Había nacido en la víspera de la guerra de 1870 en un pueblecito de los alrededores de Mons, donde sus padres explotaban una finca en aparcería. Ya en aquella época las propiedades rústicas comenzaban a escasear en una región donde la proliferación industrial había causado estragos. Durante algún tiempo más, las últimas hectáreas dedicadas al pasto y el laboreo habían logrado sobrevivir entre las escombreras; sin embargo, al igual que a las tribus de indios americanos encerrados en sus reservas, a ellos no les quedó más remedio que llevar en sus tierras la vida agotadora y precaria de las especies en vías de extinción.

Con sus cuatro vacas y sus veinticinco ovejas, mis bisabuelos, cuyos preciosos nombres de pila eran Donatienne y Nicolas-Cyprien, no habrían estado peor dotados que muchos otros si mi bisabuelo no hubiera sucumbido a la desafortunada tentación de embarazar a su mujer con siete niños en siete años. Dos de ellos tuvieron el buen gusto de morir a una corta edad, en tanto que mi abuela sufrió durante toda su juventud el triple infortunio de ser chica, ser la mayor y tener hermanos varones.

No obstante la severidad de los tiempos y el peso de sus cargas familiares, a Donatienne y Nicolas-Cyprien, quienes tanto el uno como el otro habían sido educados en el respeto a las tradiciones y el culto al varón, se les metió en la cabeza albergar ambiciones para los hijos varones que el cielo había tenido la merced de concederles. Se persuadieron de que el Señor no les escatimaría su pedacito de paraíso si, al menos, llegaban a ahorrarles a sus hijos las servidumbres de la condición campesina. Tampoco les hacía falta mucho para ponerse a soñar. Constant no tenía muy malas notas en lectura y era bueno en cálculo; apretándolo un poco, ¿acaso no podrían hacer de él un maestro de escuela más que decente? En cuanto a François, que tenía ojos de niña y disfrutaba con el catecismo, ¿se dejaría seducir, tal vez, por el seminario?

Indudablemente, para llevar a cabo tan nobles propósitos, serían precisos algo de perseverancia y mucho tiempo. También muchos sacrificios. Pero Donatienne y Nicolas-Cyprien estaban dispuestos a ello. Por supuesto, las tres hijas, cuyos estudios ni tan siquiera podían barajarse, deberían asumir su parte. Éste era el orden normal de las cosas y la costumbre en las familias, conque a su madre no le habría cabido otra cosa en la cabeza.

En consecuencia, tácitamente se convino que el conjunto de los quehaceres domésticos les correspondería a mi abuela y sus hermanas. Como es natural, esta cesión prioritaria de derechos no impedía que se recurriera a sus servicios para, por añadidura, colaborar en las faenas de la granja.

Así las cosas, todo parecía dispuesto de la mejor manera posible. Y tras pasarse el día entero a vueltas con el cieno y el estiércol, trotando de la bodega al granero y del establo a los terrenos labrados, cuando Donatienne extendía su cuerpo molido de cansancio sobre el camastro conyugal y musitaba su oración vespertina, juntando sobre las ásperas sábanas sus manos, cuyos dedos estaban carcomidos de tantas coladas, jamás dejaba de agradecer a Dios, antes de dormirse, los favores concedidos, sosegada ante la visión de un mundo en orden.

Mi abuela no me contó nada más aquel primer día.

Sin embargo, fue suficiente para conmover al niño que yo era, pues, aun después de tantos años, persiste en mi memoria el recuerdo de aquellos instantes. Me basta cerrar los ojos para hallarme de nuevo sentado en mi banquito, en medio de las frondosas capuchinas que recubren la balaustrada de la escalinata. Por debajo de la voz de mi abuela, oigo el tenue hostigamiento del entrechocar de las agujas que ella continúa manejando mientras me habla, al tiempo que, en medio del plácido crepúsculo, los mirlos del jardín rivalizan en belleza con sus trinos, y el rojo suntuoso de la granadina resplandece bajo los rayos del sol poniente.

Hube de esperar a nuestra segunda «entrevista» para ver aparecer el cofrecillo de marquetería en la mesa de la escalinata: en madera de rosal con incrustaciones de nácar, se trataba de un joyero, estilo Carlos X, que era para mi abuela la niña de sus ojos. Su minúscula cerradura secreta llevaba intrigándome desde hacía mucho tiempo, pero me tenían terminantemente prohibido que la tocara. Comprendí que se trataba de un regalo que un día mi abuelo había hecho a su joven esposa: «Un enorme gasto…», me confesó ella con mirada risueña. Cierto es que el esplendor del objeto sorprendía bastante en medio de nuestro tosco mobiliario, si bien hoy me alegra pensar que aquella pequeña obra de arte, ejemplo de los más perecederos encantos de lo inútil, había sobrevivido a un siglo de prodigalidad desenvuelta únicamente para proporcionar a mi abuelo la ocasión de realizar un bello gesto de amor.

Mi abuela apenas poseía joyas: lo que ella guardaba en su joyero eran tesoros de otra suerte. Entre los documentos que sacaba de aquél, con tanta reverencia que parecía estar desvelando el santísimo sacramento, había una extraordinaria foto de su familia, tomada en la granja en 1896 con ocasión de las bodas de oro de los padres de Donatienne.

El fotógrafo había instalado su trípode en el patio, junto a la fosa de purines, y había dispuesto a sus personajes en el ángulo formado por el granero y los establos. El batiente superior de una de las puertas está cerrado, y en la sombra del vano se distingue la cabeza de una vaca intrigada por el trajín.

Toda la familia está agrupada alrededor de los festejantes. Mi abuela me explica que se trata de los hermanos y hermanas de su madre acompañados por sus cónyuges y el cortejo de sus hijos. El más joven apenas tiene un año: está acurrucado en el regazo de mi tatarabuela, la heroína de la fiesta, que es la única, junto a su marido, que tiene derecho a una silla. Los demás están repartidos a su alrededor formando tres filas: los niños más pequeños están sentados en primer plano sobre unas mantas hábilmente colocadas, sin que medie nada entre ellas y el burdo adoquinado del patio.

En total, son más de una treintena quienes, con la cabeza descubierta bajo el tenue sol, miran el ojo de la cámara con una gravedad cuidadosamente elaborada. Imagino que el oficiante, bajo la tela negra con la que acaba de cubrirse la cabeza, prosigue su verborrea de buhonero empuñando el disparador en forma de pera que desencadenará el milagro. Por más que examino todos los rostros, no veo ninguna sonrisa. Parece que me equivoco al sorprenderme. En la historia de una familia, una fotografía de ese tipo era un hito que no se prestaba a risa: «Además», concluyó mi abuela, «no hubo ninguna más. Para la mayoría de estas personas, esta imagen es el único vestigio que queda de su paso por el mundo».

Evidentemente, van ataviados con sus ropas de los domingos, las cuales se ponen también para los entierros: exceptuando algunos niños, todo el mundo viste de negro. Aun así, dos o tres mujeres se han concedido alguna que otra fantasía con la esperanza de atenuar la severidad de su vestimenta; eso sí, su audacia no va más allá del tul blanco de una gorguera, de la plata levemente brillante de un broche o de los alamares de una blusa.

De inmediato, reconozco a mi abuela por esa especie de fuego que desprende su mirada. Está plantada en primera línea del grupo, entre dos niños enjutos y granujientos que deben de ser sus hermanos. A su lado, ella parece sorprendentemente menuda y frágil, pero reconozco esa orgullosa manera suya de mantener la cabeza erguida: jamás logré saber si era para desafiar al destino o para disimular la papada de una barbilla poco perfilada.

La interrogo acerca de sus hermanos: quiero saber si un análisis del balance familiar permitiría alegar que su éxito al menos compensó su sacrificio. La pregunta parece turbarla. Continúa haciendo punto unos instantes más sin responderme. Yo insisto. Al cabo, me revela que el futuro maestro de escuela murió de tuberculosis a los veinticinco años.

—¿Y François?

Esta vez, no logra disimular su malestar. Para distraerme, me ofrece un vaso de granadina. No me rindo. Alza los hombros. Acabo enterándome de que el chico fue expulsado del seminario por mala conducta. Cuando le pregunto qué fue de él, ella se limita a responderme que «acabó mal». Desconozco lo que esta expresión quiere decir, aunque presiento que implica la ruina definitiva de un individuo. Por la frialdad del tono de mi abuela, adivino asimismo que no me proporcionará más detalles.

El hecho de que aquellas dos tiernas almas eligieran el misterio de la desgracia me impresiona hondamente. Una vez más, interrogo la imagen impresa en el cartón con la esperanza de descubrir en los rasgos de los dos hermanos algún signo que anuncie la ira divina que los asolaría. Es curioso, me da la sensación de que sus rostros están más pálidos que el de mi abuela, como si el tiempo hubiera comenzado ya a desdibujarlos. En secreto, consagro un pensamiento compasivo a aquellos dos destinos truncados.

Al darle la vuelta a la foto, observo que una mano desconocida cuidó de reproducir en el reverso la composición del grupo, anotando los nombres de las personas representadas. De ese modo, me entero también de que mi abuela se llama Thérèse-Augustine. La consonancia de su nombre me fascina, y mi entusiasmo hace que se sonroje como una joven. Lo que no me atrevo a decirle es que jamás había imaginado que mi abuela pudiera tener un nombre.

Lo que tampoco había imaginado era que poseyera una personalidad mucho más compleja que la de la adorable ancianita que compartía mis juegos, leía con esmero una y otra vez mis deberes vacacionales y me arropaba en la cama.

A decir verdad, jamás me había cuestionado nada en torno a su persona: para mí, era simplemente mi abuela. Este hecho pertenecía al orden de las evidencias cosmológicas tanto como el agua que colma el mar o las estrellas que habitan el cielo. Definitivamente, había situado entre los encantos que me deparaba el destino su reaparición con el buen tiempo. En alguna parte del gran libro del mundo estaba escrito que, al día siguiente de la entrega de premios que cerraba el año escolar, volvería a ver a mi abuela en Brujas con las primeras grosellas, los largos crepúsculos dorados y el zumbido de las nubes de abejorros entre el follaje de la morera. Sabía que ella estaba tan feliz de acogerme como yo de volver a verla, lo cual bastaba para apaciguar cuanta curiosidad pudiera yo albergar acerca de sus estados de ánimo.

No comencé a ser consciente de la multiplicidad de su personaje sino a partir del instante en que devine testigo privilegiado de sus soliloquios vespertinos entre las capuchinas de la escalinata. Ahora bien, he tardado años en comprender de dónde sacaba aquella extraordinaria fuerza de carácter que la distanciaba del común de las gentes y la convertía en un ser cuya vitalidad e inventiva parecían inagotables. Creo que se debía sobre todo a la peculiar gracia con la que el cielo la había aureolado en su nacimiento: la de tomar, de forma literal, sus deseos por realidades. Aquella propensión de su naturaleza, que la inclinaba, como a los niños, a privilegiar lo imaginario por encima de lo real y a adoptar la mayoría de las veces un comportamiento contrario a las normas establecidas, era una constante fuente de sorpresas para sus allegados.

En cambio, si enfocábamos las cosas desde su propia perspectiva, su disposición de ánimo presentaba la tranquilizadora ventaja de situarla permanentemente en la certeza de su derecho: la osadía de la que daba muestras en todas las circunstancias, y que la habría conducido, de haber sido menester, a cantarle las cuarenta al Papa; la determinación con la que llevaba a cabo incluso el menor de sus planes así como el desdén absoluto hacia el «qué dirán» —el episodio de la trompeta es sólo uno entre otros muchos— eran la esencia de sus virtudes.

No era muy propensa a utilizar la figura retórica de la atenuación y tenía tendencia, cuando creía no estar siendo observada, a exagerar la expresión de sus sentimientos. En razón de esto, en algunas ocasiones veía su rostro —por lo general sonriente— descompuesto bajo los efectos de un dolor repentino, tornándose lívido como el de Gaby Morlay en Accusée, levez-vous!, la película que, juntos, habíamos ido a admirar al Vieux Bruges. La mayoría de las veces dicho fenómeno, el cual podía ser suscitado por las causas más fútiles —como un redondo excesivamente asado o unas gafas perdidas—, se producía sin que nada lo hubiera anunciado de antemano. Entonces, cerraba los ojos, se pasaba lentamente la mano por la frente y, antes de encerrarse un rato en el baño, murmuraba: «¡Estoy desesperada!». Siempre la admiré en aquellos momentos: me habría gustado crecer para estar yo también desesperado.

Sin lugar a dudas, podía volverse implacable cuando estimaba que sus derechos fundamentales estaban siendo amenazados. Dado que tenía una aguda sensibilidad y gozaba de una viva imaginación para todo aquello que fuera susceptible de herirla, resultaba prácticamente imposible sorprenderla bajando la guardia. Bastaba una frase torpe o un gesto que la desagradara para que declarara la guerra. En apariencia, no había cambio perceptible en su actitud: bajo su moño de cabellos plateados y la agraciada composición de aquellas arrugas que, de modo encantador, sonreían al hablar, continuaba poniendo en evidencia su modesto porte de señora bien educada y con cara de no haber roto un plato en su vida. ¿Quién podría imaginar que en las sombrías cavernas de su alma se consagraba a comerciar con su furia?

De su miserable infancia había conservado el sentimiento de la injusticia del mundo: en realidad, jamás había perdonado a su padre por haberla violentado sacándola del colegio a los once años. Ésta había sido la verdadera tragedia de su existencia: pasado medio siglo, la amargura de sentirse engañada la atenazaba todavía.

Me contó con verdadera pasión todos sus intentos por liberarse de la tutela de su familia. Detestaba las faenas demasiado físicas que le imponían en la granja, de suerte que había suplicado que la metieran de aprendiz en una casa de costura. Sus padres se negaron en redondo. La discrepancia duró varios años antes de degenerar en un conflicto abierto: un buen día, Thérèse-Augustine abandonó su hogar para refugiarse en la casa de una vecina.

Aquélla fue una de las raras ocasiones en que vi a mi abuela algo cohibida al hablar de su vida, como si, después de tantos años, la audacia de aquel gesto, tan escandaloso para la sociedad de su época, la siguiera amedrentando.

A fuerza de obstinación, finalmente se salió con la suya: la vecina interpretó el papel de mediadora y consiguió que la acogieran como modista aprendiz en una casa de moda de Mons. Thérèse-Augustine tenía dieciocho años cuando aprendió a hacer sombreros.

Creo que conoció a mi abuelo en las semanas siguientes. Se mostró de lo más discreta acerca de las circunstancias de su encuentro y del nacimiento de su amor. Se limitó a confesarme que el noviazgo había sido breve.

Hace algunos años, revolviendo unos papeles viejos, encontré el certificado de nacimiento de mi padre, merced al cual supe lo que las reticencias turbadas de Thérèse-Augustine sólo me habían dejado adivinar: que mis abuelos se habían dado mucha prisa en amarse.

Es probable que fuera a lo largo de aquellos años de humillación que había conocido en la granja cuando Thérèse-Augustine le tomó el gusto a crearse un sistema de compensaciones en el mundo de sus sueños, imaginando en beneficio de sus seres queridos los advenimientos gloriosos que ella no tenía la fortuna de vivir. Desde que hubo conquistado su libertad, decidió organizar su futuro poniéndose en cuerpo y alma a disposición del hombre que había elegido. Al día siguiente de su boda, con el vigor flamante que les confería el despertar de la sensualidad, vio renacer todas las expectativas que su vida había truncado, todos los anhelos que había debido contener en los tiempos de su condición servil, todos los fantasmas que su corazón de jovencita había concebido en la granja durante sus noches solitarias cuando, en el pedazo de cielo que veía por el lucernario, la incesante germinación de estrellas parecía presagiarle una promesa. Pudo entonces, por fin, expulsar al fantasma de su propio fracaso, pues el destino acababa de poner frente a ella a un ser de carne y hueso que, a partir de ese momento, habría de encarnar sus esperanzas.

De la noche a la mañana, dejó, por tanto, de interesarse por ella misma y comenzó a «soñar» a mi abuelo, reemplazando poco a poco al hombre que había desposado por un personaje de su imaginación al que ella seguía llamando Bernard y en quien, pese a parecerse físicamente a su marido en todo punto, sin duda aquél no se reconocía a sí mismo.

Fanfarrón como era, y no disgustándole evocar sus proezas profesionales en los entreactos de su joven pasión, no se dio cuenta de que estaba siendo cómplice de su propia metamorfosis: al cabo de varias semanas, mi abuela estaba convencida de que la nación entera lo tenía por un Napoleón del ferrocarril, un Alejandro Magno de la red de caminos y un Colbert de los cambios de agujas de los rieles ferroviarios: era prácticamente inimaginable que un tren pudiera todavía circular por el país sin que él estuviera implicado de algún modo. ¿Cómo admitir que semejante prodigio continuara echándose a perder en una condición de subalterno y se viera arrastrado de una provincia a otra bailando al son de aquellos traslados continuos y arbitrarios?

Resuelta a reclamar justicia, planeó, sin dilación y con una ingenuidad absoluta, asediar a aquellas altas esferas todopoderosas cuya existencia acababa de conocer: a escondidas de mi abuelo, quien aun aceptando sus halagos jamás habría permitido una imprudencia, dirigió una petición, en la debida forma, a la dirección general de la Sociedad de Ferrocarriles.

A partir del día siguiente, comenzó a acechar el correo. Estoy seguro de que ya veía a su marido galopando a la cabeza de su carrera hacia el éxito profesional, donde ella lo había colocado. Lo que no sabía era que se había equivocado de caballo. La naturaleza no había dotado a mi abuelo —¡alabada sea su alma inocente!— del servilismo que exigía semejante ejercicio.

En cualquier caso, la cuestión ni siquiera llegó a plantearse: jamás recibió respuesta a su carta. Si la evoco aquí es porque inaugura la trayectoria de epistológrafa en la que mi abuela se mostraría infatigable durante todo el transcurso de su vida. Como creía a pies juntillas en las virtudes de la comunicación, en la utilidad del alegato y en el poder contagioso de las convicciones sólidas —especialmente las suyas—, consagró, hasta el último de sus días, una parte notable de su tiempo a dirigir innúmeras misivas a los corresponsales que las circunstancias le iban sugiriendo: el recaudador de impuestos, el burgomaestre, los vecinos, la Policía, el lechero, los periódicos…

Entre todas las imágenes de mi infancia, la siguiente es una de las que con mayor ternura han permanecido presentes en mi memoria: mi abuela sentada frente a mí a la mesa del comedor. Pluma en mano, se inclina con gran cuidado sobre el papel color azul ligeramente festoneado que siempre utilizaba. Observo la progresión de su escritura con una atención fundada no tanto en el respeto que siento hacia su quehacer como en la expectativa de un instante privilegiado: aquél en que, finalizada su misión y deslizada la carta en el sobre, cerrará éste con una ágil lametada, gesto que ritualmente repetirá sólo para mí desde el momento en que su mirada, velada por las gafas, se cruce con la mía.