La reina Igraine se sentó en mi ventana a leer las últimas páginas preguntándome de vez en cuando el significado de alguna palabra sajona, pero sin más comentarios. Leyó rápidamente el relato de la batalla y arrojó los pergaminos al suelo con desagrado.

–¿Qué pasó con Aelle? – me preguntó enfadada-, ¿y con Lancelot?

–Llegaré al destino de ambos, señora -dije. Con el muñón de la izquierda sujetaba una pluma contra el pupitre mientras le afilaba la punta con un cuchillo. Soplé las virutas, que cayeron al suelo-. Todo a su tiempo.

–¡Todo a su tiempo! – refunfuñó-. ¡No podéis dejar un relato sin final, Derfel!

–Tendrá su final -le prometí.

–Aquí hace falta un final ahora mismo -insistió mi reina-. Es lo principal de cualquier relato. En la vida no encontramos finales concluyentes, por eso los relatos deben tenerlos. – Está muy hinchada ya, pues pronto dará a luz. Rezaré por ella, y buena falta le harán las oraciones porque son muchas las mujeres que mueren en el parto. No sufren tanto las vacas, ni las gatas, ni las perras, ni las cerdas, ni las ovejas, ni las zorras ni ninguna otra criatura, salvo el ser humano. Sansum dice que es porque Eva tomó la manzana prohibida del Edén y con ello nos cerró el Paraíso. Predica el santo varón que Dios castiga a los hombres con las mujeres y a las mujeres con los hijos-. Así pues, ¿qué sucedió con Aelle? – insistió Igraine con tesón cuando vio que no respondía a su pregunta.

–Murió, recibió un lanzazo. Se le clavó justo aquí -dije, señalándome entre las costillas por encima del corazón. Naturalmente, la historia era más larga, pero no tenía intención de contársela en ese momento pues me desagrada relatar la muerte de mi padre, aunque supongo que habré de transcribirla para que el relato quede completo. Arturo dejó a sus hombres saqueando el campamento de Cerdic y volvió al galope a enterarse de si los cristianos de Tewdric habían terminado con el ejército acorralado de Aelle. Encontró los despojos sangrantes y agonizantes del ejército derrotado, pero aún dispuestos a luchar. Aelle había sido herido y ya no podía sujetar el escudo, pero lejos de rendirse, se había rodeado de su guardia personal y de sus últimos lanceros y aguardaba a que los soldados de Tewdric acudieran a matarlo.

Los lanceros de Gwent no deseaban atacar. El enemigo saca fuerzas de flaqueza cuando está acorralado, y si aún mantiene la barrera de escudos, como era el caso de los hombres de Aelle, su ferocidad se redobla. Ya habían perecido muchos lanceros de Gwent, entre ellos mi buen amigo el anciano Agrícola, y los supervivientes carecían de ánimos para emprender la carga nuevamente contra los escudos sajones. Arturo no insistió en que los presionaran más, sino que parlamentó con Aelle y, cuando éste se negó a rendirse, me llamó. Me presenté ante él y creí que había trocado su manto blanco por uno rojo oscuro, mas era el de siempre, aunque tan salpicado de sangre que parecía rojo. Me recibió con un abrazo y luego, pasándome el brazo por los hombros, me llevó hasta el espacio despejado que mediaba entre las barreras de escudos opuestas. Recuerdo que había un caballo moribundo, un cadáver, varios escudos desparramados y armas rotas.

–Tu padre no se rinde -me dijo Arturo-, pero creo que a ti te escuchará. Dile que debemos tomarlo prisionero, pero que vivirá con honor y pasará el resto de sus días sin preocupaciones. También le garantizo la vida de sus hombres. Lo único que tiene que hacer es entregarme la espada. – Miró a los sajones, vencidos, mermados en número, acorralados. Guardaban silencio. Nosotros en su lugar estaríamos cantando, pero esos lanceros esperaban la muerte en silencio absoluto-. Diles que la carnicería ha sido más que suficiente -concluyó Arturo.

Me desabroché el cinturón de Hywelbane, la dejé en el suelo con el escudo y la lanza y me dirigí hacia mi padre. Aelle estaba fatigado, desanimado y herido, pero salió cojeando a recibirme con la cabeza muy alta. No llevaba escudo pero sí una espada en la mutilada mano derecha.

–Sabía que te mandarían a ti -farfulló. El filo de su espada estaba profundamente mellado y la hoja cubierta de sangre seca. Hizo un gesto brusco con el arma cuando empecé a comunicarle la oferta de Arturo-. Sé lo que desea de mí -me interrumpió-, quiere mi espada, pero yo soy Aelle, bretwalda de Britania, y no rindo mi arma.

–Padre…

–¡Llámame rey! – exclamó enseñándome los clientes.

Su altivez me hizo sonreír e incliné la cabeza.

–Lord rey, os ofrecemos la vida de vuestros guerreros y…

–Cuando un hombre muere en la batalla -me interrumpió nueva mente- va a una estancia celestial sagrada. Pero para alcanzar tan gran salón de festejos ha de morir de pie, con la espada en la mano y con las heridas por delante. – Hizo una pausa y, cuando volvió a hablar, su voz era mucho más tierna-. Nada me debes, hijo, pero te agradecería que pusieras al alcance de mi mano un lugar en el salón de festejos del cielo.

–Lord rey -dije, pero me interrumpió por cuarta vez.

–Deseo ser enterrado aquí -prosiguió como si yo no hubiera hablado-, con los pies hacia el norte y la espada en la mano. Nada más te pido. – Se volvió hacia sus hombres, apenas se tenía en pie. Debía de estar herido de muerte pero la gran capa de piel de oso le ocultaba las heridas. Llamó a unos de sus lanceros-: ¡Hrothgar! ¡Entrega tu lanza a mi hijo! – Un joven sajón de gran estatura salió de la barrera de escudos y, obedientemente, me entregó la lanza-. ¡Tómala! – me ordenó Aelle, e hice lo que me decía. Hrothgar me miró inquieto y se apresuró a volver junto a sus camaradas.

Aelle cerró los ojos un instante y su duro semblante se convulsionó un momento. A pesar del polvo y el sudor, percibí la palidez que le bañaba de repente, rechinó los dientes otra vez soportando un acceso de dolor desgarrador, pero lo resistió e incluso trató de sonreír al acercarse a mí para abrazarme. Se apoyó en mí con todo su peso y oí la ronca respiración que se le atascaba en la garganta.

–Creo -me dijo al oído- que eres el mejor de mis hijos. Ahora, concédeme un don. Dame una muerte digna, Derfel, pues deseo ir al salón de festejos de los verdaderos guerreros. – Torpemente, retrocedió un paso y apoyó la espada en el cuerpo; luego, con gran esfuerzo, se desató las cintas de cuero de la capa de piel, la cual cayó al suelo. Entonces vi todo su costado izquierdo inundado de sangre. Le habían clavado una lanza por debajo de la coraza, y además tenía otra herida en la parte superior del hombro, por lo que el brazo izquierdo le colgaba inerte, por eso se vio obligado a desatarse la correas que le ataban la coraza por la cintura y los hombros con la mutilada mano derecha. No lograba desatar los nudos y, cuando me acerqué a ayudarlo, me indicó que me alejara-. Quiero facilitarte la tarea -dijo-, pero cuando esté muerto, vuelve a atarme la coraza. En el salón de festejos necesitaré armadura, pues allí se lucha mucho. Se lucha, se celebran banquetes y… -se detuvo, sobrepasado por el dolor otra vez. Rechinó los dientes, gruñó y luego se recuperó para enfrentarse a mí-. Ahora, mátame -me ordenó.

–No puedo -dije; estaba acordándome de la profecía de mi enloquecida madre, pues me había dicho que Aelle moriría a manos del hijo de Aelle.

–Entonces, te mataré yo a ti -dijo, y me amenazó torpemente con la espada. Me aparté, Aelle tropezó y a punto estuvo de caer al seguirme. Se detuvo sin resuello y me miró fijamente-. Por tu madre, Derfel -me suplicó-, ¿prefieres que muera en el suelo como un perro? ¿No serás capaz de hacer nada por mí? – Volvió a blandir la espada, pero el esfuerzo lo venció y empezó a balancearse, vi que tenía lágrimas en los ojos y comprendí que la forma de morir tenía mucha importancia para él. Se obligó a permanecer de pie e hizo un esfuerzo inconmensurable por levantar la espada. Comenzó a brotar sangre fresca por su costado izquierdo, los ojos se le pusieron vidriosos pero no dejó de mirarme al tiempo que daba un último paso adelante e intentaba débilmente clavarme la espada en el diafragma.

Que Dios me perdone, pero en ese momento lo acometí con la lanza. Puse todo mi peso y toda mi fuerza en el ataque; la pesada hoja recibió su corpachón y lo sostuvo de pie mientras le partía las costillas y le alcanzaba el corazón. Se estremeció brutalmente con una expresión pavorosa de determinación en su rostro moribundo y, por un instante, creí que aún levantaría la espada por última vez; entonces comprendí que sólo quería asegurarse de que mantenía la espada en la derecha firmemente. Después cayó y, antes de tocar el suelo, ya había expirado, mas sin soltar la espada, su ensangrentada y mellada espada. Sus hombres dejaron escapar un gruñido. Algunos lloraban.

–¡Derfel! – exclamó Igraine-. ¡Derfel!

–¿Señora?

–Os habéis dormido -me reconvino.

–Es la edad, mi estimada señora, la edad.

–De modo que Aelle murió en la batalla -dijo secamente-, ¿y Lancelot?

–Eso viene más tarde -repliqué con firmeza.

–¡Contádmelo ahora! – insistió.

–Ya os he dicho -repetí- que eso sucedió más tarde, y no me gustan los relatos que cuentan el final antes que el principio.

Por un momento creí que protestaría; sin embargo, se limitó a suspirar por mi tozudez y siguió con la lista de asuntos sin terminar-. ¿Qué pasó con Liofa, el campeón de los sajones?

–Murió -dije- de una manera espantosa.

–¡Bien! – exclamó, aparentemente interesada-. ¡Contádmelo!

–Contrajo una enfermedad, señora. – Se le hinchó una parte de los intestinos y no podía sentarse ni tumbarse, e incluso permanecer de pie era un tormento. Fue adelgazando más y más hasta que murió, entre sudores y temblores. O así nos lo contaron.

–De modo que no murió en Mynydd Baddon -dijo indignada.

–Escapó con Cerdic.

Igraine, insatisfecha, se encogió de hombros, como si la hubiéramos decepcionado por haber dejado escapar al paladín sajón.

–Sin embargo, los bardos -aquí refunfuñé, pues siempre que mi reina menta a los bardos sé que va a comparar mi versión con la de ellos, y ella prefiere la de ellos, aunque yo viví la historia como la cuento y ellos ni siquiera habían nacido-. Los bardos -repitió inamovible, pasando por alto mi gruñido de protesta- dicen que la batalla de Cuneglas con Liofa duró buena parte de la mañana, y que Cuneglas mató a seis campeones antes de que lo golpearan por la espalda.

–He oído esas canciones -dije sin defenderme.

–¿Y? – inquirió mirándome de hito en hito. Cuneglas era el abuelo de su esposo y el honor de la familia estaba en juego-. ¿Bien?

–Yo estaba allí, señora -dije sin más.

–Os flaquea la memoria como a los viejos, Derfel -comentó en tono reprobatorio, y no me cabe duda de que cuando Dafydd, el escribano de justicia que transcribe la traducción de mis pergaminos en lengua britana, llegue al pasaje de la muerte de Cuneglas, lo cambiará a gusto de mi señora. ¿Y por qué no? Cuneglas fue un héroe y a nadie perjudica que la historia lo recuerde como un gran guerrero, aunque en verdad no tuviera espíritu de soldado. Fue un hombre honrado, sensato y más sabio de lo que correspondía a su tiempo, pero su corazón no se inflamaba cuando blandía una lanza. Su muerte fue la mayor tragedia de Mynydd Baddon, mas nadie supo verlo en el delirio de la victoria. Lo incineramos en el campo de batalla y su pira funeraria ardió durante tres días y tres noches y, la última madrugada, cuando sólo quedaban las brasas entre las que se fundían los restos de la armadura de Cuneglas, nos reunimos en torno a la pira y cantamos la canción de muerte de Werlinna. También acabamos con la vida de un puñado de prisioneros sajones para que sus espíritus escoltaran con honor al rey de Powys en su paso al otro mundo, y pensé que sería bueno para mi querida Dian que su tío cruzara el puente de espadas y la hiciera compañía entre las torres del mundo de Annwn.

–¿Y Arturo corrió al encuentro de Ginebra? – preguntó Igraine con ansiedad.

–No fui testigo de tal reencuentro -dije.

–No importa lo que vos presenciarais -replicó Igraine con severidad-, nos hace falta aquí. – Revolvió con el pie el montón de pergaminos terminados que había tirado al sucio-. Teníais que haber descrito el reencuentro, Derfel.

–Ya os he dicho que no lo presencié.

–¿Y qué importa? Sería el gran Final de la batalla. No todos gustan por igual de los relatos de lanzas y muertes, Derfel. Los cuentos de las luchas de los hombres aburren al cabo de un rato, y una historia de amor aumenta su interés. – Sin duda, la batalla se llenará de amoríos tan pronto como mi señora y Dafydd vapuleen mi relato. A veces desearía escribir esta historia en lengua britana, pero hay dos monjes que saben leer y cualquiera de ellos podría decírselo a Sansum; por eso la escribo en sajón, y confío en que Igraine no la altere cuando Dafydd la traduzca. Sé lo que quiere Igraine: quiere que Arturo eche a correr entre cadáveres y que Ginebra lo espere con los brazos abiertos, y que los dos se extasíen en el encuentro; tal vez fuera así, aunque sospecho que no, pues a ella se lo impediría la altivez y a él, la timidez. Supongo que lloraron al reencontrarse, pero ninguno de ellos me lo contó y no tengo intención de inventármelo. Sé que Arturo fue feliz después de Mynydd Baddon y que esa felicidad no se debió únicamente a la victoria sobre los sajones.

–¿Y Argante? – quiso saber Igraine-. ¡Cuántos cabos sueltos dejáis, Derfel!

–También llegaremos a Argante.

–Pero su padre estaba allí. ¿No se ofendió Oengus porque Arturo volviera con Ginebra?

–Os contaré todo lo referente a Argante -le prometí- a su debido tiempo.

–¿Y Ahmar y Loholt? ¡No los habréis olvidado!

–Escaparon -dije-. Encontraron una barca de mimbre y cuero y cruzaron el río remando. Me temo que aún volveremos a encontrarlos en este relato.

Igraine trató de sonsacarme más detalles, pero le repetí que contaría la historia a mi ritmo y siguiendo mi orden. Por fin, dejó de interrogarme y se agachó a guardar los pergaminos en la bolsa de cuero donde solía llevarlos al Caer; le costaba trabajo agacharse pero no quiso que la ayudara.

–Cuánto me alegraré el día en que nazca mi hijo -dijo-. Tengo los pechos doloridos, me duelen las piernas y la espalda y ya no camino sino que me arrastro como un ganso. Brochvael también está harto ya.

–A los esposos nunca les gusta que sus esposas estén encintas -dije.

–En tal caso, podrían poner menos empeño en llenarles el vientre -dijo Igraine con aspereza. Hizo una pausa para escuchar las voces que Sansum daba al hermano Llewellyn por haber olvidado el cubo de leche en el pasadizo. Pobre Llewellyn. Es novicio en el monasterio y no hay quien trabaje y reciba menos gratitud a cambio; por culpa de un cubo de madera de tilo ha sido condenado a una paliza diaria durante una semana a manos de san Tudwal, el joven, poco más que un niño, a quien se mima como posible sucesor de Sansum. Iodo el monasterio vive en el temor de Tudwal, solo yo escapo a sus peores resentimientos gracias a la amistad de Igraine. Sasum necesita tanto la protección de su esposo que no se arriesga a disgustarla.

–Esta mañana -dijo Igraine- vi un ciervo con una sola asta. Es un mal presagio, Derfel.

–Los cristianos -contesté- no creemos en presagios.

–Pero veo que tocáis el clavo de vuestro pupitre.

–No siempre somos buenos cristianos.

–Me preocupa el alumbramiento -dijo tras un silencio.

–Todos rogamos por vos -dije, sabiendo que la respuesta era inadecuada. No obstante, yo había hecho algo más que rezar en la pequeña capilla del monasterio. Un día encontré una piedra de águila, inscribí el nombre de mi reina en ella y la enterré junto a un fresno. Si Sansum llegara a saber que he hecho tal conjuro, olvidaría lo mucho que depende de la protección de Brochvael y mandaría a Tudwal que me desangrara a latigazos un mes entero. Aunque, si supiera que estoy escribiendo la historia de Arturo, haría lo mismo.

Y seguiré escribiéndola, y durante un tiempo será grato, pues llega la época feliz, los años de paz. Aunque también fueron años de oscuridad, mas no lo veíamos porque sólo teníamos ojos para la luz y nunca nos preocupamos de las tinieblas. Creíamos haber disipado la oscuridad y que el sol luciría sobre Britania eternamente. Mynydd Baddon fue la victoria de Arturo, su mayor gesta, y tal vez la historia habría de concluir aquí; sin embargo, Igraine tiene razón, la vida no tiene finales determinantes y por eso debo continuar el relato de Arturo, mi señor, mi amigo y el salvador de Britania.

Arturo perdonó la vida a los hombres de Aelle. Ellos depusieron las armas y fueron distribuidos como esclavos entre los triunfadores. Llamé a unos cuantos para cavar la fosa de mi padre. Cavamos profundamente en aquella tierra blanda y húmeda cercana al río, y allí depositamos a Aelle con los pies mirando al norte y la espada en la mano, con la coraza sobre el corazón atravesado, el escudo sobre el vientre y la lanza que lo había matado junto al cuerpo; después llenamos la fosa nuevamente y recé una oración a Mitra mientras los sajones rezaban a su dios del trueno.

Por la tarde empezaron a arder las primeras piras funerarias. Ayudé a colocar los cadáveres de mis hombres en las piras y dejé a mis camaradas acompañando a los espíritus al otro mundo con canciones, mientras yo recogía mi montura y cabalgaba hacia el norte entre suaves sombras alargadas. Me dirigí a la aldea donde se habían refugiado nuestras mujeres y, a medida que ascendía por los montes del norte, el barullo del campo de batalla se debilitaba. Era el ruido de las hogueras que chisporroteaban, de las mujeres que lloraban, de los cantos elegiacos y de hombres embriagados que aullaban como salvajes.

Di a Ceinwyn noticia de la muerte de Cuneglas. Se quedó mirándome fijamente cuando se lo conté y tardó unos momentos en reaccionar, hasta que las lágrimas le inundaron los ojos. Se tapó la cabeza con el manto.

–Pobre Perddel -dijo, refiriéndose al hijo de Cuneglas, que ya era rey de Powys. Le relaté la forma en que había muerto su hermano y después se retiró a la cabaña donde vivía con nuestras hijas. Quería vendarme la herida de la cabeza, que tenía peor aspecto de lo que era en realidad, pero no pudo hacerlo pues ella y mis hijas tenían que llorar a Cuneglas, es decir, tenían que encerrarse durante tres días y tres noches, sin ver el sol y sin ver ni tocar hombre.

Ya había oscurecido. Podía haberme quedado en la aldea, pero me lo impidió la inquietud y, a la luz de la luna menguante, volví hacia el sur. Pasé primero por Aquae Sulis pensando que tal vez encontrara a Arturo en la ciudad, mas sólo hallé los restos de la carnicería pasados por el fuego. Nuestros soldados de leva se habían precipitado por las inútiles murallas dando muerte a cuanto ser vivo hallaron dentro, pero el horror concluyó cuando las tropas de Tewdric tomaron la ciudad. Esos cristianos limpiaron el templo de Minerva, recogieron las entrañas de tres toros sacrificados que los sajones habían dejado desangrándose sobre las baldosas y, tan pronto como el templo quedó acondicionado, los cristianos celebraron una ceremonia de acción de gracias. Los oí cantar y fui en busca de otros que cantaran lo mismo que yo, pero mis hombres se habían quedado en las ruinas del campamento de Cerdic y en Aquae Sulis no hallé sino desconocidos. No di con Arturo ni con ningún amigo más que Culhwch, borracho como una cuba, de modo que cabalgué por el río hacia el este en la oscuridad. El aire olía a sangre y las ánimas pululaban por todas partes, pero me arriesgué a ganarme su ira por encontrar compañía. Di con un grupo de hombres de Sagramor que cantaban en torno a una hoguera, pero ignoraban el paradero de su comandante, de modo que seguí cabalgando, adentrándome en dirección este atraído por el resplandor de una hoguera donde bailaban unos soldados.

Los danzarines eran Escudos Negros, que bailaban dando grandes saltos pues lo hacían entre las cabezas cortadas al enemigo. Habría pasado de largo a los irlandeses saltimbanquis, pero vislumbré dos siluetas de blanco sentadas tranquilamente junto al fuego en medio del corro de danzantes. Uno era Merlín.

Até al caballo a un tocón y cruce el corro de bailarines. Merlín y su compañero cenaban pan, queso y cerveza; al verme, el druida no me reconoció.

–Lárgate -me espetó- o te convierto en sapo. ¡Ah! ¡Eres tú, Derfel! – exclamó desilusionado-. Ya sabía yo que si encontraba algo de comer, algún estómago vacío pretendería que lo compartiera. Supongo que tendrás hambre.

–Así es, señor. – Me invitó a sentarme con un gesto.

–Sospecho que este queso es sajón -dijo sin convencimiento-, y estaba manchado de sangre cuando lo encontré, pero lo he limpiado con agua. Bueno, como fuera, pero ya está limpio, y, sorprendentemente, es bastante comestible. Supongo que hay suficiente para ti. – En realidad había suficiente para doce-. Te presento a Taliesin -dijo secamente-. Es una especie de bardo procedente de Powys.

Miré al renombrado bardo y vi a un hombre joven de rostro inteligente y despierto. Tenía la mitad superior de la cabeza rapada al estilo de los druidas, una barba corta y negra, la barbilla alargada, las mejillas hundidas y la nariz estrecha. Alrededor de la tonsura llevaba una fina cinta de plata. Sonrió e inclinó la cabeza.

–La fama os precede, lord Derfel.

–Como a vos -dije.

–¡Maldición! – gruñó Merlín-. Si vais a empezar a daros coba uno a otro me largo y os enjabonáis a vuestras anchas. Derfel lucha -dijo a Taliesin- porque en realidad no se ha hecho mayor y tú eres famoso porque casualmente tienes una voz pasable.

–Compongo canciones, además de cantar -dijo Taliesin modestamente.

–Cualquiera es capaz de componer canciones cuando está beodo -replicó Merlín con displicencia, y me miró entrecerrando los ojos-. ¿Es sangre eso que tienes en el pelo?

–Sí, señor.

–Da gracias porque no te hayan herido en ninguna parte vital. – Se rió solo de su gracia y señaló a los Escudos Negros-. ¿Qué te parece mi guardia personal?

–Bailan bien.

–Tiene motivos para bailar. ¡Qué jornada tan satisfactoria! – dijo Merlín-. Y Gawain cumplió su cometido a la perfección ¡Qué gratificante resulta que un imbécil sirva de algo y mira que Gawain era imbécil! ¡Un mocoso aburrido! Siempre tratando de arreglar el mundo. ¿Por qué los jóvenes creen saber siempre más que sus mayores? Taliesin, tú no pecas de tan insoportable malentendido. Taliesin -añadió, dirigiéndose a mí- ha venido para aprender conmigo.

–Mucho tengo que aprender -murmuró Taliesin.

–Muy cierto, muy cierto -replicó Merlín. Me ofreció una jarra de cerveza-. ¿Te has divertido en tu pequeña batalla, Derfel?

–No. – En verdad, me sentía extrañamente deprimido-. Cuneglas murió -añadí.

–Ya sabía lo de Cuneglas -dijo Merlín-. ¡Qué insensato! Tenía que haber dejado las heroicidades para los imbéciles como tú. De todas formas, es una lástima que haya muerto. No era exactamente inteligente, no lo que yo llamaría inteligente, pero no era un imbécil, y eso es raro en estos tristes días. Y siempre me dispensó un trato amable.

–Conmigo fue la personificación de la malicia -terció Taliesin.

–Pues tendrás que buscarte otro patrón -dijo Merlín al bardo-, y no mires a Derfel. No distingue una canción decente del pedo de un novillo. La clave del éxito en la vida -siguió aleccionando a Taliesin- radica en nacer de padres ricos. Yo he vivido sin cuitas de mis rentas, aunque ahora que lo pienso, hace años que no las cobro. ¿Tú me pagas renta, Derfel?

–Es mi deber, señor, pero nunca he sabido adonde enviárosla.

–Ahora no importa -dijo Merlín-. Soy viejo y débil. Sin duda moriré pronto.

–Tonterías -dije-, os veo en perfectas condiciones. – Parecía un anciano, naturalmente, pero en sus ojos bailaba la chispa de la maldad y en su anciano rostro arrugado había viveza. Tenía el cabello y la barba magníficamente trenzados y sujetos con lazos negros, y su túnica estaba limpia, a excepción de un poco de sangre seca. Y era feliz; creo que no sólo porque hubiéramos vencido sino porque disfrutaba de la compañía de Taliesin.

–La victoria da vida -replicó con desdén-, pero pronto olvidaremos este triunfo. ¿Dónde está Arturo?

–Nadie lo sabe -respondí-. He oído que estuvo largo rato conversando con Tewdric, pero ya no se encuentra con él. Sospecho que se ha reunido con Ginebra.

–El perro vuelve a sus vómitos -comentó Merlín con sarcasmo.

–Empiezo a apreciarla -dije a la defensiva.

–Ciertamente -replicó, burlón-, y me atrevería a decir que ahora no provocará mal alguno. Sería un buen patrón para ti -le dijo a Taliesin-, siente un respeto absurdo por los poetas. Pero no te vayas a la cama con ella.

–De eso no hay peligro, señor -respondió Taliesin. Merlín rompió a reír.

–Este joven bardo que tenemos aquí -me dijo- es célibe. Es una alondra castrada. Ha renunciado al mayor placer del hombre por mor de su don.

Taliesin sonrió al percibir mi curiosidad.

–No se refiere a mi voz, lord Derfel, sino al don de la profecía.

–¡Y es un don auténtico! – exclamó Merlín con genuina admiración-, aunque dudo que valga el celibato. Si me hubieran exigido tal precio alguna vez, habría abandonado la vara de druida. Habría aceptado un empleo más humilde, como ser bardo o lancero, por ejemplo.

–¿Veis el futuro? – pregunté a Taliesin.

–Predijo la victoria de hoy -contestó Merlín-, y sabía que Cuneglas moriría desde hace un mes, aunque no adivinó que un inútil zoquete sajón vendría a robarme todo el queso. – Me arrebató el queso bruscamente-. Supongo que ahora -añadió- querrás que te prediga el futuro, ¿no, Derfel?

–No, señor.

–Bien hablado -dijo Merlín-, siempre es mejor ignorar el futuro. Todo termina en llanto, y no hay más que decir.

–Pero la alegría se renueva -puntualizó Taliesin en voz baja.

–¡Oh, no, los dioses nos libren! – exclamó Merlín-. ¡La alegría se renueva! ¡Llega el alba! ¡Retoñan los árboles! ¡Escampan las nubes! ¡El hielo se derrite! Sabes cosas mejores que toda esa basura sentimental. – Guardó silencio. Los hombres de la guardia personal terminaron de bailar y fueron a divertirse con algunas cautivas sajonas. Las mujeres tenían niños, que gritaron lo suficiente como para molestar a Merlín, el cual puso mala cara-. El destino es inexorable -comentó con amargura-, y todo termina en llanto.

–¿Nimue está con vos? – le pregunté, e inmediatamente la expresión de alarma de Taliesin me indicó que había hecho una pregunta inadecuada.

Merlín miró al fuego. Las llamas le arrojaron una pavesa y él escupió para devolver al fuego su malicia.

–No me hables de Nimue, – dijo tras escupir. El buen humor desapareció y me sentí cohibido por haber hecho tal pregunta. Tocó su negra vara y suspiró-. Está enfadada conmigo -me dijo.

–¿Por qué, señor?

–Porque no le dejo salirse con la suya, claro está. Todo el mundo suele enfadarse por eso. – Otro madero se resquebrajó en la hoguera soltando chispas que se sacudió de la túnica con irritación después de escupir nuevamente a las llamas-. Leña de alerce -dijo-. Al alerce no le gusta que lo quemen recién cortado. – Me miró sombríamente-. Nimue no quería que trajera a Gawain a esta batalla. Cree que fue una pérdida inútil y, seguramente, tenga razón.

–Ha traído la victoria, señor -dije.

Merlín cerró los ojos y me pareció que suspiraba como diciendo que mi estupidez era terrible de soportar.

–He dedicado mi vida entera -dijo al cabo de un rato- a una cosa. Una cosa sencilla. Quería atraer a los dioses de nuevo. ¿Tan difícil es de comprender, Derfel? Pero se precisa una vida entera para hacer una cosa bien hecha, Derfel. Bueno, los necios como tú podéis alardear de ser magistrados un día y lanceros al siguiente, pero, cuando esas cosas terminan, ¿qué tenéis? ¡Nada! Para cambiar el mundo, Derfel, hay que tener una sola cosa en la cabeza. Arturo se acerca, eso se lo concedo. Quiere liberar Britania de los sajones, y probablemente lo haya conseguido por un tiempo, pero los sajones no se han extinguido y volverán. Tal vez yo no lo vea, ni tú, pero tus hijos y los hijos de tus hijos tendrán que librar esta misma batalla otra vez. Sólo hay un camino hacia la verdadera victoria.

–El camino de los dioses -dije.

–El camino de dioses -asintió-, ahí tienes el trabajo de mi vida. – Bajó la mirada un momento fijándola en su negra vara de druida, Taliesin lo observaba inmóvil-. De niño tuve un sueño -prosiguió en voz baja-. Fui a la gruta de Carn Ingli y soñé que tenía alas y volaba tan alto que veía la isla de Britania; era muy hermosa; hermosa y verde, rodeada de una espesa niebla que mantenía lejos a los enemigos. La isla bendita, Derfel, la isla de los dioses, el único lugar de la tierra digno de acoger su presencia. Ahí lo tienes, Derfel, no he deseado otra cosa desde aquel sueño más que recuperar la isla bendita, traer a los dioses de nuevo.

–Pero… -quise interrumpirle.

–¡No seas necio! – me gritó, y Taliesin esbozó una sonrisa-. ¡Piensa! – me instó-. ¡El trabajo de toda mi vida!

–Mai Dun -dije en voz baja.

Asintió con un gesto pero nada dijo. Unos hombres cantaban a lo lejos y se veían fogatas por todas partes. Los heridos gemían en la oscuridad mientras los perros y las alimañas husmeaban entre los muertos y los moribundos. Al alba, el ejército se despertaría ebrio y vería el horror del campo después de la batalla, pero mientras tanto todos cantaban y se empapaban de cerveza cobrada.

–En Mai Dun -dijo Merlín por fin, rompiendo su silencio- estuve muy cerca, muy cerca. Pero fui débil, Derfel, fui débil. Quiero a Arturo excesivamente. ¿Por qué? No es ingenioso, su conversación es aburrida como la de Gawain y siente una devoción ridícula por la virtud, pero lo quiero. Y a ti también, por lo visto. Una debilidad, ya lo sé. Aunque me agraden los hombres de inteligencia despierta, es a los honrados a quienes se inclina mi corazón. Admiro la fortaleza a secas, ¿sabes? y permití que esa admiración me debilitara en Mai Dun.

–Gwydre -dije, y Merlín asintió.

–Teníamos que haberlo matado, pero yo sabía que no podría. Al hijo de Arturo no puedo matarlo, y eso es una debilidad nefasta.

–No.

–¡Qué necio eres, Derfel! – repitió con hastío-. ¿Qué importa la vida de Gwydre frente a los dioses? ¿O frente a la perspectiva de restituir Britania? ¡Nada! Pero no pude hacerlo. Bien es verdad que encontré excusas. El pergamino de Caleddin dice llanamente: «El hijo del rey de la tierra debe ser sacrificado», y Arturo no es rey, pero eso es una nimiedad. Para que el rito fuera completo había que derramar la sangre de Gwydre y no encontré fuerzas para hacerlo. Matar a Gawain no fue problema, antes al contrario, fue un placer acallar la cháchara de ese insensato virgen, pero a Gwydre no podía matarlo y el rito quedó inconcluso. – Estaba hundido, encogido y hundido-. Fracasé -añadió con amargura.

–¿Y Nimue no piensa perdonaros? – pregunté vacilante.

–¿Perdonarme? ¡Ni siquiera conoce el significado de esa palabra! Considera el perdón una debilidad. Repetirá la ceremonia, y entonces no fallará. Si para ello debe matar a todos los hijos de todas las madres de Britania, lo hará. ¡Los pondrá en la olla y los hará hervir a fuego lento un buen rato! – Casi sonreía, y después se encogió de hombros-. Claro que ahora, le he puesto las cosas mucho más difíciles. Como buen anciano senil y sentimental, me vi en el deber de ayudar a Arturo en la escaramuza de hoy. Para hacerlo utilicé a Gawain y ahora creo que Nimue me odia.

–¿Por qué?

Levantó los ojos al cielo, que estaba lleno de humo, como apelando a los dioses para que me concedieran siquiera un poco de entendimiento.

–¿Crees, insensato, que es tan fácil encontrar cadáveres de príncipes virginales? Tardé años en llenar de pájaros la cabeza de ese zoquete para que se prestara al sacrificio. ¿Y qué he hecho hoy con él? ¡Lo he desperdiciado! Sólo por ayudar a Arturo.

–¡Pero vencimos!

–¡No seas tan necio! – me fulminó con la mirada-. ¿Que vencisteis, dices? ¿Qué es esa cosa abominable que llevas en el escudo?

Eché un vistazo a mi escudo.

–La cruz.

Merlín se froto los ojos.

–Los dioses están en guerra, Derfel, y hoy he dado la victoria a Yavé.

–¿A quién?

–Así se llama el dios cristiano. A veces lo llaman Jehová. Por lo que he podido averiguar, no es más que un humilde dios del fuego de un mísero país remoto, pero está empeñado en usurpar el poder de todos los demás dioses. Debe de ser un sapejo ambicioso, porque está ganando, y he sido yo quien le ha dado la victoria hoy. ¿Qué crees que recordarán los hombres de esta batalla?

–La victoria de Arturo -respondí con firmeza.

–Dentro de cien años, Derfel, nadie sabrá si fue victoria o derrota.

–Recordarán a Cuneglas -dije al cabo de un rato.

–¿A quién le importa Cuneglas? No será más que otro rey olvidado.

–¿La muerte de Aelle? – me aventuré a decir.

–Un perro moribundo merecería más atención.

–Entonces, ¿qué?

Mi torpeza hizo torcer el gesto a Merlín.

–Lo que recordarán, Derfel, es que llevabais la cruz en el escudo. Hoy, grandísimo zoquete, hemos entregado Britania a los cristianos, y he sido yo quien se la ha entregado. He proporcionado a Arturo lo que ambicionaba, pero el precio, Derfel, lo he pagado yo. ¿Entiendes ahora?

–Sí, señor.

–Y por eso he hecho mucho más ardua la tarea de Nimue. Pero lo intentará, Derfel, y ella no es como yo. No es débil. Nimue posee dureza interior, una dureza increíble.

–No matará a Gwydre -repliqué con confianza, sonriendo-, pues ni Arturo ni yo se lo permitiremos, y a ella no le será confiada Excalibur, de modo que no tiene forma de ganar la partida.

Merlín me miró fijamente.

–¿Crees, idiota, que Arturo o tú sois tan fuertes como para resistir a Nimue? Ella es una mujer, y las mujeres consiguen cuanto desean, y si para conseguirlo es preciso destrozar el mundo y todo lo que contiene, que así sea. Primero me destrozará a mí y luego volverá su ojo contra ti. ¿No es cierto lo que digo, mi joven profeta? – preguntó a Taliesin, pero el bardo había entornado los párpados y Merlín se encogió de hombros-. Le llevaré las cenizas de Gawain y le proporcionaré toda la ayuda que pueda -dijo-, porque se lo he prometido. Pero terminará en llanto, Derfel, todo terminará en llanto. ¡Qué caos he provocado! ¡Qué caos terrible! – Se arrebujó en el manto-. Ahora voy a dormir -dijo.

Más allá de la hoguera, los Escudos Negros violaban a las cautivas y yo me quedé sentado contemplando las llamas. Había contribuido a la victoria, pero me sentía inexpresablemente triste.

Aquella noche no vi a Arturo sino un breve momento cuando la aurora despuntaba entre brumas. Me saludó con la misma vivacidad de antaño y me pasó un brazo por los hombros.

–Deseo darte las gracias -dijo- por haber cuidado a Ginebra estas últimas semanas. – Llevaba puesta la armadura y tomaba un desayuno rápido consistente en una rebanada de pan mohoso.

–En todo caso -repuse- ha sido Ginebra quien ha cuidado de mí.

–¡Te refieres a las carretas! ¡Cuánto me habría gustado presenciarlo! – Arrojó el pan al suelo cuando Hygwydd, su escudero, salió con Llamrei de la oscuridad-. Te veré esta noche, Derfel -dijo, mientras Hygwydd le ayudaba a montar-, o tal vez mañana.

–¿Adonde vais, señor?

–A perseguir a Cerdic, naturalmente. – Se acomodó a lomos de Llamrei, recogió las riendas y Hygwydd le entregó la lanza y el escudo. Hincó los talones a la yegua y fue a reunirse con sus hombres, que esperaban entre la bruma como bultos de sombra. Mordred lo acompañaba también, ya sin guardianes que lo vigilaran y aceptado como soldado capaz por derecho propio. Vi que detenía a su caballo y me acordé del oro sajón que había encontrado en Lindinis. ¿Nos había traicionado Mordred? De ser cierto, no podía demostrarlo, y el resultado de la batalla lo negaba, pero aún odiaba a mi rey. Percibió mi mirada malévola y se alejó a caballo. Arturo reunió a sus jinetes y los vi partir entre estruendo de cascos.

Desperté a mis hombres a golpes de lanza y les ordené que reunieran a los sajones cautivos y los pusieran a cavar fosas nuevamente y a levantar piras funerarias. Creía que yo también pasaría el día ocupado en tan agotadora tarea cuando, a media mañana, Sagramor me mandó un mensaje rogándome que enviara un destacamento de lanceros a Aquae Sulis, donde se habían producido disturbios. Todo empezó cuando se extendió el rumor entre los lanceros de Tewdric de que se había encontrado el tesoro de Cerdic y que Arturo lo quería todo para sí. Aducían como prueba la desaparición de Arturo y proponían vengarse derribando el templo central, so pretexto de que había sido pagano en otro tiempo. Logré contener el frenesí de violencia anunciándoles que, efectivamente, se habían hallado dos cofres de oro, pero que estaban bajo vigilancia y su contenido se repartiría equitativamente tan pronto regresara Arturo. Por recomendación de Tewdric enviamos a seis soldados suyos a reforzar la vigilancia de los cofres, que se hallaban entre los restos del campamento de Cerdic.

Los cristianos de Gwent se tranquilizaron, pero los lanceros de Powys iniciaron nuevos disturbios arguyendo que Oengus mac Airem era el responsable de la muerte de Cuneglas. La enemistad cutre Powys y Demetia se remontaba muchos años en el tiempo, pues era proverbial la afición de Oengus mac Airem a saquear las tierras de su rico vecino en tiempos de cosecha; ciertamente, en Demetia se hablaba de Powys como «nuestra despensa», pero ese día fueron los hombres de Powys los que iniciaron la pelea so pretexto de que Cuneglas no habría muerto si los Escudos Negros hubieran llegado a tiempo al campo de batalla. Los irlandeses no eran hombres que rehuyeran las trifulcas y, tan pronto se restableció la calma entre los hombres de Tewdric, se oyó un entrechocar de espadas y lanzas en los alrededores de la sala del tribunal; los de Powys y los de Demetia organizaron una escaramuza cruenta. Sagramor impuso calma, aunque una calma inquieta, castigando ejemplarmente con la muerte a los cabecillas de ambos bandos, pero a lo largo del día las dos naciones continuaron hostigándose mutuamente. La discordia se agravó cuando se supo que Tewdric había enviado un destacamento de soldados a ocupar Lactodurum, una fortaleza situada al norte que Britania había perdido hacía años; los hombres de Powys la reclamaban como territorio propio, y no de Gwent; rápidamente se organizó una banda de lanceros de Powys que fue a perseguir a los de Gwent para hacer valer sus derechos. Los Escudos Negros, que no tenían parte en la contienda de Lactodurum, dieron la razón a los de Gwent sólo por enfurecer a los de Powys, actitud que tan sólo originó mayor número de escaramuzas. Se produjeron refriegas mortales por causa de una plaza de la que la mayoría de los combatientes ni siquiera había oído hablar y que, no obstante, tal vez estuviera guarnicionada aún por los sajones.

Los dumnonios logramos mantenernos al margen de las hostilidades, de modo que nuestros soldados se encargaron de patrullar por las calles y las peleas se produjeron sólo en las tabernas; no obstante, por la tarde, con la llegada de Argante, nos vimos finalmente arrastrados a las disputas. La princesa irlandesa llegó de Glevum con un puñado de criados y descubrió que Ginebra había ocupado la casa del obispo, construida tras el templo de Minerva. El palacio episcopal no era ni el mayor ni el más cómodo de Aquae Sulis, pues tal distinción pertenecía al palacio de Cildydd el magistrado; Lancelot había ocupado la casa de Cildydd durante su estancia en Aquae Sulis y por tal motivo Ginebra no deseaba trasladarse allí. No obstante, Argante insistió en ocupar el palacio del obispo porque se hallaba dentro del recinto sagrado, y un entusiasmado grupo de Escudos Negros se prestó a desalojar a Ginebra, mas toparon con una veintena de soldados míos que la defendieron a ultranza. Dos hombres murieron antes de que Ginebra anunciara que no le importaba instalarse allí o en cualquier otra parte, y se trasladó a los alojamientos de los sacerdotes, construidos a lo largo de las grandes termas. Argante, victoriosa en la confrontación, declaró que el lugar era apto para Ginebra, pues afirmó que los alojamientos de los sacerdotes habían sido un burdel en tiempos pasados, y Fergal, el druida de Argante, se llevó a una muchedumbre de Escudos Negros a las termas, donde se divirtieron preguntando los precios del burdel y dando voces a Ginebra para que saliera a enseñarles su cuerpo. Otro contingente de Escudos Negros ocupó el templo y derribó rápidamente la cruz que Tewdric había erigido en el altar, y entonces veintenas de lanceros de manto rojo de Gwent entraron por la fuerza en el templo a reponer la cruz.

Sagramor y yo llevamos lanceros al recinto sagrado que, a media tarde, prometía convertirse en un baño de sangre. Mis hombres quedaron apostados a las puertas del templo, los de Sagramor protegían a Ginebra, pero los guerreros borrachos de Demetia y Gwent nos superaban a ambos en número, mientras que los de Powys, satisfechos de tener una causa con la que fastidiar a los Escudos Negros, apoyaban a Ginebra a gritos. Me abrí camino entre la turba empapada de hidromiel repartiendo garrotazos entre los alborotadores que más destacaban, pero temí la violencia, que iba en aumento a medida que el sol se ponía. Hubo de ser Sagramor quien por fin impusiera una tregua inestable por la noche. Trepó al tejado de las termas y desde allí, erguido en toda su estatura entre dos esculturas, pidió silencio a gritos. Se había desnudado el torso de modo que, en contraste con los guerreros de mármol blanco que lo flanqueaban, su piel de ébano producía un impacto aún mayor.

–Si alguno de vosotros tiene ganas de pelea -anunció con su curioso acento- se las verá primero conmigo. ¡Hombre contra hombre! Espada o lanza, como gustéis. – Sacó su larga cimitarra y fulminó con la mirada a los hombres de abajo.

–¡Que se vaya la ramera! – gritó una voz anónima entre los Escudos Negros.

–¿Tienes algo en contra de las rameras? – respondió Sagramor-. ¿Qué clase de guerrero eres? ¿Eres virgen? Si tanto deseas preservar la virtud, ven aquí arriba que yo te castraré. – La respuesta provocó grandes risas que pusieron fin al peligro inminente.

Argante permaneció en el palacio llena de resentimiento. Se llamaba a sí misma emperatriz de Dumnonia y exigió que dispusiéramos para ella una guardia de dumnonios, pero ya era tan numerosa la guardia de Escudos Negros que su padre le había puesto que ninguno de los dos obedecimos. Por el contrario, ambos nos despojamos de la ropa y nos zambullimos en el gran baño romano, donde descansamos exhaustos. El agua caliente disolvía el cansancio como por ensalmo. El vapor subía hasta los azulejos rotos del techo.

–Tengo entendido -dijo Sagramor- que este edificio es el más grande de Britania.

–Probablemente -dije, mirando el vasto techo.

–Pero cuando yo era niño vivía como esclavo en una casa mucho mayor.

–¿En Numidia?

–Sí, aunque yo nací más al sur. Me vendieron como esclavo cuando era muy pequeño. Ni siquiera recuerdo a mis padres.

–¿Cuándo te fuiste de Numidia?

–Después de matar por primera vez. A un criado, sí. Yo tendría unos diez años, once, tal vez. Eché a correr y me uní al ejército romano como hondeador. Todavía soy capaz de dar una pedrada a un hombre entre los ojos a cincuenta pasos de distancia. Después aprendí a montar. Luché en Italia, en Tracia y en Egipto, y reuní dinero para unirme a los francos. Entonces, Arturo me hizo prisionero. – No solía ser tan comunicativo. El silencio era, sin duda, una de las armas más efectivas de Sagramor; el silencio, su semblante de halcón y su fama terrible, pero en privado era amable y reflexivo-. ¿Y ahora, de qué lado estamos? – me preguntó con cara de confusión.

–¿A qué te refieres?

–¿Del de Ginebra o del de Argante?

–Dímelo tú -respondí con un encogimiento de hombros.

Metió la cabeza debajo del agua, la sacó y se limpió los ojos.

–Del de Ginebra, supongo, si son ciertos los rumores.

–¿Qué rumores?

–Que Arturo y ella estuvieron juntos anoche, aunque siendo Arturo como es, pasarían la noche departiendo, claro. Antes desgasta la lengua que la espada.

–Cosa que a vos no os sucedería jamás.

–No -replicó con una sonrisa, y la amplió más aún al mirarme-. Derfel, tengo entendido que abriste brecha en una barrera de escudos tú solo.

–Era muy delgada -dije-, e inmadura.

–Yo abrí brecha en una muy gruesa -respondió con una sonrisa-, muy gruesa, y llena de guerreros curtidos. – Me desquité hundiéndole la cabeza bajo el agua y me fui rápidamente antes de que me ahogara él a mí. Los baños estaban a oscuras porque no había antorchas encendidas y los últimos rayos del sol poniente no se colaban por los agujeros del techo. La estancia estaba llena de vapor de agua y, aunque sabía que había más gente bañándose, hasta el momento no había reconocido a nadie; sin embargo, al cruzar la piscina a nado, vi una figura con ropas blancas agachada junto a un hombre que estaba sentado en uno de los escalones sumergidos en el agua. Reconocí el hirsuto pelo de los lados de la cabeza tonsurada del hombre que estaba agachado, y un instante después oí lo que decía.

–Confiad en mí -declaraba con sereno fervor-, dejadlo en mis manos, lord rey. – Levantó la mirada un momento y me vio. Era el obispo Sansum, recién liberado de su cautiverio y repuesto en su lugar con todos los honores gracias al compromiso que Arturo adquirió con Tewdric. Pareció sorprendido de verme, pero consiguió esbozar una sonrisa malévola-. Vos, lord Derfel -dijo, retirándose cautamente del borde de la piscina-, ¡uno de nuestros héroes!

–¡Derfel! – gritó el hombre del escalón, y vi que era Oengus mac Airem, que se precipitó hacia mí y me envolvió en un abrazo osuno-. Es la primera vez que abrazo a un hombre desnudo -comentó el rey de los Escudos Negros-, y la verdad, no le encuentro atractivo al asunto. También es la primera vez que me baño. ¿Crees que moriré por ello?

–No -dije, y miré a Sansum de soslayo-, mas frecuentáis compañías extrañas, lord rey.

–Los lobos tienen pulgas, Derfel, los lobos tienen pulgas -farfulló Oengus.

–Así pues, ¿para qué ha de confiar mi señor rey en ti, Sansum? – pregunté al obispo.

Sansum no respondió pero me pareció que Oengus se avergonzaba horriblemente.

–El santuario -dijo por fin-. El buen obispo dice que puede arreglárselas para que mis hombres lo usen como templo durante un tiempo. ¿No es así, obispo?

–Exactamente, lord rey -corroboró Sansum.

–Mentís mal, los dos -dije, y Oengus se echó a reír. Sansum me miró con hostilidad y se escabulló hacia la salida. No hacía sino unas horas que era libre y ya estaba tramando maldades-. ¿Qué os decía, lord rey? – insistí; no me disgustaba Oengus, era un hombre sencillo, fuerte, un granuja, pero un gran amigo.

–¿Qué crees tú? – contestó.

–Hablaba de vuestra hija -dije.

–Una niña muy bonita, ¿verdad? – replicó Oengus-; muy delgada, claro y con las ideas de una loba en celo. Este mundo es muy raro, Derfel. Engendro hijos lerdos como bueyes e hijas astutas como lobos. – Se interrumpió y saludó a Sagramor, que me había seguido por el agua-. ¿Qué pasará con Argante? – me preguntó Oengus.

–No lo sé, señor.

–Arturo se casó con ella, ¿no es así?

–Tampoco eso lo sé con certeza -dije.

Me clavó una mirada penetrante y luego sonrió al comprender lo que quería decir.

–Ella dice que se casaron formalmente, pero no me diría otra cosa. No estaba seguro de que Arturo quisiera casarse con ella y le presioné. Era una boca menos que alimentar, comprendedlo. – Hizo una breve pausa-. El asunto es, Derfel -prosiguió-, que Arturo no puede mandármela otra vez así, por las buenas. Sería un insulto, y además no quiero que vuelva. Me quedan hijas de sobra, todavía. La mitad del tiempo ni sé siquiera cuáles son mías y cuáles no. ¿Que necesitas una mujer? Ven a Demetia y escoge la que más te plazca, pero te advierto que son todas parecidas. Bonitas pero con los dientes afilados. ¿Qué piensa hacer Arturo?

–¿Qué os aconseja Sansum? – pregunté.

Oengus fingió no haber oído la pregunta, pero sabía que finalmente nos lo diría porque no sabía guardar secretos.

–Sólo me recordó -confesó por fin- que Argante había sido prometida a Mordred con anterioridad.

–¿Es cierto? – preguntó Sagramor, sorprendido.

–Hace algún tiempo -respondí-, un simple comentario de pasada. – Había sido el propio Oengus quien lo dijera, pues estaba desesperado por reforzar a toda costa su alianza con Dumnonia, ya que era la mejor protección que podía procurarse contra Powys.

–Y si Arturo no se ha casado con ella formalmente -prosiguió Oengus-, Mordred sería una consolación, ¿no es así?

–Una consolación -repitió Sagramor con acritud.

–Será reina -dijo Oengus.

–Cierto -dije.

–De modo que no es tan mala idea -concluyó Oengus sin darle importancia, aunque se me antojó que apoyaría tal idea apasionadamente. Los esponsales con Mordred desagraviarían el orgullo herido de Demetia, y además comprometería a Dumnonia a dar protección al país de su reina.

Por mi parte, parecióme que la propuesta de Sansum era la peor argucia que había oído en todo el día, pues poco había de esforzarme para imaginar las maldades que podrían tramar entre Mordred y Argante, pero nada dije.

–¿Sabes qué le falta a estos baños? – preguntó Oengus.

–Decídmelo, lord rey.

–Mujeres. – Se rió-. ¿Dónde está la tuya, Derfel?

–Está de duelo -dije.

–¡Ah, claro! Por Cuneglas. – El rey de los Escudos Negros se encogió de hombros-. Nunca me tuvo aprecio, pero yo a él sí. ¡Pocos hombres confiaban en las promesas como él! – Oengus se rió a carcajadas, pues tales promesas se las había hecho él sin la menor intención de cumplirlas-. Pero no puedo decir que lamente su muerte. Su hijo es pequeño todavía y está muy apegado a su madre. Ella y el par de arpías de sus tías reinarán por un tiempo. ¡Tres brujas! – Volvió a reírse-. Creo que podremos adueñarnos de algunas tierras de esas tres damas. – Poco a poco, fue metiendo la cara en el agua-. Hago subir a los piojos hacia arriba -nos dijo al tiempo que atrapaba a uno de los pequeños insectos grises que trepaba por las barbas huyendo de la proximidad del agua.

No había visto a Merlín en todo el día y, por la noche, Galahad me dijo que el druida ya había salido del valle en dirección norte. Encontré a Galahad de pie junto a la pira de Cuneglas.

–Sé que Cuneglas no apreciaba a los cristianos -me dijo-, pero no creo que le importara una oración cristiana por su alma. – Le invité a dormir entre mis hombres y paseamos juntos hasta el campamento de mis soldados.

–Merlín me dio un recado para ti -dijo después-. Dice que encontrarás lo que buscas entre los árboles muertos.

–No creo estar buscando nada -dijo.

–Pues ve a mirar entre los árboles muertos -dijo Galahad-, y encontrarás lo que no buscas.

Aquella noche no fui a buscar nada, sino que me envolví en el manto entre mis hombres en el campo de batalla. Me desperté temprano con un gran dolor de cabeza y las articulaciones doloridas. Había terminado la bonanza y caía una fina llovizna del oeste. La lluvia podía llegar a empapar las piras, de modo que empezamos a recoger leña para alimentar las hogueras funerarias, y entonces me acordé del críptico mensaje de Merlín, pero no veía árboles muertos por ninguna parte. Cortábamos robles, olmos y hayas con hachas sajonas y respetábamos sólo los fresnos sagrados, pero todos los que cortábamos estaban sanos. Pregunté a Issa si había visto árboles muertos en los alrededores y me dijo que no, pero Eachern dijo haber avistado unos cuantos más allá del meandro del río.

–Enséñamelos.

Eachern nos condujo a un grupo por la orilla y, en la curva que describía el río bruscamente hacia el este, divisamos un montón de árboles secos atrapados en las raíces visibles de un sauce. Las ramas muertas estaban cubiertas de toda clase de desechos que el río había transportado, pero nada hallé de valor entre los restos.

–Si Merlín dice que aquí hay algo de valor -dijo Galahad-, tenemos que mirar bien.

–A lo mejor no se refería a estos árboles -dije.

–Son tan buenos como cualquiera -dijo Issa; se desabrochó la espada para no mojarla y saltó a la maraña. Se abrió paso entre las erizadas ramas superiores hasta llegar al río-. ¡Dadme una lanza! – dijo.

Galahad le tendió una lanza e Issa revolvió entre las ramas con ella. En un punto, un retal de red de pesca deshilachada y alquitranada había sido enganchada en forma de tienda, y estaba cubierta de hojas caídas; Issa hubo de hacer uso de toda su fuerza para izar aquel bulto enredado.

Fue entonces cuando el fugitivo salió de su escondrijo. Se había ocultado bajo la red, incómodamente apostado en un tronco medio hundido, pero en ese momento, cual nutria levantada por perros de caza, se alejó apresuradamente de la lanza de Issa y trató de escapar río arriba. Tropezaba continuamente en los árboles secos y la armadura le impedía avanzar ligero, de modo que mis hombres saltaron a la orilla con gran alborozo y le dieron alcance fácilmente. De no haber llevado armadura, el fugitivo habría podido zambullirse en el río y alcanzar la otra orilla a nado, pero no le quedó otro remedio que rendirse. El hombre debía de llevar dos noches y un día avanzando río arriba, pero debió de descubrir el escondite y le parecería idóneo para ocultarse hasta que todos hubiéramos abandonado el campo de batalla. Pero lo habíamos atrapado.

Era Lancelot. Primero lo reconocí por el largo cabello negro, del que tanto se vanagloriaba, y luego, cubierta de lodo y ramas, descubrí la famosa armadura blanca de esmalte. Sólo había terror en su rostro. Nos miró a nosotros y después al río como si pensara en lanzarse a la corriente, entonces volvió a mirarnos y descubrió a su medio hermano.

–¡Galahad! – lo llamó-. ¡Galahad!

Galahad me miró unos instantes, hizo la señal de la cruz y, dándose media vuelta, se alejó.

–¡Galahad! – gritó Lancelot de nuevo, cuando su hermano hubo desaparecido tras el terraplén de la orilla.

Galahad siguió andando.

–¡Subidlo aquí! – ordené. Issa lo azuzó con la lanza y el aterrorizado Lancelot trepó como pudo por entre unas ortigas que crecían en la orilla. Conservaba la espada, pero debía de estar oxidada tras la prolongada inmersión en el río. Me planté delante de él cuando salió tropezando de entre las ortigas.

–¿Os batiréis conmigo aquí y ahora, lord rey? – pregunté, al tiempo que desenvainaba a Hywelbane.

–¡Déjame marchar, Derfel! ¡Te enviaré dinero, te lo prometo! – Siguió chapurreando, prometiéndome más oro del que pudiera desear, pero no sacó la espada hasta que apoyé la punta de Hywelbane fuertemente en su pecho, y en ese instante supo que iba a morir. Me escupió, dio un paso atrás y desenvainó. En otro tiempo, su espada se llamaba Tanlladwyr, que significa «Asesina Fulgurante», pero cuando Sansum lo bautizó, le cambió el nombre al arma y le puso Espada de Cristo. La Espada de Cristo estaba oxidada en ese momento, pero seguía siendo un arma formidable y, para mi sorpresa, Lancelot no era mal espadachín. Siempre lo había tenido por cobarde, mas aquel día luchó con valentía. Estaba desesperado y lo demostró en una serie de ataques cortantes y rápidos que me obligaron a retroceder. Pero además, Lancelot estaba cansado, empapado y helado, y se fatigó enseguida, de modo que, una vez hube esquivado la primera lluvia de estocadas, me tomé tiempo para pensar en la forma de acabar con él. Su desesperación iba en aumento y la violencia de sus ataques se recrudeció, pero di fin al combate cuando me agaché por debajo de una de sus feroces acometidas y sujeté a Hywelbane de modo que la punta se le clavó en el brazo y, por el impulso que llevaba, le abrió las venas desde la muñeca hasta el codo. Gritó al ver saltar la sangre y la espada se le cayó de la mano inerte; abyectamente aterrorizado, esperó el golpe de gracia.

Limpié la hoja de Hywelbane con un puñado de hierba, la sequé con el manto y la envainé.

–No quiero que tu espíritu permanezca en mi espada -le dije y, por un instante, me miró agradecido, mas al punto quebré sus esperanzas-. Tus hombres mataron a mi hija -le recordé-, los mismos que enviaste para que te llevaran a Ceinwyn al lecho. ¿Crees que puedo perdonarte alguna de esas cosas?

–Yo no se lo ordené -argüyó con desesperación-. ¡Créeme!

Le escupí en la cara.

–¿Preferís que os entregue a Arturo, lord rey?

–¡No, Derfel, por favor! – Juntó las manos y se estremeció-. ¡Por favor!

–¡Dadle la muerte de una mujer! – me instó Issa; referíase a desnudarlo, caparlo y dejarlo morir desangrándose por la entrepierna.

Me tentó la idea, pero temía disfrutar con la muerte de Lancelot. La venganza es placentera; yo había dado una muerte horrenda a los asesinos de Dian y en ningún momento sentí remordimientos por el macabro placer que me proporcionó su sufrimiento, pero no tenía agallas para torturar a ese hombre tembloroso y miserable. Tanto temblaba que me compadecí de él, y me sorprendí pensando si perdonarle la vida o no. Sabía que era un traidor y un cobarde y que merecía la muerte, pero su terror era tan rastrero que llegué a sentir verdadera lástima de él. Siempre había sido mi enemigo, siempre me había despreciado, y sin embargo, cuando cayó de rodillas ante mí con el rostro inundado de lágrimas, me sentí impulsado a la clemencia, sabiendo que tanto placer encontraría en semejante ejercicio de poder como en ordenar su muerte. Quise saborear su gratitud un instante, pero entonces me acordé del rostro moribundo de mi hija y empecé a temblar de cólera súbitamente. Arturo era famoso por perdonar a sus enemigos, pero a ese enemigo yo no podría perdonarlo jamás.

–La muerte de una mujer -insistió Issa.

–No -dije, y Lancelot me miró con renovada esperanza-. Ahorcadlo como a un vulgar malhechor -dije.

Lancelot gimió, pero no permití que el corazón me flaqueara.

–¡Ahorcadlo! – ordené de nuevo. Y así lo hicimos. Encontramos una cuerda de crin de caballo, la atamos a la rama de un roble y aupamos a Lancelot. Bailaba colgado, y siguió bailando hasta que Galahad volvió y sujetó por los talones a su medio hermano para ahorrarle el horror de la asfixia.

Desnudamos a Lancelot. Arrojé al río su espada y su refinada armadura, quemé sus ropas y, con una gran hacha sajona, lo descuarticé. No lo incineramos sino que lo echamos a los peces para que su negro espíritu no envileciera el otro mundo con su presencia. Lo borramos de la faz de la tierra y conservé tan sólo el cinturón esmaltado que le había regalado Arturo.

A mediodía encontré a Arturo. Regresaba de perseguir a Cerdic y él y sus hombres llegaron al valle a lomos de los cansados caballos.

–Hemos perdido a Cerdic -me dijo-, pero encontramos a otros. – Acarició el cuello de Llamrei, blanco de sudor-. Cerdic está vivo, Derfel, pero se ha debilitado tanto que tardará mucho tiempo en causarnos problemas otra vez. – Sonrió, y entonces se dio cuenta de que no estaba tan contento como él-. ¿Qué te ocurre? – preguntó.

–Esto, señor -dije, y le mostré el valioso cinturón de esmalte.

Tardó un momento en comprender que no se trataba de una simple pieza de botín sino del cinturón de espada que él mismo había regalado a Lancelot. Su semblante reflejó un instante la misma expresión que los muchos meses anteriores a Mynydd Baddon: la expresión impenetrable y ceñuda de la amargura, y luego me miró a los ojos.

–¿Su dueño?

–Muerto, señor. Ahorcado vergonzosamente.

–Bien -dijo en voz baja-. Ese objeto, Derfel, tíralo. – Arrojé el cinturón al río.

Y así murió Lancelot, aunque las canciones que había pagado con oro sobrevivieron y, hasta hoy, es ensalzado como a un héroe comparable a Arturo. A Arturo se le recuerda como gobernante, pero a Lancelot lo llaman guerrero. Ciertamente, fue un rey sin tierra, un cobarde y el mayor traidor de Britania, y su espíritu vaga por Lloegyr aun hoy, clamando por su cuerpo de sombra, que jamás existirá pues cortamos su cadáver en pedazos y arrojamos los pedazos a los peces del río. Si los cristianos no yerran y el infierno existe, que sufra allí por los siglos de los siglos.

Galahad y yo seguimos a Arturo a la ciudad pasando ante la pira funeraria de Cuneglas y serpenteando entre las tumbas romanas, donde tantos hombres de Aelle habían caído. Le había advertido de lo que le esperaba, pero no pareció desanimarse cuando le dije que Argante se hallaba en la ciudad.

Su llegada a la ciudad atrajo a muchos peticionarios ansiosos que reclamaban su atención, hombres que exigían reconocimiento por actos heroicos realizados en la batalla, compensación en esclavos y oro o justicia en disputas muy anteriores a la invasión sajona. Arturo pidió a todos que le aguardaran en el templo, aunque, una vez hubo entrado, olvidó las súplicas. Convocó a Galahad a la antecámara del templo y, al cabo de un rato, mandó a buscar a Sansum. El obispo cruzó presuroso las dependencias entre burlas de lanceros dumnonios. Departió largo y tendido con Arturo, y después, Oengus mac Airem y Mordred fueron llamados a presencia de Arturo. Los lanceros del recinto hacían apuestas sobre dónde iría Arturo, si a casa del obispo con Argante o a los alojamientos de los sacerdotes con Ginebra.

Arturo no me pidió consejo. Por el contrario, cuando convocó a Oengus y a Mordred me rogó que fuera a informar a Ginebra de su regreso, de modo que me dirigí al otro extremo del patio, a los alojamientos de los sacerdotes, y encontré a Ginebra en una habitación del piso superior en compañía de Taliesin. El bardo, ataviado con una túnica blanca y limpia y con la fina cinta de plata alrededor del negro cabello, se puso en pie e hizo una inclinación al verme entrar. Tenía un arpa pequeña, pero me dio la impresión de que habían estado conversando y no tocando música. Sonrió y se retiró de la estancia dejando caer la gruesa cortina que cerraba el acceso.

–Un hombre de brillante inteligencia -dijo Ginebra, levantándose a saludarme. Llevaba un vestido de color crema rematado con cintas azules en los orillos, el collar sajón que yo le había regalado en Mynydd Baddon y el rojo cabello recogido en la parte superior de la cabeza con una cadena de plata. No estaba tan elegante como la recordaba, antes de los malos tiempos, pero no guardaba parecido alguno con la mujer armada que cabalgara con entusiasmo por el campo de batalla. Se acercó con una sonrisa-. ¡Estás limpio, Derfel!

–Me he bañado, señora.

–¡Y no has muerto! – se burló gentilmente, y me besó en la mejilla y, una vez me hubo besado, me sujetó un momento por los hombros-. Te debo mucho -dijo en voz baja.

–No, señora, no -dije y, abochornado, me separé.

Se rió de mi azoramiento y fue a sentarse en la ventana que dominaba las dependencias del patio. La lluvia formaba charcos entre las piedras y goteaba por la sucia fachada del templo donde estaba atado el caballo de Arturo a un aro incrustado en una columna. No precisaba que le anunciara el regreso de Arturo, pues a buen seguro lo habría visto llegar con sus propios ojos.

–¿Con quién está? – me preguntó.

–Con Galahad, Sansum, Mordred y Oengus.

–¿Y no te ha convocado a ti al consejo? – preguntó con un leve deje de su antigua sorna.

–No, señora -dije, procurando ocultar mi decepción.

–Estoy segura de que no te ha olvidado.

–Eso espero, señora -contesté, y entonces, con mucha mayor zozobra, le dije que Lancelot había muerto. No cómo había muerto, sólo que había muerto.

–Ya me lo había dicho Taliesin -respondió mirándose las manos.

–¿Cómo lo sabía? – pregunté, pues había muerto muy poco antes y Taliesin no se encontraba en el río.

–Lo soñó anoche -dijo Ginebra y, con un gesto brusco, zanjó el tema-. Bien, ¿de qué hablan allí? – preguntó, mirando al templo-. ¿De la esposa niña?

–Eso me imagino, señora -dije, y le conté que el obispo Sansum había aconsejado a Oengus mac Airem que Argante se casara con Mordred-. Me parece la peor idea que he oído en mi vida -manifesté con indignación.

–¿De verdad?

–Es completamente absurdo.

–No fue idea de Sansum -me dijo con una sonrisa-, sino mía.

Me quedé mirándola tan sorprendido que tardé unos momentos en recuperar el habla.

–¿Vuestra, señora? – logré preguntar por fin.

–No cuentes a nadie que la idea es mía -me advirtió-. Argante no lo pensaría un momento siquiera si supiera que la idea la he dado yo. Antes se casaría con un porquerizo que con alguien propuesto por mí. De modo que mandé buscar al pequeño Sansum y le rogué que me dijera si era cierto el rumor sobre Argante y Mordred, y añadí que me parecía una idea deleznable, cosa que, naturalmente, le hizo cobrar mayor entusiasmo por el asunto, aunque fingió indiferencia. Incluso lloré un poquito y le rogué que jamás revelara a Argante cuan detestable me parecía la idea. En ese momento, Derfel, ya podía decirse que estaban casados. – Sonrió triunfalmente.

–Pero, ¿por qué? – pregunté-. ¿Mordred y Argante? ¡Sólo causarán problemas!

–Causarán problemas tanto si están casados como si no, y es necesario que Mordred contraiga matrimonio, Derfel, para tener un heredero; es decir, que debe casarse con una princesa. – Hizo una pausa y acarició el collar-. Confieso que preferiría que no tuviera herederos, pues así el trono quedaría libre a su muerte. – No terminó de redondear el pensamiento y la miré con curiosidad, a lo cual respondió con una expresión fija de inocencia. ¿Estaría pensando que Arturo podría heredar el trono de Mordred si el rey no tenía descendencia? Pero Arturo nunca lo había deseado. Entonces comprendí que si Mordred moría, Gwydre, el hijo de Ginebra, tendría tanto derecho como cualquiera a reclamar ese trono. Debí delatar mis pensamientos, pues Ginebra sonrió-. No es que debamos especular sobre la sucesión -prosiguió antes de que yo pudiera decir algo-, pues Arturo insiste en que Mordred se case si así lo desea y, al parecer, al perverso muchacho le place Argante. Es posible que incluso lleguen a entenderse. Como víboras en un nido pestilente.

–Y Arturo tendrá dos enemigos unidos por la amargura -dije.

–No -replicó Ginebra y, con un suspiro, miró por la ventana-. No si satisfacemos sus deseos, y si yo satisfago los de Arturo. No sabes de qué deseos se trata, ¿verdad?

Reflexioné un instante y, de repente, lo comprendí todo. Entendí lo que Arturo y ella debían de haber hablado durante la larga noche después de la batalla. Comprendí también las medidas que Arturo debía de estar tomando en el templo de Minerva.

–¡No! – me opuse. Ginebra sonrió.

–Yo tampoco lo deseo, Derfel, pero amo a Arturo. Y es mi obligación satisfacer sus deseos. Le debo un poco de felicidad, ¿no crees? – preguntó.

–¿Quiere renunciar al poder? – pregunté, y ella asintió. Arturo siempre había hablado de su sueño, llevar una vida sencilla, con su esposa, su familia y un poco de tierra. Quería una fortaleza, una empalizada, una fragua y unos campos. Imaginábase convertido en terrateniente, sin más complicaciones que la preocupación de que los pájaros le robaran el grano, los ciervos se comieran sus verduras y la lluvia echara a perder las cosechas. Hacía años que alimentaba ese sueño y en aquel momento, tras vencer a los sajones, parecía que fuera a convertirlo en realidad.

–También Meurig quiere que Arturo abandone el poder -dijo Ginebra.

–¡Meurig! – escupí-. ¿Por qué habría de importarnos lo que quiera Meurig?

–Es el precio que Meurig exigió para permitir que su padre llevara al ejército de Gwent a la guerra. Arturo no te lo dijo antes de la batalla porque sabía que discutiríais.

–Pero ¿por qué quiere Meurig que Arturo renuncie al poder?

–Porque cree que Mordred es cristiano -dijo Ginebra con un encogimiento de hombros- y porque quiere que Dumnonia esté mal gobernada. De esa forma, Derfel, Meurig tiene posibilidades de apoderarse del trono de Dumnonia algún día. Es un sapejo ambicioso. – Yo le tildé de algo peor y Ginebra sonrió-. Sí, eso también, pero es preciso satisfacer el precio convenido, de modo que Arturo y yo nos iremos a vivir a Isca la de Siluria, donde Meurig pueda vigilarnos. Será mejor vida que en una fortaleza en ruinas. En Isca hay algunos palacios romanos agradables y muy buena caza. Nos llevaremos a algunos lanceros. Arturo cree que no los necesitamos, pero tiene enemigos y no debe renunciar a una banda de guerreros.

–¡Pero Mordred…! – exclamé, paseando inquieto por la habitación-. ¿Acaso recuperará el poder?

–Es el precio por el ejército de Gwent -dijo Ginebra-, y si Argante va a casarse con Mordred, es necesario devolverle el poder; de lo contrario, Oengus jamás daría su consentimiento. Al menos habrá que otorgarle cierta influencia y ella la compartirá con él.

–¡Y la obra de Arturo será destruida! – dije.

–Arturo ha librado a Britania de sajones -argüyó Ginebra- y no quiere ser rey. Eso lo sabes tú y lo sé yo. No es lo que yo deseo. Siempre quise que Arturo fuera el rey supremo y que Gwydre lo sucediera, pero él no lo desea y no va a luchar por ello. Me dice que desea tranquilidad. Y si él no ocupa el trono de Dumnonia, debe ocuparlo Mordred. La insistencia de Gwent y el juramento a Uther lo garantizan.

–¡De modo que abandonará Dumnonia a la injusticia y la tiranía!

–No, pues Mordred no detentará poder absoluto.

La miré y, por su tono, adiviné que yo no había comprendido el alcance de todo.

–Continuad -dije con cautela.

–Sagramor se queda. Los sajones han sido vencidos, pero aun así habrá fronteras y no hay nadie más apto que Sagramor para guardar las. Y el resto del ejercito de Dumnonia jurara lealtad a otro hombre. Mordred reinará, pues es rey, pero no tendrá mando sobre las lanzas, y un hombre sin lanzas no tiene auténtico poder. Sagramor y tú os ocuparéis de eso.

–¡No!

Ginebra sonrió.

–Arturo sabía que reaccionarías así, por eso le dije que te convencería.

–Señora -quise argüir, pero me impuso silencio levantando una mano.

–Tú gobernarás Dumnonia, Derfel. Mordred será rey, pero las lanzas serán tuyas, y gobierna quien tiene poder sobre las lanzas. Tienes que hacerlo por Arturo, porque sólo si tú te avienes podrá marcharse de Dumnonia con la conciencia tranquila. De modo que, para darle un poco de paz, hazlo por él, y quizá -dudó un momento- por mí también. Por favor.

Merlín tenía razón. Cuando una mujer quiere una cosa, la consigue.

Y yo tendría que gobernar Dumnonia.

Taliesin compuso una canción sobre Mynydd Baddon. La compuso deliberadamente al estilo antiguo, con un ritmo sencillo vibrante de dramatismo, heroísmo y ampulosidad. Era una canción muy larga, pues importaba dedicar al menos medio verso de alabanza a todo guerrero merecedor de tal honor, aunque los dedicados a cada uno de los jefes ocupaban estrofas enteras. Después de la batalla, Taliesin se instaló en las habitaciones de Ginebra, y con sensatez rindió el debido homenaje a su protectora describiendo maravillosamente las carretas que descendían dando tumbos con la carga incendiaria, aunque sin nombrar al hechicero sajón caído por su arco. Se inspiró en sus rojos cabellos para crear una imagen del campo de cebada anegado en sangre, donde habían muerto algunos sajones y, aunque nunca vi cebada en el campo de batalla, júzguelo detalle inteligente. Cantó la muerte de su antiguo protector Cuneglas en forma de lento lamento donde el nombre del rey muerto se repetía como un toque de tambor, y la carga de Gawain fue un recuento estremecedor donde el espíritu iracundo de nuestros lanceros caídos llegaba desde el puente de espadas para asaltar el flanco del enemigo. Alabó a Tewdric, a mí me trató con cariño y rindió honor a Sagramor, pero por encima de todo su canción era un himno a Arturo. En la canción de Taliesin, Arturo inundaba el valle de sangre enemiga, Arturo derrotaba al rey enemigo y Arturo sumía toda Lloegyr en el terror.

Los cristianos odiaban la canción de Taliesin. Compusieron sus propias canciones, en las que Tewdric arrasaba a los sajones. El Señor Dios Todopoderoso, decían las canciones de los cristianos, escuchando los ruegos de Tewdric, envió huestes celestiales al campo de batalla y los ángeles lucharon contra los sais con espadas flamígeras. Ni siquiera mentaban a Arturo en sus canciones, ciertamente no reconocían el menor mérito por parte de los paganos y aun en el día de hoy hay gente que incluso niega la presencia de Arturo en Mynydd Baddon. Una de las canciones cristianas adjudica la muerte de Aelle a Meurig, nías Meurig nunca estuvo en Mynydd Baddon, sino que permaneció en su casa, en Gwent. Después de la batalla, Meurig volvió a asumir el trono, Tewdric regresó al monasterio y fue declarado santo por los obispos de Gwent.

Aquel verano, Arturo tenía muchos quehaceres y no disponía de tiempo para canciones o santos. Durante las semanas posteriores a la batalla recuperamos enormes extensiones de Lloegyr, mas no toda entera, pues eran muchos los sajones que quedaban en Britania. Cuanto más hacia el este, más difícil resultaba hacerlos retroceder y, cuando llegó el otoño, el enemigo estaba encajonado en un territorio la mitad de extenso que el que ocupaba antes de la batalla. Incluso Cerdic hubo de pagar tributo aquel año, y prometió seguir pagándolo durante diez más, aunque no lo cumplió. Por el contrario, acogía toda nave que cruzara el mar y, poco a poco, reconstruyó sus vencidas fuerzas.

El reino de Aelle fue dividido. La mitad meridional volvió a manos de Cerdic y la septentrional se dividió a su vez en tres o cuatro reinos menores despiadadamente hostigados por bandas guerreras de Elmet, Powys y Gwent. Miles de sajones se sometieron a la ley britana, pues miles de ellos habitaban en las tierras orientales reconquistadas por Dumnonia. Arturo quería que las repobláramos nosotros, pero no abundaban los britanos dispuestos a establecerse allí de buen grado, de modo que los sajones se quedaron y cultivaron la tierra soñando con el día en que regresara su propio rey. Sagramor se convirtió en el gobernante de oficio de las nuevas tierras de Dumnonia. Los caudillos sajones sabían que su rey era Mordred, pero durante los primeros años después de Mynydd Baddon pagaban homenaje y tributos a Sagramor, y su severa enseña negra ondeaba sobre la vieja fortificación del río en Pontes, de donde salían sus guerreros para mantener la paz.

Arturo se puso al frente de la campaña de reconquista de las tierras robadas, pero tan pronto como llegó a los acuerdos necesarios con los sajones respecto a las nuevas fronteras, abandonó Dumnonia. Algunos de nosotros mantuvimos hasta el último momento la esperanza de que rompiera el compromiso contraído con Meurig y Tewdric, mas nada más lejos de sus propios deseos. Jamás había codiciado el poder. Lo había aceptado como un deber mientras el rey de Dumnonia fue niño y la rivalidad entre un puñado de ambiciosos señores de la guerra amenazaba con sumir el reino en el caos, pero a lo largo de todos esos años no había dejado de acariciar la idea de una vida sencilla y, desde el momento en que los sajones fueron vencidos, se sintió libre para convertir su sueño en realidad. Le rogué que lo considerase nuevamente, pero se negó.

–Soy muy viejo, Derfel.

–No mucho más que yo, señor.

–En tal caso, tú también eres viejo -replicó con una sonrisa-. ¡Más de cuarenta! ¿Cuántos hombres viven cuarenta años?

Pocos, ciertamente. Mas, con todo, creo que Arturo habría escogido quedarse en Dumnonia de haber recibido lo que deseaba, es decir, gratitud. Era orgulloso y sabía lo que había hecho en favor del país, pero el país se lo había agradecido con un hosco resentimiento. Primero, los cristianos pusieron fin a la paz por él lograda y, después, tras las hogueras de Mai Dun, también los paganos se volvieron contra él. Por otra parte, había prometido a Meurig salir de Dumnonia, promesa que reforzaba el juramento prestado a Uther de colocar a Mordred en el trono, e insistió en que cumpliría ambos compromisos plenamente.

–No seré feliz hasta que se cumplan los juramentos -me dijo, y no hubo manera de disuadirlo, de forma que, una vez establecidas las nuevas fronteras con los sajones y satisfecho el primer tributo de Cerdic, se marchó.

Llevó consigo sesenta jinetes y un centenar de lanceros a la ciudad de Isca, la de Siluria, reino situado al norte de Dumnonia, al otro lado del mar Severn. Habíase propuesto prescindir de lanceros, pero el consejo de Ginebra prevaleció. Arguyo que Arturo tenía enemigos y por tanto necesitaba protección y, además, sus jinetes se contaban entre los más poderosos guerreros de Britania y no le parecía justo que quedaran a las órdenes de otros hombres. Arturo se dejó convencer, aunque en realidad creo que no necesitaba grandes argumentos. Aunque soñara con ser un simple terrateniente y vivir en paz en el campo sin más preocupaciones que la salud del ganado y estado de las tierras de labor, sabía que sólo gozaría de la paz en la medida en que él mismo se la procurase y que un señor sin guerreros no mantiene la paz mucho tiempo.

Siluria era un reino pequeño, pobre y poco considerado. El último monarca de su antigua dinastía había sido Gundleus, caído en el valle del Lugg, y posteriormente, Lancelot fue proclamado rey, pero Siluria no era de su gusto y la abandonó alegremente a cambio del trono del país de los belgas, más opulento. La ausencia de rey hizo que Siluria quedara dividida en dos reinos, vasallos de Gwent y Powys respectivamente. Cuneglas se adjudicó el título de rey de la Siluria Occidental y Meurig se autoproclamó rey de la Siluria Oriental, aunque en verdad, ni el uno ni el otro dieron gran valor a sus valles encajonados y empinados que corrían hasta el mar desde las escabrosas montañas del norte del país. Cuneglas había reclutado lanceros en los valles y Meurig de Gwent se había limitado a enviar misioneros al territorio; el único rey que sentía verdadero interés por Siluria era Oengus mac Airem, que saqueaba los valles en busca de alimentos y esclavos; por lo demás, Siluria pasaba desapercibida. Los caciques del reino peleaban entre sí y pagaban los diezmos a Gwent o Powys de muy mal grado, pero la llegada de Arturo cambiaría el panorama. Le gustara o no, se convirtió en el habitante de mayor relevancia y, por tanto, el gobernante de oficio y, aun en contra de su ambición explícita de llevar una vida no pública, no pudo sustraerse a la tentación de enviar a sus lanceros a poner fin a las ruinosas desavenencias entre los caciques. Un año después de Mynydd Baddon, cuando fuimos a visitar a Arturo y Ginebra a Isca, él se llamaba a sí mismo irónicamente el gobernador, un título romano que le complacía por su falta de connotaciones con la realeza.

Isca era una ciudad muy bella. Los romanos habían levantado allí, en primer lugar, una plaza fuerte para defender el cruce del río, pero cuando llevaron a sus legiones más hacia el oeste y el norte, no tenían tanta necesidad de conservarla como plaza fuerte y la convirtieron en una ciudad semejante a Aquae Sulis, es decir, una ciudad de esparcimiento. Poseía un anfiteatro y, aunque careciese de manantiales de aguas termales, gozaba de seis casas de baños, tres palacios y tantos templos como dioses romanos había. Cuando Arturo llegó, la ciudad se encontraba en decadencia y se ocupó de reconstruir los tribunales de justicia y los palacios, tarea que siempre le resultaba gratificante. El palacio mayor, el que ocupara Lancelot, fue cedido a Culhwch, que había sido nombrado comandante de la guardia personal de Arturo, el cual se instaló allí con la mayoría de la guardia. El segundo en tamaño fue destinado al obispo Emrys, anterior obispo de Dumnonia y obispo de Isca en esos momentos.

–No podía quedarse en Dumnonia -me dijo Arturo, mientras me enseñaba la ciudad. Se había cumplido un año de la batalla de Mynydd Baddon, y Ceinwyn y yo visitábamos su nuevo hogar por primera vez-. En Dumnonia no hay sitio para los dos, Sansum y Emrys, quiero decir -me explicó-, así que Emrys colabora conmigo aquí. Tiene una vocación irreductible de administrador y, lo que es mejor, mantiene alejados a los cristianos de Meurig.

–¿A todos? – pregunté.

–A la mayoría -respondió con una sonrisa-, y la localidad es bonita, Derfel -añadió, contemplando las calles empedradas de Isca-, ¡muy bonita! – Antojóseme absurdo que se sintiera tan orgulloso de su nuevo hogar y que asegurara que llovía menos en Isca que en los campos de alrededor-. He visto las cumbres cubiertas de nieve -añadió- mientras el sol brillaba aquí sobre la hierba verde.

–Sí, señor -dije con una sonrisa.

–Es cierto, Derfel. ¡Es cierto! Cuando voy cabalgar fuera de la ciudad siempre me llevo el manto y, en algún momento, de repente deja de hacer calor y tengo que ponérmelo. Lo comprobarás mañana, cuando salgamos de caza.

–Parece cosa de magia, señor -dije con cierta sorna, porque generalmente Arturo despreciaba esos conceptos.

–¿Por qué no? – replicó con toda seriedad, y me llevó por un callejón que pasaba junto al gran templo cristiano y ascendía por un montículo situado en el centro de la ciudad. Un sendero trepaba en espiral hasta la cumbre, donde el pueblo antiguo había cavado un pozo poco profundo. Dentro había innumerables ofrendas menores para los dioses; trozos de cintas, mechones de vellón, botones, pruebas palpables de que los misioneros de Meurig, a pesar de haberse mantenido ocupados, no habían vencido del todo a la antigua religión-. Si en este lugar hay magia -me dijo Arturo, una vez llegados a la cima, mientras contemplábamos el pozo cubierto de hierba-, proviene de aquí. La gente del pueblo dice que es una entrada al otro mundo.

¿Y vos lo creéis?

–Yo sólo sé que este paraje es una bendición -replicó animosamente, tal fue el efecto que Isca me produjo aquel día de finales de verano. La marea alta había invadido el río, que fluía, profundo, entre sus verdes orillas, el sol alumbraba los edificios de blancas paredes y los frondosos árboles de los patios y, hacia el norte, las colinas cubiertas de laboriosos campos y granjas se extendían pacíficamente hasta las montañas. Parecía imposible que, poco tiempo atrás, una banda sajona hubiera arrasado esas colinas asesinando campesinos, capturando esclavos e incendiando cosechas. Tales sucesos habían tenido lugar durante el reino de Uther, y el mérito de Arturo consistía en haber arrinconado tanto al enemigo como si ni aquel verano ni en muchos más hubiera de volver a verse a un sajón libre en Isca y sus alrededores.

El palacio más pequeño se alzaba al oeste del montículo y en él vivían Arturo y Ginebra. Desde lo alto del misterioso montículo vimos el patio donde paseaban Ginebra y Ceinwyn y no había duda de que Ginebra era la única que hablaba.

–Quiere casar a Gwydre -me dijo Arturo- con Morwenna, por descontado -añadió con una rápida sonrisa.

–Ya es tiempo de que mi hija se despose -dije con fervor. Morwenna era una buena chica, pero llevaba una temporada malhumorada e irritable. Ceinwyn me decía que era un síntoma típico, cuando una muchacha llegaba a la edad de contraer matrimonio, y creo que yo sería el primero en agradecer el remedio.

Arturo se sentó en la hierba al borde de la cima mirando hacia el oeste. Tenía las manos llenas de pequeñas cicatrices oscuras, del horno de la herrería que había construido en el patio de los establos del palacio. Toda la vida le había atraído la fragua y podía pasar horas hablando con entusiasmo del arte de los herreros. Sin embargo en ese momento tenía otros pensamientos en la cabeza.

–¿Te importaría que el obispo Emrys bendijese los esponsales? – me preguntó tímidamente.

–¿Por qué habría de importarme? – pregunté, pues apreciaba a Emrys.

–Sólo el obispo Emrys -dijo Arturo-. Nada de druidas. Tienes que comprender, Derfel, que vivo aquí por la gracia de Meurig. Al fin y al cabo, él es el rey de estas tierras.

–Señor -empecé a protestar, pero me hizo callar con un ademán y me comí la indignación. Sabía que el joven rey Meurig era un vecino difícil. Le había molestado que su padre le privara temporalmente del poder, le irritaba no haber participado en la gloria de Mynydd Baddon y profesaba un rencor envidioso a Arturo. El territorio silurio de Meurig empezaba a pocos metros del montículo, en el otro extremo del puente romano que cruzaba el río Usk, y la parte oriental de Siluria, donde nos hallábamos, le pertenecía legalmente.

–Fue Meurig quien quiso que viniera a vivir aquí en condición de aparcero suyo -dijo Arturo-, pero fue Tewdric quien me concedió todos los derechos sobre las antiguas rentas reales. Al menos él agradece la victoria de Mynydd Baddon, pero dudo mucho que el joven Meurig apruebe el arreglo, de modo que aplaco su inquina dando pruebas de alianza con el cristianismo. – Hizo la señal de la cruz con una actitud teatral y una mueca de desprecio de sí mismo.

–No tenéis necesidad de aplacar a Meurig -repliqué furioso-. Dadme un mes y os traeré a ese miserable aquí de rodillas.

Arturo rompió a reír.

–¿Otra guerra? – Hizo un gesto negativo con la cabeza-. Aunque Meurig sea un insensato, nunca se ha mostrado a favor de la guerra, por eso no lo desprecio. Me dejará en paz siempre y cuando no le ofenda. Por otra parte, ya tengo bastantes conflictos entre manos como para preocuparme por Gwent.

Tratábase de conflictos nimios. Los Escudos Negros de Oengus seguían haciendo correrías a lo largo de la frontera occidental de Siluria y Arturo había situado pequeñas guarniciones de lanceros para combatir dichas incursiones. No sentía ira hacia Oengus, al contrario, lo tenía por amigo, pero Oengus era tan incapaz de resistirse al saqueo de las cosechas como un perro a rascarse las pulgas. La frontera septentrional de Siluria era más conflictiva porque lindaba con Powys, país que, desde la muerte de Cuneglas, se había sumido en el caos. Perddel, el hijo de Cuneólas, había sido proclamado rey, pero no menos de inedia docena de caciques se creían con mayores derechos a la corona, o, cuando menos, con poder suficiente para tomarla, de modo que el otrora poderoso reino de Powys había sido degradado a la sórdida condición de campo de batalla. Gwynedd, el empobrecido país del norte de Powys, saqueaba y robaba a placer, las bandas guerreras se enfrentaban entre sí, establecían alianzas temporalmente, no las cumplían, los unos masacraban a las familias de los otros y a la inversa y, cuando se veía amenazados de muerte, se refugiaban en las montañas. No obstante, el contingente de lanceros fieles a Perddel bastaba para mantenerlo en el trono, aunque no para someter a los caciques rebeldes.

–Creo que se impone nuestra intervención -me dijo Arturo.

–¿Nuestra, señor?

–La de Meurig y la mía. Bien, ya sé que odia la guerra, pero tarde o temprano caerán misioneros suyos en Powys y sospecho que tales muertes lo convencerán de enviar lanceros en apoyo de Perddel. Con la condición, claro está, de que Perddel se avenga a instaurar el cristianismo en Powys, cosa que sin duda hará a cambio de recuperar el reino. Y si Meurig inicia la guerra, seguramente me pedirá que vaya. Preferirá con mucho que mueran mis hombres antes que los suyos.

–¿Bajo la enseña del cristianismo? – pregunté con acritud.

–Dudo que aceptara otra -respondió Arturo con calma-. Ahora soy su recaudador en Siluria. ¿Por qué no habría de ser su señor de la guerra en Powys? – Sonrió irónicamente ante semejante perspectiva y me miró con inocencia-. Existe otra razón para casar a Gwydre y a Morwenna según el rito cristiano -dijo al cabo de un rato.

–¿Cuál es? – tuve que preguntarle, pues percibí claramente que esta segunda razón le avergonzaba.

–¿Y si Mordred y Argante no tuvieran descendencia? – preguntó.

No contesté inmediatamente. Ginebra había insinuado la misma posibilidad cuando hablé con ella en Aquae Sulis, pero parecía una suposición poco probable, y así se lo dije.

–De todos modos, si no hubiera descendencia -insistió Arturo-, ¿quién tendría más derecho que nadie al trono de Dumnonia?

–Vos, sin duda -dije, pues Arturo era hijo de Uther, aunque bastardo, y no había otros descendientes que pudieran reclamar el trono.

–No, no -dijo inmediatamente-. Yo no lo quiero. ¡Jamás lo he querido!

Miré hacia Ginebra con la sospecha de que había sido ella quien planteara la cuestión de la sucesión de Mordred.

–Entonces, sería Gwydre -dije- ¿Y él lo desea? – pregunté.

–Eso creo. Hace más caso a su madre que a mí.

–¿Vos no deseáis que Gwydre sea rey?

–Yo deseo que Gwydre sea lo que quiera -contestó-, y si Mordred no tiene heredero y Gwydre desea reclamar el trono, contará con mi apoyo. – Hablaba mirando a Ginebra y supuse que era ella la verdadera impulsora de tal ambición. Siempre había deseado desposarse con un rey, aunque se conformaría con ser madre de uno si Arturo rechazaba el trono-. Pero, como bien has dicho -prosiguió Arturo-, me parece una suposición poco probable. Espero que Mordred tenga muchos hijos; en caso contrario, no obstante, y si Gwydre ha de reinar, necesitará el apoyo de los cristianos. El cristianismo manda ahora en Dumnonia, ¿no es así?

–En efecto, señor -dije sombríamente.

–Por eso considero acertado celebrar los esponsales de Gwydre según el rito cristiano -dijo, y me dedicó una astuta sonrisa-. ¿Te das cuenta de lo cerca que se encuentra tu hija de convertirse en reina? – Sinceramente, jamás se me había pasado tal idea por la cabeza y se me debió de notar en la cara, porque Arturo se echó a reír-. Yo nunca habría escogido un matrimonio cristiano para Gwydre y Morwenna -admitió-. Si de mí dependiera, Derfel, los casaría Merlín.

–¿Tenéis noticias suyas, señor? – pregunté con interés.

–No. Esperaba que tú supieras algo.

–Sólo rumores -dije. Hacía un año que nadie sabía nada de Merlín. Había partido de Mynydd Baddon con las cenizas de Gawain, o al menos con un hato donde iban los huesos quebradizos y requemados de Gawain y algunas cenizas, que tanto podían ser suyas como de fresno y, desde entonces, nadie había vuelto a ver a Merlín. Corrían rumores de que había partido al otro mundo, de que estaba en Irlanda o en las montañas de poniente, pero nadie lo sabía con certeza. Me había dicho que iba a ayudar a Nimue, pero tampoco se sabía dónde estaba ella.

Arturo se puso en pie y se sacudió las hierbas de las calzas.

–Hora de comer -dijo-, y te advierto que es muy probable que Taliesin cante una canción aburridísima sobre Mynydd Baddon. Y lo que es peor ¡aún no la ha terminado! No para de añadir versos. Ginebra. opina que es una obra maestra y lo será, si ella lo dice, pero ¿por qué tengo que soportarla todos los días a la hora de comer?

Fue la primera vez que oí cantar a Taliesin, y me quedé embelesado. Era, según me dijo Ginebra después, como si hiciera descender la música de las estrellas a la tierra. Poseía una voz maravillosamente pura y podía sostener una nota mucho más tiempo que cualquier otro bardo. Más tarde me explicó que practicaba la respiración, algo que jamás se me había ocurrido que precisara de práctica, pero así lograba mantener la misma nota mientras la reproducía y la concluía con las cuerdas del arpa. También era capaz de hacer resonar y vibrar toda una sala con su voz triunfante, y juro que aquella noche de verano en Isca revivió la batalla de Mynydd Baddon de principio a fin. Después le oí cantar muchas veces más y siempre me produjo el mismo asombro.

Sin embargo, era modesto. Comprendía el don que poseía y se encontraba a gusto con ello. Le complacía que Ginebra fuera su protectora, pues se mostraba generosa y apreciaba su arte, y le permitía ausentarse del palacio durante semanas enteras. Le pregunté adonde iba durante sus ausencias y me dijo que le gustaba ir a las colinas y a los valles y cantar ante el pueblo.

–Y no sólo cantar -dijo-, sino también escuchar al pueblo. Me gustan las canciones antiguas. A veces sólo se acuerdan de fragmentos sueltos, y yo intento recomponerlas de nuevo. – Dijo que era importante escuchar las canciones de la gente común, pues así aprendía sus gustos, aunque él también les deleitaba con las suyas-. Procurar diversión a los lores es fácil -me contó-, pues lo necesitan, pero un campesino necesita dormir antes que escuchar canciones y cuando logro mantenerlos despiertos sé que mi canción tiene algún mérito. – También me dijo que a veces cantaba para sí mismo-. Me siento bajo las estrellas y canto -confesó con una sonrisa irónica.

–¿Es cierto que veis el futuro? – le pregunté durante la conversación.

–Sueño lo que va a suceder -dijo, como si no fuera un gran don-. Pero ver el futuro es como atisbar por entre una niebla espesa, y el esfuerzo apenas vale la recompensa. Por otra parte, señor, nunca sé si mis visiones del futuro vienen de los dioses o son producto de mis propios temores. Al fin y al cabo, sólo soy un bardo. – Parecióme evasivo. Merlín me había dicho que Taliesin se mantenía célibe para conservar el don de la profecía, de modo que debía atribuirle un valor muy superior a lo que mostraba, aunque procuraba minimizar su importancia para que los hombres no lo agobiaran a preguntas. Creo que Taliesin vio nuestro futuro mucho antes que nosotros tuviéramos el menor atisbo, y no quería revelárnoslo. Era un hombre muy particular.

–¿Sólo un bardo? – pregunté, repitiendo sus últimas palabras-. Dicen que sois el mejor bardo de todos.

Desdeñó el halago con una sacudida de cabeza.

–Sólo un bardo -repitió-, aunque me he sometido a las enseñanzas de los druidas. Celafydd me enseñó los misterios en Cornovia. Estudié durante siete años y tres más, y el último día, cuando podía haber tomado la vara de druida, salí andando de la cueva de Celafydd y me nombré a mi mismo bardo, en vez de druida.

–¿Por qué?

–Porque -respondió tras una larga pausa- un druida tiene responsabilidades que no deseo para mí. Me gusta observar, Derfel, y relatar. El tiempo es como un relato y prefiero ser narrador en vez de protagonista. Merlín quería cambiar la historia, pero no lo consiguió. Yo no me atrevo a aspirar tan alto.

–¿Merlín no lo consiguió? – le pregunté.

–No, en los detalles -respondió Taliesin con calma-, ¿pero en las grandes cosas? Sí. Los dioses se alejan más cada vez, y sospecho que ni mis canciones ni todas las hogueras de Merlín los harán volver ya. El mundo se vuelve hacia otros dioses, señor, y tal vez no sea mala cosa. Un dios es un dios, ¿por qué ha de importarnos cuál de ellos rija el mundo? Sólo el orgullo y la costumbre nos atan a los dioses antiguos.

–¿Insinuáis que tendríamos que convertirnos todos al cristianismo? – pregunté hoscamente.

–Para mí no tiene importancia a qué dios adoréis, lord Derfel. Yo sólo estoy aquí para observar, escuchar y cantar.

Así, Taliesin cantaba mientras Arturo gobernaba Siluria con Ginebra. Mi tarea consistía en servir de brida a las fechorías de Mordred en Dumnonia. Merlín había desaparecido, seguramente en las tenebrosas brumas del corazón del oeste. Los sajones seguían sometidos, aunque aún deseaban apoderarse de nuestras tierras, y en los cielos, donde nadie pone bridas a sus fechorías, los dioses tiraron los dados de nuevo.

Mordred fue feliz durante los años posteriores a Mynydd Baddon. La batalla despertó su gusto por la guerra y la buscaba con afán. Durante un tiempo se conformó con luchar a las órdenes de Sagramor; participó en incursiones en la mermada Lloegyr y en persecuciones de bandas sajonas que acudían a robar nuestras cosechas y nuestro ganado, pero al cabo de un tiempo topó con la prudencia de Sagramor. El numidio no deseaba empezar una guerra total para conquistar los territorios que aún estaban en poder de Cerdic, y donde los sajones se hacían fuertes, pero Mordred echaba desesperadamente de menos el enfrentamiento de barreras de escudos. En una ocasión ordenó a los lanceros de Sagramor que lo acompañaran hasta el territorio de Cerdic, pero los hombres no quisieron obedecer más órdenes que las de Sagramor, el cual prohibió la invasión. Mordred estuvo resentido un tiempo hasta que, un día, llegó una petición de ayuda de Broceliande, el reino britano de Armórica, y Mordred partió, al frente de una banda de guerra formada por voluntarios, a luchar contra los francos que presionaban en las fronteras del rey Budic. Permaneció más de cinco años en Armórica, tiempo que le valió para forjarse un nombre por méritos propios. Me contaron que en la batalla no mostraba el menor temor, y sus victorias atrajeron a otros guerreros a su enseña del dragón. Tratábase de hombres sin amo, pendencieros y proscritos que podían enriquecerse gracias a los botines, y Mordred les ofrecía la satisfacción de sus más hondos deseos. Recuperó buena parte del antiguo reino de Benoic y los bardos empezaron a alabarlo como reencarnación de Uther, incluso como un segundo Arturo, aunque otros relatos, nunca convertidos en canciones, llegaron también a nuestros oídos desde el otro lado de las grises aguas, relatos que hablaban de violaciones y asesinatos y de hombres licenciosos y crueles. También Arturo luchaba en esa época pues, como había previsto, algunos misioneros de Meurig fueron asesinados en Powys y Meurig le exigió ayuda para castigar a los rebeldes causantes de dichas muertes, de modo que hubo de dirigirse al norte y emprender una de sus más grandes campañas. Yo no estaba con él, pues me ataban las responsabilidades de Dumnonia, pero todos supimos de sus gestas. Arturo convenció a Oengus mac Airem de que atacara a los rebeldes desde Demetia y, mientras los Escudos Negros cargaban desde poniente, Arturo llegó por el sur al frente de sus hombres; el ejército de Meurig, que marchaba detrás de Arturo a dos días de distancia, llegó cuando la revuelta había sido sofocada y la mayoría de los asesinos capturados, aunque algunos de los asesinos de sacerdotes hallaron refugio en Gwynedd y Byrthig, el rey del montañoso país, se negó a entregarlos. Byrthig aún tenía esperanzas de utilizar a dichos rebeldes para anexionarse más territorio de Powys, de modo que Arturo, pasando por alto el consejo de precaución de Meurig, continuó la invasión hacia el norte. Venció a Byrthig en Caer Gei y, acto seguido y so idéntico pretexto de que algunos de los asesinos de sacerdotes se habían adentrado más al norte, se llevó a sus guerreros más allá del Sendero Tenebroso, hacia el temido reino de Lleyn. Oengus los siguió, y en las arenas de Foryd, donde el río Gwyrfair se desliza hasta el mar, Oengus y Arturo atraparon entrambos al rey Diwrnach, y así derrotaron a los Escudos Sangrientos de Lleyn. Diwrnach se ahogó, más de cien lanceros suyos murieron y el resto huyó presa de pánico. En dos meses de verano, Arturo terminó con la rebelión de Powys, sometió a Byrthig y destruyó a Diwrnach, hecho este último que le permitió cumplir la palabra dada a Ginebra de vengar, en nombre de su padre, la pérdida de su reino. Leodegan, padre de Ginebra, había sido el rey de Henis-Wyren, pero Diwrnach llegó de irlanda, se apoderó del reino de la noche a la mañana, le cambió el nombre por el de Lleyn y así condenó a Ginebra a un exilio paupérrimo. Una vez muerto Diwrnach, pensé que Ginebra reclamaría el reino recuperado para su hijo, pero no se opuso cuando Arturo confió el cuidado de dichas tierras a Oengus con la esperanza de mantener a los Escudos Negros ocupados en otra cosa que no fuera invadir Powys. Según me dijo Arturo más adelante, era preferible que Lleyn tuviera un gobernante irlandés, pues la gran mayoría de la población era irlandesa y Gwydre habría sido siempre un extranjero allí; así pues, el hijo mayor de Oengus fue nombrado gobernante de Lleyn y Arturo llevó la espada de Diwrnach a Isca y se la ofreció a Ginebra como trofeo.

Mas yo nada vi de todo eso pues estaba ocupado en Dumnonia, donde mis lanceros recaudaban los diezmos y velaban por la justicia en nombre de Mordred. Issa hacía la mayor parte del trabajo, pues había sido nombrado lord por méritos propios y yo le había dado la mitad de mis lanceros. También era padre y Scarach, su esposa, esperaba otro hijo. Ella vivía con nosotros en Dun Carie, de donde partía Issa a recorrer el país y desde donde yo, con mayor desgana a medida que pasaba el tiempo, viajaba mensualmente al sur para asistir a las reuniones del consejo real en Durnovaria; Argante presidía las reuniones, pues las órdenes de Mordred dictaban que su reina ocupara la presidencia en su lugar en el consejo. Ni siquiera Ginebra había tomado parte en dichas reuniones, pero a instancias de Mordred, Argante convocaba al consejo, con el obispo Sansum como principal aliado. Sansum disponía de habitaciones en el palacio y cuchicheaba constantemente al oído de Argante mientras Fergal el druida le susurraba por el otro oído. Sansum proclamaba el odio a los paganos, pero cuando vio que no ganaría ascendencia a menos que la compartiera con Fergal, su odio se convirtió en una alianza siniestra. Morgana, esposa de Sansum, volvió a Ynys Wydryn después de Mynydd Baddon, pero Sansum permaneció en Durnovaria pues prefería las confidencias de la reina a la compañía de su esposa.

Argante disfrutaba ejerciendo el poder real. No creo que sintiera gran amor por Mordred, pero sí una gran pasión por el dinero y permanecer en Dumnonia era la garantía de que la mayor parte de la recaudación del país pasara por sus manos. Poco hacía con sus riquezas. No construía como Arturo y Ginebra, no se preocupaba de la conservación de puentes ni fortalezas, se limitaba a trocar los impuestos por oro, ya tratárase de sal, ya de cereales o pellejos. Enviaba un tanto del oro a su esposo, que siempre reclamaba más dinero para su banda de guerreros, pero almacenaba la mayor parte en la bóvedas del palacio, hasta que el pueblo de Durnovaria llegó a decir que la ciudad se levantaba sobre cimientos de oro. Hacía tiempo que Argante había recuperado el tesoro que escondimos en el camino de la Zanja, el cual iba engrosando sin cesar, y el obispo Sansum, que además de obispo de Dumnonia era ya primer consejero y tesorero real, alentaba dicha actitud ahorradora. No me cabía la menor duda de que el obispo utilizaba el último cargo para esquilmar el tesoro en favor de su rebaño. En una ocasión lo acuse de ello c inmediatamente adoptó una expresión muy dolida.

–Señor, no me importa el oro -dijo piadosamente-. ¿Acaso no nos mandó Dios Nuestro Señor no atesorar riquezas en la tierra, sino en el cielo?

–Tu dios puede mandar lo que quiera -dije-, pero aun así, tú venderías el espíritu por oro, obispo, y no es mala idea porque harías buen negocio.

–¿Buen negocio? – preguntó, mirándome con suspicacia-. ¿Por qué?

–Porque cambiarías suciedad por dinero, naturalmente. – Me era imposible fingir aprecio por Sansum, y a él también con respecto a mí. El señor de los ratones no perdía ocasión de acusarme de recortar los impuestos a cambio de favores y como prueba de la acusación alegó que cada año entraban menos riquezas en las arcas reales, mas tal recorte nada tenía que ver conmigo. Sansum había convencido a Mordred para que firmara un decreto de exención de impuestos para los cristianos y me atrevo a afirmar que, hasta entonces, la iglesia no había encontrado mejor forma de conseguir conversos, aunque Mordred derogó la ley tan pronto como se dio cuenta de que ganaba muchas almas para el cielo pero poco oro para el tesoro; entonces, Sansum convenció al rey de que la iglesia y nadie más que la iglesia, debía ser responsable de recoger la recaudación de los cristianos. Con dicha medida aumentó el beneficio un año, pero a partir de entonces disminuyó, pues los cristianos descubrieron que era más barato sobornar a Sansum que pagar al rey. Entonces, Sansum propuso doblar la contribución a todos los paganos, pero Argante y Fergal se lo impidieron. Argante propuso entonces que se doblaran los tributos de los sajones, pero Sagramor se negó a recaudar el aumento arguyendo que tal medida sólo provocaría la rebelión en las partes de Lloegyr que habíamos pacificado. No es de extrañar que aborreciera las reuniones del consejo y, al cabo de un año o dos de infructuosas discusiones, dejé de asistir por completo. Issa siguió encargándose de las recaudaciones, pero sólo pagaban los honrados y, al parecer, el número de honrados disminuía todos los años, de modo que Mordred siempre se quejaba de falta de dinero mientras Argante y Sansum se enriquecían.

Argante se enriquecía pero seguía sin concebir hijos. Trasladábase a Broceliande de tanto en tanto y, una vez cada largos períodos, Mordred volvía a Dumnonia, pero el vientre de Argante no llegó a hincharse nunca después de esas visitas. Ella rezaba, hacía sacrificios y visitaba las fuentes sagradas rogando concebir, pero continuaba estéril. Recuerdo la pestilencia que impregnaba las reuniones del consejo cuando llevaba el cinturón untado de heces de recién nacido, supuesto remedio de la esterilidad, pero que surtió tan poco efecto como las infusiones de brionia y mandrágora que tomaba a diario. Con el tiempo, Sansum la convenció de que sólo el cristianismo obraría el milagro, y así, dos años después de que Mordred partiera a Broceliande, Argante expulsó a Fergal el druida del palacio y recibió el bautismo públicamente en el río Ffraw, que pasa por el lado norte de Durnovaria. Durante seis meses asistió diariamente a los servicios en la enorme iglesia que Sansum había construido en el centro de la ciudad, pero al cumplirse los seis meses su vientre continuaba tan plano como antes de meterse en el río. Así pues, llamó nuevamente a Fergal al palacio; el druida volvió con nuevas pociones de heces de murciélago y sangre de comadreja que habían de hacerla fértil.

Por entonces, Gwydre y Morwenna habían contraído matrimonio y habían tenido su primer hijo; fue un niño que recibió el nombre de Arturo, aunque desde el primer día lo llamaron Arturo-bach, que quiere decir Arturo menor. El obispo Emrys bautizó al niño, y Argante consideró la ceremonia una provocación. Sabía que ni Arturo ni Ginebra profesaban verdadero amor al cristianismo, y el hecho de bautizar a su nieto no era más que una maniobra para ganarse el favor de los cristianos dumnonios, cuyo apoyo necesitarían si Gwydre llegara algún día a ocupar el trono. Por otra parte, la mera existencia de Arturo-bach era un reproche a Mordred. Los reyes tienen que ser fecundos, es su deber, y Mordred no lo cumplía. A pesar de que hubiera engendrado hijos por todo lo largo y ancho de Dumnonia y Armórica, no engendraba un heredero en Argante y la reina hablaba sombríamente de su pie deforme, recordaba los malos augurios de su nacimiento y miraba a Siluria con amargura, donde su rival, mi hija, hacía gala de su capacidad para criar nuevos príncipes. La desesperación de la reina aumentó al punto de rascar su tesoro para pagar con oro a cualquier farsante que le prometiera hincharle el vientre, pero ni todas las hechiceras de Britania podían ayudarla a concebir y, si los rumores eran ciertos, tampoco la mitad de los lanceros de la guardia palaciega. Mientras tanto, Gwydre esperaba en Siluria, y Argante sabía que si Mordred moría, Gwydre reinaría en Dumnonia a menos que ella concibiera un hijo propio.

Hice cuanto pude por mantener la paz en Dumnonia aquellos primeros años del mandato de Mordred y, durante un tiempo, mis esfuerzos contaron con el respaldo de la ausencia del rey. Nombré magistrados a los más capacitados para velar por la justicia de Arturo. Arturo siempre había admirado las leyes justas, pues le parecían la forma apropiada de mantener unido un país, como las tablas de sauce del escudo se mantienen unidas gracias al forro de cuero, y se había tomado muchas molestias para nombrar jueces en cuya imparcialidad se pudiera confiar. Eran en su mayoría terratenientes, mercaderes y sacerdotes, casi todos suficientemente ricos como para resistirse al efecto corrosivo del oro. Arturo siempre había dicho que si el hombre puede comprar la ley, la ley pierde todo su valor, y sus magistrados eran famosos por su honradez, aunque el pueblo de Dumnonia no tardó en descubrir que había formas de adelantarse a los magistrados. Sansum y Argante, a cambio de dinero, garantizaban que Mordred escribiera desde Armórica ordenando que tal o cual decisión fuera revocada, y así, año tras año, me vi hundido en un mar cada vez mayor de pequeñas injusticias. Los hombres honrados renunciaban al cargo por no ver sus decisiones cambiadas una vez sí y otra también, y aquellos que habrían llevado sus diferencias ante el tribunal preferían arreglarlas con las lanzas. Tal erosión de la ley fue un proceso lento, pero imparable. Por más que yo fuese la brida de los caprichos de Mordred, Argante y Sansum eran dos espuelas de igual calibre, y las espuelas podían más que las bridas.

Sin embargo, en general, fue una época de felicidad. Pocos eran los que alcanzaban la edad de cuarenta años, pero Ceinwyn y yo la alcanzamos y los dioses nos concedieron buena salud. El matrimonio de Morwenna nos proporcionó alegría, y más aún el nacimiento de Arturo-bach; un año después, nuestra hija Seren casó con Ederyn, el edling de Elmet. Fue un matrimonio dinástico, pues Seren era prima carnal de Perddel, rey de Powys, y el matrimonio no se realizó por amor sino para reforzar la alianza entre Elmet y Powys y, aunque Ceinwyn se opuso a tal matrimonio, pues no veía muestras de afecto entre Seren y Ederyn, Seren se había propuesto ser reina y por eso aceptó al edling y se fue lejos de nosotros. La pobre Seren nunca llegó a ser reina, pues murió al dar a luz a su primer hijo, una niña que sobrevivió solamente medio día más que su madre. Y así fue cómo nuestra segunda hija entró en el otro mundo.

Lloramos por Seren, aunque no lágrimas tan acerbas como las derramadas por Dian, pues ella había muerto a una edad cruelmente temprana; sin embargo, al cabo de un mes de perder a Seren, Morwenna dio a luz a su segundo hijo, una niña a la que Gwydre y ella pusieron de nombre Seren, y esos nietos eran la luz que animaba nuestros días. No se trasladaron a Dumnonia porque se exponían a la envidia de Argante, pero Ceinwyn y yo íbamos a Siluria con harta frecuencia. Tanto es así, que Ginebra dispuso unas habitaciones en su palacio para nuestro uso exclusivo y, al cabo de un tiempo, pasábamos más días en Isca que en Dun Carie. El pelo y la barba se me tornaban grises y no me importaba que Issa lidiara con Argante mientras yo jugaba con mis nietos. Construí una casa para mi madre en la costa de Siluria, pero su demencia había alcanzado tal punto que no comprendía lo que sucedía e intentaba volver de continuo a su choza de maderos del acantilado. Murió durante una epidemia invernal y, tal como prometiera a Aelle, la enterré a la manera sajona, con los pies hacia el norte.

Dumnonia decaía y poco podía hacer yo por evitarlo, pues Mordred ejercía suficiente influencia para tomarme la delantera, pero Issa mantenía el orden y la justicia en la medida de lo posible mientras Ceinwyn y yo pasábamos más y más tiempo en Siluria. ¡Qué dulces recuerdos guardo de Isca! Recuerdos de días soleados con Taliesin cantando canciones de cuna y Ginebra burlándose tiernamente de mi felicidad cuando montaba a Arturo-bach y a Seren en un escudo dado la vuelta y los lleva a rastras por la hierba. También Arturo se sumaba a los juegos, pues siempre había amado a los niños, y a veces también Galahad, que acompañaba a Arturo y Ginebra en su idílico exilio.

Galahad permanecía soltero, aunque tenía un niño. Tratábase de su sobrino el príncipe Peredur, hijo de Lancelot, que había sido hallado vagando y deshecho en llanto entre los muertos de Mynydd Baddon. Con el tiempo, Peredur se parecía más y más a su padre; tenía la misma tez oscura, el mismo semblante alargado y bello y el mismo cabello negro, pero poseía el carácter de Galahad, no el de Lancelot. Era un muchacho despierto, serio y aplicado, deseoso de ser buen cristiano. Ignoro hasta qué punto conocía la historia de su padre, pero se azoraba en presencia de Arturo y Ginebra, y creo que a ellos les inquietaba el muchacho. No era suya la culpa, sino que su rostro les recordaba hechos que habrían preferido olvidar, y ambos sintieron gran alivio cuando, a los doce años, Peredur fue enviado a Gwent, a la corte de Meurig, para recibir instrucción como soldado. Era un buen muchacho y, sin embargo, con su partida fue como si desaparecieran los nubarrones en Isca. En años posteriores, mucho después de concluida la historia de Arturo, llegué a conocer bien a Peredur y a valorarlo en tan alto grado como a cualquier hombre.

Aunque la presencia de Peredur inquietase a Arturo, muy pocas cosas más lo desasosegaban. En estos días oscuros, cuando el pueblo mira atrás y recuerda lo que perdió con la desaparición de Arturo, suele referirse a Dumnonia, pero también hay quien se lamenta por Siluria, pues en aquellos años proporcionó a tan inadvertido reino una época de paz y justicia. Por el simple hecho de que Arturo gobernase no desaparecieron la enfermedad ni la pobreza, ni los hombres dejaron de emborracharse y matarse entre sí, pero las viudas sabían que sus quejas serían atendidas en los tribunales y los hambrientos sabían que en sus graneros quedaría alimento para pasar el invierno. Ningún enemigo asaltaba las poblaciones fronterizas y, a pesar del rápido avance de la religión cristiana por los valles, Arturo no permitía que los sacerdotes profanaran los templos paganos ni que los paganos atacaran las iglesias cristianas. Durante aquellos años logró en Siluria lo que había soñado para toda Britania: un paraíso. No se esclavizaba a los niños, no se incendiaban las cosechas, los señores de la guerra no saqueaban las propiedades ajenas.

Sin embargo, el peligro acechaba allende las fronteras. Uno de dichos peligros era la ausencia de Merlín. Iban pasando los años y nada sabíamos de él; al cabo de un tiempo la gente dio por supuesto que habría muerto, pues nadie, ni siquiera él, podía vivir tanto tiempo. Meurig era un vecino molesto e irritable, siempre exigiendo impuestos más elevados y purgas de druidas, que vivían en los valles de Siluria, aunque Tewdric, su padre, sabía ejercer una influencia moderadora sobre él cuando se conseguía hacerle salir de la vida de renuncia que él mismo se había impuesto. Powys continuaba débil y Dumnonia se convertía cada vez más en un reino sin ley, aunque se ahorraba la peor parte del reinado de Mordred gracias a su ausencia. Sólo en Siluria, al parecer, existía felicidad, y Ceinwyn y yo empezamos a pensar en terminar nuestros días en Isca. Éramos ricos, teníamos amigos y familia y disfrutábamos de la felicidad.

En resumen, nos sentíamos satisfechos, mas el destino es gran enemigo de la satisfacción y, como solía decir Merlín, el destino es inexorable.

Estaba cazando con Ginebra en los montes del norte de Isca cuando tuve noticias de la calamidad de Mordred. Era invierno, los árboles estaban desnudos y los valiosos perros de Ginebra acababan de abatir a un gran ciervo rojo cuando un mensajero de Dumnonia me encontró. Me entregó una misiva y se quedó mirando a Ginebra con los ojos muy abiertos al verla en medio de los enfurecidos perros poniendo fin a la dolorosa agonía del venado con un misericordioso golpe de lanza corta. Los cazadores apartaron a los perros del venado y sacaron los machetes para destripar la pieza. Abrí el pergamino, leí el breve mensaje y miré al mensajero.

–¿Lo ha leído Arturo?

–No, señor-respondió el hombre-. La misiva va dirigida a vos.

–Llévasela inmediatamente -dije, y le entregué la hoja.

Ginebra, dichosa y salpicada de sangre, salió de en medio de la matanza.

–Tienes cara de malas noticias, Derfel.

–Al contrario -dije-, son buenas. Mordred ha sido herido.

–¡Bien! – exclamó Ginebra-. Espero que de gravedad.

–Eso parece. Un hachazo en la pierna.

–Lástima que no fuera en el corazón. ¿Dónde está?

–Sigue en Armórica -dije. El mensaje lo había dictado Sansum, y decía que un ejército al mando de Clovis, rey supremo de los francos, había caído sobre Mordred por sorpresa y lo había derrotado, y que en la batalla nuestro rey había recibido una herida grave en la pierna. Había escapado pero en esos momentos Clovis lo había sitiado en una antigua fortaleza de la vieja Benoic. Supuse que Mordred debía de estar pasando el invierno en el territorio que había conquistado a los francos, y que sin duda pensaba convertir en su segundo reino allende el mar, pero Clovis había llevado a su ejército franco hacia el oeste y había emprendido una campaña de invierno por sorpresa. Mordred había sufrido una derrota y, aunque continuaba con vida, estaba atrapado.

–¿Hasta qué punto son de fiar esas noticias? – preguntó Ginebra.

–Son de fiar -dije-, el rey Budic mandó un mensajero a Argante.

–¡Bien! – dijo Ginebra-. ¡Bien! Esperemos que los francos lo maten. – Volvió a acercarse al montón creciente de desperdicios humeantes y echó una tajada a uno de sus queridos perros-. Lo matarán, ¿no? – me preguntó.

–Los francos no destacan por su clemencia -dije.

–Espero que bailen encima de sus huesos -replicó ella-. ¡Llamarse a sí mismo el segundo Uther!

–Hubo un tiempo en que luchaba bien, señora.

–Lo que importa no es luchar bien, Derfel, sino ganar o perder la última batalla. – Echó a los perros unos puñados de entrañas, limpió el cuchillo con la túnica y lo envainó otra vez-. Entonces, ¿qué quiere Argante que hagas? – me preguntó-, ¿que lo rescates? – Eso era exactamente lo que Argante quería, y también Sansum, razón por la cual me había escrito. En su mensaje me ordenaba marchar con mis hombres hacia la costa sur, buscar embarcaciones y acudir en auxilio de Mordred. Así se lo conté a Ginebra, y ella me miró burlonamente.

–¿Y ahora vas a decirme que el juramento a ese pequeño bellaco te obliga a obedecer?

–No estoy obligado a Argante -dije-, y menos aún a Sansum. – El señor de los ratones podía enviarme cuantas órdenes quisiera, pero yo no tenía obligación de obedecerle ni deseos de rescatar a Mordred. Además, dudaba que un ejército pudiera llegar a Armórica en invierno y, aunque mis lanceros sobrevivieran a la procelosa travesía, serían pocos para luchar contra los francos. Mordred sólo podía esperar ayuda del viejo rey Budic de Broceliande, casado con Anna, la hermana mayor de Arturo; mas, aunque Budic se alegrara de que Mordred estuviera matando francos en tierras que habían pertenecido a Benoic, no querría llamar la atención de Clovis enviando lanceros a rescatar a Mordred. Pensé que el rey estaba condenado. Si no lo mataba la herida, Clovis acabaría con él.

Durante el resto del invierno, Argante me atosigó con mensajes donde me exigía que cruzara el mar con mis hombres, pero me quedé en Siluria e hice caso omiso de sus exigencias. Issa recibió idénticas órdenes y también se negó en redondo a obedecer; Sagramor se limitó a arrojar los mensajes de Argante al fuego. Argante, al ver que con la vida de su esposo se le escapaba el poder de las manos, se desesperó más aún y ofreció oro a todo lancero que quisiera embarcarse para Armórica. Muchos lo aceptaron, pero prefirieron navegar hacia poniente, hacia Kernow, o irse apresuradamente a Gwent en vez de navegar hacia el sur donde les esperaba el sanguinario ejército de Clovis. Nuestras esperanzas aumentaban en la misma medida que la desesperación de Argante. Mordred estaba atrapado y enfermo, tarde o temprano llegarían noticias de su muerte y, cuando tal cosa sucediera, pensábamos entrar en Dumnonia bajo la enseña de Arturo, con Gwydre como candidato al trono. Sagramor llegaría desde la frontera sajona para apoyarnos y nadie en Dumnonia tendría poder para oponernos resistencia.

Pero había otros hombres que aspiraban al trono de Dumnonia. Lo averigüé a principios de primavera, cuando murió el santo Tewdric. Arturo estornudaba y tiritaba a causa del último catarro del invierno y pidió a Galahad que asistiera a los funerales del viejo rey en Burrium, la capital de Gwent, situada a poca distancia de Isca, río arriba, y Galahad me rogó que lo acompañara. Lamenté la pérdida de Tewdric, pues siempre había sido buen amigo nuestro, mas no deseaba asistir a sus funerales por no verme obligado a soportar el ronroneo interminable de las ceremonias cristianas; pero Arturo añadió sus ruegos a los de Galahad.

–Vivimos aquí por mor de Meurig -me recordó-, y no está de más demostrarle respeto. Iría yo, si pudiera -hizo una pausa para estornudar-, pero dice Ginebra que moriría en el intento.

De modo que Galahad y yo acudimos en representación de Arturo, y el servicio se me hizo ciertamente interminable. Se celebró en una iglesia que parecía un gran cobertizo; Meurig había mandado construirla para conmemorar el quinto centenario del supuesto advenimiento de Cristo Jesús a este mundo de pecado y, una vez recitadas o salmodiadas las oraciones dentro de la iglesia, hubimos de soportar aun otras en la tumba de Tewdric. No hubo pira funeraria ni lanceros que cantasen, sólo una fría fosa en la tierra, un puñado de sacerdotes que cabeceaban y un indigno apresuramiento por volver a la ciudad a llenar las tabernas tan pronto como Tewdric recibió al fin sepultura.

Meurig nos ordenó a Galahad y a mí que acudiéramos a cenar con él. Peredur, el sobrino de Galahad, asistió también, así como el obispo de Burrium, un hombre de carácter lúgubre llamado Lladarn, el responsable de la mayoría de las tediosas oraciones del día; y aun antes de empezar a comer, recitó otra larga oración tras la cual me preguntó con gran interés por el estado de mi alma; se entristeció cuando le respondí que estaba perfectamente al cuidado de Mitra. Normalmente, a Meurig le habría irritado una respuesta semejante, pero estaba distraído y no se percató de la provocación. Me di cuenta de que no era dolor por la muerte de su padre la causa primera de su distracción, pues todavía no le había perdonado que le arrebatara el poder durante la campaña de Mynydd Baddon, pero al menos fingió estar afectado y nos abrumó con alabanzas insinceras de la sagacidad y la santidad del buen rey. Expresé el deseo de que la muerte hubiera sido misericordiosa con Tewdric y Meurig me dijo que había muerto de inanición en su intento de emular a los ángeles.

–Estaba completamente consumido, al final -especificó el obispo Lladern-, no era sino piel y huesos. ¡Piel y huesos! Pero los monjes dijeron que su cuerpo despedía una luz celestial, ¡alabado sea Dios!

–Y ahora, el santo se sienta a la diestra de Dios Padre -dijo Meurig santiguándose-, donde me sentaré yo también algún día, a su lado. Probad una ostra, señor. – Me acercó un platillo de plata y se sirvió vino. Era joven, con ojos saltones, barba rala y una irritante actitud de pedantería. Al igual que su padre, imitaba el estilo romano. Ceñíase el ralo cabello con corona de laurel hecha de bronce, vestía toga y comía reclinado en un triclinio, un diván tremendamente incómodo. Habíase casado con una princesa de Rheged, triste y con cara de buey, que había llegado a Gwent siendo pagana y, tras concebir gemelos varones, había sido sometida al cristianismo a fuerza de azotes. Compareció unos breves momentos en la penumbra del comedor, nos devoró con los ojos, no dijo ni probó nada y desapareció tan misteriosamente como había llegado.

–¿Tenéis nuevas de Mordred? – preguntó Meurig tras la breve comparecencia de su esposa.

–Nada nuevo sabemos, lord rey -respondió Galahad-. Clovis lo tiene atrapado, mas ignoramos si vive o no.

–Yo sí tengo nuevas -dijo Meurig, satisfecho de saber más que nosotros-. Ayer llegó un mercader de Broceliande con noticias frescas, y, según él, Mordred se halla muy cerca de la muerte. La herida se le encona. – El rey se limpió entre los dientes con un palillo de marfil-. Será un castigo de Dios, príncipe Galahad, un castigo de Dios.

–Alabado sea su nombre -terció el obispo Lladarn. La barba entrecana del obispo era tan larga que desaparecía bajo el triclinio, la utilizaba a modo de servilleta para limpiarse la grasa de las manos y se iba impregnando las tiesas guedejas de suciedad.

–No es la primera vez que se oyen tales rumores, lord rey -dije. Meurig se encogió de hombros.

–El mercader parecía seguro de lo que decía -dijo, y engulló una ostra-. De modo que si Mordred no ha muerto aún, morirá sin tardanza, con toda probabilidad, ¡y sin dejar descendencia!

–Cierto -convino Galahad.

–Y Perddel de Powys tampoco tiene descendencia -añadió Meurig.

–Perddel es soltero, lord rey -puntualicé.

–¿Pero hay perspectivas de boda? – nos preguntó Meurig.

–Se ha hablado de matrimonio con una princesa de Kernow -dije-, y varios reyes irlandeses le han ofrecido a sus hijas, pero su madre desea que espere un año o dos.

–Está dominado por su madre, ¿no es cierto? No me extraña que sea débil -dijo Meurig con su voz aguda y de tono pedante-, débil. Tengo entendido que en las montañas occidentales de Powys abundan los proscritos.

–Eso dicen, lord rey -dije. Las montañas de la costa del mar de Irlanda eran dominio de hombres sin ley desde la muerte de Cuneglas, y, con las campañas de Arturo en Powys, Gwynedd y Lleyn, su número aumentaba sin cesar. Algunos de los refugiados eran lanceros de los Escudos Sangrientos de Diwrnach que, unidos a los descontentos de Powys, podrían representar una amenaza para el trono de Perddel, aunque hasta ese momento no habían causado más que pequeñas molestias. Hacían incursiones en busca de cereales y ganado, raptaban niños para esclavizarlos y regresaban corriendo a los refugios de las montañas para escapar a las represalias.

–Y Arturo -inquirió Meurig-, ¿cómo lo dejasteis al partir?

–No muy bien de salud, lord rey -dijo Galahad-. Le habría gustado acudir personalmente, pero por desgracia lo aqueja una fiebre invernal.

–¿Nada grave? – preguntó con una expresión rayana en la esperanza de que el catarro de Arturo fuera fatal-. Naturalmente, espero que así sea -se apresuró a añadir-, pero es viejo, y los viejos sucumben a trivialidades que los hombres más jóvenes superan de un plumazo.

–No creo que Arturo sea viejo -dije.

–¡Tendrá cerca de cincuenta! – puntualizó Meurig con indignación.

–Aún le faltan uno o dos años -dije.

–Pero es viejo -insistió Meurig-, viejo. – Guardó silencio y yo eché una ojeada en derredor; la estancia del palacio estaba iluminada por mechas que flotaban en platillos de bronce llenos de aceite. No había más mobiliario que los cinco triclinios y la mesa baja, y el único ornamento era una talla de Cristo en la cruz colgada a cierta altura en una pared. El obispo rebañaba una costilla de cerdo, Peredur estaba sentado en silencio y Galahad observaba al rey con leve sorna. Meurig volvió a escarbarse los dientes y luego me señaló con el palillo de marfil-. ¿Qué sucede si Mordred muere? – Parpadeó rápidamente, cosa que siempre hacía cuando se inquietaba.

–Debemos encontrar un nuevo rey, lord rey -dije sin darle importancia, como si la cuestión no me atañera.

–Hasta ahí llego yo -replicó ácidamente-, ¿pero quién?

–Los lores de Dumnonia lo decidirán -respondí evasivamente.

–¿Y escogerán a Gwydre? – Volvió a parpadear mientras me provocaba-. ¡Eso tengo entendido, que escogerán a Gwydre! ¿Me equivoco?

No respondí y, por fin, Galahad se decidió a hacerlo.

–Ciertamente, Gwydre tiene derecho, lord rey -dijo con cautela.

–¡No tiene derecho! ¡Ningún derecho! – gritó Meurig desquiciado-. ¿Acaso necesito recordaros que su padre es un bastardo?

–Igual que yo, lord rey -intervine.

Meurig pasó el comentario por alto.

–¡Los bastardos no entrarán en la congregación del Señor! – citó con insistencia-. Así rezan las escrituras. ¿No es cierto, obispo?

–«Los bastardos no entrarán en la congregación del Señor ni en la décima generación», lord rey -declamó Lladarn, e hizo la señal de la cruz-. Alabada sea su sabiduría, alabada sea su luz, lord rey.

–¡Ahí lo tenéis! – dijo Meurig, como si la cita zanjara la discusión. Sonreí.

–Lord rey -señalé con calma-, si hubiéramos de negar la herencia a los descendientes bastardos no tendríamos reyes.

Me miró fijamente con sus ojos claros y saltones, tratando de dilucidar si mis palabras ocultaban un insulto a su linaje, pero debió de optar por eludir la confrontación.

–Gwydre es joven -dijo- y no es hijo de rey. Los sajones se van fortaleciendo de día en día y Powys vive sin ley. Faltan jefes en Britania, lord Derfel, ¡faltan reyes fuertes!

–Cantamos hosannas a diario para que vos demostréis lo contrario, lord rey -replicó Lladarn untuosamente.

El halago del obispo me pareció simple retórica cortés, el tipo de frase vacía que los cortesanos suelen dedicar a los monarcas, pero Meurig se lo tomó como una verdadera revelación.

–¡Exactamente! – exclamó el rey entusiasmado, y me miró con los ojos muy abiertos como si esperara que me hiciese eco de los sentimientos del obispo.

–Lord rey -dije-, ¿a quién os gustaría ver en el trono de Dumnonia?

De repente, empezó a parpadear a toda velocidad, señal inequívoca de que la pregunta lo había desconcertado. La respuesta no podía ser otra: Meurig aspiraba al trono. Antes de Mynydd Baddon había hecho un intento falto de energía de anexionarse Dumnonia; su empeño por negar a Arturo el apoyo del ejército de Gwent en la lucha contra los sajones, a menos que éste renunciara a su poder, había sido una argucia para debilitar el trono de Dumnonia con la esperanza de que un día quedara vacante; pero en esos momentos, por fin, veía la ocasión, aunque no osaba anunciar su candidatura abiertamente hasta que la noticia cierta de la muerte de Mordred llegara a Britania.

–Yo apoyaría -dijo- a todo aspirante que demostrara ser discípulo de Cristo. – Se santiguó-. Nada más puedo hacer, pues sirvo al Señor Todopoderoso.

–¡Alabado sea! – remató el obispo a toda prisa.

–Y tengo informaciones fidedignas, lord Derfel -prosiguió Meurig con gran interés-, de que los cristianos de Dumnonia piden a gritos un gobernante cristiano. ¡Lo piden a gritos!

–¿Y quién os ha informado de sus gritos, lord rey? – pregunté en un tono tan ácido que el pobre Peredur se alarmó. Meurig no respondió, pero tampoco yo esperaba que lo hiciera, de modo que respondí a mi propia pregunta-. ¿El obispo Sansum? – dije, y por la expresión indignada de Meurig supe que había dado en el clavo.

–¿Qué os hace pensar que Sansum tiene voz en este asunto? – inquirió Meurig, completamente sonrojado.

–Sansum procede de Gwent, ¿no es así, lord rey? – pregunté, y Meurig enrojeció más aún, lo cual me corroboró que Sansum instigaba para colocar a Meurig en el trono de Dumnonia; y Meurig a su vez, Sansum podía estar seguro, le recompensaría con mayores poderes aún-. Sin embargo, en mi opinión, los cristianos de Dumnonia no precisan de vuestra protección, lord rey, ni de la de Sansum. Gwydre, al igual que su padre, es amigo de vuestra fe.

–¡Amigo! ¡Arturo amigo de Cristo! – me espetó el obispo Lladarn-. ¡En Siluria hay templos paganos, se sacrifican animales a dioses antiguos, las mujeres bailan desnudas a la luz de la luna, se pasa a los niños por el fuego, los druidas no callan! – El obispo escupía por la boca a medida que recitaba la lista de iniquidades.

–Sin la bendición de ¡a ley de Dios -dijo Meurig inclinándose hacia mí- no puede haber paz.

–Lord rey -le dije sin ambages-, no puede haber paz si dos hombres codician el mismo reino. ¿Qué deseáis que diga a mi yerno?

Nuevamente, mi falta de diplomacia inquietó a Meurig. Estuvo dando vueltas a una concha de ostra hasta hallar la respuesta, y se encogió de hombros.

–Podéis asegurar a Gwydre que recibirá tierras, honores, rango y mi protección -dijo parpadeando muy velozmente-, pero que no consentiré en verlo convertido en rey de Dumnonia. – Al pronunciar las últimas palabras se sonrojó. Meurig era listo, pero un cobarde en el fondo, y debió costarle un esfuerzo ímprobo hablar con semejante franqueza.

Tal vez temiera mi ira, pero le respondí cortésmente.

–Así se lo diré, lord rey -respondí, aunque en realidad el mensaje no era para Gwydre sino para Arturo. Meurig no sólo había declarado su intención de reinar en Dumnonia, sino que además advertía a Arturo que el formidable ejército de Gwent se opondría a la candidatura de Gwydre.

El obispo Lladarn se inclinó hacia Meurig y le susurró unas palabras al oído. Habló en latín pensando que ni Galahad ni yo lo entendíamos, pero se equivocaba respecto a Galahad, el cual entreoyó lo que decía.

–¿Intentáis enjaular a Arturo en Siluria? – preguntó a Lladarn acusadoramente en britano.

Lladarn se sonrojó. Además de ser obispo de Burrium, Lladarn era el primer consejero del rey y, por tanto, un hombre con poder.

–Mi rey -dijo con una inclinación de cabeza en dirección a Meurig- no puede permitir que Arturo pase por el territorio de Gwent con sus lanceros.

–¿Eso es cierto, lord rey? – preguntó Galahad amablemente.

–Soy hombre de paz -bramó Meurig-, y una forma de conservar la paz es que los lanceros no salgan de su casa.

Nada respondí temiendo que la ira me hiciera pronunciar algún improperio que empeorara las cosas. Si Meurig se reafirmaba en prohibir que nuestros lanceros cruzaran por sus tierras, habría logrado dividir las fuerzas que apoyarían a Gwydre. Ello significaba que Arturo no podría reunirse con Sagramor, ni Sagramor con Arturo, y si Meurig lograba mantener separadas las fuerzas de Arturo, no sería difícil que se proclamase rey de Dumnonia.

–Pero Meurig no presentará batalla -dijo Galahad burlonamente mientras cabalgábamos río abajo hacia Isca al día siguiente. Una especie de velo sutil envolvía los sauces, el despuntar de las primeras hojas de primavera; pero el día era más un recordatorio del invierno, pues soplaba un viento frío y había niebla.

–Tal vez sí -dije-, por una compensación suficiente. – Y la compensación era enorme, pues si Meurig se proclamaba rey de Gwent y Dumnonia, controlaría la parte más rica de Britania-. Dependerá de cuántas lanzas le hagan frente.

–Las tuyas, las de Issa, las de Sagramor -contó Galahad.

–¿Quinientos hombres, a lo sumo? – dije-, y los hombres de Sagramor se encuentran lejos; Arturo tendría que cruzar el territorio de Gwent para llegar a Dumnonia. ¿De cuántos dispone Meurig? ¿De un millar?

–No se expondrá a una guerra -insistió Galahad-. Quiere la recompensa pero le aterroriza el riesgo. – Había detenido al caballo para observar a un hombre que pescaba en una embarcación pequeña en el centro del río. El pescador echaba la red de mano con despreocupada pericia y, mientras Galahad admiraba la destreza del pescador, yo adjudicaba una predicción a cada tirada. «Si ahora saca un salmón -me dije-, Mordred morirá». En efecto, sacó un gran pez que se revolvía, y enseguida pensé que el augurio era una tontería, porque todos habíamos de morir, así que pensé que en la siguiente tendría que salir un pez si Mordred moría antes de Beltain. La red salió vacía y toqué el hierro del pomo de Hywelbane. El pescador nos vendió una parte de lo cobrado, guardamos los salmones en las alforjas y seguimos camino. Rogué a Mitra que me hubiera equivocado con el destinado augurio; luego pedí que el juicio de Galahad fuera acertado y que Meurig no se atreviera a comprometer a sus tropas. Pero Dumnonia, la rica Dumnonia, ¿no valía el riesgo, incluso a ojos de un hombre cauteloso como Meurig?

Los monarcas débiles son una maldición en la tierra; sin embargo, les juramos fidelidad, y si no hubiera juramentos no habría ley, y si no hubiera ley viviríamos en el caos; por tanto, debemos ceñirnos a la ley y mantenerla por medio de juramentos; si el hombre pudiera cambiar de rey a su capricho, podría olvidar su juramento a un rey que no le pluguiera y por eso necesitamos reyes, porque necesitamos una ley inmutable. Por cierto que fuera tal razonamiento, mientras Galahad y yo cabalgábamos hacia casa entre brumas invernales, habría llorado porque el único hombre que merecía reinar jamás reinaría, mientras que todos los que no lo merecían, reinaban.

Encontramos a Arturo en la herrería. La había construido él mismo; había levantado un horno abovedado con ladrillos romanos y había comprado un yunque y varias herramientas de herrero. Siempre había dicho que quería ser herrero, aunque, como solía decir Ginebra, no era lo mismo querer que poder. Sin embargo, Arturo lo intentaba, ¡y con cuánto tesón! Contrató a un herrero de verdad, un hombre demacrado y taciturno llamado Morridig cuya tarea consistía en enseñar a Arturo los secretos del oficio, pero Morridig había renunciado hacía tiempo a enseñarle otra cosa que no fuera entusiasmo. No obstante, todos poseíamos objetos forjados por Arturo, como candelabros de hierro con los brazos torcidos, cazuelas mal acabadas con asas que no encajaban y badiles que se combaban al calor del fuego. Sin embargo, era feliz en la herrería, y pasaba horas junto al horno chisporroteante sin perder la esperanza de que, con un poco más de práctica, llegaría a adquirir la misma perfección y facilidad que Morridig.

Cuando Galahad y yo llegamos de Burrium, estaba solo en la fragua. Nos saludó distraídamente con un gruñido y siguió dando martillazos a un trozo informe de hierro que había de ser una herradura para uno de los caballos. Dejó el martillo a regañadientes cuando le enseñamos uno de los salmones que habíamos comprado y luego nos interrumpió para decirnos que ya sabía que Mordred estaba a punto de morir.

–Ayer llegó un bardo de Armórica -nos dijo- y dice que al rey se le ha gangrenado la pierna hasta la cadera. El bardo dijo que olía a sapo muerto.

–¿Cómo lo sabe el bardo? – pregunté, pues creía que Mordred estaba sitiado y aislado de los demás britanos de Armórica.

–Dice que en Broceliande lo sabe todo el mundo -contestó Arturo y añadió risueñamente que esperaba que el trono de Dumnonia quedase vacante dentro de pocos días; sin embargo, hubimos de ahogar su optimismo informándole de que Meurig prohibía el paso de lanceros por Gwent, y aún aumenté sus preocupaciones añadiendo mis sospechas sobre Sansum. Por un momento creí que Arturo iba a maldecir, cosa poco frecuente en él, pero dominó el impulso y prefirió apartar el salmón del fuego.

–No quiero que se ase -dijo-. ¿De modo que Meurig nos cierra los caminos?

–Dice que quiere paz, señor -le expliqué.

Arturo prorrumpió en una amarga carcajada.

–Lo que quiere es reafirmarse, nada más. Su padre ha muerto y está ansioso por demostrar que vale más que Tewdric. La mejor forma de hacerlo es convertirse en héroe en la batalla, o en su defecto, apoderarse de un reino sin luchar. – Estornudó violentamente y sacudió la cabeza con furia-. ¡Odio el catarro!

–Deberíais descansar, señor -dije-, en vez de estar trabajando.

–Esto no es trabajar, es holgar.

–¿Por qué no tomáis tusílago con hidromiel? – dijo Galahad.

–Hace una semana que no bebo otra cosa. Contra el resfriado, o el tiempo o la muerte. – Agarró el martillo y golpeó estrepitosamente el trozo de hierro, que se estaba enfriando; luego apretó el fuelle forrado de cuero que daba aire al fogón. El invierno había terminado, pero a pesar de la insistencia de Arturo de que en Isca el tiempo siempre era suave, hacía un día helado-. ¿A qué se dedica tu señor de los ratones? – me preguntó, mientras avivaba el fuego.

–No es mi señor de los ratones -dije de Sansum.

–Está urdiendo algo, ¿verdad? Quiere que su candidato ocupe el trono.

–¡Pero Meurig no tiene derecho al trono! – protestó Galahad.

–Ninguno -dijo Arturo-, en cambio tiene muchas lanzas. Y le asistiría cierto derecho si casara con la viuda Argante.

–No puede casarse con ella -dijo Galahad-, ya está casado.

–Una seta venenosa puede hacer desaparecer a una reina inoportuna -dijo Arturo-, así fue como Uther se deshizo de su primera esposa. Una seta venenosa en un guiso de champiñones. – Pensó unos segundos y echó la herradura al fuego-. Trae aquí a Gwydre -dijo a Galahad.

Mientras esperábamos, Arturo torturaba el trozo de hierro al rojo vivo. Una herradura era un objeto sencillo, una simple placa de hierro que protegía el vulnerable casco del caballo de las piedras, y sólo hacía falta un arco de hierro que encajara en la parte delantera del casco y un par de agarraderas en la parte posterior donde se ataban unas tiras de cuero, pero al parecer, Arturo no lograba darle la forma requerida. El arco era muy estrecho y alto, la placa tenía asperezas y las agarraderas eran excesivamente holgadas.

–Ya casi está -dijo, después de vapulear el hierro frenéticamente un minuto sin parar.

–¿Está, qué? – pregunté.

Volvió a poner la herradura al fuego y, en viendo entrar a Galahad con Gwydre, se quitó el mandil requemado. Arturo contó a Gwydre que se esperaba la muerte de Mordred en pocos días, luego le habló de la traición de Meurig y concluyó con una sencilla pregunta.

–¿Quieres ser rey de Dumnonia, Gwydre?

Gwydre pareció sobresaltarse. Era un hombre hecho, pero joven, muy joven. Tampoco era muy ambicioso, aunque su madre poseía ambición por ambos. Su rostro era como el de Arturo, alargado y huesudo, aunque animado por una característica expresión de alerta, como si siempre esperase una mala jugada del destino. Era delgado, aunque yo había practicado la espada con él varias veces y sabía que su engañoso aspecto frágil escondía una fuerza correosa.

–Tengo derecho al trono -dijo precavidamente.

–Porque tu abuelo se acostó con mi madre -dijo Arturo con irritación-, ése es el derecho que te asiste, Gwydre, ningún otro. Lo que quiero saber es si verdaderamente deseas ser rey.

Gwydre me miró buscando consejo, pero no pude ofrecerle ninguno, y volvió la mirada a su padre.

–Sí, creo que sí.

–¿Por qué?

Gwydre vaciló nuevamente, y supongo que un montón de razones le daban vueltas en la cabeza, pero por fin adquirió una expresión retadora.

–Porque nací para reinar. Soy tan descendiente de Uther como Mordred.

–O sea, afirmas que naciste para reinar, ¿eh? – preguntó Arturo con sarcasmo. Se agachó a accionar el fuelle y el fuego crepitó fragorosamente soltando pavesas hacia la bóveda de ladrillo-. Todos los hombres que hay aquí son hijos de un rey, excepto tú, Gwydre -dijo Arturo fieramente-, ¿y dices que has nacido para reinar?

–Pues sed vos el rey, padre -dijo Gwydre-, y así seré también hijo de un rey.

–Bien dicho -comenté.

Arturo me clavó una mirada furibunda, cogió un trapo de un cubo que había al lado del yunque y se sonó la nariz. Arrojó el trapo al fuego. Los demás nos sonábamos la nariz apretándonos las aletas con el pulgar y el índice, pero él siempre había sido muy meticuloso.

–Aceptemos, Gwydre -dijo-, que eres de linaje de reyes. Que eres nieto de Uther y por tanto tienes derecho al trono de Dumnonia. Sucede que yo también tengo ese derecho, pero prefiero no ejercerlo. Soy viejo. Pero, ¿por qué unos hombres como Derfel y Galahad habrían de luchar por colocarte a ti en el trono de Dumnonia? ¡Dímelo!

–Porque seré un buen rey -dijo Gwydre, sonrojado, y me miró-. Y Morwenna será una buena reina -añadió.

–Todos los reyes que han sido declararon su intención de ser buenos -bramó Arturo-, y la mayoría fueron malos. ¿Por qué en tu caso habría de ser de otro modo?

–Decídmelo vos, padre -respondió Gwydre.

–¡Soy yo quien pregunta!

–Mas, si un padre no conoce el carácter de su hijo -replicó Gwydre-, ¿quién lo conoce?

Arturo se acercó a la puerta de la herrería, la abrió y se quedó mirando el patio de los establos. Nada se movía allí excepto la eterna jauría de perros, y volvió a entrar.

–Eres un hombre decente, hijo -dijo de mal humor-, un hombre decente, y estoy orgulloso de ti, pero tienes una opinión harto optimista del mundo. Ahí fuera hay mucha maldad, verdadera maldad, pero tú no lo crees.

–¿Lo creíais vos, cuando teníais mi edad? – preguntó Gwydre.

Arturo reconoció la agudeza de la réplica esbozando una sonrisa.

–Cuando yo tenía tu edad, hijo, creía que podía rehacer el mundo por completo. Creía que lo único que necesitaba este mundo era honradez y bondad. Creía que si se trataba bien a la gente, la gente respondería con agradecimiento. Creía que haría desaparecer la maldad a fuerza de bondad. – Hizo una pausa-. Supongo que la gente me parecía como los perros -continuó compungido-, que si reciben cariño se muestran dóciles, pero la gente no es como los perros, Gwydre, es como los lobos. Un rey tiene que gobernar sobre miles de ambiciones y todas son de impostores. Te halagarán, pero a tu espalda se burlarán de ti. Te jurarán lealtad eterna en un ay, y al siguiente maquinarán tu muerte. Y si sobrevives a las maquinaciones, un día tendrás la barba gris como yo, mirarás atrás y comprenderás que no has conseguido nada. Nada. Los niños que adorabas al verlos en brazos de sus madres se habrán convertido en asesinos, la justicia que imponías estará en venta, el pueblo al que protegías seguirá hambriento y el enemigo al que venciste aún amenazará tus fronteras. – A medida que hablaba se iba enfureciendo más y más, pero de pronto sonrió-. ¿Es eso lo que deseas?

Gwydre sostuvo la mirada a su padre. Por un momento pensé que flaquearía, o que tal vez discutiera con su padre, sin embargo supo contestar a Arturo acertadamente.

–Lo que yo deseo, padre -dijo-, es tratar bien al pueblo, proporcionarle paz y ofrecerle justicia.

Arturo sonrió al ver que su hijo le devolvía sus mismas palabras.

–En ese caso tal vez convenga ayudarte a ser rey, Gwydre. ¿Pero cómo? – Volvió al fogón-. No podemos cruzar Gwent con nuestros lanceros, Meurig nos detendría, pero sin lanceros no hay trono.

–Naves -dijo Gwydre.

–¿Naves? – inquirió Arturo.

–En nuestras costas tiene que haber una cuarentena de naves de pesca -dijo Gwydre-, y en cada una pueden viajar diez o doce hombres.

–Pero no los caballos -dijo Galahad-, no creo que puedan transportar caballos.

–En tal caso, habremos de luchar sin caballos -dijo Gwydre.

–Es posible que no tengamos que luchar siquiera -dijo Arturo-. Si llegamos primero a Dumnonia y después Sagramor se une a nosotros, es fácil que el joven Meurig vacile. Y si Oengus mac Airem envía una banda de guerreros desde el este hacia Gwent, Meurig se amilanará más aún. Es posible que logremos congelar el ánimo de Meurig ofreciendo una estampa suficientemente amenazadora.

–¿Por qué habría de ayudarnos Oengus a luchar contra su propia hija? – pregunté.

–Porque su hija no le importa, ahí lo tienes -dijo Arturo-. Además, no luchamos contra su hija, Derfel, sino contra Sansum. Argante puede quedarse en Dumnonia, aunque no será reina si Mordred muere. – Volvió a estornudar-. Derfel, conviene que vayas a Dumnonia cuanto antes -añadió.

–¿Con qué objeto, señor?

–Con el objeto de husmear lo que hace el señor de los ratones. Está tramando algo y necesita que un gato le dé una lección, y tú tienes las uñas afiladas. Puedes exhibir la enseña de Gwydre. Yo no puedo ir porque sería una provocación para Meurig, pero tú puedes navegar por el Severn sin levantar sospechas, y cuando llegue la noticia de la muerte de Mordred, proclamas el nombre de Gwydre en Caer Cadarn e impides que Sansum y Argante lleguen a Gwent. Ponlos bajo custodia si es preciso y diles que es por su propia seguridad.

–Necesito hombres -le dije.

–Llévate una embarcación llena y recurre a los de Issa -contestó Arturo, fortalecido por la necesidad de tomar decisiones-. Sagramor te enviará tropas -añadió-. Tan pronto como sepa que Mordred ha muerto, acudiré con Gwydre y todos mis lanceros. Si es que aún conservo la vida, claro -apostilló tras otro estornudo.

–La conservaréis -comentó Galahad con indiferencia.

–La semana próxima -dijo Arturo, mirándome con ojos enrojecidos-, parte la semana próxima, Derfel.

–Sí, señor.

Se dobló para echar otro puñado de carbón al fuego.

–Bien saben los dioses que jamás codicié ese trono -dijo-, pero de una forma u otra consumo mi vida luchando por él. – Se sorbió-. Derfel, nosotros empezaremos a reunir embarcaciones mientras tú reúnes lanceros en Caer Cadarn. Si parecemos muy fuertes, tal vez Meurig lo piense dos veces.

–¿Y en caso contrario? – pregunté.

–Habremos perdido -dijo Arturo-, habremos perdido. A menos que libremos otra guerra, y no estoy seguro de desearlo.

–Jamás lo estáis, señor -dije-, pero siempre las ganáis.

–Hasta ahora -replicó Arturo taciturnamente-, hasta ahora.

Cogió las tenazas para rescatar la herradura del fuego y yo partí en busca de una nave con la que secuestrar un reino.

A la mañana siguiente, con la marea baja y un viento de poniente que levantaba olas cortas y rizadas en el río Usk, embarqué en la nave de mi cuñado. Balig, el marido de Linna, mi media hermana, era pescador; no le disgustó descubrir que estaba emparentado con un lord de Dumnonia. Además, el inesperado descubrimiento le había sido provechoso, y se merecía el favor de la suerte pues era un hombre capacitado y decente. Ordenó a seis de mis lanceros que se pusieran a los largos remos de la embarcación y ordenó a los otros cuatro que se agacharan en el pantoque. Sólo tenía una docena de hombres conmigo en Isca, los demás se encontraban con Issa, pero estaba seguro de que esos doce me llevarían sano y salvo hasta Dun Carie. Balig me invitó a sentarme en un cajón de madera que había junto al timón.

–Vomitad por sobre la borda, señor -añadió risueño.

–¿No lo hago siempre así?

–No. La última vez dejasteis el desayuno en los imbornales. Lástima de alimento para los peces. ¡Suelta amarras, sapo infestado de gusanos! – gritó a su ayudante, un esclavo sajón capturado en Mynydd Baddon pero que se había casado con una britana y tenía dos hijos y una amistad con Balig que se expresaba a voces-. De barcas entiende, por lo menos -comentó Balig del sajón, y se agachó sobre la amarra de popa que todavía sujetaba la embarcación al muelle. Estaba a punto de levantarla cuando oímos una voz y los dos alzamos la mirada. Era Taliesin, que se acercaba presuroso desde el montículo cubierto de hierba del anfiteatro de Isca. Balig sujetó la amarra con fuerza-. ¿Espero, señor?

–Sí -dije, y me puse de pie a esperar a Taliesin.

–Voy con vosotros -gritó Taliesin-, ¡esperad! – No llevaba nada más que una bolsa pequeña de piel y un arpa dorada-. ¡Esperad! – volvió a gritar; se levantó los faldones de la túnica blanca, se descalzó y empezó a avanzar por el pegajoso limo de la orilla del Usk.

–No podemos esperar toda la vida -gruñó Balig mientras el bardo subía con dificultad la lodosa pendiente-. La marea baja rápidamente.

–Un momento, un momento -dijo Taliesin. Echó la bolsa, los zapatos y el arpa dentro de la embarcación, se levantó los faldones más aún y entró en el agua. Balig le tendió una mano y lo izó sin ceremonias por sobre la borda. Taliesin cayó desmadejadamente en la cubierta, buscó los zapatos, la bolsa y el arpa y escurrió los faldones de la túnica.

–¿No os importuna que embarque, señor? – me preguntó; se le había torcido la cinta de plata de la cabeza.

–¿Por qué habría de importunarme?

–No pretendo acompañaros. Sólo deseo pasaje a Dumnonia. – Se colocó bien la diadema y miró a mis risueños lanceros con el ceño fruncido-. ¿Esos hombres saben remar?

–Claro que no -respondió Balig en mi lugar-. Son lanceros, no valen para nada. ¡Remad todos al mismo tiempo, inútiles! ¿Listos? ¡Adelante! ¡Abajo los remos! ¡Tirad! – Sacudía la cabeza con fingida desesperación-. Es como enseñar a bailar a los cerdos.

Desde Isca hasta el mar abierto había unos quince kilómetros, que cubrimos rápidamente porque nos impulsaban el reflujo del mar y la corriente del río. El Usk bajaba encauzado en brillantes orillas de lodo que discurrían entre campos en barbecho, bosques pelados y amplias marismas. En las orillas abundaban las trampas de mimbre para peces y las garzas y las gaviotas picoteaban los salmones que habían embarrancado durante la marea baja. Las aguzanieves piaban lastimeramente mientras las agachadizas trepaban y sobrevolaban sus nidos. Apenas necesitábamos los remos, pues entre la corriente y el reflujo navegábamos a gran velocidad y, tan pronto entramos en aguas más anchas, donde el río desembocaba en el Severn, Balig y su marinero izaron una deshilacliada vela marrón que recogía el viento del oeste y nos impulsaba rápidamente.

–¡Levantad los remos! – ordenó Balig a mis hombres; agarró el gran remo del timón y se quedó de pie mientras la ancha proa de la embarcación hendía las primeras olas grandes-. El mar está revuelto hoy, señor -me dijo animadamente-. ¡Achicad el agua! – gritó a mis lanceros-. Todo lo húmedo tiene que estar fuera de la embarcación, no dentro. – Balig se rió al verme con los primeros síntomas del mareo-. Tres horas, señor, nada más, y os dejaremos en tierra.

–¿No os gusta navegar? – me preguntó Taliesin.

–Lo odio.

–Una oración a Manawydan suele evitar el mareo -me dijo con calma. Había apilado un montón de redes junto a mi cajón y se había sentado encima. El violento vaivén del barco no le molestaba en absoluto, al contrario, parecía disfrutar-. Anoche dormí en el anfiteatro -me dijo-. Me gusta dormir allí -prosiguió, cuando vio que mi malestar era tan grande que no podía contestar-. Las gradas sirven de torre de los sueños.

Lo miré, el malestar parecía haberse aliviado al oír las últimas palabras que me recordaron a Merlín, porque en otro tiempo tenía una torre de los sueños en la cima del Tor de Ynys Wydryn. La torre de los sueños de Merlín era una estructura hueca de madera que, según él, aumentaba la intensidad de los mensajes de los dioses y entendí que el graderío escalonado alrededor de la arena rastrillada del anfiteatro romano de Isca sirviera para el mismo fin.

–¿Y visteis el futuro? – logré preguntarle.

–Algo -confesó-, y también me encontré con Merlín durante el sueño de anoche.

Al ensalmo de ese nombre, las últimas náuseas remitieron del todo.

–¿Hablasteis con Merlín? – pregunté.

–Él habló conmigo -puntualizó Taliesin-, pero no me oía.

–¿Qué os dijo?

–Más de lo que puedo deciros, señor, y nada que deseéis escuchar.

–¿Qué? – lo apremié.

Se agarró del mástil de popa cuando la embarcación remontó una ola alta. El agua salpicó desde proa los bultos de las armaduras. Taliesin se aseguró de que su arpa estuviera bien resguardada bajo la túnica y se tocó la diadema de plata, que marcaba la línea de la tonsura, para ver si seguía en su sitio.

–Creo, señor, que este viaje os lleva hacia el peligro -dijo con calma.

–¿Ése es el mensaje de Merlín? – pregunté tocando hierro en el pomo de Hywelbane-. ¿O es una visión vuestra?

–Es sólo una visión -confesó- y, como os dije en otra ocasión, señor, es mejor ver el presente con claridad que tratar de discernir una forma entre las visiones del futuro. – Hizo una pausa para medir sus palabras con cuidado-. Creo que aún no habéis tenido noticias ciertas de la muerte de Mordred, ¿verdad?

–En efecto.

–Si mi visión no me engaña -dijo-, vuestro rey no está enfermo sino que se ha recobrado. Es posible que me equivoque y, naturalmente, ruego porque así sea, pero, ¿habéis tenido algún mal presagio?

–¿Sobre la muerte de Mordred? – pregunté.

–Sobre vuestro propio futuro, señor.

Lo pensé un instante. Había interpretado el salmón de la red del pescador como un augurio, pero me pareció que se debía a ruis propios temores supersticiosos y no a un mensaje de los dioses. Sin embargo, me inquietaba más que la pequeña ágata verde azulada del anillo que Aelle había regalado a Ceinwyn se hubiera caído y que me hubieran robado un viejo manto, pero, aunque ambos incidentes pudieran interpretarse como malos presagios, también podían ser mera coincidencia. Yo no sabía distinguirlo pero no me parecieron suficientemente importantes como para contárselos a Taliesin.

–No hay nada que me haya preocupado últimamente -dije.

–Bien -dijo, meciéndose con el leve balanceo de la nave. El viento le agitaba el largo cabello negro, hinchaba la panza de la vela y hacía ondear sus bordes deshilachados. Además, el viento levantaba espuma de las olas y la arrojaba dentro de la barca, aunque creo que entraba más agua por las junturas abiertas que por encima de la borda. Los lanceros achicaban a toda prisa-. Pero creo que Mordred sigue con vida -prosiguió Taliesin, sin prestar atención a la actividad desenfrenada que se desarrollaba en el centro de la embarcación- y que la noticia de su muerte inminente no es más que una estratagema. De todos modos, no podría jurarlo. A veces confundimos nuestros temores con profecías. Sin embargo, a Merlín no me lo imaginé en el sueño, ni tampoco sus palabras.

Volví a tocar hierro en el pomo de Hywelbane. Siempre había pensado que con sólo nombrar a Merlín ya todo mejoraba, pero las palabras de Taliesin me dieron escalofríos.

–Soñé que Merlín estaba en un bosque denso -continuó el bardo con su voz precisa- y que no encontraba la forma de salir; ciertamente, cuando se abría ante él una senda, un árbol crujía y se movía como una gran fiera que le tapara el camino. El sueño me dice que Merlín se encuentra en dificultades. Hablé con él en el sueño, pero no me oía. Eso indica, creo, que no se le puede alcanzar. Si enviáramos hombres en su busca, fracasarían e incluso morirían. Pero necesita ayuda, pues me envió la visión.

–¿Dónde se encuentra ese bosque? – pregunté.

El bardo fijó su mirada oscura y profunda en mí.

–Tal vez no haya tal bosque, señor. Los sueños son como las canciones. Su misión no es darnos una imagen exacta del mundo sino insinuarla. Creo que el bosque sugiere que Merlín está prisionero.

–Prisionero de Nimue -dije, pues no conocía a nadie más que se atreviera a enfrenarse a Merlín. Taliesin asintió con un gesto.

–Creo que ella lo tiene encerrado. Quiere su poder y cuando lo consiga lo utilizará para imponer su sueño a Britania.

Apenas podía pensar en Merlín y Nimue. Habíamos vivido muchos años sin su compañía y, como consecuencia, los límites de nuestro mundo parecían más precisos. Nos limitaban la existencia de Mordred, la ambición de Meurig y las esperanzas de Arturo, no la imprecisión nebulosa y ondulante de los sueños de Merlín.

–Pero Nimue y Merlín comparten el mismo sueño -dije.

–No, señor, no es así -respondió Taliesin con suavidad.

–Ella quiere lo mismo que él -insistí-. ¡Recuperar a los dioses!

–Sin embargo, Merlín entregó Excalibur a Arturo. ¿No comprendéis que con ello le entregó parte de su poder? Hace tiempo que me intriga el significado de ese regalo, pero Merlín no quiso explicármelo, aunque creo que ahora lo entiendo. Merlín sabía que si los dioses fallaban, tal vez Arturo triunfara. Y Arturo venció, aunque su victoria en Mynydd Baddon no fue completa. La isla continúa en manos britanas, pero los cristianos no fueron vencidos, y eso es una derrota para los dioses antiguos. Señor, Nimue jamás aceptará una victoria a medias. Nimue quiere los dioses o nada. No le importan los horrores que puedan sobrevenir con tal de que los dioses vuelvan y aplasten a sus enemigos, y para conseguirlo, señor, necesita a Excalibur. Necesita hasta la última migaja de poder para que, cuando vuelva a encender las hogueras, los dioses no puedan sino responder.

–Y con Excalibur -dije, pues comprendía sus palabras- querrá a Gwydre.

–Sin duda, señor. El hijo de un gobernante es una fuente de poder, y Arturo, mal que le pese, continúa siendo el cabecilla más famoso de Britania. Si alguna vez hubiera querido ser rey, señor, habría sido nombrado rey supremo. Y por eso, Nimue quiere a Gwydre.

Me quedé mirando el perfil de Taliesin. Me pareció que disfrutaba del terrible movimiento de la nave.

–¿Por qué me contáis estas cosas? – le pregunté.

La pregunta lo confundió.

–¿Por qué no habría de hacerlo?

–Porque al contármelas me advertís que proteja a Gwydre, y si protejo a Gwydre impediré el regreso de los dioses. Y a vos, si no voy errado, os gustaría asistir al regreso de los dioses.

–Ciertamente; pero Merlín me pidió que os lo dijera.

–Pero, ¿por qué quiere Merlín que proteja a Gwydre? – inquirí-. ¡El también desea que los dioses regresen!

–Señor, olvidáis que Merlín ha previsto dos caminos, el de los dioses y el del hombre, y Arturo representa el segundo camino. Si Arturo es destruido, sólo nos quedarían los dioses, y creo que Merlín sabe que los dioses ya no nos escuchan. Recordad lo que sucedió con Gawain.

–Murió -dije sombríamente-, pero llevó su estandarte a la batalla.

–Murió y después fue colocado en la olla de Clyddno Eiddyn -puntualizó Taliesin-. Tenía que haber vuelto a la vida, señor, pues tal es el poder de la olla, mas no fue así. No volvió a respirar, lo cual significa, con toda seguridad, que la antigua magia se está desvaneciendo. Pero la magia no ha muerto, y sospecho que causará grandes desgracias antes de morir, pero creo que Merlín nos dice que pongamos las esperanzas de felicidad en el hombre, no en los dioses.

Cerré los ojos cuando una ola grande rompió contra la alta proa de la nave y la cubrió de blanco.

–¿Insinuáis que Merlín ha fracasado? – pregunté, una vez la ola hubo pasado.

–Creo que Merlín sabía que había fracasado cuando la olla no resucitó a Gawain. ¿Por qué otro motivo habría llevado el cadáver de Gawain a Mynydd Baddon? Si hubiera creído por un solo instante que el cadáver serviría para llamar a los dioses, no habría disipado su magia en la batalla.

–No obstante, recogió las cenizas para llevárselas a Nimue.

–Cierto -admitió Taliesin-, porque le prometió ayuda, y las cenizas aún conservaban algo del poder mágico del cadáver. Aunque sepa que ha fracasado, Merlín, como cualquier otro hombre, no se resigna a abandonar su sueño y tal vez crea que la energía de Nimue pueda surtir efecto. Pero, lo que no previó, señor, fue hasta qué punto Nimue abusaría de él.

–Lo castigaría -le corregí con amargura.

Taliesin asintió.

–Lo desprecia porque ha fracasado y cree que le oculta conocimientos; por eso en este momento, señor, mientras sopla el viento, obliga a Merlín por la fuerza a confesarle sus secretos. Nimue sabe mucho, pero no lo sabe todo, aunque, si mi sueño no me engaña, le está arrancando todos sus secretos. Puede que tarde años o meses en aprender cuanto necesita, pero lo aprenderá, señor, y cuando lo tenga utilizará ese poder. Y creo que vos seréis el primero en saberlo. – Se agarró fuertemente a las redes al inclinarse el barco de manera alarmante-. Señor, Merlín me pidió que os previniera, aunque no sé de qué. – Sonrió como disculpándose.

–¿De que no hiciera esta travesía hasta Dumnonia? – pregunté.

Taliesin negó con la cabeza.

–Creo que corréis un peligro mucho mayor que cualquier plan que vuestro enemigos de Dumnonia urdan contra vos. Ciertamente, corréis tan gran peligro, señor, que Merlín ha llorado. También me dijo que deseaba morir. – Taliesin miró la vela-. Y si supiera dónde está, señor, y tuviera el poder necesario, os ordenaría que fuerais a matarlo. Sin embargo, debemos esperar a que Nimue se revele.

–Entonces, ¿que me aconsejáis que haga? – pregunté, aferrado al frío pomo de Hywelbane.

–No me corresponde a mí aconsejar a un lord -respondió Taliesin. Se volvió y me sonrió, y de pronto vi que sus ojos hundidos estaban fríos-. Señor, a mí no me importa si vivís o morís, pues yo canto y vos sois mi canción, pero por el momento admito que os sigo para descubrir la melodía y cambiarla si fuera preciso. Así me lo ha pedido Merlín y así lo haré, aunque creo que os salva de un peligro sólo para exponeros a otro aún mayor.

–Vuestras palabras no tienen sentido -dije bruscamente.

–Lo tienen, señor, aunque ninguno lo entendamos. Sé que llegaremos a entenderlo. – Hablaba con gran serenidad, pero mis temores eran oscuros como las nubes del cielo y tumultuosos como las aguas que surcábamos. Toqué el pomo de Hywelbane una vez más, recé a Manawydan y me dije que el aviso de Taliesin era sólo un sueño y nada más, y los sueños no pueden matar.

Mas sí pueden matar, y matan. En algún rincón de Britania, en algún lugar tenebroso, Nimue tenía la olla de Clyddno Eiddyn y la estaba utilizando para convertir nuestros sueños en pesadillas a fuego lento.

Balig nos llevó a una playa de la costa de Dumnonia. Taliesin se despidió de mí animosamente y desapareció a zancadas entre las dunas.

–¿Sabéis dónde vais? – le pregunté a gritos.

–Lo sabré cuando llegue, señor -respondió, y desapareció.

Nos pusimos la armadura. No llevaba mis mejores galas sino una vieja coraza útil todavía y un yelmo abollado. Me até el escudo a la espalda, cogí la lanza y seguí los pasos de Taliesin tierra adentro.