Un jardín en Brujas
Anoche sentí ganas de ir a saludar a mi abuela. No es la primera vez que la echo de menos, pero jamás había sentido con tanta insistencia la necesidad de volver a verla. Comoquiera que lleva muerta desde hace casi medio siglo, pensé que sería preferible ponerme en marcha enseguida: ya tenía un pie fuera de la cama cuando me espabilé del todo.
Aun así, no estoy contrariado. El sueño de anoche me ha traído a la memoria un episodio olvidado de la gesta de mi abuela: el instante en que se me apareció, se hallaba gloriosamente encaramada a un taburete, entre las capuchinas de la escalinata en saledizo de su casa de Brujas, y tocaba el olifante en mi honor. Creo que, a la sazón, yo debía de tener diez años, y aquélla era su manera de felicitarme por mi cumpleaños.
Ciertamente, llamarlo «olifante» es magnificar un poco las cosas; aunque estoy seguro de que la trompa de ocasión por la que soplaba mi abuela, hasta no poder más y sin que le preocupara alterar la tranquilidad del vecindario, estaba revestida en su imaginación de una dignidad pareja, al menos, a la del olifante. De hecho, el instrumento no era sino una de esas cornetas de latón con embocadura de cuero que, en mi infancia, los guardafrenos llevaban colgadas del cuello para anunciar las maniobras de los trenes. El objeto, con el cual me topaba a menudo mientras curioseaba por los cajones de la cocina, había pertenecido a mi abuelo, quien lo había conservado como recuerdo de sus modestos inicios en la Sociedad de Ferrocarriles.
Embocada con tanta grandilocuencia por mi abuela, quien, pese a tener unos conocimientos históricos bastante vagos, albergaba una reverencia infinita por los fastos del pasado, la modesta corneta se veía elevada por las circunstancias al rango de las trompas de la Fama: algo parecido al toque de trompeta de la coronación de los reyes, al cuerno de Rolando victorioso o al buccino que anuncia la entrada del césar. Puestos a elegir, me inclinaría por la entrada del césar… Pues, si la memoria no me falla y se trata de mi décimo aniversario, nos encontramos en 1929: el mismo año en que la versión muda de Ben Hur arrebata al público en los cines de provincia. Unas semanas antes, mi abuela me había concedido el privilegio de acompañarla al Vieux Bruges, la sala de la rue des Pierres cuyo espectáculo nos emocionó.
Por lo tanto, es muy probable que para su puesta en escena se hubiera inspirado en la sala de utilería de la Roma hollywoodiense. Me imagino que, a su juicio, tanto la trompeta como el taburete que había sacado del cuarto de baño no debían de ser sino los signos ejemplares del vasto y tácito decorado de columnatas y terrazas que bordeaban la vía Sagrada entre el Campo de Marte y el Capitolio. Apuesto cualquier cosa a que no dudó en movilizar mentalmente algunas cohortes para alinear sobre aquel mármol la doble hilera de portaestandartes encargados de inclinar sus insignias a mi paso.
En la escena para dos personajes que había concebido interpretar conmigo aquella mañana, me reservó, como es natural, el papel más glorioso. Con todo, la experiencia demostraba que mi interpretación del triunfador era un fracaso total: se mirara como se mirara, no poseía ni los recursos dramáticos para ese papel ni el descaro flemático necesario para su ejercicio.
La verdad es que estaba muerto de vergüenza pensando en los vecinos que, distraídos de su desayuno dominical, miraban por encima de los setos que separaban los jardinillos del arrabal, sin perderse nada del espectáculo que ofrecía mi abuela desde aquel improvisado podio, entre las capuchinas de la escalinata, al que se había encaramado, perfectamente consciente de su poder sobre el público: derecha como una I, la cabeza alzada, la trompeta apuntando hacia el cielo y combando su menudo talle con ese orgullo que parece tan natural en quienes han de solventar una deuda personal con el universo, ponía abiertamente a la población de Saint-André-lez-Bruges por testigo de la gloria que los dioses prometían a su nieto. Por más que le imploraba que abreviara mi tortura, los escasos y suplicantes «¡abuela!» que, con voz ahogada, conseguía articular no le llegaban. Mientras tanto, la corneta, a la que al cabo de un rato se había unido un par de gallos de los alrededores atraídos por la concurrencia, continuaba expandiendo su insoportable y ronco toque de diana por lo alto de los jardines.
Cuando se produjo esta escena mi abuelo llevaba muerto varios años.
Extraña alquimia la de la memoria… Todo lo que me queda de él, aparte de la profusa crónica de mi abuela, es aquella trompeta irrisoria y el recuerdo de la respuesta que dio a una de mis preguntas de niño.
Me viene a la memoria un crepúsculo estival en el jardín. En medio de los fresales y las rosas, correteo a su alrededor. No le llego a la cintura.
—Abuelo, ¿por qué vives en Brujas?
Se detiene bruscamente y me mira, como si mi pregunta mereciera una reflexión por su parte. A continuación, se arrodilla para que su rostro esté a la altura del mío. Casi al oído, me dice:
—Eso es algo que decidieron las altas esferas.
Al mismo tiempo, me escruta con semblante astuto, como queriendo darme a entender que, de no estar sujeto al secreto profesional, podría revelarme mucho más. Después, menea la cabeza. Yo también la meneo para expresarle mi complicidad. No me atrevo a pedirle que me proporcione algunos detalles acerca de esas «altas esferas» que disponen así de las vidas de las personas, pero me quedo muy impresionado.
De la manera más inocente, con aquella pregunta había dado efectivamente en el clavo. No es que mis abuelos, naturales de los alrededores de Mons, hubieran elegido a su albedrío vivir en Brujas, sino que, desde su boda, se habían visto embarcados en la existencia nómada que la Sociedad Nacional de Ferrocarriles de la época imponía a algunos de sus trabajadores. El Departamento de Personal estimaba oportuno añadir la expectación de la sorpresa lingüística a los consabidos elementos de incertidumbre derivados de las diferencias de clima, relieve y entorno. De resultas, en el curso de aquellos míticos años del fin de siglo, mis abuelos fueron trasladados de Welkenraedt a Philippeville, y de Saint-Nicolas-Waes a Libramont. Fue así como vieron venir al mundo a sus hijos en los cuatro extremos del país.
Mi abuelo había sido educado en el respeto a la jerarquía y se acomodaba sin mucho esfuerzo a aquella vida de bohemios que tanto exasperaba a su esposa. Resulta difícil pensar que obtuviera placer alguno de aquella retahíla de mudanzas, aun cuando aparentemente confiaba en la sabiduría de aquel superior suyo carente de rostro. En cualquier caso, él no se hacía preguntas, lo cual me incitaría a creer que se había forjado la idea de que, para organizar una distribución equilibrada de la mano de obra en la red ferroviaria nacional, se precisaba, junto a las rigurosas leyes de la mecánica celeste, la existencia de una suerte de infatigable y oscuro dios que, alojado en lo más recóndito de las entrañas de la maquinaria administrativa, asegurara el buen funcionamiento de toda aquella delicada quincallería plagada de engranajes sutiles, lastrada con los contrapesos oportunos y más bien parecida a los monstruos mecánicos que, en su día, inventaría Tinguely. Esto era, a buen seguro, lo que él llamaba «las altas esferas».
Esta credulidad irritaba enormemente a mi abuela, quien en lo que ella denominaba «sarta de azares» no veía sino la mera manifestación del arbitrio del poder. «Llegué incluso a decirle que tenía mentalidad de esclavo», me confesó un día. Sonrojándose levemente, añadió: «Aquéllas fueron las únicas peleas de verdad que tuvimos en toda nuestra vida».
En la obra teatral Intermezzo, de Giraudoux, hay una escena magnífica que ofrece al controlador de la Oficina Internacional de Pesos y Medidas la oportunidad de exponer a Isabelle la intrincada y poética complejidad de las reglas que rigen el juego de las promociones en la Administración francesa, algo que siempre me ha hecho pensar en el destino de mis abuelos.
Al menos, en aquella partida del juego de la oca que fue su existencia, la última tirada de dados fue afortunada. Todo sucedió como si, perseguida por los remordimientos, a la Némesis administrativa se le hubiera ocurrido repentinamente liquidar las cuentas pendientes: en 1923, una vez clasificado entre los funcionarios de alto mérito, mi abuelo fue propulsado hacia la casilla denominada «Brujas» para los años que le restaban antes de su jubilación.
Después de tantos campamentos improvisados, encrucijadas desafortunadas y bifurcaciones inciertas, Brujas era, a fin de cuentas, el destino ideal. Con el entusiasmo de unos recién casados en busca de su primer nido, mis abuelos removieron cielo y tierra para encontrar un hogar definitivo.
En el corazón del barrio de Saint-André, situado más allá de la Porte Maréchale, les recomendaron una suerte de condominio cercado y ajardinado formado por un grupo de chalets rodeados por sus respectivos parterres. Uno de ellos, que estaba en alquiler, les pareció indiscutiblemente conveniente: por fin se trataba de un verdadero hogar; con hierba, algunos árboles y flores. Incluso tenía una parcela anexa donde mi abuelo podría plantar lechugas y verlas crecer.
Jamás he conseguido saber quién inspiraba a quién; pero, de inmediato, una suerte de complicidad amorosa se instaló entre el «genio del lugar» y la personalidad de mi abuela. Durante los siete años en los cuales pasé allí la mayor parte de mis vacaciones estivales, no sólo fui el testigo privilegiado de aquella ósmosis, sino, por encima de todo, su beneficiario. ¿Cómo decirlo? Siempre tuve la impresión de que, bajo su techo, la alegría de vivir se enriquecía merced a unos estímulos insólitos; de modo que, tras más de sesenta años, la casa y el jardín de Brujas permanecen aureolados en mi memoria de una extraña gracia bendita: la de los lugares en los que la armonía perfecta de los seres y los objetos nos brinda una alianza con las fuerzas amistosas de lo invisible.
El embrujo comenzaba desde la entrada del propio condominio, que estaba en una calle vecina de la chaussée de Ghistelles: la verja se abría sobre un paseo flanqueado por elevados setos, los cuales jalonaban una hilera de ojivas de vegetación erigidas sobre un emparrado, cuyo armazón había desaparecido bajo el boscaje mucho tiempo atrás. Andando el tiempo, las enramadas habían trenzado pasarelas de follaje entre las arcadas, hasta construir un cenador abovedado único que medía una veintena de metros. Aquel auténtico túnel de fronda que serpenteaba divagando entre los jardines se dividía en varios senderos, los cuales conducían a las casas aún invisibles tras la espesura de los árboles. La de mis abuelos era la última.
Fueron muchas las horas felices que pasé en aquel deambulatorio de vegetación del cual fui la mayor parte del tiempo su único huésped, a excepción del gato de nuestros vecinos de al lado. Incluso en las horas centrales de los días soleados, reinaba allí una penumbra dorada cuya paz claustral me arrobaba y me inquietaba un poco. La irrealidad de la polvorienta luz que jugueteaba a través de las hojas; ese silencio de agua profunda en el que creía sumergirme como un buzo, y aun la ligera opresión que suscitaba en mi alma la exuberancia de una floresta que parecía capaz de anegar cualquier vida menos la suya, contribuían a persuadirme de que, a unas decenas de metros de la calzada, el mundo de los hombres quedaba abolido. Uno de mis juegos favoritos consistía, por otra parte, en comportarme como un superviviente: a espaldas del gato, me había acondicionado un par de escondites entre los matorrales y, a la vista de una eventual carestía, raramente descuidaba llevar a cabo mi merienda habitual, recolectando en la cocina algunas provisiones adicionales.
Los instantes de extrema felicidad que conocí bajo aquellas bóvedas de fronda permanecen ligados en mi memoria a esos días de tiempo inestable que mi abuela llamaba «tiempo de arco iris», cuando el sol continuaba brillando entre las nubes, desde lo más profundo de los aguaceros de lluvia tibia.
Desde mis primeros pasos al abrigo de la vereda arbolada, tenía la impresión de ir a la deriva siguiendo la corriente de efluvios que emanaban del mosaico de jardines circundantes. Yo deletreaba todo un alfabeto de fragancias en el que el perfume de las rosas templadas por la luz del día, suavemente avivado por el chaparrón, se mezclaba con el poderoso aroma a tierra mojada.
La verdadera fiesta era, sin embargo, la que me brindaba la luz: los juegos conjugados de la lluvia y el sol transformaban mi refugio de vegetación en una suerte de gruta oceánica en la que los tonos verdes —que iban del jade al celadón; del esmeralda, al aguamarina— rivalizaban en medio de aquella penumbra elísea acribillada por los rayos del sol. La más delgada de las enramadas se bañaba en una espuma de luz dorada que parecía obtener su esplendor de una fabulosa fuerza interior. A través del follaje tapizado de lluvia, pero con los primeros vapores ascendiendo ya por su espesura, no me cansaba de contemplar la irisación de las gotas suspendidas que, una tras otra, y con pesar, continuaban resbalando por la punta de las lustrosas hojas durante unos momentos cuyas delicias habría deseado prolongar en el tiempo.
Todavía no era consciente de que, en aquel efímero acontecimiento obrado por la naturaleza, estaba descubriendo la prefiguración del placer que un día encontraría en las obras de arte de los hombres.
Mi abuelo no tuvo la suerte de ver crecer sus lechugas durante mucho tiempo. En los primeros días de la primavera de 1925, murió bruscamente de una trombosis cerebral, dejando a su esposa sumida en una soledad abrumadora.
Mis padres tuvieron el buen criterio de llevarme a Saint-André en menos que canta un gallo. Cuando quisieron lanzarme a los brazos de aquella ancianita que, vestida de negro y con la cara descompuesta, nos daba la bienvenida desde el umbral, me di la vuelta violentamente preguntando que dónde estaba mi abuela. Aquélla fue la única vez que la vi llorar.
Pasé mis vacaciones junto a ella. A la sazón, yo era su único nieto. Como es natural, se encariñó mucho conmigo. Por mi parte, creo haberle dado todo el amor que el corazón de un niño de cinco años puede albergar.
En una de las imágenes más antiguas que jamás haya conservado mi memoria, me descubro en sus brazos. Mas en el momento en que va a besarme —casi estamos cara a cara—, retiro la nuca hacia atrás para, mansamente, seguir con el dedo índice, como sobre el esmalte de una porcelana preciosa, el laberinto de grietas que las arrugas dibujan en la piel de sus pómulos. Recuerdo haberme preguntado alguna vez si, al golpetearle la mejilla con la uña, el rostro de mi abuela se pondría a tintinear.
Guardo, no obstante, pocos recuerdos precisos de aquella primera y larga estancia en Saint-André. Cuando me esfuerzo por evocar algún vestigio de los acontecimientos de aquel verano, no encuentro sino una suerte de bruma dorada en la que flota una felicidad de contornos confusos. Es necesario un sueño como el que tuve anoche para que una antiquísima marea refluya y deje al descubierto fascinantes e irrisorios tesoros, como el tintineo de la campanilla del portillo de la entrada, que anunciaba la aparición cotidiana del constructor de instrumentos musicales a las puertas de la alameda del jardín; la larga nota aflautada que emitía el zorzal vespertino desde la cima del abedul; mi abuela sentada en su mecedora frente a mí ovillando la lana, cuya madeja tensaba yo firmemente entre mis puños separados; o mi carrera extasiada en derredor de la gran morera del césped, de la cual emanaba el murmullo de una nube de abejorros en la luz del crepúsculo…
En realidad, fueron aquellas semanas las que ejercieron una influencia más duradera en mi memoria inconsciente. Es así como el nombre de Brujas ha conservado en mi memoria una connotación festiva tan intensa que, todavía hoy, no puedo escuchar su pronunciación sin estremecerme de felicidad, como si, salvando un abismo de setenta años, este nombre tuviera el poder de devolverle la vida a ese universo de poesía y libertad al que tan ardientemente ligado está el rostro de mi abuela. Desde mi primera infancia, siempre le he atribuido una dignidad especial en la aristocracia de las palabras que, más allá del significado estricto que les otorga el consentimiento general, enriquecen el tejido sensorial de la lengua con todo un tesoro de sabores, colores y perfumes: la sola magia de su consonancia suscita en mí el sentimiento de una complicidad exultante entre la idea de la ciudad y aquella de la voluptuosidad, el terciopelo y las vacaciones.
¿Fue durante el verano siguiente cuando establecimos el pacto? Así lo creo. Yo aún no tenía siete años; pero, a estas alturas, el lector ya habrá comprendido que si mi abuela disfrutaba con algo, era sobrestimando mis capacidades. El caso es que, un buen día, decidió convertirme en el depositario de las tradiciones de nuestros antepasados y enriquecer nuestros lazos con una nueva costumbre consagrada a los fastos de la historia familiar.
Las reglas eran muy simples: a su debido momento y a su manera, ella relataría la historia y la genealogía de la familia. Mi papel consistiría en escucharla, haciéndole, de cuando en cuando, alguna pregunta inteligente. En agradecimiento, al final de la «entrevista» recibiría un berlingot[1] hecho con pasta de almendras. Me honra decir que ni mi abuela ni yo consideramos jamás que este último punto fuera la esencia de nuestro contrato; es más: sólo fue introducido a posteriori.
El acuerdo quedó, pues, sellado. Que yo recuerde, los dos cumplimos con honestidad nuestra parte correspondiente del trato. Acaso yo no siempre aprecié tan profundamente como habría debido el interés de aquel ejercicio; mas, habida cuenta de que la necesidad de relatar no se adueñaba de ella sino una o dos veces a la semana, mi labor nada tenía de abrumadora.
El ritual dictaba que, de ordinario, se hiciera al final del día, cuando la luz del crepúsculo descendía sobre el jardín. En cuanto veía aparecer la botella de granadina en la mesa de la escalinata, sabía que había llegado el momento. Conforme a la naturaleza del relato previsto en el programa de la tarde, la botella venía acompañada o no por un cofrecillo de marquetería del que tendré ocasión de hablar más adelante.
Labores de punto en mano, mi abuela solía acomodarse en el único sillón de la casa en el que jamás la viera sentarse: una mecedora de madera de fresno con el asiento y el respaldo de rejilla, de cuyo balanceo gustaba cuando quería deleitarse en la contemplación del sol que bañaba sus flores. Yo me arrellanaba en un banquito cerca de ella y esperaba.
Jamás abordaba su relato de inmediato: antes siempre se instalaba entre nosotros un bellísimo silencio de dos o tres minutos. Aun cuando parecía absorta en sus labores, tengo la impresión de que, por encima de todo, necesitaba poner en orden sus ideas, y que aquella demostración de absoluta virtuosidad automática, admirable en sí misma, con la que yo la veía tejer a toda velocidad los puntos con su aguja, no tenía otra utilidad que la de estimular su concentración y mantener ocupados sus dedos mientras su mente divagaba por las nubes en pos de sus recuerdos.
Finalmente, comenzaba a hablar. Primero lo hacía con una voz muy tenue, como si hubiera de quebrantar cierta prohibición que su naturaleza le imponía de escapar a su silencio. Después, poco a poco, empezaba a hacerlo de manera más inteligible, pero siempre con indecisiones, pausas y reanudaciones; como alguien que rememora un sueño en el que algunos episodios permanecen desdibujados. Éste era, en efecto, el cometido al que se entregaba: desenredar aquella madeja de sueños, deseos, alegrías y adversidades con los que se habían enredado tanto su vida como la de sus allegados; encontrar el hilo casi indistinguible que unía a la niña de otro siglo con ese otro niño que, en el presente, escuchaba con gravedad los discursos de su abuela en el umbral de las noches caniculares.
Por más que, como veremos, mi abuela poseía una brillante agudeza para lo epistolar, se hacía pasar por una persona poco dotada para la escritura, de ahí que hubiera adoptado como medio la confesión oral, la cual le permitía elegir su público, amén de parecerle más adecuada a sus talentos. En suma, me hablaba como si estuviera escribiendo sus memorias: yo era el confidente que la Providencia había designado para que nada se perdiera, el heredero encargado de recoger el patrimonio de recuerdos que ella se había fabricado, con la paciencia de un pólipo coralino, alrededor de los momentos, baladíes o significativos, de la historia familiar.