Tras este largo recorrido por los senderos de la memoria, heme de vuelta a aquella mañana de febrero en que ardí en deseos de visitar a mi abuela.

Ya he comentado que, en el estado medio brumoso en que me encontraba al salir de mi letargo, el hecho de que llevara muerta desde hacía casi medio siglo no me pareció un obstáculo insalvable: como mucho, una distancia algo incómoda que sin duda alargaría la duración del trayecto; que quizás tornaría incierto el reencuentro; que, en todo caso, me obligaba a ponerme en marcha de inmediato si quería llegar antes del anochecer. ¿Acaso no sabemos que cuando el viajero desea llegar a alguna parte, incluso a la ansiada posada, es siempre antes de que caiga la noche? Es evidente que a mi edad esto es especialmente recomendable.

Y, sin embargo, hemos visto que no cedí enseguida al consejo que me estaba siendo dado. De hecho, vacilé un buen rato. Pasé una o dos horas vagabundeando entre mis recuerdos. La verdad es que hacía un tiempo horroroso: uno de esos que sufrimos en nuestras tierras y que son capaces de predisponer por completo al suicidio hasta al más optimista.

En resumen, decidí dar crédito a la sabiduría de las potestades que gobiernan mi sueño: me subí al coche y puse rumbo a Brujas.

Curiosamente, la autopista de la costa estaba casi desierta. De no haber existido el peligro de aquella masa plomiza que invadía el horizonte hasta anegar el paisaje en una penumbra de emboscada, habría podido dejar que el coche se condujera solo, y así reflexionar a mis anchas acerca de la expedición que estaba emprendiendo. Sin embargo, no tuve ocasión. Apenas había llegado a la altura de Gante cuando afronté las primeras lanzas del aguacero. La nube que desde el alba había estado amenazando se transformaba ahora en un chorreo continuo, jalonado por violentas trombas de agua que sacudían el coche y repiqueteaban en el parabrisas cuantas veces pasaba un camión. Durante una treintena de kilómetros, obligado a realizar una navegación por estima a través de la crepitante cortina que veía ondularse por las bruscas bocanadas de aire racheado, perdí todo contacto con el mundo que me rodeaba.

No cabe duda de que fue durante los minutos en que la carretera requirió mi atención cuando, en esa oscura región de la conciencia en donde se elaboran los impulsos del instinto, un desconocido, que debía de ser yo, eligió no regresar a la casa de Saint-André.

No guardo el menor recuerdo de que mi cerebro participara voluntariamente en aquella decisión. No obstante, en ningún momento se me ocurrió volver a ponerla en tela de juicio, aun cuando desde el principio me pareció de todo punto sorprendente. Cuando, una hora antes, me había subido al coche, fue, ante todo, con el ánimo de volver a ver aquella casa que en mi memoria permanece absolutamente ligada a mi abuela; tanto es así que siempre me ha sido imposible evocar la una sin la otra, como si existiera una armonía existencial entre la simple disposición de ladrillos y hierbas, y aquel universo de libertad e invención que mi abuela me hizo descubrir un día. ¿«Como si»? ¿Por qué «como si»? Doy fe de que aquella armonía era real. Doy fe de que, a la edad en que comenzaba a descifrar la vida, una predestinación fabulosa, la cual debía lo esencial de su fuerza al genio de mi abuela, transformó aquella morada en un teatro de alegría y sueños.

De aquello hace ya más de sesenta años. Desde entonces, no he vuelto allí ni una sola vez. No sé nada de aquella casa desde la época en que, abrumado, el niño que fui contemplaba el jardín devenir templo y música bajo la preciosa luz de los largos crepúsculos.

¿Existe todavía hoy? ¿Se distingue aún, en el condominio próximo a la chausée de Ghistelles, el entramado de su fachada gris y rosa al final del túnel de vegetación de la larga alameda? ¿Se sigue sentando alguien en la escalinata de las capuchinas donde mi abuela, agazapada en el regazo de su mecedora, hacía punto vigilando sus flores, en tanto que la gran morera vibraba sobre el césped con el bordoneo de todos los abejorros de junio?

Lo maravilloso es que me basta evocar tu rostro, ¡oh, casa!, para que el milagro renazca: el encantamiento vuelve a surtir efecto, el sortilegio se recompone, la antigua ternura se despierta y me apremia para que corra hacia ti del mismo modo en que uno se apresura hacia una fuente.

Pero, por muy persuasiva que pueda ser, no es a esta voz a la que presto atención: la llamada a la que voy a obedecer es la que me lanza la oscura prudencia ancestral, aquella que conmina al animal amenazado a escapar a las heridas. Esa otra voz deja traslucir que, obstinándome en encontrar de nuevo la casa de Saint-André, cometería una falta mayor contra su recuerdo.

¿Qué puede subsistir hoy, me susurra al oído, de la gracia inicial de un lugar desposeído desde hace tanto tiempo de aquella que fuera su alma? De no haber sido arrasado el condominio para albergar un garaje o una casa de retiro, seguramente habrá visto sus jardines deslustrados por el paso del tiempo y sus chalets banalizados por las múltiples ocupaciones sufridas. Apenas se puede concebir que aquella improbable excepción edénica cuyos placeres no se saboreaban más que en plena canícula, en la estación de los largos días calurosos y de los jardines en fiesta, haya podido sobrevivir durante tantos años a la ausencia y a la muerte.

Desafortunadamente, no tengo nada que objetar ante este discurso. No trataré de volver a encontrar la casa: no quiero ver a mi abuela muriendo una segunda vez.

Ya cuando tuvo que abandonar Saint-André viví el desgarro de una larga separación. Estuve varios meses sin verla. Dada la insistencia con que les estuve pidiendo a mis padres que me condujeran a su lado, un domingo me acompañaron a Bruselas. Ella acababa de mudarse a su nuevo hogar.

No sé qué decorado me había forjado en mi imaginación; sin embargo, lo que descubrí era mortalmente triste. Mi madre, que sabía que la imagen de la casa de Brujas anidaba siempre en lo más hondo de mi memoria, había intentado prepararme para una decepción. Con gran paciencia me había explicado, mientras yo miraba el desfile de los humos del tren, que mi abuela no poseía otros medios aparte de los de su pensión de viuda, y que las condiciones del mercado inmobiliario habían empeorado desde la época en que una feliz casualidad había permitido a mis abuelos descubrir el condominio ajardinado de Saint-André. Creo haber asentido con la cabeza varias veces para reafirmar mi compasión, pero no estoy seguro de haber comprendido gran cosa de las explicaciones de mi madre.

En cualquier caso, ¿cómo podría haber imaginado que iba a encontrar a la reina de mi universo de felicidad y jardines prisionera de una vivienda mezquina, sin estilo ni encanto, en una siniestra hilera de casas de una calle de las afueras?

La ansiedad con la que nos recibió mi abuela mostraba que se esforzaba desesperadamente por estar ilusionada:

—¿Qué os parece? —nos preguntó varias veces.

Mamá se limitó a mentir con la mayor convicción posible, y, al parecer, lo consiguió. Vi que mi abuela se bebía patéticamente sus propias palabras:

—Es cierto que el apartamento es muy cómodo —admitió.

Me lanzó una mirada a hurtadillas. Diríase que esperaba mi opinión; pero yo tenía un nudo en la garganta demasiado grande como para hacer una comedia:

—Es bastante pequeño, eso sí —concedió.

Parecía sentirse un poco culpable.

Jamás la había visto tan insegura ni debatiéndose tanto en la duda. Bastaba un cumplido algo insistente por parte de mi madre para que en apariencia recobrara la confianza, llamando nuestra atención con mil detalles acerca de los encantos de su cocina. No obstante, un instante después, renunciaba a ocultar su desconcierto y se dejaba caer en una silla:

—Creo que nunca me haré a esta casa.

Había un brillo de confusión en sus ojos.

Nos había preparado un oporto, granadina y pastas. Me di cuenta de que había cuidado de poner sobre la bandeja unos cuantos berlingots de pasta de almendras. Este homenaje a nuestro ritual de complicidad me conmovió; mas no encontré las palabras, por simples que fueran, para decirlo. Por primera vez sentí una distancia entre mi abuela y yo: nos separaba la conciencia que cada cual tenía acerca de lo que habíamos perdido para siempre.

Llegó el momento en que mamá tuvo que consultar su reloj; se acercaba la hora de nuestro tren. Mi abuela se terminó su oporto sin prisa:

—Así son las cosas —dijo escuetamente.

No volví a verla hasta la Semana Santa.

Fue en las inmediaciones de Oostkamp donde, a ciencia cierta, advertí las primeras señales de bonanza. En unos instantes, la tormenta se calmó, el limpiaparabrisas comenzó a chirriar sobre el cristal seco y la media luz vacilante que ensombrecía el cielo se alzó como el telón de un teatro descubriendo, a ras de un horizonte desprovisto de nubes, un áureo penacho tan resplandeciente y tan suave que parecía estar emitiendo su propia luz.

La mutación fue instantánea en aquel punto y coincidió tan exactamente con mi resolución de no tratar de regresar a la casa de Saint-André que, durante un instante, me complací coqueteando con la pueril idea de que había sido mi impulso instintivo lo que había provocado aquel desequilibrio en los aguaceros. Me pareció estimulante imaginar que el cielo se había puesto verdaderamente de mi parte autorizándome a franquear una linde semejante a la que dificulta el avance del héroe en el universo de los cuentos. Encontré grato que su gentileza llegara hasta el extremo de dejarme saber, en señal de bienvenida, que unos kilómetros más allá, sobre el mar, hacía bueno.

Ya no cabía dudar más: abandoné la autopista hacia Jabbeke para poner rumbo a Le Coq.

De pronto, me sentí relajado y como liberado, con un sentimiento más próximo a aquel que invadía mi espíritu en la época en que emprendíamos nuestros grandes viajes vacacionales, cuando mi padre esperaba a haber girado varias veces tras el paso de la aduana antes de anunciar gravemente ante la familia, sumida de repente en el silencio:

—¡Ya está! Estamos de vacaciones…

No distaba yo ahora de pensar lo mismo. Mientras me dirigía hacia la costa, tuve la impresión de sentirme aliviado de un peso, como si acabara de entregarme al destino que me aguardaba aquel día. Me sentí deliciosamente eximido de todo imperativo, despreocupado del mundo y del tiempo, en ese estado ocioso del caballero que ha devuelto las riendas a su montura.

Un sol pálido se había elevado por encima de los campos, donde subsistían aquí y allá capas de rosada. Bajé la ventanilla de mi puerta. En el frescor del aire flotaba un dulce aroma a vainilla: la primavera llegaría pronto este año. Mientras observaba el asfalto perdiéndose bajo mis ruedas, pensé que en unos minutos me sería concedida una alegría, aquélla cuya promesa habían creído saludar mis ojos de centinela exhausto en medio del furor caliginoso del cielo de Gante: saludaría al mar.

De repente, me vino a la cabeza la idea de que a mi abuela le habría gustado aquella manera de visitarla, y me animé a regresar a esa tierra donde siempre he tenido ocho años.

Para ahorrarle a mi abuela las penas de un verano en soledad, les sugerí a mis padres que organizaran una estancia conjunta en la costa durante las primeras vacaciones largas que siguieron a su mudanza a Bruselas. No sé qué contratiempo hizo que fracasara nuestro proyecto. Por las circunstancias, nuestros encuentros fueron escaseando.

Por fortuna, estaban las cartas. Ella me había pedido que le escribiera de vez en cuando. Trataba de hacerlo, aunque constituyera para mí una prueba: pese a que ponía todo de mi parte para otorgarle un tono natural a mi esfuerzo, el bobo pudor de mi edad era a menudo más fuerte. En consecuencia, la mayoría de mis breves cartas, a duras penas redactadas sobre las hojas arrancadas de mis cuadernos de colegial, eran de una expresión forzada que, de no haberme conocido tan bien, podrían haberla conducido a atribuirme una indiferencia que, en realidad, estaba muy lejos de sentir. La verdad —que la echaba de menos— era lo contrario de lo que le ofrecía para su lectura.

Respondía a cada una de mis cartas con largas misivas desbocadas y algo impetuosas, abundantes en anécdotas sobre los comerciantes del barrio y las mezquindades de su casera; pero, al menos en apariencia, hablaba poco de sí misma. Creo, sin embargo, que sí que lo hacía, a su manera. En la jerga actual se diría que los ocho o diez folios de texto apretado que brotaban de la pluma de Thérèse-Augustine ofrecían dos «niveles de lectura» a sus eventuales descifradores: estaba la parte pública de su correspondencia, aquélla en la que, con su humor habitual, daba cuenta de incidentes nimios de su vida social, los cuales iban dirigidos tanto a mis padres como a mí; y estaba también la parte secreta, la cual yo me reservaba como una golosina y que me correspondía descifrar, a la manera de un palimpsesto que estuviera entre las líneas del texto visible. En la soledad de mi cuarto, procedía a realizar una verdadera exégesis sentimental de sus cartas, analizando con la paciencia de un semántico los pasajes en los que me parecía que se abría un poco más conmigo, y realzando aquellos detalles más insignificantes que pudieran pasar por indicios. Saboreaba con un placer especial las alusiones a tal o cual episodio de nuestra intimidad en Brujas, las cuales no tenían sentido excepto para mí y me permitían, en la clandestinidad mágica de mi recuerdo, retomar el hilo del diálogo amoroso que habíamos mantenido durante tantos años.

Era casi siempre a la hora del desayuno cuando el sobre azul cerúleo, con su minúscula escritura de gato, aparecía sobre nuestra mesa. Como mi abuela cuidaba siempre de escribir mi nombre junto a la dirección, mi padre me tendía ceremoniosamente el sobre; pero, bajo el pretexto de que en ocasiones una carta es portadora de malas noticias, no hacía misterio de la impaciencia que le devoraba por verme abriéndolo. En su presencia, claro está. Si bien aquella insistencia me irritaba mucho, no veía la manera de sustraerme a ella. Me imagino que, en calidad de hijo preocupado por la salud de su madre, consideraba su curiosidad perfectamente legítima. He de reconocer que se preocupaba poco por los detalles: cuando, tras haber leído por encima la carta, le anunciaba entre dos bocados que mi abuela estaba bien y, conforme a la expresión que él mismo acostumbraba a utilizar después de haber leído a Erich Maria Remarque, le decía: «Sin novedad en el frente de Bruselas», él se desinteresaba del resto, se terminaba rápidamente su café y se iba a hacer sus cosas.

Mi madre era menos fácil de contentar. Quería leer por sí misma la prosa de Thérèse-Augustine, aunque no se inmutaba: retomábamos el texto con toda tranquilidad mientras terminábamos nuestro desayuno. En la pluma de mi abuela, un paseo para ver tiendas o un simple trayecto en el ascensor de su inmueble se transformaban en sainetes de una extravagancia hiriente donde, como bajo el efecto de una suerte de fatalidad, nos encontrábamos casi siempre con uno u otro de aquellos engreídos individuos cuya vocación parecía la de cruzarse con ella, y a los que ella tenía el don de desenmascarar hasta lo más hondo de su ser.

Eran momentos de pura alegría.

Sin dificultad, he vuelto a encontrar la duna donde nos habíamos apostado aquella tarde de julio de 1932 con la esperanza de sorprender el rayo verde.

Como aquel día, he subido hasta la estrecha meseta tapizada por malas hierbas que corona su cumbre.

Hasta donde alcanza mi vista, la costa está desierta bajo la fúlgida bóveda del cielo invernal. La luz es tan pura que, sobre el horizonte despejado de nubes, distingo muy claramente el faro de Ostende a una docena de kilómetros.

La playa que se extiende ante mis ojos es tan bella como una mano desnuda. Ofrece a mi mirada gran lujo de colores sutiles: desde el brillante nacarado de las aguas a la áurea rutilancia de la arena, pasando por las variaciones del pizarra y el blanco níveo que modulan los celajes transportados a la deriva por el viento del Este, hago recuento de cada uno de los tonos que van del buriel al plateado puro. Son muchos los gozos que en ellos encuentra un espíritu con un cierto gusto por el rigor, sin que se vean menoscabados por el hecho de que el azul sea, durante algunas semanas más, uno de los únicos matices prohibidos por la estación…

Ya está. He hecho todo lo que he podido por dilatar al máximo mi relato; pero, en la evocación que he iniciado, he llegado al momento en que mi abuela va a morir: trataré de pasar por este tema muy rápidamente.

En realidad, nunca supimos cuándo comenzó su sufrimiento. Había prohibido que nos avisaran, por lo que fue menester que una de sus vecinas, que la veía torturada sin auxilio, tuviera la sensatez de advertirnos. Precisamente ese día mis padres estaban en Bruselas: Thérèse-Augustine les confesó que, desde hacía semanas, era presa de una neuralgia facial que no le daba respiro. Un médico, tras ser consultado, diagnosticó una neuritis del nervio trigémino. Con todo, los calmantes que le prescribió apenas le hacían efecto.

Mi abuela, que antaño se hacía la «desesperada» si un plato le salía mal, aguantaba sus dolores sin quejarse. A cada momento, sin que ningún malestar previo lo hubiera anunciado, veía su rostro crisparse mientras alzaba lentamente sus dedos hacia su mejilla, sin rozarse, eso sí, la piel; un poco como si lo hiciera para saludar a algún conocido suyo. Lo extraño era que hacía su saludo con los ojos cerrados. Era la única manera que tenía de expresarnos el profundo dolor que padecía.

Cabría pensar que esas neuralgias, que nada parecía poder calmar, favorecían el desarrollo de un mal más profundo. Thérèse-Augustine, cuya agilidad intelectual había sido siempre tan viva, pronto manifestó algunas sorprendentes señales de esclerosis cerebral, olvidando su bolso en la frutería, perdiendo las llaves o dejando que se desbordara la bañera. Era una imprudencia que continuara viviendo sola. Mis padres se pusieron a buscar una casa de huéspedes. En un primer momento, mi abuela no quiso oír hablar de semejante cosa. Aun así, el sufrimiento sin duda había dejado maltrecha su voluntad de combate, y acabó cediendo.

A pesar de estar exigido por la necesidad, aquel cambio de entorno se revelaría desastroso: la degeneración mental de mi abuela no hizo sino agravarse más en aquel nuevo marco, donde se sentía infeliz. Empezó a abandonar su lecho por las noches, entrando en las habitaciones de los otros huéspedes: pretendía, de manera muy confusa, estar buscando algo o a alguien. Me dijeron que, durante aquellas escapadas, en ocasiones pronunciaba mi nombre.

Una noche, tras haber abandonado su cuarto una vez más, se cayó por la escalera. Acudí enseguida. Se había dislocado un hombro, y tenía la cara tumefacta, cubierta de cardenales. Tenía casi cerrado el ojo derecho. Debía de haberse caído de cara. Aquella mañana —¿acaso la habrían sedado?— no me reconoció.

Al rato, estaba charlando con ella de la manera más natural, alegre de encontrarla en tan buena forma, cuando advertí que me estaba confundiendo con mi padre. A partir de ahí, esto le sucedió en numerosas ocasiones. Un día llegó incluso a decirme:

—Charles jamás viene a verme…

Comoquiera que ya apenas se levantaba y que se había vuelto incapaz de asearse por sí misma, tuvimos que confiarla a un «hogar para ancianos».

Había perdido toda noción clara acerca del transcurso del tiempo: cuando veía caer la noche, creía que iba a hacerse de día y reclamaba su desayuno. Sin embargo, había conservado una memoria admirable de los acontecimientos de su tierna edad y de la historia de su familia. Yo me apresuraba a hacerla hablar, aun a sabiendas de que no tendría la suerte de escucharla mucho más tiempo.

Para vergüenza mía, reconozco que no he guardado un recuerdo muy preciso de las últimas semanas de vida de mi abuela. Curiosamente, todo aquel periodo se me aparece en lontananza, como difuminado por una suerte de dolorosa bruma de la que sólo emergen escasos momentos.

Recuerdo, con todo, un detalle bastante extraño. Aunque nunca se había preocupado especialmente por su presencia, se volvió muy exigente en cuanto al porte y el aspecto que ofrecía a los visitantes que la encontraban en su cama. Pedía, por ejemplo, que le pusieran un poco de polvos para avivar su tez y, sobre el camisón, se ponía una mañanita de un color vivo que pronto cubría de manchas, con lo que hacía falta cambiársela varias veces al día. Una última coquetería: estaba preocupada por la papada que desvelaba el aflojamiento de la piel de su cuello y, para tratar de disimularla, alrededor de la garganta llevaba una cinta de seda malva. Yo odiaba aquella baratija mundana que parecía fuera de lugar en el cuerpo de una mujer como mi abuela. Me imagino que, en medio de aquella habitación que olía a orina y a muerte, quería lucirla como un patético e irrisorio desafío a la nada.

Se extinguió sin sufrimiento un día de junio con un crepúsculo lleno de pájaros. Bajo la ventana abierta, la primavera extendía en el jardín un fabuloso reino de hojas tiernas, hierba nueva y brotes carnosos.

Cuando la metieron en el ataúd, su cuerpo se había vuelto tan menudo que apenas si alcanzaba el peso de un niño pequeño.