Los sajones han vuelto, mas nadie sabe si los incendios que divisamos en el horizonte oriental anoche son obra de lanceros sajones o no. Pero ardían con fuerza, alumbrando el cielo nocturno como si fuera el preámbulo del infierno. Al amanecer llegó un campesino con unos troncos de limero partidos para hacer otra cántara de mantequilla, y nos dijo que los incendios los habían provocado unos bandoleros irlandeses, aunque lo dudo, porque en las últimas semanas se habla mucho de bandas sajonas. Arturo consiguió mantener a los sajones a raya una generación entera, y para ello enseñó valor a nuestros reyes, mas nuestros gobernantes se han debilitado mucho desde entonces. Y ahora los sais vuelven como una plaga.
Dafydd, el amanuense de justicia que traduce estos pergaminos a la lengua britana, llegó a recoger los últimos hoy y me contó que, con toda seguridad, los incendios eran fechorías de los sajones, y luego me informó de que el hijo de Igraine va a llamarse Arturo. Arturo ap Brochvael ap Perddel ap Cuneglas; un buen nombre, aunque Dafydd manifestó disconformidad abiertamente, y al principio no entendí por qué. Es un hombre de baja estatura, parecido a Sansum, con la misma expresión afanosa y el mismo pelo hirsuto. Se sentó en mi ventana a leer los pergaminos terminados sin dejar de chistar en voz baja y mover la cabeza por causa de mi letra.
–¿Por qué Arturo abandonó Dumnonia? – se decidió a preguntar por fin.
–Porque Meurig insistió en que así lo hiciera -le dije- y porque nunca tuvo la ambición de reinar.
–¡Cuánta irresponsabilidad por su parte! – declaró Dafydd obcecadamente.
–Arturo no era rey -dije- y nuestras leyes dictan que sólo los reyes gobiernan.
–La ley es maleable -replicó con un respingo-, a mi entender, y Arturo tenía que haber sido rey.
–Estoy de acuerdo -contesté-, pero él no. No nació para ser rey, y Mordred sí.
–Entonces, tampoco Gwydre nació para ser rey -objetó Dafydd.
–Cierto, pero si Mordred hubiera muerto, Gwydre habría tenido tanto derecho como cualquiera, exceptuando a Arturo, claro, pero Arturo no quería ser rey. – Me pregunté cuántas veces habría explicado lo mismo-. Arturo vino a Britania porque juró proteger a Mordred y se retiró a Siluria habiendo conseguido cuanto se había propuesto. La unión de los reinos britanos, paz y justicia en Dumnonia y la derrota de los sajones. Habría podido oponerse a renunciar al poder, tal como le exigía Meurig, pero en el fondo no lo deseaba y devolvió Dumnonia a su rey por derecho, y hubo de ver el derrumbamiento de cuanto había logrado.
–Es decir, tendría que haberse quedado con el poder -insistió Dafydd. Creo que Dafydd tiene mucho en común con el santo Sansum, pues ninguno de los dos se equivoca jamás.
–Sí -dije-, mas estaba cansado. Prefería que otros cargasen con el peso. Si hemos de buscar un culpable, soy yo. Tenía que haber permanecido en Dumnonia en vez de pasar tanto tiempo en Isca, pero en aquellos momentos ninguno de nosotros vio lo que se estaba fraguando. Nadie se dio cuenta de que Mordred sería un buen soldado y, cuando nos lo demostró, nos convencimos de que moriría pronto y Gwydre sería el rey. De esa forma, todo habría salido bien. Pero vivíamos en la esperanza y no en la realidad.
–Continúo pensando que Arturo nos abandonó -dijo Dafydd, y por el tono comprendí por qué no le parecía adecuado el nombre del nuevo edling. ¿Cuántas veces habré tenido que escuchar esas mismas palabras de condena? Los hombres dicen que si al menos Arturo hubiera seguido en el poder, los sajones estarían pagándonos tributos todavía y Britania se extendería de un mar al otro; mas cuando Britania tenía a Arturo sólo supo criticarlo. Cuando daba al pueblo lo que quería, el pueblo se quejaba porque no era suficiente. Los cristianos lo atacaban porque favorecía a los paganos y los paganos lo vituperaban por tolerar a los cristianos, y todos los reyes, todos, excepto Cuneglas y Oengus mac Airem, le envidaban. El apoyo de Oengus no fue muy importante, sin embargo la muerte de Cuneglas supuso para Arturo la pérdida de su mejor baluarte entre los reyes. Por otra parte, Arturo jamás abandonó a nadie, fue Britania la que se abandonó a sí misma. Britania permitió que los sajones volvieran a hurtadillas, Britania se peleó consigo misma y luego culpó a Arturo de todo. ¡A Arturo, que le había dado la victoria!
Dafydd hojeó las últimas páginas.
–¿Ceinwyn se recuperó? – me preguntó.
–Gracias a Dios, sí -dije-, y vivió muchos años más. – Me disponía a contarle algunos detalles de aquellos años pero me di cuenta de que no le interesaban, de modo que me guardé los recuerdos para mí. Al final, Ceinwyn murió de una fiebres. Yo estaba con ella, y quería incinerarla, pero Sansum puso todo su empeño en que la enterrara a la manera cristiana. Obedecí y, un mes más tarde, hice que unos cuantos hombres, hijos de los nietos de mis antiguos lanceros, desenterrasen el cadáver y lo quemasen en una pira para que su espíritu se reuniera con el de sus hijas en el otro mundo, y de ese único acto pecaminoso no me arrepiento. Dudo que haya alguien dispuesto a hacerme el mismo favor cuando me llegue la hora, aunque tal vez Igraine, si lee estas palabras, mande levantarme una pira. Ruego que así sea.
–¿Cambiáis la historia al traducirla? – pregunté a Dafydd.
–¿Cambiarla? – me miró indignado-. Mi reina no me permitiría cambiar ni una sola sílaba.
–¿De verdad? – pregunté.
–Corrijo algunos errores gramaticales -dijo, recogiendo los pergaminos-, pero nada más. Supongo que ya casi habéis llegado al final del relato.
–En efecto.
–En tal caso volveré dentro de una semana -me prometió; guardó los pergaminos en una bolsa y salió apresuradamente. Un momento después, el obispo Sansum se coló en mi aposento. Llevaba un hato extraño bajo el brazo que al principio me pareció un palo envuelto en un manto viejo.
–¿Dafydd traía noticias? – me preguntó.
–La reina se encuentra bien -le dije-, y también su hijo. – Preferí no decirle a Sansum que el niño iba a llamarse Arturo, porque sólo habría conseguido fastidiar al santo varón, y la vida en Dinnewrac es harto más dulce si Sansum está de buen humor.
–He preguntado si traía noticias -me espetó-, no tonterías de mujeres sobre los niños. ¿Qué hay de los incendios? ¿Dafydd no ha dicho nada de los incendios?
–Sabe tanto como nosotros, obispo -dije-, pero el rey Brochvael cree que son los sajones.
–¡Dios nos proteja! – exclamó Sansum, y se asomó a la ventana, desde donde se veía la columna de humo en el este-. Que Dios y todos sus santos nos protejan -rogó; entonces se acercó al pupitre y dejó allí el extraño bulto, encima del presente pergamino. Apartó el manto y vi, con asombro y al borde de las lágrimas, que se trataba de Hywelbane. No me atreví a mostrar mi emoción sino que hice la señal de la cruz como si me escandalizara la presencia de un arma en el monasterio-. El enemigo se acerca -dijo Sansum justificando la aparición de la espada.
–Temo que tengáis razón, obispo -dije.
–Y el enemigo hace hambrientos a los hombres de los montes cercanos -añadió-, así que esta noche monta guardia en el monasterio.
–Así se hará, señor -respondí humildemente. Pero, ¿yo? ¿Montar guardia? Tengo canas, soy viejo y débil. Era como pedírselo a un niño de dos años, pero no protesté, y tan pronto como Sansum salió de la habitación, desenvainé a Hywelbane; parecióme muy pesada, al cabo de tantos años guardada en el armario del tesoro del monasterio. Pesaba mucho, era difícil de manejar, pero seguía siendo mi espada y miré de cerca los huesos de cerdo incrustados en el pomo y el anillo aplastado y el fragmento de oro sustraído a la olla tantos años atrás. ¡Cuántos sucesos me traía a la memoria esa espada! Tenía un poco de óxido en la hoja y lo limé con el cuchillo que uso para afilar las plumas; después la abracé mucho tiempo imaginándome que era joven otra vez y suficientemente fuerte para blandiría.
¿Pero, yo? ¿Montar guardia? En realidad, Sansum no quería que montara guardia sino que me quedara allí como un insensato dispuesto al sacrificio mientras él se escabullía por la puerta de atrás con san Tudwal de una mano y el oro del monasterio en la otra. Mas si tal es mi destino, no me quejo. Prefiero morir como mi padre, con la espada en la mano, aunque tenga el brazo débil y la espada no esté amolada. No es el destino que Merlín me reservaba, ni el que Arturo me deseaba, pero no está mal para un soldado morir así, y a pesar de haber sido monje todos estos años y cristiano muchos más, en mi alma pecadora sigo siendo un lancero de Mitra. De modo que besé a Hywelbane, contento de volver a verla después de tanto tiempo.
Ahora terminaré de escribir este relato con mi espada a mi lado, y espero que me sea concedido el tiempo necesario para terminar esta historia de Arturo, mi señor, que fue traicionado, vilipendiado y, una vez se hubo ido, añorado como ningún otro en toda la historia de Britania.
Después de que me cortaran la mano sufrí un acceso de fiebre y, cuando desperté, encontré a Ceinwyn junto a mi lecho. Al principio no la reconocí, pues tenía el cabello corto y blanco como la ceniza. Pero era mi Ceinwyn, estaba viva y recuperando la salud; cuando vio que abría los ojos, se inclinó y apoyó la mejilla en la mía. La rodeé con el brazo izquierdo y descubrí que no tenía mano con que acariciarle la espalda, sino un muñón envuelto en un trapo ensangrentado. Notaba la mano todavía, notaba los nervios, pero no había mano. Se había consumido en el fuego.
Una semana más tarde recibí el bautismo en el río Usk. El obispo Emrys celebró la ceremonia y, una vez me hubo sumergido en el agua fría, Ceinwyn, desde la orilla lodosa, siguió mis pasos e insistió en ser bautizada también.
–Yo voy donde vaya mi hombre -le dijo al obispo Emrys y éste, uniéndole las manos sobre el pecho, le hundió la cabeza en el río. Un coro de mujeres cantaba mientras nos bautizaban, y aquella misma noche, vestidos de blanco, recibimos el pan y el vino de Cristo por primera vez. Después de la misa, Morgana me presentó un pergamino donde había redactado mi compromiso de obediencia a su esposo en la fe cristiana, y me exigió que estampara mi firma.
–Ya os he dado mi palabra -objeté.
–Firma, Derfel -insistió Morgana-, y también lo jurarás sobre el crucifijo.
Suspiré y firmé. Por lo visto, los cristianos no se fiaban del estilo antiguo de los juramentos, sino que exigían pergamino y tinta. Y así acepté a Sansum como mi señor y, después de escribir mi nombre, Ceinwyn quiso estampar también el suyo. De tal guisa empezó la segunda parte de mi vida, la mitad en la que he sido fiel al juramento prestado a Sansum, aunque no con la fidelidad que esperaba Morgana. Si Sansum supiera que estoy escribiendo esta historia, lo consideraría un rompimiento de mi palabra y me impondría un castigo acorde, pero ya no me importa. He cometido muchos pecados, mas el de faltar a mi palabra no se cuenta entre ellos.
Después del bautismo casi esperaba una llamada de Sansum, el cual seguía en Gwent con el rey Meurig; sin embargo, el señor de los ratones se limitó a guardar el documento firmado de mi promesa sin exigir nada a cambio, ni siquiera dinero, de momento.
El muñón se curaba lentamente, aunque yo no contribuía a la mejoría porque me empeñaba en practicar con un escudo. En la batalla se pasa el brazo izquierdo por las dos correas que, a modo de presilla, tiene el escudo por detrás, y se sujeta el asidero de madera con la mano, pero yo ya no tenía mano para sujetarlo, de modo que mandé rehacer las dos correas con una hebilla para ajustármelas al antebrazo. No era tan seguro como con la mano pero preferible a no llevar escudo y, una vez acostumbrado a las apretadas correas, me ejercitaba con el escudo y la espada luchando contra Galahad, Culhwch o Arturo. No lo manejaba bien, pero aun así podía luchar, aunque los ejercicios me hacían sangrar el muñón una y otra vez y Ceinwyn me reñía mientras me ponía un vendaje limpio.
Llegó la luna llena y yo no llevé ni la espada ni la víctima propiciatoria a Nant Dduu. Esperaba la venganza de Nimue, pero no llegó. La fiesta de Beltain fue una semana después de la luna llena y Ceinwyn y yo, obedientes a las órdenes de Morgana, no apagamos el fuego del hogar ni permanecimos despiertos hasta que encendieran los nuevos, pero a la mañana siguiente Culhwch fue a vernos con una antorcha de fuego nuevo, que echó al hogar.
–¿Quieres que vaya a Gwent, Derfel? – me preguntó.
–¿A Gwent? ¿Para qué?
–Para asesinar a ese sapejo de Sansum, claro.
–No me molesta.
–Todavía -gruñó Culhwch-, pero te molestará. No te imagino cristiano. ¿Sientes algo distinto?
–No.
Pobre Culhwch. Se alegraba de la mejoría de Ceinwyn pero no podía soportar el precio que Morgana me había impuesto por su salud. El, como muchos otros, se preguntaba por qué no rompía el compromiso con Sansum sin más, pero yo temía que Ceinwyn volviera a recaer si yo no cumplía mi palabra. Con el tiempo, la obediencia se convirtió en un hábito y, cuando Ceinwyn murió, ya no tenía deseos de romper la promesa, aunque su muerte me liberaba del compromiso.
Pero esas cosas quedaban aún lejanas en el porvenir, aquel día en que el fuego nuevo calentaba los viejos hogares. Fue un día espléndido de sol y flores. Recuerdo que compramos unas crías de oca en la plaza del mercado por la mañana pensando que a nuestros nietos les gustaría verlas crecer en el estanque de detrás de la casa y, después, fui al anfiteatro con Galahad a practicar con el escudo, que aún manejaba con torpeza. Éramos los únicos lanceros que había allí, porque casi todos los demás estaban recuperándose de la noche de fiesta.
–Las crías de oca no son muy buena idea -me dijo Galahad, golpeándome el escudo con un fuerte empellón del asta de la lanza.
–¿Por qué?
–Cuando crecen tienen muy mal humor.
–Tonterías -dije-, cuando crecen son buenas para el puchero.
Gwydre nos interrumpió, su padre nos llamaba y volvimos a la ciudad. Arturo nos esperaba en el palacio del obispo Emrys. El obispo estaba sentado y Arturo, en camisa y calzones, se apoyaba en una gran mesa cubierta de tablillas de madera donde el obispo había escrito listas de lanceros, armas y barcas. Arturo levantó la vista y nos miró un instante sin decir nada, pero recuerdo la expresión adusta de su semblante. Después pronunció una sola palabra.
–Guerra.
Galahad se santiguó, pero yo, apegado aún a mis antiguos hábitos, toqué el pomo de Hywelbane.
–¿Guerra? – pregunté.
–Mordred marcha sobre nosotros -dijo-. ¡Está en marcha en estos mismos momentos! Meurig le ha dado permiso para cruzar sus tierras.
–Con trescientos cincuenta soldados, tengo entendido -añadió Emrys.
Aun hoy, sigo creyendo que fue Sansum quien convenció a Meurig de traicionar a Arturo. No tengo pruebas y Sansum lo ha negado siempre, pero el plan atufaba a ardid del señor de los ratones. Cierto es que Sansum nos había advertido en una ocasión de la posibilidad de tal ataque, pero el señor de los ratones siempre procedía con cautela a la hora de perpetrar sus traiciones y si Arturo hubiera ganado la batalla que Sansum confiaba tuviese lugar en Isca, habría exigido una recompensa de Arturo. De Mordred, ciertamente, no deseaba obtener recompensa, pues el plan de Sansum, si es que era suyo en verdad, beneficiaba a Meurig. Si Mordred y Arturo se mataban mutuamente en la lucha, Meurig ocuparía Dumnonia y el señor de los ratones gobernaría en nombre de Meurig.
Además, Meurig codiciaba Dumnonia. Quería sus ricas tierras de labor y sus prósperas ciudades, por eso propiciaba la guerra, aunque lo negase hasta la saciedad. Si Mordred deseaba ir a visitar a su tío, decía, ¿quién era él para impedírselo? Y si Mordred quería una escolta de trescientos cincuenta lanceros, ¿quién era Meurig para negar el séquito a un rey? De modo que franqueó a Mordred el paso por sus tierras y, cuando nos llegaron las primeras noticias del ataque, los primeros caballos de Mordred ya habían dejado Glevum atrás y corrían hacia poniente, hacia nosotros.
Así pues, por la traición y por la ambición de un rey débil, comenzó la última guerra de Arturo.
Estábamos preparados para esa guerra. Hacía semanas que esperábamos el ataque y, aunque el momento escogido por Mordred para lanzarse nos tomo por sorpresa, teníamos los planes hechos. Navegaría mos hacia el sur por el mar Severn y marcharíamos sobre Durnovaria, donde esperábamos reunirnos con los hombres de Sagramor. Entonces, todos juntos, seguiríamos la enseña de Arturo hacia el norte, para enfrentarnos con Mordred a su regreso de Siluria. Esperábamos librar una batalla, esperábamos vencer, y después aclamar a Gwydre rey de Dumnonia en Caer Cadarn. Era la historia de siempre: una batalla más y después todo cambiaría.
Se enviaron mensajeros a la costa pidiendo que llevaran a Isca todas las barcas de pesca de Siluria y, mientras las barcas remaban río arriba aprovechando la marea, nosotros nos preparamos para una marcha precipitada. Afilamos lanzas y espadas, abrillantamos armaduras y colocamos víveres en cestos o sacas. Empaquetamos las riquezas de los tres palacios y las monedas del tesoro y advertimos a los habitantes de Isca que se preparasen para huir hacia el oeste antes de que llegaran las huestes de Mordred.
A la mañana siguiente, veintisiete barcas habían atracado en el río bajo el puente romano de Isca. Ciento sesenta y tres lanceros se disponían a embarcar, la mayoría con familia, pero había sitio en los botes para todos. Nos vimos obligados a dejar los caballos, pues Arturo había comprobado que los caballos eran muy malos navegantes. Mientras yo fui a ver a Nimue, él intentó embarcar a los animales en las naos de pesca, pero hasta el más suave oleaje los espantaba terriblemente; uno llegó incluso a bajar de la barca dando coces al casco, de modo que la víspera de la partida los llevamos a una alejada zona de pastos y nos prometimos volver a buscarlos tan pronto como Gwydre fuera coronado. Morgana fue la única que se negó a acompañarnos, y se dirigió a Gwent a reunirse con su esposo.
Al amanecer, empezamos a cargar las embarcaciones. Primero el oro, que depositamos en el fondo de las barcas, con las armaduras y las vituallas encima, y después, bajo un cielo gris y un viento fresco, empezamos a embarcar nosotros. En cada barca iban diez u once personas y, tan pronto se llenaba una, se situaba en el centro del río y anclaba allí esperando al resto, para que toda la flota navegara unida.
El enemigo llegó en el momento en que cargábamos la última embarcación. Era la mayor de todas y pertenecía a Balig, el marido de mi hermana. En ella iban Arturo, Ginebra, Gwydre, Morwenna y sus hijos, Galahad, Taliesin, Ceinwyn y yo, además de Culhwch, su última esposa y uno de sus hijos. La enseña de Arturo ondeaba en la alta proa del barco y la de Gwydre en la popa. Estábamos animosos, pues partíamos para entregar a Gwydre su reino y, en el momento en que Balig gritaba a Hygwydd, el escudero de Arturo, que se apresurase a subir al barco, llegó el enemigo.
Hygwydd cargaba con el último bulto del palacio de Arturo, y se encontraba a sólo cincuenta pasos de la orilla del río, cuando miro hacia atrás y vio a los jinetes entrando por la puerta de la ciudad. Tuvo tiempo de dejar caer el bulto y empezar a desenvainar, pero los caballos estaban muy cerca y una lanza se le clavó en el cuello.
Balig tiró la plancha por la borda, sacó el cuchillo del cinturón y cortó la amarra de popa. El marinero sajón soltó de proa y la barca salió a la corriente en el momento en que los caballos alcanzaban la orilla. Arturo estaba de pie y miraba horrorizado al moribundo Hygwydd, pero yo miraba hacia el anfiteatro, donde una horda había hecho su aparición.
No era el ejército de Mordred, era una invasión de locos, una oleada ansiosa de criaturas dobladas, destrozadas y amargas que surgió en torno a los arcos de piedra del anfiteatro y se desbordó hacia la orilla del río aullando a gritos cortos. Estaban cubiertos de harapos, con el pelo enmarañado y los ojos rebosantes de rabioso fanatismo. Era el ejército de dementes de Nimue. La mayoría no llevaba sino palos, aunque se veían algunas lanzas. Los jinetes, por contra, portaban lanza y escudo y no estaban locos. Eran fugitivos de Diwrnach, Escudos Sangrientos que aún vestían sus raídas capas negras y alzaban sus escudos ennegrecidos con sangre; seguían el río galopando por la orilla para mantenerse a nuestra altura y dispersaban a los locos a su paso.
Algunos dementes cayeron bajo los cascos de las monturas, pero docenas de ellos se arrojaron torpemente al agua para darnos alcance a nado. Arturo gritó a los barqueros que levaran anclas y, uno a uno, los botes cargados hasta los topes fueron soltándose y empezaron a navegar. Algunos marineros no querían perder las pesadas piedras de fondeo e intentaban izarlas a bordo, de modo que las embarcaciones desancladas chocaban contra las ancladas mientras los seres desesperados, desgraciados y enloquecidos chapoteaban torpemente hacia nosotros.
–¡A las lanzas! – gritó Arturo y, cogiendo la suya al revés, golpeó fuertemente a uno de los nadadores en la cabeza.
–¡A los remos! – ordenó Balig, pero nadie le hizo caso. Estábamos atareados expulsando a los nadadores que se acercaban al casco de la nave. Yo hundía a los atacantes con una sola mano, pero uno de ellos se aferró a la lanza y a punto estuvo de tirarme al agua. Solté el arma, desenvainé a Hywelbane y ataqué con ella. Fue la primera sangre que tiñó el río.
En la ribera norte del río se apiñaban los seguidores de Nimue con griterío ensordecedor. Algunos nos arrojaban lanzas pero la mayoría se limitaba a gritarnos con odio y aun otros seguían los pasos de los nadadores en el río. Un hombre de pelo largo y labio leporino quiso trepar por la proa, pero el sajón le dio un puntapié en la cara y luego, de una patada, lo tiró al agua. Taliesin encontró una lanza y atacaba a los nadadores con la punta. Río abajo, delante de nosotros, un bote se desvió hacia la orilla lodosa y la tripulación trató de desembarrancar desesperadamente con pértigas, pero les faltó rapidez y los lanceros de Nimue lograron subir a bordo. Iban dirigidos por Escudos Negros, asesinos curtidos que aullaban desafiantes hundiendo las lanzas a lo largo del bote encallado. Era el del obispo Emrys, y vi al anciano de pelo blanco detener una espada con la lanza, pero enseguida lo mataron y un puñado de dementes abordó la resbaladiza cubierta detrás de los Escudos Negros. La esposa del obispo lanzó un breve grito y enseguida la atravesó una lanza. Los cuchillos cortaban, agujereaban y se clavaban, y la sangre caía por los imbornales hasta el mar. Un hombre cubierto con una túnica de piel de ciervo se balanceaba en la popa de la barca prisionera y, cuando pasamos a su lado, nos abordó de un salto. Gwydre levantó la lanza y el hombre gritó al quedar empalado en la larga asta. Recuerdo cómo agarraba la lanza con la mano mientras su cuerpo se retorcía clavado en la punta, hasta que Gwydre soltó lanza y hombre en el río y desenvainó la espada. Su madre golpeaba con otra lanza los brazos que chapoteaban detrás de la barca. Muchas manos se aferraban a la borda y nosotros las pisábamos o las cortábamos con la espada, y poco a poco fuimos alejándonos de los atacantes. Todas las barcas flotaban ya libremente, algunas de lado, otra con la popa por delante, y los barqueros juraban y se gritaban unos a otros u ordenaban a voces a los lanceros que cogieran los remos. Una flecha llegó volando desde la orilla y se nos clavó en el casco, y detrás llegaron varias más. Eran flechas de caza y nos pasaban silbando por encima de la cabeza.
–¡Escudos! – gritó Arturo, y formamos una barrera de escudos a lo largo de la borda. Las flechas rebotaban en el parapeto. Agácheme al lado de Balig para protegerlo a él también, mas el escudo temblaba cada vez que recibía el impacto de una flecha.
La rápida corriente del río y el reflujo del mar nos salvaron, pues impulsaron las barca río abajo, lejos del alcance de los arqueros. La vocinglera turba de lunáticos nos seguía, pero al oeste del anfiteatro había un terreno cenagoso que obstaculizaba el avance de nuestros perseguidores y así tuvimos ocasión de ordenar el caos en que nos movíamos. Nos perseguían los alaridos del enemigo y muchos cuerpos flotaban a la deriva en la corriente cerca de nuestra reducida flota, pero al fin recurrimos a los remos, pusimos proa hacia adelante y seguimos al resto de las embarcaciones hacia el mar. Las dos enseñas estaban cuajadas de flechas.
–¿Quiénes son? – pregunto Arturo, mirando la horda.
–El ejército de Nimue -dije con amargura. Morgana había logrado contrarrestar el hechizo de Nimue y por eso había soltado a sus seguidores, para que fueran a buscar la espada y a Gwydre.
–¿Cómo es que no los hemos visto venir? – quiso saber Arturo.
–¿Un hechizo de invisibilidad, señor? – apuntó Taliesin, y me acordé de cuántas veces había utilizado Nimue hechizos de esa clase.
Galahad se burló de la explicación pagana.
–Han viajado de noche -dijo- y se han escondido en los bosques hasta que el momento les fue propicio, y nosotros estábamos tan atareados que no observamos la debida vigilancia.
–Que la perra ésa luche contra Mordred ahora, y no contra nosotros -dijo Culhwch.
–No lo hará -dije-, sino que se unirá a él.
Pero Nimue aún no había terminado con nosotros. Un grupo de jinetes galopaba por el camino que llevaba hacia el norte por el pantano y una horda de gente los seguía a pie. El río no corría recto hasta el mar sino que describía amplios meandros por la plana costera, y yo sabía que cada vez que el río se curvase hacia el oeste encontraríamos al enemigo esperándonos.
Ciertamente, los jinetes nos esperaban, pero el río se ensanchaba a medida que se aproximaba al mar, el agua corría rápidamente y en cada meandro la corriente nos impulsaba y pasábamos ante ellos sanos y salvos. Los jinetes nos cubrían de maldiciones y luego continuaban galopando hasta la curva siguiente, desde la cual nos arrojaban una lluvia de flechas y lanzas. Justo antes de llegar al mar había un trecho largo que los jinetes de Nimue recorrieron al mismo paso que nosotros y fue entonces cuando divisé a Nimue por vez primera. Cabalgaba en un caballo blanco, vestida de blanco y con la cabeza tonsurada como los druidas. Llevaba la vara de Merlín y una espada a un costado. Nos gritó unas palabras que el viento se llevó, entonces el rio se desvió hacia el este y pasamos de largo entre las orillas cubiertas de juncos. Nimue se alejó y espoleó al caballo hacia la desembocadura.
–Ya estamos a salvo -dijo Arturo. Se percibía el olor del mar, las gaviotas graznaban en el cielo, delante de nosotros se oía el rumor incesante del romper de las olas en la playa y Balig y el sajón enganchaban la verga de la vela a las cuerdas que la izaban en el mástil. Quedaba un meandro grande que superar, un último encuentro con los jinetes de Nimue, y saldríamos a mar abierto, al Severn.
–¿Cuántos hombres hemos perdido? – pregunto Arturo; nos comunicamos a voces de unas barcas a otras. Sólo dos hombres habían sido alcanzados por las flechas, más las bajas de la barca que había sufrido el abordaje, pero el resto del pequeño ejército se había salvado.
–Pobre Emrys -se lamentó Arturo, y permaneció un rato en silencio, hasta que dejó la melancolía a un lado-. Dentro de tres días -dijo-estaremos con Sagramor. – Había mandado mensajes al este y, como el ejército de Mordred había salido de Dumnonia, seguramente Sagramor no encontraría obstáculos para reunirse con nosotros-. Seremos un ejército pequeño, pero muy bueno. Lo suficiente para derrotar a Mordred y, después, empezaremos de nuevo.
–¿Empezar de nuevo? – pregunté.
–Obligaremos a Cerdic a replegarse una vez más -dijo- y haremos entrar en razón a Meurig. – Prorrumpió en una carcajada amarga-. Siempre queda una batalla por librar. ¿Te habías dado cuenta? Cuando parece que todo está hecho, todo vuelve a bullir otra vez. – Tocó el pomo de Excalibur-. Pobre Hygwydd. Voy a echarlo mucho de menos.
–También a mí me echaréis de menos, señor -dije apesadumbrado. El muñón de la izquierda me dolía y la mano que me faltaba me escocía inenarrablemente, era una sensación tan real que no paraba de rascarme.
–¿A ti también? – preguntó Arturo enarcando una ceja.
–Cuando Sansum me llame.
–¡Ah! El señor de los ratones. – Me dedicó una breve sonrisa-. Creo que a nuestro señor de los ratones le placerá volver a Dumnonia, ¿no? No me lo imagino ganando influencias en Gwent, allí abundan los obispos. No, seguro que prefiere volver y la pobre Morgana querrá quedarse en Ynys Wydryn otra vez, así que haré un trato con ellos. Tu alma a cambio de que Gwydre le dé licencia para establecerse en Dumnonia. Te libraremos del juramento, Derfel, no te preocupes. – Me dio una palmada en el hombro y se acercó a Ginebra, que estaba sentada al pie del mástil.
Balig desclavó una flecha del mástil de popa, separó la punta de hierro, se la guardó en un bolsillo y arrojó el resto al agua.
–¡Qué mal pinta por allí! – me dijo, señalando con la barbilla hacia el oeste. Me volví y vi nubes negras a lo lejos, en el mar.
–¿Tendremos lluvia? – pregunté.
–Y una racha de viento, también -dijo como un mal presagio, y escupió por la borda para ahuyentar la mala suerte-. Pero no hay que ir muy lejos. Con suerte, nos libraremos. – Se apoyó en el timón al tiempo que la barca pasaba por el último gran meandro del río. íbamos hacia el oeste, con viento fuerte de cara, y la superficie del agua se rizaba de pequeñas olas blancas que golpeaban la proa y salpicaban la cubierta. Aun no habían izado la vela.
–¡Remad! – dijo Balig a los remeros. El sajón llevaba un remo, Galahad otro, Taliesin y Culhwch ocupaban el banco del centro y los dos hijos de Culhwch completaban la tripulación. los seis reinaban vigorosamente, luchando contra el viento, pero la corriente y el reflujo aún nos eran favorables. El viento batía con fuerza las enseñas de la proa y la popa haciendo chasquear las flechas clavadas en el tejido.
El río giraba hacia el sur delante de nosotros, sabía que en aquel punto Balig izaría la vela para aprovechar el impulso del viento hasta llegar al mar. Una vez en el mar, teníamos que avanzar forzosamente por el canal señalado con ramas trenzadas de sauce que discurría entre los bajíos hasta adentrarse en aguas profundas, donde podríamos alejarnos del viento y navegar velozmente hasta las costas de Dumnonia.
–La travesía no es larga -dijo Balig en tono animoso, mirando a las nubes-, no es larga. Creo que nos adelantaremos a ese frente de viento.
–¿Las barcas pueden ir juntas? – pregunté.
–Hasta cierto punto, sí. – Señaló con un movimiento de cabeza la que teníamos justo delante-. Esa vieja tina nos seguirá más despacio. Navega como una cerda preñada, desde luego, pero nos mantendremos cerca, sí.
Los jinetes de Nimue nos esperaban en una lengua de tierra que se extendía donde el río se curvaba hacia el sur al encuentro del mar. A medida que nos acercábamos, Nimue se destacó de entre los lanceros y entró a caballo en las aguas poco profundas y, cuando nos acercamos más aún, vi que dos lanceros iban a su lado arrastrando a un cautivo hacia los bajíos.
Al principio pensé que sería uno de los nuestros, de los de la barca embarrancada, pero después me di cuenta de que era Merlín. Le habían cortado la barba y el viento le agitaba irregularmente el blanco cabello enmarañado, mientras él miraba hacia nosotros sin vernos; habría jurado que sonreía. No le veía la cara con precisión, pues mediaba gran distancia entre nosotros, pero juro que sonreía cuando lo arrastraban hacia las pequeñas olas. Merlín sabía lo que iba a suceder.
Entonces, de repente, yo también lo comprendí, más nada pude hacer por evitarlo.
Ese mismo mar había traído a Nimue cuando era una niña. Había caído cautiva en Demetia, a manos de una banda de ladrones de esclavos, y la habían llevado a Dumnonia surcando el mar Severn; pero durante la travesía se levantó una gran tormenta y todos los barcos se hundieron. La tripulación y los cautivos perecieron entre las aguas, todos a excepción de Nimue, que fue depositada por el mar, sana y salva, en las escarpadas costas de Ynys Wair, y Merlín, que rescató a la niña, le puso de nombre Vivien porque era amada de Manawydan, el rey del mar, y Vivien es un nombre que pertenece a Manawydan. Nimue, que ya entonces era tozuda, jamás quiso aceptar tal nombre, pero en ese momento me acorde de todo, y me acordé de que Manawydan la amaba, y supe que se disponía a recurrir a la ayuda de los dioses para lanzar sobre nosotros una maldición fatídica.
–¿Qué hace? – preguntó Arturo.
–No miréis, señor -dije.
Los dos lanceros se habían retirado a la orilla y habían dejado al ciego Merlín junto al caballo de Nimue. No hizo intento de escaparse sino que se quedó allí con el blanco cabello al viento, mientras Nimue sacaba un cuchillo del cinturón de la espada. Era el cuchillo de Laufrodedd.
–¡No! – exclamó Arturo, pero el viento se llevó su grito por donde habíamos venido, a los pantanos y los juncos, a ninguna parte-. ¡No! – exclamó de nuevo.
Nimue señaló hacia poniente con la vara de druida, levantó la cabeza al cielo y aulló. Merlín permaneció quieto. Nuestra flota se deslizó ante ellos, las barcas pasaban una a una cerca de los bajíos donde estaba el caballo de Nimue, antes de que el viento las empujara hacia el sur al tiempo que los marineros izaban las velas. Nimue esperó a que los estandartes de nuestra barca se acercaran y, entonces, bajó la cabeza y nos miró con su único ojo. Sonreía, y también Merlín. Estábamos cerca y vi perfectamente que continuaba sonriendo mientras Nimue se doblaba en la silla con el cuchillo. Sólo precisó un golpe fuerte.
El pelo blanco de Merlín y su larga túnica blanca se tiñeron de rojo.
Nimue aulló nuevamente. Había oído ese mismo aullido muchas veces, pero nunca de aquella forma, con aquella mezcla de agonía y triunfo. El conjuro había concluido.
Apeóse del caballo y soltó la vara. Merlín debía haber muerto inmediatamente, pero su cuerpo todavía se movía en el suave oleaje y, durante unos momentos, pareció que Nimue forcejease con el anciano. La blanca túnica de Nimue estaba salpicada de sangre y el rojo fluido se diluyó inmediatamente en las aguas cuando levantó el cadáver de Merlín y lo empujó mar adentro. Por fin, lejos del lodo, su cadáver quedó flotando y Nimue lo impulsó hacia la corriente a modo de ofrenda para su señor Manawydan.
¡Qué ofrenda era aquella! El cuerpo de un druida posee una magia extraordinaria, la más poderosa que pueda hallarse en esta desdichada tierra, y Merlín era el último de una gran generación de druidas. Otros vinieron después, claro está, pero ninguno tan sabio como él, con tantos conocimientos, ninguno con la mitad de su poder. Y ese gran cúmulo de poder fue sacrificado en un solo conjuro, en un solo encantamiento en nombre del dios del mar, el que había rescatado a Nimue hacía ya muchos años.
Recogió la vara, que flotaba en las olas, la apunto hacia nuestra barca y empezó a reírse. Echó la cabeza hacia atrás y siguió riéndose como los locos que la habían seguido desde las montañas hasta el asesinato cometido en las aguas.
–¡Viviréis! – nos dijo a gritos-. ¡Y volveremos a vernos!
Balig izó la vela, el viento la hinchó y nos arrastró hacia el mar. Nadie hablaba, todos mirábamos a Nimue y al punto donde, en el remolino de las olas grises, el cuerpo de Merlín nos seguía mar adentro.
Donde nos esperaba Manawydan.
Viramos la embarcación hacia el sureste para que el viento hinchara la rasgada vela; el estómago se me revolvía con el asalto de cada ola.
Balig forcejeaba con el remo del timón. Habíamos recogido los demás remos y el viento cumplía su misión, pero el impulso de la marea nos dificultaba la marcha y nos hizo virar hacia el sur, de forma que el viento batía la vela y forzaba el timón de manera alarmante; paulatinamente, la embarcación rectificó y la vela restalló como un gran látigo cuando volvió a tomar el viento a favor, la proa se inclinó al remontar las olas, el estómago me dio un vuelco y la bilis se me subió a la garganta.
El cielo se oscureció. Balig miró a las nubes, escupió y tiró nuevamente del timón. Empezó a llover, unas gotas gruesas salpicaron la cubierta y oscurecieron la sucia vela.
–¡Arriad las enseñas! – gritó Balig, y Galahad recogió la de proa mientras yo desataba la de popa con esfuerzo. Gwydre me ayudó a arriarla, perdió el equilibrio cuando la barca se inclinó al remontar y se golpeó contra la borda al tiempo que el agua rompía contra la proa-. ¡Achicad! – gritó Balig- ¡Achicad!
El viento arreció. Vomité por sobre la aleta y, al levantar la mirada, vi que el resto de la flota daba bandazos en un remolino gris de aguas rompientes y espuma. Oí un crujido por encima de mí, miré hacia arriba y vi que la vela se había rasgado en dos. Balig lanzó una maldición. La costa era una línea negra a nuestra espalda y, más allá, los montes de Siluria brillaban con un resplandor verde, pero en torno a nosotros todo era oscuridad, salpicaduras y peligro.
–¡Achicad! – repitió Balig, y los que estaban en el vientre de la barca empezaron a recoger con sus propios cascos el agua de alrededor de los fardos del tesoro, las armaduras y los víveres.
Y entonces, estalló la tormenta. Hasta el momento no habíamos sufrido sino el preludio del temporal, pero de pronto la galerna aulló por todo el mar y empezó a llover torrencialmente sobre las olas coronadas de blanco. Perdí de vista a las demás embarcaciones entre la densa lluvia y la oscuridad del cielo. La costa desapareció y lo único que veía era una pesadilla de olas rápidas y altas, coronadas de espuma, que inundaban la barca sin cesar. La vela quedó hecha jirones que el viento sacudía como enseñas desgarradas. Los rayos rasgaban el cielo, la barca cayó desde lo alto de una ola y vi el agua verde y negra elevarse para caernos encima por la borda, pero Balig logró enderezar la proa en dirección a la ola y el agua vaciló en el borde mismo y se alejó enseguida, al tiempo que la siguiente nos levantaba otra vez sobre su cresta espumosa.
–¡Aligerad la carga! – gritó Balig imponiéndose al estruendo de la tormenta.
Arrojamos el oro por la borda. Echamos al mar el tesoro de Arturo, el mío, el de Gwydre y el de Culhwch. Se lo entregamos a Manawydan, echamos a sus voraces fauces monedas, copas, candelabros y lingotes de oro, pero quería más y le arrojamos también los cestos de víveres y las enseñas dobladas, pero Arturo no estaba dispuesto a entregar su armadura, ni yo la mía, de modo que escondimos las armaduras y las armas en la reducida cabina que se abría bajo la cubierta de popa y arrojamos unas cuantas piedras de lastre después del oro. Nos tambaleábamos por cubierta como beodos, empujados por las olas y resbalando entre el agua y los vómitos. Morwenna abrazaba a sus hijos, Ceinwyn y Ginebra rezaban, Taliesin achicaba agua con un casco y Culhwch y Galahad ayudaban a Balig y al marinero sajón a arriar los restos de la vela. Tiraron los harapos por la borda, palo incluido, sujetos con una larga cuerda de crin de caballo cuyo otro extremo ataron al mástil de popa, y el contrapeso de la vela y el asta lograron hacer virar la nave cara al viento de modo que nos enfrentamos a la tormenta y aguantamos las embestidas de cara.
–¡Nunca había visto una tormenta que avanzara tan deprisa! – me dijo Balig a gritos. Pero no era de extrañar, pues no se trataba de un temporal común sino de la furia desatada por la muerte de un druida, y el mundo nos llenó los oídos de alaridos de viento y mar mientras la nave crujiente se alzaba y caía entre las olas incesantes. El agua se colaba entre las planchas del casco, pero la achicábamos a la misma velocidad que entraba.
Entonces divisé el primer naufragio en la cresta de una ola y, un momento más tarde, distinguí a un hombre nadando. Quería llamarnos pero el mar lo ahogaba. La flota de Arturo perecía. A veces, cuando aflojaba un poco el chubasco y el aire se calmaba un momento, veíamos a los hombres achicando enfebrecidamente y las naves flotando hundidas en el torbellino, y de pronto la tormenta nos cegaba otra vez y, cuando volvía a despejarse, ya no veíamos la barca sino sólo maderos a la deriva. La flota de Arturo se hundió barca a barca y los hombres y las mujeres se ahogaron. Los que llevaban puesta la armadura perecieron primero.
Mientras tanto, justo detrás de la vela destrozada por el viento que arrastrábamos con nosotros, nos seguía el cadáver de Merlín. Apareció poco después de que arrojáramos la vela por la borda y luego nos acompañó, y veía su túnica blanca en el seno de una ola, luego desaparecía y volvía a divisarlo un momento con el movimiento de las aguas. En una ocasión parecióme incluso que levantaba la cabeza del agua, y acerté a distinguir la herida de la garganta, blanqueada por el océano; nos miraba con sus cuencas vacías, pero las olas lo hundieron de nuevo y, tocando un clavo de hierro del mástil de popa, rogué a Manawydan que se llevara al druida al fondo del mar. «Lleváoslo -rogué- y enviad su espíritu al otro mundo», pero cuando volvía a mirar, allí seguía, con el pelo blanco extendido como un abanico abierto alrededor de la cabeza en medio del torbellino.
Merlín seguía allí, pero las demás embarcaciones no. Atisbamos entre la lluvia y las rachas de agua, mas sólo distinguíamos el cielo oscuro y arremolinado, el mar gris y blanco sucio, las barcas naufragadas y a Merlín, siempre Merlín, y creo que nos protegía, no porque deseara salvarnos sino porque Nimue todavía no había terminado con nosotros. En nuestra embarcación iba lo que más ansiaba, de modo que sólo nosotros teníamos que sobrevivir en las aguas de Manawydan.
Merlín no desapareció hasta que la tormenta hubo concluido. Vi su rostro por última vez y luego se hundió para siempre. Por un momento fue una forma blanca con los brazos extendidos en el corazón verde de una ola y luego desapareció. Y al desaparecer Merlín, murió la furia del viento y cesó la lluvia.
El mar aún nos zarandeaba, pero el aire se aclaró y las nubes pasaron del negro al gris, y luego a un blanco sucio, y en torno a nosotros no había sino el mar vacío. Sólo nuestra embarcación había sobrevivido; Arturo miraba las grises olas con lágrimas en los ojos. Sus hombres se habían ido con Manawydan, todos, todos sus hombres valientes a excepción de unos pocos. Había desaparecido un ejercito entero.
Y estábamos solos.
Recogimos el mástil y los restos de la vela y remamos durante las horas siguientes, iodos, excepto yo, se llagaron las manos; intenté manejar un remo pero con una mano sola no podía, de modo que me senté a mirar mientras surcábamos el mar undoso rumbo al sur; al atardecer, la quilla tocó arena y desembarcamos con las pocas posesiones que nos quedaban.
Dormimos en las dunas y por la mañana limpiamos de sal nuestras armas y contamos las monedas que nos quedaban. Balig y el sajón se quedaron en la barca porque, según dijeron, podían salvarla, así que entregué a mi cuñado la última moneda de oro que tenía en la bolsa, lo abracé y seguí a Arturo hacia el sur.
Hallamos una fortificación en los montes de la costa; el señor del lugar resultó ser partidario de Arturo, de modo que nos proporcionó un caballo de silla y dos muías. Quisimos pagarle con oro pero lo rechazó.
–Cuánto desearía -dijo- disponer de lanceros que entregaros, pero desgraciadamente no es así. – Se encogió de hombros. Su casa era pobre y ya nos había dado más de lo que podía permitirse. Comimos su comida, nos secamos la ropa con su fuego y después nos sentamos bajo el manzano del huerto de la fortificación.
–Ahora no podemos luchar contra Mordred -dijo Arturo sombríamente. Mordred contaba al menos con trescientos cincuenta hombres, y los seguidores de Nimue lo apoyarían siempre y cuando nos persiguiera, mientras que Sagramor contaba con menos de doscientas lanzas. La batalla estaba perdida incluso antes de empezar.
–Oengus vendrá en nuestra ayuda -dijo Culhwch.
–Lo intentará -dijo Arturo-, pero Meurig no permitirá cruzar Gwent a los Escudos Negros.
–Y Cerdic vendrá -dijo Galahad en voz baja-. Tan pronto como sepa que Mordred nos ataca, se pondrá en marcha. Y nosotros tendremos sólo doscientos hombres.
–Menos -puntualizó Arturo.
–¿Para enfrentarnos a cuántos? – preguntó Galahad-. ¿A cuatro centenares? ¿A cinco? Y los que sobrevivan de los nuestros, en caso de que aun así ganáramos, tendrían que enfrentarse a Cerdic inmediatamente.
–Entonces, ¿qué hacemos? – preguntó Ginebra.
–Irnos a Armórica -dijo Arturo con una sonrisa-. Mordred no nos perseguirá hasta allí.
–Puede que sí -gruñó Culhwch.
–En tal caso, nos enfrentaremos al problema cuando se presente -replicó Arturo con serenidad. Lo embargaba la amargura aquella mañana, pero no estaba furioso. El destino le había dado un revés imponente, lo único que podía hacer era cambiar los planes y tratar de infundirnos esperanza. Nos recordó que su hermana era reina consorte del rey Budic de Broceliande y estaba seguro de que el rey nos daría cobijo-. Seremos pobres -dijo, sonriendo a Ginebra como si se disculpara-, pero tenemos amigos y nos ayudarán. Los lanceros de Sagramor serán bien acogidos en Broceliande. No moriremos de hambre. ¿Y quién sabe? – dijo sonriendo a su hijo-, tal vez Mordred muera y podamos regresar.
–Pero Nimue -dije- nos perseguirá hasta el fin del mundo.
–En tal caso -replicó Arturo con una mueca-, Nimue debe morir, pero esa cuestión también la solucionaremos a su debido tiempo. Ahora es preciso pensar en la forma de llegar a Broceliande.
–Vayamos a Camlann -dije- y preguntemos por Caddwg el barquero.
Arturo me miró sorprendido por la seguridad de mis palabras.
–¿A Caddwg?
–Merlín lo dejó todo previsto, señor -dije-, y me lo contó. Es el último regalo que os hace.
Arturo cerró los ojos. Estaba pensando en Merlín y, por un instante, creí que iba a derramar lágrimas, pero sólo se estremeció.
–Hacia Camlann, pues -dijo abriendo los ojos.
Einion, el hijo de Culhwch, tomó el caballo de silla y partió hacia el este en busca de Sagramor. Llevaba nuevas órdenes pues debía reunir embarcaciones y dirigirse al sur por el mar rumbo a Armórica. Einion comunicaría al numidio que nosotros buscaríamos embarcación en Camlann y que trataríamos de reunirnos con él en las costas de Broceliande. No habría batalla contra Mordred ni aclamación en Caer Cadarn, sino una huida ignominiosa por mar.
Cuando Einion hubo partido, subimos a Arturo-bach y a la pequeña Seren a lomos de una muía y cargamos las armaduras en la otra, y nos pusimos en marcha hacia el sur. Arturo barruntaba que, a esas alturas, Mordred ya había descubierto nuestra huida de Siluria y el ejército de Dumnonia estaría tras nuestros pasos. Los hombres de Nimue lo acompañarían, sin duda, y contaban con la ventaja de las firmes calzadas romanas, mientras que nosotros teníamos kilómetros de terreno montañoso que cruzar. De modo que nos apresuramos.
O al menos lo intentamos, pero los montes eran empinados, el camino largo, Ceinwyn estaba débil todavía, las muías eran lentas y Culhwch cojeaba desde la lejana batalla que libráramos contra Aelle en las afueras de Londres. El progreso era muy lento, pero Arturo parecía resignado a su sino.
–Mordred no sabrá dónde buscarnos -dijo.
–Pero es posible que Nimue sí -dije-. ¡Quién sabe lo que habrá obligado a confesar a Merlín al final!
Arturo calló unos momentos. Caminábamos por un bosque cuajado de prímulas y revestido de suaves hojas nuevas.
–¿Sabes lo que tendría que hacer? – dijo al cabo-. Tendría que buscar un pozo muy hondo, arrojar a Excalibur a las profundidades y cegarlo después con piedras, para que nadie volviera a encontrarla desde ahora hasta el fin del mundo.
–¿Por qué no lo hacéis, señor?
Sonrió y tocó el pomo de la espada.
–Ahora estoy acostumbrado a ella. La conservaré hasta que no la necesite más. Pero si fuera necesario la escondería, aunque todavía no. – Siguió andando pensativamente-. ¿Estás enfadado conmigo? – me preguntó tras una larga pausa.
–¿Con vos? ¿Por qué?
Hizo un gesto refiriéndose a toda Dumnonia, a todo el triste país que refulgía de capullos y hojas tiernas aquella mañana de primavera.
–Si me hubiera quedado, Derfel, si hubiera negado a Mordred su poder, nada de esto habría sucedido -dijo con arrepentimiento.
–Pero ¿quién lo habría sabido? – pregunté-. ¿Quién habría adivinado que Mordred sería un buen soldado, o que formaría un ejército?
–Cierto -admitió-, y cuando acepté las exigencias de Meurig pensé que Mordred se pudriría en Durnovaria. Creí que cavaría, su propia tumba a fuerza de beber o que sucumbiría en cualquier pelea con un puñal clavado en la espalda. – Sacudió la cabeza-. No tenía que haber sido rey, pero, ¿acaso tenía yo otra posibilidad? Se lo había jurado a Uther.
Todo se remitía a aquel juramento y me acordé del último Gran Consejo celebrado en Britania, en el que Uther ideó el juramento que asegurase la sucesión de Mordred en el trono. Por aquel entonces Uther era ya un anciano gordo y enfermo, moribundo, y yo un muchacho que no deseaba otra cosa que convertirse en lancero. Hacía ya tanto tiempo…, y Nimue y yo éramos amigos.
–Uther ni siquiera deseaba que prestarais el juramento -dije.
–Pero lo presté -dijo Arturo-, lo presté. Y un juramento es un juramento, y si faltamos a uno deliberadamente, perdemos la fe en los demás. – Pensé que los juramentos incumplidos eran muchos más que los cumplidos, pero nada dije. Arturo había intentado mantenerse fiel a todos los compromisos, cosa que le consolaba. De repente sonrió y vi que sus pensamientos habían derivado hacia temas más risueños-. Hace muchos años -me dijo- descubrí un terreno en Broceliande. Era un valle que descendía hacia la costa sur, y recuerdo un río con abedules; me pareció un lugar idóneo para construir una fortaleza y vivir una vida plena.
Me eché a reír. Incluso en esos momentos, lo único que deseaba era una fortaleza, un poco de tierra y amigos alrededor; lo mismo que había deseado siempre. Nunca le habían atraído los palacios ni había deseado el poder, aunque sí había disfrutado la práctica de la guerra. Por más que se hubiera esforzado siempre en negar lo mucho que le placía, era hábil en el combate y de pensamiento ágil, cualidades que le convertían en un soldado mortífero. La lucha le había granjeado fama, le había permitido unir a los britanos y vencer a los sajones, pero entonces su retraimiento respecto al poder y su obstinada fe en la bondad innata del hombre, junto con su ferviente adhesión al carácter sagrado de los juramentos, habían permitido que hombres de menor valía redujeran a polvo sus logros.
–Una fortaleza de troncos -dijo, soñador-, con arcos y columnas frente al mar. A Ginebra le gusta mucho el mar. El terreno desciende hacia una playa por el sur, y podemos levantar la fortaleza en la cima y disfrutar así, de día y de noche, del sonido de las olas en la arena. Y detrás de la fortaleza -añadió- construiré una nueva herrería.
–¿Para seguir torturando metales? – pregunté.
–Ars langa -replicó sin darle importancia-, vita brevis.
–¿Es latín? – pregunté. Arturo asintió.
–El arte es duradero, la vida breve. Mejoraré, Derfel. Mi defecto es la impaciencia. Veo en el hierro la forma que deseo, y me precipito, pero el hierro no se deja trabajar con prisas. – Me puso una mano en el brazo vendado-. A ti y a mí nos quedan muchos años por delante, Derfel.
–Eso espero, señor.
–Años y años -dijo-, años para hacernos viejos, escuchar canciones y contar cuentos.
–¿Y soñar con Britania? – pregunté.
–Le hemos rendido buen servicio -dijo-, ahora debe hacerlo ella sola.
–¿Y si los sajones vuelven y los hombres os llaman otra vez, volveréis?
Arturo sonrió.
–Es posible que vuelva para entregar el trono a Gwydre; de otro modo colgaré a Excalibur de la viga más alta de alto techo de mi fortaleza, Derfel, para que las arañas la envuelvan en sus telas. Contemplaré el mar, sembraré la tierra y veré crecer a mis nietos. Tú y yo hemos cumplido, amigo mío. Se acabaron los juramentos.
–Queda uno -dije.
–¿Te refieres al compromiso de ayudar a Ban? – inquirió, mirándome bruscamente.
Había olvidado ese juramento, el juramento, el único que Arturo no había logrado cumplir y el que le había acarreado graves consecuencias. El reino de Ban, en Beonic, había caído en manos de los francos y, aunque Arturo envió hombres en su momento, no acudió él personalmente. Pero esos sucesos pertenecían a un pasado lejano, y yo jamás había acusado a Arturo de haber faltado a su palabra. Cuando quiso enviar ayuda, los sajones de Aelle presionaban con fuerza y él no podía luchar en dos frentes al mismo tiempo.
–No, señor -dije-, estaba pensando en mi juramento a Sansum.
–El señor de los ratones no se acordará de ti -dijo quitándole importancia.
–Se acuerda de todo, señor.
–En tal caso, tendremos que hacerle cambiar de opinión -replicó-, porque no me veo capaz de envejecer lejos de ti, Derfel.
–Ni yo de vos, señor.
–Así pues, nos esconderemos en un lugar remoto, tú y yo, y los hombres se preguntarán por el paradero de Arturo, por el de Derfel, por el de Galahad, por el de Ceinwyn. Y nadie lo sabrá, porque estaremos ocultos bajo los abedules junto al mar. – Rompió a reír, pero veía el sueño cercano y la esperanza le ayudó a cubrir los últimos kilómetros del largo viaje.
Tardamos cuatro días con sus noches, pero por fin avistamos la costa sur de Dumnonia. Rodeamos el gran páramo y llegamos al océano caminando por unos altos arrecifes. Nos detuvimos en lo alto cuando la luz se derramaba por encima de nuestros hombros sobre el amplio valle del río, que se abría al mar bajo nuestros pies. Habíamos llegado a Camlann.
Yo ya había estado antes allí, pues era el país del sur, por debajo de la Isca dumnonia, donde la gente se tatuaba el rostro de azul. La primera vez que lo visité iba al servicio de lord Owain y, bajo su mandato, había participado en la masacre llevada a cabo en los altos páramos. Años más tarde, pasé cerca de esos montes cuando fui con Arturo a salvar a Tristán, aunque no lo conseguí y Tristán perdió la vida; y entonces volvía por tercera vez. Era un país hermoso, bello como ninguno que yo hubiera visto en Britania, aunque me traía recuerdos de asesinatos y sabía que me alegraría cuando la embarcación de Caddwg nos alejara de allí.
Nos quedamos mirando la meta del viaje desde lo alto. El río Exe moría en el mar allá abajo, pero antes de alcanzar el océano formaba un gran lago marino aislado del mar por una estrecha lengua de tierra. Esa lengua de tierra era conocida por el nombre de Camlann, y en la punta, visible apenas desde nuestra alta atalaya, los romanos habían levantado una pequeña fortificación. Dentro de las murallas se erguía un altísimo faro de hierro que en otros tiempos albergaba una hoguera, la cual servía para avisar a las galeras que se aproximaban de la presencia de la traicionera lengua de tierra.
Así pues, contemplamos el lago marino, la lengua de tierra y la verde costa. No había enemigos a la vista, el último sol del día no se reflejaba en ninguna punta de lanza, no había caballos galopando por los senderos de la playa ni lanceros que ensombrecieran la estrecha lengua de tierra. Como si estuviéramos solos en el universo.
–¿Conoces a Caddwg? – me preguntó Arturo rompiendo el silencio.
–Lo vi una vez, señor, hace muchos años.
–Pues ve a buscarlo, Derfel, y dile que le esperamos en la fortificación.
Miré hacia el sur, al mar enorme, vacío y resplandeciente, el camino que nos llevaría lejos de Britania. Después bajé la ladera para que tal viaje fuera posible.
Los últimos resplandores del día que terminaba me iluminaron el camino hacia la casa de Caddwg. Pregunté a varias personas y me indicaron una pequeña choza de la orilla norte de Camlann; delante de la choza, como la marea aún no había subido del todo, se extendía una gran planicie de lodo lustroso y yermo. La embarcación de Caddwg no estaba en el agua sino fuera, encaramada en tierra firme con la quilla apoyada sobre unos rodillos y el casco amarrado a unos postes de madera.
–Se llama Prydwen -dijo Caddwg sin mediar saludo alguno. Me había visto parado al lado de la embarcación y se había acercado desde su casa. Era viejo, tenía una barba densamente poblada y la piel muy curtida por el sol; llevaba un jubón de lana manchado de pez y de nacaradas escamas de pescado.
–Me envía Merlín -dije.
–Estaba seguro, me lo dijo. ¿No viene él?
–Ha muerto -dije.
Caddwg escupió.
–Creía que jamás llegaría a oír esas palabras. – Volvió a escupir-. Creía que la muerte lo eximiría.
–Fue asesinado -dije.
Caddwg se agachó y echó unos leños al fuego sobre el que hervía una olla. En la olla había pez con la que Caddwg calafateaba los huecos que quedaban entre las planchas de la Prydwen. La barca era magnífica. El casco de madera estaba limpio de tanto restregarlo y la nueva capa brillante de madera contrastaba con el negro de las junturas calafateadas que impedían que el agua rezumara por entre las planchas. Tenía la proa alta, un largo palo de popa y un mástil recién construido que esperaba sobre unos caballetes al lado del casco varado.
–Entonces, os hará falta -dijo Caddwg, refiriéndose a la embarcación.
–Somos trece -le dije-, estamos esperando en la fortificación.
–Mañana a esta misma hora -dijo.
–¿No puede ser hasta mañana? – pregunté, alarmado por el retraso.
–No sabía que veníais -gruñó-, y no puedo echarla al mar hasta que suba la marea, que no será hasta mañana por la mañana, y cuando le haya colocado el mástil y la vela y el timón esté en su sitio, la marea habrá bajado otra vez. A media tarde estará a flote otra vez, sí, e iré a buscaros lo más rápido que pueda, pero por más que me apure será al anochecer. Teníais que haberme advertido de vuestra llegada.
Cierto, mas a nadie se le había ocurrido mandarle un mensaje porque ninguno de nosotros entendía de embarcaciones. Esperábamos llegar al lugar, encontrar la barca y partir, y no nos imaginábamos que podría estar fuera del agua.
–¿Hay más embarcaciones? – le pregunté.
–Ninguna donde quepan trece personas -dijo-, y ninguna que os lleve a donde os llevo yo.
–A Broceliande -dije.
–Os llevaré donde me dijo Merlín -replicó Caddwg con determinación y, a firmes zancadas, se acercó a la proa de la Prydwen y señaló hacia una piedra gris del tamaño de una manzana. La piedra no tenía nada extraordinario salvo que la habían incrustado con pericia en la proa, en la madera de roble, como una gema engarzada en oro-. Me dio ese pedrusco -dijo Caddwg, refiriéndose a Merlín-. Es una piedra espectral.
–¿Una piedra espectral? – pregunté, pues jamás había oído hablar de tal cosa.
–Llevará a Arturo adonde Merlín quería que fuese, ninguna otra cosa lo llevará allí, y ninguna otra barca podría llevarlo, sólo aquella a la que Merlín dio nombre -dijo Caddwg. El nombre Prydwen significaba Britania-. ¿Arturo está con vos? – me preguntó Caddwg, preocupado de pronto.
–Sí
–Entonces, traeré también el oro -dijo.
–¿Oro?
–El viejo lo dejó para Arturo. Supuso que lo necesitaría. A mí de nada me sirve. El oro no sirve para pescar. Sí que compré una vela nueva, eso sí; Merlín me dijo que la comprara y por eso me dio oro, pero el oro no sirve para pescar. Pesca mujeres -se rió-, pero no peces.
Miré a la embarcación varada.
–¿Necesitas ayuda? – le pregunté.
Caddwg se rió sin ganas.
–¿Que ayuda podéis ofrecerme? ¿Vos, con ese brazo corto? ¿Sabéis calafatear? ¿Sabéis calzar un mástil o doblar una vela? – escupió-. Sólo tengo que silbar y vendrán veinte hombres a ayudarme. Nos oiréis cantar por la mañana, y asi sabréis que estamos empujándola por los rodillos hacia el agua. Mañana al anochecer -asintió secamente con la cabezada- iré a buscaros a la fortificación. – Dio media vuelta y regresó a la cabaña.
Y yo volví con Arturo. Ya había oscurecido y todas las estrellas del cielo brillaban en el firmamento. La larga estela de la luna rielaba en el mar e iluminaba las murallas derruidas de la reducida fortificación donde teníamos que esperar por la Prydwen.
Pensé que nos quedaba un último día en Britania. Una última noche y un último día, y luego navegaríamos con Arturo por la senda de la luna y Britania no sería más que un recuerdo.
El viento nocturno soplaba suavemente entre las murallas derruidas de la fortificación. Los oxidados restos del antiguo faro inclinaban su eje descolorido por encima de nuestras cabezas, unas olas pequeñas rompían en la larga playa y la luna iba descendiendo lentamente hacia los brazos del mar dejando la noche a oscuras.
Dormimos al abrigo de la fortificación. Los romanos habían hecho los muros de arena, sobre la cual habían apilado turba entremezclada con algas marinas, y después habían levantado una empalizada en lo alto. La muralla debía de ser débil ya desde que la levantaron, pero la fortificación no había sido otra cosa que una atalaya y un refugio contra los vientos marinos para el reducido destacamento que cuidara del faro. De la empalizada de madera apenas quedaba nada y la lluvia y el viento habían desgastado la mayor parte de la pared de arena, pero en algunos puntos todavía levantaba un metro o metro y medio.
La mañana amaneció despejada y vimos un pequeño grupo de pequeños botes de pesca que se hacía a la mar para cumplir la jornada de trabajo. Su partida dejó a la Prydwen sola junto al lago marino. Arturo-bach y Seren jugaban en la arena del lago donde no había grandes olas, y Galahad paseaba con el otro hijo de Culhweh playa arriba en busca de alimentos. Volvieron con pan, pescado seco y un cubo de madera lleno de leche fresca. Aquella mañana teníamos todos una extraña alegría. Recuerdo las risas mientras mirábamos a Seren, que bajaba rodando por una duna, y las voces con que animábamos a Arturo-bach cuando arrastró un enorme montón de algas desde los bajíos hasta la arena. La enorme masa verde debía de pesar tanto como el, pero el chico tiraba y tiraba hasta que logró arrastrar la densa maraña hasta la derrumbada muralla de la fortificación, Gwydre y yo aplaudimos sus esfuerzos y después trabamos conversación.
–Si no he de ser rey -dijo Gwydre-, pues que así sea.
–El destino es inexorable -dije y, como me mirase con gesto inquisitivo, sonreí-. Era una de las frases favoritas de Merlín. Ésa y «No seas necio, Derfel». Siempre le parecí un necio.
–Estoy seguro de que no lo erais -contestó lealmente.
–Todos lo éramos, excepto Nimue y Morgana, quizás. A los demás nos faltaba inteligencia, simplemente. Tu madre también, quizás, pero tu madre y Merlín nunca hicieron buenas migas.
–Me habría gustado conocerlo mejor.
–Cuando envejezcas, Gwydre -dije- aún podrás presumir de haber conocido a Merlín.
–Nadie me creerá.
–Seguramente -dije-. Y cuando envejezcas habrán inventado historias nuevas sobre él. Y sobre tu padre también. – Desprendí del muro un fragmento de concha. Desde la lejanía, mar adentro, me llegaron voces de hombres que cantaban, y supe que estaban botando la Prydwen. Pensé que ya faltaba poco, muy poco-. Quizá nadie llegue a saber la verdad jamás -dije a Gwydre.
–¿La verdad?
–Sobre tu padre o sobre Merlín. – Ya se oían canciones que otorgaban todo el mérito de Mynydd Baddon a Meurig, de entre todos, y muchas también que ensalzaban a Lancelot más que a Arturo. Busqué a Taliesin por los alrededores preguntándome si podría corregir esas canciones. Aquella mañana el bardo nos había anunciado que no tenía intención de cruzar el mar con nosotros sino que volvería a Siluria o a Powys; creo que Taliesin nos había acompañado sólo por tener ocasión de charlar con Arturo y aprender así su historia. O tal vez hubiera previsto el futuro y se hubiera acercado a observar el desarrollo de los acontecimientos pero, fuera cual fuese la razón, el bardo estaba conversando con Arturo en ese momento y Arturo se alejó de él repentinamente y corrió hacia la orilla del lago marino. Allí permaneció en pie un largo rato, oteando el norte. De súbito, dio media vuelta y echó a correr hasta la duna más cercana. Trepó hasta lo alto y se volvió de nuevo hacia el norte.
–¡Derfel! – me llamó-. ¡Derfel! – Bajé velozmente por el frente de la fortificación y subí hasta lo alto de la duna-. ¿Qué ves? – me preguntó Arturo.
Miré hacia el norte, más allá del lago salado. Vi la Prydwen a medio camino hacia el mar y vi las hogueras donde se obtenía la sal y se ahumaba la pesca diaria, y vi algunas recles colgando de palos clavados en la arena, y entonces vi a los jinetes.
La luz del sol arranco un destello a una punta de lanza, luego a otra, y de pronto distinguí a una veintena de hombres, más tal vez, corriendo por el camino que se perdía tierra adentro desde la orilla del lago.
–¡A cubierto! – gritó Arturo, y bajamos resbalando por la duna, recogimos a Seren y a Arturo-bach sobre la marcha y nos agazapamos como ladrones culpables tras los muros de la ruinosa fortificación.
–Nos habrán visto, señor -dije.
–O no.
–¿Cuántos son? – preguntó Culhwch.
–¿Veinte? – calculó Arturo-, treinta, o puede que más. Salían de entre unos árboles, de modo que tal vez sean un centenar.
Oí una especie de chasquido y me volví; Culhwch había desenvainado y me miraba con una sonrisa.
–Por mí, como si son dos centenares, Derfel; a mí la barba no me la cortan.
–¿Para qué querrían tu barba? – preguntó Galahad-. ¡Tamaña madeja enredada, maloliente y piojosa!
Culhwch soltó una carcajada. Le gustaba tomar el pelo a Galahad y que Galahad se lo tomara a él, y todavía estaba pensando en la respuesta cuando Arturo asomó la cabeza cautelosamente por encima de la muralla y miró hacia poniente, al punto por donde tendrían que aparecer los lanceros. Se quedó inmóvil y su inmovilidad nos hizo callar a todos; de pronto se levantó y saludó con la mano.
–¡Es Sagramor! – anunció con un júbilo inconfundible en la voz-. ¡Es Sagramor! – repitió con tanto alborozo que Arturo-bach lo tomó por un grito de juego.
–¡Es Sagramor! – exclamó el pequeño, y los demás nos asomamos por sobre el muro y vimos la amenazadora enseña negra del numidio ondeando en la punta de una lanza rematada por una calavera. El propio Sagramor, con el negro yelmo cónico, iba a la cabeza y, al avistar a Arturo, espoleó al caballo por la arena. Arturo corrió a su encuentro, Sagramor saltó del caballo, cayó de rodillas y abrazó a Arturo por la cintura.
–¡Señor! – exclamó el numidio, haciendo gala de sus sentimientos como en raras ocasiones-. ¡Señor! Creí que no volvería a veros.
Arturo lo ayudó a levantarse y lo abrazó.
–Nos habríamos encontrado en Broceliande, amigo mío.
–¿En Broceliande? – dijo Sagramor, y escupió-. Odio el mar. – Su negro rostro estaba húmedo de lágrimas y recordé una ocasión en que me contó por qué había seguido a Arturo. Me dijo que lo había seguido porque, cuando nada tenía, Arturo se lo había dado todo. Sagramor no había acudido ese día porque no descara embarcar sino porque Arturo necesitaba su ayuda.
El numidio llego con ochenta y tres hombres más Einion, el hijo de Culhwch.
–Sólo tenía noventa y dos caballos, señor -dijo Sagramor a Arturo-, llevo meses recogiéndolos. – Tenía la esperanza de adelantarse a Mordred y llegar a Siluria con todos sus hombres, pero en vez de hacerlo así, había acudido con cuantos pudo reunir a la seca lengua de tierra donde nos hallábamos, entre el lago salado y el océano. Algunos caballos habían perecido en el viaje, pero llegó con ochenta y tres sanos y salvos.
–¿Dónde está el resto de tus hombres? – preguntó Arturo.
–Embarcaron rumbo al sur ayer, con nuestras familias -dijo Sagramor; se separó del abrazo de Arturo y nos miró a los demás. Debíamos de ofrecer una estampa lastimosa y derrotada, porque nos prodigó una de sus raras sonrisas antes de inclinarse ante Ginebra y Ceinwyn.
–Sólo disponemos de una embarcación -dijo Arturo preocupado.
–En tal caso, embarcaréis vos -replicó Sagramor con calma-, y nosotros cabalgaremos hacia el oeste y nos internaremos en Kernow. Allí encontraremos naves y os seguiremos al sur. Pero deseaba reunirme con vos de este lado del agua, por si vuestros enemigos os encontraban.
–No hemos visto a ninguno, hasta el momento -dijo Arturo, tocando el pomo de Excalibur-, al menos de este lado del mar Severn. Y ruego porque no veamos a ninguno en todo el día. Nuestra nave vendrá al atardecer, y entonces partiremos.
–En tal caso, os protegeré hasta el anochecer -dijo Sagramor, y sus hombres desmontaron, se descargaron los escudos de la espalda y plantaron las lanzas en la arena. Los caballos, jadeantes y con la boca llena de espuma, descansaron de pie mientras los hombres de Sagramor estiraban los exhaustos brazos y piernas. Éramos nuevamente una banda de guerreros, casi un ejército, y nuestro pendón era la enseña negra de Sagramor.
Pero entonces, una hora más tarde, a lomos de monturas tan exhaustas como las de Sagramor, llegó el enemigo a Camlann.
Ceinwyn me ayudó a ponerme la armadura, pues me resultaba engorroso manejar la pesada cota con una sola mano, e imposible abrocharme las grebas de bronce que gané en Mynydd Baddon y que me protegían las piernas de los lanzazos que llegan por debajo del borde del escudo. Tan pronto como tuve las grebas y la cota puestas y Hywelbane ceñida a la cintura, Ceinwyn me ajustó el escudo al brazo izquierdo.
–Más prieto -le dije, presionando instintivamente la cota de malla hasta notar el pequeño bulto del broche, que llevaba prendido a la camisa. Allí estaba, mi talismán, que había librado conmigo incontables batallas.
–Tal vez no ataquen -me dijo, apretando las correas del escudo al máximo.
–Ruega por que así sea -contesté.
–¿A quién? – me preguntó con una sonrisa seria.
–Al dios en quien más confíes, amor mío -dije, y la besé. Me puse el yelmo y ella me lo ató bajo la barbilla. Habían alisado el tajo de la parte superior que recibí en Mynydd Baddon y lo habían tapado con un parche de hierro. Besé a Ceinwyn otra vez y me bajé los protectores de las mejillas. El viento me puso la cola de lobo del penacho en los orificios de los ojos y moví la cabeza para apartar el largo pelo gris. Yo era el último de los colas de lobo. El resto había sido masacrado por Mordred o había quedado bajo custodia de Manawydan. Yo era el último, y también el último guerrero que lucía la estrella de Ceinwyn en el escudo. Sopesé la lanza, que tenía una asta del grosor de la muñeca de Ceinwyn y una hoja afilada del más fino acero de Morridig-. Caddwg no tardará en llegar -le dije-, no tendremos que esperar mucho.
–Sólo el día entero -replicó Ceinwyn, y echó una ojeada hacia el lago salado donde la Prydwen flotaba al borde del lodo. Unos hombres enderezaban el mástil, pero la bajamar dejaría la nave embarrancada otra vez y tendríamos que esperar a que las aguas subieran de nuevo. Pero al menos el enemigo no había interferido en la labor de Caddwg, ni tenía razón para hacerlo. Para ellos sería, sin duda, un marinero más que nada les importaba. Sólo nosotros les importábamos.
Había unos sesenta o setenta en total, todos a caballo, y debían de haber cabalgado sin tregua para darnos alcance; en ese momento aguardaban en el extremo por donde la punta se unía a tierra; todos sabíamos que pronto aparecerían los lanceros. Al anochecer nos las veríamos con un ejército, dos quizá, pues sin duda los hombres de Nimue llegarían presurosos detrás del ejército de Mordred.
Arturo vistió sus mejores galas de guerra. La cota con escamas de oro entre los aros de hierro brillaba al sol. Le vi ponerse el yelmo con el penacho de blancas plumas de ganso. Normalmente lo asistía Hygwyyd a la hora de armarse, pero había muerto y fue Ginebra quien le ciñó la vaina recamada de Excalibur a la cintura y le puso el manto blanco sobre los hombros. Le dedicó una sonrisa, se inclinó a escuchar sus palabras, se rió y se bajó los protectores de las mejillas. Entre dos hombres lo ayudaron a montar en uno de los caballos de Sagramor, y luego le dieron la lanza y el escudo de plata del cual se había borrado la cruz tiempo atrás. Tomó las riendas con la mano del escudo y se acercó a nosotros.
–Vamos a provocarlos un poco -dijo a Sagramor, el cual se hallaba a mi lado. Arturo tenía intención de acercarse al enemigo con treinta jinetes y fingir que se retiraban por miedo, con la esperanza de que los persiguieran y cayeran en la trampa.
Dejamos a una veintena de hombres al cuidado de las mujeres y a los niños dentro de la fortificación, y los demás seguimos a Sagramor hasta la profunda hondonada de detrás de una duna situada frente a la playa. El arenal del oeste de la fortificación era un mar de dunas y hondonadas que formaban un laberinto de trampas y callejones sin salida, y sólo en los últimos doscientos pasos del final de la lengua de tierra, al este de la fortaleza, el terreno era llano.
Arturo esperó a que nos ocultásemos y luego se llevó a los treinta jinetes hacia el oeste, cabalgando sobre la arena rizada por el mar que se extendía hasta cerca del rompeolas. Nos agazapamos al amparo de la alta duna. Yo había dejado la lanza en la fortificación, pues prefería luchar sólo con Hywelbane. También Sagramor había pensado en utilizar la espada únicamente, y estaba limpiando un poco de óxido de la hoja curva con un puñado de arena.
–Has perdido la barba -me dijo con un gruñido.
–La cambie por la vida de Amhar.
Un brillo de clientes blancos destelló un momento entre las sombras de los protectores de las mejillas.
–Un buen cambio -dijo-. ¿Y la mano?
–Cosas de la magia.
–Menos mal que no es la de la espada. – Levantó la hoja para verla a la luz y le satisfizo comprobar que el óxido había desaparecido; entonces inclinó la cabeza a un lado, escuchando, pero no se oía nada más que el murmullo de las olas que rompían-. No tenía que haber venido -dijo al cabo de un rato.
–¿Por qué? – Jamás había visto a Sagramor rehuir una batalla.
–Seguro que me han seguido -dijo señalando hacia el oeste con la cabeza, donde se hallaba el enemigo.
–Es posible que supieran de antemano que veníamos aquí -dije, tratando de justificarlo, aunque, a menos que Merlín hubiera confesado lo de Camlann a Nimue, parecía más probable que Mordred hubiera dejado un puñado de jinetes ligeramente armados vigilando los movimientos de Sagramor y hubieran sido éstos quienes descubrieran nuestro escondite. Fuera como fuese, ya era tarde. Los hombres de Mordred sabían dónde estábamos y todo se reducía a una carrera entre Caddwg y el enemigo.
–¿Oís eso? – nos dijo Gwydre. Se había puesto la armadura y lucía el oso de su padre en el escudo. Estaba nervioso, y no era de extrañar pues se acercaba el momento de su primer combate verdadero.
Agucé el oído. El relleno de cuero del yelmo amortiguaba los sonidos, pero por fin distinguí el ruido de cascos de caballos en la arena.
–¡Agachaos! – ordenó Sagramor a los que se asomaban a mirar por encima de la duna.
Los caballos galopaban por la playa, desde la cual no se nos veía, escondidos como estábamos detrás de la duna. El sonido se acercaba, iba convirtiéndose en un golpeteo de cascos atronador, y empuñamos las lanzas y las espadas. El penacho del yelmo de Sagramor era una cara de zorro que enseñaba los dientes. Me quedé mirando el zorro sin oír más el galope creciente de los caballos. Hacía calor y se me cubrió el rostro de sudor. Me pesaba la cota de malla, pero siempre me Sucedía igual hasta que empezaba la lucha.
Los primeros cascos pasaron de largo al galope, y entonces oímos gritar a Arturo desde la playa.
–¡Ahora! – gritaba-. ¡Ahora! ¡Ahora! ¡Ahora!
–¡Adelante! – gritó Sagramor, y subimos todos duna arriba por la cara anterior. Las botas resbalaban en la arena y me dio la impresión de que nunca llegaría arriba, pero enseguida alcanzamos la cima y corrimos hacia la playa, donde un remolino de jinetes removía la arena húmeda de la orilla. Arturo se había dado media vuelta y provocado un encontronazo brutal entre sus treinta hombres y los perseguidores, que superaban en número a los de Arturo por dos a uno; sin embargo, los más prudentes de entre los perseguidores, al vernos caer en tromba sobre su flanco, volvieron grupas y se lanzaron al galope hacia el oeste en busca de refugio. Pero la mayoría se quedó en el combate.
Solté un grito de guerra, una punta de lanza me dio de lleno en el centro del escudo, respondí con un pase amplio de Hywelbane que cortó los corvejones de las patas traseras al caballo y luego, mientras el animal caía hacia mí, clavé la espada con fuerza al jinete en la espalda. El hombre aulló de dolor y retrocedí de un salto cuando jinete y montura se desplomaron levantando un torbellino de cascos, arena y sangre. Di una patada en la cara al hombre que se retorcía, volví a clavarle a Hywelbane y, al retirarla, amenacé a otro jinete aterrorizado que me apuntaba débilmente con la lanza. Sagrarnor aullaba terroríficos gritos de guerra y Gwydre asestaba lanzazos a un hombre caído a la orilla del mar. El enemigo abandonaba el combate y espoleaba a los caballos hacia lugar seguro, más allá de los bajíos donde la resaca arrastraba un remolino de sangre y arena a las olas rompientes. Culhwch espoleaba al caballo persiguiendo a un enemigo, al cual levantó en vilo de la silla. El hombre trató de ponerse en pie, pero Culhwch echó atrás la espada, hizo virar al caballo y descargó la hoja como un hacha. Los pocos enemigos supervivientes quedaron atrapados entre el mar y nosotros, y los matamos sin piedad. Los caballos piafaban y agitaban las patas al morir. Las pequeñas olas se tiñeron de rosa y la arena quedó negra de la sangre vertida.
Matamos a veinte y prendimos prisioneros a dieciséis, y una vez nos hubieron contado cuanto sabían, también les dimos muerte. Arturo dictó sentencia con una mueca de estremecimiento, pues no era de su agrado matar a hombres desarmados, mas no podíamos malgastar lanceros para que hicieran de carceleros ni sentíamos misericordia por esos enemigos que portaban escudos sin enseña haciendo alarde de brutalidad. Los matamos rápidamente, obligándolos a arrodillarse en la arena donde Hywelbane o la afilada hoja de Sagramor les separaron la cabeza del tronco. Eran hombres de Mordred que habían irrumpido en la playa conducidos por el propio Mordred; sin embargo, el rey había dado media vuelta a la primera señal de encerrona y ordenó la retirada a sus hombres.
–Estuve muy cerca de él -dijo Arturo compungido-, pero no lo suficiente. – Mordred se había escapado pero la primera victoria era nuestra, aunque habíamos perdido a tres hombres en la lucha y otros siete sangraban profusamente-. ¿Qué tal ha peleado Gwydre? – me pregunto Arturo.
–Como un valiente, señor -dije. Tenía la espada llena de sangre y trataba de limpiarla con un puñado de arena-. ¡Ha matado, señor! – le dije.
–Bien -contestó; se acercó a su hijo y le rodeó los hombros con un brazo. Yo limpié la hoja de Hywelbane con una sola mano y luego me aflojé el cierre del yelmo y me lo quité.
Rematamos a los caballos heridos, soltamos a los indemnes, que regresaron a la fortificación, y recogimos armas y escudos de entre nuestros enemigos.
–No volverán -dije a Ceinwyn- hasta que reciban refuerzos. – Levanté la vista hacia el sol, que ascendía despacio por el cielo sin nubes.
Teníamos muy poca agua, sólo la que los hombres de Sagramor habían traído en su ligero equipaje, de modo que hubimos de racionar los pellejos. Sería una jornada larga y seca, sobre todo para los heridos. Uno tiritaba, estaba pálido, casi amarillo y, cuando Sagramor intentó darle un poco de agua a la boca, el hombre mordió convulsivamente el orificio del pellejo. Empezó a gemir, el sonido de su agonía nos carcomía el ánimo y Sagramor precipitó su muerte con la espada.
–Tenemos que encender una pira -dijo Sagramor- al final del brazo de tierra. – Señaló con la cabeza el terreno llano donde el mar depositaba maderos flotantes descoloridos por el sol. Al parecer, Arturo no lo oyó.
–Si quieres -dijo a Sagramor- puedes irte hacia poniente ahora.
–¿Y abandonaros aquí?
–Si os quedáis -replicó Arturo en voz baja-, no sé si podréis marcharos después. Sólo disponemos de una embarcación, Mordred recibirá refuerzos, pero nosotros no.
–Cuantos más vengan, a más mataremos -respondió Sagramor secamente, aunque creo que sabía que quedándose se aseguraba la muerte. En la nave de Caddwg podrían salvarse no más de veinte personas-. Alcanzaremos la otra orilla a nado, señor -dijo, señalando con la cabeza el lado oriental del canal que corría, raudo y hondo, rodeando la punta de tierra-. Los que sepan nadar, claro está -añadió.
–¿Tú sabes nadar?
–Nunca es tarde para aprender -replicó Sagramor, y escupió-. Además, todavía no estamos muertos.
Tampoco nos habían vencido aún, y cada minuto que pasaba nos acercaba más a la salvación. Vi a los hombre de Caddwg transportando la vela a la Prydwen, escorada a la orilla del agua. Ya reñía el mástil en su lugar, aunque todavía aparejaban la cuerdas del tope y, al cabo de una o dos horas, subiría la marca y la nave quedaría a flote otra vez, lista para la travesía. Sólo teníamos que resistir hasta el final de la tarde. Nos pusimos a levantar una pira enorme de maderos traídos por el mar y, cuando empezó a arder, colocarnos a nuestros muertos en medio del fuego. Los cabellos prendieron con grandes llamas y, poco después, empezó a oler a carne asada. Echamos más leña al fuego hasta que las llamas rugieron, rojas y blancas como el infierno.
–Una barrera de espíritus podría detener al enemigo -dijo Taliesin después de entonar un canto por los cuatro hombres cuyos espíritus salían flotando con el humo en busca de sus cuerpos de sombra.
Hacía años que no veía una barrera de espíritus, pero aquel día levantamos una. Fue una tarea macabra. Contábamos con treinta y seis cadáveres enemigos, los cuales decapitamos para clavar las cabezas en la punta de sus propias lanzas. Después plantamos las lanzas a lo largo de la lengua de tierra y Taliesin, que se destacaba con su túnica blanca y un asta de lanza a modo de vara de druida, fue pasando ante las cabezas ensangrentadas para que el enemigo creyera que estaba haciendo un encantamiento. Pocos hombres se atreverían a cruzar una barrera de espíritus sin la intervención de un druida que contrarrestara el mal y, tan pronto como la valla quedó terminada, descansamos aliviados. Compartimos una comida frugal a mediodía y recuerdo que Arturo miraba atribulado la valla de espíritus mientras comía.
–De Isca a esto -comentó en voz baja.
–De Mynydd Baddon a esto -dije yo.
–Pobre Uther -dijo encogiéndose de hombros; debía de pensar en el juramento que había convertido a Mordred en rey, el juramento que había desembocado en aquella punta de tierra soleada, a la orilla del mar.
Los refuerzos de Mordred llegaron a primera hora de la tarde, a pie principalmente, en una larga columna que se arrastraba por la orilla occidental del lago marino. Contamos más de cien hombres, y sabíamos que llegaban otros detrás.
–Estarán cansados -nos dijo Arturo-, y además tenemos la barrera de espíritus.
Pero el enemigo también contaba con un druida. Fergal llegó con los refuerzos y, unas horas después de que divisáramos la columna de lanceros, el druida se acercó a escondidas a la valla olisqueando el aire salado como un perro. Echó puñados de arena a la cabeza más cercana, saltó a la pata coja un momento, echó a correr hacia la lanza y la derribó. La valla estaba rota, Fergal levantó la cabeza hacia el sol y exhaló un gran grito de triunfo. Nos pusimos los yelmos, recogimos los escudos y nos pasamos las piedras de amolar de unos a otros.
Subió la marea, con la cual regresaron las primeras barcas de pesca. Las llamamos cuando pasaban frente a la punta de tierra, pero apenas nos prestaron atención, pues la gente común suele tener buenas razones para temer a los lanceros; entonces, Galahad mostró una moneda de oro y el cebo atrajo a una barca, que se acercó de mala gana a la playa y se detuvo en la arena junto a la pira. Los dos marineros, con el rostro surcado de tatuajes, se avinieron a llevar a las mujeres y a los niños a la embarcación de Caddwg, que ya casi estaba a flote nuevamente. Dimos oro a los pescadores, ayudamos a las mujeres y a los niños a embarcar y mandamos con ellos a un lancero herido para que los protegiera.
–Decid a los demás pescadores -pidió Arturo a los hombres tatuados- que hay oro para todo aquel que una su barca a la de Caddwg. – Se despidió brevemente de Ginebra, y yo de Ceinwyn. La abracé un momento pero me quedé sin palabras.
–Conserva la vida -me dijo ella.
–Así lo haré -dije-, por ti. – Ayudé a empujar la barca varada hacia el mar y me quedé mirando cómo se alejaba despacio por el canal.
Un momento después, uno de nuestro vigías montados llegó al galope desde la valla de espíritus, ya rota.
–¡Vienen, señor! – gritaba.
Galahad me ajustó la correa del yelmo, luego tendí el brazo y me apretó las correas del escudo. Me dio la lanza.
–Que el Señor sea contigo -me dijo, y recogió su escudo blasonado con la cruz cristiana.
No presentaríamos batalla en la dunas porque no contábamos con hombres suficientes para cubrir todo el frente de la zona rocosa del brazo de tierra con una barrera de escudos, y los hombres de Mordred podrían rodearnos por los lados y sitiarnos condenándonos a morir en un corro de enemigos cada vez más cerrado. Tampoco luchamos en la fortificación, porque allí también podían rodearnos y cerrarnos el acceso al agua cuando Caddwg llegara, de modo que nos replegamos hacia la punta estrecha de la lengua de tierra donde nuestros escudos podían abarcar el terreno de orilla a orilla. La pira todavía ardía, un poco más allá de la línea de algas que marcaba el límite de la pleamar y, mientras esperábamos al enemigo, Arturo ordenó que alimentaran el fuego con maderos del mar. Seguimos echando leña al fuego hasta que vimos acercarse a los hombres de Mordred, y entonces formamos la barrera de escudos a pocos pasos de las llamas. Colocamos la enseña de Sagramor en el centro de la formación, unimos los escudos por los bordes y aguardamos.
Éramos ochenta y cuatro hombres, Mordred llegaba con más de cien, pero tan pronto como avistaron nuestra barrera formada y dispuesta, se detuvieron. Unos cuantos jinetes de Mordred entraron en los bajíos del lago con la esperanza de hostigarnos por los flancos, pero el agua se hacía profunda rápidamente por donde pasaba el canal junto a la orilla sur y no lograron rodearnos a caballo; así pues, desmontaron y se fueron con los escudos y las lanzas a engrosar la larga barrera de Mordred. Miré al cielo, el sol declinaba, finalmente, por los montes occidentales. La Prydwen ya estaba casi a flote, aunque todavía había hombres trajinando con el aparejo. Pensé que no faltaba mucho para que llegara Caddwg, pero por el camino del oeste seguían apareciendo enemigos sin tregua. Las fuerzas de Mordred no dejaban de fortalecerse y nosotros sólo nos debilitaríamos.
Fergal, la barba intercalada de pelo de zorro y cuajada de huesecillos, se plantó delante de nuestra barrera de escudos y empezó a saltar a la pata coja con una mano levantada al aire y un ojo cerrado. Maldijo nuestros espíritus, nos encomendó al gusano de fuego de Crom Dubh y a la manada de lobos que merodea por el paso de la flechas de Eryri. Nuestras mujeres serían entregadas como juguetes a los demonios de Annwn y nuestros hijos serían clavados en los robles de Arddu. Maldijo nuestras lanzas y nuestras espadas y pronunció un hechizo para que se nos rompieran los escudos y las tripas se nos hicieran agua. Lanzaba las maldiciones a gritos y nos prometió que en el otro mundo tendríamos que buscarnos el alimento carroñeando entre los detritus de los perros de Arawn, y que nuestra agua sería la bilis de las serpientes de Cefydd.
–¡Se os nublarán los ojos de sangre -canturreaba-, se os infestarán las tripas de lombrices y la lengua se os volverá negra! ¡Presenciaréis la violación de vuestras mujeres y la muerte de vuestros hijos! – A algunos nos llamó por el nombre y nos amenazó con tormentos inimaginables, y para contrarrestar sus maldiciones cantamos la canción de guerra de Beli Mawr.
Desde aquel día hasta hoy no he vuelto a oír la canción nunca más en boca de guerreros, y jamás fue mejor cantada que en aquel estrecho de arena templado por el sol y rodeado por el mar. Éramos pocos, pero éramos los mejores guerreros que Arturo hubiera tenido nunca bajo su mando. Sólo había un par de lanceros jóvenes en aquella barrera de escudos, los demás éramos hombres curtidos, veteranos conocedores de la batalla que olíamos la carnicería y sabíamos matar. Éramos los señores de la guerra. Allí no había ni un solo hombre débil, ni uno solo en quien su compañero no pudiera confiar, ni uno solo al que pudiera flaquearle el valor, ¡y como cantamos aquel día! Ahogamos con nuestras voces las maldiciones de Fergal y seguro que la canción llegó por sobre el agua hasta donde aguardaban las mujeres, a bordo de la Prydwen. Cantamos a Beli Mawr, que unció el viento a su carro y cuya lanza era un tronco de árbol y cuya espacia segaba vidas enemigas como la hoz cardos. La canción hablaba de sus víctimas, esparcidas por los campos de trigo, y celebraba el numero incontable de viudas que su ira sembraba a su paso; describía sus botas cual ruedas de molino, su escudo cual montaña de hierro, y el penacho de su casco, tan alto que rascaba las estrellas. Cantamos con lágrimas en los ojos, inundando de terror el corazón de nuestros enemigos.
La canción terminaba con un aullido feroz, pero antes de que se extinguiera el grito, Culhwch salió cojeando de la barrera de escudos y amenazó al enemigo con la lanza. Se burló de ellos y los llamó cobardes, escupió en su linaje y los invitó a probar su lanza. Todos lo miraban pero nadie se prestó a aceptar el reto. Eran una banda andrajosa y temible, tan hecha a matar como la nuestra, aunque no al enfrentamiento en barrera de escudos, quizás. Eran la escoria de Britania y Armórica, los malhechores, los proscritos, los hombres sin ley que se habían hacinado en torno a Mordred por la perspectiva del botín y la violación. Sus filas se engrosaban con cada minuto que pasaba, no dejaban de llegar hombres a la lengua de tierra, pero llegaban fatigados, con los pies llagados, y el estrechamiento de la punta limitaba el número de hombres que podía avanzar a la vez contra nuestras lanzas. Nos harían retroceder pero no lograrían rodearnos por los flancos.
Al parecer, ninguno osaba enfrentaba a Culhwch, el cual se plantó delante de Mordred, situado en el centro de la línea enemiga.
–A ti te parió una ramera de sapo -le dijo al rey-, y tu padre era un cobarde. ¡Lucha conmigo! ¡Soy cojo, viejo y calvo! ¡Pero no te atreves contra mí! – Escupió a Mordred, mas ni aun así salió nadie a defenderlo-. ¡Niños! – se burló Culhwch, y dio la espalda al enemigo para mayor escarnecimiento.
En ese momento, un joven se destacó de entre las filas enemigas, el casco harto holgado para su cabeza de cara imberbe, la coraza un simple trozo de cuero y el escudo rajado entre dos tablones. Necesitaba matar a un campeón para ganar riqueza y embistió contra Culhwch gritando de odio; los hombres de Mordred lo animaban a voces.
Culhwch dio media vuelta medio agachado, con el escudo bajo, y apuntando la lanza a la entrepierna del contrincante. El joven levantó su lanza con la intención de clavarla por encima del escudo de Culhwch y lanzó un aullido de triunfo al asestar el golpe, pero el triunfal aullido se transformó en un grito ahogado, pues la lanza de Culhwch le arrebató el espíritu ensartándolo por la boca abierta. Culhwch, ducho en la guerra, retrocedió. El joven no llegó ni a rozarle el escudo, se tambaleó con la lanza clavada en la garganta, quiso girarse hacia Culhwch y se desplomó. Culhwch despojó al enemigo de su lanza de una patada, desclavó la propia y volvió a clavársela al moribundo con fuerza en el cuello. Entonces sonrió a los hombres de Mordred-. ¿Alguno más? – dijo. Nadie se movió. Culhwch escupió a Mordred y se reincorporó a nuestras filas entre vítores. Me guiñó un ojo al pasar cerca de mí-. ¿Has visto cómo se hace, Derfel? – me dijo-. Observa y aprende -y los hombres que me rodeaban se rieron.
La Prydwen ya estaba a flote, el casco claro se reflejaba en el agua, que rizaba un viento suave del oeste. Ese viento nos trajo el tufo de los hombres de Mordred, el olor mezclado del cuero, el sudor y el hidromiel. La mayoría de los enemigos estarían borrachos y muchos no osarían jamás enfrentarse a nuestros aceros sin haber bebido. Me pregunté si el joven que yacía con la boca y el gaznate negros de moscas habría necesitado el valor del hidromiel para enfrentarse a Culhwch.
Mordred arengaba a sus hombres para que avanzaran ya y los más valientes animaban a sus compañeros. Habríase dicho que el sol hubiera descendido mucho de pronto, pues empezó a deslumbrarnos; no me había dado cuenta de que había transcurrido mucho tiempo desde que Fergal nos maldijera y Culhwch retara al enemigo y, sin embargo, el ejército contrario aún no había reunido el valor necesario para atacar. Unos cuantos avanzaban pero ¡os demás quedaban atrás, y Mordred los maldecía mientras cerraba la barrera de escudos y conminaba a los hombres a avanzar de nuevo. Siempre ha sido así. Se necesita mucho valor para acercarse a una barrera de escudos, y la nuestra, aunque reducida, estaba muy bien trabada y repleta de guerreros famosos. Miré a la Prydwen y vi caer la vela de la verga; la vela nueva era de color escarlata, como la sangre, y lucía el oso negro de Arturo. Caddwg había gastado mucho oro en esa vela, pero ya no pude observar más la embarcación en la distancia porque los hombres de Mordred se acercaban por fin y los más valientes conminaban a los demás a correr.
–¡Apuntalaos! – gritó Arturo, y doblamos las rodillas para recibir el impacto de los escudos. El enemigo se encontraba a doce pasos, a diez, y a punto de cargar cuando Arturo gritó de nuevo-. ¡Ahora! – y su voz detuvo el avance del enemigo pues no sabían lo que podía significar; entonces, Mordred les ordenó que mataran y, por fin, avanzaron sobre nosotros.
Perdí la lanza al chocar contra un escudo. Entonces blandí a Hywelbane, que había dejado clavada en la arena delante de mí. Un instante después, los escudos de Mordred chocaron contra los nuestros y una espada corta se agitó por encima de mi cabeza. Se me llenaron los oídos de ruido al recibir un golpe en el yelmo en el momento en que clavaba a Hywelbane por debajo del escudo en la pierna de mi enemigo. Noté que la hoja hacía presa, la retorcí con fuerza y el hombre al que acababa de dejar tullido se tambaleó. Retrocedió encogido, pero aún de pie. Bajo el abollado casco de hierro asomaban sus rizos morenos, y el hombre me escupía mientras yo levantaba a Hywelbane por debajo del escudo. Detuve una estocada salvaje de su espada corta y luego le descargué la mía en la cabeza. Se desplomó en la arena.
–¡Delante de mí! – grité al que tenía detrás, y con su lanza remató al contrincante que, de haber tenido ocasión, me habría hundido el acero en las entrañas; entonces oí gritos de dolor o de alarma y miré hacia la izquierda, aunque las espadas y las hachas me dificultaban la visión, y vi unos grandes montones de maderos ardientes que avanzaban por encima de nuestras cabezas hacia las líneas enemigas. Arturo había recurrido a la pira como arma, y su última orden antes de que las barreras entrechocaran había sido para que los hombres que estaban cerca de la pira agarraran los troncos por el extremo que aún no ardía y los arrojaran sobre las filas de Mordred. Los lanceros enemigos retrocedieron instintivamente ante las llamas y Arturo dirigió a los nuestros por la brecha que abrieron.
–¡Abrid paso! – gritó una voz a mi espalda, y miré a un lado al tiempo que un lancero corría entre nuestras filas portando un haz enorme de madera ardiendo. Lo arrojó a la cara del enemigo, el cual abrió filas para evitar las llamas y nosotros saltamos al hueco que quedó. El fuego nos chamuscaba las barbas mientras golpeábamos y cortábamos. Por encima de nuestras cabezas volaban las ramas incendiarias. El enemigo que tenía más cerca se había hecho a un lado para alejarse del fuego y dejó abierto el flanco a mi compañero; oí el crujir de sus costillas al impacto de la lanza y vi la sangre que se le acumulaba en los labios mientras caía al suelo. Había llegado a la segunda fila enemiga; el madero caído me quemaba la pierna pero convertí el dolor en rabia y clavé a Hywelbane a un contrario en el rostro. Los que venían detrás de mí echaron arena al fuego con el pie al tiempo que avanzaban empujándome hasta la tercera fila. No tenía sitio para blandir la espada, pues me quedé pegado, escudo contra escudo, a un hombre que maldecía y me escupía mientras se esforzaba en pasar la espada por encima de mi escudo. Una lanza apareció por encima de mi hombro, golpeó en la mejilla al que maldecía y la presión de su escudo cedió entonces lo justo para que yo pudiera levantar a Hywelbane. Después, mucho después, recordé que gritaba incoherencias lleno rabia mientras hundía a aquel hombre en el suelo a golpes. Se había apoderado de nosotros la locura de la batalla, el desatino desesperado de hombres en lucha atrapados en un espacio reducido, pero fue el enemigo el que inició la retirada. La rabia se tornó horror y luchamos como dioses. El sol brillaba sobre el monte del oeste.
–¡Escudos! ¡Escudos! ¡Escudos! – aullaba Sagramor, recordándonos que mantuviéramos la formación, y mi compañero de la diestra trabó su escudo con el mío, sonrió y atacó con la lanza. Una espada enemiga tomó impulso para descargarme un golpe mortal, salí con Hywelbane al encuentro de la muñeca de mi rival y se la rebané como si sus huesos fueran juncos. La espada voló hasta nuestras filas de retaguardia con una mano ensangrentada aferrada al pomo todavía. El hombre que tenía a la izquierda cayó con una lanza enemiga clavada en el vientre, pero enseguida el de la segunda fila ocupó su puesto y, con un potente juramento, embistió contra el escudo del contrario y asestó un golpe con la espada.
Otro tronco ardiente voló bajo por encima de nosotros y cayó sobre dos enemigos, que se separaron al punto. Asaltamos la nueva brecha y entonces sólo vimos arena ante nosotros.
–¡Cerrad filas! ¡Cerrad filas! – grité. El enemigo se rendía. Todos los de su primera fila habían perecido o estaban heridos, los de la segunda agonizaban y los de retaguardia eran los menos dispuestos a luchar y, por tanto, los más fáciles de matar. En las filas de retaguardia se agazapan los duchos en violaciones y los despiertos para el saqueo, pero jamás se habían enfrentado a una barrera de escudos de soldados aguerridos. ¡Y qué masacre llevamos a cabo entonces! La barrera enemiga se deshacía, corroída por el fuego y el miedo, y nosotros cantábamos a voces un canto de victoria. Tropecé con un cuerpo, caí hacia adelante y rodé con el escudo en la cara. Una espada me golpeó el escudo con un estruendo ensordecedor y, de pronto, Sagramor se plantó delante de mí y un lancero me levantó.
–¿Herido? – me preguntó.
–No.
El lancero siguió adelante. Me detuve a mirar dónde hacían falta refuerzos en nuestras líneas, pero en todas partes había al menos tres hombres y las tres filas avanzaban demoledoramente sobre los despojos de un enemigo acabado. Los hombres gruñían sin dejar de esgrimir las armas, cortando y hundiendo las hojas en el cuerpo del enemigo. Tal es la seductora gloria de la batalla, la pura euforia de destrozar una barrera de escudos y saciar la espada en el odiado enemigo. Miré a Arturo, un hombre amable como ninguno, y no percibí sino júbilo en su mirada. Galahad, que afirmaba diariamente que podía obedecer el mandamiento de Cristo de amar a todos los hombres, mataba en esos momentos con una eficacia terrible. Culhwch aullaba insultos. Había soltado el escudo para manejar su pesada lanza con ambas manos. Gwydre enseñaba los dientes, detrás de los protectores de las mejillas, y Taliesin cantaba y remataba a los enemigos heridos que íbamos dejando a nuestro paso. No se obtiene la victoria en la barrera de escudos mostrando sensibilidad o moderación sino dejándose llevar por el torrente divino de una locura clamorosa.
Y el enemigo no pudo contener nuestra locura, de modo que huyó a la desbandada. Mordred trató de detener a sus hombres, pero no estaban dispuestos a quedarse allí por él y hubo de huir tras ellos hacia la fortificación. Algunos de los nuestros, dominados todavía por la furia de la batalla, iniciaron la persecución pero Sagramor los hizo volver. Había recibido una herida en el hombro del escudo y, tras rechazar todas nuestras tentativas de ayudarlo, gritó a sus hombres que abandonaran la persecución. No nos atrevimos a seguirlos aunque estaban vencidos, pues habríamos llegado a la parte más ancha de la lengua de tierra, donde podían rodearnos con facilidad. Nos quedamos, pues, en el campo de batalla escarneciendo al enemigo y llamándolo cobarde.
Una gaviota picoteaba los ojos de un muerto. Busqué la Prydwen con la mirada y la hallé con la proa hacia nosotros, flotando libremente lejos del amarradero, aunque el viento suave apenas hinchaba su refulgente vela; pero la nave se movía y el color de la vela se reflejaba temblorosamente en el agua cristalina.
Mordred vio la embarcación y el gran oso de la vela y comprendió que su enemigo podría escapar por mar, de modo que ordenó a sus hombres a voces que formaran de nuevo la barrera de escudos. No dejaban de llegar refuerzos, y entre los últimos en llegar había hombres de Nimue, pues vi tomar posiciones a dos Escudos Sangrientos en la nueva barrera de escudos que se preparaba para el asalto siguiente.
Volvimos al punto en el que habíamos empezado y formamos sobre la arena empapada de sangre, delante de la pira que nos había ayudado a ganar el primer combate. Los cuerpos de nuestras cuatro primeras bajas habían ardido sólo a medias y sus rostros ahumados nos sonreían macabramente enseñando dientes descoloridos entre consumidos labios. Dejamos a los enemigos muertos donde estaban para que obstaculizaran el camino a los vivos, pero retiramos a los nuestros y los amontonamos al lado de la pira. Teníamos dieciséis bajas y una veintena de heridos de gravedad, pero aún éramos suficientes para formar una barrera de escudos, aún podíamos luchar.
Taliesin cantaba. Nos ofreció su propia versión de Mynydd Baddon y, al ritmo severo de la canción, trabamos los escudos una vez más. Las hojas de nuestras espadas y lanzas estaban desafiladas y cubiertas de sangre, mientras que el enemigo contaba con hombres de refresco, pero nos acercamos a ellos con animosa algarabía. La Prydwen apenas se movía. Semejaba un barco posado sobre un espejo, pero entonces vi que del casco se desplegaban unos largos remos como alas.
–¡A matar! – gritó Mordred, poseído finalmente por la furia de la batalla, una furia que lo impulsó hasta nuestra línea. Un puñado de valientes lo apoyaba y, tras ellos, algunos de los atormentados seguidores de Nimue, de modo que la primera carga que cayó sobre nosotros era una formación irregular; sin embargo, entre los recién llegados había hombres que deseaban ponerse a prueba, por eso doblamos otra vez las rodillas y nos parapetamos tras los escudos. El sol nos cegaba en ese momento, pero un instante antes de que la demencia! embestida se produjera, percibí unos destellos luminosos en el monte de occidente y supe que por allí llegaban más lanceros. Tuve la impresión de que otro ejército completo se había reunido en la cima, aunque no sabía de dónde habría salido ni quién lo dirigiría; y después ya no tuve de tiempo de pensar en los recién llegados porque arremetí con el escudo; la colisión me despertó un dolor punzante en el muñón y exhalé un grito de agonía al tiempo que descargaba la hoja de Hywelbane con todas mis fuerzas. Mi oponente era un Escudo Sangriento y hundí el filo de la espada despiadadamente en el hueco que encontré entre su coraza y su casco; una vez librada la espada de su presa, ataqué salvajemente al siguiente enemigo, un demente, y lo hice girar sobre sí mismo sangrando por la mejilla, por la nariz y por un ojo.
Tal fue el asalto de los primeros atacantes, destacados de la barrera de escudos de Mordred, pero enseguida se nos echó encima el grueso del ejército y empujamos contra ellos gritando valientemente al tiempo que descargábamos las hojas al otro lado de nuestros escudos. Recuerdo confusión, el entrechocar de las espadas, la colisión de los escudos. La batalla es una cuestión de centímetros, no de kilómetros. Los centímetros que separan a un hombre de su rival. Se huele el hidromiel en su aliento, se oye el aire en su garganta, los gruñidos, se notan los cambios de peso y su saliva en tus ojos, y se buscan señales de peligro, se mira a los ojos del siguiente rival buscando un hueco, se toma el hueco, se cierra otra vez la barrera de escudos, se avanza un paso, se nota el empuje de los de atrás, se tropieza en los cuerpos de los que se acaba de matar, se recobra el equilibrio, se empuja hacia adelante y, después, apenas se recuerda otra cosa que los golpes que estuvieron a punto de matarnos. Uno se abre camino, empuja y hiende para hacerse un hueco en la barrera de escudos del enemigo, y luego uno gruñe, se abalanza y reparte estocadas para ampliar el hueco, y sólo entonces sobreviene la locura, cuando el enemigo rompe filas y se comienza a matar sin tino como un dios porque el enemigo tiene miedo y huye, o tiene miedo y se queda helado, y lo único que sabe hacer es morir mientras uno siega vidas.
Y los rechazarnos una vez más. Y de nuevo utilizamos las llamas de la pira y volvimos a romper su formación, aunque también rompimos la nuestra en el intento. Recuerdo el sol deslumbrante tras el alto monte del oeste, y recuerdo que llegué tambaleándome a un espacio arenoso y abierto pidiendo ayuda a gritos, y recuerdo que descargué a Hywelbane sobre el cogote desnudo de un enemigo y me quedé mirando cómo se le acumulaba la sangre en el pelo y cómo se le caía la cabeza hacia atrás bruscamente; luego vi dos frentes de batalla mutuamente destrozados, sólo pequeños grupos de hombres cubiertos de sangre enzarzados en encarnizada lucha sobre un ensangrentado terreno de arena cubierta de cenizas.
Pero vencimos. La retaguardia enemiga corría en vez de despojarnos de las espadas, pero en el centro, donde luchaba Mordred y donde luchaba Arturo, los hombres no huían y el combate se recrudeció en torno a los dos cabecillas. Intentamos rodear a los hombres de Mordred, pero presentaron batalla y comprendí que éramos muy pocos, y que muchos no volverían a luchar jamás porque su sangre se derramaba en la arenas de Camlann. Una multitud de enemigos nos miraba desde las dunas, cobardes que no acudían en socorro de sus compañeros, de modo que los últimos de los nuestros lucharon contra los últimos de Mordred. Arturo asestaba golpes con Excalibur tratando de acercarse al rey, y también estaban Sagramor y Galahad, y me uní a la lucha sin lanza ni escudo, acuchillando con Hywelbane, abriéndome camino; tenía la garganta seca como el humo y una voz como graznido de cuervo. Golpeé a otro hombre, Hywelbane dejó una cicatriz en su escudo, el hombre se tambaleó hacia atrás y no halló fuerzas para avanzar de nuevo; yo también me debilitaba por momentos, así que me quedé mirándolo con los ojos escocidos por el sudor. Avanzó despacio, lo ataqué, retrocedió con paso inseguro al interceptar el envite con el escudo y contraatacó con un lanzazo que me hizo retroceder. Yo jadeaba y, en toda la extensión de la lengua de tierra, hombres exhaustos luchaban entre sí.
Hirieron a Galahad, le partieron el brazo de la espada y la cara se le cubrió de sangre. Culhwch murió. No lo vi pero más tarde encontré su cuerpo con dos lanzas clavadas en la desprotegida ingle. Sagramor cojeaba, aunque su veloz espada era mortífera todavía. Trataba de proteger a Gwydre, que sangraba por un corte en la mejilla y se esforzaba por llegar junto a su padre. Las plumas de ganso de Arturo estaban rojas de sangre, como su manto blanco. Le vi reducir a un hombre alto, esquivar el ataque desesperado de su víctima de una patada y rematarlo brutalmente con Excalibur.
En ese momento atacó Loholt. No lo había visto hasta entonces, pero él, al ver a su padre, espoleó al caballo y echó la pica atrás con su única mano. Cargó contra la maraña de hombres agotados con un canto de odio en la boca. El caballo tenía los ojos en blanco de terror, pero las espuelas lo obligaron a avanzar y Loholt se acercó a Arturo apuntándolo con la pica; entonces, Sagramor cogió una lanza y la arrojó a las patas de la bestia, la cual tropezó con la dura asta y cayó levantando una lluvia de arena. Sagramor pisó entre los cascos que pateaban el aire y marcó una estocada de lado con su negra hoja curva; brotó sangre del cuello de Loholt y, en el momento en que Sagramor acababa con él, un Escudo Sangriento se le echó encima lanza en ristre. Sagramor retiró bruscamente su arma haciendo correr la sangre de Loholt por la punta y el Escudo Sangriento embistió aullando; en ese instante, un grito anunció que Arturo había alcanzado a Mordred y los demás nos volvimos instintivamente a mirar la confrontación de los dos hombres. Una vida entera de odio mutuo palpitaba entre ellos.
Mordred, con la espada baja la movió de delante atrás con un ademán amplio para indicar a sus hombres que lo dejaran solo frente a Arturo. El enemigo se retiró obedientemente. El rey iba íntegramente vestido de negro, igual que el día de su aclamación en Caer Cadarn. Manto negro, coraza negra, calzones negros, botas negras y yelmo negro. La negra armadura estaba rascada en algunos puntos, donde las espadas habían atravesado la pez seca dejando el metal al descubierto. Su escudo tenía una capa de pez y las únicas pinceladas de color de su atuendo eran una marchita rama verde de verbena que le asomaba por el cuello y las cuencas de los ojos de la calavera que coronaba su yelmo. Pensé que sería el cráneo de un niño pues era pequeño, y tenía las cuencas de los ojos rellenas con un paño rojo. Mordred avanzó cojeando y blandiendo la espada y Arturo nos hizo seña de que nos retirásemos para dejarle espacio libre. Sopesó a Excalibur y levantó el escudo de plata, hendido y manchado de sangre. ¿Cuántos quedábamos en ese momento? No lo sé. ¿Cuarenta? Menos, quizá, y la Prydwen había llegado a la curva del canal del río y se deslizaba en nuestra dirección con la piedra espectral en la proa y la vela moviéndose apenas al suave viento. Los remos se hundían y se levantaban. La marea casi había terminado de subir.
Mordred atacó. Arturo esquivó el golpe, contraatacó y Mordred retrocedió. El rey era veloz y joven, pero el defecto del pie y el profundo corte en el muslo que había recibido en Armórica le restaban agilidad, en lo cual Arturo le aventajaba. Se humedeció los resecos labios, avanzó de nuevo y las espadas entrechocaron fragorosamente en el aire del atardecer. Uno de los enemigos que miraban se tambaleó de pronto y cayó al suelo sin motivo aparente, y no se movió más cuando Mordred dio otro paso adelante y describió con la espada un arco enceguecedor. Arturo salió al encuentro de la hoja con Excalibur, golpeó hacia adelante con el escudo para alcanzar al rey y Mordred retrocedió trastabillando. Arturo retiro la hoja disponiéndose a lanzar otra estocada desde atrás, pero Mordred logró mantener el equilibrio y se replegó como pudo parando el golpe con la espada y respondiendo rápidamente con otra ofensiva.
Vi a Ginebra de pie en la proa de la Prydwen y a Ceinwyn justo detrás de ella. A la deliciosa luz del atardecer habríase dicho que el casco era de plata y la vela del más fino lino escarlata. Los largos remos subían y bajaban y, lentamente, la nave se acercaba, hasta que por fin, un soplo de aire cálido hinchó el oso de la vela y el agua se rizó a mayor velocidad en los costados plateados; en ese instante, Mordred cargó gritando, las espadas entrechocaron, los escudos retumbaron y Excalibur seccionó la espeluznante calavera del penacho del casco de Mordred. El rey contraatacó duramente, Arturo se sobresaltó al recibir el impacto pero alejó al rival empujándolo con el escudo, y los contrincantes se separaron.
Arturo se tocó el costado con la mano de la espada y apretó el punto donde había recibido la estocada, pero sacudió la cabeza como negando la herida. Sagramor estaba herido de muerte. Había seguido el combate pero de pronto se dobló hacia adelante y cayó en la arena. Me acerqué a él.
–Una lanza en el vientre -me dijo, y vi que se sujetaba las tripas con ambas manos para que no se le desparramasen por el suelo. En el momento en que mataba a Loholt, el Escudo Sangriento había saltado sobre Sagramor lanza en ristre y había perecido en la proeza, pero Sagramor agonizaba. Le rodeé los hombros con mi único brazo entero y lo puse boca arriba. Me tomó la mano. Los dientes le castañeteaban y se le escapó un quejido, pero levantó la cabeza con casco y todo para seguir mirando el cauteloso avance de Arturo.
Arturo sangraba por la cintura. El último ataque de Mordred le había atravesado la cota de mallas, entre las placas metálicas que parecían escamas, y le había abierto una herida profunda en el costado. Mientras avanzaba, la sangre seguía manando y acumulándose en el corte que la espada había hecho en la cota, pero saltó hacia adelante súbitamente y transformó lo que parecía un asalto en un hachazo de arriba abajo que Mordred detuvo con el escudo. Mordred estiró el brazo del escudo para zafarse de Excalibur al tiempo que clavaba una estocada frontal, pero Arturo interpuso el escudo a tiempo, echó a Excalibur hacia atrás y entonces vi que su escudo se vencía y que la espada de Mordred ascendía rascando la abollada superficie de plata. Mordred gritó y empujó la espada con más fuerza, y Arturo no advirtió la punta asesina que se acercaba hasta que atravesó el borde del escudo y se le clavó en el orificio del ojo del yelmo.
Nuevamente manó la sangre, pero entonces vi que Excalibur caía desde el cielo para asestar el mayor golpe que Arturo hubiera asestado en su vida.
Excalibur atravesó el yelmo de Mordred. Cortó el hierro negro como si fuera pergamino, hendió el cráneo del rey y le partió la cabeza por la mitad. Y Arturo, con sangre brillando en el orificio del ojo del yelmo, se tambaleó, se recobró y tiró de Excalibur hacia arriba levantando una lluvia de gotas de sangre. Mordred, muerto desde el instante en que Excalibur le partiera el yelmo, cayó de bruces a los pies de Arturo. La arena de empapó de sangre, y también las botas de Arturo; los hombres del rey, al verlo muerto y a Arturo todavía sobre los dos pies, soltaron un gemido grave y se retiraron.
Me solté de la moribunda mano de Sagramor.
–¡Barrera de escudos! – grité-. ¡Barrera de escudos! – Los perplejos supervivientes de nuestra mermadísima banda de guerra cerraron filas delante de Arturo, trabamos los abollados escudos y avanzamos enseñando los dientes y pasando por encima del cuerpo sin vida de Mordred. Pensaba que el enemigo podía volver a la carga para vengarse, pero retrocedió. Sus caudillos habían muerto, a nosotros todavía nos quedaban agallas y a ellos les faltaron entrañas para seguir matando aquella tarde.
–¡Alto! – ordené a la barrera de escudos, y volví junto a Arturo.
Galahad le retiró el yelmo y la sangre salió a chorro. La espada no le había alcanzado el ojo derecho por un dedo, pero había roto el hueso de la órbita y la herida sangraba abundantemente.
–¡Un paño! – pedí a gritos, y un herido rasgó un trozo de tela del jubón de un muerto y con ello tapamos la herida. Taliesin se lo ató con una tira del faldón de su propia túnica. Arturo me miró y cuando Taliesin hubo concluido la cura, quiso hablar.
–No habléis, señor -le dije.
–Mordred -dijo.
–Ha muerto, señor -dije-, ha muerto.
Creo que sonrió, y en ese instante la proa de la Prydwen arañó la arena. Arturo estaba pálido, con la mejilla regada de hilos de sangre.
–Ahora ya puedes dejarte crecer la barba, Derfel -me dijo.
–Sí, señor -dije-. Así lo haré. No habléis. – Tenía la cintura ensangrentada y había perdido mucha sangre, mas fue imposible comprobar la envergadura de la herida porque no pude quitarle la armadura, aunque temía que la del costado fuera la más grave de las dos.
–Excalibur -me dijo.
–Serenaos, señor -le dije.
–Coge a Excalibur -dijo-. Llévatela y arrójala al mar. ¿Me lo prometes?
–Sí, señor, os lo prometo. – Tomé la ensangrentada espada de su mano y me retiré mientras cuatro heridos lo levantaban y lo acercaban a la nave. Lo izaron por sobre la borda y Ginebra los ayudó a acostarlo en la cubierta; ella le preparó una almohada con el manto empapado de sangre, se acuclilló a su lado y le acarició el rostro.
–¿Vienes, Derfel? – me preguntó.
Señalé a los hombres que todavía formaban la barrera de escudos en la arena.
–¿Podemos llevarlos? – pregunté-. ¿Podemos llevarnos también a los heridos?
–Sólo otros doce hombres -dijo Caddwg desde la popa-. Ni uno más de doce. No queda sitio.
No habían acudido pescadores con sus barcas. Pero ¿por qué habían de hacerlo? ¿Por qué habían de preocuparse de matar y derramar sangre cuando su tarea consistía en extraer alimentos del mar? Sólo teníamos la Prydwen, y haría su travesía sin mí. Sonreí a Ginebra.
–No puedo, señora -dije y, girándome de nuevo, señalé hacia la barrera de escudos-. Alguien tiene que quedarse y acompañarlos hasta el otro lado del puente de espadas. – El muñón de la izquierda me sangraba nuevamente y tenía una contusión en las costillas, pero estaba vivo. Sagramor agonizaba. Culhwch había muerto, Galahad y Arturo estaban heridos. Sólo quedaba yo. Era yo el último señor de la guerra de Arturo.
–¡Me quedo yo! – terció Galahad, que había oído nuestra conversación.
–No puedes luchar con el brazo roto -dije-. Sube a la nave y llévate a Gwydre. ¡Rápido! La marea empieza a bajar.
–Yo tendría que quedarme -dijo Gwydre con inquietud.
Lo tomé por los hombros y lo empujé hacia los bajíos.
–Ve con tu padre -dije-, hazlo por mi bien. Y dile que le he sido fiel hasta el fin. – Lo retuve bruscamente y le obligué a mirarme; había lágrimas en su rostro joven-. Di a tu padre que lo he amado hasta el fin.
Asintió con un gesto y subió a la embarcación con Galahad. Arturo estaba por fin con su familia; retrocedí cuando Caddwg empujó la nave con un remo impulsándola hacia el canal. Miré a Ceinwyn, sonreí con lágrimas en los ojos mas no supe qué decir, excepto que la esperaría bajo los manzanos del otro mundo; pero, cuando empezaba a ordenar mis torpes palabras y la nave abandonaba la arena, Ceinwyn pisó levemente la proa y saltó a los bajíos.
–¡No! – grité.
–Sí -dijo ella, y me tendió la mano para que la ayudara a salir a la orilla.
–¿Sabes lo que harán contigo? – le pregunté.
Me enseñó el puñal que llevaba en la mano izquierda para recordarme que se mataría antes que dejarse tomar por los hombres de Mordred.
–Amor mío, hemos estado tanto tiempo juntos que no podemos separarnos ahora -dijo, y se quedó a mi lado mirando la nave que entraba en aguas profundas. Nuestra última hija se alejaba con sus hijos. La marea se retiraba y el reflujo empujaba la plateada nave hacia el mar.
Estuve al lado de Sagramor hasta que expiró. Le tomé la cabeza entre los brazos, le sujeté la mano y lo acompañé hasta el puente de espadas sin dejar de hablarle. Después, con los ojos enrojecidos por el llanto, volví a la reducida barrera de escudos. Camlann estaba erizada de lanzas. Había llegado un ejército completo, tarde para salvar a su rey y con tiempo de sobra para aniquilarnos a nosotros. Por fin distinguí a Nimue, destacándose en las dunas ensombrecidas con su túnica blanca y su blanco caballo. La que fuera amiga e incluso amante en una ocasión era mi última enemiga.
–Tráeme un caballo -dije a un lancero. Había caballos sueltos por todas partes y el lancero echó a correr, agarró una yegua negra por la brida y me la llevó. Pedí a Ceinwyn que me desabrochara el escudo y el lancero me ayudó a montar en la yegua; una vez hube montado, me puse a Excalibur bajo el brazo izquierdo y tomé las riendas con la derecha. Hinqué espuelas, la yegua saltó hacia adelante, volví a hincárselas y partimos levantando arena con los cascos y apartando hombres del camino. Cabalgué entre las huestes de Mordred, pero no les quedaban arrestos para la lucha pues habían perdido a su señor. No tenían amo y el ejército de locos de Nimue estaba detrás de ellos, y tras las harapientas fuerzas de Nimue se congregaba un tercer ejército. Un nuevo ejército había llegado a las arenas de Camlann.
Era el ejército que había divisado en el alto monte del oeste y que habría llegado al sur pisando los talones a Mordred dispuesto a tomar Dumnonia. Era un ejército que había acudido a presenciar la mutua destrucción de Mordred y Arturo; una vez concluido el combate, los lanceros de Gwent avanzaron despacio con sus pendones de la cruz desplegados. Llegaban para gobernar Dumnonia y para proclamar rey a Meurig. Sus capas rojas y penachos escarlatas parecían negros a la luz de! crepúsculo, miré hacia arriba y vi las primeras estrellas brillando en el cielo.
Cabalgué hacia Nimue pero me detuve a cien pasos de mi antigua amiga. Olwen me observaba y Nimue me miraba torvamente; entonces, sonreía Nimue, saqué a Excalibur con la mano derecha y levanté el muñón de la izquierda para que viera lo que había hecho. Luego le mostré la espada.
En ese momento se dio cuenta de lo que planeaba.
–¡No! – gritó; todo su ejército de locos aulló con ella y el tumulto conmovió el cielo crepuscular.
Volví a ponerme a Excalibur bajo el brazo izquierdo, recogí las riendas y espoleé a la yegua al tiempo que le hacía dar media vuelta. La espoleé más, galopamos sobre la arena de la playa y oí que el caballo de Nimue galopaba detrás de nosotros, pero Nimue llegaba tarde, muy tarde.
Seguí cabalgando hacia la Prydwen. El suave viento hinchaba la vela y ya había rebasado la altura de la lengua de tierra; la piedra espectral de la proa subía y bajaba meciéndose en las interminables olas del mar. Volví a hincar espuelas, la yegua sacudió la cabeza y yo grité para que avanzara hacia el mar oscuro; seguí espoleándola hasta que las frías olas rompieron contra su pecho, y sólo entonces solté las riendas. Noté en las piernas el temblor de la yegua cuando tomé a Excalibur con la mano derecha.
Eché el brazo atrás. Todavía había sangre en la espada, sin embargo la hoja parecía brillar con luz propia. Merlín había dicho en una ocasión que la espada de Rhydderch se convertiría en fuego al final, y tal vez fuera así, o tal vez me engañaran las lágrimas.
–¡No! – imploró Nimue con un grito.
Arrojé a Excalibur, la arrojé con todas mis fuerzas y subió muy arriba y muy lejos, sobre las aguas profundas donde las mareas formaban el canal que atravesaba las arenas de Camlann.
Excalibur giró en el aire nocturno. Jamás existió espada más hermosa. Merlín juraba que la había forjado Gofannon en la fragua del otro mundo. Era la espada de Rhydderch, un tesoro de Britania. Era la espada de Arturo, regalo de un druida, y giró como un remolino contra el cielo oscuro; la hoja refulgió con un fuego azul sobre las estrellas brillantes. Se detuvo un instante cual fulgurante haz de fuego azul posado en los cielos y luego cayó.
Cayó en el mismo centro del canal. No produjo chapoteo apenas, sólo un atisbo de aguas blancas, y desapareció.
Nimue gritó. La yegua volvió grupas y regresamos a la playa, a los desechos de la batalla donde aguardaba mi última banda de guerreros. Entonces, el ejercito de los locos empezó a dispersarse, se alejaba. Se marchaban, y los hombres de Mordred que habían sobrevivido huían por la playa ante el avance de las tropas de Meurig. Dumnonia declinaría, un rey débil reinaría y los sajones volverían, pero nosotros seguíamos vivos.
Me apeé del caballo, tomé a Ceinwyn por el brazo y la lleve a la cima de la duna más próxima. El cielo de poniente se encendió con un fiero resplandor rojo, pues el sol acababa de ocultarse, y permanecimos juntos, envueltos en la sombra del mundo contemplando el subir y bajar de la Prydwen entre las olas. Navegaba ya a toda vela, pues el viento del anochecer soplaba del oeste y la proa de la nave rompía el agua blanca mientras la popa dejaba tras de sí una estela cada vez más ancha. A toda vela se alejaba, luego viró hacia poniente a pesar de que el viento soplaba de poniente y ningún barco puede navegar directo hacia el corazón del viento; pero juro que así fue. Navegaba hacia poniente y el viento soplaba de poniente, con la vela completamente hinchada, cortando las aguas blancas con la orgullosa proa; o a lo mejor no sabía lo que veía porque las lágrimas me anegaban los ojos y las mejillas.
Y mientras mirábamos, vimos que una bruma de plata se levantaba del agua.
Ceinwyn me apretó el brazo. La bruma era sólo un retal, pero crecía y brillaba. El sol se había ocultado, la luna no había aparecido, no había más que estrellas, el cielo del crepúsculo, el mar con encajes de plata y la nave de oscura vela, y sin embargo la bruma brillaba. O tal vez fueran sólo las lágrimas de mis ojos.
–¡Derfel! – me llamó Sansum secamente. Había llegado con Meurig y se acercaba por la arena torpemente hacia nosotros-. ¡Derfel! – insistió-. ¡Te estoy llamando! ¡Ven aquí! ¡Ahora mismo!
–Mi señor bienamado -dije, pero no a Sansum. Me refería a Arturo. Y seguí mirando y llorando, enlazando a Ceinwyn con el brazo, mientras la titilante bruma de plata engullía la nave clara.
Así partió mi señor.
Y nadie ha vuelto a verlo desde entonces.
Nennius, si fue verdaderamente el autor de la Historia Brittonum, atribuye doce batallas a Arturo, la mayoría en ubicaciones imposibles de identificar, y no nombra Camlann, la batalla con la que tradicionalmente termina el relato de Arturo. En los Anuales Cambriae encontramos la referencia más temprana a dicha batalla, pero fueron escritos con tanta posterioridad que no pueden ser considerados autoridad en la materia. Así pues, la batalla de Camlann es más misteriosa incluso que la de Monte Badon, y resulta imposible identificar el lugar en que pudo haberse librado, caso de haberse librado realmente. Geoffrey de Monmouth dice que ocurrió a orillas del río Camel a su paso por Cornualles, mientras que Sir Thomas Malory, en el siglo xv, la localiza en Salisbury Plain. Otros autores sitúan Camlann en Merioneth, Gales, en el río Cam a su paso cerca de South Cadbury (Caer Cadarn), en la muralla de Adriano o incluso en algunos lugares de Irlanda. Yo he situado Camlann en Dawlish Warren, al sur de Devon, por el único motivo de que en una ocasión tuve una barca en el estuario del Exe y llegué al mar pasando por Warren. El nombre Camlann podría significar «río sinuoso», y el canal del estuario del Exe es sinuoso como el que más, pero la elección ha sido caprichosa por mi parte.
En los Annales Cambriae lo único que se nos dice de Camlann es: «la batalla de Camlann, en la que Arturo y Medraut (Mordred) perecieron». Y ral vez hiera así, pero la leyenda siempre ha insistido en que
Arturo sobrevivió a sus heridas y fue transportado a la mágica isla de Avalon donde aún duerme con sus guerreros. Nos hemos internado claramente en dominios en los que no se aventuraría jamás cualquier historiador que se precie, salvo para insinuar que la creencia en la supervivencia de Arturo refleja la honda nostalgia del pueblo por el héroe perdido, y en toda la isla de Britania no hay leyenda más persistente que la idea de que Arturo continúa con vida. «Una tumba para Mark», recoge el Libro Negro de Carmarthen, «una tumba para Gwythur, una tumba para Gwgawn de la espada roja, mas, no lo vean nuestros ojos, una tumba para Arturo». Probablemente Arturo no fuera rey, tal vez no existiera siquiera, sin embargo, a pesar de todos los esfuerzos de los historiadores por negar su existencia, continúa siendo para millones de personas en el mundo lo que el copista dijo de él en el siglo xiv, Arturus Rex Quondam, Rexque Futurus: Arturo, una vez rey y futuro rey.
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24/05/2008
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