CAPÍTULO 9

Xander siempre había encontrado aquella casa demasiado grande, especialmente tras la muerte de Merry, pero no era nada comparado a la sensación que tenía ahora. El ambiente y la decoración hablaban muy bien de los gustos de su difunta esposa, ese aire de antigüedad y paso del tiempo tocaba cada recodo del lugar y lo devolvía a momentos y recuerdos que ya habían quedado atrás.

Era incapaz de sacarse de la cabeza la conversación que había tenido un par de días atrás con la abuela Smith; la mujer lo había reconocido nada más traspasar la puerta y lo recibió con una serie de afirmaciones que habían puesto, una vez más, su mundo patas arriba.

Suspiró y continuó vagabundeando por el pasillo en dirección a la biblioteca, el área de la mansión que siempre había sido su favorita y en la que siempre conseguía aclararse las ideas.

—¿Estás seguro de lo que dices? —le había preguntado un sorprendido Noah cuando, tras atravesar la puerta de casa, le dijo lo que acababa de averiguar.

—Todo lo seguro que puedo estarlo con la ausencia de esos recuerdos y la aparición de esa mujer —le había respondido.

Seguir la sugerencia de Elaine y visitar a aquella mujer había supuesto un antes y un después en todo lo que era, le había devuelto, sin saberlo, aquello de lo que había carecido y que daba una nueva dimensión a su vida; una que no estaba seguro de poder afrontar.

Atravesó las puertas de cristal de la enorme habitación y se dirigió directamente al piano de cola negro que adornaba una esquina de la estancia. Se sentó en la banqueta, retiró la cubierta y dejó que los dedos se deslizasen por las teclas arrancando una conocida y melancólica melodía; la cual casaba muy bien con su estado de ánimo.

Después del accidente la música parecía una buena forma de terapia, sus dedos habían reconocido la sensación de las teclas, la manera en que se hundían bajo las yemas y las melodías salían por sí solas diciéndole, aún si no lo recordaba, que sabía tocar el piano. Merry había insistido en que tomase clases para refinar su arte y lo había aceptado solo por complacerla.

Dejó que las manos fallasen y cayesen con fuerza sobre la línea de piezas blancas arrancando un sonoro quejido, había amado a dos mujeres y a una de ellas ni siquiera la recordaba.

—Oh, el joven Alexander —lo había recibido la anciana mujer con un brillo de reconocimiento en los ojos—. Hacía tiempo que no venías a verme. ¿Dónde has dejado a la chiquilla de la ciudad? ¿La has enviado ya de vuelta? Esa pequeña Abigail vale su peso en oro.

Aquella había sido la bienvenida que le había dado la mujer nada más traspasar el umbral del salón en el que descansaba. Su hija lo había acompañado a verla, recordándole que quizá ni siquiera le conociese. Sin embargo, para sorpresa de todos, la mujer había sabido perfectamente quién era él y parecía bastante centrada mientras soltaba por la boca toda la información que había venido a buscar sin pedirlo siquiera.

—A Emma le habría gustado, siempre pensó que tenías que casarte con alguien más espabilado que las estúpidas muchachas del pueblo —le había dicho la mujer—. Y hablando de casamientos, ¿cuándo vais a poner fecha a la boda? Ese niño se merece nacer bajo el amparo del sagrado matrimonio, debes hacerte responsable de tus propios actos, querido.

—¿Niño? —El significado de esa sola palabra lo había dejado blanco como el papel. Se había girado hacia la hija de la anciana quién se había limitado a bajar la voz y negar con la cabeza.

—Mi madre tiende a confundir las cosas, otras directamente se las inventa —aseguró a modo de disculpa—, la edad y la enfermedad…

—Oh, cállate de una maldita vez, vieja bruja —saltó entonces la anciana—. Tú no sabes nada, nada, nada.

—Mamá, por favor —pidió con cansancio, un gesto que parecía haber hecho demasiadas veces y que era cotidiano—. ¿Qué te he dicho sobre insultar?

La anciana se limitó a chasquear la lengua, le cogió de la manga de la camisa y tiró de ella para obligarlo a inclinarse.

—Ella se cree que estoy senil, pero esta cabecita funciona mejor que nunca —aseguró en confidencia—. Se cree que no sé dónde esconde las galletas de chocolate. Están en la cocina, en el segundo estante.

La mujer había vagado entre esas incoherencias y otras frases las cuales pronunció con tal resolución que ya no sabía si eran verdad o mentira.

—Ha dicho algo sobre un niño —había insistido entonces él, necesitando dilucidar qué era real y qué inventado de las batallitas que le narraba la mujer—. ¿Qué niño, abuela Smith?

La mujer lo miró como si fuera tonto.

—¿Pues qué niño va a ser? —chasqueó la lengua con censura—. Ah, los jóvenes de hoy en día. Meten la polla en un agujero pero luego se olvidan de las consecuencias que trae consigo.

—¡Mamá! —la censuró la hija.

La anciana la desestimó con un gesto de la mano.

—Deberías llevarla a la ciudad, que la vean los especialistas de allí —insistió la mujer—, ese bueno para nada de Harris ya no está en el pueblo y su sustituto no me gusta un pelo. Esa niña está muy flaquita, necesita comer bien, tienes que cuidarla. ¿Sabes lo difícil que es encontrar una mujer que quiera estar al frente de un rancho? Y tú te la has ido a buscar nada más y nada menos que a la ciudad. Ay, esa Abigail es una santa, que te lo digo yo, una santa. ¿Sabes? Ayer vino a verme, me trajo esas galletas tan ricas que me gustan, ¿me traes una? Esa se piensa que no sé dónde las esconde, pero lo sé muy bien.

El resto de la conversación había sido más o menos igual, con toques de información que malamente pudo constatar aquí y allá.

Apartó las manos del piano y se las pasó por el pelo.

¿Qué había de verdad y qué de fantasía en las palabras de esa mujer? Estaba claro que Abby lo conocía y, si habían sido pareja, si habían tenido algo, su forma de reaccionar ante la obvia ignorancia por su parte era razonable. Pero, ¿un bebé? ¿Podía ser eso posible?

—Abigail Kensigton.

Al menos ahora tenía un nombre y apellido, si es que este era real, una pista sobre esa desconocida muchacha que había despertado algo en su interior, alguien que yacía en su pasado y quién tenía la llave de todo aquello que había olvidado.

Sacudió la cabeza y giró en la banqueta, dándole la espalda al instrumento.

—¿Te has cansado antes de empezar?

Levantó la mirada y se encontró con Noah entrando con una bandeja con dos tazas y una exquisita tetera.

—No tengo cabeza para disfrutar del piano ahora mismo.

Su amigo y consejero asintió y dejó las cosas sobre una mesa auxiliar.

—Me sorprendería si así fuese —aseguró sirviendo el té—. Tienes demasiado en lo que pensar.

Y aquello era sin duda un jodido eufemismo.

Haberle hecho caso y realizado ese viaje le había causado más problemas de los que necesitaba, había puesto su jodido mundo patas arriba cuando tenía cosas importantes de las que ocuparse.

—Estoy en una jodida encrucijada —resopló con verdadera desesperación—. Nada de esto tiene sentido…

—La mayoría de las cosas nunca lo tienen.

Bufó.

—¿Te das cuenta que quizá tengo un hijo?

—Me doy cuenta de que crees en esa posibilidad, sí —aceptó entregándole una de las tazas de té—. Ten cuidado, está caliente.

Cogió la taza y la miró.

—Ella… esa mujer… me miró como si creyese estar viendo un milagro.

—Bueno, Xander, dado el estado en el que te vi la primera vez, sin duda, el que estés hoy aquí y hablando conmigo, es un milagro —aseguró sin más—. Sobreviviste a una explosión de gas en la que murieron varias personas.

—Pero a qué precio —resopló y señaló la ventana con la mano libre—. He olvidado cuatro años de mi vida, un periodo de tiempo del que no recuerdo absolutamente nada ni a nadie. Y ahora, esa mujer se presenta ante mí y destapa una vida de la que ni siquiera soy consciente.

Sacudió la cabeza.

—¿Qué clase de hombre he resultado ser? —negó con la cabeza—. ¿He llevado una doble vida sin saberlo?

Su amigo negó con la cabeza.

—Te has limitado a continuar con tu vida de la mejor manera posible —le recordó—. No te has escondido, no has adoptado una nueva identidad, siempre has estado ahí para quién ha querido verte.

—Ella creyó que estaba muerto —declaró al tiempo que se levantaba de golpe y se ponía a deambular por la habitación—. Me lo dijo, lo vi en sus ojos…

Noah asintió.

—Un error comprensible dado todo el lío que se formó con el accidente —aceptó—, hubo muchas rectificaciones y confusión durante las primeras semanas e incluso en meses posteriores.

Se giró hacia él.

—¿Y si estaba realmente embarazada? Noah, ¿y si tengo un hijo?

La serenidad del hombre era lo único que lo mantenía dentro de cierta cordura.

—Si ese es el caso, deberías buscarle —declaró sin más—, buscarlos a ambos y salir finalmente de cualquier duda que puedas tener.

—Abigal Kensigton —repitió su nombre—. Ese es su nombre o el nombre que he encontrado.

Su amigo asintió.

—Contactaré con Rivers, él solía llevar todos los temas de investigación para Meredith —le informó.

Conocía el nombre del detective, era uno de las personas de mayor confianza de Merry. Ella le había hablado de él, preguntándole si quería que lo mandase a averiguar qué podía haber en su pasado, pero se había negado pensando que quizá sus recuerdos volviesen. Después, pasado el tiempo, había estado tan cómodo con ella, viviendo su presente, que dejó de interesarse. ¿De qué servía pensar en el pasado cuando tenías el presente al alcance de la mano y te proporcionaba cierta felicidad?

Nunca pensó que ese lapsus de tiempo podía haber supuesto una vida completamente distinta, una que lo dejase en la posición en la que se encontraba ahora mismo.

—Hazlo —pidió—. Necesito saber quién es Abigail Kensigton y, sobre todo, dónde puedo encontrarla.

Necesitaba verla, quería verla una vez más y escuchar de sus propios labios qué había ocurrido durante esos cuatro años.