CAPÍTULO 2

Había luchado tanto por realizar este viaje, tantos meses de preparativos y de auto convencerse a sí misma, que ahora que estaba allí le costaba creerlo. Daba igual las veces que hubiese cruzado el famoso puente, la incontable cantidad de idas y venidas que había hecho por aquella calle viendo los conocidos árboles y casas blancas con tejados naranjas y de pizarra que decoraban aquel acogedor pueblo. No podía sacudirse de encima la sensación de pertenencia y la paz que encontraba al moverse por aquellas calles, una que le había sido arrebatada cuatro años atrás.

Todavía conservaba la esperanza de verle aparecer doblando la calle, algo que le confirmase que esa miríada de emociones y sensaciones que se agitaban en su interior no fuese solo su necesidad de recordarle, de negarse a sí misma que ya no estaba en este mundo.

Abby luchó contra la congoja. Ambos habían caminado por esas pequeñas y estrechas calles, él la había llevado por las plazas sombreadas, le había enseñado orgulloso la tierra que amaba, aquella en la que se había criado, aquella en la que quería formar una familia algún día.

Echó un vistazo a su espalda, el conductor del autobús que había abordado esa mañana tenía un acento tan profundo que no estaba segura de haberle entendido bien, por otro lado, el pueblo no era tan grande como para no encontrar el único hotel que había y en dónde había decidido alojarse.

—Estoy loca —murmuró para sí—. Sí. De camisa de fuerza. Que me la den ya, que me la pongo yo solita.

La vida podía truncarse rápidamente y en un solo instante por causa del destino y el suyo le había arrebatado demasiadas cosas en tan solo un momento.

«Todo irá bien, estrellita».

Se estremeció al recordar sus palabras, la manera en que la había mirado, la ternura con la que siempre la había tratado. Él la había rescatado de la soledad solo para dejar que se hundiese una vez más en ella en ese fatídico accidente.

Se llevó las manos al estómago con un doloroso gesto y sacudió la cabeza.

—¿Por qué no has venido a buscarme, Xander? —gimió interiormente, rota por ese viejo y conocido dolor—. Dime que todavía estás ahí, en algún lugar.

Respiró profundamente y se obligó a hacer a un lado los aciagos recuerdos. Tiró del asa de la mochila y volvió a cruzar una vez más el puente.

No quería aceptar esa posibilidad, no quería aceptar que le había perdido a él también en aquel horrible accidente cuatro años atrás, no quería aceptarlo y se aferraba con uñas y dientes a la única pista que tenía, la que había estado siguiendo sin descanso y sin éxito todo ese tiempo. Alguien había visto a un hombre de sus características siendo llevado en una camilla.

Alexander había aparecido en su vida un lluvioso día de primavera, la había cobijado con su paraguas y convencido de dejar de aporrear el maldito parquímetro que se negaba a registrar la hora indicada. Un café y varias citas después, la llevaron a enamorarse perdidamente de un hombre sencillo, ocurrente y con un peculiar sentido del humor que había estado pasando las vacaciones en la ciudad.

Pero Xander no era un cosmopolita, él disfrutaba de su pacífica vida en un sencillo pueblecito del interior, del rancho que le habían dejado sus recién fallecidos padres.

Ambos se habían encontrado en un difícil momento de sus vidas y se habían ayudado mutuamente, el amor había llegado solo uniéndolos con cola, haciendo que fuese impensable seguir separados para finalmente formar una pequeña familia de dos, una que estaba a punto de incrementarse.

—¿Por qué no lo dejamos para otro momento? Uno en el que tú no estés ocupado y puedas acompañarme a la ciudad —había rezongado, acariciándose el plano vientre dónde se gestaba el pequeño garbancito.

—Solo será un día, estrellita —le había acariciado la nariz con hacía siempre para luego tocarle la tripa—, ¿no podéis sobrevivir veinticuatro horas sin mí?

—Creo que no podría sobrevivir ni un solo minuto. —Había hecho un puchero para luego enterrarse en su enorme abrazo, empapándose de su calor y su aroma.

—Sobrevivirás mientras no olvides nuestro amor, estrellita —se había reído abrazándola a su vez—. Te recogeré el viernes a las nueve en punto, ni un segundo después; te lo prometo.

Pero esa promesa quedó truncada por un inesperado accidente, uno que había convertido la estación de tren en un trágica zona cero. Una explosión de gas, dijeron, fue la causante de las muertes, de los heridos y del caos sembrado aquella fría mañana. Un fatídico accidente que se cobró la vida de muchos inocentes, entre ellos, la de su propio garbancito.

No recordaba gran cosa de lo sucedido esa mañana, tan solo el ensordecedor sonido de la explosión, gritos y el agudo dolor que le había lacerado el estómago, eso y la imagen de él grabada en su retina un segundo antes de que todo explosionara.

Cuando despertó estaba en el hospital, habían pasado varios días y su garbancito la había abandonado. A Alex lo dieron por muerto, posiblemente una de las víctimas que había sido incapaz de identificar, pero ella se negaba a aceptar esa posibilidad, en lo más profundo de su ser confiaba en que estuviese vivo, que se hubiese retrasado o que le hubiese pasado algo, lo que fuese, para no venir a buscarla en todos esos años.

Y ahora estaba de nuevo allí, en su pueblo, en el lugar en el que habían decidido formar una familia, el mismo que había visitado nada más salir del hospital y se había encontrado completamente vacío. Los recuerdos habían sido tan duros, que fue incapaz de quedarse y regresó a su ciudad, quedándose allí todo ese tiempo hasta que la desesperación la hacía moverse otra vez en busca de un milagro.

Esta era su última oportunidad, si no daba ahora con él, no creía que tuviese más fuerzas para seguir buscándole y tendría que obligarse a olvidarle para siempre y olvidar el amor que todavía guardaba para él.