Aquélla no fue nuestra única escapada al mar en el transcurso de los años en que pasé mis vacaciones de verano en Saint-André. Si he elegido relatarla frente a cualquier otra, es porque fue la primera y porque su carácter iniciático siempre la aureoló de un prestigio particular dentro de mi mitología personal.

Sin embargo, también podría evocar nuestra irrisoria aventura en el concurso de construcción de fuertes, de la que estuvimos burlándonos mucho tiempo en mi familia. Un día de julio, mi abuela, siempre al acecho de cualquier cosa que pudiera contribuir a mi gloria, descubrió en el periódico que leía a diario el anuncio de una competición de fuertes para niños de mi edad en las playas del litoral. La recuerdo toda excitada, con las gafas torcidas en la punta de la nariz y agitando peligrosamente, por encima de la cafetera y las rebanadas de pan con azúcar moreno del desayuno, el ejemplar del periódico donde, en grandes titulares, se desplegaba la lista de suntuosos premios reservados a los vencedores: cometas gigantes, equipamientos de lujo para jugar al croquet y raquetas de grandes marcas. Claro está que Thérèse-Augustine, para quien lo esencial no era participar, me veía en su imaginación con los brazos cargados de trofeos sobre el escalón más alto del podio; y esto por más que le objeté obstinadamente que presentarme como participante, y sin la menor experiencia, en una prueba de tal género implicaría verme abocado, por decreto, a formar parte de un equipo improvisado y hecho de elementos heteróclitos, destinado, con toda seguridad, a no interpretar en la competición más que un papel de mero figurante; que no cabía la menor duda de que la palma iría a parar a los grupos mejor organizados, y, para concluir, que la sola idea de quedar en ridículo en el ejercicio de lo que ella me proponía me disgustaba de todo punto.

Tengo la impresión de que Thérèse-Augustine apenas si entendió nada de mi discurso. Durante todo el tiempo que estuve hablando, parecía estar literalmente privada de sentido: mis argumentos se toparon con una mirada vacía, un semblante de muerte. Sólo en una ocasión —cuando hice alusión a los chavales vigorosos— la vi fruncir el ceño y clavar una lúcida mirada estimativa en mis bíceps. Pero en un santiamén retomó su inmovilidad de estatua feliz: ese día comprendí lo que significa una «sonrisa beatífica».

Aquello resultó, por supuesto, un desastre. Conforme a mis temores, la suerte me asoció a compañeros de infortunio que no eran menos novicios que yo en el arte de la construcción: dos chavales de mi edad y tres chiquillos de aire perplejo, endebles y con una buena voluntad de esas que desarman. Nuestro «fuerte» fue uno de los primeros derribados por el mar.

En memoria de la humillación que sufrí aquel día, durante todos estos años he conservado en el cajón de mi mesa de trabajo la balita de caucho blando que los organizadores nos concedieron como de premio de consolación a todos los competidores no clasificados.

En la lista de las hazañas de mi abuela que jalonaron nuestra vida en común hay un episodio que siempre me ha parecido digno de una mención especial: se trata de la expedición que me sugirió hacer en busca del rayo verde.

Ya habrá comprendido el lector que aquel verano leíamos a Julio Verne. Tras el embeleso de sus obras maestras La vuelta al mundo, Veinte mil leguas o La isla misteriosa, que habían alegrado nuestras vacaciones el año anterior, acabábamos de abordar relatos que, aun siendo de factura menos bella, encubrían algunos tesoros.

No sé de quién había sido la idea: para ganar tiempo, pero sobre todo para estrechar nuestros lazos —creo—, habíamos resuelto aprender a saborear juntos el placer de la lectura. Desde el día en que Thérèse-Augustine hubo puesto punto final a sus memorias, las últimas horas de nuestras tardes estuvieron consagradas en gran parte a la lectura en voz alta.

El ritual apenas fue modificado: nos citábamos en la escalinata a la hora acostumbrada, y mi abuela, como hasta entonces, se acomodaba en su mecedora, en el lugar donde un claro entre las capuchinas le permitía vigilar de cerca sus flores. Sólo que, ahora, sostenía un libro en sus manos, y ya no hacía punto.

Me sentaba junto a ella con los pies colgando del travesaño de mi banquito; los codos sobre las rodillas a fin de acomodar mejor la barbilla en las palmas. Thérèse-Augustine comenzaba a leer en alta voz: «La casa de campo en la que vivían los hermanos Melvill y miss Campbell estaba situada a tres millas de la pequeña aldea de Helensburgh, a orillas del lago Gare, una de aquellas pintorescas ensenadas que penetran caprichosamente en la orilla derecha del río Clyde…»[11].

No puedo evocar sin melancolía aquel verano de 1932: fue el último que habríamos de vivir juntos en Saint-André. La casa había sido vendida unos meses antes, y el nuevo propietario acababa de rescindir el contrato con mi abuela: el plazo convencional de gracia expiraba a finales del mes de septiembre. Ya durante la primavera Thérèse-Augustine se había desplazado a Bruselas en dos ocasiones para buscar allí un apartamento.

Jamás un verano fue tan radiante como el de aquel año. El jardín exhibía con orgullo todas sus rosas, todos sus blancos níveos en medio del verde aún tierno de las hojas. Los crepúsculos eran de un esplendor casi doloroso: diríase que el día únicamente consentía en finalizar tras haber agotado todos sus fulgentes embrujos. Escuchaba a mi abuela evocando los caprichos de Héléna y los pedantescos arrebatos de suficiencia de Aristobulus Ursiclos[12] hasta aquel momento del ocaso en el que ya nada, salvo el canto de unos cuantos pájaros y el tintineo improbable de una campana entre los árboles, turbaba el silencio de los jardines. Cuando su vista nublada comenzaba a confundir los caracteres, yo insistía en quitarle el libro de las manos y me ponía a leer unos minutos. Después, volvía a cerrar lentamente el volumen y nos quedábamos en silencio largo rato mientras contemplábamos el anochecer.

Naturalmente, cenábamos más tarde de lo acostumbrado, un hecho no menos inhabitual: en lugar de mandarme a la cama nada más haberme llevado el último bocado a la boca, mi abuela, quien sin embargo siempre había manifestado mucho rigor a este respecto, parecía recrearse prolongando la velada y manteniéndome junto a ella un rato más.

Un día incluso llegó a improvisar una cena sobre la escalinata. En otros momentos, el mero proyecto de semejante fiesta me habría sumido en un profundo arrobo. Lejos de tal cosa, una oscura contención atemperaba mi exaltación: me daba cuenta de que mi abuela debía de encontrarse profundamente desamparada como para pasar por alto tales trastornos en nuestra vida cotidiana.

Para la ocasión, volvió a su tarea la antigua mesa de ruedas que ya apenas empleábamos: todavía puedo escuchar el chirrido asmático de sus ruedecillas mal engrasadas sobre el enlosado de la escalinata. No he guardado ningún recuerdo de las palabras que intercambiamos —sin duda, debieron de ser muy pocas—, si bien conservo una memoria extremadamente precisa de las imágenes de aquel final de la tarde.

La noche casi había caído. El jardín respiraba en silencio. Sobre el fondo del cielo que comenzaba a ensombrecerse, la masa más negra de la gran morera que se alzaba sobre el césped todavía se perfilaba débilmente. Aun así, sólo se mantenía visible el sendero de grava blanca que conducía al portillo. Los últimos pájaros habían cesado su canto. Una suerte de angosto júbilo flotaba en el aire.

Con la excusa de que la terraza carecía de una iluminación suficiente, me las había ingeniado para que cenáramos a la luz de las velas:

—¿Como unos enamorados? —había preguntado con una sonrisa Thérèse-Augustine, cuya imaginación era lo bastante sutil como para presentir que, más allá del placer infantil de lo insólito, las dos finas llamas que aislaban nuestra mesa en el corazón de aquel mar de tinieblas tenían el poder de avivar deliciosamente en mí el sentimiento de la afinidad que nos unía.

Recuerdo que estábamos sentados frente a frente bajo el baldaquino de las capuchinas soñolientas. El fulgor de las velas posaba su trémula pátina sobre los cristales, iluminando en la mirada de mi abuela toda una fantasmagoría de reflejos. Cada vez que inclinaba la cabeza, todo su semblante se ofrecía a la luz: la sonrisa que había esbozado en el momento de alzar el cubierto se había borrado, para dar paso a una expresión tan dolorosa y tan tensa que tuve que darme la vuelta para esconder mis ojos arrasados en lágrimas.

Sin embargo, hasta el último día, nuestras conversaciones evitaron toda alusión a nuestra partida. Estoy prácticamente seguro de que ella habría asimismo rehuido el tema de haberlo evocado yo. Ponía una suerte de coquetería desesperada en comportarse como si nada fuera a cambiar en nuestra vida; de todos modos, yo la quería lo bastante como para saber que aquel adiós a su casa y a nuestras vacaciones en común equivalía para ella al final de todas las cosas.

¿Quiso ella coronar las últimas semanas de nuestra camaradería con una aventura que inscribiría su recuerdo en mi memoria como la firma al final de un texto? Sólo puedo hacer conjeturas.

Se había visto vivamente seducida por el relato de Julio Verne, cuyas peripecias ofrecían a su afición por lo maravilloso, así como a la reverencia ingenua que alimentaba en torno a los misterios del universo, la ocasión de realizarse todas juntas. Habida cuenta de que su curiosidad se hallaba siempre al acecho, semejante libro constituía para ella un verdadero pan bendito: cada año, a mi llegada a Saint-André, me pedía que volviera a contarle lo poco que sabía acerca de las estrellas. Y es que, evidentemente, en su pensamiento no existía contradicción alguna entre su pasión por los arcanos del saber y aquella obstinada esperanza en el advenimiento del milagro, la cual había germinado en ella durante las adversidades de su infancia; hasta tal punto era así que ambas formaban parte de su naturaleza. Sosteniendo, sin haber leído Hamlet, que hay más cosas en el cielo y en la tierra de las que jamás pudiera imaginar nuestra filosofía, vivía ella con la excitante certeza de que todo es posible en todo momento, creyendo a pies juntillas en todos los cuentos de hadas que le contaban.

Empecé a tener la mosca detrás de la oreja cuando su lectura abordó el comienzo del capítulo tercero, ese momento del relato en el que miss Campbell descubre la existencia del rayo verde en un artículo de The Morning Post[13]. Aun cuando Thérèse-Augustine casi siempre leía con un tono desprovisto de toda pasión aparente, de pronto entreví una modificación en la tonalidad emocional de su voz: al evocar el instante en que el sol despide su último rayo antes de desaparecer en el mar —«ese rayo de un verde misterioso, de un verde que ningún pintor puede lograr con su paleta, de un verde cuyo matiz la naturaleza jamás ha podido reproducir»—, parecía estar inmersa en una alegría infantil. Literalmente se le estaban saltando las lágrimas, como si acabara de tener una visión edénica: «Si existe el verde en el Paraíso, no puede ser más que aquel verde». Se me ocurrió pensar que estaba mostrando un rostro semejante al de cuando degustaba una de esas tartaletas de crema de almendras que tanto la apasionaban. Al mismo tiempo, no podía evitar sentir que la sonata de música celeste a la cual ella prestaba oídos no colmaba más que una mínima parte de su atención, y que la lírica de las esferas de veras ocupaba en su placer un lugar menor que la sensualidad de aquel dulce; todo lo cual, en otras palabras, significaba que estaba ya preparándose mentalmente para partir a la conquista del rayo verde en cuestión.

La continuación de la lectura no hizo sino confirmarme aquella corazonada. No sólo creyó al pie de la letra la novela de Julio Verne, sin poner en duda un solo segundo la existencia del rayo verde, sino que pronto se convenció de que, a costa de insistencia y atención, tendríamos el privilegio de contemplarlo nosotros mismos. Huelga decir que no tuvo ninguna dificultad en convencerme a mí también.

El resto no fue más que una cuestión de organización. Para empezar, nos pareció útil proceder, cuaderno de notas en mano, a una relectura rápida de la obra. Era menester consignar con esmero las condiciones que nos conducirían a una observación perfecta del fenómeno: un largo crepúsculo, un mar calmo y un horizonte desprovisto de toda bruma. Puesto que el tiempo seguía siendo bueno y estábamos a principios de julio, es decir, una época próxima a los días más largos del año, nada nos impedía entregarnos a nuestra aventura sin dilación, de modo que eso fue lo que hicimos.

No relataré nuestra expedición. Lo único que importa es que, en aquel momento, se nos presentó como un éxito total. Al regresar a casa aquella tarde, ambos habríamos jurado que un admirable rayo verde había cubierto todo el espacio en el momento en que el último segmento del disco solar se borró del horizonte marino; habríamos puesto la mano en el fuego con el alma serena. Durante el camino de vuelta a casa —mientras intercambiábamos animadamente impresiones y dejábamos que nuestras bicicletas pedalearan por sí mismas siguiendo el lecho de la brisa del mar—, nuestro único punto de desacuerdo concernía al matiz del verde en cuestión: yo lo veía dentro de los tonos esmeraldas, en tanto que Thérèse-Augustine estimaba que tiraba más al jade.

Como es natural, la gente sensata sostendría que habíamos tenido visiones y que no habíamos visto el rayo, por el mismo motivo por el que no se puede ver aquello que no existe. ¿Quién tenía razón? Yo mismo, cuando hoy me pregunto acerca de lo que vimos realmente aquel día, me veo forzado a reconocer que mi seguridad vacila. Lo cierto es que me he hecho viejo, y que mi abuela ya no está junto a mí para insuflarme sus certezas.

Un día, un poeta abrió el expediente de la larga querella entre la tradición y la invención, entre el orden y la aventura[14]. Sin otra información, y con la esperanza de no dar muestras de una excesiva insolencia, desearía archivar el recuerdo de tan modesto episodio.