–¿Sabemos dónde estamos, señor? – me preguntó Eachern.

–Aproximadamente -dije. A lo lejos, entre una cortina de lluvia, se columbraba una cadena de montañas-. Al sur de aquellos picos encontraremos Dun Carie.

–¿Queréis que despliegue la enseña, señor? – me preguntó Eachern. En vez de mi enseña de la estrella llevábamos la de Gwydre, con el oso de Arturo entrelazado con el dragón de Dumnonia, pero preferí no desplegarla. Una enseña al viento es un estorbo y, además, once lanceros marchando bajo un gran estandarte llamativo resultaría más ridículo que impresionante, de modo que decidí esperar hasta que los hombres de Issa engrosaran mi pequeña banda.

Encontramos un sendero entre las dunas y lo seguimos. Pasamos por un bosque de espinos bajos y avellanos y llegamos a un pequeño asentamiento compuesto por seis chozas. La gente salió huyendo al vernos y sólo quedó una anciana, tan encorvada y retorcida que no podía correr. Se echó al suelo y escupió al ver que nos acercábamos.

–No encontraréis nada aquí -dijo con voz ronca-, nada poseemos, más que montañas de mierda. Montañas de mierda y hambre, señores, es lo único que sacaréis de nosotros.

–No queremos nada -le dije, acuclillado junto a ella-, sólo noticias.

–¿Noticias? – la palabra le parecía extraña.

–¿Sabes quién es tu rey? – le pregunté en voz baja.

–Uther, señor -dijo-. Es un gran hombre, señor. ¡Como un dios!

Evidentemente, nada sacaríamos en limpio de aquella choza, nada que tuviera sentido, de modo que seguimos adelante y sólo nos detuvimos a comer un poco de pan y carne seca que llevábamos en los morrales. Estaba en mi propio país, pero tenía la curiosa sensación de caminar por terreno enemigo, y me burlé de mí mismo por dar tanto crédito a las imprecisas advertencias de Taliesin; sin embargo, continuamos por senderos ocultos entre los bosques y, cuando cayó el crepúsculo, llevé a mi reducida compañía por un hayedo hacia una elevación del terreno desde donde pudiéramos descubrir la presencia de otros lanceros, de haberlos. Mas no vimos ninguno; lejos, en el sur, un rayo errante del moribundo sol atravesaba cual lanza un banco de nubes y caía sobre el cerro verde y luminoso de Ynys Wydryn.

No encendimos fogatas sino que dormimos bajo las hayas y amanecimos fríos y entumecidos. Nos dirigimos al este, siempre a cubierto bajo los árboles desnudos, mientras abajo, en los duros campos húmedos, los hombres araban surcos rígidos, las mujeres sembraban la simiente y los niños pequeños corrían gritando para espantar a los pájaros y evitar que se comieran las valiosas semillas.

–Yo hacía lo mismo en Irlanda -comentó Eachern-. Pasé media infancia espantando pájaros.

–Un cuervo clavado al arado cumple la misma función -dijo otro lancero.

–O un cuervo clavado en cada árbol de alrededor -replicó otro.

–Eso no los detiene -opinó un tercero-, pero te da confianza.

Seguíamos una senda estrecha entre enmarañados setos. No había crecido el follaje y los nidos quedaban al descubierto, de modo que las urracas y los arrendajos que robaban huevos afanosamente aprovechando la circunstancia acusaron nuestra presencia con fuertes graznidos.

–La gente sabrá que andamos por aquí, señor -dijo Eachern-, aunque no nos vean lo sabrán porque oirán a los arrendajos.

–No importa -dije. Ni siquiera sabía por qué me tomaba tantas molestias por mantenernos ocultos, pero éramos muy pocos y, como la mayoría de los guerreros, echaba de menos la seguridad de la multitud y sabía que me sentiría mucho mejor cuando tuviera a mi alrededor a todos mis hombres. Hasta ese momento nos ocultaríamos lo mejor que pudiéramos, aunque a media mañana la ruta nos llevó fuera del bosque y hubimos de descender a campo abierto para llegar al camino de la Zanja. Las liebres bailoteaban en los prados y las alondras cantaban sobre nuestras cabezas. No vimos a nadie, pero sin duda los aldeanos sí nos vieron a nosotros y la noticia de nuestro paso se extendió rápidamente por el campo. Los hombres armados siempre despiertan alarma, de modo que ordené a unos cuantos lanceros que marcharan con el escudo al frente para que los campesinos advirtieran que éramos amigos. No vimos más seres humanos hasta que hubimos cruzado la calzada romana, cerca ya de Dun Carie; tratábase de una mujer, la cual corrió a ocultarse entre los árboles del bosque que había más allá de la aldea cuando aún estábamos lejos de ella y no podía distinguir la estrella de los escudos.

–Los aldeanos están inquietos -dije a Eachern.

–Han oído que Mordred está moribundo -dijo, y escupió- y tienen miedo de lo que pueda pasar, aunque deberían alegrarse de que ese bellaco esté a punto de morir. – Cuando Mordred era pequeño, Eachern había formado parte de su guardia y la experiencia le había instilado un odio profundo hacia el rey. Yo apreciaba a Eachern. No era inteligente pero sí obstinado, leal y duro en la batalla-. Creen que habrá guerra, señor.

Vadeamos el río que pasaba al pie de Dun Carie, bordeamos las casas y llegamos a la cuesta empinada que llevaba a la empalizada que rodeaba el cerro. Todo estaba tranquilo. Ni siquiera había perros en las calles y, lo que era más inquietante, no había lanceros de guardia a las puertas de la empalizada.

–Issa no está aquí -dije tocando el pomo de Hywelbane. La ausencia de Issa por sí misma no era cosa notable, pues pasaba la mayor parte del tiempo recorriendo Dumnonia, pero me extrañó que hubiera dejado Dun Carie sin protección. Eché una ojeada al pueblo, mas hallé las puertas cerradas a cal y canto. No salía humo por los tejados, ni siquiera en la herrería.

–No hay perros en el cerro -comentó Eachern en tono alarmante. Siempre había una jauría de canes en torno a la fortaleza de Dun Carie, y ya tendrían que haber aparecido algunos corriendo a nuestro encuentro. Sin embargo, percibimos abundancia de alborotadores cuervos en la techumbre de la fortaleza y más aún graznando en la empalizada. Un pájaro levantó el vuelo con un bocado rojo colgando del pico.

Subimos el cerro sin hablar. El silencio fue la primera señal del horror, luego los cuervos y, a media subida, percibimos el olor agridulce de la muerte que se pega a la garganta, y ese olor, más intenso que el silencio y más elocuente que los cuervos, nos avisó de lo que nos aguardaba al otro lado de la puerta abierta. La muerte, nada más que la muerte. Dun Carie habíase convertido en un lugar de muerte. Había cadáveres de hombres y mujeres esparcidos por todas partes y apilados dentro de la fortaleza. Cuarenta y siete en total, y ninguno conservaba la cabeza. El suelo estaba empapado de sangre. Habían saqueado la fortaleza, todos los cestos y cajones estaban boca abajo, y los establos, vacíos. Habían matado hasta a los perros, aunque a ellos, al menos, les habían respetado la cabeza. Los únicos seres vivos eran los gatos y los cuervos, y todos huyeron al vernos.

Abrumado, me abrí paso entre el horror. Sólo al cabo de unos minutos me di cuenta de que únicamente había diez hombres jóvenes entre los muertos. Serían los guardias que Issa había dejado, y el resto eran las familias de mis hombres. Allí yacía Pyrlig, el pobre Pyrlig se había quedado en Dun Carie porque sabía que no podía rivalizar con Taliesin, y había muerto, con la blanca túnica empapada de sangre y las manos de arpista, con las que habría intentado zafarse de las cuchilladas, surcadas de profundas heridas. Issa no estaba, ni tampoco Scarach, su esposa, pues en aquel matadero no había ninguna mujer joven ni ningún niño. Se habrían llevado a las jóvenes y a los niños para usarlos como juguetes o como esclavos, mientras que los más viejos, los más jóvenes y los soldados habían sido masacrados y degollados y sus cabezas robadas como trofeo. La carnicería era reciente pues ningún cadáver había empezado a hincharse o pudrirse. Las moscas pululaban entre la sangre pero todavía no había gusanos retorciéndose entre las heridas abiertas por lanzas o espadas.

Habían sacado la cancela de sus goznes pero no había señales de lucha y sospeché que los autores de la matanza habían entrado en la fortaleza en calidad de invitados.

–¿Quién lo ha hecho, señor? – preguntó uno de mis lanceros.

–Mordred -respondí sombríamente.

–¡Pero si está muerto! ¡O muriéndose!

–Eso es lo que nos ha hecho creer -repliqué, y no se me ocurría ninguna otra explicación. Taliesin me lo había anunciado, y temí que estuviera en lo cierto. Mordred no agonizaba sino que había regresado y había soltado a su banda en su propio país. Debió de extender el rumor de su muerte inminente para que la gente se sintiera segura, con la intención de volver y matar a todo lancero que se le opusiera. Mordred estaba quitándose las bridas y, sin duda, tras la masacre perpetrada en Dun Carie habría partido hacia el este en busca de Sagramor, o tal vez al sur y al oeste al encuentro de Issa. Si es que Issa continuaba con vida.

Supongo que toda la culpa recaía sobre nosotros. Después de Mynydd Baddon, cuando Arturo traspasó el poder, creímos que Dumnonia estaría protegida por las lanzas de hombres fieles a Arturo y a sus ideas, y que el poder de Mordred quedaría restringido por falta de lanceros. Nadie supo prever que la batalla de Mynydd Baddon haría probar la guerra a Mordred, ni que el éxito en la lucha atraería lanceros a su enseña. En esos momentos, Mordred poseía lanzas, y las lanzas dan poder y ante mis ojos tenía el primer ejercicio de ese poder. Mordred estaba dando una batida por el país de la gente que tenía la misión de limitar su influencia y que tal vez apoyara a Gwydre cuando reclamara el trono.

–¿Qué hacemos, señor? – me preguntó Eachern.

–Volver a casa, Eachern, volver a casa. – Me refería a Siluria, pues en Dun Carie nada podíamos hacer. Éramos once tan sólo y me pareció imposible llegar hasta Sagramor, cuyas fuerzas se encontraban muy lejos, hacia levante. Por otra parte, Sagramor no precisaba de nuestra ayuda para cuidarse. Aunque la pequeña guarnición de Dun Carie hubiera sido presa fácil para Mordred, arrancar la cabeza al numidio le costaría mucho más trabajo. Tampoco había esperanzas de encontrar a Issa, si acaso vivía, de modo que no cabía sino volver a casa furiosos y decepcionados. No es fácil describir la furia que me quemaba. En el fondo ardía un odio frío a Mordred, un odio impotente y acerbo porque sabía que no tenía forma de vengar inmediatamente a esas gentes que eran las mías. Y además los había abandonado, me sentía culpable, lleno de odio, de piedad y de una dolorosa pesadumbre.

Puse a un hombre de guardia en la cancela abierta y los demás empezamos a arrastrar los cadáveres al interior de la fortaleza. Me habría gustado incinerarlos, mas no quedaba leña suficiente en el recinto y no había tiempo para derribar el techo sobre los cuerpos, de modo que hubimos de conformarnos con colocarlos en ordenada línea; luego rogué a Mitra que me concediera la ocasión de darles venganza cumplidamente.

–Mejor será ir a registrar el pueblo -le dije a Eachern cuando terminé de rezar, pero no nos dieron tiempo. Aquel día los dioses nos habían abandonado.

El centinela de la cancela no había cumplido su cometido correctamente, y no lo culpo. Ninguno estábamos completamente en nuestros cabales en aquella cima, y el centinela, en vez de vigilar la entrada, debió de dedicarse a recorrer el ensangrentado recinto, de modo que avistó a los jinetes cuando ya era tarde. Le oí gritar, mas cuando salí corriendo de la fortaleza el centinela ya había muerto y un jinete de oscura armadura sacaba la lanza de su cuerpo.

–¡Atrapadlo! – grité, y eché a correr hacia el jinete; esperaba que el intruso volviera grupas y escapara, pero dejó de tirar de la lanza y se internó en el recinto espoleando al caballo; inmediatamente lo siguieron varios jinetes más.

–¡Alarma! – grité; los nueve hombres que me quedaban se reunieron a mi alrededor y formamos un pequeño círculo de escudos, aunque la mayoría no llevábamos escudo, pues los habíamos dejado en el suelo para recoger a los muertos. Algunos no teníamos lanza siquiera. Desenvainé a Hywelbane sin la menor esperanza, pues había más de veinte jinetes en el patio y aún subían algunos por la cuesta a galope tendido. Se habrían apostado en los bosques del otro lado del pueblo para aguardar el regreso de Issa, quizá. Yo había empleado la misma táctica en Benoic. Matábamos a los francos de una avanzadilla lejana y luego aguardábamos emboscados, y yo había caído en la misma trampa.

No reconocí a ninguno de los jinetes, ni ninguno llevaba distintivo en el escudo. Algunos habían pintado el cuero del escudo con pez negra, pero no eran Escudos Negros de Oengus mac Airem, sino un grupo de curtidos guerreros veteranos, con barba, cabellos revueltos y un aplomo estremecedor. El cabecilla cabalgaba en una montura negra y lucía un buen yelmo con protectores de mejillas labrados. Soltó una carcajada cuando uno de sus hombres desplegó la enseña de Gwydre, y entonces clavó espuelas y se dirigió a mí.

–Lord Derfel -me saludó.

No le presté la menor atención durante unos instantes, sino que miré el ensangrentado recinto con la vana esperanza de hallar salida, pero estábamos rodeados de jinetes que, armados de lanzas y espadas, sólo esperaban la orden de matarnos.

–¿Quién eres? – pregunté al hombre del yelmo labrado.

A modo de respuesta, se limitó a levantarse los protectores de las mejillas y después me sonrió.

No era una sonrisa agradable, como tampoco era agradable el hombre. Tenía frente a mí a Amhar, uno de los hijos gemelos de Arturo.

–Amhar ap Arturo -le saludé, y al punto escupí.

–Príncipe Amhar -me corrigió. Al igual que su hermano Loholt, Amhar siempre había lamentado amargamente su condición de bastardo y debía de haber adoptado el título de príncipe a pesar de que su padre no era rey. Me habría parecido una pretensión patética, de no haber cambiado tanto Amhar desde la última vez que lo viera, brevemente, en las laderas de Mynydd Baddon. Había envejecido y su porte era imponente. Tenía una tupida barba, una cicatriz le partía la nariz y en la coraza vi marcas de una docena de lanzas. Diríase que había madurado en los campos de batalla de Armórica, aunque la madurez no paliaba su hosco resentimiento.

–No he olvidado tus insultos de Mynydd Baddon -me dijo- y mucho he deseado la ocasión de devolvértelos. Pero más se alegrará mi hermano de verte. – Yo había sujetado el brazo a Loholt cuando Arturo le cortó la mano.

–¿Dónde está tu hermano?

–Con nuestro rey.

–¿Y quién es vuestro rey? – pregunté. Sabía la respuesta pero quería la confirmación.

–El mismo que el tuyo, Derfel -contestó Amhar-, mi querido primo Mordred. – ¿A qué otro lugar habrían podido ir a parar Amhar y Loholt, tras la derrota de Mynydd Baddon? Como tantos otros britanos sin señor, habían buscado refugio en Mordred, el cual habría recibido con los brazos abiertos a todo espadachín desesperado que cayera bajo su bandera. ¡Cuánto habría disfrutado Mordred, atrayéndose a los hijos de Arturo!

–¿El rey vive? – pregunté.

–¡Medra! – respondió-. Su reina mandó dinero a Clovis, y Clovis prefirió tomarlo a luchar contra nosotros. – Sonrió y señaló a sus hombres-. Y aquí nos tienes, Derfel. Hemos venido a rematarla faena de esta mañana.

–Pagarás con tu espíritu lo que has hecho a estas gentes -dije, señalando con Hywelbane la sangre derramada en el patio de Dun Carie.

–Pagarás, Derfel -dijo, inclinándose hacia adelante en la silla-, con lo que mi hermano y nuestro primo decidan que pagues.

–He servido a tu primo lealmente -repliqué mirándolo con aire retador.

–Dudo que requiera tus servicios de ahora en adelante -replicó con una sonrisa.

–En tal caso, saldré del país.

–No lo creo -dijo sin darle importancia-, creo que a mi rey le gustaría verte una vez más, y me consta que mi hermano arde en deseos de cruzar unas palabras contigo.

–Prefiero marcharme.

–No -insistió Amhar-. Vendrás conmigo. Depon la espada.

–Ven a por ella, Amhar.

–Si es preciso -dijo, sin el menor asomo de preocupación, mas ¿por qué había de preocuparse? Nos superaban en numero y al menos la mitad de mis hombres no tenían escudo ni lanza.

Me volví a mis lanceros.

–Si deseáis rendiros -les dije-, salid del círculo. Pero yo lucharé. – Dos de los que estaban desarmados avanzaron un paso tímidamente, pero Hachern los miro con tal ferocidad que se quedaron quietos. Les hice seña de que se alejaran-. Idos -dije con tristeza-, no deseo cruzar el puente de espadas con los que no me acompañen voluntariamente. – Los dos hombres se alejaron, pero, a una seña de Amhar, los jinetes los rodearon, blandieron la espada y volvieron a regar con sangre la cima de Dun Carie.

–¡Bastardo! – dije, y me lancé hacia Amhar, pero él tiró de las riendas y, simplemente, esquivó el envite; mientras él me esquivaba, sus hombres hincaron espuelas y embistieron sobre mis lanceros.

Fue otra masacre y nada pude hacer por evitarlo. Eachern mató a un jinete, pero mientras tenía la lanza clavada aún en las tripas del enemigo, otro lo abatió por detrás. Los demás murieron con la misma rapidez. Al menos en eso, los hombres de Amhar se mostraron misericordiosos. No dejaron que el espíritu de mis hombres se demorase sino que los despedazaron y acuchillaron con ímpetu feroz.

Apenas me di cuenta, pues, mientras perseguía a Amhar, uno de sus hombres se lanzó tras de mí y me golpeó salvajemente en la nuca. Caí con la cabeza envuelta en un torbellino negro rasgado de rayos de luz. Recuerdo que caí de rodillas y un segundo golpe me sacudió el casco, y creí que moría. Pero Amhar me quería vivo y, cuando recobré el sentido, me encontré tirado en un montón de abono de Dun Carie, maniatado, y Amhar se había ceñido el cinturón de Hywelbane. Habíanme despojado de la armadura y de una fina torques de oro que llevaba al cuello, pero Amhar y sus hombres no hallaron el broche de Ceinwyn, que seguía a buen recaudo, prendido en la parte interior de mi jubón. Estaban decapitando a mis hombres con las espadas.

–¡Bastardo! – escupí el insulto a Amhar, él se limitó a sonreír y reemprendió la macabra tarea. Cortó la cerviz a Eachern con Hywelbane, luego agarró la cabeza por los pelos y la arrojó al montón que iban formando en un manto.

–Una buena espada -me dijo, sopesando a Hywelbane.

–Pues úsala para mandarme al otro mundo.

–Mi hermano jamás me perdonaría tamaño alarde de piedad -dijo; limpió el filo de Hywelbane en el raído manto que llevaba y la envainó. Hizo una seña a tres de sus hombres para que se acercaran y se sacó un cuchillo pequeño del cinturón-. En Mynydd Baddon -dijo, encarándose a mí- me llamaste bellaco, bastardo y chucho roído por los gusanos. ¿Crees que olvido los insultos?

–La verdad siempre es memorable -conteste, aunque hube de esforzarme por imprimir osadía a mi voz, pues estaba aterrorizado.

–Tu muerte sí que será memorable, aunque de momento tendrás que conformarte con los servicios del barbero. – Hizo un gesto de asentimiento a sus hombres.

Forcejeé con ellos, pero maniatado como estaba y con la cabeza, dolorida todavía, poca resistencia pude oponer. Me sujetaron fuertemente entre dos, aplastándome contra el montón de mierda, mientras el tercero me inmovilizaba la cabeza agarrándome por el pelo y Amhar, con la rodilla derecha encima de mi pecho, me cortaba la barba. Lo hizo brutalmente, levantándome la piel a cada cuchillada y tirando los mechones a uno de sus hombres, que iba cardando el pelo para retorcerlo y hacer una cuerda corta. Hecha la cuerda, la convirtieron en dogal y me lo echaron al cuello. Era la forma más vil de insultar a un guerrero prisionero, humillarlo poniéndole una correa de esclavo trenzada con su propia barba. Se rieron de mí y Amhar me hizo incorporarme tirando por la cuerda.

–Con Issa hicimos otro tanto -dijo.

–Embustero -contesté débilmente.

–Y obligamos a su mujer a presenciarlo -continuó con una sonrisa-, y luego le obligamos a él a presenciar lo que hacíamos con ella. Ahora están muertos los dos.

Le escupí en la cara, pero él sólo se rió. Aunque le hubiera tildado de embustero, le creí. Pensé que Mordred había planeado su regreso a Britania con eficacia. Había hecho correr la voz de su muerte inminente mientras Argante mandaba el oro atesorado a Clovis, y Clovis, comprado de tal guisa, había dejado partir a Mordred sano y salvo. Mordred llegó a Dumnonia en barco y empezó a matar a sus enemigos. Issa estaba muerto, y no me cabía duda de que la mayoría de sus lanceros y de los que yo había dejado en Dumnonia habrían caído con él. Yo estaba prisionero; sólo quedaba Sagramor.

Ataron el dogal a la cola del caballo de Amhar y me llevaron en dirección sur. Los cuarenta hombres de Amhar formaron una escolta bufa y se reían cada vez que tropezaba. Arrastraron la enseña de Gwydre por el barro llevándola atada a la cola de otro caballo.

Fuimos a Caer Cadarn y, una vez allí, me arrojaron a una cabaña. No era la que había ocupado Ginebra tantos años atrás, durante su tiempo de prisión, sino otra mucho menor con una puerta baja por la que tuve que entrar arrastrándome, ayudado por las botas y las astas de las lanzas de los carceleros. Me adentré en la oscuridad de la cabaña y descubrí a otro prisionero, un hombre que habían traído de Durnovaria y que tenía ti rostro enrojecido de llanto. Tardó un momento en reconocerme, sin la barba, y de pronto se quedó atónito.

–¡Derfel! – exclamó casi sin aire.

–Obispo -dije agotado, pues era Sansum, y nos hallábamos ambos prisioneros de Mordred.

–¡Es un error! – insistía Sansum-. ¡Yo no tendría que estar aquí!

–Díselo a ellos -contesté, señalando con la cabeza a los guardianes de fuera-, no a mí.

–No he hecho nada, salvo servir a Argante. ¡Y mira la recompensa que recibo!

–Cállate -le dije.

–¡Oh, dulce nombre de Jesús! – Se postró de hinojos, abrió los brazos a los lados y se quedó mirando las telarañas del techo-. ¡Enviadme un ángel! ¡Llevadme a vuestro seno!

–¿Quieres callarte? – le dije con mala cara, pero siguió rezando y llorando mientras yo miraba taciturnamente la cumbre húmeda de Caer Cadarn, donde se amontonaban las cabezas cortadas. Allí estaban las de mis hombres, junto con otras muchas recogidas en toda Dumnonia. En lo alto del montón habían colocado un sitial cubierto con un paño azul claro; era el trono de Mordred. Las mujeres y los niños, familia de los hombres de Mordred, contemplaban el macabro espectáculo; algunos hombres se acercaron a husmear por la puerta baja de la cabaña y se rieron de mi cara pelada.

–¿Dónde está Mordred? – pregunté a Sansum.

–¿Cómo queréis que lo sepa? – respondió, interrumpiendo la plegaria.

–Entonces, ¿qué sabes? – pregunté otra vez. Se acercó al banco arrastrando los pies. Me había hecho el pequeño favor de desatarme la cuerda de las muñecas, aunque de poco me sirvió, pues distinguí a seis lanceros de guardia a la puerta de la cabaña, y con toda certeza habría más que no alcanzaba a ver. Uno estaba sentado frente a la entrada abierta de la cabaña, con una lanza, y me rogaba que intentara salir y le diera pie para ensartarme vivo. No tenía la menor posibilidad de vencerlos.

–¿Qué es lo que sabes? – volví a preguntarle.

–El rey volvió hace dos noches -dijo- con centenares de hombres.

–¿Cuántos?

–¿Trescientos? – dijo, encogiéndose de hombros-. ¿Cuatrocientos? No pude contarlos porque había muchos. Mataron a Issa en Durnovaria.

Cerré los ojos y recé una plegaria por el desdichado Issa y su familia.

–¿Cuándo te arrestaron a ti?

–Ayer. – Estaba indignado-. ¡Y por nada! ¡Yo lo recibí en casa con alegría! No sabía que estuviera vivo pero me alegré de verlo. ¡Me alegré tanto! ¡Y por eso me arrestaron!

–¿Entonces por qué creen que te han arrestado? – le pregunté.

–Argante dice que yo mantenía correspondencia con Meurig, señor, ¡pero eso no puede ser cierto! Yo no entiendo de letras, vos lo sabéis.

–Pero tus escribanos sí, obispo.

Sansum adoptó una actitud ofendida.

–¿Y qué necesidad tengo yo de hablar con Meurig?

–Porque tramabas darle el trono a él, Sansum, y no lo niegues. Hablé con él hace dos semanas.

–Yo no le escribí -insistió, enfurruñado.

Le creí, pues Sansum siempre había tenido la astucia de no pasar sus planes al papel, pero no dudaba de que hubiera enviado mensajeros. Y uno de tales mensajeros, o tal vez un alabardero de la corte de Meurig, le habría traicionado ante Argante, quien sin duda codiciaba el oro de Sansum.

–Mereces el castigo que te impongan -le dije-. Has urdido traiciones contra todo rey que alguna vez se mostrara clemente contigo.

–Sólo he procurado por el bien de mi país, siempre, ¡y por Cristo!

–Eres un sapo infestado de gusanos -dije, y escupí al suelo-. Sólo buscas poder.

Hizo la señal de la cruz y me miró con desprecio.

–¡Todo es por culpa de Fergal! – dijo.

–¿Por qué lo culpas?

–¡Porque quería ser el tesorero!

–¿Quieres decir que aspira a ser rico, como tú?

–¿Como yo? – Sansum me miró con fingida sorpresa-. ¿Como yo? ¿Yo, rico? ¡En el nombre de Dios! Lo único que he hecho ha sido guardar una miseria por si algún día el reino tuviera necesidad de ello. He sido prudente, Derfel, prudente. – Siguió justificándose y, poco a poco, empecé a comprender que creía profundamente en lo que decía. Sansum podía traicionar a las personas, urdir planes para deshacerse de ellas, como lo intentara con Arturo y conmigo cuando nos hizo arrestar a Ligessac, y podía sangrar el tesoro hasta dejarlo seco; sin embargo, de alguna manera siempre lograba convencerse de que sus actos tenían justificación. Se regía por el único principio de la ambición y se me ocurrió, mientras el desgraciado día se convertía en noche, que cuando en el mundo no quedaran hombres como Arturo y reyes como Cuneglas, en todas partes mandarían criaturas como Sansum. Si Taliesin estaba en lo cierto, nuestros dioses se alejaban cada vez más y con ellos desaparecerían los druidas, y después los grandes reyes, y entonces una tribu de señores de los ratones nos gobernaría a todos.

El día siguiente amaneció soleado y con un viento irregular que nos traía a la cabaña el hedor de las cabezas apiladas. No nos permitieron salir y por tanto hubimos de aliviar nuestras necesidades en un rincón.

Tampoco nos dieron de comer, aunque sí nos echaron por la puerta una vejiga de agua maloliente. El cambio de guardia no aportó novedades, pues los centinelas de turno nos vigilaban con igual celo que los anteriores. Amhar se acercó un momento a la cabaña a regodearse. Desenvainó a Hywelbane, besó la hoja, la limpió con la capa y pasó el dedo por el filo recién afilado.

–Como para cortarte las manos ha quedado, Derfel -dijo-. A mi hermano le placería tener una mano tuya. ¡La haría montar en el yelmo! Y yo me quedaría con la otra; necesito un penacho nuevo. – No contesté y, al cabo de un rato se cansó de provocarme y se marchó segando cardos con Hywelbane.

–A lo mejor Sagramor mata a Mordred -me susurró Sansum.

–Por ello ruego.

–Estoy seguro que Mordred ha ido a buscarlo. Vino aquí, mandó a Amhar a Dun Carie y luego partió hacia levante.

–¿Cuántos hombres tiene Sagramor?

–Dos centenares.

–No son muchos -dije.

–¿Creéis que vendrá Arturo? – dijo Sansum.

–A estas horas ya habrá tenido noticia del regreso de Mordred, pero no puede cruzar Gwent porque Meurig no se lo permite, o sea que tendría que venir por mar con sus hombres, y no creo que lo haga.

–¿Por qué?

–Porque Mordred es rey por derecho, obispo, y Arturo, por más que lo odie, no le negará ese derecho. No faltaría al juramento que le hizo a Uther.

–¿No intentará rescataros?

–¿Cómo? – pregunté-. Tan pronto como esos soldados vieran a Arturo, nos cortarían la garganta a los dos.

–¡Dios nos asista! – exclamó Sansum-. Que Jesús, María y todos los santos nos protejan.

–Yo prefiero rezar a Mitra.

–¡Pagano! – musitó Sansum, pero no trató de impedirme que rezara.

El día fue avanzando. Hacía un tiempo primaveral delicioso en verdad, aunque para mí fue amargo como hiel. Sabía que mi cabeza se sumaría al montón de la cima de Caer Cadarn, mas no era tal la causa primera de mi pesadumbre, sino el saber que no había cumplido con mi pueblo. Había llevado a mis lanceros a una encerrona, los había enviado a la muerte. Merecía que me recibieran con reproches en el otro mundo, pero sabía que me acogerían con júbilo, cosa que me hacía sentir más culpable aún. No obstante, la perspectiva del otro mundo me consolaba. Allí me esperaban amigos y dos hijas y, cuando terminase la tortura y mi espíritu entrara en su cuerpo de sombra, sentiría la felicidad del reencuentro. Observé que Sansum, por el contrario, no hallaba consuelo en su religión. Pasó el día gimiendo, quejándose, llorando y rabiando, mas nada logró con tanto ruido. Tan sólo nos restaba aguardar una noche más y otro largo día de ayuno.

Mordred llegó a última hora de la tarde del segundo día. Venía cabalgando por el este, al frente de una larga columna de lanceros de a pie que saludaron a gritos a los de Amhar. Un grupo de jinetes acompañaba al rey, entre los cuales se encontraba el manco Loholt. Confieso que sentí miedo al verlo. Algunos hombres de Mordred llevaban fardos, cargados de cabezas humanas, sospeché y no erré, y en menor número de lo que me temía. Veinte o treinta cabezas fueron a sumarse al montón envuelto en moscas y ninguna parecióme de piel negra. Sospeché que Mordred había caído por sorpresa sobre una patrulla de Sagramor, con la consiguiente masacre, pero sin acertar en el objetivo principal. Sagramor seguía libre, y fue un alivio. Sagramor era un amigo incomparable y un enemigo de temer. Arturo habría sido un buen enemigo, pues siempre se inclinó hacia el perdón, mas Sagramor era implacable. El númida era capaz de perseguir a un enemigo hasta el último rincón del mundo.

Sin embargo, la libertad de Sagramor no sirvió de nada aquella noche. Mordred, cuando supo que yo había caído cautivo, gritó de puro gozo y luego quiso ver la mancillada enseña de Gwydre. Se rió del oso y el dragón y ordenó que tendieran el paño en el suelo y que sus hombres orinasen encima. Loholt incluso bailó de alegría al saber de mi cautiverio, pues allí mismo, en aquella misma cima, había perdido él la mano. La mutilación fue el castigo impuesto por osar rebelarse contra su padre y podría vengarse en el amigo de éste.

Mordred quería verme y mandó a Amhar a buscarme; me llevó por la correa hecha con mi barba. Lo acompañaba un hombretón enorme, desdentado y con ojos como platos, el cual se agachó para entrar en la cabaña y, agarrándome por los pelos, me obligó a ponerme a cuatro patas y me sacó a empellones. Amhar me ciñó la correa al cuello y, cuando traté de levantarme, me hizo permanecer a cuatro patas.

–¡Arrástrate! – me ordenó. El bruto desdentado me empujó la cabeza contra el suelo, Amhar tiró de la correa y tuve que subir a la cima a cuatro patas entre filas de hombres, mujeres y niños que se reían. Todos me escupían al pasar, recibí unas cuantas patadas y golpes de asta de lanza pero Amhar no permitió que me hirieran. Me quería entero para mayor placer de su hermano.

Loholt aguardaba junto al montón de cabezas. Tenía el muñón de la mano derecha envuelto en un casco de plata al final del cual, en el lugar que habría ocupado la mano, se había hecho fijar dos garras de oso. Sonrió al ver que me acercaba arrastrándome a sus pies, pero estaba tan transido de gozo que no fue capaz de hablar. Empezó a farfullar y a escupirme sin parar de darme patadas en el vientre y en las costillas. Me golpeaba con fuerza, pero le cegaba la furia y pateaba sin mirar, de modo que apenas me hizo algunos moratones. Mordred observaba desde el trono, encumbrado en lo alto del montón de cabezas, con todas sus moscas.

–¡Basta! – dijo al cabo de un rato, y Loholt se apartó con un puntapié de despedida-. Lord Derfel -me saludó Mordred con cortesía bufa.

–Lord rey -respondí. Me flanqueaban Loholt y Amhar y, en torno al montón de cabezas se había congregado una multitud ansiosa a contemplar mi humillación.

–En pie, lord Derfel -me ordenó Mordred.

Me levanté y lo miré directamente, mas no le vi la cara porque el sol se ponía por detrás de él y me deslumhraba. Argante estaba a un lado del montón de cabezas, y con ella estaba Fergal, su druida. Debían de haber cabalgado hacia el norte desde Durnovaria durante el día, pues no los había visto hasta el momento. Argante sonrió al ver mi rostro pelado.

–¿Qué le ha pasado a vuestra barba, lord Derfel? – preguntó Mordred con fingida preocupación.

No respondí.

–¡Habla! – me ordenó Loholt, y me cruzó la cara de un zarpazo arañándome con las garras de oso.

–Me la cortaron, lord rey -dije.

–¡Os la cortaron! – Se rió-. ¿Y sabéis por qué os la cortaron, lord Derfel?

–No, señor.

–Porque sois enemigo mío -dijo.

–No es cierto, lord rey.

–¡Eres enemigo mío! – gritó, enrabiándose de pronto y golpeando el brazo de la silla por ver si me achicaba ante tanta furia-. Cuando era niño -anunció a todos- me crió este desecho. ¡Me pegaba! ¡Me odiaba! – La multitud se mofó hasta que Mordred impuso silencio con un gesto de la mano-. Esto que veis -prosiguió, apuntándome con el dedo para aumentar la mala suerte de sus palabras- ayudó a Arturo a cortar la mano al príncipe Loholt. – La multitud, enardecida, prorrumpió en aullidos nuevamente-. Y ayer, lord Derfel fue hallado en mi reino con una enseña ajena-. Hizo un ademán con la mano derecha y dos hombres se adelantaron corriendo con la enseña de Gwydre empapada de orina-. ¿A quién pertenece esta enseña, lord Derfel?

–Pertenece a Gwydre ap Arturo, señor.

–¿Y qué hace la enseña de Gwydre en Dumnonia?

Por un instante pensé en contar una mentira, en decirle que había llevado la enseña de Gywdre como tributo a su persona, pero sabía que no me creería y, lo que era peor, me despreciaría a mí mismo por mentir. De modo que levanté la cabeza y dije-: Esperaba izarla cuando tuviéramos noticia de vuestra muerte, lord rey.

La verdad lo tomó por sorpresa. Se oyó un murmullo entre la multitud pero Mordred siguió tamborileando con los dedos sobre el brazo de la silla.

–Os habéis declarado traidor -dijo al cabo de un rato.

–No, lord rey -repliqué-. Aunque haya deseado vuestra muerte, nada he hecho por dárosla.

–¡No fuiste a Armórica a rescatarme! – gritó.

–Cierto -admití.

–¿Por qué? – preguntó amenazadoramente.

–Porque habría sido enviar hombres de provecho al rescate de escoria -dije, señalando a sus guerreros, y todos se rieron.

–¿Esperabas que Clovis acabara conmigo? – preguntó Mordred, una vez concluidas las carcajadas.

–Muchos lo esperaban, lord rey -dije y, nuevamente, le sorprendió la sinceridad de la respuesta.

–Dadme una buena razón, lord Derfel, para que no os mate ahora -me instó Mordred.

Permanecí en silencio un breve rato y, al final, me encogí de hombros.

–No se me ocurre ninguna, lord rey.

Mordred desenvainó la espada y la dejó sobre las rodillas, luego puso las manos sobre la hoja.

–Derfel -me anunció-, te condeno a muerte.

–¡El privilegio es mío, lord rey! – manifestó Loholt con ansiedad-. ¡Mío! – La multitud prorrumpió en gritos de apoyo. Contemplar mi lenta muerte les abriría el apetito para el banquete que se estaba preparando en la cima.

–Príncipe Loholt, te corresponde el privilegio de cortarle la mano -decretó Mordred. Se levantó y bajó cojeando con tiento, espada en mano, por el montón de cabezas-. Pero su vida -añadió cuando se hubo acercado a mí- es privilegio mío. – Alzó la hoja de la espada entre mis piernas y me dedicó una sonrisa retorcida-. Antes de que mueras, Derfel, te cortaremos algo más que las manos.

–¡Pero no esta noche! – exclamó una voz imponente desde atrás-. ¡Lord rey! ¡No esta noche! – Un murmullo se levantó entre la multitud. Mordred alzó la mirada, más perplejo que ofendido por la interrupción, y se quedó mudo-. ¡No esta noche! – repitió el hombre, y entonces distinguí a Taliesin acercándose tranquilamente entre la excitada turba que le abría paso. Llevaba el arpa y la pequeña bolsa de cuero, y además, una vara negra, de modo que en todo parecía un druida-. Yo te daré una razón poderosa por la que no debes matar a Derfel esta noche, lord rey -dijo Taliesin al llegar a un espacio abierto junto al montón de cabezas.

–¿Quién eres? – preguntó Mordred.

Taliesin hizo caso omiso de la pregunta y se dirigió hacia Fergal; los dos se abrazaron y se besaron, y sólo cuando hubo cumplido con el saludo de rigor, Taliesin se volvió a Mordred.

–Soy Taliesin, lord rey.

–Y perteneces a Arturo -dijo Mordred enseñando los dientes.

–Yo no pertenezco a ningún hombre, lord rey -respondió Taliesin con calma- mas, como has preferido insultarme, mis labios no pronunciarán palabra alguna. Para mí todo es lo mismo. – Dio la espada a Mordred y empezó a alejarse.

–¡Taliesin! – lo llamó Mordred. El bardo se volvió a mirar al rey sin decir nada-. No quería insultaros -dijo Mordred, pues no deseaba enemistarse con un hechicero.

Tras un momento de vacilación, Taliesin aceptó las disculpas del rey con un gesto de asentimiento.

–Lord rey -dijo-, te doy las gracias -dijo en tono grave y, como correspondía a los druidas cuando se dirigían a los reyes, sin deferencia ni temor. Taliesin era un bardo famoso, no un druida, pero no hizo nada para corregir el error. Tenía la tonsura de los druidas, llevaba vara negra, hablaba con sonora autoridad y había saludado a Fergal como un igual. Evidentemente, Taliesin quería hacerles creer el engaño, pues no se podía matar ni maltratar a los druidas, aunque fueran enemigos. Incluso en el campo de batalla su vida se respetaba y Taliesin, fingiéndose druida, se procuraba seguridad. Los bardos no disfrutaban de igual inmunidad.

–Decidme, pues, por qué este ser -dijo Mordred señalándome con la espada- no debe morir esta noche.

–Hace algunos años, lord rey -dijo Taliesin-, lord Derfel, aquí presente, me pagó oro para que lanzara un maleficio a vuestra esposa. Tal maleficio es la causa de su esterilidad. Llené el vientre de un ciervo hembra con las cenizas de un niño muerto y así realicé el maleficio.

Mordred miró a Fergal, el cual asintió.

–Ciertamente, esa es una forma de hacerlo, lord rey -le confirmó el druida irlandés.

–¡No es verdad! – grité y, en premio, recibí otro manotazo de las garras de oso de Loholt.

–Puedo deshacer el maleficio -prosiguió Taliesin con serenidad-, pero sólo mientras lord Derfel siga con vida, pues él me encargó el maleficio, y no puedo hacerlo ahora, cuando el sol se pone, pues no surtiría efecto. Lord rey, debo hacerlo al amanecer porque el maleficio sólo puede deshacerse mientras sale el sol; de otro modo, la reina no tendrá hijos jamás.

Mordred miró a Fergal nuevamente y los huesecillos trenzados en sus barbas tintinearon al asentir él con la cabeza.

–Dice la verdad, lord rey.

–¡Miente! – protesté.

Mordred envainó la espada nuevamente.

–¿Por qué me hacéis tal ofrecimiento, Taliesin? – le preguntó.

Taliesin se encogió de hombros.

–Arturo es viejo, lord rey. Su poder mengua. Los druidas y los bardos debemos buscar la protección del poder ascendente.

–Fergal es mi druida -dijo Mordred. Yo pensaba que Mordred era cristiano, mas no me extrañó oír que había vuelto al paganismo. Mordred nunca fue un buen cristiano, aunque sospecho que tal cosa fuera el menor de sus pecados.

–Será para mí un honor aprender de mi hermano -dijo Taliesin con una inclinación de cabeza dirigida a Fergal-, y juraré seguir sus enseñanzas. Nada busco, lord rey, sino la posibilidad de utilizar mis pequeños poderes para mayor gloria tuya.

Era como la seda, hablaba con lengua de miel. Yo no le había pagado oro a cambio de ningún hechizo pero todos le creyeron, y más que nadie Mordred y Argante. Y así fue como Taliesin, el de la frente clara, me procuró una noche más de vida. Loholt sufrió una decepción pero Mordred prometió entregarle mi espíritu, además de mi mano, al alba, lo cual sirvióle de consuelo en cierta medida.

Hube de regresar a la cabaña arrastrándome por el suelo una vez más. En el camino recibí un golpe y una patada, pero sobreviví.

Amhar me quitó el dogal del cuello y, de un puntapié, me metió en la cabaña.

–Hasta el amanecer, Derfel -dijo.

Con el sol en los ojos y una espada en la garganta.

Aquella noche, Taliesin cantó ante los hombres de Mordred. Se reunieron en la iglesia inacabada que Sansum había empezado a construir en Caer Cadarn, convertida en salón de festejos sin techo y con las paredes derrumbadas y, allí, Taliesin los hechizó con su música. Cantó maravillosamente, como nunca le había oído ni volvería a oírle jamás. Al principio, como cualquier bardo que sirviera de distracción a los soldados, tuvo que luchar contra el incesante parloteo, pero poco a poco su don fue imponiendo silencio. Se acompañaba del arpa e interpretaba lamentos de suma belleza que Mordred y los lanceros escuchaban en silencio, imbuidos de admiración. Hasta los perros dejaron de aullar y se tumbaron silenciosamente mientras Taliesin el bardo cantaba en la noche. Si se detenía mucho entre canción y canción, los lanceros le pedían más y él volvía a cantar dejando morir la voz en los finales y resurgiendo nuevamente con versos nuevos, siempre calmante; la gente de Mordred bebía y escuchaba y la bebida y la música arrancaron lágrimas a todos, pero Taliesin seguía cantando. Sansum y yo también escuchábamos, y la etérea melancolía de las canciones nos hizo llorar como a los demás, pero a medida que transcurría la noche, Taliesin empezó a cantar canciones de cuna dulces y delicadas para adormecer a los borrachos y, mientras cantaba, el aire se fue enfriando y empezó a levantarse niebla en Caer Cadarn.

La niebla se espesó y Taliesin siguió cantando. Aunque el mundo sobreviviese al reinado de un millar de monarcas, dudo que los hombres vuelvan a oír jamás canciones tan asombrosamente cantadas. Y la niebla continuó envolviendo la cima hasta que la humedad redujo las hogueras y las canciones llenaron la oscuridad como salmodias espectrales que subieran desde la tierra de los muertos.

Entonces, con la oscuridad, las canciones cesaron y no oí más que las dulces cuerdas del arpa; me pareció que los acordes se acercaban cada vez más a nuestra cabaña y a los guardianes que permanecían sentados en la húmeda hierba escuchando a Taliesin.

El sonido del arpa se acercó más aún y por fin vi al bardo entre la bruma.

–Os traigo hidromiel -dijo a los centinelas-, tomadlo entre todos. – Y sacó de su bolsa un frasco tapado, el cual entregó a uno de los centinelas y, mientras el frasco pasaba de mano en mano, el bardo siguió cantando. Cantó la canción más suave de toda aquella mágica noche de música, una nana para acunar a los preocupados hombres hasta dormirlos. Y se durmieron, efectivamente. Uno a uno, los centinelas se inclinaron a un lado y Taliesin siguió cantando, envolviendo en su hechizo la fortaleza entera; sólo cuando uno de los guardianes empezó a roncar se detuvo y retiró la mano del arpa.

–Creo, lord Derfel, que ahora podéis salir -dijo con serenidad.

–¡Yo también! – exclamó Sansum, y me empujó a un lado para salir primero.

Taliesin sonrió al verme aparecer.

–Merlín me ha ordenado que os salve, señor -dijo-, aunque dice que no le debéis gratitud por ello.

–Pues claro que sí -respondí.

–¡Vamos! – gritó Sansum-, no hay tiempo para chácharas. ¡Vamos! ¡Rápido!

–¡Espera, miserable! – le dije, y me agaché a coger la lanza de uno de los guardianes, que dormían-. ¿Qué hechizo has empleado? – pregunté a Taliesin.

–No hacen falta hechizos para dormir a la gente ebria -dijo-, pero a estos centinelas les he dado una infusión de raíz de mandragora.

–Espérame aquí -dije.

–¡Derfel! ¡Tenemos que marcharnos! – susurró Sansum, alarmado.

–Tienes que esperar, obispo -dije-, y desaparecí entre la niebla; me dirigí al resplandor borroso de las hogueras más grandes, las que ardían en la iglesia a medio construir, una mera estructura de inacabadas paredes de troncos con grandes huecos entre las vigas. Dentro, todo el mundo dormía, aunque algunos empezaban a despertarse y miraban con ojos adormilados como si volvieran en sí tras un encantamiento. Los perros hurgaban entre la gente dormida buscando comida y con el trajín iban despertando a otros. Algunos de los que iban despertándose me vieron pero nadie me reconoció. Para ellos, no era sino otro lancero más que caminaba en la noche.

Descubrí a Amhar cerca de una hoguera. Dormía con la boca abierta, y así murió. Le clavé la lanza en el gaznate y me detuve el tiempo suficiente para que abriera los ojos y su espíritu me reconociera, y entonces, cuando vi que sabía quién era, empujé la lanza hasta atravesarle el cuello y la cerviz, de modo que quedó clavado al suelo. Se agitaba mientras lo mataba, y lo último que vio su espíritu en este mundo fue mi sonrisa. Luego me agaché, cogí el dogal hecho con mi barba, que Amhar llevaba al cinturón, desaté a Hywelbane y salí de la iglesia. Quería buscar a Mordred y a Loholt, pero los durmientes empezaban a espabilar y uno me llamó la atención y me preguntó quién era yo, de modo que opté por desaparecer entre la bruma y subí rápidamente la cuesta hacia donde me esperaban Sansum y Taliesin.

–¡Tenemos que marchar! – balbució Sansum.

–En las murallas tengo unas bridas, señor -me dijo Taliesin.

–Piensas en todo -le dije con admiración. Me detuve a arrojar los restos de mi barba a la pequeña hoguera que calentaba a mis carceleros y, cuando vi que el último mechón se prendía y se reducía a cenizas, seguí a Taliesin hacia la parte norte de la muralla. Encontró las bridas en la oscuridad, subimos a la plataforma de combate y allí, ocultos a los centinelas gracias a la niebla, nos encaramamos al muro y saltamos a la ladera. La niebla terminaba a media falda y nos dirigimos rápidamente al prado donde dormía la mayor parte de los caballos de Mordred. Taliesin despertó a dos bestias acariciándoles suavemente el hocico y cantándoles al oído, y los animales se dejaron poner las bridas mansamente.

–¿Sabéis montar sin silla, señor? – me preguntó Taliesin.

–Y hasta sin caballo, esta noche, si me apuras.

–¿Y yo, qué? – dijo Sansum, una vez hube montado.

Lo miré por encima del hombro. Tentado estuve de dejarlo en el prado, pues toda su vida había sido un traidor y no deseaba alargar su existencia, pero podía sernos útil esa noche, de modo que le tendí una mano y lo ayudé a montar detrás de mí.

–Más me valdría dejarte aquí, obispo -le dije mientras se acomodaba. En vez de contestarme, me agarró fuertemente por la cintura. Taliesin llevó al segundo caballo hasta la puerta del prado y la abrió-. ¿Te dijo Merlín lo que teníamos que hacer ahora? – pregunté al bardo al tiempo que hacía salir al caballo por la puerta.

–No, señor, pero lo sabio sería dirigirnos a la costa y buscar una embarcación. Y darnos prisa, señor. El sueño no durará mucho en ese cerro, y tan pronto como descubran que no estáis enviarán hombres a buscarnos. – Taliesin se apoyó en la puerta a modo de estribo para subirse al caballo.

–¿Qué hacemos? – me preguntó Sansum, presa de pánico, apretándome con ferocidad.

–¡Matarte! – dije-. Así, Taliesin y yo huiríamos más deprisa.

–¡No, señor! ¡Os lo ruego!

Taliesin levantó la mirada hacia las estrellas.

–¿Vamos hacia poniente? – propuso.

–Ya sé adonde vamos a ir -dije, hincando los talones al caballo en dirección al sendero de Lindinis.

–¿Adonde? – preguntó Sansum.

–A ver a vuestra esposa, obispo -dije-, a ver a vuestra esposa. – Tal fue el motivo que me impulsó a salvar la vida a Sansum aquella noche, pues Morgana era en ese instante nuestra mayor esperanza. No la hallaría dispuesta a ayudarme a mí, y sin duda escupiría a Taliesin a la cara si le pedía auxilio, pero por Sansum haría cuanto fuera necesario.

De modo que cabalgamos en dirección a Ynys Wydryn.

Despertamos a Morgana del sueño y se acercó a la puerta de la fortaleza de muy mal humor, es decir, de peor humor que de costumbre. No me reconoció sin la barba y no vio a su esposo, el cual, dolorido por la cabalgada, venía detrás más despacio; a Taliesin, por el contrario, lo vio enseguida y, tomándolo por un osado druida profanador del recinto sagrado del templo, lo insultó.

–¡Pecador! – chilló; el hecho de acabar de despertarse no restó bríos al vituperio-. ¡Corruptor! ¡Idólatra! ¡En el nombre de Dios santo y de su santísima madre, te ordeno que te vayas!

–¡Morgana! – le dije, pero en ese momento distinguió la silueta desmañada y renqueante de Sansum, soltó un maullido de alegría y se precipitó a su encuentro. La luna en cuarto creciente arrancó un destello a la máscara dorada con la que se cubría el desfigurado rostro.

–¡Sansum! – clamó-. ¡Mi dulce esposo!

–¡Preciosa mía! – replicó Sansum, y ambos se fundieron en un abrazo a la luz de la noche.

–Querido mío -farfullaba Morgana acariciándole el rostro-, ¿qué te han hecho?

Taliesin sonrió, e incluso yo, que odiaba a Sansum y no sentía amor por Morgana, no pude contener una sonrisa al verlos tan contentos. De todos los matrimonios que he conocido en mi vida, aquel era el más extraordinario. Sansum, el hombre más deshonesto que haya existido jamás, y Morgana, la más sincera entre todas las mujeres de la creación, se adoraban mutua y abiertamente, o al menos, Morgana adoraba a Sansum. Morgana había nacido hermosa, pero un trágico incendio que puso fin a la vida de su primer esposo le deformó a ella el cuerpo y el rostro de forma abominable. Ningún hombre la habría amado por su belleza, ni por su carácter, tan amargado, deformado y destrozado por el fuego como su cuerpo, pero sí por su rango, pues era hermana de Arturo; yo siempre tuve para mí que tal era el motivo que había conducido a Sansum a sus brazos. Mas, aunque no la amara por sí misma, fingía amor de tal guisa que a ella le convencía y le proporcionaba felicidad, y sólo por eso estaba dispuesto a perdonar el simulacro al señor de los ratones. Además, el obispo le profesaba admiración, pues Morgana era una mujer inteligente y Sansum admiraba tal cualidad, de modo que ambos se beneficiaban del matrimonio; Morgana recibía ternura, Sansum obtenía protección y consejo y, como ninguno de los dos buscaba los placeres de la carne, el matrimonio resultó mejor avenido que muchos otros.

–Dentro de una hora -interrumpí brutalmente el feliz reencuentro- los hombres de Mordred estarán aquí. Tenemos que encontrarnos muy lejos cuando lleguen. Y vuestras mujeres, señora -le dije a Morgana-, que se refugien en los marjales. Mordred no respetará su condición de damas sagradas y las violarán a todas.

Morgana me fulminó con su único ojo, que brillaba por el agujero de la máscara.

–Estás mejor sin barba, Derfel -dijo.

–Pues peor estaría sin cabeza, señora; Mordred está levantando una montaña de cabezas en Caer Cadarn.

–No sé por qué Sansum y yo habríamos de salvaros esa vida pecaminosa que lleváis -gruñó-, pero Dios nos manda ser piadosos. – Se deshizo del abrazo de Sansum y despertó a sus mujeres profiriendo gritos horrísonos. Nos mandó a Taliesin y a mí al interior de la iglesia con un cesto, con orden de recoger todo el oro allí depositado, y envió a unas cuantas mujeres a la aldea a despertar a los barqueros. Era maravillosamente eficiente. El pánico dominaba el santuario, pero Morgana lo tenía todo bajo control, y en pocos minutos las primeras mujeres empezaron a embarcar en los botes de fondo plano de los pantanos y partieron hacia el lago envuelto en bruma.

Nosotros fuimos los últimos en embarcar y juro que oí cascos de caballos hacia el este en el momento en que nuestro barquero hundía la pértiga en las oscuras aguas. Taliesin, sentado en la proa, comenzó a cantar el lamento de Idfael, pero Morgana le ordenó con brusquedad que dejara de cantar música pagana. Taliesin levantó los dedos de la pequeña arpa.

–La música no reconoce lealtades, señora -bromeó el bardo con suavidad.

–La música que tú cantas la inspira el diablo -le dijo.

–No toda -replicó Taliesin, y reanudó su canto con una canción que no había escuchado nunca. «A la orilla de los ríos de Babilonia -cantó-, donde estamos sentados, derramamos amargas lágrimas al recordar nuestro hogar», y vi que Morgana se introducía un dedo por debajo de la máscara como para enjugarse unas lágrimas. El bardo siguió cantando mientras el alto Tor quedaba atrás, la bruma de los pantanos nos envolvía y el barquero nos llevaba por entre los juncos susurrantes surcando el agua negra. Cuando Taliesin terminó la canción, sólo quedó el murmullo de las olas del lago bajo la barca y el chapoteo de la pértiga que nos impulsaba.

–Tendrías que cantar en el nombre de Cristo -dijo Sansum en tono reprobatorio.

–Yo canto en el nombre de todos los dioses -dijo Taliesin-, y en los días venideros los necesitaremos a todos.

–¡Sólo hay un Dios! – replicó Morgana con fiereza.

–Si vos lo decís, señora -respondió Taliesin con calma-, pero me temo que esta noche no os ha servido de gran cosa -y señaló hacia Ynys Wydryn. lodos nos volvimos a mirar y contemplamos un resplandor lívido que se extendía en la niebla. Yo había visto un resplandor semejante en otra ocasión, entre una niebla semejante y en el mismo lago. Era el resplandor de edificios incendiados con antorchas, el resplandor de tejados de paja ardiendo. Mordred había seguido nuestros pasos y el santuario del Santo Espino, donde su madre yacía enterrada, era reducido a cenizas; pero nosotros estábamos a salvo en los pantanos, donde nadie se atrevía a entrar sin guía.

El mal había atrapado a Dumnonia entre sus garras una vez más.

Mas nosotros conservábamos la vida y, al amanecer, encontramos a un pescador que nos llevaría a Siluria a cambio de oro. Y volví a casa, al encuentro de Arturo.

Al encuentro de un nuevo horror.

Ceinwyn estaba enferma.

La enfermedad le sobrevino repentinamente, me dijo Ginebra, pocas horas después de zarpar yo de Isca. Primero tiritaba, después sudaba y, al final del día, le faltaban fuerzas para tenerse en pie, de modo que se la llevó a la cama; Morwenna la cuidó y una mujer sabia le administró una poción de tusílago y ruda y le colocó un talismán curativo entre los senos, pero a la mañana siguiente le brotaron forúnculos por todo el cuerpo. Dolíanle todas las articulaciones, no podía tragar y respiraba entrecortadamente. Entonces empezó a delirar agitándose en el lecho y llamando a Dian a roncos gritos.

Morwenna trató de prepararme para la muerte de Ceinwyn.

–Padre, madre cree que es víctima de una maldición -me dijo-, porque el día que te fuiste llegó una mujer pidiendo de comer. Le dimos granos de cebada y, cuando se marchó, encontramos sangre en las jambas de la puerta.

–Las maldiciones pueden ser contrarrestadas -dije tocando el pomo de Hywelbane.

–Fuimos a buscar al druida de Cefucrib -continuó Morwenna-, limpió la sangre de la puerta y nos dio una piedra de fada. – Hizo una pausa y miro con ojos llorosos la piedra perforada que pendía sobre la cama de Ceinwyn-. ¡Pero el hechizo no se va! – se lamentó-. ¡Va a morir!

–Todavía no -dije-, todavía no. – No podía creer que la muerte de Ceinwyn fuera inminente, pues siempre había gozado de buena salud. Aún no tenía una sola cana, conservaba casi todos los dientes y, cuando me marché de Isca, seguía ágil como una niña. Mas de repente parecía vieja y consumida. Y sufría. No podía hablarnos de su dolor pero su rostro lo reflejaba y las lágrimas que le regaban las mejillas lo proclamaban a voces.

Taliesin pasó largo raro observándola y convino en que se trataba de un hechizo, pero Morgana lo negó briosamente.

–¡Superchería pagana! – dijo con voz de rana, y se fue a buscar otras hierbas, las cuales hirvió en hidromiel y dio a beber a Ceiwnyn a cucharadas. Morgana la trataba con ternura, aunque, mientras le administraba la medicina, la reñía por ser todavía una pecadora pagana.

Yo no sabía qué hacer, más que sentarme junto al lecho de Ceinwyn, tomarle la mano y llorar. Tornáronse lacios sus cabellos y, a los dos días de mi llegada, empezó a caérsele a puñados. Los forúnculos reventaron y empaparon la cama de sangre y pus. Morwenna y Morgana hicieron camas nuevas con paja fresca, pero Ceinwyn manchaba el lecho a diario y era necesario hervir las sábanas en una tina grande. El dolor persistía, y con intensidad tan insufrible que, al cabo de poco tiempo, empecé a desear que la muerte pusiera fin a su tormento, pero Ceinwyn no moría. Sólo sufría y, a veces, el dolor le arrancaba lágrimas y me apretaba la mano con una fuerza tremenda, y yo sólo podía restañarle el sudor de la frente, pronunciar su nombre y sentir el temor a la soledad que me iba ganando.

Amaba tanto a mi Ceinwyn… Y hasta hoy, después de tantos años, sonrío al evocarla; a veces me despierto con lágrimas en el rostro y sé que son por ella. Nuestro amor comenzó en un arrebato de pasión, y dicen los sabios que tal pasión debe concluir, pero la nuestra, lejos de enfriarse, se tornó en amor profundo e intenso. Yo la amaba y la admiraba, los días parecían más luminosos con ella y, de pronto, me veía condenado a presenciar los tormentos infernales que la poseían, las convulsiones que el dolor le provocaba y la proliferación de forúnculos rojos que se hinchaban hasta reventar de la porquería que acumulaban. Y sin embargo, no moría.

Algunos días, Galahad o Arturo me relevaban. Todos querían ayudar. Ginebra mandó a buscar a las mujeres más sabias de las montañas de Siluria y les llenó las manos de oro para que fueran a buscar nuevas hierbas o viales de agua de algún remoto manantial sagrado. Culhwch, ya calvo pero aún mal hablado y pendenciero, lloraba por Ceinwyn y me dio una saeta de elfo que había encontrado en las montañas de poniente, aunque, cuando Morgana encontró el amuleto mágico en la cama de Ceinwyn, lo tiró, de la misma forma que tiró la piedra de fada del druida y el amuleto que descubrió entre los senos de Ceinwyn. El obispo Emrys rezaba por ella, y hasta Sansum, antes de partir hacia Gwent, rezó con él, aunque dudo que su plegaria fuera tan sentida como las que Emrys elevaba a su dios. Morwenna se entregó a su madre y nadie luchó más que ella por encontrar remedio. La cuidaba, la aseaba, rezaba por ella, lloraba por ella. Ginebra, naturalmente, no podía soportar la vista de la enfermedad ni el olor de la estancia de la enferma, pero paseaba conmigo a menudo mientras Galahad o Arturo tomaban la mano a Ceinwyn. Recuerdo un día que fuimos caminando hasta el anfiteatro y, paseando por el foso de arena, Ginebra trató, torpemente, de consolarme.

–Eres afortunado, Derfel -me dijo-, pues has conocido una cosa poco común. Un gran amor.

–Como el que conocisteis vos, señora -dije.

Hizo un gesto y, en ese momento, deseé no haber concitado, aun sin mentarlo, el pensamiento de que su gran amor se había echado a perder, aunque en realidad, tanto ella como Arturo habían sobrevivido al infortunio. Supongo que aún conservaban el recuerdo como una sombra profundamente enterrada y a veces, en aquellos años, cuando algún insensato pronunciaba el nombre de Lancelot, un silencio repentino enturbiaba el aire. En una ocasión, un bardo que llegó de paso cantó inocentemente el lamento de Blodeuwedd, una canción que habla de la infidelidad de una mujer y, al concluir la canción, se hizo un silencio plomizo en la ahumada sala de banquetes. Aun con todo, la mayor parte del tiempo que vivieron allí Arturo y Ginebra fueron felices de verdad.

–Sí, yo también soy afortunada -dijo Ginebra secamente, no porque yo le hubiera disgustado sino porque siempre le incomodaban las conversaciones íntimas. Sólo en Mynydd Baddon llegó a superar su natural reserva, al punto de que poco faltó para que se trabara una verdadera amistad entre nosotros; sin embargo, desde entonces nos alejamos de nuevo, sin llegar a la hostilidad de otros tiempos y manteniendo una relación afectuosa pero con recelo-. Te favorece la cara afeitada -dijo entonces, cambiando de tema-, pareces más joven.

–He jurado que no me la dejaré crecer de nuevo hasta que muera Mordred -dije.

–Pues que sea pronto. No soportaría morir antes de que esa lombriz reciba su merecido -dijo despiadadamente y con verdadero temor de que el tiempo acabara con ella antes de la muerte de Mordred. Todos habíamos cumplido ya los cuarenta, y pocos superaban esa edad en aquel tiempo. Naturalmente, Merlín había vivido dos veces cuarenta años, y más, y todos conocíamos a algunas personas de cincuenta, sesenta e incluso setenta, pero ya nos creíamos viejos. Ginebra tenía el pelo veteado de mechones blancos, pero conservaba la belleza y su enérgico rostro miraba al mundo con la misma fuerza y arrogancia de siempre. Se detuvo al ver a Gwydre, que había llegado a la arena a caballo. La saludó con la mano e hizo volver al caballo sobre sus pasos. Estaba adiestrando al animal para la guerra, le enseñaba a alzarse y a golpear con los cascos, a mantener las patas en movimiento aunque no se desplazara, para que ningún enemigo pudiera cortarle los tendones de las corvas. Ginebra se quedó un rato observándolo.

–¿Crees que llegará a ser rey? – me preguntó con melancolía.

–Sí, señora. Mordred cometerá un error tarde o temprano y entonces nos abalanzaremos.

–Eso espero -dijo, y me tomó del brazo. No me pareció que deseara procurarme consuelo a mí, sino a sí misma-. ¿Arturo ha hablado contigo de Amhar? – me preguntó.

–Brevemente, señora.

–No te culpa. Lo sabes, ¿verdad?

–Me gustaría creerlo -dije.

–Puedes creértelo -replicó bruscamente-. Sufre por haber fracasado como padre, no por la muerte de ese bastardo.

Sospechaba que la pesadumbre de Arturo se debía más a Dumnonia que a la muerte de Amhar, pues la noticias de las masacres le produjeron profunda amargura. Quería vengarse, como yo, pero Mordred poseía un ejército y Arturo contaba con menos de dos centenares de hombres que habrían de cruzar el Severn en naves llegado el caso de enfrentarse a Mordred. Sinceramente, Arturo no sabía cómo hacerlo. Incluso se preocupaba por la legitimidad de la venganza.

–Los hombres a los que ha matado -me dijo- le habían jurado lealtad. Tenía derecho a matarlos.

–Y nosotros tenemos derecho a vengarlos -insistí, pero no creo que Arturo estuviera completamente de acuerdo conmigo. Siempre elevaba la ley por encima de las pasiones personales y, según nuestra ley de lealtad que hace del rey la fuente de toda ley y por tanto de todos los juramentos de lealtad, Mordred podía proceder a su capricho en su propia tierra. Arturo, siendo como era, se preocupaba por el incumplimiento de la ley, aunque lamentaba la muerte de los hombres y mujeres y la esclavitud de los niños, y sabía que aún caerían más, muertos o esclavizados, mientras Mordred viviera. Al parecer, sería necesario forzar la ley, pero Arturo no sabía cómo hacerlo. Si hubiéramos tenido ocasión de marchar con nuestros hombres cruzando Gwent y llevarlos en dirección este hasta alcanzar las tierras fronterizas con Lloegyr, uniendo así nuestras fuerzas a las de Sagramor, habríamos tenido fuerza suficiente para vencer al sanguinario ejército de Mordred, o al menos enfrentarnos a él en igualdad de condiciones, pero el rey Meurig se negaba obstinadamente a franquearnos el paso por sus tierras. Si cruzábamos en naves por el Severn, tendríamos que prescindir de los caballos y nos encontraríamos muy lejos aún de Sagramor, separados por el ejército de Mordred. El rey podría vencernos a nosotros primero y atacar al numidio después.

Al menos, Sagramor aún seguía con vida, aunque no era grande el consuelo. Mordred había matado a algunos de sus hombres pero no logró encontrarlo a él y se retiró con sus tropas del país fronterizo antes de que Sagramor tomara represalias brutalmente. Nos habían dicho que Sagramor se había refugiado con ciento veinte hombres en una plaza fuerte al sur del país. Mordred no se atrevía a asaltarla y Sagramor carecía de fuerza para hacer una escapada y derrotar al ejército de Mordred, de modo que se vigilaban el uno al otro sin enfrentarse, mientras los sajones de Cerdic, animados por la impotencia de Sagramor, volvían a expandirse hacia el oeste en nuestro territorio. Mordred envió algunas bandas a luchar contra esos sajones, ajeno a los mensajeros que se atrevían a cruzar su tierra poniendo a Arturo en contacto con Sagramor. Los mensajes reflejaban la frustración de Sagramor… ¿cómo sacar de allí a sus hombres y llevarlos a Siluria? Mediaba una gran distancia y el enemigo, mucho más numeroso, se encontraba en el camino. Realmente parecía que no podríamos vengar las masacres de ninguna manera, pero entonces, tres semanas después de mi regreso a Dumnonia, tuvimos nuevas de la corte de Meurig.

El rumor nos llegó a través de Sansum. El obispo había ido a Isca conmigo, pero la compañía de Arturo le irritaba, de modo que dejó a Morgana al cuidado del hermano de ésta y se marchó a Gwent; después, tal vez para alardear de sus buenas relaciones con el rey, nos envió una misiva anunciándonos que Mordred quería obtener permiso de Meurig para cruzar Gwent con sus hombres y atacar Siluria. Meurig, decía Sansum, todavía no le había dado respuesta.

–¿El señor de los ratones estará urdiendo algo otra vez? – me preguntó Arturo, tras ponerme al corriente de la misiva de Sansum.

–Os apoya a vos y a Meurig, señor -dije agriamente- para ganar el favor de ambos.

–Pero, ¿es cierto? – se preguntó Arturo. Esperaba que sí, pues si Mordred lo atacaba, ninguna ley podría condenarlo por defenderse, y si Mordred conducía a su ejército hacia el norte y entraba en Gwent, nosotros podríamos navegar hacia el sur por el mar Severn y unirnos a Sagramor en algún punto del sur de Dumnonia. Tanto Galahad como el obispo Emrys dudaban de que el mensaje de Sansum fuera cierto, pero yo no estaba de acuerdo con ellos. Mordred odiaba a Arturo más que a nadie y me parecía que no podría resistir la tentación de vencerlo en la batalla.

De modo que pasamos unos días haciendo planes. Nuestros hombres se ejercitaban con la lanza y la espada y Arturo envió mensajes a Sagramor explicándole a grandes rasgos la campaña que esperaba llevar a cabo, pero, o bien Meurig negó el permiso a Mordred o bien Mordred decidió no atacar Siluria, pues nada sucedió. El ejercito de Mordred permanecía entre Sagramor y nosotros y no nos llegaron más rumores de Sansum, de modo que tuvimos que quedarnos esperando.

Esperando y presenciando la agonía de Ceinwyn, viendo que se demacraba de día en día, oyendo sus delirios, sintiendo el terror con que nos agarraba y oliendo la muerte que no llegaba.

Morgana probó hierbas nuevas. Colocó una cruz sobre el cuerpo desnudo de Ceinwyn pero el mero roce la hizo aullar. Una noche, cuando Morgana dormía, Taliesin hizo un contrahechizo para anular el que creía que aquejaba a Ceinwyn, pero, a pesar de sacrificar una liebre y untar con la sangre la cara a Ceinwyn, y a pesar de tocar la piel erizada de forúnculos con la punta de una vara de fresno, y a pesar de que le rodeamos el lecho de piedras de águila, dardos de elfo y piedras de fada, y a pesar del ramito de zarzamora y el de muérdago que cortamos de un limero y colocamos sobre su lecho, y a pesar de que dejamos a Excalibur, uno de los tesoros de Britania, a su lado, la enfermedad no remitía. Rezamos a Grannos, el dios de la salud, pero nuestras oraciones no fueron escuchadas y nuestros sacrificios no fueron aceptados.

–Se trata de magia muy poderosa -concluyó Taliesin con tristeza. A la noche siguiente, mientras Morgana dormía, fuimos a buscar a un druida del norte de Siluria y lo llevamos a la estancia de la enferma. Era un druida del pueblo, todo barbas y mal olor, y recitó un conjuro, luego machacó huesos de alondra hasta reducirlos a polvo y los mezcló con una infusión de artemisa en una copa sagrada. Hizo tomar la medicina a Ceinwyn a gotas, pero todo fue en vano. El druida intentó darle trocitos de corazón de gato negro asado, pero ella los escupió, de modo que el druida utilizó su recurso más fuerte, el roce de la mano de cadáver. La mano, que me recordó al penacho del casco de Cerdic, estaba negruzca. El druida se la pasó a Ceinwyn por la frente, la nariz y la garganta y la presionó sobre el cráneo mientras musitaba un encantamiento, pero lo único que consiguió fue pasar un puñado de piojos de sus barbas a la cabeza de Ceinwyn y, cuando quisimos despiojarla, terminó de caérsele el poco cabello que le quedaba. Pagué al druida y lo acompañé al patio huyendo del humo de las hogueras en las que Taliesin quemaba hierbas. Morwenna salió conmigo.

–Tienes que descansar, padre -me dijo.

–Tiempo habrá para descansar -le dije, mirando al druida que se perdía en la oscuridad arrastrando los pies.

Morwenna me abrazó y descansó la cabeza en mi hombro. Tenía el pelo dorado como Ceinwyn, y olía igual.

–Tal vez no sea cosa de magia -me dijo.

–Si no lo fuera, ya habría muerto.

–En Powys hay una mujer que dicen que tiene grandes poderes.

–Pues que vayan a buscarla -dije, cansado, aunque ya no tenía te en los hechiceros. Muchos nos habían visitado y habían aceptado el oro, pero ninguno pudo sanarla. Había hecho sacrificios a Mitra y había rogado a Bel y a Don, mas la situación seguía igual.

Ceiwnyn empezó a gemir hasta que su voz se convirtió en un aullido de dolor. El grito me sobrecogió y me separé de Morwenna con suavidad.

–Tengo que ir a su lado.

–Descansa, padre -insistió Morwenna-, yo le haré compañía.

En ese momento vi una sombra envuelta en un manto en el centro del patio. No distinguí si se trataba de hombre o mujer ni habría sabido decir cuánto tiempo llevaba allí de pie. Tenía la impresión de que, un momento antes, en el patio no había nadie, y sin embargo ahí tenía a un desconocido embozado que me miraba con la cara en sombra, semioculta a los rayos de la luna por una gran capucha; temí de pronto que fuera la muerte misma. Me acerqué.

–¿Quién eres? – pregunté.

–No me conocéis, lord Derfel Cardarn. – Tenía voz de mujer y, mientras hablaba, se retiró la capucha y vi un rostro pintado de blanco con hollín alrededor de los ojos, de modo que parecía una calavera viva. Morwenna tragó saliva.

–¿Quién eres? – insistí.

–Soy el soplo del viento del oeste, lord Derfel -dijo con voz silbante-, y la lluvia que riega Cadair Idris, y la helada que borda los picos de Eryri. Soy la mensajera del tiempo anterior a los reyes, soy la Bailarina. – Y se rió con unas carcajadas que resonaron como un acceso de locura en la noche. Al oírlas, Taliesin y Galahad salieron a la puerta de la enferma y se quedaron en el umbral mirando fijamente a la mujer de la cara blanca, que reía a mandíbula batiente. Galahad hizo la señal de la cruz y Taliesin tocó el cerrojo de la puerta, que era de hierro-. Venid conmigo, lord Derfel -me ordenó la mujer-, venid conmigo.

–Id, señor -me animó Taliesin, y de pronto tuve la esperanza de que los encantamientos del druida infestado de piojos hubieran surtido algún efecto, pues aunque no hubieran aliviado a Ceinwyn, habían producido una aparición en el patio, de modo que salí al claro de luna y me acerqué a la mujer embozada.

–Abrazadme, lord Derfel -me dijo, y en su voz percibí no sé qué decadencia y suciedad; me estremecí, avancé un paso más y le rodeé los delgados hombros con mis brazos. Olía a miel y ceniza.

–¿Queréis que Ceinwyn viva? – me susurró al oído.

–Sí.

–Pues venid conmigo en este instante -musitó nuevamente, y se deshizo de mi abrazo-. Ahora -insistió al ver que vacilaba.

–Voy a buscar un manto y una espada -dije.

–No necesitáis espada en el lugar al que vamos, lord Derfel, y podemos abrigarnos los dos con mi manto. Venid en este instante o vuestra dama seguirá sufriendo. – Con tales palabras, dio media vuelta y salió del patio.

–¡Id! – me apremió Taliesin-. ¡Id!

Galahad quiso acompañarme, pero la mujer se volvió al llegar a la puerta y le ordenó que retrocediera.

–Lord Derfel viene solo -dijo- o no viene.

De este modo partí tras los pasos de la muerte, en plena noche, hacia el norte.

Pasamos la noche andando y, al amanecer, estábamos al borde de las altas montañas; ella seguía adelante por sendas que nos alejaban más y más de cualquier población. La mujer que se hacía llamar la Bailarina iba descalza, y a veces brincaba como poseída de un júbilo insaciable. Una hora después del amanecer, cuando el sol inundaba los montes de nueva luz dorada, se detuvo junto a un lago pequeño a echarse agua por la cara y a frotarse las mejillas con puñados de hierba para quitarse la mezcla de miel y ceniza con que se había pintado. Hasta entonces no supe si era joven o vieja, pero de pronto vi a una mujer de veinte años, muy hermosa. Tenía el rostro delicado y lleno de vida, con ojos risueños y la sonrisa fácil. Sabía que era bonita y rompió a reír al ver que yo apreciaba su gracia.

–¿Queréis yacer conmigo, lord Derfel? – preguntó.

–No.

–Y si con ello Ceinwyn sanara -insistió-, ¿yaceríais conmigo?

–Sí.

–¡Pero no! – dijo-. ¡No sanará con ello! – Volvió a reírse y echó a correr delante de mí dejando caer el pesado manto, bajo el cual llevaba un vestido de lino fino que se le pegaba grácilmente al cuerpo-. ¿Os acordáis de mí? – preguntó girándose.

–¿Debería acordarme?

–Yo me acuerdo de vos, lord Derfel. Contemplasteis mi cuerpo un día con ojos hambrientos, porque estabais hambriento. ¡Qué hambre teníais! ¿Lo recordáis? – Entonces, cerró los ojos y bajó por el sendero de cabras hacia mí, levantando mucho los pies, con precisión, y estirando las puntas a cada paso, e inmediatamente la reconocí. Merlín: era la niña cuya piel desnuda brillaba en la oscuridad.

–Eres Olwen -dije. El nombre me llegó de muchos años atrás-. Olwen de Plata.

–De modo que os acordáis de mí. Ahora soy mayor. Olwen la mayor -se rió-. ¡Vamos, señor! ¡Traedme el manto!

–¿Adonde vamos?

–Lejos, señor, lejos. Donde nacen los vientos y se originan las lluvias, donde se forman las nieblas y no hay reyes que manden. – Bailó por el camino con una energía al parecer inagotable. Pasó el día entero bailando y contándome insensateces. Creo que estaba loca. En una ocasión, cuando pasábamos por un valle pequeño donde unos árboles de hojas plateadas temblaban con la brisa, se quitó el vestido y bailó desnuda sobre la hierba; lo hizo para provocarme, para tentarme; cuando pasé de largo, caminando obstinadamente y sin mostrar deseo por ella, se rió otra vez, se colgó el vestido sobre un hombro y siguió caminando a mi lado como si la desnudez no fuera cosa notable-. Fui yo quien llevó la maldición a vuestra casa -me dijo con orgullo.

–¿Por qué?

–Porque así había de ser, claro está -respondió con absoluta sinceridad-, y ahora tendrá que levantarse. Por eso vais a las montañas, señor.

–¿A ver a Nimue? – pregunté, aunque ya lo sabía; creo que supe, desde el momento en que encontré a Olwen en el patio, que iba a ver a Nimue.

–A Nimue -asintió Olwen, contenta-. Como veis, señor, ha llegado la hora.

–¿La hora de qué?

–La hora última de todas las cosas, claro -dijo Olwen, y se libró del estorbo del vestido tirándomelo a las manos. Me adelantó a saltos, de vez en cuando se volvía, me miraba con malicia y se divertía a costa de mi expresión inmutable-. Me gusta desnudarme cuando brilla el sol.

–¿Qué es la última hora de todas las cosas? – le pregunté.

–Convertiremos Britania en un lugar perfecto. No habrá enfermedades ni hambre, ni temores ni guerras, ni tormentas ni ropa. ¡Todo concluirá, señor! Las montañas caerán y los ríos volverán sobre su propio cauce, los mares hervirán y los lobos aullarán, pero al final el país será verde y oro, y los años dejarán de existir y el tiempo, y todos seremos dioses y diosas. Yo seré una diosa árbol. Mandaré sobre el alerce y el carpe; por las mañanas bailaré y por las noches yaceré con hombres dorados.

–¿No tenías que yacer con Gawain cuando lo sacaron de la olla? – le pregunté-. Creía que ibas a ser su reina.

–Yací con él, señor, pero estaba muerto. Muerto y seco. Sabía a sal. – Prorrumpió en carcajadas-. Muerto, seco y salado. Lo calenté toda la noche, pero no se movió. No quería yacer con él -añadió en tono confidencial-, pero desde aquella noche, señor, no he conocido otra cosa que la felicidad. – Se giró con ligereza, marcando un paso complicado en la hierba de primavera.

Loca, pensé, loca y extremadamente bonita, tan bonita como Ceinwyn en otro tiempo, aunque la niña, al contrario que mi Ceinwyn, blanca de piel y de dorados cabellos, tenía el pelo negro y la piel tostada por el sol.

–¿Por qué te llaman Olwen de Plata? – le pregunté.

–Porque mi espíritu es de plata, señor. ¡Tengo el pelo oscuro pero mi espíritu es de plata! – Giró velozmente en el camino y siguió corriendo con agilidad. Me detuve unos momentos después a recuperar el resuello y mirar al fondo de un profundo valle donde distinguí a un pastor con sus ovejas. El perro del pastor corría ladera arriba en busca de una oveja descarriada y, más allá del rebaño apelotonado, divisé una casa y una mujer que tendía ropa a secar en las aulagas. Pensé que aquello era la realidad y el viaje por las montañas una locura, un sueño; me toqué la cicatriz de la mano izquierda, la que me unía a Nimue, y vi que se había puesto bermeja. Hacía años que era blanca, pero en ese momento estaba lívida.

–¡Tenemos que seguir, señor! – me dijo Olwen-. ¡Seguir, seguir! ¡Hasta las nubes! – Afortunadamente, tomó el vestido de nuevo, se lo puso por la cabeza y la tela se deslizó sobre su esbelto cuerpo-. En las nubes hace frío, señor -me dijo, y empezó a bailar otra vez mientras yo, compungido, miraba por última vez al pastor y a su perro y reanudaba el camino en pos de ella por un estrecho sendero que se perdía entre altas peñas.

Por la tarde descansamos. Hicimos alto en un valle de empinadas paredes donde crecían fresnos, serbales y sicómoros cerca de un lago estrecho y alargado que se rizaba con la brisa. Me recosté contra una piedra grande y debí de quedarme dormido un rato, porque cuando desperté vi que Olwen se había desnudado otra vez y nadaba en las frías aguas negras. Salió del lago temblando, se secó con el manto y se puso el vestido.

–Nimue me dijo que si yacías conmigo, Ceinwyn moriría.

–Entonces -repliqué rudamente-, ¿por qué me pediste que lo hiciera?

–Pues para ver si amabais a vuestra Ceinwyn -respondió alegremente.

–La amo.

–Entonces podéis salvarla -respondió Olwen risueñamente.

–¿Cómo la ha hechizado Nimue?

–Con una maldición de fuego, una maldición de agua y una maldición de endrino -me dijo Olwen, y se agachó a mis pies mirándome fijamente a los ojos-, y con la tenebrosa maldición del otro cuerpo -añadió omniosamente.

–¿Y por qué? – pregunté enfurecido; no me importaban los pormenores de las maldiciones, sólo que las hubieran obrado contra mi amada Ceinwyn.

–¿Por qué no? – dijo Olwen, y soltó una carcajada, se arrebujó en el manto húmedo y siguió andando-. ¡Vamos, señor! ¿Tenéis hambre?

–Sí.

–Comeréis. Comeréis, dormiréis y departiréis. – Reanudó el baile pisando delicadamente con pies desnudos el sendero de pedernal. Vi que le sangraban los pies, pero no parecía importarle-. Vamos hacia atrás -me dijo.

–¿Qué significa eso?

Dio media vuelta y empezó a saltar hacia atrás, mirándome.

–Vamos atrás en el tiempo, señor. Devanamos los años a la inversa. Los años de ayer pasan volando a nuestro lado, tan veloces que no vemos los días ni las noches. Vos no habéis nacido siquiera, ni tampoco vuestros padres, y seguimos retrocediendo, siempre hacia atrás, hasta el tiempo en que no había reyes. Allí vamos, señor. Al tiempo anterior a los reyes.

–Te sangran los pies -dije.

–Se curan -dio media vuelta y siguió saltando-. ¡Vamos! ¡Venid a los tiempos de antes de los reyes!

–¿Merlín me está esperando allí? – pregunté.

Al ensalmo de ese nombre, Olwen se detuvo. Se quedó quieta, dio media vuelta y me miró con el ceño fruncido.

–Yací con Merlín una vez -dijo al cabo de un momento-. ¡Muchas veces! – añadió en un arrebato de sinceridad.

No me sorprendió. Merlín era una cabra.

–¿Nos espera Merlín? – insistí.

–Está en el corazón del tiempo de antes de los reyes -contestó con seriedad-. En el mismísimo centro, señor. Merlín es el frío de la helada, el agua de la lluvia, la llama del sol, el hálito del aire. Ahora, venid -me tiró de la manga con súbita premura-, ahora no podemos hablar.

–¿Merlín está prisionero? – pregunté, pero Olwen no contestó. Corría delante de mí y esperaba impaciente a que le diera alcance, y tan pronto como la alcanzaba, echaba a correr otra vez. No le costaba esfuerzo subir por los empinados caminos, mientras yo avanzaba a duras penas detrás de ella, adentrándonos más y más en las montañas. Me imaginé que ya habríamos salido de Siluria y habríamos llegado a Powys, a un paraje del triste país donde el brazo del joven Perddel no llegaba. Era una tierra sin ley, una madriguera de bandoleros, pero Olwen brincaba sin cuita entre los peligros.

Cayó la noche. Las nubes llegaron en masa desde poniente y enseguida nos envolvió la oscuridad. Miré alrededor, no veía nada, ni luces ni el destello de una llama en la lejanía. Me imaginé que Bel encontraría así la isla de Britania cuando por vez primera nos trajo la luz y la vida.

–¡Vamos, señor! – dijo Olwen tomándome de la mano.

–¡No ves nada! – protesté.

–Lo veo todo, confiad en mí, señor -y me llevó hacia adelante avisándome de vez en cuando de los obstáculos que nos salían al paso-. Aquí tenemos que cruzar un arroyo, señor. Pisad con cuidado.

Me di cuenta de que el sendero se empinaba mucho, pero nada más. Cruzamos un tramo de pizarra resbaladiza, Olwen me sujetaba la mano con firmeza y, en cierto momento, cuando tenía la impresión de que caminábamos por la cima de un saliente elevado donde el viento me silbaba en los oídos, Olwen cantó una extraña cancioncilla de elfos.

–En estas montañas todavía hay elfos -me dijo, no bien hubo terminado la tonada-. En las demás partes de Britania los mataron a todos, pero aquí no. Yo los he visto, me enseñaron a bailar.

–Te enseñaron bien -dije; no creía una sola palabra de lo que decía pero me confortaba notar su mano pequeña asiendo la mía firmemente.

–Usan mantos de gasa -dijo.

–¿No bailan desnudos? – le pregunté en son de broma.

–La gasa no oculta nada, señor -replicó en tono reprobatorio-, y además, ¿por qué ocultar la belleza?

–¿Yaces con los elfos?

–Algún día lo haré. Todavía no. Será cuando llegue el tiempo de antes de los reyes. Yaceré con los elfos y con hombres dorados. Pero antes tengo que yacer con otro hombre salado. Vientre contra vientre con otra cosa seca de dentro de la olla. – Soltó una carcajada, me tiró de la mano y dejamos atrás el saliente para iniciar una suave pendiente de hierba que llevaba a una cumbre más alta. Allí, por primera vez desde que las nubes ocultaran la luna, vi luz.

Lejos, al otro lado de un oscuro collado, se levantaba un cerro a cuyo pie debía de haber un valle lleno de hogueras, pues la pared más cercana del cerro estaba circundada de resplandor. Me quedé allí, con la mano en la de Olwen, sin ciarme cuenta, y ella se rió alegremente viéndome mirar las luces que habían aparecido de pronto.

–Ahí tenéis la tierra de antes de los reyes, señor -me dijo-. Allí encontraréis amigos y comida.

Le solté la mano.

–¿Qué amigo sería capaz de castigar a Ceinwyn con una maldición?

Volvió a tomarme la mano.

–Vamos, señor; ya casi hemos llegado. – Olwen bajaba la pendiente tirando de mí para hacerme correr, pero me negué. Avancé despacio, recordando las palabras de Taliesin cuando nos envolvió la bruma mágica en Caer Cadarn; Merlín le había ordenado que me salvara, y dijo que no tenía que mostrarle agradecimiento, y cuanto más me acercaba a la hondonada de las hogueras más temía descubrir el sentido de esas palabras. Olwen me apuraba, se reía de mis temores y le brillaban los ojos al reflejo de las hogueras, pero yo caminaba hacia la lívida línea del cielo con ánimo apesadumbrado.

La entrada del valle estaba vigilada por lanceros, hombres de aspecto salvaje, envueltos en pieles y armados de lanzas rudamente torneadas y provistas de cuchillas rústicas en la punta. Nada dijeron al vernos pasar, aunque Olwen los saludaba alegremente; luego me llevó por un camino hasta el centro del valle, envuelto en humo. En el fondo del valle había un lago alargado y estrecho y alrededor délas negras orillas proliferaban las hogueras, junto a las cuales se levantaban chozas pequeñas entre grupos de árboles raquíticos. Allí acampaba un ejército de gente, pues vi dos centenares de hogueras o más.

–Vamos, señor -dijo Olwen, y seguimos ladera abajo-. Esto es el pasado -me dijo- y el futuro. Aquí se cierra el aro del tiempo.

«Esto es un valle -pensé para mí- de las tierras altas de Powys. Un lugar recóndito donde los desesperados pueden refugiarse, y el aro del tiempo no pinta nada aquí». Sin embargo, me estremecí de aprensión cuando Olwen me llevó a las chozas de la orilla del lago, donde acampaba el ejército. Supuse que la gente estaría dormida, pues era noche cerrada pero, al cruzar entre el lago y las chozas, una multitud de hombres y mujeres salió de las chozas para vernos pasar. Eran gentes muy extrañas, algunos se reían sin razón aparente, otros chapurreaban palabras sin sentido, otros se retorcían. Vi rostros con grandes bocios, ojos ciegos, labios leporinos, marañas de pelo y brazos y piernas retorcidos.

–¿Quiénes son? – pregunté a Olwen.

–El ejército de los locos, señor -dijo.

Escupí en dirección al lago para evitar el mal. No todos estaban locos o tullidos, pues entre tantos desgraciados había algunos lanceros que llevaban escudos torrados con piel humana y ennegrecidos con sangre humana, también; eran Escudos Sangrientos de Diwrnach, que habían sido derrotados. Otros llevaban el águila de Powys en el escudo, e incluso vi uno que tenía el zorro de Siluria, una enseña que no concurría a las batallas desde los tiempos de Gundleus. Esos hombres, semejantes a los del ejército de Mordred, eran la hez de Britania: hombres vencidos, sin tierra, sin nada que perder y todo que ganar. El valle hedía a desechos humanos. Me recordó a la isla de los Muertos, el confinamiento a donde Dumnonia enviaba a los locos sin remedio, el lugar de donde rescaté a Nimue en una ocasión. Las gentes del valle tenían la misma mirada salvaje y producían la misma impresión inquietante de que en cualquier momento podían lanzarse sobre mí con uñas y dientes sin motivo alguno.

–¿Cómo les dais de comer? – pregunté.

–Los soldados van a buscar comida -me dijo Olwen-, los soldados de verdad. Comemos mucho cordero. Me gusta el cordero. Ya hemos llegado, señor. ¡Fin de viaje! – Y con tan halagüeñas palabras, me soltó la mano y, saltando, se adelantó un poco. Estábamos al final del lago; delante de mí había un grupo de árboles grandes al pie de un alto precipicio rocoso.

Bajo los árboles ardía una docena de hogueras; los troncos de los árboles formaban dos líneas, de modo que la arboleda parecía un gran salón de festejos, al fondo del cual se alzaban dos grandes piedras grises como los monolitos que erigía el pueblo antiguo, aunque no sabía si estarían allí de antiguo o desde hacía poco tiempo.

Entre las piedras, entronizada en un impresionante sillón de madera, con la vara negra de Merlín en una mano, estaba Nimue. Olwen corrió hacia ella y se arrojó a sus pies, luego le abrazó las piernas y apoyó la cabeza en su regazo.

–¡Lo he traído, señora! – exclamó.

–¿Yació contigo? – preguntó Nimue, hablando con Olwen pero mirándome a mí fijamente. Las piedras erguidas estaban coronadas por sendas calaveras, que a su vez estaban cubiertas de una gruesa capa de cera derretida.

–No, señora -dijo Olwen.

–¿Le invitaste? – Nimue seguía con la mirada clavada en mí.

–Sí, señora.

–¿Te mostraste a él?

–Todo el día, señora.

–Buena chica -dijo Nimue, acariciándole el pelo, y casi me imaginé el ronroneo plácido de la niña a los pies de Nimue, que no me perdía de vista un instante; avance por entre los árboles a la luz délas hogueras sosteniéndole la mirada.

Nimue tenía el misino aspecto que cuando la rescaté de la isla de los Muertos. Parecía no haberse lavado, peinado ni prodigado cuidado personal alguno desde hacía años. Ningún parche ni ojo postizo disimulaba su cuenca vacía, reducida a cicatriz hundida y reseca en su rostro demacrado. Tenía la suciedad incrustada en la piel y el cabello grasiento, una maraña inextricable que le llegaba a la cintura. El pelo, que había sido negro, se le había vuelto blanco como los huesos, excepto un único mechón negro. Cubríase con una sucia túnica blanca y una harapienta capa con mangas, muy grande para su talla; de pronto me di cuenta de que debía ser la capa de Padarn, uno de los tesoros de Britania. En un dedo de la mano derecha lucía el sencillo anillo de Eluned. Sus uñas eran largas y los pocos dientes que le quedaban, negros. Parecía mucho más vieja, o tal vez se debiera sólo a que la suciedad acentuaba las duras arrugas de su rostro. Nunca había sido lo que el mundo entiende por bella, pero la luz de la inteligencia animaba su rostro haciéndola atractiva; sin embargo en ese momento me pareció repulsiva y su animada expresión de antaño habíase tornado amarga, aunque me obsequió con un esbozo de sonrisa al tiempo que levantaba la mano derecha. Me enseñó la cicatriz gemela de la que tenía yo en la mano izquierda, y en respuesta, levanté la mano yo también; Nimue asintió, satisfecha.

–Has venido, Derfel.

–No he tenido más remedio -repliqué con amargura, y señalé la cicatriz de mi mano-. ¿Acaso esto no me ata a ti? ¿Por qué atacas a Ceinwyn para traerme hasta aquí, si ya tienes esto? – Volví a tocarme la cicatriz.

–Porque no habrías venido -dijo Nimue. Sus criaturas locas se apiñaban alrededor del trono como cortesanos, otros alimentaban las hogueras y uno me olisqueaba los tobillos como un perro-. Jamás has creído -me dijo acusadoramente-. Rezas a los dioses pero no crees en ellos. Nadie cree como es debido, excepto nosotros. – Señaló, con la vara hurtada, a los cojos, a los medio ciegos, a los tullidos y a los dementes, que la miraban con adoración-. Nosotros creemos, Derfel.

–Yo también creo -repliqué.

–¡No! – exclamó Nimue con un grito que hizo responder, aterrorizadas, a algunas de las criaturas que se refugiaban bajo los árboles. Me señaló con la vara-. Tú estabas presente cuando Arturo se llevó a Gwydre de las hogueras.

–¿No esperarías que consintiera en la muerte de su hijo?

–Lo que yo esperaba, insensato, era que Bel descendiera de los ciclos abrasando el aire, haciéndolo chisporrotear a su paso y arrojando estrellas como hojas en la tormenta. ¡Eso esperaba yo! ¡Eso merecía! – Echó la cabeza atrás y chilló a las nubes, y todos los locos deformes aullaron con ella. Solo Olwen de Plata guardaba silencio. Me miraba esbozando una sonrisa, como insinuando que ella y yo éramos los únicos cuerdos en aquel refugio de locos-. ¡Eso era lo que yo quería! – me gritó Nimue, haciéndose oír por encima de la barahúnda de gritos y berridos-. ¡Y lo tendré! – añadió. Entonces se levantó, se deshizo de Olwen y, con la vara, me hizo una seña de que me acercara-. Ven.

La seguí más allá de las piedras erguidas, al interior de una oquedad del risco. No era una gruta honda sino un hueco donde habría cabido un hombre tumbado y al principio me pareció ver, efectivamente, a un hombre desnudo tendido entre las sombras de la entrada. Olwen venía a mi lado y quería darme la mano, pero la alejé de mí mientras los locos que me rodeaban se apretujaban para ver lo que había en el suelo de la cueva.

Una pequeña fogata ardía lentamente y a la tenue luz descubrí que no era un hombre lo que allí yacía, sino una estatua de arcilla, una forma de mujer de tamaño natural, con groseros pechos, piernas separadas y una cara burdamente modelada. Nimue entró en la cueva agachando la cabeza y se acuclilló al lado de la cabeza de la estatua.

–Mira, Derfel Cadarn -me dijo-, tu mujer.

Olwen soltó una carcajada y me miró con una sonrisa.

–¡Vuestra mujer, señor! – repitió Olwen, por si no lo había entendido.

Miré la grotesca forma de arcilla y luego a Nimue.

–¿Mi mujer?

–¡Es el otro cuerpo de Ceinwyn, necio! – dijo Nimue-, y yo soy su pesadilla. – Había una cesta raída al fondo de la cueva, la cesta de Garanhir, otro tesoro de Britania, y Nimue extrajo de allí un puñado de bayas secas. Se agachó e incrustó una en la arcilla cruda de la estatua-. ¡Otro forúnculo, Derfel! – dijo, y vi que la superficie de la figura estaba llena de bayas-. ¡Y otro, y otro! – Se reía cada vez que incrustaba otra baya seca en la arcilla roja-. ¿Le mandamos un poco de dolor, Derfel? ¿La hacemos gritar? – Y con esas palabras se sacó un rudimentario cuchillo del cinturón, el cuchillo de Laufrodded, y clavó el filo mellado en la cabeza de la estatua-. ¡Cómo grita ahora! – me dijo Nimue-. ¡Intentan calmarla pero el dolor es tremendo, tremendo! – y empezó a hurgar con el cuchillo en la arcilla; de pronto me asaltó la rabia y me acuclillé a la entrada de la cueva; Nimue soltó el cuchillo inmediatamente y colocó dos dedos sobre los ojos de la figura-. ¿La ciego, Derfel? – susurró-. ¿Quieres que la ciegue?

–¿Por qué lo haces? – le pregunté.

Sacó el cuchillo de Laufrodded de la atormentada cabeza de arcilla.

–Dejémosla dormir -canturreo-, ¿o no? – Entonces soltó una carcajada espantosa y sacó un cucharón de hierro de la cesta de Garanhir, con el cual recogió unas brasas humeantes de la fogata y las esparció por el cuerpo. Me imaginé a Ceinwyn estremeciéndose entre gritos, arqueando la espalda por el repentino dolor, y Nimue se reía viendo mi rabia impotente-. ¿Qué por qué lo hago? – preguntó-. Porque me impediste matar a Gwydre. Y porque puedes traer a los dioses a la tierra. Ya lo sabes.

Me quedé mirándola fijamente.

–Tú también te has vuelto loca -dije en un susurro.

–¿Qué sabes tú de la locura? – me escupió-. Tú y tu cabeza de alfiler, una cabecita pequeña y patética. ¿Acaso me juzgas? ¡Ay, dolor! – y clavó el cuchillo entre los pechos de la figura-. ¡Dolor! ¡Dolor! – Los locos que se apelotonaban detrás de mí se sumaron al grito.

–¡Dolor! ¡Dolor! – clamaban jubilosos, unos batiendo palmas y otros riéndose de gozo.

–¡Basta! – grité.

Nimue se inclinó sobre la atormentada figura con el cuchillo preparado.

–¿Quieres que te la devuelva, Derfel?

–Sí -repuse, al borde del llanto.

–¿Es tu tesoro más preciado?

–Sabes que sí.

–¿Prefieres yacer con eso -dijo, refiriéndose a la grotesca estatua de arcilla- que con Olwen?

–Sólo yazgo con Ceinwyn -dije.

–Entonces te la devolveré -contestó acariciando tiernamente la frente de la estatua-. Te devolveré a tu Ceinwyn -prometió-, pero antes tienes que traerme mi más preciado tesoro. Ese es el precio.

–¿Y cuál es tu más preciado tesoro? – pregunté, aunque sabía la respuesta de antemano.

–Tráeme a Excalibur, Derfel, y tráeme a Gwydre.

–¿Por qué a Gwydre? – pregunté-. No es hijo de rey.

–Porque fue prometido a los dioses, y los dioses exigen que se cumpla lo que se les promete. Tienes que entregármelo antes de la próxima luna llena. Llevarás a Gwydre y a la espada al lugar donde se juntan las aguas debajo de Nant Dduu. ¿Conoces el lugar?

–Sí -dije con desaliento.

–Y si no me los entregas, Derfel, te juro que los dolores de Ceinwyn no cesarán de aumentar. Plantaré gusanos en su vientre, tornaré agua sus ojos, se le caerá la piel a tiras y la carne se le pudrirá sobre los huesos y, aunque desee la muerte, no le mandaré la muerte sino dolor. Nada más que dolor. – Sentí el impulso de adelantarme y matar a Nimue allí mismo. Habíamos sido amigos e incluso amantes en una ocasión, pero se había alejado tanto de mí, se había ido a un mundo donde los espíritus eran reales y la realidad, mero juguete-. Tráeme a Gwydre y a Excalibur -repitió, y su único ojo lanzó un destello en la penumbra de la cueva- y libraré a Ceinwyn de su otro cuerpo y a ti del juramento que me hiciste. Además, te devolveré dos cosas. – Buscó detrás de sí, sacó un paño y, al desdoblarlo, reconocí el manto viejo que me habían robado en Isca. Rebuscó en el manto, encontró lo que quería, lo sujetó con dos dedos y me lo enseñó: era la esquirla de ágata del anillo de Ceinwyn, que también se había perdido en Isca-. Una espada y un sacrificio -dijo- por un manto y una piedra. ¿Lo harás, Derfel? – me preguntó.

–Sí -dije, aunque no tenía la menor intención de cumplirlo, pero no supe qué otra cosa decir-. ¿Me dejas ahora con ella? – inquirí.

–No -dijo Nimue con una sonrisa-, pero ¿quieres que descanse esta noche? Bien, le daré un respiro, únicamente esta noche, Derfel. – De un soplido limpió de cenizas la estatua de arcilla; luego sacó las bayas y retiró los hechizos que había clavado en el cuerpo-. Por la mañana volveré a ponerlos en su sitio.

–¡No!

–No todos a un tiempo -dijo-, sino añadiendo más cada día hasta que sepa que te diriges a donde se unen las aguas en Nant Dduu. – Sacó del vientre de la estatua un fragmento de hueso quemado-. Y cuando tenga la espada -prosiguió- mi ejército de locos levantará unas hogueras tan grandes que la noche de Samain se tornará día. Y volverás a ver a Gwydre, Derfel. Descansará en la olla y los dioses lo besarán para devolverle la vida, y Olwen yacerá con él y él cabalgará gloriosamente con Excalibur en la mano. – Cogió una jarra de agua, humedeció un poco la frente de la estatua y extendió el agua suavemente sobre la lustrosa arcilla-. Ahora, vete -dijo-, Ceinwyn dormirá y Olwen tiene otra cosa que enseñarte. Partirás al alba.

Seguí a Olwen con paso inseguro, abriéndome camino entre la multitud sonriente de seres hórridos que se apretujaban a la entrada de la cueva; siempre detrás de ella, seguí el risco hasta llegar a otra cueva. Dentro había otra estatua de arcilla, de un hombre, y Olwen la señaló y se rió.

–¿Soy yo? – pregunté, pues la arcilla estaba lisa y sin marcas. Pero, acercándome a mirarla en la oscuridad, vi que le faltaban los ojos.

–No, señor -dijo Olwen-, no sois vos. – Se agachó junto a la estatua y cogió una larga aguja de hueso que había al lado de las piernas de la figura-. Mirad -dijo, y pinchó el pie izquierdo de la estatua con la aguja. A nuestra espalda, un hombre aulló de dolor. Olwen dejo escapar una risita-. Otra vez -dijo; clavó la aguja en el otro pie y volvimos a oír el grito de dolor. Olwen se rió y me dio la mano-. Venid -dijo, y me llevó a una hendidura profunda que se abría en la pared. La hendidura se estrechaba y luego parecía terminar bruscamente un poco más adelante, pues sólo se distinguía el pálido reflejo de la luz de las hogueras en la alta roca; después distinguí también una especie de jaula al fondo de la garganta. Crecían allí dos espinos con rudos palos entre los troncos a modo de rústicos barrotes de prisión. Olwen me soltó la mano y me empujó hacia adelante-. Vendré a buscaros por la mañana, señor. Ahí encontraréis comida. – Sonrió, dio media vuelta y se marchó.

Al principio pensé que la rústica jaula sería una especie de refugio y que, al acercarme, encontraría una entrada entre los barrotes, pero no había puerta. La jaula ocupaba los últimos metros de la hendidura y la comida prometida se encontraba al pie de uno de los espinos. Había pan rancio, cordero seco y un jarro de agua. Me senté, partí la hogaza de pan y, súbitamente, se produjo un movimiento en el interior de la jaula; me sobresalté, alarmado, al notar que algo se arrastraba hacia mí.

Al principio pensé que se trataba de una bestia, luego vi que era un hombre y, finalmente, reconocí a Merlín.

–Me portaré bien -dijo Merlín-, me portaré bien. – Entonces comprendí a quién representaba la segunda estatua de arcilla, pues Merlín estaba ciego. No tenía ojos. Puro horror-. Espinas en los pies -dijo-, espinas en los pies. – Se desplomó al lado de los barrotes gimiendo-. ¡Me portaré bien, lo prometo!

–Merlín -dije, agachado.

–¡Me portaré bien! – dijo temblando, desesperado. Cuando metí una mano entre los barrotes para acariciarle el pelo, sucio y enredado, se retiró bruscamente y se estremeció.

–Merlín -insistí.

–Sangre en la arcilla -dijo-, hay que poner sangre en la arcilla. Mezclarla bien. Lo mejor es sangre de niño, o eso me han dicho. Yo no lo he hecho nunca, querida. Tanaburs sí, lo sé, y una vez hablamos de eso, él y yo. Claro que Tanaburs estaba loco, pero poseía algunos conocimientos escabrosos. Me dijo sangre de niño pelirrojo, y mejor si era tullido, un tullido pelirrojo. Cualquier niño sirve, en caso necesario, pero mejor si es tullido y pelirrojo.

–Merlín, soy Derfel.

Siguió desvariando, dando instrucciones sobre la mejor forma de hacer una estatua de arcilla para enviar el mal desde lejos. Habló de sangre y rocío, dijo que había que moldear la figura mientras tronaba. No me escuchaba y, cuando me levanté e intenté desclavar los barrotes de los troncos, dos lanceros sonrientes se acercaron desde las sombras de la hendidura, por detrás de mí. Eran Escudos Sangrientos, y sus lanzas me convencieron de que no me convenía liberar al viejo prisionero. Volví a acuclillarme.

–¡Merlín! – dije.

Se acercó un poco, arrastrándose y olisqueando.

–¿Derfel? – preguntó.

–Sí, señor.

Me buscó a tientas, le tendí la mano y me la agarró con fuerza. Después, sin soltarme, se dejó caer al suelo.

–Estoy loco, ¿sabes? – dijo en tono muy razonable.

–No, señor -dije.

–Me han castigado.

–Por nada, señor.

–Derfel ¿eres tú, de verdad?

–Yo soy, señor. ¿Queréis comer?

–Tengo muchas cosas que contarte, Derfel.

–Eso espero, señor -dije, pero parecía incapaz de ordenar las ideas, y aún pasó unos momentos hablando otra vez de la arcilla y otros encantamientos, volvió a olvidarse de quién era yo y me llamó Arturo; luego guardó silencio un largo rato.

–¿Derfel? – preguntó otra vez, por fin.

–Sí, señor.

–Nada debe escribirse, ¿lo entiendes?

–Me lo habéis dicho muchas veces, señor.

–Todos nuestros conocimientos deben memorizarse. Caleddin lo consignó todo por escrito y entonces los dioses empezaron a retirarse. Pero lo tengo todo en la cabeza. Lo tenía y ella me lo robó. Todo. O casi todo. – Dijo las tres últimas palabras en un susurro.

–¿Nimue? – pregunté; al oír el nombre me apretó la mano con fuerza inmensa y enmudeció de nuevo.

–¿Ella os ha privado de la vista? – pregunté.

–¡Oh, no podía hacer otra cosa! – dijo, y frunció el ceño al notar mi tono reprobatorio-. No hay otra forma de hacerlo, Derfel. Yo diría que es evidente.

–A mí no me lo parece -repliqué con amargura.

–¡Es evidente! Es absurdo pensar otra cosa -dijo, me soltó la mano y trató de peinarse la barba y el pelo. La tonsura había desaparecido bajo una capa de pelo y porquería, tenía la barba desordenada y llena de hojas, y la túnica blanca del color del barro-. Ahora es druida -dijo en tono de admiración.

–Creía que las mujeres no podían ser druidas -dije.

–No seas necio, Derfel. Que no haya habido mujeres druidas no quiere decir que no lo puedan ser. ¡Cualquiera puede ser druida! Lo único que hay que hacer es aprender de memoria las seiscientas ochenta y cuatro maldiciones de Bei Mawr y los doscientos sesenta y nueve encantamientos de Lleu, y meterse en la mollera unas mil cosas prácticas más, y tengo que decir que Nimue ha sido una pupila excelente.

–Pero ¿por qué os ha privado de la vista?

–Tenemos un ojo entre los dos. Un ojo y una mente. – Guardó silencio.

–Habladme de la estatua de arcilla, señor -dije.

–¡No! – Se alejó de mí arrastrando los pies, con el miedo en la voz-. Me ha dicho que no te lo cuente -añadió en un susurro ronco.

–¿Cómo puedo vencerla? – pregunté, y él se echó a reír.

–¿Tú, Derfel? ¿Tú, oponerte a mi magia?

–Decídmelo -insistí.

Se acercó nuevamente a los barrotes y volvió las vacías cuencas a diestra y a siniestra como buscando algún posible enemigo que estuviera escuchándonos.

–Siete veces y tres más -dijo- soñé en Carn Ingli. – Había vuelto a sumirse en el delirio, y a lo largo de la noche me di cuenta de que si trataba de sonsacarle el secreto de la enfermedad de Ceinwyn, recaía sin remedio. Desvariaba, hablaba de sueños, de la niña del trigo a la que había amado junto a las aguas de Claerwen o de los perros de Trygwylth, que lo perseguían-. Por eso me han puesto barrotes, Derfel -dijo, golpeando los palos-, para que los perros no me atrapen, y por eso no tengo ojos, para que no me vean. ¿Sabes?, los perros no te ven si no tienes ojos. No lo olvides.

–¿Nimue hará volver a los dioses? – pregunté poco después.

–Para eso me ha robado la mente, Derfel -dijo Merlín.

–¿Lo conseguirá?

–¡Buena pregunta! Una pregunta excelente. Una pregunta que yo mismo me hago sin cesar. – Se sentó y se abrazó a sus huesudas rodillas-. Me faltó valor, ¿verdad? Me traicioné a mí mismo. Pero a mi Nimue no le pasará eso. Irá hasta el final, por amargo que sea.

–Pero, ¿lo conseguirá?

–Me gustaría tener un gato -dijo al cabo de un rato-. Echo de menos a los gatos.

–Habladme de la invocación

–¡Ya lo sabes todo! – dijo indignado-. Nimue encontrará a Excalibur, irá a buscar a Gwydre y el rito se llevará a cabo correctamente. Aquí, en la montaña. Pero ¿vendrán los dioses? Esa es la pregunta, ¿no? Tú adoras a Mitra, ¿cierto?

–Cierto, señor.

–¿Y qué sabes de Mitra?

–El dios de los soldados -dije- nació en una cueva. Es el dios del sol.

Merlín prorrumpió en carcajadas.

–iQué poco sabes! Es el dios de los juramentos. ¿Lo sabías? ¿Conoces los grados del mitraísmo? ¿Cuántos grados tenéis? – Vacilé, pues no deseaba revelar los secretos de los misterios-. ¡No seas necio, Derfel! – dijo Merlín, en un tono más cuerdo que nunca-. ¿Cuántos? ¿Dos? ¿Tres?

–Dos, señor.

–¡O sea que habéis olvidado los otros cinco! ¿Cómo se llaman esos dos?

–Soldado y Padre.

Miles y Pater, tendríais que llamarlos. Y antaño existían también Leo, Corax, Perses, Nymphus y Heliodromus. ¡Bien poco sabes de tu mísero dios! Además, vuestra adoración es sólo una sombra de adoración. ¿Subís la escalera de los siete peldaños?

–No, señor.

–¿Bebéis el vino y coméis el pan?

–Eso lo hacen los cristianos, señor -protesté.

–¡Los cristianos! ¡Qué lerdos sois! La madre de Mitra era una virgen, los pastores y los sabios fueron a ver a su hijo recién nacido y Mitra llegó a ser un maestro y un sanador. Tenía doce discípulos, y la víspera de su muerte les ofreció una última cena de pan y vino. Fue enterrado en una roca y se levantó otra vez, y todo lo hizo mucho antes de que los cristianos clavaran a su dios en una cruz. ¡Dejáis que los cristianos despojen a vuestro dios de sus atributos!

–¿Es cierto eso? – pregunté, mirándolo fijamente.

–Es cierto, Derfel -dijo Merlín, y metió la mutilada cara entre los barrotes-. Adoráis la sombra de un dios. Se marcha, ¿no lo ves?, como los nuestros. Todos se marchan, Derfel, se van hacia el vacío. ¡Mira! – Señaló el cielo encapotado-. Los dioses vienen y se van, Derfel, y no sé si todavía nos oyen o nos ven. Se suceden en la gran rueda de los cielos y ahora manda el dios cristiano, y mandará durante un tiempo, pero la rueda se lo llevará a él también al vacío, y la humanidad volverá a estremecerse en las tinieblas buscando a otros dioses. Y los encontrará, Derfel, porque los dioses vienen y se van, Derfel, vienen y se van.

–¿Pero Nimue hará girar la rueda a la inversa? – pregunté.

–Es posible -contestó Merlín con tristeza-, y a mí me gustaría, Derfel, me gustaría recuperar los ojos, la juventud y la alegría. – Apoyó la frente en los barrotes-. No voy a ayudarte a deshacer el hechizo -dijo en voz baja, tan baja que apenas le oí-. Quiero a Ceinwyn, pero Ceinwyn debe sufrir por los dioses, de modo que su sufrimiento es algo noble.

–Señor -quise suplicarle.

–¡No! – exclamó en voz tan alta que algunos perros del campamento empezaron a ladrar-. No -repitió quedamente-. Ya cedí una vez y no volveré a repetirlo, porque, ¿cuál fue el precio de la cesión? ¡El sufrimiento! Pero si Nimue completa el rito, se acabará el sufrimiento de todos. Y será pronto. Los dioses volverán, Ceinwyn bailará y yo recobraré la vista.

Merlín durmió un rato y yo también, pero al cabo, me despertó sujetándome por el brazo con una mano cual garra entre los barrotes.

–¿Duermen, los guardianes? – me preguntó.

–Eso creo, señor.

–Entonces busca la bruma de plata -susurró.

Creí que había vuelto a caer en la locura.

–¿Señor? – le llamé.

–A veces pienso -dijo, con una voz cuerda- que queda muy poca magia en la tierra. Se evapora, como se evaporan los dioses. Pero no he dado todo a Nimue, Derfel. Ella cree que sí pero me queda el último encantamiento. Lo he hecho para Arturo y para ti, porque os he amado más que a todos los hombres. Si Nimue fracasa, Derfel, ve en busca de Caddwg. ¿Te acuerdas de Caddwg?

Referíase al barquero que nos había rescatado de Ynys Trebes hacía muchos años, y el que pescara dactylus para Merlín.

–Sí, me acuerdo de Caddwg -dije.

–Ahora vive en Camlann -prosiguió Merlín en un susurro-. Ve por él, Derfel, y busca la bruma de plata. No lo olvides. Si Nimue fracasa y se desencadena el horror, llévate a Arturo a Camlann, id a buscar a Caddwg y buscad la bruma de plata. Es el último encantamiento. Mi último regalo para los que me dieron amistad. – Me apretó el brazo fuertemente. Prométeme que la buscarás.

–Así lo haré, señor -le prometí.

Me pareció que se tranquilizaba. Se quedó sentado un rato apretándome el brazo y luego suspiró.

–Me gustaría irme contigo, pero no puedo -dijo.

–Podéis, señor -dije.

–No seas necio, Derfel. Tengo que quedarme aquí y Nimue me utilizará por última vez. Aunque sea viejo y esté ciego, medio loco y medio muerto, todavía conservo poder, y ella lo quiere. – Exhaló un horrible gemido quedo-. Ni siquiera puedo llorar, ya -añadió-, y a veces lo único que quisiera sería llorar. Pero en la bruma de plata, Derfel, no habrá llanto ni tiempo, sólo felicidad.

Volvió a dormirse y, cuando se despertó, ya despuntaba el alba y Olwen vino buscarme. Acaricié la cabeza a Merlín, pero de nuevo había caído en el pozo de la locura. Ladraba como un perro y Olwen se rió al oírlo. Deseé tener algo que darle, algo pequeño que le sirviera de consuelo, pero no tenía nada. Y así lo dejé, llevándome su último regalo aunque no comprendía lo que era; el último encantamiento.

Olwen no me condujo por el mismo camino que habíamos recorrido para llegar al campamento de Nimue, sino que descendimos por una profunda cañada hasta adentrarnos en un bosque oscuro donde un riachuelo se precipitaba entre las rocas. Empezó a llover y el camino tornóse peligroso, pero Olwen iba bailando delante de mí con el manto empapado.

–¡Me gusta la lluvia! – me dijo en voz alta.

–Creí que te gustaba el sol -contesté con amargura.

–Me gustan las dos cosas, señor -replicó. Era la misma criatura alegre de siempre, pero apenas presté atención a lo que me contaba. Pensaba en Ceinwyn, en Merlín, en Gwydre y en Excalibur. Tenía la impresión de estar atrapado y no veía la salida. ¿Habría de escoger entre Gwydre y Ceinwyn? Olwen debió de leerme el pensamiento, porque se acercó y me tomó del brazo.

–Enseguida se acabarán vuestras cuitas, señor -me dijo para consolarme.

Me separé de ella.

–No han hecho sino empezar -contesté con acritud.

–Pero Gwydre no permanecerá sumido en la muerte -me dijo animosamente-. Lo pondrán en la olla y la olla da vida. – Ella tenía fe, yo no. Yo aún creía en los dioses, pero no en que los hombres pudieran doblegar su voluntad. Pensé que Arturo tenía razón, que debemos buscar fortaleza en nosotros mismos, no en los dioses. Ellos se divierten a su capricho, y si no nos convertimos en sus juguetes, tanto mejor para nosotros.

Olwen se detuvo junto a una charca, bajo los árboles.

–Aquí hay castores -dijo, mirando la superficie que la lluvia agujereaba y, como no contesté, me miró con una sonrisa-. Si seguís el río, señor, llegaréis a un sendero. Lomadlo y bajad la ladera hasta encontrar el camino.

Seguí el sendero y encontré el camino, que provenía de unas colmas cercanas a la-vieja plaza fuerte de Cicucium, convertida en refugio de un grupo de familias inquietas. Los hombres, al verme, se apostaron a las desvencijadas puertas con lanzas y perros, pero yo vadeé el río y subí una ladera; cuando comprobaron que no tenía malas intenciones ni armas y que no era la avanzadilla de una banda de asaltadores, se conformaron con lanzarme pullas. No recordaba haber pasado jamás tanto tiempo sin la espada, desde la infancia. Me sentía desnudo.

Tardé dos días en volver a casa; dos días de tristes pensamientos sin respuesta. Gwydre fue el primero que me divisó cuando bajaba por la calle mayor de Isca, y corrió a saludarme.

–Ha mejorado, señor -me dijo a gritos.

–Pero comienza a empeorar de nuevo -dije.

–Sí -admitió tras una vacilación-, pero hace dos noches nos pareció que empezaba a recuperarse. – Me miraba con ansiedad, preocupado por mi sombrío semblante.

–Y desde entonces -dije- cada día que pasa, empeora.

–Pero tiene que haber esperanza -insistió Gwydre, tratando de infundirme ánimos.

–Es posible -dije, aunque yo no tenía ninguna. Me acerqué al lecho de Ceinwyn y me reconoció; quiso sonreírme pero el dolor empezaba a torturarla otra vez y la sonrisa se convirtió en la mueca de una calavera. Le había salido una fina capa de pelo, absolutamente blanco. Me incliné, sucio como estaba, y le besé la frente.

Me cambié de ropa, me lavé, me afeité, me ceñí a Hywelbane a la cintura y me fui en busca de Arturo. Le conté cuanto me había dicho Nimue, pero se quedó sin respuestas, o al menos no me las podía dar. No entregaría a Gwydre, cosa que condenaba a Ceinwyn, mas no podía decírmelo abiertamente. En cambio, se enfadó.

–¡Ya basta de insensateces, Derfel!

–Una insensatez que condena a Ceinwyn a la agonía, señor -le recriminé.

–Lo que hay que hacer es curarla -dijo, pero la conciencia le hizo pensar. Frunció el ceño-. ¿Crees que Gwydre volvería a la vida si lo metieran en la olla?

Reflexioné un momento y fui incapaz de mentirle.

–No, señor.

–Yo tampoco -dijo, y llamó a Ginebra, mas ella sólo propuso que consultáramos a Taliesin.

Taliesin escuchó mi relato.

–Repetidme las maldiciones, señor -me dijo, una vez hube concluido.

–La maldición del ruego, la maldición del agua, la maldición del endrino y la oscura maldición del otro cuerpo.

Se estremeció al oír esta última.

–Puedo librarla de las tres primeras -dijo-, ¿pero la última? No conozco a nadie capaz de hacerlo.

–¿Por qué? – preguntó Ginebra secamente.

–Es ciencia superior, señora -dijo Taliesin con un encogimiento de hombros-. Los druidas no dejan de aprender una vez concluido el aprendizaje inicial, sino que siguen estudiando nuevos misterios. Yo no he pisado ese sendero, ni creo que lo haya hecho ningún britano, aparte de Merlín. La maldición del otro cuerpo es alta magia, y para contrarrestarla hace falta algo igual de poderoso. Desgraciadamente, yo no tengo ese poder.

Me quedé mirando los nubarrones que se cernían sobre los tejados de Isca.

–Señor -dije a Arturo-, si le corto la cabeza a Ceinwyn, ¿me cortaréis vos la mía al segundo siguiente?

–¡No! – exclamó horripilado.

–¡Señor! – le rogué.

–¡No! – repitió enfurecido. Le ofendía hablar de magia. Deseaba un mundo gobernado por la razón, no por la magia, pero en esos momentos su razón no nos servía de nada.

–Morgana -dijo entonces Ginebra en voz baja.

–¿Qué hay de Morgana? – preguntó Arturo.

–Fue sacerdotisa de Merlín antes que Nimue -dijo Ginebra-. Si alguien conoce la magia de Merlín es Morgana.

Llamamos a Morgana, la cual llegó al patio cojeando y envuelta, como siempre, en un aura iracunda. Nos miró de uno en uno, la máscara brillaba, y al ver que no había allí ningún cristiano, se santiguó. Arturo hizo que le llevaran una silla pero ella se negó a usarla, dándonos a entender que disponía de poco tiempo para nosotros. Desde la partida de su esposo a Gwent, Morgana se dedicaba al templo cristiano del norte de Isca. Allí acudían enfermos a morir y ella los alimentaba, los cuidaba y rezaba por ellos. Hoy día llaman santo a su esposo, pero tengo para mí que Dios la llama santa a ella.

Arturo le contó lo que sucedía y Morgana gruñó a cada nuevo descubrimiento, pero cuando Arturo nombró el hechizo del otro cuerpo, Morgana hizo la señal de la cruz y escupió por el hueco de la boca de la máscara.

–Entonces, ¿qué queréis de mí? – preguntó altivamente.

–¿Puedes levantar la maldición? – preguntó Ginebra.

–¡Sólo la oración puede levantarla! – declaró Morgana.

–Pero ya has orado -replicó Arturo, exasperado-, y también el obispo Emrys. Todos los cristianos de Isca oran y Ceinwyn sigue postrada.

–Porque es pagana -replicó Morgana en tono de acusación-. ¿Por qué habría de malgastar Dios su compasión con los paganos si tiene que cuidar de su propio rebaño?

–No has contestado a mi pregunta -dijo Ginebra ácidamente. Morgana y Ginebra se odiaban, pero por Arturo tratábanse con fría cortesía cuando se encontraban.

Morgana guardó silencio un momento y, finalmente, asintió con brusquedad.

–Se puede levantar la maldición -dijo- si creéis en esas supersticiones.

–Yo creo en ellas -dije.

–¡Sólo pensarlo es un pecado! – gritó Morgana, y volvió a santiguarse.

–Seguro que vuestro dios os perdona -dije.

–¿Qué sabes tú de mi Dios, Derfel? – me preguntó agriamente.

–Señora -dije, recordando cuanto Galahad me había contado a lo largo de los años-, sé que vuestro dios ama, que perdona y que mandó a su único hijo a la tierra para terminar con el sufrimiento de los demás. – Hice una pausa, pero Morgana no replicó-. También sé -proseguí en voz baja- que Nimue prepara un gran mal en las montañas.

El nombre de Nimue debió de convencerla, pues nunca dejó de rabiar por que Nimue, más joven que ella, le hubiera usurpado el lugar al lado de Merlín.

–¿Es una estatua de arcilla? – me preguntó-. ¿Hecha con sangre de niño y rocío y moldeada bajo los truenos?

–Exactamente.

Se estremeció, abrió los brazos y oró en silencio. Nadie hablaba. La oración duró mucho tiempo, y tal vez Morgana tuviera la esperanza de que la dejáramos allí, pero nadie se movió del patio y, por fin, bajó los brazos y se dirigió a nosotros otra vez.

–¿Qué amuletos usa la bruja?

–Bayas -dije-, esquirlas de hueso, brasas.

–¡No, idiota! ¿Qué amuletos? ¿Cómo llega a Ceinwyn?

–Tiene la piedra de un anillo de Ceinwyn y un manto mío.

–¡Ah! – exclamó Morgana, interesada a pesar de la repulsión que le producían las supersticiones paganas-. ¿Y para qué un manto tuyo?

–No lo sé.

–Es fácil, tonto -me espetó-, ¡el mal pasa a través de ti!

–¿De mí?

–¡No entiendes nada! – dijo-. ¡A través de ti, claro que sí! Tú has estado muy cerca de Nimue, ¿verdad?

–Sí -dije, y me ruboricé a mi pesar.

–¿Y qué símbolo tienes de ello? – preguntó-. ¿Te dio un amuleto? ¿Un trozo de hueso? ¿Alguna porquería pagana para colgártela al cuello?

–Me dio esto -dije, y le enseñé la cicatriz de la mano izquierda.

Morgana la miró de cerca y se estremeció. No dijo nada.

–Anula la maldición, Morgana -le rogó Arturo.

Morgana siguió en silencio.

–Está prohibido -dijo al fin- practicar cualquier forma de brujería. Las Santas Escrituras nos dicen que no debemos dejar con vida a las brujas.

–Entonces, decidme a mí lo que se ha de hacer -le suplicó Taliesin.

–¿A ti? – gritó Morgana-. ¿A ti? ¿Te crees capaz de contrarrestar la magia de Merlín? Si se ha de hacer, ha de hacerse con propiedad.

–¿Lo harás tú? – preguntó Arturo, y Morgana gimió. Hizo la señal de la cruz con su única mano sana y sacudió la cabeza como si hubiera perdido el habla por completo. Arturo frunció el ceño-. ¿Qué es lo quiere tu dios? – le preguntó.

–¡Vuestras almas! – gritó Morgana.

–¿Queréis que me convierta al cristianismo? – pregunté.

La máscara de oro con la cruz labrada se volvió hacia mí bruscamente.

–Sí -dijo Morgana sencillamente.

–Pues lo haré -contesté con igual sencillez.

Me señaló con la mano.

–¿Te bautizarás, Derfel?

–Sí, señora.

–Y jurarás obediencia a mi esposo.

Eso me contuvo, y la miré fijamente.

–¿A Sansum? – pregunté débilmente.

–¡Es obispo! – replicó Morgana rotundamente-. ¡Tiene autoridad divina! Tienes que jurarle obediencia, tienes que bautizarte, y sólo así levantaré la maldición.

Arturo me miraba sin parpadear. Tardé unos segundos en tragar la humillante exigencia de Morgana, pero pensé en Ceinwyn y asentí.

–Así lo haré -dije.

Entonces, Morgana deshizo la maldición jugándose la ira de su dios.

Lo hizo esa misma tarde. Llegó al patio del palacio ataviada con una túnica negra y sin la máscara, de modo que el horror de su rostro destrozado por el fuego, rojo y marcado, retorcido y surcado de protuberancias, quedó a la vista de todos. Estaba furiosa consigo misma pero fue fiel a su palabra y se dispuso a cumplir su cometido. Encendieron un brasero y lo alimentaron con carbón y, mientras el fuego se calentaba, unos esclavos llevaron unos cestos con arcilla de alfarero, la cual Morgana empezó a moldear en forma de mujer. Añadió sangre de un niño que había muerto en la ciudad por la mañana y agua que un esclavo recogió de la hierba húmeda del patio. No había truenos, pero Morgana dijo que el contrahechizo no lo precisaba. Escupía, horrorizada por lo que estaba haciendo. Modeló una imagen grotesca, una mujer con enormes pechos, las piernas separadas y el canal del nacimiento como una boca abierta, y en el vientre de la figura hizo un orificio y dijo que era el seno donde había que guardar el mal. Arturo, Taliesin y Ginebra observaban extasiados la forma que Morgana moldeaba. Después, Morgana dio tres vueltas alrededor de la obscena figura en el sentido del sol y, al final de la tercera, se detuvo, levantó la cabeza hacia las nubes y gritó. Creí que era presa de un dolor tan terrible que le impedía continuar y que su dios le mandaba dejar la ceremonia, pero entonces su cara deforme me miró directamente.

–Ahora necesito el vehículo del mal -dijo.

–¿Qué es? – pregunté.

La hendidura que tenía por boca pareció sonreír.

–Tu mano, Derfel.

–¿Mi mano?

Entonces vi que la hendidura sin labios sonreía.

–La mano que te une a Nimue -dijo Morgana-. ¿Cómo crees que canaliza el mal, si no? Tienes que cortártela, Derfel, y dármela.

–Seguramente… -quiso protestar Arturo.

–¿Me obligas a pecar -gritó Morgana enfrentándose a su hermano-, y luego pones en duda mi sabiduría?

–No -contestó Arturo apresuradamente.

–A mí me da lo mismo -replicó ella con indolencia-, si Derfel no quiere perder la mano, que así sea. Ceinwyn seguirá sufriendo.

–No -dije-, no.

Llamamos a Galahad y a Culhwch y Arturo nos llevó a los tres a la herrería, donde la forja ardía día y noche. Me quité el anillo de amantes y se lo di a Morridig, el herrero de Arturo, para que lo incrustara en el pomo de Hywelbane. Tratábase de un anillo de hierro común y corriente, un aro de guerrero, pero con una cruz de oro soldada, oro que yo robé de la olla de Clyddno Eiddyn, y Ceinwyn tenía otro igual.

Colocamos un grueso tocón de madera en el yunque. Galahad me sujetó con fuerza, rodeándome con ambos brazos, y yo me descubrí el brazo y puse la mano encima del leño. Culhwch me sostuvo el antebrazo, no para que no se moviera sino para después.

Arturo levantó a Excalibur.

–¿Estás seguro, Derfel? – me preguntó.

–Adelante, señor -le dije.

Morridig observaba, con los ojos como platos, la hoja, cuando tocó la viga que había encima de la fragua. Tras una pausa, Arturo asestó un solo mandoble. Fue un mandoble tremendo y al principio no sentí dolor alguno, pero entonces, Culhwch me arrastró por el brazo sangrante y me lo metió entre los tizones ardientes de la fragua, y entonces el dolor me estremeció el cuerpo de arriba abajo como un lanzazo. Grité y ya no recuerdo nada más.

Más tarde me contaron que Morgana tomó la mano cortada con la fatídica cicatriz y la encerró en el seno de arcilla. Luego, mientras entonaba un canto pagano antiguo como el tiempo, sacó la mano ensangrentada por el canal del nacimiento y la arrojó al brasero.

Y así fue como me hice cristiano.