugar parecía llevar abandonado meses, olía a cerrado, los muebles tenían polvo, nadie había pasado por allí desde que te marcharas para reunirte conmigo. Estaba convencida de que lo habías hecho y eso hacía también que me dijesen que, si habías estado en la estación de tren, quizá habrías sido víctima del accidente.

Tomó una profunda bocanada de aire y lo miró.

—¿Dónde has estado todos estos años? ¿Por qué tienes que aparecer ahora?

Pareció meditar la respuesta, entonces habló sin más.

—Cuando desperté en el hospital todo era confuso, durante varios meses tuve que someterme a exámenes médicos, llevar un control y me quedé en la ciudad —comentó pensativo—. Merry se quedó todo ese tiempo a mi lado, me ayudó cuando no había nadie más que lo hiciese —sacudió la cabeza—. Un año después nos mudamos a su casa de las afueras. Nos casamos y he vivido con mi esposa durante los últimos tres años.

Escucharle decir que se había casado y que tenía esposa fue como una puñalada. Se quedó sin aire, el corazón latiéndole a mil mientras se decía que aquello no era posible, que él no podía haberse ido con otra mujer, no después de todo lo que habían compartido…

«Los últimos cuatro años de mi vida se esfumaron como si nunca hubiesen existido».

Él había perdido la memoria a raíz del accidente, su pasado se había esfumado y no la recordaba ni a ella ni el tiempo que habían compartido. ¿Acaso podía culparle por intentar seguir adelante con su vida cuando ella misma había hecho lo mismo?

Se lamió los labios.

—Entonces, estás… casado.

Sus ojos se encontraron de nuevo.

—Soy viudo —atajó con firme tristeza—. Mi esposa murió hace un año después de pelear con su enfermedad.

—Oh… lo siento, yo no…

Qué podía decir ante una respuesta como aquella. ¿Qué podía decir cuando el hombre que había amado, con el que habría tenido un hijo y al que habían dado por muerto le comunicaba que se había casado y su esposa había fallecido un año antes y no la recordaba a ella en absoluto? ¿Existía un infierno peor que aquel?

Sacudió la cabeza y le dio la espalda incapaz de seguir enfrentándose a aquello mucho tiempo más.

—¿Por qué has venido? ¿Cómo sabes dónde vivo?

Aquella era sin duda una buena pregunta.

La respuesta no tardó en llegar.

—Después de que te marchases hablé con un viejo amigo de mis padres, su esposa hizo un comentario que me llevó a ver a la señora Smith…

La abuela Smith, recordaba a la mujer y su afición a dar consejos sin que nadie se los pidiese, consejos que valía la pena escuchar.

—Su conversación pude resultar un poco peculiar, especialmente dada la demencia que ahora padece, pero había momentos en que parecía estar perfectamente lúcida. En uno de esos comentó que tú y yo íbamos a tener un hijo… No sabía si era verdad o no, pero no pude quitármelo de la cabeza. No, en realidad, no pude quitarte a ti de la cabeza desde el mismo instante en que nos vimos. Todo eso me llevó a pedirle a un detective que te buscase, necesitaba saber… tenía la esperanza de que tú pudieses rellenar de algún modo esos cuatro años que se han esfumado de mi mente.

Parpadeó sorprendida.

—¿Me has estado buscando?

—Tú pareces ser la única que tiene las respuestas que busco —aceptó sin dudar—. Fuiste tú la que seguía presente sin serlo en mi mente. Siempre supuse que era cosa de mi mente, algún trozo de una canción o algo que había escuchado, pero ahora que te conozco… que he escuchado tu voz…

Sacudió la cabeza.

—Sé que esto suena a locura, yo mismo soy incapaz de procesar siquiera el motivo que me ha arrastrado hasta aquí —insistió intentando justificar su propio modo de actuar—, pero desde que desperté en el hospital y a pesar de esa enorme laguna en la que soy incapaz de pescar nada que sea mínimamente coherente, hay una frase que se repite una y otra vez en mi mente, una voz que no podía recordar, que no sabía si era real o producto de mi imaginación y que, ahora, a la luz de estos últimos acontecimientos, solo puedes habérmela dicho tú.

Parpadeó sorprendida por esa revelación.

—¿Qué frase?

Él la miró y no dudó en responder.

—No olvides nuestro amor.

Una solitaria lágrima resbaló por su mejilla al escucharle decir aquella frase. Era algo suyo, algo privado entre ellos.

«Prométeme una cosa, estrellita. Prométeme que pase lo que pase, estemos dónde estemos, juntos o separados, nunca olvidarás que te amo».

Esa declaración por su parte la había llevado a ofrecerle aquella frase, era como su propia cita, una solo para los dos.

—Es… es algo que solíamos decirnos el uno al otro cada vez que nos separábamos —murmuró intentando contener la congoja que le atenazaba el corazón—. Es… era… una promesa de los dos.

Él acortó la distancia entre los dos, le acarició la mejilla y le levantó la barbilla para que le mirase a los ojos.

—Háblame de esa promesa, Abby —pidió con suavidad—, ayúdame a arrojar algo de sentido sobre toda esta locura. Ayúdame a recordar quién fui, quizá entonces pueda entender por qué estoy ahora aquí junto a ti.

Se lamió los labios, una segunda lágrima siguió a la primera deslizándose por su mejilla.

—Eres Alexander Gael Ward —murmuró con voz rota por el sentimiento—, y si estás aquí porque tengo la esperanza de que, a pesar de todo, no has olvidado nuestro amor.