–¿Quién? – repetí su pregunta.
–¿Quién fue la mujer que llevó a Britania a la destrucción? Nimue, ¿verdad?
–Si me dais tiempo para escribir el relato, querida señora, lo averiguaréis.
–Sabía que ibais a decirme eso. No sé ni por qué os he preguntado. – Se sentó en el amplio alféizar de mi ventana con una mano en el hinchado vientre y la cabeza ladeada como si escuchara. Al cabo de un rato, una deliciosa expresión picara le iluminó la cara-. El niño da patadas -dijo-. ¿Queréis poner la mano?
–No -me estremecí.
–¿Por qué no?
–Nunca me interesaron los niños pequeños.
–Al mío lo adoraréis, Derfel -me dijo con cara de complicidad.
–¿De verdad?
–¡Será adorable!
–¿Cómo sabéis -pregunté- que será varón?
–Porque las niñas no dan patadas tan fuertes. ¡Mirad! – Mi reina se alisó el vestido azul sobre el vientre y se echó a reír cuando la suave curva se movió-. Habladme de Argante -dijo, soltando el vestido.
–Pequeña, morena, delgada, bonita.
Igraine hizo un gesto de insatisfacción.
–¿Era inteligente?
–Era astuta -dije tras pensarlo un momento-, de modo que podría considerarse inteligente en cierto sentido, pero no una inteligencia relacionada con la educación.
–¿Tan importante es la educación? – replico mi reina con un gesto desdeñoso.
–Eso creo, sí. Siempre lamenté no haber aprendido latín.
–¿Por qué?
–Porque una gran parte de la experiencia humana está escrita en esa lengua, señora, y una de las cosas que nos da la educación es acceso libre a la sabiduría, los temores, los sueños y los logros de otros pueblos. Cuando surgen problemas sirve de ayuda descubrir que otros se han encontrado en la misma tesitura anteriormente. Se encuentran explicaciones a las cosas.
–¿Como qué? – inquirió Igraine. Me encogí de hombros.
–Recuerdo una cosa que me dijo Ginebra en una ocasión. No entendí lo que significaba porque estaba en latín, pero me lo tradujo, y reflejaba a Arturo con exactitud. Nunca lo olvidé.
–¿Y bien? ¡Seguid!
–Odi at amo -cité literalmente las extrañas palabras pronunciando despacio-, excrucior.
–¿Qué significa?
–«Odio y amo, duele». Es un verso de un poeta, aunque no recuerdo qué poeta; Ginebra había leído el poema y, un día, hablando de Arturo, citó el verso. Ella entendía a Arturo a la perfección, ¿comprendéis?
–¿Y Argante lo entendía?
–¡Oh, no!
–¿Sabía leer?
–No estoy seguro. No lo recuerdo. Probablemente no.
–¿Cómo era Argante?
–Era de piel muy clara porque nunca quería que le diera el sol. Le gustaba la noche, le gustaba mucho. Y su pelo era muy negro, brillante como ala de cuervo.
–¿Decís que era menuda? – preguntó Igraine.
–Muy delgada y de poca estatura, pero lo que más recuerdo de Argante es que apenas sonreía. Todo lo observaba, nada escapaba a su atención y siempre tenía una expresión calculadora. La gente tomaba esa expresión por inteligencia, pero no era así. Por ser la menor de siete u ocho hermanas, preocupábase mucho de no quedar fuera de juego. Siempre estaba pendiente de recibir su parte y siempre le parecía que se le negaba.
–¡Hacéis que parezca horrenda! – exclamó Igraine con un estremecimiento.
–Era codiciosa, amarga y muy joven -dije- y hermosa, también. Tenía una delicadeza conmovedora. – Hice una pausa y suspiré-. Pobre Arturo. No supo escoger a sus mujeres, excepto a Ailleann, claro está, pero a ella no la escogió sino que se la dieron como esclava.
–¿Qué pasó con Ailleann?
–Murió en la guerra contra los sajones.
–¿La mataron? – preguntó mi señora, estremecida.
–Murió de la peste -dijo-. Una forma común de morir.
Cristo.
Ese nombre resulta raro en la página, pero ahí lo dejo. En el momento en que Igraine y yo hablábamos de Ailleann, el obispo Sansum entró en la estancia. El santo varón no sabe leer y, como se opondría rotundamente a que yo dejara constancia de la historia de Arturo, Igraine y yo fingimos que traduzco los evangelios a la lengua sajona. Digo que no sabe leer, pero es capaz de reconocer algunas palabras, Cristo entre ellas. Por eso lo escribí. Él la vio y gruñó con recelo. Últimamente ha envejecido mucho. No le queda pelo apenas, aunque todavía conserva dos abultados mechones blancos que parecen las orejas de Lughtigern, el señor de los ratones. Orinar le causa dolor, pero no quiere acudir a las sanadoras para que lo alivien, pues dicen que son todas paganas. El santo varón asegura que Dios lo sanará, aunque a veces, y que Dios me perdone, ruego por que el santo varón muera de una vez, pues de esa forma, este pequeño monasterio tendría un nuevo obispo.
–¿Mi señora se encuentra bien? – preguntó a Igraine después de mirar con los ojos entrecerrados el presente pergamino.
–Sí, obispo, gracias.
Sansum husmeó por la estancia en busca de alguna falta, aunque no sabría decir exactamente qué esperaba encontrar. La estancia es muy sencilla: un catre, un pupitre para escribir, una banqueta y la chimenea. Le habría gustado censurarme por encender el fuego, pero hoy hace un día de invierno templado y ahorro la escasa ración de leña de la que el santo varón me permite disponer. Quitó una mota de polvo con el dedo, pero prefirió no hacer comentario alguno y miró con insistencia a Igraine.
–Debéis de estar a punto de cumplir, señora.
–Faltan menos de dos meses, según dicen, obispo -contestó Igraine, y se santiguó por encima del vestido azul.
–Ya sabéis, señora, que nuestras oraciones llenarán el cielo rogando por vos -dijo Sansum sin asomo de sinceridad.
–Rogad también por que los sajones no se acerquen.
–¿Acaso se acercan? – preguntó Sansum alarmado.
–A mi esposo le dicen que se están preparando para atacar Ratae.
–Ratae está lejos -replico el obispo con desdén.
–¿A un día y medio? – replicó Igraine-. Y si Ratae cae, ¿qué fortalezas median entre nosotros y los sajones?
–Dios nos protege -dijo el obispo, repitiendo inconscientemente la idea, obsoleta desde hacía mucho tiempo ya, del piadoso rey Meurig de Gwent-, como os protegerá a vos, mi señora, cuando os llegue la hora. – Demoróse unos minutos más, pero no tenía asuntos que tratar con mi señora ni conmigo. El santo se aburre últimamente. Le faltan maldades que fomentar. El hermano Maelgwyn, que era el más fuerte de nuestra comunidad y realizaba la mayor parte del trabajo físico del monasterio, murió hace pocas semanas y, con su muerte, el obispo perdió uno de sus principales objetos de desprecio. Atormentarme a mí le procura poco placer, pues soporto su rencor con paciencia y, además, cuento con la protección de Igraine y su esposo.
Por fin, Sansum se marchó e Igraine le hizo un gesto burlón cuando nos dio la espalda.
–Decidme, Derfel -dijo, cuando el santo varón ya no la oía-, ¿qué tengo que hacer para el alumbramiento?
–¡Cómo se os ocurre preguntarme a mí, por todos los santos! – exclamé asombrado-. ¡Gracias a Dios no sé nada sobre alumbramientos! Jamás he visto nacer a un niño, ni lo deseo.
–Pero sabéis cómo se hacía antes -me dijo con insistencia-, y eso es lo que os pregunto.
–Las mujeres de vuestra fortaleza sabrán mucho más que yo, sin duda, pero en todos los alumbramientos de Ceinwyn siempre procuramos que hubiera algo de hierro en el lecho, orina de mujer en el umbral de la puerta, artemisa en el fuego y, naturalmente, una niña virginal para recoger al recién nacido de entre la paja. Y lo más importante de todo -proseguí con severidad- es que no haya hombres en la habitación. Nada trae tan mala suerte como la asistencia de hombres al alumbramiento. – Toqué la cabeza del clavo que sobresalía en el escritorio para evitar la desgracia de nombrar siquiera tan malhadada circunstancia. Claro está que nosotros los cristianos no creemos que tocar hierro haga cambiar la suerte, sea buena o mala, pero el clavo de mi escritorio está muy pulido a fuerza de tocarlo-. ¿Es cierto lo de los sajones? – pregunté.
–Se acercan, Derfel -dijo, asintiendo también con un ademán.
Volví a tocar la cabeza del clavo.
–Entonces, aconsejad a vuestro esposo que afile las lanzas.
–No es preciso aconsejarlo en eso -respondió sombríamente.
Me pregunto si la guerra terminará algún día. Los britanos han luchado contra los sajones durante toda mi existencia y, aunque obtuvimos una gran victoria sobre ellos, nos han robado más tierras, y con ellas han desaparecido las leyendas nacidas de sus valles y cerros. La historia no es sólo el relato de los hechos de los hombres, sino que está amarrada a la tierra. Damos a un cerro el nombre de un héroe que encontró allí la muerte, a un río el de una princesa que huyó por sus orillas, y cuando los nombres antiguos desaparecen, los relatos se pierden también, y el nombre nuevo no recuerda ya el pasado. Los sais nos despojan de nuestra tierra y de nuestra historia. Se extienden como una plaga y Arturo no está para protegernos. Arturo, el azote de los sajones, el señor de Britania, el hombre al que el amor hirió más profundamente que cualquier espada o lanza. ¡Cuánto añoro a Arturo!
En el solsticio de invierno rogamos a los dioses que no abandonen la tierra a las grandes tinieblas. En los inviernos más crudos esas oraciones parecían muchas veces súplicas desesperadas, pero nunca como el invierno del año anterior al ataque de los sajones, cuando nuestro mundo parecía aplastado bajo una corteza de hielo y nieve dura. Para los seguidores de Mitra, el solsticio tenía doble significado, pues es también la época del nacimiento de nuestro dios y, después de la gran fiesta del solsticio en Dun Carie, me fui con Issa a las cuevas occidentales donde celebramos la ceremonia más solemne, y allí lo inicié en el culto a Mitra. Superó las pruebas con éxito y así fue recibido en la banda de guerreros escogidos que guardaban los misterios del dios. Después lo celebramos. Yo maté al toro aquel año, pero primero le cortamos los corvejones para que no se moviera y luego, levantando el hacha en el interior de la cueva, le partí la cerviz. Recuerdo que el toro tenía el hígado seco, un mal augurio, pero en aquel invierno tan frío no se produjo ningún augurio bueno.
Asistieron cuarenta hombres a la ceremonia, a pesar del mal tiempo. Arturo, aunque era iniciado desde hacía mucho tiempo, no se presentó, pero Sagramor y Culhwch abandonaron sus puestos en las fronteras y asistieron a la celebración. Al final de la fiesta, cuando la mayoría de los guerreros dormía bajo los efectos del hidromiel, nos retiramos los tres a un estrecho túnel donde no había mucho humo y conversamos en privado.
Tanto Sagramor como Culhwch tenían la certeza de que los sajones atacarían directamente a lo largo del valle del Támesis.
–Tengo entendido -nos contó Sagramor- que están acumulando provisiones y suministros en Londres y Pontes. – Se detuvo un momento a desgarrar con los dientes un trozo de carne pegada al hueso. Hacía meses que no veía a Sagramor, y su compañía me reconfortaba; el numidio era el más fuerte y temido de los comandantes de Arturo, y la pericia se le reflejaba en la cara, estrecha y afilada como un hacha. Era también el más leal de los hombres de Arturo, un amigo incondicional y un excelente narrador de historias, pero por encima de todas las cosas era por naturaleza un guerrero capaz de burlar y vencer a cualquier enemigo. Tenía aterrorizados a los sajones, que lo creían un demonio oscuro procedente de su otro mundo. A nosotros nos alegraba que vivieran con ese miedo paralizador en el cuerpo, y nos confortaba saber que, aunque superados en número, contábamos con su espada y sus duchos lanceros a nuestro lado.
–¿Cerdic no atacará por el sur? – pregunté.
Culhwch hizo un gesto negativo con la cabeza.
–Nada parece indicarlo; en Venta no hay movimiento.
–Desconfían el uno del otro. – Sagramor se refería a Cerdic y a Aelle-. No quieren perderse de vista. Cerdic teme que compremos a Aelle, y Aelle teme que Cerdic le engañe con el botín, así que permanecerán más unidos que hermanos.
–Entonces, ¿qué piensa hacer Arturo? – pregunté.
–Esperábamos que nos lo contaras tú -respondió Culhwch.
–Últimamente Arturo no habla conmigo -dije, sin molestarme en ocultar mi resentimiento.
–Pues ya somos dos -gruñó Culhwch.
–Tres -se sumó Sagramor-. Viene a verme, me infla a preguntas, se une a las correrías y luego se marcha. Pero no dice nada.
–Esperemos que esté pensando -dije.
–A lo mejor está muy ocupado con esa esposa nueva -añadió Culhwch con acritud.
–¿La conoces? – pregunté.
–Una gatita irlandesa -dijo desdeñosamente-, con uñas. – Culhwch nos contó que se había acercado a visitar a Arturo y a su nueva esposa cuando se dirigía al norte para la reunión de Mitra-. Es bastante bonita -dijo a regañadientes-. Si fuera esclava, seguramente te gustaría tenerla en tu propia cocina una temporada. Bueno, a mí sí, desde luego. A ti no, Derfel. – Culhwch solía mofarse de mi fidelidad para con Ceinwyn, aunque tal fidelidad no era absolutamente excepcional. Sagramor se había casado con una sajona cautiva e, igual que en mi caso, todos se hacían lenguas de su fidelidad-. ¿De qué serviría un toro si sólo montase a una vaca? – preguntó Culhwch, pero ni Sagramor ni yo respondimos a la pulla.
–Arturo está asustado -insistió Sagramor. Hizo una pausa para ordenar sus pensamientos. El numidio hablaba bien la lengua britana, aunque con un acento espantoso, pero no era su lengua materna y frecuentemente hablaba despacio para expresar con exactitud lo que deseaba-. Ha desafiado a los dioses, y no sólo en Mai Dun sino por ejercer el poder de Mordred. Los cristianos lo odian y ahora los paganos lo consideran un enemigo. ¿Veis lo solo que se encuentra ahora?
–El problema de Arturo es que no cree en los dioses -comento Culhwch con desdén.
–Cree en sí mismo -añadió Sagramor-, y la traición de Ginebra fue una puñalada directa al corazón. Está avergonzado. Ha perdido mucho orgullo y es orgulloso. Cree que todos nos reímos de él y por eso se aleja de nosotros.
–Yo no me río de él -protesté.
–Yo sí -dijo Culhwch, encogiéndose al estirar la pierna herida-. ¡Bastardo idiota! Tendría que haber azotado a Ginebra con el cinturón unas cuantas veces, antes. Así habría aprendido la perra ésa.
–Ahora -prosiguió Sagramor, haciendo caso omiso de la predecible opinión de Culhwch- teme la derrota. Porque, ¿qué es Arturo, sino un soldado? Le gusta pensar que es un hombre bueno, que gobierna porque tiene madera de rey, pero ha llegado al poder por la espada. Eso lo sabe en el fondo de su corazón, y si pierde esta guerra pierde lo que más aprecia en el mundo: su fama. Será recordado como un usurpador que no supo conservar lo usurpado. Le aterroriza pensar que su reputación sufra la segunda derrota.
–Tal vez Argante le cure de la primera -dije.
–Lo dudo -dijo Sagramor-. Galahad me ha dicho que en realidad no quería casarse con ella.
–Entonces, ¿por qué lo hizo? – preguntó sombríamente.
Sagramor se encogió de hombros.
–¿Por rencor hacia Ginebra? ¿Por complacer a Oengus? ¿Por demostrarnos que no necesita a Ginebra?
–¿Para jugar a chocar vientres con una niña bonita? – apuntó Culhwch.
–Si es que juega a eso, siquiera -dijo Sagramor.
Culhwch se quedó mirando al numidio con gran asombro.
–Pues claro que sí -afirmó Culhwch.
Sagramor hizo un gesto negativo con la cabeza.
–Dicen que no. Es sólo un rumor, claro, y los rumores no son de fiar, por lo que hace a un hombre y una mujer. Pero creo que esa princesa es excesivamente joven para los gustos de Arturo.
–Nunca son excesivamente jóvenes -gruñó Culhwch. Sagramor se limitó a encogerse de hombros. Era mucho más sutil que Culhwch, lo cual le proporcionaba un conocimiento más profundo de Arturo, a quien le gustaba parecer sencillo cuando en realidad poseía un espíritu tan alambicado como las retorcidas sinuosidades y enroscados dragones que adornaban la hoja de Excalibur.
Nos separamos por la mañana, con la lanza y la espada rojas todavía de la sangre del toro sacrificado. Issa estaba emocionado. Hacía pocos años todavía era un campesino y, de repente, era un adepto de Mitra; me confió que pronto sería padre, pues Scarach, su mujer, estaba encinta. Issa, animado por el reciente ingreso en la orden de Mitra, estaba seguro de que venceríamos a los sajones sin ayuda de Gwent, pero yo no opinaba igual. Aunque no me gustara Ginebra, jamás la había considerado insensata, y me preocupaba que hubiera predicho un ataque de Cerdic por el sur. La alternativa tenía sentido, naturalmente; Cerdic y Aelle se habían aliado a la fuerza y querrían tenerse bajo vigilancia el uno al otro. Un ataque arrasador a lo largo del Támesis sería la forma más rápida de llegar al mar Severn y separar así los reinos britanos en dos partes. ¿Por qué habrían de sacrificar la ventaja del número dividiendo las fuerzas en dos ejércitos menores a los que Arturo podía vencer de uno en uno? Sin embargo, si Arturo esperaba un solo frente, las ventajas de un ataque por el sur eran impresionantes. Mientras Arturo estuviera enfrentándose a un ejército sajón en el valle del Támesis, el otro podía rodearlo por el flanco derecho y llegar al Severn sin encontrar resistencia apenas. Issa, por el contrario, no tenía tales cuitas. Sólo se veía a sí mismo en la barrera de escudos, ennoblecido por la aceptación en el culto de Mitra y segando cabezas sajonas como quien siega heno.
El tiempo continuó frío después del solsticio. Los días amanecían helados y apagados sin excepción, con un sol que no era más que un redondel que colgaba bajo entre las nubes del sur. Los lobos merodeaban adentrándose en las tierras de labor en busca de ovejas sueltas, alejadas de los apriscos vallados, y un día glorioso abatimos a seis bestias grises y nos hicimos con otras tantas colas para los cascos de mis hombres. Mis lanceros habían empezado a llevar colas de lobo en el casco en los densos bosques de Armórica, donde luchamos contra los francos y, como los perseguíamos como fieras merodeadoras, nos llamaron lobos, pero nos tomamos el insulto como un cumplido. Éramos los Cola de Lobo, aunque en los escudos, en vez de una cara de lobo lucíamos una estrella de cinco puntas, en honor de Ceinwyn.
Ceinwyn insistía en no marcharse a Powys en primavera. Dijo que Morwenna y Seren podían buscar allí refugio pero que ella se quedaría. Tal decisión me enfureció.
–Para que así las niñas pierdan a su padre y a su madre, ¿verdad? – le recriminé.
–Si así lo disponen los dioses, sí -respondió ella plácidamente, y luego se encogió de hombros-. Aunque sea egoísta por mi parte, eso es lo que quiero.
–¿Quieres morir? ¿Eso es egoísmo?
–No quiero irme tan lejos, Derfel -dijo-. ¿Sabes lo que es hallarse en un país lejano mientras tu hombre lucha en la guerra? Es una espera angustiosa, temes cada vez que llega un mensajero, prestas oídos a todos los rumores. Esta vez me quedo.
–¿Para añadirme una preocupación?
–Mira que eres arrogante, Derfel -replicó con calma-. ¿Crees que no sé cuidarme sola?
–Ese anillo insignificante no te salvará de los sajones -dije señalando la esquirla de ágata que llevaba en el dedo.
–Me salvaré por mi cuenta. No te preocupes, Derfel, no me pegaré a tus faldas y no permitiré que me tomen cautiva.
Al día siguiente nacieron los primeros corderos en un aprisco muy escondido al pie del cerro de Dun Carie. Era muy temprano para tales nacimientos, pero lo interpreté como una señal propicia de los dioses. Antes de que Ceinwyn lo impidiera sacrificamos la primera cría que nació para que el resto de la época de nacimientos fuera fructífera. El pellejo ensangrentado del pobre animal fue clavado a un sauce a la orilla del río y, al día siguiente, debajo del árbol, nació una planta de matalobos cuyos pequeños pétalos amarillos fueron la primera pincelada de color del cambio de año. Ese mismo día vi tres brillantes martines pescadores revoloteando cerca de las heladas márgenes del río. La vida empezaba a bullir. Al alba, después del canto de los gallos, oímos de nuevo el piar de los zorzales, de los petirrojos, de las alondras, de los carrizos y de los gorriones.
Arturo mandó a buscarnos dos semanas después del nacimiento de los primeros corderos. La nieve se había fundido y el mensajero hubo de esforzarse por caminos embarrados para hacernos llegar la convocatoria de reunión en el palacio de Lindinis. Teníamos que estar allí para la fiesta de Imbolc, la primera festividad después del solsticio, dedicada a la diosa de la fertilidad. En Imbolc hacemos pasar corderos recién nacidos por aros de fuego y después, las jóvenes, cuando piensan que nadie las ve, saltan entre los aros consumidos y tocan las cenizas del fuego de Imbolc, y se untan polvo gris de cenizas entre los muslos. A los niños que nacen en noviembre se les llama hijos de Imbolc, pues su madre es la ceniza y su padre el fuego. Ceinwyn y yo llegamos la víspera de Imbolc por la tarde, cuando el sol invernal proyectaba largas sombras sobre la hierba clara. El palacio estaba rodeado por los lanceros de Arturo, que lo protegían de la repentina hostilidad de la gente que recordaba la invocación mágica de la niña luminosa hecha por Merlín en el atrio del palacio.
Sorprendido, descubrí que en el atrio se habían hecho los preparativos de Imbolc. Arturo nunca había dado importancia a esas cosas y había dejado la observación de los ritos religiosos en manos de Ginebra, pero ella nunca celebraba los primitivos festivales del país, como el de Imbolc. Sin embargo, ese día encontramos un gran aro de paja trenzada dispuesto para la quema en el centro del atrio, y unos cuantos corderillos lechones encerrados con sus madres en un pequeño recinto cerrado. Culhwch salió a recibirnos y señaló con ademán pícaro el aro de paja.
–La oportunidad de tener otra criatura, señora -le dijo a Ceinwyn.
–¿Por qué, si no, estaría yo aquí? – replicó ella, y le dio un beso-. ¿Cuántos hijos tenéis vos?
–Veintiuno -respondió con orgullo.
–¿De cuántas madres?
–De diez -sonrió y me dio una palmada en la espalda-. Mañana tenemos que ir a por las órdenes.
–¿Tenemos?
–Tú, yo, Sagramor, Galahad, Lanval, Balin, Morfans -se encogió de hombros-, todos.
–¿Argante está aquí? – pregunté.
–¿Quién crees que ha colocado el aro? – preguntó-. Ha sido idea suya. Ha traído a un druida de Demetia, y esta noche, antes de cenar, tenemos que adorar a Nantosuelta.
–¿A quién? – preguntó Ceinwyn.
–Es una diosa -contestó Culhwch sin darle importancia. Había tantos dioses y diosas que sólo un druida podía conocer todos los nombres, y ni Ceinwyn ni yo habíamos oído hablar de Nantosuelta hasta entonces.
No vimos a Arturo ni a Argante hasta la noche, cuando Hygwydd, su escudero, nos llamó a todos al atrio, que estaba iluminado con antorchas impregnadas de brea y colocadas en tederos de hierro. Me acordé de la noche de Merlín en aquel mismo lugar y de la multitud de gente temerosa que alzaba a los niños tullidos o enfermos hacia Olwen de Plata. Pero ese día una reunión de lores y damas aguardaba con incertidumbre a los lados del aro de paja, mientras que en el estrado del extremo occidental se alzaban tres asientos cubiertos con paños de lino blanco. Junto al aro había un druida, a quien tomé por el druida que Argante había traído de tierras de su padre. Era un hombre fornido de corta estatura, con una desgreñada barba negra en la que se había enhebrado mechones de pelo de zorro y puñados de huesecillos.
–Se llama Fergal -me dijo Galahad- y odia a los cristianos. Se ha pasado la tarde maldiciéndome y, cuando llegó Sagramor, a punto estuvo de desvanecerse de horror. Creía que era Crom Dubh personificado. – Galahad se rió de buena gana.
Ciertamente, Sagramor habría podido ser la encarnación del dios oscuro, pues iba ataviado de cuero negro y llevaba una vaina de espada, negra también, al costado. Había acudido a Lindinis con Malla, su esposa sajona, plácida y de gran envergadura, y los dos se encontraban separados de nosotros en el extremo opuesto del patio. Sagramor adoraba a Mitra pero tenía poco tiempo para los dioses britanos, y Malla seguía adorando a Woden, Eostre, Thunor, Fir y Seaxnet, deidades sajonas.
Estaban allí todos los comandantes de Arturo, aunque, mientras le aguardábamos, pensé en los que faltaban. Cei, que se había criado con Arturo en la lejana Gwynned, había caído en la Isca dumnonia durante la revuelta de Lancelot; lo habían matado los cristianos. Agravain, que había comandado durante años a los jinetes de Arturo, murió aquel invierno a causa de unas fiebres. Balin ocupaba entonces el puesto de Agravain, y había acudido a Lindinis con tres mujeres y una tribu de rapaces fuertes que miraban horrorizados a Morfans, el hombre más feo de toda Britania, cuyo rostro nos era ya tan familiar a todos los demás que ni nos dábamos cuenta de su labio leporino, su enorme bocio ni su mandíbula torcida. A excepción de Gwydre, que aún era un niño, yo debía de ser el más joven de los presentes, cosa que me sorprendió sobremanera. Necesitábamos nuevos señores de la guerra, y allí mismo, en ese mismo momento decidí dar a Issa su propia banda de guerreros tan pronto como terminara la guerra contra los sajones. Si es que Issa sobrevivía. Y si sobrevivía yo.
Galahad cuidaba de Gwydre y ambos se acercaron a Ceinwyn y a mí. Galahad siempre había sido apuesto, y por aquella época de sus años de madurez el tiempo había investido de dignidad su gallardo porte. Su pelo, dorado y brillante en los años mozos, era ya plateado, y se había dejado crecer una barba puntiaguda. Siempre habíamos sido buenos amigos, él y yo, pero en aquel invierno difícil debió de acercarse más a Arturo que todos los demás. Galahad no se encontraba en el palacio del mar y no presenció la humillación de Arturo, cosa que, unida a su simpatía y su serenidad, le hicieron aceptable a ojos de Arturo. Ceinwyn le preguntó, bajando la voz para que Gwydre no la oyera, qué tal estaba Arturo.
–Ojalá lo supiera -respondió Galahad.
–Seguro que es feliz -apuntó Ceinwyn.
–¿Por qué?
–¿No tiene una nueva esposa?
Galahad sonrió.
–Cuando un hombre emprende un viaje, estimada señora, y le roban el caballo en el camino, normalmente se precipita al comprar otro de repuesto.
–Y a partir de entonces, ni lo monta -añadí brutalmente.
–¿Eso te han dicho, Derfel? – replicó Galahad, sin confirmar ni negar el rumor. Sonrió-. El matrimonio es un gran misterio para mí -añadió con vaguedad. Galahad no se había casado, no se había asentado siquiera desde que su casa, en Ynys Trebes, cayera a manos de los francos. A raíz de la pérdida se trasladó a Dumnonia, donde vio crecer a una generación de niños, pero seguía siendo una especie de huésped. Tenía habitaciones en el palacio de Durnovaria, parcas en mobiliario y comodidades. Llevaba encomiendas de Arturo, viajaba a lo largo y ancho de Britania resolviendo problemas con otros reinos o cabalgaba con Sagramor en correrías por territorio sajón, y tanto más satisfecho parecía cuanto más ocupado se hallaba en dichas tareas. Alguna vez sospeché que estaba prendado de Ginebra, mas Ceinwyn siempre se burlaba de semejante idea. Decía que Galahad estaba enamorado de la perfección y era demasiado exigente como para prendarse de una mujer de verdad. Amaba la idea de la mujer, decía Ceinwyn, pero no soportaba la realidad de las enfermedades, la sangre y el dolor. En la batalla no mostraba repugnancia por tales cosas, pero según Ceinwyn, se debía a que en la batalla eran los hombres los que sangraban y sufrían, y Galahad no idealizaba a los hombres, sólo a las mujeres. Tal vez Ceinwyn tuviera razón. Yo sólo sabía que mi amigo debía de sentirse solo a veces, aunque jamás se lamentara de tal cosa.
–Arturo está muy orgulloso de Argante -dijo con una sonrisa afable, aunque en un tono como si callara algo.
–Pero no es Ginebra -apunté.
–Ciertamente, no -dijo Galahad, agradeciendo que hubiera expresado el pensamiento-, aunque se asemejan en algunos aspectos.
–¿Cómo cuáles? – preguntó Ceinwyn.
–Tiene ambiciones -respondió Galahad con cierta reserva-. Cree que Arturo tendría que ceder Siluria a su padre.
–¡Él no es quién para ceder Siluria! – exclamé.
–No -dijo Galahad-, pero Argante cree que podría conquistarla.
Escupí. Para conquistar Siluria, Arturo tendría que luchar contra Gwent e incluso contra Powys, los dos países que juntos gobernaban el territorio.
–Está loca -dije.
–Es ambiciosa, aunque no realista -puntualizó Galahad.
–¿Os agrada Argante? – le preguntó Ceinwyn sin rodeos.
Galahad se ahorró la respuesta porque la puerta del palacio se abrió súbitamente y Arturo compareció por fin. Iba vestido de blanco, como de costumbre, y su rostro, que tan adusto se había vuelto durante los últimos meses, se me antojó viejo de repente. Un sino cruel, pues llevaba del brazo a su nueva esposa, toda vestida de dorado, y su nueva esposa era poco más que una niña.
Fue la primera vez que vi a Argante, princesa de los Uí Liatháin y hermana de Isolda, y en muchos aspectos se parecía a la desdichada Isolda, pues era una criatura frágil en la frontera entre niña y mujer, y aquella noche de Imbolc se encontraba más cerca de la infancia con aquel gran manto de lino tieso que, con toda seguridad, había pertenecido a Ginebra. La ropa le quedaba visiblemente grande, y la muchacha caminaba con paso torpe entre los pliegues dorados. Me acordé del día en que vi a su hermana adornada con muchas joyas y de la impresión que me produjo, la de una niña disfrazada con el oro de su madre. Argante me produjo la misma sensación, habríase dicho vestida para jugar e, igual que una niña que finge ser mayor, tomó una actitud de solemne ensimismamiento para contrarrestar su falta de dignidad innata. Llevaba el lustroso pelo negro recogido en una larga trenza alrededor de la cabeza y sujeto con un broche de azabache, el color de los escudos de los temidos guerreros de su padre; el estilo adulto no convenía a su rostro infantil, de la misma manera que la gruesa torques de oro que llevaba alrededor del cuello antojóseme excesiva para su esbelta garganta. Arturo la condujo al estrado y, con una inclinación de cabeza, la dejó en el asiento de la izquierda. Dudo que ninguno de los presentes en el atrio, fuera invitado, druida o centinela, dejara de pensar lo mucho que se parecían padre e hija. Hubo una pausa después de que Argante se sentara. Fue un momento de inquietud, como si hubieran pasado por alto una parte del rito y una importante ceremonia estuviera a punto de convertirse en algo ridículo, pero entonces se oyó como un tumulto en el umbral de la puerta, un amago de risa, y apareció Mordred.
Nuestro rey salió cojeando y con una sonrisa perversa en los labios. Interpretaba un papel, como Argante, pero, al contrario que ella, él actuaba por fuerza. Sabía que todos los congregados en el atrio eran partidarios de Arturo y que le profesaban odio y que, aunque fingieran que él era su rey, lo mantenían con vida en contra de sus deseos. Subió al estrado. Arturo inclinó la cabeza y los demás lo imitamos. Mordred, con su pelo hirsuto más indomable que nunca y la barba como un feo ribete de su rostro redondo, asintió con gesto seco y se sentó en el asiento del centro. Argante lo miró con agrado, sorprendentemente; Arturo se sentó en el asiento que quedaba y así los vimos a los tres, el emperador, el rey y la esposa niña.
No pude evitar el pensamiento de que Ginebra lo habría hecho mucho mejor. Habríamos tenido hidromiel caliente para beber, más hogueras para calentarnos y música para llenar los silencios tensos, pero aquella noche habríase dicho que nadie sabía lo que se había de hacer, hasta que Argante dirigió a su druida una especie de silbido. Fergal miró nerviosamente a todas partes y se dirigió a zancadas al otro extremo del patio a coger una antorcha de un tedero. Con la antorcha encendió el aro y empezó a musitar encantamientos incomprensibles mientras las llamas prendían en la paja.
Unos esclavos sacaron cinco corderos de la jaula. Las ovejas balaron tristemente por las crías, que se retorcían entre los brazos de los esclavos. Fergal esperó a que el fuego prendiera en todo el aro y ordenó que hicieran pasar a los corderos por el círculo de llamas. Y ahí empezó la confusión. Los corderos, ignorantes de que la fertilidad de Dumnonia dependía de su obediencia, se dispersaron en todas direcciones, excepto hacia el fuego, y los hijos de Balin se unieron alborozados al jolgorio de la caza, aunque sólo consiguieron exacerbar la confusión. Por fin, uno a uno, recogieron a los corderos, los hicieron acercarse al aro y, con tiempo y paciencia, lograron convencerlos para que pasaran por el aro de fuego, pero en el patio la buscada solemnidad del acto ya se había roto. Argante, que sin duda estaría acostumbrada a presenciar tales ceremonias investidas de mayor dignidad en su Demetia nativa, fruncía el ceño, pero los demás reíamos y charlábamos. Fergal devolvió seriedad a la velada con un feroz grito repentino que nos dejó helados a todos. El druida estaba de pie, con la cabeza echada hacia atrás mirando a las nubes, con un ancho cuchillo de sílex alzado en la mano derecha y un cordero indefenso que se retorcía en la izquierda.
–¡Oh, no! – protestó Ceinwyn, y se volvió de espalda. Gwydre hizo una mueca de dolor y le pasé el brazo por los hombros.
Fergal lanzó un grito retador a la noche y levantó cuchillo y cordero por encima de su cabeza. Gritó una vez más y atacó con fiereza al cordero, golpeando y rasgando el cuerpecillo con el rudo cuchillo desafilado; el cordero se debatía más débilmente incluso y balaba llamando a su madre, la cual respondía impotente, y mientras tanto la sangre manaba tiñendo el vellón y bañaba la cara a Fergal, que seguía mirando al cielo, y la barba desaliñada y adornada con huesos y piel de zorro.
–Cuánto me alegro -me murmuró Galahad al oído- de no vivir en Demetia.
Observé a Arturo durante la celebración de tan extraordinario sacrificio y vi la expresión de repugnancia con que lo soportaba. De repente se dio cuenta de que lo miraba y se puso rígido. Argante, con la boca abierta de entusiasmo, se inclinaba hacia adelante observando al druida. Mordred sonreía.
El cordero murió y Fergal, para horror nuestro, procedió a recorrer el patio sacudiendo el cadáver, gritando oraciones y salpicándonos a todos. Tapé a Ceinwyn con mi manto cuando el druida, chorreando sangre por la cara, pasó danzando ante nosotros. Arturo no tenía la menor idea del bárbaro sacrificio que allí iba a perpetrarse. Habría supuesto, sin duda, que su esposa preparaba una ceremonia decorosa para abrir la fiesta, pero la celebración se convirtió en una orgía de sangre. Los cinco corderos fueron sacrificados y, una vez degollado el último con el negro cuchillo de sílex, Fergal dio un paso atrás y señaló el aro.
–Nantosuelta os espera -nos dijo-. ¡Aquí está! ¡Venid todos! – evidentemente, esperaba alguna reacción pero nadie se movió. Sagramor miró a la luna y Culhwch se quitó un piojo de la barba. En el aro quedaban unas llamas pequeñas y algunos fragmentos de paja encendida cayeron sobre los cadáveres ensangrentados que yacían en las losas del suelo, pero nadie se movió-. ¡Venid a Nantosuelta! – repitió Fergal con voz ronca.
Entonces, Argante se puso en pie. Con un movimiento de hombros se despojó de la capa dorada y se quedó con un sencillo vestido azul de lana con el que parecía más niña que nunca. Tenía estrechas caderas de muchacho, las manos pequeñas y el rostro delicado y claro como el vellón de los corderos antes de que el negro cuchillo les privara de la vida. Fergal la llamó.
–Ven -entonó-, ven a Nantosuelta; Nantosuelta te llama, ven a Nantosuelta -y siguió canturreando, llamando a Argante para que acudiera a la diosa. Argante avanzó despacio, como en trance, cada paso un esfuerzo, caminaba y se detenía entre paso y paso mientras el druida la animaba a continuar-. Ven a Nantusuelta -entonó de nuevo-, Nantosuelta te llama, ven a Nanatosuelta. – Argante tenía los ojos cerrados. Era un momento imponente, al menos para ella, pues los demás nos sentíamos cohibidos, creo. Arturo parecía muy afectado y no era de extrañar, pues aquello parecía un simple trueque de Isis por Nantosuelta; por el contrario, Mordred, a quien se le había prometido Argante por esposa en otro tiempo, observaba con expresión ansiosa a la niña que avanzaba paso a paso-. Ven a Nantosuelta, Nantosuelta te llama. – Fergal le hacía señas para que continuara, aunque su voz era ya aguda como un grito de mujer.
Argante llegó al aro y, cuando el calor de las últimas llamas le tocó la cara, abrió los ojos y se sorprendió de encontrarse ante el fuego de la diosa. Miró a Fergal y, agachando la cabeza, pasó rápidamente por el aro humeante. Sonrió victoriosa y Fergal aplaudió instándonos a todos a secundarle en la ovación. Así lo hicimos, aunque nuestras poco entusiastas palmadas cesaron en el momento en que Argante se acuclilló junto a los corderillos muertos. Guardamos silencio y ella mojó un dedo con delicadeza en una de las cuchilladas. Luego lo retiró y lo levantó para enseñarnos la sangre brillante en la yema; acto seguido, se volvió a Arturo para que también él lo viera. Argante lo miro fijamente y abrió la boca mostrando unos pequeños dientes blancos; poco a poco, se llevó el dedo a la boca, entre los dientes, cerró los labios y chupó la sangre. Vi que Gwydre miraba a su madrastra con incredulidad. Argante no era mucho mayor que Gwydre. Ceinwyn, estremecida, me oprimía la mano con fuerza.
Argante no había terminado. Si dio la vuelta, volvió a untar el dedo en la sangre y luego tocó con ese mismo dedo las ascuas calientes del aro. En cuclillas, se palpó bajo el orillo del vestido azul y se limpió la sangre y las cenizas del dedo en los muslos. Así se aseguraba la descendencia. Utilizaba el poder de Nantosuelta para empezar su propia dinastía y todos fuimos testigos de su ambición. Volvió a cerrar los ojos como en éxtasis pero, súbitamente, la ceremonia terminó. Se puso en pie con la mano a la vista de todos e hizo una seña a Arturo para que se acercara. Sonrió por primera vez en toda la noche y me pareció bella, de una belleza cruda, dura en su estilo, como la de Ginebra, pero sin la mata de luminoso cabello rojo que la suavizara.
Volvió a reclamar a Arturo con un gesto, pues al parecer, según el rito, él también había de pasar por el aro. Arturo vaciló un momento, miró a Gwydre e, incapaz de proseguir con la superstición, se puso en pie y sacudió la cabeza.
–A cenar -dijo secamente, y enseguida endulzó la brusca orden con una sonrisa dedicada a los invitados; en ese instante miré a Argante y vi en su rostro blanco una expresión de furia absoluta. Por un segundo creí que empezaría a chillar a Arturo. Tensó su cuerpo menudo y apretó los puños, pero Fergal, que parecía ser el único, además de yo mismo, que había advertido la ira de la muchacha, le musitó algo al oído que la aplacó con un estremecimiento. Arturo no se dio cuenta-. Llevad las antorchas -ordenó a los guardianes; las llevaron al interior del palacio para iluminar el salón de festejos-. Venid -nos dijo a los demás, y nos dirigimos agradecidos hacia las puertas del palacio. Argante vaciló pero Fergal volvió a decirle algo al oído y ella obedeció la llamada de Arturo. El druida se quedó junto al aro humeante.
Ceinwyn y yo fuimos los últimos en entrar. Un impulso incierto me retuvo, pero toqué a Ceinwyn en el brazo y nos dirigimos a las sombras de los arcos, donde vi a otra persona que tampoco había entrado. Cuando el patio quedó vacío, a excepción de las ovejas que no cesaban de balar y del druida cubierto de sangre, tal persona salió de las sombras. Era Mordred. Pasó cojeando ante el estrado, por las losas del suelo, y se detuvo junto al aro. El druida y él se miraron un segundo y Mordred hizo un gesto extraño con la mano, como pidiendo permiso para pasar por los brillantes restos del aro de fuego. Tras dudarlo un momento, Fergal asintió bruscamente. Mordred agachó la cabeza y pasó. Se detuvo al otro lado y untó el dedo en la sangre, pero no seguí mirando lo que hacía. Me llevé a Ceinwyn al interior del palacio donde las llamas humeantes iluminaban los magníficos frescos de los dioses y las cazas romanas.
–Si sirven cordero -dijo Ceinwyn-, no lo probaré.
Arturo sirvió salmón, jabalí y venado. Una arpista tocaba. Mordred, que llegó tarde sin que nadie lo advirtiera, se sentó en la cabecera de la mesa con una sonrisa ladina en su burdo rostro. No habló con nadie ni nadie habló con él, pero de vez en cuando miraba a la blanca y delgada Argante, que era la única que no disfrutaba del banquete. Vi que en una ocasión sorprendía la mirada de Mordred, e intercambiaron un encogimiento de hombros exasperado, como si ambos despreciaran a todos los presentes; pero, a parte de ese intercambio, Argante permaneció huraña y Arturo, en tensión por su causa, mientras que los demás fingíamos no darnos cuenta del estado de ánimo de la muchacha. Naturalmente, a Mordred le divertía la actitud de Argante.
Al día siguiente hubo partida de caza. Éramos doce en total, todos hombres. A Ceinwyn le gustaba la caza, pero Arturo le pidió que pasara la mañana con Argante y Ceinwyn aceptó de mala gana.
Recorrimos los bosques occidentales con poca esperanza, pues Mordred solía cazar por allí con frecuencia y el montero no creía que fuéramos a encontrar venados. Los lebreles de Ginebra, que estaban al cuidado de Arturo, rastrearon entre los negros troncos y lograron levantar una hembra de gamo que nos proporcionó una entretenida carrera por el bosque, pero el montero llamó a los perros cuando vio que la hembra estaba preñada. Arturo y yo nos habíamos desviado durante la carrera con la idea de atajar a la presa en el lindero del bosque, pero nos detuvimos al oír los cuernos. Arturo miró alrededor como esperando encontrar más compañía, y soltó un gruñido cuando sólo me vio a mí.
–Un asunto raro, el de anoche -dijo sin soltura-, pero a las mujeres les gustan esas cosas -añadió, quitándole importancia.
–A Ceinwyn no le gustan -repliqué.
Me clavó una mirada penetrante. Estaría preguntándose si mi mujer me habría contado su proposición de matrimonio, pero me mostré indiferente y debió creer que nada me había dicho.
–No -dijo. Tras otro instante de incertidumbre se rió forzadamente-. Argante cree que yo tenía que haber pasado entre las llamas en señal de matrimonio, pero le dije que no necesitaba sacrificar corderos para saber que estaba casado.
–No he tenido ocasión de felicitaros por vuestra boda -dije con formalidad-, así que permitidme que lo haga ahora. Es una muchacha muy bella.
–Sí -dijo complacido, pero enseguida se sonrojó-. Pero no es más que una niña.
–Según Culhwch, hay que tomarlas cuando son jóvenes, señor -comenté con ligereza.
Arturo pasó por alto el trivial comentario.
–Yo no quería casarme -dijo en voz baja. No respondí. No me miraba sino que tenía la vista perdida en los campos en barbecho-. Pero el hombre debe estar casado -aseveró con firmeza, como para convencerse a sí mismo.
–Ciertamente -asentí.
–A Oengus le entusiasmó. Cuando llegue la primavera, Derfel, vendrá con todo su ejército. Los Escudos Negros son buenos guerreros.
–No los hay mejores, señor -dije, pero en mi fuero interno pensé que Oengus habría acudido con sus guerreros tanto si Arturo se casaba con Argante como si no. Lo que Oengus quería en realidad era la alianza de Arturo contra Cuneglas de Powys, en cuyas tierras hacían incursiones sus lanceros continuamente, pero sin duda el astuto rey irlandés habría insinuado a Arturo que el matrimonio sería la garantía del apoyo de sus Escudos Negros en la campaña de primavera. El matrimonio se había acordado precipitadamente, a todas luces, y también a todas luces, Arturo lo lamentaba, en ese momento.
–Quiere tener hijos, como es lógico -dijo Arturo, pensando todavía en los horrendos ritos que habían manchado de sangre el atrio de Lindinis.
–¿Vos no, señor?
–Todavía no -replicó secamente-. Creo que prefiero esperar a que concluya el asunto de los sajones.
–Ahora que lo decís, os traigo una petición de la dama Ginebra. – Arturo volvió a clavarme una mirada cortante pero no dijo nada-. Ginebra teme -proseguí- encontrarse en una posición vulnerable si los sajones atacan por el sur. Os ruega que la cambiéis de prisión, que la trasladéis a un lugar más seguro.
Arturo se inclinó hacia adelante y acarició las orejas a su montura. Esperaba que el nombre de Ginebra despertara su cólera, pero no fue así.
–Los sajones podrían atacar por el sur -dijo con suavidad-, y así lo espero, en realidad, pues de ese modo dividirán sus fuerzas en dos y podremos acabar con ellos de uno en uno. Pero el peligro mayor, Derfel, sería si se unieran en un solo ataque por el Támesis, y mi deber es pensar en el peligro mayor, no en el menor.
–Pero, de todos modos -insistí- ¿no sería prudente llevarse del sur de Dumnonia cuanto sea de valor?
Se volvió a mirarme con una expresión burlona, como si me despreciara por mostrar simpatía hacia Ginebra.
–¿Acaso es valiosa ella, Derfel? – preguntó. No respondí. Arturo me dio la espalda y se quedó mirando los campos claros donde los zorzales y los grajos buscaban gusanos entre los surcos-. ¿Debería matarla? – me preguntó súbitamente.
–¿Matar a Ginebra? – repliqué perplejo, y entonces me di cuenta de que Argante debía de ser la inspiradora de tales palabras. Seguramente estaría resentida porque Ginebra viviera después de cometer la misma falta por la que su hermana había perdido la vida-. Esa decisión, señor, no me corresponde tomarla a mí, pero si la muerte fuese el justo castigo, ¿no debería haberlo recibido hace meses y no ahora?
Mis palabras le hicieron sonreír.
–¿Qué le harían los sajones? – preguntó.
–Cree que la violarían, pero sospecho que la pondrían en un trono.
Miró el paisaje con el ceño fruncido. Sabía que me refería al trono de Lancelot, y estaba imaginándose la embarazosa situación en que quedaría su enemigo mortal ocupando el trono de Dumnonia con Ginebra a su lado, sujetos ambos al poder de Cerdic. Era un pensamiento insoportable-. Si estuviera en peligro de que la capturasen -dijo con voz ronca-, mátala.
Apenas podía creer lo que acababa de oír. Me quedé mirándolo, pero él no quería mirarme a los ojos.
–¿No sería mucho más fácil llevarla a otra parte? – dije-. ¿Por qué no trasladarla a Glevum?
–Ya tengo suficientes preocupaciones -dijo, cortante- como para perder el tiempo pensando en la seguridad de los traidores. – Por unos segundos, lo vi más furioso que nunca, pero enseguida sacudió la cabeza y suspiró-. ¿Sabes a quién envidio? – me preguntó.
–Decidme, señor.
–A Tewdric.
–¡A Tewdric! – exclamé con una carcajada-. ¿Queréis ser un monje estreñido?
–Es feliz -replicó Arturo con firmeza-, ha encontrado la vida que siempre había deseado. No quiero la tonsura ni me interesa su dios, pero le envidio de todos modos. – Esbozó una sonrisa-. Me agoto preparando una guerra en cuya victoria sólo yo creo, y no quiero nada de ella. ¡Nada! Mordred tendría que ser rey, juramos convertirlo en rey, y si vencemos a los sajones, Derfel, dejaré que reine. – Hablaba en tono desafiante, pero no le creí-. Lo único que he deseado en mi vida -prosiguió- es una casa, un poco de tierra, algo de ganado, recoger la cosecha, leña para quemar, una fragua para trabajar el hierro y un río donde beber. ¿Te parece mucho? – Pocas veces se permitía tales demostraciones de victimismo y me limité a dejar que se explayase. Me había contado en otras ocasiones ese sueño de una casa bien protegida por una empalizada, aislada del mundo por profundos bosques y con vastos campos habitados por su propia gente, pero en ese momento, cuando Cerdic y Aelle reunían lanzas, debió de comprender que era un sueño imposible-. No puedo mantener Dumnonia eternamente -dijo-, y cuando venzamos a los sajones tal vez sea la hora de pasar las riendas de Mordred a otros hombres. En cuanto a mí, seguiré a Tewdric hacia la felicidad. – Recogió las riendas de su yegua-. Ahora no puedo pensar en Ginebra, pero si está en peligro arréglatelas tú con ella. – Y con tan seca orden, hincó espuelas y se alejó.
Me quedé donde estaba, consternado, pero si hubiera pensado más allá del horror que me producía la orden, habría adivinado sin duda las verdaderas intenciones de Arturo. Sabía que yo no mataría a Ginebra, y por tanto sabía que estaría a salvo, pero dándome tan cruda orden no se veía obligado a delatar afecto por ella. Odi et amo, excrucior.
Aquella mañana no cobramos pieza alguna.
Después, Arturo confirmó que el rey Meurig de Gwent no participaría en la guerra. Tal noticia, aunque ya era esperada, fue recibida con gruñidos de odio, pero Arturo los acalló. Dijo que Meurig estaba convencido de que Gwent no tenía parte en el conflicto, aunque hubo de dar licencia a su pesar para que Cuneglas llevara a su ejército desde Powys hacia el sur por su territorio y para que Oengus cruzara el reino con sus Escudos Negros. Sin embargo, evitó toda referencia a la ambición de Meurig de hacerse con el trono de Dumnonia, consciente, tal vez, de que tal declaración nos indispondría más aún con el rey de Gwent y porque aún conservaba la esperanza de que Meurig cambiara de opinión, y por tanto prefería no alimentar nuestro odio hacia Meurig. Arturo dijo que las fuerzas de Powys y Demetia convergerían en Corinium, pues Arturo establecería la base en dicha ciudad amurallada y en ella concentraría nuestros suministros-. Mañana empezaremos a aprovisionar Corinium -añadió-, quiero atiborrarlo de víveres, allí libraremos la batalla. – Hizo una pausa-. Una gran batalla entre todas sus fuerzas y todos los hombres que seamos capaces de reunir.
–¿Un sitio? – preguntó Culhwch sorprendido.
–No -dijo Arturo. Y expuso que pretendía utilizar Corinium como señuelo. Los sajones se enterarían enseguida de que la ciudad era un almacén de carne en salazón, pescado seco y grano y, como cualquier horda en pie de guerra, andarían escasos de víveres y se dirigirían a Corinium cual zorra al gallinero y allí pensaba destruirlos-. Pondrán sitio a la ciudad -dijo-, y Morfans la defenderá. – Morfans, que sabía de antemano el puesto que le había sido asignado, asintió-. Pero los demás -prosiguió Arturo- ocuparán las colinas del norte de la ciudad. Cerdic sabrá que tendrá que destruirnos y romperá el sitio para atacarnos. Entonces libraremos la batalla en el campo que escojamos nosotros.
Todo el plan dependía de que ambos ejércitos de sajones avanzaran por el valle Támesis arriba, y todo parecía indicar que, ciertamente, eso se proponían. Estaban aprovisionando Londres y Pontes y no se percibían preparativos en la frontera sur. Culhwch, que guardaba la frontera sur, se había internado mucho en Lloegyr durante sus correrías e informó de la ausencia de concentraciones de lanceros u otras señales de que Cerdic almacenara grano y carne en Venta o en cualquier otra ciudad fronteriza. Arturo dijo que todo parecía indicar un solo asalto brutal y en masa por el Támesis, apuntando hacia las costas del mar Severn, con una batalla decisiva en algún punto en torno a Corinium. Los hombres de Sagramor ya habían preparado grandes almenaras en las cimas de los montes a ambos lados de la vega del Támesis, y también se habían levantado otras en las colinas que se adentraban en el sur y el oeste de Dumnonia; cuando avistáramos el humo de dichos fuegos, teníamos que partir cada cual a su puesto.
–Pero no será hasta después de Baltain -dijo Arturo. Tenía espías en las fortalezas de Aelle y de Cerdic, y todos informaban de que los sajones esperarían hasta después de la fiesta de su diosa Eostre, que se celebraba una semana más tarde que la de Beltain. Los sajones deseaban recibir la bendición de la diosa, dijo Arturo, y también querían dar tiempo a los nuevos barcos para que cruzaran el mar con sus naves repletas de luchadores hambrientos.
Pero después de la fiesta de Eostre, añadió, los sajones avanzarían y les permitiría adentrarse en Dumnonia sin presentar batalla, aunque planeaba hostigarlos a lo largo de todo el camino. Sagramor, con sus aguerridos lanceros, se retiraría frente a la horda sajona ofreciendo toda la resistencia posible sin formar barrera de escudos, mientras Arturo reunía al ejército de aliados en Corinium.
Culhwch y yo recibimos órdenes diferentes. Teníamos la misión de defender los montes del sur del valle del Támesis. No podíamos esperar una victoria contra ninguna oleada de sajones que llegara por esos montes, pero Arturo pensaba que en realidad no atacarían por allí. Los sajones, repitió una y otra vez, marcharían hacia el oeste, siempre hacia el oeste por el Támesis, aunque era posible que algunas bandas hicieran incursiones por los montes del sur en busca de grano y ganado. Nuestra misión consistiría en detener a esas bandas y obligar a los saqueadores a replegarse hacia el norte, pues así llegarían a la frontera con Gwent y tal vez Meurig se viera obligado a declararles la guerra. La idea no expresada que inspiraba esa esperanza, pero que todos los presentes en el ahumado salón comprendimos, era que sin los bien ejercitados lanceros de Gwent la gran batalla en las cercanías de Corinium sería realmente desesperada.
–Así es que luchad con ánimo -nos dijo Arturo a Culhwch y a mí-, matad a los saqueadores, asustadlos, pero en cuanto estén a un día de marcha de Corinium, dejadlos y venid a reuniros conmigo. – Arturo necesitaría hasta la última lanza disponible para disputar la terrible batalla fuera de Corinium, pero estaba seguro de que la ganaríamos si nuestras fuerzas se mantenían en terreno elevado.
Era un buen plan, en cierto modo. Los sajones picarían el anzuelo y se adentrarían en Dumnonia, donde se verían obligados a presentar batalla desde el pie de un monte escarpado, pero el plan dependía de que el enemigo actuara exactamente como Arturo preveía; pensé que Cerdic no era de los que se prestan a complacer al prójimo. Sin embargo, Arturo confiaba en que todo saliera según lo previsto y eso me confortaba, al menos.
Volvimos todos a casa. Me labré cierta impopularidad registrando todos los hogares de mi tierras y confiscando grano, carne en salazón y pescado seco. Dejamos víveres suficientes para que el pueblo sobreviviera y enviamos lo demás a Corinium, a engrosar las despensas de las tropas de Arturo. Fue un asunto desagradable, pues los campesinos temen el hambre casi tanto como las lanzas enemigas, y tuvimos que buscar las despensas escondidas y soportar los gritos de las mujeres que nos acusaban de tiranía. Yo les decía que era mejor dejarse requisar por nosotros que no ser saqueados por los sajones.
También nos preparamos para la batalla. Saqué los avíos de guerra y mis esclavos engrasaron el peto de cuero, pulieron la cota de mallas, cepillaron la cola de lobo del yelmo y repasaron la pintura de la estrella blanca de mi pesado escudo. El año nuevo llegó con el canto del primer mirlo. Los tordos mayores lanzaban su llamada desde las ramas altas de los alerces que crecían tras el cerro de Dun Carie, y pagamos a los niños de la aldea para que corrieran con cazuelas por los huertos espantando a los pardillos, que se comían todo apunte de fruto que encontraban. Los gorriones criaban y en el río refulgían los salmones que regresaban. Las bandadas de lavanderas blancas y negras llenaban las noches de ruido y, al cabo de pocas semanas, floreció el avellano, salieron violetas de can en los bosques y brotaron yemas de pinceladas doradas en los sauces cabrunos. Las liebres bailoteaban en los prados donde jugaban los corderos. En marzo hubo una invasión de sapos y temí lo que pudieran presagiar, pero no estaba Merlín para consultarle, pues Nimue y él habían desaparecido y todo hacía pensar que tendríamos que ir a la guerra sin su ayuda. Las alondras cantaban y las urracas ladronas buscaban huevos recién puestos entre los setos, que aún no se habían cubierto de follaje protector.
Por fin brotaron las hojas y con ellas llegaron noticias de los primeros guerreros que avanzaban desde Powys por el sur. No eran muchos, pues Cuneglas no quería mermar la provisión de víveres de Corinium, pero su llegada era la promesa del nutrido ejército que Cuneglas conduciría al sur después de Beltain. Nacieron las terneras, se batió la mantequilla y Ceinwyn se ocupó de limpiar y airear la fortaleza después del largo y ahumado invierno.
Fueron unos extraños días agridulces, pues la guerra se cernía sobre nosotros en una primavera súbitamente gloriosa de cielos inundados de sol y campos cubiertos de flores. Los cristianos predican sobre «los últimos días» refiriéndose a la época que preceda el fin del mundo, y tal vez los pueblos se sientan en esa época como nos sentíamos nosotros aquella primavera dulce y esplendorosa. La vida cotidiana parecía irreal y hasta las más humildes tareas adquirían una relevancia especial. Tal vez fuera la última vez que quemábamos la paja del invierno de los colchones, la última vez que ayudáramos a una vaca a traer a su cría al mundo, envuelta en sangre. Todo parecía importante porque todo estaba bajo amenaza.
También sabíamos que la próxima fiesta de Beltain podía ser la postrera celebrada en familia, de modo que procuramos hacerla inolvidable. En Beltain conmemorábamos la llegada del año nuevo, y durante la víspera de la fiesta dejábamos morir todas las hogueras de Dun Carie. Los fogones de la cocina, que habían ardido durante el invierno, quedaron desatendidos el día entero y por la noche no eran sino un rescoldo. Lo sacamos con rastrillos, limpiamos el lar y preparamos un fuego nuevo, mientras que en un cerro al este de la aldea amontonamos dos grandes pilas de leña, una alrededor del árbol sagrado que Pyrlig, nuestro bardo, había seleccionado, un avellano joven que habíamos cortado y transportado con gran ceremonia por el medio de la aldea, hasta el otro lado del río y después a lo alto del cerro. Del árbol colgaban jirones de tela, y todas las casas, como la fortaleza misma, se habían engalanado con las ramas nuevas del avellano joven.
Aquella noche los fuegos se apagaron por toda la extensión de Britania. En la noche de Beltain manda la oscuridad. Preparamos el banquete en nuestro salón de festejos, pero no había fuego para cocinar ni luces para alumbrar las altas vigas. En ninguna parte había luz excepto en las ciudades cristianas, donde los cristianos hacían hogueras enormes para desafiar a los dioses, pero en el campo reinaba la oscuridad. Durante el crepúsculo subimos al cerro en nutrido grupo de aldeanos y lanceros, arreando vacas y ovejas hasta los apriscos de zarzo. Los niños jugaban, pero cuando la noche se cerró los más pequeños cayeron dormidos y sus cuerpecillos quedaron tendidos en la hierba mientras los demás nos reuníamos en torno a las hogueras apagadas a cantar el Lamento de Annwn.
Después, cuando más negra era la noche, encendimos el fuego del año nuevo. Pyrlig prendió un llama frotando dos palos mientras que Issa echaba serraduras de astillas de alerce a las chispas, que soltaban un débil hilillo de humo. Los dos hombres se agacharon sobre la llama diminuta, soplaron, añadieron más astillas y, por fin, una llama fuerte brotó y todos entonamos el canto de Beleños, mientras Pyrlig llevaba el fuego nuevo a las dos pilas de leña. Los niños que dormían despertaron y corrieron a buscar a sus padres mientras las hogueras de Beltain prendían con llamas altas y brillantes.
Sacrificamos una cabra, una vez encendidas las hogueras. Ceinwyn, como siempre, se dio la vuelta para no ver cómo cortaban el pescuezo al animal y cómo Pyrlig salpicaba la hierba de sangre. Después el bardo arrojó el cadáver a la hoguera en la que ardía el avellano sagrado y los aldeanos llevaron sus vacas y ovejas y las hicieron pasar entre las dos grandes hogueras. Pusimos grandes collares de paja a las vacas y luego vimos el baile de las mujeres jóvenes entre las dos hogueras, con el que pedían a los dioses bendiciones para sus vientres. Habían bailado entre el fuego en la fiesta de Imbolc y siempre volvían a hacerlo en Beltain. Por primera vez, Morwenna tenía la edad de bailar entre las hogueras, y sentí una gran tristeza al verla saltando y brincando. Parecía feliz, pensaba en el matrimonio y soñaba con tener hijos, y sin embargo, al cabo de unas pocas semanas, tal vez estuviera muerta o cautiva. Ese pensamiento me colmó de rabia y me alejé de las hogueras, y entonces me sorprendió descubrir las llamas luminosas de otras hogueras de Beltain ardiendo en la distancia. En toda Dumnonia danzaban las llamas saludando al año nuevo.
Mis lanceros habían acarreado dos enormes marmitas de hierro hasta la cima, las llenamos de leños ardientes y las llevamos corriendo colina abajo. Al llegar a la aldea distribuimos el fuego nuevo, cada cabaña tomaba una llama de las marmitas y la acercaba a la leña, ya preparada en el hogar. La fortaleza fue el último lugar, y allá llevamos el fuego nuevo hasta las cocinas. Ya casi había amanecido cuando los aldeanos se apiñaron dentro de la empalizada para recibir al sol naciente. En el momento en que el primer rayo de luz despuntó por el horizonte de levante, entonamos el canto del nacimiento de Lugh, un himno gozoso de júbilo para bailar. Saludamos al sol naciente mirando hacia el este, y sobre el horizonte vimos el rastro oscuro del humo de Beltain elevándose hacia el cielo, que clareaba por momentos.
Comenzaron a cocinar tan pronto el fuego de los hogares se calentó. Quería celebrar una gran fiesta en la aldea pensando en que tal vez fuera el último día de alegría durante mucho tiempo. La gente del pueblo comía carne muy raramente, pero para aquel Beltain dispuse cinco venados, dos jabalíes, tres cerdos y seis ovejas para asar; teníamos muchos barriles de hidromiel nuevo y diez cestas de pan cocido en los fuegos de la estación vieja. Había queso, avellanas con miel y galletas de avena con la cruz de Beltain marcada al hierro en la corteza. Los sajones llegarían al cabo de una semana, de modo que la fiesta era el momento de ofrecer al pueblo una gran diversión que ayudara a sobrellevar los horrores venideros.
Los aldeanos organizaron juegos mientras la carne se asaba. Hubo carreras callejeras, sesiones de lucha y una competición de levantamiento de peso. Las muchachas se adornaron el cabello con flores y, mucho antes de que empezara el banquete, vi que las parejas empezaban a escabullirse. Comimos por la tarde y, mientras comíamos, los poetas recitaban, los bardos de la aldea cantaban y medían su éxito según la cantidad de aplausos que cada uno cosechaba. Di oro a todos los bardos y poetas, incluso a los peores, que abundaron. Casi todos los poetas eran jóvenes que recitaban, avergonzados, algunos versos torpes dedicados a sus novias, las cuales reaccionaban con muestras de timidez; entonces los aldeanos se reían, se mofaban y exigían a las doncellas que recompensaran al poeta con un beso, pero si el beso era demasiado breve, colocaban a la pareja frente a frente y les obligaban a besarse pródigamente. A medida que bebíamos, la calidad de la poesía mejoraba.
Yo bebí en exceso. Ciertamente, todos comimos de lo lindo y bebimos más aún. En cierto momento me retaron a un combate de lucha libre contra el campesino más rico y la gente me obligó a aceptar, de modo que, ya medio ebrio, agarré al campesino con las manos y él hizo otro tanto; y percibí su aliento impregnado de hidromiel, como él el mío, sin duda. Cargó él, después yo, pero ninguno logró mover al otro, así que nos quedamos inmóviles, con las cabezas unidas como ciervos en liza, y la gente se reía de nosotros. Al final lo vencí, pero sólo porque él había bebido más que yo. No obstante, seguí bebiendo, para olvidar el futuro, quizá.
Cuando cayó la noche estaba mareado. Fui a la plataforma de lucha que habíamos levantado en la muralla oriental, me recosté en lo alto de la muralla y me quedé mirando el oscuro horizonte. Dos delgadas columnas de humo se elevaban desde la cima donde habíamos encendido las hogueras la noche anterior, aunque a mi cabeza, efervescente de vapores de hidromiel, le parecieron por lo menos doce. Ceinwyn subió a la plataforma y se rió de mi desvaído semblante.
–Estás borracho -dijo.
–Pues sí -dije.
–Dormirás como un tronco -prosiguió en tono de reproche-, y roncarás como un cerdo.
–Es Beltain -me excusé, y agité la mano hacia las lejanas columnas de humo.
Se inclinó sobre el parapeto, a mi lado. Se había trenzado flores de endrino en el dorado cabello y estaba tan bella como siempre.
–Tenemos que hablar de Gwydre con Arturo -dijo.
–¿Casar a Morwenna? – pregunté, e hice una pausa para organizar los pensamientos-. Arturo está poco sociable, últimamente -logré decir-, y a lo mejor ha pensado casar a Gwydre con otra muchacha.
–Es posible -replicó Ceinwyn con calma-; en tal caso, habrá que buscar otro para Morwenna.
–¿Como quién?
–En eso precisamente quiero que pienses cuando estés sobrio. A lo mejor, uno de los hijos de Culhwch. – Miró al pie del cerro de Dun Carie, hacia las sombras. Abajo había una maraña de arbustos y distinguió a una pareja retozando entre las hojas-. Es Morfudd -dijo.
–¿Quién?
–Morfudd -repitió Ceinwyn-, la muchacha vaquera. Otra criatura en camino, supongo. Verdaderamente, ya es hora de que se case. – Suspiró y se quedó contemplando el horizonte. Permaneció en silencio un largo rato, y al final frunció el ceño-. ¿No te parece que este año se ven más hogueras que otros? – preguntó.
Con buena voluntad, eché un vistazo al horizonte, pero sinceramente, no distinguía unas columnas de otras.
–Es posible -respondí vagamente.
–A lo mejor no son hogueras de Beltain -comentó con el ceño todavía fruncido.
–¡Pues claro que sí! – afirme, con la seguridad inamovible de los borrachos.
–A lo mejor son almenaras -dijo ella.
Tardé unos segundos en comprender el sentido de sus palabras, y de pronto se me pasó la borrachera. Aún estaba mareado, pero no ebrio. Miré hacia el este. Un puñado de humaredas lanzaban humo hacia el cielo, pero dos de ellas eran mucho más gruesas que las demás, demasiado abundantes como para ser los restos de las hogueras de la noche anterior, que dejamos morir al alba.
Y de repente, con un vahído, supe que eran la señal convenida. Los sajones no habían esperado hasta después de su fiesta de Eostre sino que habían atacado en Beltain. Sabían que habíamos preparado las almenaras y también sabían que la víspera de Beltain siempre encendíamos hogueras en las cimas de Dumnonia; seguro que pensaron que no distinguiríamos las señales entre los fuegos de la celebración. Nos habían engañado. Mientras nos atiborrábamos en el banquete y bebíamos hasta quedarnos sin sentido, los sajones atacaban.
Dumnonia estaba en guerra.
Tenía yo a mi mando setenta aguerridos soldados, amén de ciento diez jóvenes que habían recibido instrucción durante el invierno. Esos ciento ochenta hombres constituían casi la tercera parte de los lanceros de Dumnonia, mas sólo sesenta estaban en condiciones de emprender la marcha al alba. Los demás continuaban ebrios o sufrían tamaña resaca que nada les importaban mis maldiciones y mis golpes. Issa y yo arrastramos a los más afectados hasta el agua helada, aunque de poco sirvió. Hube de resignarme a que fueran recuperándose con el paso de las horas. Un puñado de sajones sobrios habría podido arrasar Dun Carie aquella mañana.
Las almenaras seguían ardiendo, avisándonos de la proximidad del enemigo, y sentí remordimientos por haber fallado a Arturo de modo tan miserable. Más tarde supe que prácticamente todos los guerreros de Dumnonia se encontraba en condiciones parecidas aquella mañana, aunque los ciento veinte hombres de Sagramor se habían mantenido sobrios y se apresuraron a salir al paso a las tropas sajonas; los demás trastabillábamos, sufríamos náuseas, nos ahogábamos y bebíamos agua como perros.
A mediodía, casi todos mis hombres, que no todos, estaban en pie y sólo unos pocos podían emprender la larga marcha. Mi armadura, mi escudo y las lanzas de guerra ya estaban cargados en un caballo percherón, mientras que diez mulas llevaban las cestas de víveres que Ceinwyn había preparado afanosamente a lo largo de la mañana. Hila esperaría en Dun Carie aguardando noticias de la victoria o, lo que era más probable, la llegada de un mensajero con la orden de huir.
Luego, poco después del mediodía, todo cambio.
Llegó un mensajero del sur en un caballo sudoroso, Ira el hijo mayor de Culhwch, Einion, que había cabalgado hasta casi caer muerto de agotamiento, con montura y todo, para avisarnos a tiempo. A punto es tuvo de desplomarse desde la silla.
–Señor -dijo sin resuello; tropezó, recuperó el equilibrio e hizo la inclinación de rigor. Aún pasó unos segundos sin hablar por falta de aire y, de pronto, las palabras empezaron a desbordársele en un agitado frenesí, pero estaba tan ansioso por comunicar el mensaje y había pensado tanto en la importancia del momento que apenas se le entendía, aunque llegué a comprender que venía del sur y que los sajones habían emprendido la marcha desde allí.
Lo acompañé a un banco del salón y le obligué a sentarse.
–Bienvenido a Dun Carie, Einion ap Culhwch -le dije con gran formalidad-, ahora, repítelo todo.
–Los sajones, señor, han asaltado Dunum.
Es decir, que Ginebra había acertado y el enemigo atacaba por el sur, procedente de las tierras de Cerdic, más allá de Venta, y ya se había internado en Dumnonia. Dunum, nuestra plaza fuerte de la costa, había caído el día anterior al amanecer. Culhwch había preferido abandonar la fortaleza a perder a sus cien hombres por puro avasallamiento y en esos momentos se retiraba delante del enemigo. Einion, un joven con la misma constitución fornida que su padre, me miró acongojado.
–Señor, sencillamente, son muchísimos.
Los sajones nos habían embaucado. Primero nos hicieron creer que no atacarían por el sur, y después iniciaron la campaña en nuestra noche de fiesta, cuando sabían que confundiríamos las distantes almenaras de alarma con las hogueras de Beltain, y en ese momento campaban a sus anchas por nuestro flanco sur. Supuse que Aelle estaría presionando ya por el Támesis mientras las tropas de Cerdic arrasaban la costa sin obstáculos. Einion no estaba seguro de que el propio Cerdic fuera a la cabeza del asalto por el sur, pues no había visto la enseña del rey sajón con la calavera de lobo pintada de rojo y con la piel humana ondeando al aire, pero había visto el pendón de Lancelot del águila pescadora con un pez entre las garras. Culhwch opinaba que Lancelot iba al frente de su tropa, engrosada con dos o tres centenares de sajones.
–¿Dónde estaban cuando partiste? – pregunté a Einion.
–Al sur de Sorviodunum todavía, señor.
–¿Y tu padre?
–En la ciudad, señor, pero no quería que lo atraparan allí.
Es decir, que Culhwch abandonaría la fortaleza de Sorviodunum en vez de encerrarse en ella.
–¿Quiere que me una a él? – pregunté.
Einion negó con la cabeza.
–Ha mandado mensajes a Durnovaria, señor, diciendo a la gente que se vaya al norte. Creo que vos deberíais protegerlos y llevarlos a Corinium.
–¿Quién está en Durnovaria? – pregunte.
–La princesa Argante, señor.
Maldije en voz baja. La joven esposa de Arturo no podía ser abandonada así y entonces comprendí lo que Culhwch insinuaba. Sabía que no se podía detener a Lancelot, de modo que quería que yo rescatase todo lo valioso que hubiera en el corazón de Dumnonia y me retirara hacia el norte, hacia Corinium, mientras él hacía todo lo posible por frenar el avance del enemigo. Era una estrategia provisional desesperada al fin de la cual habríamos dejado la mayor parte de Dumnonia en manos del enemigo, pero aún quedaba la posibilidad de reunirnos todos en Corinium y presentar batalla al lado de Arturo, aunque si rescataba a Argante tendría que abandonar los planes de Arturo de hostigar a los sajones en los montes del sur del Támesis. Era una lástima, pero la guerra raramente se desarrolla según las previsiones.
–¿Lo sabe Arturo? – pregunté a Einion.
–Mi hermano ha ido a verlo -me dijo, es decir, que Arturo aún no habría tenido noticia. El hermano de Einion no llegaría a Corinium, donde Arturo había pasado Beltain, hasta última hora de la tarde. Mientras tanto, Culhwch andaría perdido por el sur de la gran llanura y Lancelot podría continuar por la costa y apoderarse de Durnovaria, o bien virar hacia el norte y perseguir a Culhwch hacia Caer Cadarn y Dun Carie. Fuera como fuese, pensé, el paisaje que contemplaba herviría de lanceros sajones al cabo de tres o cuatro días.
Proporcioné a Einion un caballo de refresco y lo mandé hacia el norte a comunicar a Arturo que me encargaría de escoltar a Argante hasta Corinium, insinuándole además que enviara a unos cuantos jinetes a Aquae Sulis a nuestro encuentro para que la llevaran prestamente al norte. Luego envié a Issa con cincuenta de mis mejores hombres hacia Durnovaria, al sur. Les di orden de cabalgar raudos y ligeros de peso, sólo con las armas, y advertí a Issa que tal vez se encontraran con Argante y otros fugitivos de Durnovaria de camino al norte. En tal caso, le indiqué que los condujera a todos a Dun Carie.
–Con suerte -le dije- estarás de vuelta mañana al anochecer.
Ceinwyn hizo preparativos para marcharse. No sería la primera vez que se convertía en fugitiva de guerra, y sabía perfectamente que nuestras hijas y ella sólo podían llevarse lo que pudieran cargar. Todo lo demás tenía que ser abandonado, de modo que dos lanceros cavaron una fosa en la falda del cerro de Dun Carie y allí escondió Ceinwyn nuestro oro y nuestra plata, y después, los dos hombres llenaron el agujero y lo camuflaron con turba. Los aldeanos hacían lo mismo con sus cacharros de cocina, palas, piedras de amolar, ruceas, cedazos y todo lo que pesara en exceso para ser cargado o fuera de excesivo valor como para abandonarlo. Por toda Dumnonia se iban enterrando tesoros semejantes.
Poca cosa podía hacerse en Dun Carie, excepto esperar el regreso de Issa, de modo que me dirigí al sur, hacia Caer Cadarn y Lindinis. Teníamos una pequeña guarnición en Caer Cadarn, no por motivos militares sino porque en el cerro se encontraba nuestro palacio real y sólo por eso merecía un cuerpo de guardia. Tratábase de un destacamento de veinte hombres viejos, la mayoría mutilados, y de los veinte, sólo cinco o seis serían verdaderamente útiles en una barrera de escudos; sin embargo, los mandé a todos al norte de Dun Carie y yo me dirigí al oeste, en dirección a Lindinis.
Mordred había oído las graves noticias. Los rumores corren a velocidades insospechadas por el campo y, aunque ningún mensajero había llegado al palacio, adivinó mi misión. Me incliné ante él y le pedí cortésmente que se preparase para abandonar el palacio en el término de una hora.
–¡Ah, eso es imposible! – me dijo, delatando en su rostro redondo el placer que le producía el caos que amenazaba a Dumnonia. Siempre le deleitó la desgracia.
–¿Imposible, lord rey? – pregunté.
Con un gesto de la mano señaló la habitación, llena de mobiliario romano, astillado en su mayor parte, o sin las incrustaciones de tracería, pero aun así, lujoso y bonito.
–Tengo que recoger muchas cosas -dijo- y ver a muchas personas. Tal vez mañana.
–Dentro de una hora partís hacia Corinium, lord rey -insistí secamente.– Era importante que los sajones no encontraran a Mordred, razón por la cual había acudido yo personalmente, en vez de cabalgar hacia el sur en busca de Argante. Si Mordred se quedaba, Aelle y Cerdic lo utilizarían sin duda, y él lo sabía. Creí que seguiría discutiendo, pero me ordenó salir de la habitación y pidió a gritos a un esclavo que le preparase la armadura. Busqué a Lanval, el viejo lancero a quien Arturo había nombrado jefe de la guardia real.
–Llévate todos los caballos de los establos -le dije- y escolta a ese bellaco a Corinium. Entrégaselo a Arturo personalmente.
Mordred partió al cabo de una hora. El rey cabalgaba con armadura, bajo su enseña ondeante. A punto estuve de hacerle plegar el estandarte, pues la vista del dragón sólo provocaría más rumores en el país, pero tal vez no fuera tan mala idea que cundiera la alarma, pues la gente necesitaba tiempo para prepararse y esconder los objetos de valor. Los caballos del rey salieron por las puertas con ruido de cascos y tomaron dirección norte, yo volví al palacio donde el mayordomo, un lancero lisiado llamado Dyrrig, daba orden a los esclavos de recoger los tesoros del palacio. Candeleros, cazuelas y marmitas era sacados al jardín de atrás para ser escondidos en un pozo seco, mientras que las colchas, sábanas y demás ropa se amontonaban en carros y se llevaban a esconder en los bosques cercanos.
–Podemos dejar los muebles -me dijo Dyrrig con amargura-, que los sajones hagan con ellos lo que quieran.
Deambulé por las habitaciones del palacio imaginándome a los sajones entre las columnas en plena euforia, rompiendo las frágiles sillas y haciendo añicos los delicados mosaicos. Me pregunté quién ocuparía el palacio, Cerdic o Lancelot. Sería Lancelot, en cualquier caso, pues los sajones no apreciaban el gusto romano por el lujo. Dejaban pudrirse edificios como Lindinis mientras construían al lado sus fortalezas de madera y paja.
Demóreme un rato en la sala del trono y me la imaginé forrada de espejos, al gusto de Lancelot, que siempre se rodeaba de metales pulidos donde admirar su belleza constantemente. Aunque tal vez Cerdic destruyera el palacio a modo de símbolo de la desaparición del viejo mundo britano y el comienzo de una era nueva y bárbara, la de los sajones. Fue un momento de debilidad y melancolía que concluyó con la aparición de Dyrrig, el cual entró en la sala arrastrando la pierna coja.
–Pondré los muebles a buen recaudo, si lo deseáis -dijo de mal humor.
–No -contesté.
Dyrrig retiró una manta del lecho.
–Ese bellaco ha dejado aquí a tres muchachas, y una está encinta. Supongo que debo darles oro, ¿no? Él no lo haría. ¡Pardiez! ¿Qué es esto? – Se había detenido tras la silla labrada que hacía las veces de trono de Mordred y me acerqué a mirar: había un agujero en el suelo-. Ayer esto no estaba -insistió Dyrrig.
Me arrodillé a mirar; toda una fracción del suelo de mosaico estaba levantada. Era una parte del extremo de la sala donde unos racimos de uvas orlaban el motivo central, un dios reclinado y asistido por ninfas, un gran racimo de uvas era el que habían desprendido con cuidado del suelo. Las pequeñas piezas estaban pegadas a un retal de cuero recortado siguiendo el contorno del racimo, debajo del cual había anteriormente una estrecha capa de ladrillos romanos, ocultos en ese momento debajo del trono. Era un escondite hecho a propósito, comunicado con las salidas de la antigua cámara de calefacción que corría por debajo del suelo.
Al fondo de la cámara subterránea brillaba algo; me asomé por el agujero y manoteé entre la tierra y la suciedad hasta dar con dos pequeños botones dorados, un trozo de cuero y unas cagadas de ratón, que solté con una mueca de asco. Me limpie las manos y pase uno de los botones a Dyrrig. Examiné el otro, que tenía un rostro sanguinario con barba y casco. Estaba burdamente acuñado, pero la intensidad de la mirada era impresionante.
–Moneda sajona -dije.
–Y ésta también, señor -dijo Dyrrig, y vi que su botón era casi idéntico al mío. Volví a asomarme a la cámara de la calefacción pero no encontré más monedas ni botones. Evidentemente, Mordred había escondido allí una bolsa de oro, pero los ratones habían roído el cuero y, cuando se llevó el tesoro, se habían caído un par de monedas.
–¿Cómo es que Mordred tienen oro sajón? – pregunté.
–Decídmelo vos, señor -replicó Dyrrig, escupiendo al agujero.
Coloqué los ladrillos romanos con cuidado sobre los bajos arcos de piedra que sujetaban el suelo y los tapé con los azulejos pegados al cuero. Me imaginé la forma en que Mordred habría conseguido oro sajón y no me gustó. Mordred había estado presente cuando Arturo reveló los planes de la campaña contra los sajones y quizá por eso habían logrado tomarnos por sorpresa. Sabían que concentraríamos nuestras fuerzas en el Támesis, de modo que nos hicieron creer que nos atacarían por allí, mientras que Cerdic reunía sus fuerzas discretamente, poco a poco, en el sur. Mordred nos había traicionado. No tenía la certeza absoluta porque dos botones no constituían prueba, pero apuntaban a tan nefasta posibilidad. Mordred quería recuperar el poder y, aunque no lo obtuviera íntegramente por mediación de Cerdic, sin duda se vengaría de Arturo, tal como ansiaba.
–¿Cómo se las habrán arreglado los sajones para hablar con Mordred? – pregunté a Dyrrig.
–Fácilmente, señor; aquí llegan muchas visitas -replicó Dyrrig-. Mercaderes, bardos, juglares, muchachas.
–Tenía que haberle rajado la garganta -dije con amargura, y me guardé el botón.
–¿Y por qué no lo hicisteis?
–Porque es el nieto de Uther y Arturo no lo permitiría jamás. – Arturo había jurado proteger a Mordred, juramento que hipotecaba su vida entera. Por otra parte, Mordred era nuestro verdadero rey, por sus venas corría la sangre de todos nuestros reyes remontándose hasta el mismísimo Beli Mawr; aunque fuera un ser abyecto, su sangre era sagrada y por eso Arturo respetaba su vida-. La misión de Mordred -dije a Dyrrig- es contraer matrimonio y engendrar un heredero, pero tan pronto como nos dé un nuevo rey haría bien en ponerse un collar de hierro.
–No me extraña que no contraiga matrimonio -comento Dyrng-. ¿Y si no llega a casarse? ¿Y si no hubiera heredero?
–Buena pregunta, pero venzamos a los sajones antes de molestarnos en encontrar la respuesta.
Dejé a Dyrrig camuflando el pozo seco con arbustos. Podría haber partido sin demora hacia Dun Carie, pues ya había cumplido con los asuntos más urgentes del momento; Issa ya había acudido a escoltar a Argante a un lugar seguro, Mordred había partido hacia el norte pero aún me quedaba un pequeño asunto que atender, de modo que me dirigí hacia el norte por el camino de la Zanja que bordeaba los grandes marjales y lagos de los alrededores de Ynys Wydryn. Las currucas alborotaban entre los juncos mientras que los vencejos de afiladas alas se afanaban acarreando barro en el pico para construir nidos nuevos bajo nuestros aleros. Los cuclillos llamaban desde los sauces y los abedules que bordeaban los pantanos. El sol brillaba sobre Dumnonia, los robles se habían cubierto de nuevos brotes verdes y en los prados del este relucían las prímulas y las margaritas. No iba al galope, dejé que mi yegua se paseara hasta que, a pocos kilómetros al norte de Lindinis, viré hacia el oeste en dirección al puente de tierra que llevaba a Ynys Wydryn. Hasta el momento había servido a los intereses más importantes de Arturo ocupándome de la integridad de Argante y de la vigilancia de Mordred, pero en ese momento me arriesgaba a disgustarlo. O tal vez estuviera haciendo lo que siempre había deseado que hiciera.
Fui al santuario del Santo Espino, donde hallé a Morgana preparando la partida. Nada sabía a ciencia cierta, pero los rumores habían surtido efecto y comprendía que Ynys Wydryn estaba amenazada. Le conté las parcas nuevas y, tras escucharme, me miró fijamente con la máscara puesta.
–Entonces, ¿dónde está mi esposo? – me preguntó con estridencia.
–Lo ignoro, señora -dije. Por lo que yo sabía, Sansum seguía prisionero en casa del obispo Emrys, en Durnovaria.
–Lo ignoras -me espetó Morgana-, ¡y no te importa!
–En verdad, señora, no me importa -le dije-, pero supongo que huirá hacia el norte, como todo el mundo.
–Dile que hemos ido a Siluria. A Isca. – Naturalmente, Morgana estaba preparada para la emergencia. Había empaquetado los tesoros del santuario anticipándose a la invasión sajona, y tenía barqueros dispuestos para transportar los tesoros y a las mujeres cristianas por los lagos de Ynys Wydryn hacia la costa, donde aguardaban otras naves que las llevarían por el mar Severn hacia Siluria, al norte-. Y di a Arturo que ruego por él -añadió Morgana-, aunque no merece mis oraciones. Y dile que tengo a su ramera sana y salva.
–No, señora -dije, pues tal era el motivo de mi presencia en Ynys Wydryn. Aún hoy no sé por qué no dejé a Ginebra en manos de Morgana, aunque creo que me guiaron los dioses. O bien, en la tumultuosa confusión que se desencadenó al hacer trizas los sajones nuestros meticulosos planes, quise ofrecer a Ginebra un último regalo. Nunca habíamos sido amigos, pero en mi cabeza la asociaba a los buenos tiempos y, aunque fuera su insensatez la que atrajera el mal sobre nosotros, había visto envejecer a Arturo a raíz del eclipse de Ginebra. O tal vez supiera que en esos tiempos terribles necesitábamos a toda persona de probada fortaleza que pudiéramos reunir, y pocos espíritus había tan acerados como el de la princesa Ginebra de Henis-Wyren.
–¡Ella viene conmigo! – insistió Morgana.
–Tengo órdenes de Arturo -insistí a mi vez, y así zanjé la cuestión, aunque en realidad las órdenes de su hermano eran tremendas y ambiguas. Arturo me había dicho que si Ginebra estaba en peligro, fuera a buscarla o la matara, pero preferí ir a buscarla; sólo que en vez de enviarla a lugar seguro por el Severn, la acercaría aún más al peligro.
–Es como ver un rebaño de vacas amenazado por lobos -comentó Ginebra cuando llegué a su habitación. Estaba junto a la ventana, observando a las mujeres de Morgana que corrían de un lado a otro entre los edificios y los botes que aguardaban fuera de la empalizada occidental del santuario-. ¿Qué sucede, Derfel?
–Teníais razón, señora. Los sajones han atacado por el sur. – Preferí omitir que era Lancelot quien comandaba el asalto.
–¿Crees que llegarán aquí?
–Lo ignoro. Sólo sé que no podemos defender plaza alguna, excepto el lugar donde se encuentra Arturo, es decir, Corinium.
–Es decir -añadió con una sonrisa-, que todo es confusión. – Se rió, pues intuía una buena ocasión en la confusión. Estaba ataviada con las habituales ropas deslucidas, pero el sol entraba por la ventana abierta y ponía un aura dorada a su espléndida melena roja-. Entonces, ¿qué quiere hacer Arturo conmigo? – preguntó.
¿Matarla? No, me dije que en realidad nunca había deseado darle muerte. Lo que quería era algo que su espíritu orgulloso no le permitía aceptar.
–Sólo tengo orden de venir a buscaros, señora -respondí.
–¿Para ir adonde, Derfel?
–Podéis cruzar el Severn con Morgana, si lo deseáis -dije-, o venir conmigo. Llevo a la gente al norte, hacia Corinium, y yo diría que desde allí podríais trasladaros a Glevum, donde estaréis segura.
Se alejó de la ventana y se sentó en una silla junto al hogar vacío.
–La gente -dijo, repitiendo la palabra de mi frase-. ¿Qué gente, Derfel?
–Argante -dije sonrojado-, Ceinwyn, naturalmente.
–Me gustaría conocer a Argante -replicó con una carcajada-. ¿Crees que a ella le gustaría conocerme a mí?
–Lo dudo, señora.
–Yo también. Supongo que preferiría verme muerta. Es decir, que puedo ir contigo a Corinium o bien a Siluria con las vacas cristianas. Creo que ya he oído suficientes himnos cristianos en esta vida. Por otra parte, lo más interesante de la aventura se encuentra en Corinium, ¿no crees?
–Eso me temo, señora.
–¿Te temes? ¡Oh, Derfel, no temas! – Se rió con una alegría eufórica-. Todos olvidáis cuan poderoso es Arturo en la adversidad. Será un placer contemplarlo. ¿Cuándo te vas?
–Ahora -dije-, o tan pronto como estéis dispuesta.
–Estoy dispuesta -dijo alegremente-. Hace un año que estoy dispuesta para salir de aquí.
–¿Y vuestros criados?
–Siempre habrá otros -dijo livianamente-. ¿Nos vamos?
Sólo disponía de un caballo, de modo que por cortesía se lo cedí y salí del recinto caminando a su lado. Pocas veces he visto una expresión tan radiante como la de Ginebra aquel día. Llevaba meses encerrada entre los muros de Ynys Wydryn y de pronto hallábase a lomos de un caballo, al aire libre, entre abedules de tiernas hojas nuevas, bajo un cielo no circunscrito en la empalizada de Morgana. Subimos al puente de tierra de más allá del Tor y, una vez en terreno alto y desnudo, Ginebra prorrumpió en carcajadas y me miró con malicia.
–¿Qué me impediría huir al galope ahora mismo, Derfel?
–Nada, señora.
Gritó como una chiquilla, hincó los talones a la cansada yegua y volvió a hincárselos hasta ponerla al galope. El viento le agitaba los rojos rizos mientras galopaba, libre, por la pradera. Gritaba de pura alegría mientras describía un gran círculo a mi alrededor. Se le subían las faldas, pero no le importaba, siguió aguijoneando a la yegua y dando vueltas y vueltas hasta que la montura empezó a resoplar y ella a resollar. Sólo entonces se detuvo y desmontó.
–¡Me duele todo! – exclamó feliz.
–Cabalgáis bien, señora.
–Soñaba con volver a montar un caballo, con cazar de nuevo, con tantas cosas… -Se alisó las faldas y me miró contenta-. ¿Qué te ordenó exactamente Arturo que hicieras conmigo?
–No me dio órdenes específicas, señora -respondí vacilante.
–¿Que me mataras?
–¡No, señora! – exclamé como escandalizado. Llevaba a la yegua por las riendas y Ginebra caminaba a mi lado.
–Es evidente que no quiere que caiga en manos de Cerdic -dijo con contundencia-. ¡No sería más que un estorbo! Sospecho que acarició la idea de degollarme. Seguro que Argante lo desea. Yo también lo desearía si estuviera en su lugar. Estaba pensando en eso cuando daba vueltas en torno a ti. Supongamos, pensaba, que Derfel tuviera orden de matarme. ¿Por qué no salir al galope? Pero me dije que, seguramente, no me matarías aunque tuvieras orden de hacerlo. Si quisiera verme muerta habría enviado a Culhwch. – De pronto gruñó y dobló las rodillas para imitar la cojera de Culhwch-. Culhwch sí me habría cortado el cuello sin contemplaciones, no se lo pensaría dos veces. – Volvió a reírse, incontenible su júbilo recién estrenado-. De modo que Arturo no te dio órdenes específicas.
–No, señora.
–Es decir que, en realidad, la idea es tuya -añadió, señalando la campiña con un gesto.
–Sí, señora -confesé.
–Espero que Arturo lo juzgue la mejor elección, de otro modo, ¡ay de ti!
–Ya tengo de qué lamentarme ahora, señora -confesé-. Parece que nuestra vieja amistad ha muerto.
Debió de notar la tristeza de mi voz, pues de pronto me tomó del brazo.
–Pobre Derfel. Supongo que se siente avergonzado.
–Sí, señora -repuse, cohibido.
–Fui muy mala -prosiguió en tono compungido-. Pobre Arturo. Pero ¿sabes cómo podríamos recuperarlo a él y vuestra amistad?
–Me gustaría saberlo, señora.
Me soltó el brazo.
–Aplastando a los sajones hasta los huesos, Derfel; así se recuperaría Arturo. ¡La victoria! Da la victoria a Arturo y él nos devolverá su espíritu de antes.
–Los sajones, señora -le advertí- ya tienen media victoria en las manos. – Le conté cuanto sabía: que los sajones campaban por sus fueros en el este y el sur, que nuestras fuerzas se hallaban dispersas y que nuestra única esperanza estribaba en reunir todo el ejército antes de que los sajones llegaran a Corinium, donde la reducida banda de Arturo, compuesta por doscientos lanceros, aguardaba sin más refuerzos. Suponía que Sagramor estaría replegándose hacia Arturo, que Culhwch vendría desde el sur y que yo me dirigiría al norte tan pronto como Issa regresara con Argante. Cuneólas marcharía sin duda desde el norte y Oengus mac Airem avanzaría rápidamente desde el oeste no bien recibiera las nuevas, pero si los sajones llegaban antes a Corinium, ya no habría esperanza. Aunque ganáramos la carrera y llegáramos a tiempo a Corinium, las esperanzas seguían siendo escasas, pues sin los lanceros de Gwent la diferencia de fuerzas era tan aplastante que sólo un milagro nos salvaría.
–¡Tonterías! – exclamó Ginebra, una vez le hube expuesto la situación-. ¡Arturo ni siquiera ha empezado a luchar! Triunfaremos, Derfel, ¡la victoria es nuestra! – Y con tan categórica afirmación empezó a reírse; olvidó su intocable dignidad y comenzó a bailar a la vera del camino. Todo parecía condenado a perecer, pero Ginebra era libre de pronto, estaba llena de luz y jamás la encontré tan adorable como en aquel momento. Repentinamente, por primera vez desde que divisara las almenaras humeando en la oscuridad de Beltain, me iluminó un rayo de esperanza.
La esperanza se desvaneció enseguida, pues en Dun Carie no hallamos sino caos y misterio. Issa no había regresado y en la pequeña aldea del pie del cerro se hacinaban los refugiados que huían de los rumores, aunque en realidad ninguno había llegado a ver a los sajones. Los refugiados habían llegado con vacas, ovejas, cabras y cerdos, y todos habían convergido en Dun Carie, atraídos por el espejismo de protección que veían en mis lanceros. Por boca de mis criados y esclavos hice correr nuevos rumores de que Arturo se retiraría hacia el oeste del país, hacia la frontera con Kernow, y que yo había tomado la decisión de sacrificar las piaras y rebaños de los refugiados para alimentar a mis hombres. Tales rumores falsos bastaron para que muchas familias se pusieran en marcha hacia la distante frontera con Kernow. En los grandes páramos encontrarían seguridad, y, si marchaban hacia el oeste sus ganados no entorpecerían el paso por los caminos de Corinium. Si me hubiera limitado a ordenarles marchar hacia Kernow habrían recelado y se habrían quedado más tiempo para cerciorarse de mis intenciones.
A la caída de la noche, Issa no había regresado. No me preocupé mucho, todavía, pues Durnovaria se encontraba lejos y, a buen seguro, los caminos estarían atestados de refugiados. Servimos la comida en el salón de festejos y Pyrlig nos cantó la canción de la gran victoria de Uther contra los sajones en Caer Idern. Concluida la canción y recompensado el bardo con una moneda de oro, comenté que en una ocasión había oído la misma canción interpretada por Cynyr de Gwent, cosa que impresionó a Pyrlig.
–Cynyr fue el mejor de los bardos -comentó con nostalgia-, aunque algunos opinan que Amairgin de Gwynedd lo superaba. Ojalá hubiera escuchado a cualquiera de ellos.
–Mi hermano -terció Ceinwyn- dice que en Powys hay ahora un bardo aún mejor que ambos. Y muy joven, por cierto.
–¿Quién? – preguntó Pyrlig, barruntando la existencia de un rival no deseado.
–Se llama Taliesin -contestó Ceinwyn.
–¡Taliesin! – repitió Ginebra con deleite. El nombre significaba «frente brillante».
–No he oído hablar de él -replicó Pyrlig, muy tieso.
–Cuando hayamos vencido a los sajones -dije- pediremos a ese tal Taliesin que componga la canción de la victoria. Y a ti también, Pyrlig -me apresuré a añadir.
–Yo oí cantar a Amairgin en una ocasión -dijo Ginebra.
–¿Es cierto, señora? – inquirió Pyrlig, impresionado otra vez.
–Sólo era una niña -dijo-, pero recuerdo que emitía un sonido profundo y resonante que me asustó mucho. Abría los ojos desmesuradamente, tragaba aire y mugía como un toro.
–¡Ah! El estilo antiguo -comentó Pyrlig con desdén-. Actualmente, señora, buscamos la armonía de las palabras, más que el simple volumen del sonido.
–Pues deberíais buscar ambas cosas -le recriminó Ginebra-. No dudo que Taliesin sea un maestro del estilo antiguo y también muy ducho en la métrica, pero ¿cómo mantener encandilado al público con sólo un ritmo bien llevado? ¡Es necesario que se les hiele la sangre, que griten, que rían!
–Cualquiera es capaz de emitir ruido, señora -se defendió Pyrlig-, pero hace falta un artista habilidoso para imbuir las palabras de armonía.
–Entonces, no tardaremos en ver que los únicos capaces de entender los misterios de la armonía sean otros artistas habilidosos -argüyó Ginebra-, y así, os esforzaréis cada vez más por impresionar a vuestros compañeros poetas pero olvidaréis que nadie sino vosotros tendrá la menor idea de lo que hacéis. Los bardos cantándose unos a otros mientras que los demás nos preguntamos a qué viene tanto ruido. Vuestra tarea, Pyrlig, la de los bardos, consiste en mantener viva la historia de las gentes, a eso no podéis sustraeros.
–¡No pretenderéis que descendamos a la vulgaridad, señora! – replicó Pyrlig y, a modo de protesta, rasgueó las cuerdas de crin de caballo de su arpa.
–Pretendo que descendáis a la vulgaridad con el vulgo y ascendáis a la inteligencia con los inteligentes -dijo Ginebra-, y, os lo subrayo, ambas cosas a la vez, pero si sólo podéis ser letrado, negareis al pueblo su historia, y si sólo sabéis ser vulgares, ni los lores ni las damas os darán oro.
–A excepción de los lores vulgares -puntualizó Ceinwyn con astucia.
Clavóme Ginebra la mirada y supe que se disponía a insultarme más, reteniendo su impulso a tiempo estalló en una carcajada.
–Si tuviera oro, Pyrlig -dijo- te compensaría, pues cantas maravillosamente-, pero por desgracia no tengo.
–Vuestra alabanza es compensación suficiente, señora -replicó Pyrlig.
La presencia de Ginebra sobresaltó a mis hombres, que pasaron la velada acudiendo en pequeños grupos a contemplarla maravillados. Ella hacía caso omiso de las miradas. Ceinwyn la había recibido sin la menor muestra de asombro y Ginebra fue lo suficientemente lista como para mostrarse amable con mis hijas, de modo que Morwenna y Seren se quedaron dormidas en el suelo a su lado. Ellas, al igual que mis lanceros, se prendaron de la alta mujer pelirroja cuya fama era tan asombrosa como su aspecto. Y Ginebra, sencillamente, se sentía feliz de estar allí. No había mesas ni sillas en la casa, sólo esteras de junco en el suelo y alfombras de lana, pero ella se sentó junto al fuego dominando el salón sin esfuerzo. La fiereza de su mirada le confería un aire sobre-cogedor, la cascada de cabello rojo la hacía llamativa y el júbilo de verse libre resultaba contagioso.
–¿Cuánto tiempo estará libre? – me preguntó Ceinwyn más tarde, aquella misma noche. Habíamos cedido a Ginebra nuestra cámara y estábamos en el salón con nuestra gente.
–No lo sé.
–Entonces, ¿qué sabes?
–Vamos a esperar a que vuelva Issa y después partimos hacia el norte.
–¿A Corinium?
–Yo iré a Corinium, pero las familias y tú iréis a Glevum. Allí estarás cerca de la lucha y, si ocurre lo peor, huiréis a Gwent por el norte.
Al día siguiente, la tardanza de Issa empezó a inquietarme. Tenía la idea de que habíamos establecido con los sajones una carrera hasta Corinium, y cuanto más me retrasara, más fácil sería perderla. Si los sajones sorprendieran a nuestras bandas de guerra de una en una, Dumnonia caería como un árbol podrido, y la mía, una de las más fuertes del país, hallábase atascada en Dun Carie por la demora de Issa y Argante.
A mediodía, la perentoriedad de la situación aumentó, si cabe, a la vista de las primeras humaredas en el horizonte, por el este y por el sur. Nadie hizo comentario alguno sobre las altas y delgadas columnas de humo, pero todos sabíamos que era paja ardiendo. Los sajones destruían cuanto hallaban a su paso y ya estaban suficientemente cerca como para que avistáramos el humo.
Envié a un jinete hacia el sur en busca de Issa mientras los demás cubríamos los tres kilómetros de campos que nos separaban del camino de la Zanja, la gran vía romana por la que tenía que llegar Issa. Quería esperarle y luego continuar por el camino de la Zanja hacia Aquae Sulis, situada a cuarenta kilómetros en dirección norte, y luego a Corinium, a unos cuarenta y ocho kilómetros más allá, ochenta y ocho kilómetros de viaje en total. Tres días de arduo y prolongado esfuerzo.
Esperamos en un campo de toperas junto al camino. Tenía conmigo a un centenar de lanceros y, cuando menos, a otros tantos niños, mujeres, esclavos y servidores, amén de caballos, muías y perros, todos a la espera. Seren, Morwenna y otros niños recogieron prímulas en el bosque cercano mientras yo iba y venía por los adoquines rotos de la calzada. El tráfico de refugiados era incesante, pero nadie, ni siquiera los que venían de Durnovaria, tenía noticias de la princesa Argante. Un sacerdote dijo haber visto llegar a Issa y a sus hombres a la ciudad, pues se había fijado en la estrella de cinco puntas de algunos escudos, pero no sabía si aún estaban allí o si se habían marchado. Lo único que los refugiados sabían con certeza era que los sajones estaban cerca de Durnovaria, aunque nadie había visto a un solo lancero sajón. Sólo habían oído rumores, más insistentes a medida que pasaban las horas. Decían que Arturo había muerto o que había huido a Rheged y que Cerdic poseía caballos que echaban fuego por la boca y hachas mágicas que hendían el hierro como si de lino se tratara.
Ginebra pidió prestado el arco a uno de mis cazadores y disparaba flechas a un olmo seco de la margen del camino. Tenía buena puntería, clavaba una saeta tras otra en la madera podrida, pero cuando alabé su destreza sonrió desdeñosamente.
–He perdido práctica -dijo-, antes acertaba a un ciervo en movimiento a cien pasos, ahora dudo que lo rozara siquiera a cincuenta pasos, aunque estuviera quieto. – Desclavó las flechas del árbol-. Pero creo que alcanzaría a un sajón, si tuviera la oportunidad. – Devolvió el arco al cazador, el cual se retiró con una inclinación de cabeza-. Si los sajones están cerca de Durnovaria, ¿qué harán ahora? – me preguntó.
–Vendrán directos por esta vía -dije.
–¿No se adentrarán hacia el oeste?
–Están al corriente de nuestros planes -contesté con amargura, y le conté lo de los botones de oro con la efigie barbada que había encontrado en las habitaciones de Mordred-. Aelle marcha hacia Corinium mientras los demás arrasan por el sur. Y nosotros estamos aquí detenidos por causa de Argante.
–Pues que se pudra -replicó Ginebra fieramente, y después se encogió de hombros-. Ya sé que no puedes permitirlo. ¿La ama?
–No tengo forma de saberlo, señora.
–De sobra lo sabes -replicó Ginebra secamente-. A Arturo le encanta fingir que sólo le guía la razón, pero ansia ser gobernado por la pasión. Pondría el mundo patas arriba por amor.
–Últimamente no lo ha puesto patas arriba.
–Pero por mí lo hizo -dijo en voz baja, no sin una nota de orgullo-. De modo que, ¿adonde vas?
Me había acercado a mi caballo, que triscaba entre las toperas.
–Voy hacia el sur -dije.
–Si lo haces -dijo Ginebra- nos arriesgamos a perderte a ti también.
Tenía razón y yo lo sabía, pero la inquietud me reconcomía. ¿Por qué Issa no había enviado un mensaje? Se había llevado a cincuenta de mis mejores lanceros y se habían perdido. Maldije el día malgastado, sacudí un sopapo a un crío inofensivo que corría de un lado a otro jugando a lanceros y di una patada a una mata de cardos.
–Podríamos ponernos en marcha hacia el norte -propuso Ceinwyn con calma, refiriéndose a las mujeres y a los niños.
–No -dije-, tenemos que mantenernos juntos. – Miré hacia el sur, pero nada descubrí sino tristes refugiados que se dirigían al norte. La mayoría eran familias con una sola vaca y algún que otro ternero, aunque la mayoría habían nacido hacía tan poco tiempo que no podían caminar. Los terneros abandonados en el camino llamaban lastimeramente a su madre. También había mercaderes entre los refugiados que querían salvar sus mercancías. Uno llevaba una carreta de bueyes cargada de cestos con tierra de batán, otro transportaba pellejos, otro cacharros de barro. Nos miraban al pasar y nos acusaban de no haber detenido a los sajones a tiempo.
Seren y Morwenna, cansadas de su intento de despojar el bosque de prímulas, habían encontrado una madriguera de lebratones debajo de unos helechos y unas matas de madreselva, en el lindero del bosque. Emocionadas, llamaron a Ginebra para que fuera a verlos y acariciaron entre jubilosos sobresaltos los cuerpecillos peludos y temblorosos. Ceinwyn las miraba.
–Ha conquistado a las niñas -me dijo.
–Y también a mis lanceros -añadí, pues era cierto. Hacía tan sólo unos meses, mis lanceros la maldecían por ramera, pero en ese momento la miraban con adoración. Se había propuesto conquistarlos con su encanto, y cuando lucía su encanto llegaba a marear-. Después de esto, a Arturo le costará un gran esfuerzo volver a encerrarla entre cuatro paredes -dije.
–Tal vez por eso quería darle la libertad -indicó Ceinwyn-. Lo cierto es que no deseaba matarla.
–Pero Argante sí.
–No lo dudo -dijo Ceinwyn, y se quedó mirando hacia el sur conmigo. Aún no había rastro de lanceros en la larga y recta calzada.
Por fin, al anochecer, llegó Issa, con sus cincuenta lanceros, los treinta guardianes del palacio de Durnovaria, los doce Escudos Negros de la guardia personal de Argante y arrastrando al menos doscientos refugiados. Y lo peor de todo, traía seis carretas de bueyes, las causantes del retraso. La máxima velocidad que puede alcanzar una carreta de bueyes muy cargada no supera el paso de un hombre anciano, e Issa había acompañado los vehículos a paso de caracol todo el camino.
–Pero ¿en qué estabas pensando? – le grité-. ¡No hay tiempo para cargar con carretas!
–Lo sé, señor -respondió cabizbajo.
–¿Te has vuelto loco? – Estaba furioso. Había salido a su encuentro al galope e hice girar a la yegua en el lindero-. ¡Has perdido muchas horas! – grité de nuevo.
–¡No he tenido más remedio! – arguyo.
–¡Tienes una espada! – me burlé-. Eso te da derecho a escoger lo que quieras.
Se limitó a encogerse de hombros señalando a la princesa Argante, que iba en la primera carreta. Los cuatro bueyes que tiraban de ella, con los flancos ensangrentados por las aguijadas de todo el día, se detuvieron en el camino con la cabeza baja.
–¡Esas carretas se quedan aquí! – grité a la princesa-. Nos vamos andando o a caballo.
–¡No! – se obcecó Argante.
Desmonté y recorrí la hilera de carretas. En una sólo había las estatuas romanas que adornaban el patio del palacio de Durnovaria, otra estaba repleta de ropas y trajes y en la tercera no cabía una cazuela, candelero ni palmatoria de bronce más-. Apartadlas del camino -vociferé furiosamente.
–¡No! – Argante había bajado de su alto escaño y corría hacia mí-. Arturo me ha ordenado que lo lleve.
–Señora -contesté, sofocando la cólera-, ¡Arturo no necesita estatuas!
–Vienen con nosotros -replicó Argante a gritos-, de lo contrario, me quedo aquí.
–Pues quedaos, señora -contesté furibundo-. ¡Fuera del camino! – grité a los carreteros-. ¡Movedlas! ¡Apartadlas del camino ahora mismo! – Desenvainé a Hywelbane y golpeé con la hoja al buey más cercano para llevar a la bestia hacia la cuneta.
–¡No os mováis! – gritó Argante a los carreteros. Tiraba del cuerno a una bestia empujándola hacia el camino de nuevo-. No pienso dejar esto al enemigo -me dijo a gritos.
Ginebra observaba la escena desde un lado del camino con una expresión jocosa en la cara y no era de extrañar, pues Argante se comportaba como una criatura caprichosa. Fergal, el druida de Argante, acudió presuroso a ayudarla alegando que todas sus ollas mágicas y sus ingredientes iban en una de las carretas.
–Y también el tesoro -añadió como si se le hubiera pasado por alto.
–¿Qué tesoro? – pregunté.
–El tesoro de Arturo -contestó Argante con sarcasmo, como si al revelar la existencia del oro hubiera ganado la discusión-. Quiere tenerlo en Corinium. – Se acercó a la segunda carreta, levantó algunas prendas pesadas y tocó un cofre de madera oculto debajo-. ¡El oro de Dumnonia! ¿Acaso se lo darás a los sajones?
–Antes que vuestra vida o la mía, señora -dije, dejé caer a Hywelbane por el filo cortando así las correas de los bueyes. Argante me gritó, juró que me haría castigar y que estaba robando sus tesoros, pero, sencillamente, corté las correas de la siguiente carreta y ordené a los carreteros, de muy mal humor, que soltaran a los animales-. Escuchad, señora, tenemos que marchar de aquí más rápido de lo que nos permitirían los bueyes. – Señalé hacia las distantes columnas de humo-. ¡Ahí tenéis a los sajones! Llegarán dentro de pocas horas.
–¡No podemos dejar las carretas! – gritó. Tenía lágrimas en los ojos. Aunque fuera hija de un rey, se había criado con tan escasas posesiones que en ese momento, casada con el gobernador de Dumnonia, era rica y no podía desprenderse de sus riquezas recién adquiridas-. ¡No soltéis las riendas! – ordenó a los carreteros y ellos, confundidos, no supieron qué hacer. Corté otra correa de cuero y Argante la emprendió a puñetazos conmigo jurando que era enemigo suyo y un ladrón.
La aparté suavemente, pero ella insistía y no me atreví a emplear la fuerza. Me maldecía y me golpeaba con sus frágiles puños en plena pataleta. Traté de quitármela de encima nuevamente, pero me escupió, me golpeó otra vez y ordenó a la guardia de Escudos Negros que acudieran en su ayuda.
Los doce hombres vacilaron, pero eran guerreros de su padre y habían jurado servirla, de modo que se acercaron a mí con las lanzas en ristre. Mis hombres se movilizaron inmediatamente y acudieron a defenderme. Los Escudos Negros eran muy pocos, pero no se arredraron y su druida empezó a brincar delante de ellos moviendo la barba entrelazada con pelo de zorro, haciendo tintinear los huesecillos ensartados en la maraña y diciéndoles que estaban bendecidos y que su espíritu alcanzaría una recompensa valiosa como el oro.
–¡Matadlo! – gritaba Argante a sus hombres-. ¡Matadlo ahora mismo!
–¡Basta! – irrumpió Ginebra con rotundidad. Se colocó en el centro del camino y miró imperiosamente a los Escudos Negros-. No seáis imprudentes, deponed las lanzas. Si queréis morir, llevaos a unos cuantos sajones por delante, no a los dumnonios-. Se dirigió a Argante-. Ven, pequeña -dijo y, acercándose a la niña, le limpió las lágrimas con una punta de su raído vestido-. Has hecho bien en tratar de salvar el tesoro -le dijo-, pero también Derfel tiene razón. Si no nos damos prisa, los sajones nos alcanzarán. – Se volvió hacia mí-. ¿No hay ninguna posibilidad de llevarnos el oro? – me preguntó.
–Ninguna -dije brevemente, pues no la había. Aunque hubiera uncido a unos cuantos lanceros a las carretas, habrían entorpecido la marcha.
–¡El oro es mío! – lloró Argante.
–Ahora pertenece a los sajones -dije, y ordené a Issa que apartara las carretas del camino y dejara libres a los bueyes.
Argante protestó por última vez, pero Ginebra la abrazó.
–No es propio de las princesas -le musitó al oído- mostrar su ira en público. Sé misteriosa, querida niña, nunca permitas que los hombres sepan lo que piensas. Tu poder está en las sombras, pero a la luz del sol los hombres siempre te vencerán.
Argante no tenía idea de quién sería aquella mujer alta y hermosa, pero se dejó consolar por ella mientras Issa y sus hombres arrastraban las carretas a la hierba de las márgenes. Dejé que las mujeres cogieran cuantos mantos y vestidos quisieran, pero abandonamos las ollas, los trípodes y los candeleros; Issa encontró una enseña guerrera de Arturo, una enorme pieza de lino blanco con un gran oso negro bordado en lana, la cual conservamos para evitar que cayera en manos sajonas, pero el oro no podíamos llevárnoslo. Acarreamos los cofres del tesoro hasta un desagüe inundado del campo más próximo y vertimos las monedas en el agua sucia con la esperanza de que los sajones no llegaran a descubrirlas.
Argante lloraba al vernos arrojar el oro a las negras aguas.
–¡El oro es mío! – protestó por última vez.
–Como fue mío en otro tiempo, pequeña -le dijo Ginebra con calma-, pero he sobrevivido a la pérdida, como sobrevivirás tú ahora.
Argante se separó bruscamente para mirar a la alta mujer.
–¿Tuyo? – preguntó.
–¿No te he dicho quién soy, pequeña? – preguntó Ginebra, con un sutil matiz de burla-, soy la princesa Ginebra.
Argante dio un grito y echó a correr carretera arriba, donde se habían reunido sus Escudos Negros. Yo solté un gruñido, envainé a Hywelbane y esperé a que terminaran de esconder el oro. Ginebra encontró uno de sus antiguos mantos, una casaca de lana ribeteada con piel de oso, y dejó la gastada prenda que llevaba en la prisión.
–Sí, su oro -me dijo con rabia.
–Al parecer, me he granjeado otro enemigo -dije, viendo a Argante enzarzada en una conversación con su druida; seguro que le instaba a que me lanzara una maldición inmediatamente.
–Si tenemos un enemigo en común, Derfel -me dijo Ginebra con una sonrisa-, por fin somos aliados. Me complace.
–Gracias, señora -respondí, y pensé que mis hijas y lanceros no eran los únicos que habían caído bajo el hechizo de Ginebra.
Los hombres terminaron de esconder el oro en la zanja, volvieron al camino y recogieron sus lanzas y escudos. El sol ardía sobre el mar Severn inundando el oeste de un resplandor carmesí, mientras nosotros, finalmente, nos poníamos en camino hacia el norte, hacia la guerra.
Tan sólo habíamos cubierto unos cuantos kilómetros cuando la oscuridad nos hizo salir de la calzada y buscar refugio, pero al menos habíamos llegado a los montes del norte de Ynys Wydryn. Aquella noche nos detuvimos en una fortaleza abandonada donde preparamos una colación frugal de pan duro y pescado seco. Argante se sentó apartada de los demás, protegida por su druida y sus guardianes y, aunque Ceinwyn trató de que se uniera a nosotros en la conversación, ella rechazó la oferta y la dejamos con su enfado.
Después de la cena fui paseando con Ceinwyn y Ginebra hasta la cima de una pequeña loma que se levantaba detrás de la fortaleza, donde sobresalían dos túmulos funerarios del pueblo antiguo. Tras pedir perdón a los muertos, subíme a uno de los túmulos acompañado por Ceinwyn y Ginebra. Nos quedamos los tres mirando al sur. El valle que se extendía a nuestros pies era una hermosura, moteado de flores de manzano al claro de luna, pero nada atisbamos en el horizonte, salvo el aciago resplandor de los incendios.
–Los sajones avanzan con rapidez -dije.
Ginebra se arropó en el manto.
–¿Dónde está Merlín? – preguntó.
–Ha desaparecido. – Se decía que Merlín estaba en Irlanda, o bien en las tierras salvajes del norte, o tal vez en los yermos de Gwynedd, o incluso, de dar crédito a otras habladurías, había muerto y Nimue le había levantado una pira con todos los árboles de una ladera. No era más que un rumor, me decía yo, un mero rumor.
–Nadie sabe dónde está Merlín -dijo Ceinwyn en voz baja-, pero seguro que él sí sabe dónde estamos nosotros.
–Ruego por que así sea -replicó Ginebra con fervor, y me pregunté a qué dios o diosa rezaría últimamente. ¿Seguiría rindiendo culto a Isis, o habría vuelto a los dioses britanos? Pensé, con un estremecimiento, que tal vez esos dioses nos hubieran abandonado definitivamente. Su pira habrían sido las hogueras de Mai Dun y su venganza las bandas de guerreros que asolaban Dumnonia.
Reemprendimos la marcha al amanecer. El cielo se había encapotado durante la noche y una fina lluvia empezó a caer con las primeras luces. El camino de la Zanja estaba atestado de refugiados y, aunque situé a una veintena de guerreros armados a la cabeza con la orden de retirar de la calzada toda carreta de bueyes y todo rebaño que encontraran, el avance era penosamente lento. Aun así la mayoría de los niños no podían soportar el paso y hubimos de subirlos a lomos de las bestias de carga que transportaban nuestras lanzas, armaduras y provisiones, o bien a hombros de los lanceros más jóvenes. Argante iba en mi yegua y Ginebra y Ceinwyn a pie, turnándose en la tarea de contar cuentos a los niños. La lluvia arreció precipitándose por las cimas en densas ráfagas grises y gorgoteando en las zanjas poco profundas de ambos lados de la calzada romana.
Tenía la esperanza de llegar a Aquae Sulis a mediodía, pero hasta la media tarde no alcanzó nuestra empapada y cansada procesión el valle que albergaba la ciudad. El río estaba crecido y una gran cantidad de desechos flotaba atascada contra los pilares de piedra del puente romano formando un dique que inundaba los campos de ambas orillas, río arriba. Una de las obligaciones del magistrado de la ciudad era mantener los canales de desagüe del puente limpios de tales desechos, pero habíase descuidado en la tarea, como también en la de mantener en buen estado la muralla de la ciudad. La muralla se alzaba a cien pasos al norte del puente y, puesto que Aquae Sulis no era una plaza fuerte, la muralla nunca había sido formidable, mas en aquel momento no constituía un obstáculo siquiera. Tramos enteros de estacas de la empalizada que coronaba el muro de tierra y piedras habían sido arrancados para alimentar los hogares o para construir, mientras que la muralla propiamente dicha sufría tal desgaste de la erosión que los sajones habrían podido cruzarla sin perder el ritmo. Por doquier se veían hombres reparando frenéticamente los tramos de la empalizada, pero habrían hecho falta quinientos trabajando durante un mes entero para reconstruir las defensas.
Entramos por la elegante puerta del sur y vi que, aunque la ciudad carecía del ímpetu necesario para conservar sus murallas y de la mano de obra para mantener el puente despejado de desechos, había encontrado tiempo para desfigurar la hermosa máscara de la diosa Minerva que en otro tiempo adornaba el arco de la entrada. Donde antes estuviera el rostro había un amasijo burdo de piedra cincelada a martillazos en forma de cruz cristiana.
–¿Esta ciudad es cristiana? – me preguntó Ceinwyn.
–Casi todas las ciudades lo son -respondió Ginebra por mí.
Tratábase, no obstante, de una hermosa ciudad, o lo había sido, al menos, aunque con el paso de los años las tejas de los tejados se habían caído y las habían sustituido con paja, algunas casas se habían derrumbado y no eran ya más que escombreras de ladrillos y piedras, pero las calles conservaban el pavimento y los altos pilares, y el profuso frontón del magnífico templo de Minerva todavía se elevaba por encima de los míseros tejados. Mi vanguardia se abrió paso brutalmente entre las calles atestadas hasta llegar al templo, que se levantaba en una inclinada pendiente en el centro sagrado de la ciudad. Los romanos habían rodeado con otra muralla el santuario central, que protegía todo el templo de Minerva y las termas que tanta fama y prosperidad habían procurado a la ciudad. Los romanos habían puesto techumbre a los baños, los cuales se alimentaban de un manantial mágico de aguas termales, pero faltaban algunas tejas y el vapor se escapaba en hilos por los agujeros como el humo. El templo mismo, desprovisto de las cañerías de plomo, hallábase lleno de charcos de agua de lluvia y líquenes, y el yeso pintado del interior del alto pórtico habíase desconchado adquiriendo una tonalidad oscura; pero aun con la decadencia, el gran recinto pavimentado del santuario interior de la ciudad evocaba un mundo en que los hombres podían erigir semejantes monumentos y vivir sin temor a las lanzas de los bárbaros del este.
El magistrado de la ciudad, un hombre de edad madura, nervioso y aturullado, de nombre Cildydd y que vestía toga romana como símbolo de autoridad, salió presuroso del templo a recibirme. Lo conocía de los días de la revuelta, cuando, a pesa de ser cristiano, había huido de los enloquecidos fanáticos que tomaron los santuarios de Aquae Sulis. Tras los disturbios fue repuesto en el cargo, aunque me daba de impresión de que le faltaba autoridad. Llevaba una tablilla de pizarra en la que había apuntado grupos de marcas, sin duda el número reclutado de soldados de leva, que aguardaban en el recinto del santuario.
–¡Las reparaciones están en marcha! – me saludó Cildydd sin más preámbulos-. Tengo hombres cortando leña para las murallas. O los tenía. La inundación es un obstáculo, ciertamente, pero, ¿y si deja de llover? – Terminó la frase bajando mucho el tono de voz.
–¿La inundación? – pregunté.
–Cuando el río crece, señor -me explicó-, el agua vuelve atrás por todo el sistema de alcantarillado romano. Ya ha llegado a la parte baja de la ciudad. Pero la dificultad no es sólo el agua, me temo. Es que apesta, además, ¿comprendéis? – Olisqueó el aire con delicadeza.
–El obstáculo -repliqué- es que en los ojos del puente se ha formado un dique de desechos. Vuestra obligación era mantener el puente limpio, así como conservar las murallas en buen estado. – El magistrado abrió y cerró la boca sin decir nada. Sopesó la pizarra como prueba de eficiencia y luego parpadeó con desamparo-. Ahora ya no importa -añadí-, no podemos defender la ciudad.
–¿Que no podemos defenderla? – exclamó-. ¿Que no podemos defenderla? ¡No podemos abandonarla sin más ni más!
–En cuanto lleguen los sajones -repliqué brutalmente- no habrá otra opción.
–Pero tenemos que defenderla, señor -insistió Cildydd.
–¿Con qué? – pregunté.
–Con vuestros hombres, señor -dijo, señalando a mis lanceros, que se habían refugiado de la lluvia bajo el alto techo del pórtico.
–En el mejor de los casos -dije- podríamos defender medio kilómetro de muralla, de lo que queda de muralla, mejor dicho. Y entonces, ¿quién defendería el resto?
–La leva, naturalmente. – Cildydd señaló con la pizarra al desmadejado grupo de hombres que aguardaba al lado de las termas. Pocos iban armados y menos aún tenían armadura.
–¿Habéis visto atacar a los sajones alguna vez? – pregunté a Cildydd-. Primero sueltan perros de guerra y detrás se lanzan ellos blandiendo hachas de un metro y lanzas de dos y medio. Y se embriagan, enloquecen y no buscan sino mujeres y oro. ¿Cuánto tiempo creéis que resistiría la leva?
–No podemos rendirnos sin más -argüyó Cildydd débilmente, parpadeando.
–¿Vuestra leva está bien armada? – pregunté, señalando a los tristes hombres que esperaban en plena lluvia. Dos o tres de los sesenta llevaban lanza, también vi una vieja espada romana y, por lo demás, hachas y azadones, aunque algunos, que no poseían siquiera tan rudimentarias armas, sujetaban estacas templadas al fuego a las que habían sacado punta.
–Estamos registrando la ciudad, señor -adujo Cildydd-. Tiene que haber lanzas.
–Con lanzas o sin ellas -repliqué sin piedad-, si lucháis aquí, sois hombres muertos.
–Entonces -dijo boquiabierto-, ¿qué tenemos que hacer?
–Ir a Glevum.
–¡Pero, la ciudad…! – exclamó palideciendo-. Aquí hay mercaderes y orfebres, iglesias y tesoros. – Se le apagó la voz al imaginarse la catástrofe de la caída de la ciudad, inevitable si los sajones llegaban. Aquae Sulis no era una ciudad fortificada, sólo un lugar hermoso situado entre montes. Cildydd parpadeaba bajo la lluvia-. Glevum -musitó melancólicamente-. ¿Y vos nos escoltaréis hasta allí, señor?
Negué con la cabeza.
–Yo me dirijo a Corinium -dije-, pero vosotros iréis a Glevum. – Tentado estuve de enviar a Argante, a Ginebra y a Ceinwyn y a las familias con el magistrado, pero no confié en que supiera protegerlas, de modo que decidí que más valdría llevar a las mujeres y a las familias al norte personalmente, y luego enviarlas con una pequeña escolta de Corinium a Glevum.
Pero al menos me quitaron a Argante de las manos, pues mientras destruía sin compasión las flacas esperanzas de Cildydd de dotar a Aquae Sulis de una guarnición de soldados, una tropa de jinetes armados irrumpió ruidosamente en el recinto del templo. Eran hombres de Arturo enarbolando la enseña del oso y al mando de Balin, que entró maldiciendo rotundamente el agolpamiento de refugiados. Pareció aliviado al verme, y luego asombrado al reconocer a Ginebra.
–¿Te has equivocado de princesa, Derfel? – me preguntó mientras se apeaba del cansado caballo.
–Argante se encuentra en el interior del templo -dije, señalando con la cabeza hacia la gran edificación donde la princesa se había refugiado de la lluvia. No me había dirigido la palabra en todo el día.
–Tengo que llevarla junto a Arturo -dijo Balin. Era un hombre barbudo y campechano, con un oso tatuado en la frente y una gran cicatriz blanca en la mejilla izquierda. Le pedí noticias, me contó las pocas que sabía y ninguna era buena-. Esos bellacos están subiendo por el Támesis, calculamos que se encuentran a unos tres días de marcha de Corinium y todavía no hay rastro de Cuneglas ni de Oengus. Esto es el caos, Derfel, ni más ni menos, el caos. – Se estremeció de pronto-. ¿A qué demonios huele aquí?
–Las alcantarillas se han desbordado -dije.
–Por toda Dumnonia -comentó sombríamente-. Tengo mucha prisa -añadió-, Arturo quiere a su esposa en Corinium desde antes de ayer.
–¿Tienes órdenes para mí? – le pregunté, siguiendo sus pasos hacia los escalones del templo.
–Que te presentes en Coriniurn, ¡sin tardanza! ¡Y que envíes todos los víveres que puedas! – gritó la última orden y desapareció por las grandes puertas de bronce del templo. Traía seis caballos de más, suficientes para Argante, sus criadas y Fergal el druida, lo cual significaba que los doce guerreros de su escolta personal se quedarían conmigo. Dióme la impresión de que se alegraban tanto como yo de verse libres de la princesa.
Balin partió rumbo al norte a última hora de la tarde. Yo también quería haberme puesto en camino, pero los niños estaban cansados, no paraba de llover y Ceinwyn me convenció de que todos estaríamos en mejores condiciones al día siguiente si descansábamos esa noche bajo techo en Aquae Sulis y reemprendíamos la marcha por la mañana. Puse centinelas en las termas y dejé a las mujeres y a los niños en la gran pileta de agua humeante; después envié a Issa con una veintena de hombres a registrar la ciudad en busca de armas para pertrechar a la leva. Luego mandé a buscar a Cildydd y le pregunté cuántos víveres quedaban en la ciudad.
–Apenas quedan, señor -dijo, y repitió que había enviado ya al norte sesenta carros de grano, carne seca y pescado en salazón.
–¿Habéis registrado las casas del pueblo? – pregunté- ¿Y las iglesias?
–Sólo los graneros de la ciudad, señor.
–En tal caso, procedamos a un registro más minucioso -dije, y al anochecer habíamos recogido siete carros más de valiosos víveres. Los mandé hacia el norte esa misma noche, a pesar de lo tardío de la hora. Los bueyes son lentos y era preferible que emprendieran el viaje por la noche, en vez de aguardar a la mañana.
Issa me esperaba en el recinto del templo. Registrando la ciudad había encontrado siete espadas viejas y doce lanzas de caza, mientras que los hombres de Cildydd habían requisado cincuenta lanzas, ocho de ellas rotas; pero Issa tenía malas noticias, además.
–Dicen que hay armas escondidas en el templo, señor -me contó.
–¿Quién lo dice?
Issa señaló a un joven con barba que llevaba un mandil de carnicero manchado de sangre.
–Asegura que, después de la revuelta, se escondieron en el templo un gran número de lanzas, pero el sacerdote lo niega.
–¿Dónde está el sacerdote?
–Dentro, señor. Me dijo que me marchara cuando le pregunté.
Subí corriendo los escalones del templo y entré por las grandes puertas. En otro tiempo el templo estaba dedicado a Minerva y a Sulis, diosa romana la primera y britana la segunda, pero habían expulsado a las diosas paganas y habían instalado al dios cristiano. La última vez que yo había estado en el templo había una gran estatua de bronce de la diosa Minerva iluminada con temblorosas lámparas de aceite, pero habían destruido la estatua, de la cual sólo quedaba, a modo de trofeo, una cabeza hueca empalada en una pica tras el altar cristiano. El sacerdote me increpó.
–¡Esta es la casa de Dios! – tronó. Estaba celebrando un misterio en el altar, rodeado de mujeres llorosas, pero interrumpió la ceremonia para interpelarme. Era joven y apasionado, uno de los sacerdotes que alimentaban los problemas en Britania, y a los que Arturo perdonaba la vida por no seguir cebando la amargura de la rebelión sofocada. No obstante, el joven sacerdote no había perdido un ápice de fervor insurgente-. ¡La casa de Dios! – gritó otra vez-. ¡La profanáis con la lanza y la espada! ¿Acaso entráis vos con vuestras armas en casa de vuestro señor? ¿Por qué, pues, lo hacéis aquí?
–Dentro de una semana -repliqué- esto será un templo de Thunor y sacrificarán a vuestros hijos en el lugar donde os halláis ahora. ¿Hay aquí alguna lanza?
–¡Ninguna! – respondió desafiante. Las mujeres gritaron y se encogieron, amilanadas, al verme subir los peldaños del altar. El sacerdote me amenazó con una cruz-. En el nombre de Dios Padre, en el nombre del Hijo y en el nombre del Espíritu Santo. ¡Deteneos! – dijo la última palabra porque me vio desenvainar a Hywelbane y con ella, de un golpe, le quité la cruz de las manos. El madero cayó resbalando por el suelo de mármol cuando le apunté a las barbas con la espada-. Destruiré este lugar piedra a piedra hasta que encuentre las lanzas -dije-, y enterraré vuestro cadáver miserable bajo los cascotes. Bien, ¿dónde están?
Su arrogancia se arrugó. Las lanzas, que guardaba con la esperanza de otra campaña para poner a un cristiano en el trono de Dumnonia, estaban escondidas en una cripta, bajo el altar. La entrada a la cripta estaba oculta, pues era el lugar donde antiguamente se almacenaban las donaciones que la gente hacía a Sulis con la esperanza de sanar a cambio, pero el sacerdote, intimidado, nos enseñó la forma de levantar la losa, bajo la cual encontramos oro y armas. Dejamos el oro pero repartimos las lanzas entre la leva de Cildydd. No creía que los sesenta sirvieran de nada en la batalla, pero al menos un hombre armado con una lanza parece un guerrero y, desde lejos, tal vez hicieran detenerse un momento a los sajones. Dije a los soldados de la leva que se preparan para partir por la mañana y que se llevaran cuantas vituallas encontraran.
Pasarnos la noche en el templo. Limpie el altar de adornos cristianos y coloqué la cabeza de Minerva entre dos lámparas de aceite para que nos velara durante la noche. Caía agua del techo y formaba un charco sobre el altar, pero en algún momento, durante la madrugada, dejó de llover y la aurora nos deparó un cielo limpio y un viento nuevo y vivificante del este.
Partimos antes de la salida del sol. Sólo cuarenta soldados de la leva iban con nosotros, pues los demás desaparecieron durante la noche, pero era preferible contar con cuarenta aliados dispuestos que con sesenta dudosos. El camino estaba libre ya de refugiados, pues había hecho correr la voz de que lo seguro era ir a Glevum, no a Corinium, de modo que fue el camino del oeste el que hubo de acoger ganados y gente. Nuestra ruta se encaminaba al este, al encuentro del sol naciente, por el camino de la Zanja, que discurría recto como una lanza entre tumbas romanas. Ginebra tradujo las inscripciones de las lápidas, asombrada de que allí yacieran hombres nacidos en Grecia, en Egipto o en la misma Roma. Eran veteranos de las legiones que se habían casado con mujeres britanas y se habían asentado cerca de los salutíferos manantiales de Aquae Sulis y en sus epitafios, cubiertos de liqúenes en su mayoría, daban gracias a Minerva o a Sulis por el don de los años vividos. Al cabo de una hora dejamos las tumbas atrás y el valle empezó a estrecharse a medida que las escarpadas colinas del norte se cerraban sobre la vega del río; sabía que el camino no tardaría en girar bruscamente hacia el norte para internarse en las montañas que mediaban entre Aquae Sulis y Corinium.
Cuando llegamos a la parte estrecha del valle, los carreteros regresaban apresuradamente. Habían salido de Aquae Sulis el día anterior, pero las lentas carretas no habían llegado más allá del punto donde el camino giraba hacia el norte y en ese momento, al amanecer, habían abandonado las siete valiosas carretas de vituallas.
–¡Sais! – gritaba uno de ellos que corría a nuestro encuentro-. ¡Hay sais!
–¡Loco! – musité, y ordené a Issa a voces que detuviera al fugitivo. Había prestado mi yegua a Ginebra para el camino, pero entonces ella se apeó y yo me subí torpemente a lomos de la bestia y la espoleé.
Un kilómetro más adelante el camino describía la curva hacia el norte. Los bueyes y las carretas habían sido abandonados en la curva misma y los adelanté para asomarme por encima del repecho. En el primer momento no vi nada, pero después apareció un grupo de hombres a caballo junto a unos árboles de la cima. Estaban a poco menos de un kilómetro de distancia, destacándose contra el ciclo claro, y, aunque no logré distinguir el emblema de sus escudos, más me parecieron britanos que sajones, pues nuestro enemigo no solía desplegar jinetes.
Azucé a la yegua cuesta arriba. Los jinetes no se movieron, sólo me observaban, pero entonces, a mi derecha, a lo lejos, aparecieron más hombres en la cima de la colina. Eran lanceros e iban bajo una enseña que me indicó lo peor.
Tratábase de una calavera con unos colgajos que parecían de tela, y me acordé del estandarte de Cerdic, con la calavera de lobo y el pellejo humano colgando. Eran sajones y nos cerraban el paso. No había muchos lanceros a la vista, tal vez una docena de jinetes y cincuenta o sesenta hombres de a pie, pero ocupaban una posición alta y no había forma de saber cuántos más se ocultarían al otro lado de la cima. Detuve a la yegua y me quedé mirando a los lanceros fijamente, el sol empezaba a arrancar destellos a las anchas hojas de las hachas que llevaban algunos. No podían ser sino sajones. Pero, ¿de dónde venían? Según Balin, tanto Aelle como Cerdic avanzaban por el Támesis, así que esos hombres tenían que haber viajado hacia el sur desde el ancho valle del río, aunque también podría tratarse de lanceros de Cerdic al servicio de Lancelot. En realidad, no importaba quiénes fueran, lo único importante era que nos cerraban el paso. Aún se dejaron ver más enemigos, que ribetearon el horizonte de la cresta con sus lanzas.
Volví grupas y vi a Issa, que remontaba el repecho de la curva con los lanceros más duchos salvando el atasco de carretas y bueyes.
–¡Sajones! – le dije a gritos-. ¡Formad aquí una barrera de escudos!
Issa miró a los lanceros de la lejanía.
–¿Lucharemos aquí, señor? – me preguntó.
–No. – No me atrevía a presentar batalla en tan mala situación, pues tendríamos que luchar cuesta arriba preocupados además por nuestras familias, que vendrían detrás.
–¿Tomamos, pues, el camino de Glevum? – propuso Issa.
Hice un gesto negativo con la cabeza. El camino de Glevum estaba repleto de refugiados y, de haber sido yo el comandante sajón, nada me habría gustado más que perseguir a un enemigo menos numeroso por el camino. No podríamos tomarles mucha delantera porque los refugiados nos obstaculizarían la marcha y para los sajones sería fácil abrirse camino entre la gente aterrorizada y darnos muerte. También era posible, bastante posible, que no nos persiguieran en absoluto, pero en tal caso se sentirían tentados a saquear la ciudad, aunque era un riesgo que prefería no correr. Levanté la mirada hacia lo alto de la colina; seguían llegando enemigos a la cima, iluminada por el sol. Era imposible contarlos, pero no se trataba de una banda de guerra pequeña. Mis hombres empezaron a formar una barrera de escudos, aunque sabía que allí no podíamos presentar batalla. Los sajones, más numerosos y en posición ventajosa, nos darían muerte sin duda.
Me giré en la silla. A poco menos de un kilómetro, al norte del camino de la Zanja, se levantaba una fortaleza del pueblo antiguo; su vieja muralla de tierra, muy erosionada ya, se alzaba en la cresta de una colina escarpada. Señalé hacia la fortificación cubierta de hierba.
–Vamos hacia allí -dije.
–¿Adonde, señor? – preguntó Issa, confundido.
–Si intentamos huir de ellos -le expliqué-, nos seguirán. Los niños no pueden correr mucho y, tarde o temprano, esos bellacos nos darían alcance. Tendríamos que formar una barrera de escudos con las familias en el centro, y el último de nosotros que muriera oiría los primeros gritos de las mujeres. Es mejor refugiarnos en un lugar donde duden en lanzarse al ataque. Tarde o temprano tendrán que tomar una decisión, o bien nos dejan en paz y se van hacia el norte, o bien presentan batalla, y si nos encontramos en lo alto de un cerro tendremos alguna posibilidad de ganar. Es lo mejor -añadí-, porque además Culhwch pasará por aquí. Puede que seamos más que ellos dentro de uno o dos días.
–Entonces, ¿abandonamos a Arturo? – preguntó Issa, espantado por semejante idea.
–Mantendremos a una banda de guerreros lejos de Corinium -respondí. Pero no me satisfacía la elección porque Issa estaba en lo cierto. Aquello suponía abandonar a Arturo; sin embargo no me atrevía a arriesgar la vida de Ceinwyn y mis hijas. De nada servía ya la campaña planeada por Arturo. Culhwch estaba aislado en alguna parte del sur, yo permanecía atrapado en Aquae Sulis y Cuneglas y Oengus mac Airem aún se hallaba a muchos kilómetros de distancia.
Volví a buscar mi armadura y mis armas. No tenía tiempo para ponerme la armadura pero me encasqueté el yelmo con la cola de lobo, escogí la lanza más pesada y tomé el escudo. Dejé la yegua en manos de Ginebra nuevamente y le pedí que condujera a las familias colina arriba; después ordené a los hombres de la leva y a mis lanceros más jóvenes que hicieran dar la vuelta a las siete carretas de avituallamiento y las llevaran a la fortaleza.
–No me importa cómo lo hagáis -dije-, pero no quiero que esos víveres caigan en manos del enemigo. ¡Si es necesario, cargad a hombros con las carretas! – Aunque hubiera abandonado las carretas de Argante, un cargamento de víveres en tiempo de guerra es mucho más precioso que el oro, y estaba dispuesto a defender el nuestro del enemigo. Llegado el caso, quemaría las carretas con todo su contenido, pero de momento procuraría salvarlas.
Volví junto a Issa y ocupé mi lugar en el centro de la barrera de escudos. Las filas del enemigo iban engrosándose, esperaba que se lanzaran ciegamente al ataque, monte abajo, en cualquier momento, pero seguían sin decidirse y cada momento de duda era tiempo ganado para que nuestras familias y la preciosa carga de comida alcanzaran la cima de la colina. Yo vigilaba incesantemente el avance de los carros y, cuando se encontraban a medio camino por la empinada ladera, ordené retroceder a mis hombres.
La retirada animó a los sajones a cargar. Gritaron provocadora-mente y bajaron la colina a gran velocidad, pero se habían retrasado más de lo debido. Mis hombres retrocedieron por el camino, cruzaron un vado poco profundo de un arroyo que bajaba de las cimas hacia el río, y entonces fuimos nosotros los que nos situamos en posición más elevada, pues nos replegábamos colina arriba hacia la fortaleza del cerro escarpado. Mis hombres mantenían las filas rectas, los escudos trabados por los lados y las lanzas firmes, y ante tal prueba de buena instrucción los sajones se detuvieron a poco menos de cincuenta metros. Se conformaron con insultarnos y amenazarnos, mientras uno de sus druidas desnudo, con el pelo de punta e impregnado de boñiga de vaca, avanzaba bailoteando y maldiciéndonos. Nos llamó cerdos, cobardes y cabras. Mientras nos maldecía, conté a los hombres. Formaban una barrera de ciento setenta, pero aún bajaban más por la ladera. Y mientras yo los contaba, los cabecillas sajones, a lomos de sus monturas, detrás de la barrera de escudos, nos contaban a nosotros. Vi su enseña claramente, era el estandarte de Cerdic, la calavera de lobo con colgaduras de piel humana, pero Cerdic no estaba entre ellos. Se trataba, pues, de una de sus bandas de guerra, que había llegado desde el sur por el Támesis. Nos superaban largamente en número, pero los astutos cabecillas no se decidían a atacar. Sabían que podían vencernos, pero también sabían los terribles efectos que setenta aguerridos lanceros causarían en sus filas. Tenían suficiente con habernos expulsado del camino.
Seguimos replegándonos poco a poco ladera arriba. Los sajones nos miraban, pero sólo el druida nos seguía y, al cabo de un rato, perdió interés, nos escupió y se dio media vuelta. Nos burlamos cuanto pudimos de la falta de arrojo del enemigo, pero en realidad grande fue mi alivio al ver que renunciaban a atacar.
Tardamos una hora en llevar las carretas al otro lado de la antigua fortificación de tierra, a la suave cima curvada de la colina. Recorrí el llano cóncavo y descubrí que era una posición defensiva idónea. La cima describía un triángulo y en cada uno de sus tres lados el terreno descendía abruptamente, de modo que cualquier atacante habría de esforzarse mucho para llegar hasta nuestras picas. Tenía la esperanza de que la dificultad de la subida nos librara del ataque sajón y que al cabo de uno o dos días se marcharan y pudiéramos reemprender el camino hacia Corinium. Llegaríamos tarde y Arturo se enfadaría conmigo sin duda, pero hasta el momento, había mantenido incólume mi parte del ejército de Dumnonia. Éramos unos doscientos lanceros y protegíamos a una muchedumbre de mujeres y niños, siete carros de avituallamiento y dos princesas, y nuestro refugio era una cima herbosa que se levantaba sobre un valle fluvial profundo. Pregunté a un soldado de la leva por el nombre del cerro.
–Se llama como la ciudad, señor -me dijo, desconcertado por el mero hecho de que me interesara el nombre.
–¿Aquae Sulis? – pregunté.
–¡No, señor! ¡El nombre antiguo de la ciudad! El que tenía antes de los romanos.
–Baddon -dije.
–Sí, y esto es Mynydd Baddon, señor -me confirmó.
Monte Baddon. Con el tiempo, los poetas harían resonar ese nombre por toda Britania. Se cantaría en miles de fortalezas y haría hervir la sangre de niños no nacidos aún, pero en ese momento para mí no significaba nada. No era más que un cerro bien situado, una plaza fuerte con murallas de hierba y el lugar donde, en contra de mis deseos, planté dos enseñas en la tierra. Una lucía la estrella de Ceinwyn y la otra, rescatada y salvada de las carretas de Argante, desplegaba la enseña de Arturo, el oso.
Así pues, ondeando al viento seco, a la luz de la mañana, el oso y la estrella desafiaron a los sajones.
En Mynydd Baddon.
Los sajones se mostraban cautos. No se lanzaron al ataque nada más vernos y, una vez nos instalamos en la protegida cima de Mynydd Baddon, hubieron de conformarse con observarnos, sentados al pie de la colina meridional. Por la tarde, un nutrido contingente de lanceros fue caminando a Aquae Sulis, donde encontrarían una ciudad prácticamente vacía. Esperaba ver el resplandor y el humo de los tejados incendiados pero no fue así; al anochecer, los lanceros regresaron de la ciudad cargados de botín. Las sombras del crepúsculo cayeron sobre la vaguada del río y, mientras en la cima de Mynydd Baddon gozábamos aún de las últimas claridades del día, las hogueras de nuestros enemigos tachonaban la oscuridad que iba adueñándose del valle.
En las tierras montañosas que se extendían hacia el norte brillaban otras hogueras. Mynydd Baddon parecía una isla en medio del mar de los demás montes, separada de ellos por un collado herboso situado a cierta altura. Pensé que podríamos cruzar dicha hondonada elevada durante la noche, subir al altozano del otro lado y seguir camino a Corinium por los montes; así pues, envié a Issa con un puñado de hombres a reconocer el terreno, pero volvieron con la noticia de que había exploradores sajones a caballo en las cimas del otro lado del collado. A pesar de ello, sentí la tentación de iniciar la huida hacia el norte, mas sabía que los jinetes sajones nos descubrirían y que al alba tendríamos a toda la banda pisándonos los talones. Estuve sopesando las posibilidades hasta bien entrada la noche y me decidí por el mal menor: quedarnos en Mynydd Baddon.
A ojos de los sajones debíamos de parecer un ejército formidable. Tenía bajo mi mando a doscientos sesenta y ocho hombres, pero poco se figuraba el enemigo que no sumaban ni cien los lanceros debidamente adiestrados. De los restantes, cuarenta integraban la leva de la ciudad, treinta y seis eran baqueteados guerreros de la guardia de Caer Cadarn o del palacio de Durnovaria, aunque en esas tres docenas abundaban los viejos y lentos, mientras que los restantes ciento diez eran jóvenes bisoños. Mis setenta lanceros curtidos y los doce Escudos Negros de Argante se contaban entre los mejores guerreros de toda Britania y, aunque no dudaba de la utilidad de los treinta y seis veteranos y de que los jóvenes podrían resultar formidables, seguíamos siendo un contingente mísero para proteger a ciento catorce mujeres y setenta y nueve niños. Al menos contábamos con suficientes víveres y agua, pues conservábamos las siete preciosas carretas y en los flancos de Mynydd Baddon manaban tres fuentes.
A la caída de la noche de aquel primer día ya habíamos contado al enemigo. En el valle había unos trescientos sesenta sajones, y unos ochenta más, cuando menos, en las tierras del norte, suficientes para enjaularnos en Mynydd Baddon, pero no para asaltarnos. Cada uno de los tres lados pelados de la cima medía unos trescientos pasos y sumaban por tanto un total excesivo para defenderlo con mi escaso número de hombres, pero si el enemigo se decidía a atacar lo veríamos venir desde lejos y tendría tiempo para trasladar lanceros al flanco oportuno. Calculé que incluso si organizaran un ataque por dos o tres lados a la vez, resistiríamos, pues los sajones tenían que superar una subida muy escarpada para llegar y mis hombres estarían frescos; no obstante, si el número de enemigos seguía aumentando, nos desbordarían sin remedio. Rogaba por que esos sajones no fueran sino una fuerte banda de saqueadores y que, una vez hubieran saqueado Aquae Sulis y limpiado el valle de todo alimento que pudieran hallar, regresarían al norte a reunirse con Cerdic y Aelle.
Al amanecer del día siguiente los sajones seguían en el valle, el humo de sus hogueras se mezclaba con la bruma del río. Cuando la neblina escampó, vimos que estaban talando árboles para construir cabañas: deprimente señal de que tenían intención de quedarse. Mis hombres, por su parte, se afanaban en las faldas del monte cortando los pequeños espinos y los brotes de abedul que pudieran encubrir el acercamiento del enemigo. Acarrearon los matorrales y los pequeños árboles hasta la cima y los apilaron formando un parapeto rudimentario sobre los restos de la muralla del pueblo antiguo. Mandé cincuenta hombres a cortar leña al altozano que remataba el collado por el norte; la transportaron a nuestra cima en una de las carretas de bueyes, previamente descargada de vituallas. Cortaron leña suficiente para construir una gran cabaña de madera, aunque la nuestra, a diferencia de las de los sajones, dotadas de techumbre de paja o turba, no era más que una estructura destartalada de maderos sin desbastar apoyados en cuatro carretas y burdamente cubiertos con ramas, pero proporcionaban cobijo a las mujeres y a los niños.
Durante la primera noche mandé a dos lanceros hacia el norte, dos bribones astutos de entre los jóvenes bisoños, con la orden expresa de intentar llegar a Corinium para poner a Arturo al corriente de nuestra difícil situación. No creía que pudiera enviarnos ayuda pero al menos conocería lo que nos había sucedido. Pasé el día siguiente temiendo avistar de nuevo a los jóvenes, verlos prisioneros, arrastrados por caballos sajones, pero desaparecieron. Ambos, como más tarde supe, sobrevivieron y llegaron a Corinium.
Los sajones construyeron sus refugios y nosotros seguimos amontonando espinos y matorrales en nuestras delgadas murallas. No se acercó ningún enemigo ni nosotros bajamos a provocarlos. Dividí la cima en secciones y asigné una tropa de lanceros a cada una. Mis setenta guerreros expertos, lo mejor de mi reducido ejército, guardaban el ángulo de la fortificación orientado al sur, frente al enemigo. Dividí a los bisoños en dos tropas, una a cada lado del grupo más aguerrido, y los doce Escudos Negros quedaron a cargo de la defensa del lado septentrional del cerro, con el apoyo de la leva y de la guardia de Caer Cadarn y Durnovaria. El cabecilla de los Escudos Negros era un bruto lleno de cicatrices llamado Niall, veterano de cien correrías en tiempo de cosecha que llevaba los dedos repletos de aros de guerrero; Niall izó su propio estandarte improvisado en la parte norte de la fortificación, un simple tronco pelado de abedul joven clavado en la tierra con un pedazo de tela negra ondeando en la punta, pero la enseña irlandesa resultaba satisfactoriamente salvaje y retadora.
Aún acariciaba esperanzas de escapar. Aunque los sajones construyeran refugios en el valle del río, el altozano del norte seguía tentándome y, la segunda tarde, cabalgué por el collado al que se asomaba la enseña de Niall y subí al altozano de enfrente. Bajo las rápidas nubes se extendía un gran páramo vacío. Eachern, un guerrero de solera al que había puesto al mando de una de las tropas inexpertas que cortaba leña en la cima, se acercó a mi yegua. Al ver que contemplaba el páramo vacío, me adivinó el pensamiento.
–Esos bellacos rondan cerca -comentó-, por mis muertos.
–¿Estás seguro?
–Vienen y van, señor. Siempre a caballo. – Tenía un hacha en la mano y con ella señaló hacia poniente, hacia una cañada que corría de norte a oeste junto al páramo. Allí crecía una densa arboleda, aunque sólo divisábamos las frondosas copas-. Entre los árboles hay un camino -dijo Earchen-, y allí están apostados.
–Seguro que ese camino va a Glevum -dije.
–Pero pasando antes por el campamento de los sajones, señor. Por ahí rondan esos bellacos, por mis muertos. He oído las hachas.
Es decir, que el camino de la cañada estaría bloqueado con árboles caídos, pensé. La tentación persistía. Si destruíamos las vituallas y abandonábamos todo lo que pudiera aminorar la marcha, tal vez pudiéramos romper el cerco de sajones y llegar hasta el ejército de Arturo. Pasé el día inquieto como un avispero, pues mi deber era, claramente, unirme a Arturo, y cuanto más tiempo pasara aislado en Mynydd Baddon, más difícil sería conseguirlo. Por la noche habría media luna, suficiente para iluminar el camino, y si nos movíamos deprisa, seguro que adelantábamos al grueso de la banda sajona. Acaso nos hostigaran unos cuantos jinetes, pero mis lanceros sabrían enfrentarse a ellos. Pero ¿qué había más allá del páramo? Terreno montañoso, a buen seguro, regado por riachuelos crecidos tras las recientes lluvias. Necesitaba un camino, vados y puentes, y sobre todo velocidad, de lo contrario los niños quedarían atrás, los lanceros retrasarían la marcha para protegerlos y los sajones caerían de repente sobre nosotros como lobos sobre un rebaño de ovejas. Sabía cómo escapar de Mynydd Baddon, pero no me figuraba cómo cruzar los kilómetros que nos separaban de Corinium sin caer en manos enemigas.
Al anochecer la decisión me vino impuesta. Todavía estaba considerando la posibilidad de una huida relámpago hacia el norte, dejando las hogueras bien alimentadas para hacer creer al enemigo que aún seguíamos en la cima de Mynydd Baddon, pero en el transcurso de aquella misma segunda noche llegaron más sajones. Procedían del noreste, de la dirección de Corinium, y cien de ellos se acercaron al páramo que tenía la esperanza de cruzar, luego se dirigieron hacia al sur y expulsaron a mis leñadores de entre los árboles obligándolos a replegarse hacia el collado y a regresar a Mynydd Baddon. Entonces sí que quedamos atrapados de verdad.
Me senté con Ceinwyn junto al fuego.
–Me recuerda -le dije- a aquella noche en Ynys Mon.
–Yo estaba pensando en lo mismo.
Fue la noche en que hallamos la olla mágica de Clyddno Eiddyn, y nos habíamos refugiado en un afloramiento rocoso rodeados de tropas de Diwrnach. Ninguno creyó que sobreviviríamos, pero entonces Merlín despertó de entre los muertos y se burló de mí. «Estamos rodeados, ¿no?», me preguntó. «¿Y nos superan en numero?». Ambas cosas eran ciertas, así que Merlín sonrió y me dijo: «¿Y te atreves a llamarte señor de guerreros?».
–Bien, bien, ¿y ahora, qué? – dijo Ceinwyn, citando a Merlín; el recuerdo le hizo sonreír y después suspiró-. Si no estuviéramos aquí -prosiguió, refiriéndose a las mujeres y a los niños que deambulaban cerca de las hogueras-, ¿que harías?
–Ir hacia el norte. Presentar batalla allá -señale hacia la hogueras sajonas que ardían en el altozano del otro lado del collado – y lúego marchar hacia el norte. – No estaba completamente seguro de que lo hubiera hecho, pues tal huida habría supuesto abandonar a los heridos en la batalla por alcanzar la cumbre, pero los demás, sin el estorbo de las mujeres y los niños, habríamos ganado la carrera a los sajones.
–Supongamos -dijo Ceinwyn en voz baja- que pides a los sajones paso libre para las mujeres y los niños.
–Aceptarían -dije-, y tan pronto como estuvierais fuera del alcance de nuestras lanzas, os atraparían, os violarían, os matarían y esclavizarían a los niños.
–O sea que no es buena idea, ¿eh? – preguntó con suavidad.
–No muy buena.
Apoyó la cabeza en mi hombro procurando no molestar a Seren, que dormía recostada en el regazo de su madre.
–¿Cuánto tiempo resistiremos? – me preguntó.
–Podría morir de viejo en Mynydd Baddon si no mandan más de cuatrocientos hombres a atacarnos.
–¿Y crees que lo harán?
–Probablemente no -mentí, y Ceinwyn se dio cuenta. Claro que mandarían a más de cuatrocientos. Había aprendido ya que, en la guerra, el enemigo suele hacer lo que más tememos y el que teníamos en ese momento enviaría a cuantos lanceros tuviera disponibles.
Ceinwyn guardó silencio un rato. Los perros ladraban en los distantes campamentos sajones y el aire nocturno nos llevaba sus ladridos nítidamente. Nuestros perros respondieron y la pequeña Seren se removió inquieta sin llegar a despertarse. Ceinwyn le acarició el pelo.
–Si Arturo está en Corinium -dijo en voz baja-, ¿por qué vienen los sajones aquí?
–No lo sé.
–¿Crees que en algún momento irán al norte a reunirse con su ejército principal?
Ya había pensado en esa posibilidad, pero la llegada de nuevos contingentes enemigos me había despertado la duda. Empezaba a sospechar que nos enfrentábamos a una nutrida banda de guerra que intentaba marchar hacia el sur rodeando Corinium, internándose en los montes para reaparecer en Glevum y amenazar a Arturo por la retaguardia. No se me ocurría ninguna razón que justificara la presencia de tantos sajones en el valle de Aquae Sulis, pero eso no explicaba por qué no continuaban la marcha. En vez de seguir adelante construían refugios, lo cual indicaba que querían sitiarnos. Pensé que en tal caso estábamos haciéndole un servicio a Arturo al permanecer allí, pues manteníamos a un gran número de enemigos lejos de Corinium, aunque, si nuestras estimaciones de las fuerzas enemigas eran correctas, los sajones contaban con hombres suficientes para vencernos a Arturo y a mí.
Guardamos silencio. Los doce Escudos Negros empezaron a cantar y, cuando terminaron, mis hombres respondieron con el canto de Illtydd. Pyrlig, mi bardo, los acompañaba con el arpa. Había encontrado una coraza y se había armado de escudo y lanza, pero los avíos de guerra no se adaptaban bien a su enclenque figura. Pensé que ojalá no tuviera que abandonar el arpa en ningún momento y cambiarla por la lanza, pues significaría el fin de toda esperanza. Me imaginé a los sajones invadiendo la cima, aullando de gozo al encontrar a tantas mujeres y niños, pero enseguida borré de mi mente tan hórrida imagen. Teníamos que continuar vivos, teníamos que resistir tras nuestras murallas, teníamos que vencer.
A la mañana siguiente, bajo un cielo encapotado y con un viento del oeste que traía intermitentes rachas de lluvia, me vestí de guerra, y hallé la armadura pesada; no me la había puesto hasta entonces intencionadamente, pero la llegada de los refuerzos sajones me convenció de que tendríamos que luchar y por eso, para encender el ánimo de mis hombres, escogí mis mejores galas. Primero, encima de la camisa de lino y de los calzones de lana, me puse una túnica de cuero que me llegaba a las rodillas. El cuero era grueso, capaz de detener una estocada, pero no un lanzazo. Cubrí la túnica con la lujosa cota romana de mallas, que mis esclavos habían pulido y casi relucía. En el orillo de la cota, en las mangas y en el cuello había algunos aros de oro entrelazados en la malla. Era cara, una de las más lujosas de Britania, y bien forjada, como para detener hasta los más brutales golpes de lanza. Las botas, que me llegaban a las rodillas, estaban provistas de unas lengüetas de bronce que hacían resbalar las espadas empuñadas por debajo de la barrera de escudos; protegime los brazos con guanteletes hasta el codo reforzados con placas de hierro. El yelmo tenía unos dragones de plata que llegaban a la punta, que era de oro y estaba empenachada con la cola de lobo. El yelmo me tapaba las orejas, tenía una cortinilla de malla que caía sobre el cuello y unos protectores de mejillas que se abrían y se cerraban, de modo que, una vez cerrados, el enemigo no veía a un hombre ante sí sino a un asesino cubierto de metal con dos sombras negras por ojos. Era una armadura digna de un gran señor de la guerra, pensada para infundir miedo al oponente. Me ceñí a Hywelbane por encima de la cota, me até un manto al cuello y enarbolé mi lanza más larga. Y así, vestido para la batalla y con el escudo colgado a la espalda, di la vuelta a las murallas de Mynydd Baddon para que todos mis hombres y todos los vigías del enemigo me vieran y supieran que un señor de la guerra esperaba la batalla. Termine la vuelta en el extremo meridional de nuestras defensas y allí, dominando al enemigo desde la altura, me levanté los faldones de malla y cuero y oriné colina abajo, hacia los sajones.
No sabía que Ginebra estaba cerca hasta que la oí reírse, y su risa estropeó mi gesto porque sentí vergüenza. Ella prescindió de mis disculpas con un ademán.
–Estás guapo de verdad, Derfel -dijo.
–Señora -dije, levantándome los protectores de las mejillas-, tenía esperanzas de no volver a ponerme esta armadura.
–Hablas igual que Arturo -dijo irónicamente, y dio la vuelta por detrás de mí para admirar la tiras de plata bruñida que formaban la estrella de Ceinwyn de mi escudo-. No he llegado a comprender -dijo, al terminar la vuelta y llegar frente a mí otra vez- por qué casi siempre te vistes como un porquerizo, pero para la guerra te cubres espléndidamente.
–Yo no parezco un porquerizo -dije.
–No como los míos, claro -dijo-, porque no soporto tener zarrapastrosos a mi alrededor, aunque sean pastores de cerdos, y por eso siempre me ocupaba de que anduvieran decorosamente vestidos.
–Me bañé el año pasado -insistí.
–¡Ah, recientemente, ya veo! – exclamó, como si estuviera impresionada. Llevaba arco de cazador y un carcaj con flechas a la espalda-. Si se acercan -dijo- tengo intenciones de mandar unos cuantos espíritus sajones al otro mundo.
–Si se acercan -repetí con la certidumbre de que así sería- tan sólo veréis cascos y escudos y desperdiciaréis las flechas. Aguardad a que levanten la cabeza para luchar contra nuestra barrera de escudos y apuntad a los ojos.
–No desperdiciaré ni una flecha, Derfel -prometió con gravedad.
La primera amenaza llegó del norte, donde los últimos sajones que habían llegado formaron una barrera de escudos entre los árboles que coronaban el collado medianero entre Mynydd Baddon y el altozano. El manantial más abundante se encontraba precisamente en d collado y tal vez los sajones quisieran impedir que lo utilizáramos, pues nada más pasar el mediodía, la formación de barrera de escudos bajó al valle. Niall los observaba desde la muralla.
–Ochenta hombres -me dijo.
Llamé a Issa y a cincuenta mas para que acudieran a la muralla del norte, fuerzas más que suficientes para ahuyentar a los ochenta sajones que subían con esfuerzo la empinada ladera, pero enseguida nos dimos cuenta de que no tenían intenciones de atacar sino que pretendían hacernos bajar a nosotros al collado, donde el enfrentamiento se haría en igualdad de condiciones. Sin duda, tan pronto hubiéramos llegado, acudirían más sajones de entre los árboles a cerrar la emboscada.
–¡Quedaos aquí! – dije a mis hombres-. ¡No bajéis! ¡Quietos aquí!
Los sajones se burlaban de nosotros. Algunos sabían unas pocas palabras en lengua britana, suficientes para llamarnos cobardes, mujeres o gusanos. De vez en cuando, un grupo reducido trepaba ladera arriba tentándonos a romper filas y correr al enfrentamiento, pero Niall, Issa y yo hicimos mantener la serenidad a nuestros hombres. Un hechicero sajón se arrastró por la húmeda colina hacia nosotros a carrerillas repentinas, lanzándonos encantamientos. Iba desnudo, cubierto solamente con una capa de piel de lobo y con el pelo de punta, todo de una pieza e impregnado de boñiga. Nos maldecía con voz chillona, nos lanzaba hechizos a gritos y nos arrojaba puñados de huesecillos, pero ninguno de nosotros se movió. El hechicero escupió tres veces y bajó temblando por el collado, donde un cabecilla sajón retó a uno de nosotros a combate singular. Era un hombre fornido con una mata enredada de pelo grasiento, de un tono rubio sucio, que le llegaba por debajo del valioso collar de oro que le ceñía la garganta. Llevaba la barba trenzada con lazos negros, una coraza de hierro y grebas romanas de bronce con adornos; en su escudo tenía una feroz cara de lobo. Del casco sobresalían unos cuernos de toro, uno a cada lado, con una calavera de lobo en el medio adornada con muchos lazos negros. Sobre los hombros y muslos colgábanle tiras de negra pelambre e iba armado con un hacha enorme de doble filo; del cinturón pendía una espada larga y un cuchillo corto de hoja ancha que ellos llamaban seax, el arma que daba nombre a los sajones. Estuvo un rato exigiendo que compareciera Arturo en persona para luchar contra él y, cuando se cansó, me retó a mí y me llamó cobarde, esclavo corazón de gallina y engendro de esclava leprosa. Hablaba en su propia lengua, de modo que ninguno de mis hombres entendía sus insultos y yo me limité a dejar que las palabras se las llevara el viento.
Después, a media tarde, cuando cesó la lluvia y los sajones se hartaron de provocarnos en vano, llevaron al collado a tres niños cautivos. Eran pequeños, no mayores de cinco o seis años, y los amenazaban con seax en la garganta.
–¡Bajad -dijo el fornido cabecilla sajón- o los matamos!
Issa me miró.
–Dejadme bajar, señor -me rogó.
–Esta es mi muralla -se opuso Niall, el jefe de los Escudos Negros-, dejadme a mí que lo corte en rebanadas.
–Y esta mi cima -dije. Y había un argumento más: yo tenía el deber de librar el primer combate singular de la batalla. Un rey podía mandar a un paladín a luchar, pero un señor de la guerra no debía enviar a otro a donde él no habría ido, de modo que me bajé los protectores de las mejillas, toqué, con guante y todo, los huesos del pomo de Hywelbane y rocé el bultito que formaba el broche de Ceinwyn bajo la cota de malla. Tras dichos preámbulos, crucé la ruda empalizada de leños y me acerqué al borde de la escarpada pendiente.
–¡Tú y yo! – grité al sajón en su propia lengua-, por sus vidas -y señalé con la lanza a los tres niños.
Los sajones prorrumpieron en aullidos de aprobación, pues al fin habían hecho bajar a un britano. Se retiraron llevándose a los niños y en el collado quedamos sólo su campeón y yo. El corpulento sajón sopesó el hacha con la mano derecha y luego escupió en las campanillas.
–Hablas bien nuestra lengua, cerdo -me saludó.
–Es una lengua de cerdos -repliqué.
Levantó el hacha en el aire, el arma dio una vuelta y la hoja destelló a la pálida luz del sol que trataba de abrirse camino entre las nubes. El hacha era larga y su hoja de doble filo pesaba, pero la agarró por el mango sin dificultad. Pocos hombres serían capaces de manejar tan impresionante arma, ni siquiera un breve rato y menos aún arrojarla al aire y recogerla de nuevo, pero el sajón lo hizo como si no costara esfuerzo alguno.
–Arturo no se atreve a enfrentarse conmigo -dijo-, así que te mataré a ti en su lugar.
Me asombró que hablara de Arturo, pero yo no tenía por qué desengañar al enemigo, si creía que Arturo se encontraba en Mynydd Baddon.
–Arturo tiene más que hacer, que venir a matar a una alimaña sajona -dije-, y me ha pedido que te desuelle y entierre tu seboso cadáver con los pies hacia el sur para que pases la eternidad vagando solo y maltrecho y nunca jamás encuentres tu otro mundo.
El sajón escupió.
–Gruñes como un cerdo varicoso. – Los insultos eran de rigor, como el combate singular. A Arturo no le gustaba ninguna de las dos cosas, pues creía que los insultos eran una pérdida de aliento y el combate singular una pérdida de energía, pero a mí no me parecía mal luchar contra el campeón del enemigo. El combate tenía un propósito, pues si vencía yo, mis tropas se animarían lo indecible y los sajones interpretarían la muerte de su campeón como un augurio fatal. Me arriesgaba a perder el combate, pero en aquellos días confiaba en mis propias fuerzas. Sacábame un palmo de altura el sajón y era mucho más ancho de hombros, pero no me pareció más rápido de lo normal. Parecía de los que recurren a la fuerza bruta para vencer, mientras que yo me tenía por listo, además de fuerte. Miró hacia arriba, a nuestra muralla, donde se asomaban las mujeres y los niños. No vi a Ceinwyn, pero Ginebra destacaba, alta y llamativa, entre los hombres armados.
–¿Esa es tu ramera? – me preguntó el sajón, señalándola con el hacha-. Esta noche será mía, lombriz. – Dio dos pasos hacia mí, de modo que quedamos a tan sólo doce, y volvió a lanzar el hacha al aire. Sus hombres lo animaban desde la ladera norte, mientras que los míos gritaban estentóreamente desde las murallas.
–Si tienes miedo -dije-, te doy tiempo para que vacíes las tripas.
–Las vaciaré encima de tu cadáver -contestó.
No sabía si empezar con la lanza o con Hywelbane, y me decidí por la lanza para terminar antes, siempre y cuando mi contrincante no parara el golpe con el hacha. Supe que iba a atacar pronto porque empezó a bailar el hacha haciendo intrincados dibujos en el aire que mareaban a la vista; sospeché que tenía intención de cargar con la hoja, que veía borrosa, despojarme de la lanza con el escudo y asestarme un hachazo en el cuello.
–Me llamo Wulfger -dijo con formalidad-, soy el jefe de la tribu sarnaed, del pueblo de Cerdic, y esta tierra será mía.
Saqué el brazo izquierdo de las correas del escudo, lo sujeté con la derecha y sopesé la lanza con la izquierda. No me até el escudo al brazo, sólo lo agarré fuertemente por el asidero de madera. Wulfger de los sarnaed era zurdo, es decir, que el hacha me habría caído por el flanco desprotegido si no hubiera cambiado el escudo de mano. No era muy ducho en blandir la lanza con la siniestra, pero tenía la impresión de que así terminaría antes el combate.
–Me llamo -contesté con la misma formalidad- Derfel, hijo de Aelle, rey de los anglos. Soy el que marcó a Liofa en la mejilla.
Pretendía intimidarlo con la fanfarronería y tal vez lo lograra, pero él se cuidó de no mostrarlo. Con un rugido repentino, atacó y sus hombres prorrumpieron en ensordecedores gritos de ánimo. El hacha de Wulfger silbó en el aire, colocó el escudo para despojarme de la lanza y cargó como un toro, pero entonces yo le arrojé mi escudo a la cara, de lado, para que fuera hacia él como un pesado disco de hierro ribeteado de madera.
Al ver de pronto el pesado escudo volando raudo hacia su cara, hubo de levantar el suyo y detener el violento bailoteo del hacha. Oí el impacto de mi escudo contra el suyo, pero yo ya estaba sobre una rodilla con la lanza baja apuntado hacia arriba. Wulfger de los sarnaed esquivó el escudo con rapidez, pero no logró detener su precipitada carrera hacia mí ni bajar el escudo a tiempo, de modo que siguió corriendo directo hacia la punta mortal de mi lanza. Apuntaba a su vientre, justo debajo de la coraza de hierro, donde su única protección era un grueso jubón de cuero; la lanza atravesó el cuero como la aguja el lino. Me incorporé al hundirse la cuchilla en el cuero y clavarse en la piel, en los músculos, en la carne, hasta penetrar en los intestinos de Wulfger. Me puse en pie y retorcí el asta aullando al ver que la hoja del hacha flaqueaba. Empujé nuevamente, la lanza estaba aún hundida en su vientre, y la retorcí por segunda vez; Wulfger de los sarnaed abrió la boca y me miró, y vi el horror en sus ojos. Quiso alzar el hacha, pero sólo tenía un dolor horrible en el vientre y una debilidad como si las piernas se le derritieran; entonces tropezó, boqueó en busca de aire y cayó de rodillas.
Solté la lanza y retrocedí para desenvainar a Hywelbane.
–Esta tierra es nuestra, Wulfger de los sarnaed -dije en voz alta para que sus hombres me oyeran-, y seguirá siendo nuestra. – Di una sola estocada, pero tan violenta que le rasuré la mata de pelo desde la nuca y le partí la cerviz.
Cayó sin vida en un abrir y cerrar de ojos.
Agarré la lanza por el asta, apoyé un pie en el vientre de Wulfger de los sarnaed y desclavé la cuchilla, que se resistía. Después, me agaché a arrancar la calavera de lobo del casco. Alcé el hueso a la vista del enemigo, lo tiré al suelo y lo pisoteé hasta reducirlo a migas. Despojé al vencido de su collar de oro, recogí su escudo, su hacha y su cuchillo y enseñé los trofeos a sus hombres, que me contemplaban en silencio. Los míos brincaban y aullaban eufóricos. Finalmente, me agaché de nuevo a desatarle las pesadas grebas de bronce adornadas con imágenes de Mitra, mi dios.
Me erguí con el botín.
–¡Entregadme a los niños! – dije a los sajones a gritos.
–¡Ven a buscarlos! – replicó un sajón y, de una rápida cuchillada, cortó la garganta a uno de los pequeños. Los otros dos chillaron y ambos murieron también; los sajones escupieron sobre sus cuerpecillos. Creí por un momento que mis hombres perderían el control y se lanzarían a la carga por el collado, pero Issa y Niall los retuvieron en el parapeto. Escupí al cadáver de Wulfger, hice un grotesco gesto al enemigo y me retiré colina arriba con los trofeos.
Regalé el escudo de Wulfger a un soldado de la leva, el cuchillo a Niall y el hacha a Issa.
–No lo uses en la batalla -le recomendé-, úsalo para cortar madera.
Llevé el collar de oro a Ceinwyn, pero lo rechazó con un gesto.
–No me gusta el oro de los muertos -dijo. Abrazaba a nuestras hijas y vi que había llorado. Ceinwyn no solía mostrar sus emociones. De pequeña, había aprendido a ganarse el cariño de su temible padre mostrándose alegre y tal hábito había arraigado profundamente en su manera de ser, pero en ese momento era incapaz de disimular el disgusto-. ¡Podía haberte matado! – dijo. Yo no tenía nada que decir, de modo que me agaché a su lado, cogí un puñado de hierba y limpié de sangre la hoja de Hywelbane. Ceinwyn me miraba con el ceño fruncido-. ¿Han matado a los niños?
–Sí.
–¿Quiénes eran?
–¿Quién sabe? – dije con un encogimiento de hombros-. Eran niños tomados cautivos en una incursión.
Ceinwyn suspiró y acarició la cabeza a Morwenna.
–¿Tenías que luchar?
–¿Te habría parecido mejor que mandase a Issa?
–No -admitió.
–Pues sí, tuve que luchar -dije, y en realidad había disfrutado de la pelea. Sólo los insensatos quieren la guerra, pero cuando la guerra empieza, no valen las medias tintas. No se puede luchar lamentándolo, siquiera; hay que pelear con el júbilo salvaje de acabar con el enemigo y, precisamente, el júbilo salvaje es la inspiración de nuestros bardos, lo que les hace escribir las grandes canciones de amor y de guerra. Los guerreros nos acicalábamos para la guerra como para el amor; nos engalanábamos, lucíamos oro, adornábamos con penachos los yelmos de plata, nos pavoneábamos, alardeábamos y, cuando las hojas asesinas se acercaban, nos parecía que la sangre de los dioses corría por nuestras venas. Es preciso que los hombres deseen la paz, pero si no son capaces de luchar con todo su corazón, nunca disfrutarán de ella.
–¿Qué habríamos hecho si hubieras muerto? – preguntó Ceinwyn, observando cómo me abrochaba las elegantes grebas de Wulfger por encima de las botas.
–Me habríais incinerado, amor mío -dije- para que mi espíritu fuera a reunirse con el de Dian. – Le di un beso y llevé el collar a Ginebra, que lo aceptó encantada. Junto con la libertad había perdido todas sus joyas y, aunque no apreciaba la maciza orfebrería sajona, se ciñó el collar al cuello.
–Ha sido un combate excelente -dijo, retocando las láminas doradas para que quedaran en su sitio-. Quiero que me enseñes la lengua sajona, Derfel.
–Naturalmente.
–Insultos. Quiero hacerles daño. – Se echó a reír-. Insultos groseros, los más groseros que sepas, Derfel.
Ginebra encontraría muchos sajones a los que insultar, pues no cesaban de llegar enemigos al valle. Los centinelas del lado meridional me avisaron y fui a mirar por la muralla, bajo nuestras dos enseñas; vi dos largas filas de lanceros que descendían serpenteando por los montes de levante hacia las praderas de la ribera.
–Han empezado a llegar hace un momento -me dijo Eachern-, y siguen llegando como si no fueran a parar nunca.
Y no paraban. Aquello no era una banda de guerreros que se aprestaba al combate, sino un ejército, una horda, un pueblo entero en marcha. Hombres, mujeres, animales y niños descendían como un río desde los montes orientales hacia el valle de Aquae Sulis. Los lanceros avanzaban en largas columnas y entre las columnas discurrían rebaños de vacas y ovejas e hileras irregulares de mujeres y niños. Unos jinetes flanqueaban a los de a pie y otros se agrupaban alrededor de las dos enseñas que señalaban la llegada de los reyes sajones. No era un ejército enemigo sino dos, las fuerzas conjuntas de Cerdic y Aelle y, en vez de enfrentarse a Arturo en el valle del Támesis, habían llegado allí, a donde yo estaba, con lanzas numerosas como las estrellas de la gran bóveda del cielo.
Estuve observándolos una hora; Earchen no se equivocaba. Las hileras no tenía fin; toqué los huesos del pomo de Hywelbane y supe, con mayor certidumbre que nunca, que estábamos condenados.
Aquella noche las luces de las hogueras sajonas eran como una constelación que hubiera caído en el valle de Aquae Sulis; un resplandor de fogatas que se extendía hacia el sur y se internaba hacia el oeste siguiendo la vega del río y que señalaba la situación de los campamentos del enemigo. Y aún relumbraban otros fuegos en los montes orientales, donde la retaguardia de la horda sajona había acampado aprovechando el altozano; no obstante, al amanecer, vimos bajar a esos hombres hacia el valle que se extendía a nuestros pies.
La mañana era fría, aunque prometía un día cálido. A la salida del sol, cuando el valle todavía estaba a oscuras, el humo de las hogueras sajonas se mezcló con la bruma del río, de modo que Mynydd Baddon semejaba una nave verde a la deriva en un siniestro mar gris e iluminada por el sol. Había dormido mal, pues una mujer había dado a luz durante la noche y sus gritos me obsesionaban. El niño nació muerto y Ceinwyn me contó que aún le faltaban dos o tres meses de embarazo.
–Lo han tomado como un mal presagio -añadió Ceinwyn sombríamente.
Y seguramente lo fuera, pensé, aunque no ose expresarlo en voz alta. Por el contrario, procuré mostrarme seguro.
–Los dioses no nos abandonarán -dije.
–Ha sido Terfa -me dijo Ceinwyn, refiriéndose a la mujer que nos había torturado durante la noche con sus gemidos-. Era su primer hijo, un niño. ¡Qué chiquito era! – Vaciló un momento y luego me sonrió con tristeza-. Derfel, cunde el temor de que los dioses nos hayan abandonado desde Samain.
Ceinwyn puso en palabras uno de mis temores, pero tampoco quise mostrarlo abiertamente.
–¿Tú lo crees así? – le pregunté.
–No quiero creerlo -respondió. Pensó unos momentos e iba a decir algo cuando nos interrumpió un grito proveniente del sur de la muralla. No me moví y el grito se repitió. Ceiwnyn me tocó el brazo-. Ve -me dijo.
Acudí corriendo al lado sur, al encuentro de Issa, que había montado guardia durante la noche y había observado las sombras y el humo del valle.
–Unos doce bellacos -me dijo.
–¿Dónde?
–¿Veis el seto? – Señaló hacia el pie de la desnuda ladera, donde un seto de espino cuajado de flores blancas señalaba el final del monte y el comienzo de las tierras de labor-. Están allí. Les vimos cruzar el campo de trigo.
–Sólo nos están mirando -dije con rabia, irritado por haber interrumpido la conversación de Ceinwyn por tal nimiedad.
–No lo sé, señor. Hay algo raro. ¡Allí! – Señaló hacia el mismo punto y vi a un grupo de lanceros trepar por en medio del seto. Avanzaban agazapados por la parte del espino que veíamos nosotros y parecía que mirasen atrás, en vez de arriba. Aguardaron unos momentos y, de repente, echaron a correr hacia nosotros-. ¡No serán desertores! – aventuró Issa-. ¡No puede ser!
Verdaderamente, era extraño que alguien desertara de aquel vasto ejército sajón para unirse a nuestra asediada banda, pero Issa estaba en lo cierto, pues cuando los once hombres se encontraban en mitad de la subida invirtieron los escudos ostentosamente. Los centinelas sajones avistaron por fin a los traidores y una veintena de lanceros se lanzaron en su persecución, pero los once fugitivos contaban con gran ventaja para llegar hasta nosotros sanos y salvos.
–Tráelos a mi presencia tan pronto como lleguen -le dije a Issa, y volví al centro de la cima a ponerme la armadura y a ceñirme a Hywelbane a la cintura-. Desertores -le dije a Ceinwyn.
Issa cruzó la extensión de hierba con los once hombres. Primero reconocí la enseña de los escudos, el águila pescadora de Lancelot con un pez entre las garras, y después reconocí a Bors, el primo y paladín de Lancelot. Sonrió con inquietud al verme, pero le saludé con una amplia sonrisa y se tranquilizó.
–¡Lord Derfel! – me saludó. Venía sofocado de la subida, jadeando con todo su fornido cuerpo.
–Lord Bors -respondí con formalidad, y luego lo abracé.
–Si he de morir -declaró- que sea en mi propio bando. – Nos dijo el nombre de sus lanceros, todos britanos que habían servido a Lancelot y que habían empuñado las lanzas contra los britanos a su pesar. Se inclinaron ante Ceinwyn y luego se sentaron mientras les servían pan, hidromiel y buey en salazón. Nos contaron que Lancelot había ido hacia el norte a reunirse con Cerdic y Aelle y que en ese momento todas las fuerzas sajonas se habían concentrado en el valle al pie del cerro-. Dicen que hay más de dos mil hombres -nos informó.
–Yo cuento con menos de trescientos. – Bors sonrió.
–Pero Arturo está aquí, ¿no es cierto? – preguntó.
–No -respondí.
Bors se quedó mirándome con la boca abierta y llena de comida.
–¿No está aquí? – inquirió al fin.
–Por lo que yo sé, se encuentra en el norte, lejos de este lugar.
Tragó el bocado y juró en voz baja.
–Entonces, ¿quién está aquí? – preguntó.
–Sólo yo -dije, e indiqué la cima- y lo que ves.
Levantó un cuerno de hidromiel y bebió profusamente.
–En tal caso, supongo que moriremos -dijo con gravedad.
Bors creía que Arturo se encontraba en Mynydd Baddon. Y, según nos dijo, tanto Cerdic como Aelle lo creían también, por eso se habían dirigido al sur desde el Támesis, hasta Aquae Sulis. Los sajones, que nos habían obligado a refugiarnos allí, habían visto la enseña de Arturo en la cima de Mynydd Baddon y habían mandado noticia de su presencia a los reyes sajones, que andaban buscándolo por los confines del alto Támesis.
–Esos bellacos conocían vuestros planes -me dijo Bors- y sabían que Arturo quería luchar en las cercanías de Corinium, pero allí no lo encontraron. Y ahora quieren encontrarlo, Derfel, quieren encontrarlo antes de que Cuneglas se una a él. Piensan que acabando con Arturo, Britania entera se rendirá. – Sin embargo, Arturo, el inteligente Arturo, había dado esquinazo a Cerdic y a Aelle, y luego los reyes sajones oyeron que la enseña del oso ondeaba en un monte cerca de Aquae Sulis, motivo por el cual volvieron sus lentos ejércitos hacia el sur y enviaron órdenes a Lancelot de unir sus fuerzas a las de ellos.
–¿Tienes noticias de Culhwch? – le pregunté.
–Anda por ahí -respondió sin precisión, señalando hacia el sur-. No dimos con él. – De pronto se puso tenso y, al volverme, vi que Ginebra nos observaba. Se había despojado de sus ropas de prisionera y llevaba un corpino de cuero, calzones de lana y botas altas: ropas de hombre, como las que solía ponerse en las partidas de caza. Más tarde supe que las había encontrado en Aquae Sulis y, aunque eran de poca calidad, conseguía imprimirles elegancia. Llevaba el collar sajón de oro al cuello, un carcaj con flechas a la espalda, un arco de cazador en la mano y un puñal en la cintura.
–Lord Bors -saludó fríamente al paladín de su antiguo amante.
–Señora. – Bors se puso en pie y le hizo una torpe reverencia.
Ginebra se fijó en el escudo, que aún llevaba la enseña de Lancelot, y arqueó una ceja.
–¿También vos os habéis cansado de él? – le preguntó.
–Soy britano, señora -respondió Bors con rigidez.
–Y muy valiente -replicó Ginebra cálidamente-. Creo que somos afortunados por contar con vos aquí. – Sus palabras eran absolutamente ciertas y Bors, que se había sentido cohibido al encontrarla allí, pareció cohibido y complacido a un tiempo. Musitó que se alegraba de verla y, completamente ruborizado, añadió que no sabía de galanterías-. ¿Debo suponer -le preguntó aún- que vuestro antiguo señor se ha unido a los sajones?
–Así es, señora.
–Entonces, ruego por que se ponga al alcance de mi arco -replicó Ginebra.
–Tal vez no, señora -dijo Bors, pues sabía que Lancelot procuraba alejarse siempre del peligro-, pero tendréis cuanto sajones queráis para matar antes de que acabe el día. Más de los que deseéis.
Y no erraba, pues en el val, donde las últimas brumas del río se evaporaban al sol, la horda sajona se reunía. Cerdic y Aelle, convencidos aún de que su mayor enemigo se encontraba atrapado en Mynydd Baddon, planeaban un asalto demoledor. No sería un ataque sutil, pues no vimos lanceros aprestándose por los flancos, sino, sencillamente, un definitivo martillazo frontal asestado con fuerza inconmensurable por la vertiente meridional de Mynydd Baddon. Cientos de guerreros iban reuniéndose para la ofensiva, y sus lanzas, en apretada formación, destellaban a las primeras luces del sol.
–¿Cuántos son? – me preguntó Ginebra.
–Demasiados, señora -contesté sin ánimo.
–La mitad del ejército -dijo Bors, y explicó a Ginebra que los reyes sajones creían que Arturo y sus mejores hombres se encontraban atrapados en la cima del cerro.
–¿De modo que los ha engañado? – preguntó Ginebra, no sin una nota de orgullo.
–O tal vez los hayamos engañado nosotros -dije sombríamente, señalando la enseña de Arturo que ondeaba irregularmente mecida por la suave brisa.
–Entonces, tenemos que vencerlos -replicó Ginebra con brío, aunque de qué forma, yo no lo sabía. Nunca me había sentido tan derrotado como en ese momento desde la noche estremecedora que hubimos de pasar atrapados en Ynys Mon, rodeados por los hombres de Diwrnach, pero aquel día contábamos con Merlín por aliado y, gracias a sus poderes mágicos, logramos salir de la trampa. Pero ya no tenía la magia de mi parte y no preveía sino una derrota segura.
Durante toda la mañana vi congregarse a los guerreros sajones entre el trigo, a sus druidas recorrer las filas bailoteando y a los cabecillas arengando a los lanceros. Los de las primeras líneas se mantenían firmes, eran soldados curtidos que habían jurado lealtad a su señor, pero el resto de la incontable muchedumbre debía de asemejarse a nuestros soldados de leva, fyrd, como decían los sajones, y ésos se extraviaban una y otra vez. Unos se dirigían al río y otros pretendían volver al campamento y, viéndolos desde nuestra altura dominante, semejaban un vasto rebaño que los pastores trataran de mantener unido. Tan pronto como un lado del ejército se reunía, el otro empezaba a desmembrarse y vuelta a empezar, y los tambores sajones no dejaban de retumbar. Utilizaban grandes troncos huecos, que golpeaban con mazos de madera para que su latir de muerte resonara desde el monte boscoso hasta el otro lado del valle. Estarían bebiendo cerveza, reuniendo el coraje necesario para subir hacia nuestras lanzas. Algunos de mis hombres se atiborraban de hidromiel. Yo les recomendaba que no lo hicieran, pero prohibir la bebida a un soldado era como prohibir ladrar a un perro, y muchos de mis hombres necesitaban el fuego que el hidromiel enciende en las entrañas, pues sabían contar tan bien como yo. Mil hombres se aprestaban contra menos de trescientos.
Bors solicitó situarse en el centro del frente con sus hombres, y me pareció justo. Le deseaba una muerte rápida, por hacha o por lanza, pues si lo apresaban con vida sufriría una agonía larga y horrorosa. Él y sus hombres habían quitado el forro de sus escudos y los habían dejado con la madera al aire; bebían hidromiel sin parar, y no era de extrañar.
Issa permanecía sobrio.
–Nos arrollarán, señor -me dijo con preocupación.
–Ciertamente -dije, y ojalá hubiera tenido algo más animoso que decir, pero en verdad estaba como paralizado a la vista del enemigo y no sabía qué hacer respecto al asalto. No dudaba que mis mejores soldados fueran capaces de luchar contra los más aventajados lanceros sajones, pero yo sólo contaba con hombres suficientes para formar una barrera de escudos de cien pasos de amplitud, y el asalto de los sajones, cuando se produjera, mediría tres veces más. Lucharíamos en el centro, mataríamos, pero el enemigo treparía por los flancos para adueñarse de la cima y masacrarnos desde atrás.
Issa sonrió brevemente. Llevaba un yelmo con cola de lobo que yo le había dado y lo había adornado con una serie de estrellas de plata. Scarach, su mujer, que esperaba un hijo, había encontrado una mata de verbena cerca de un manantial e Issa llevaba una rama en el casco con la esperanza de que le protegiera del mal. Me ofreció unas hojas, pero las rechacé.
–Guárdalas para ti -le dije.
–¿Qué vamos a hacer, señor? – me preguntó.
–No podemos escapar -dije. Había pensado en huir a la desesperada hacia norte, pero había sajones al otro lado del collado septentrional y tendríamos que luchar para subir la pendiente al encuentro de sus lanzas. Había pocas posibilidades de conseguirlo y muchas de quedar atrapados en el collado entre dos enemigos situados en terreno elevado-. Tenemos que vencerlos aquí -dije, disimulando el convencimiento de que no venceríamos jamás. Podríamos habernos enfrentado a cuatrocientos, incluso a seiscientos, pero no a los mil sajones que se preparaban al pie del cerro.
–Si tuviéramos un druida -dijo Issa y, aunque dejó morir la idea, supe con exactitud qué era lo que le irritaba. Pensaba que no era bueno ir a la batalla sin algunas oraciones. Los cristianos de nuestro bando rezaban con los brazos extendidos a los lados como su dios crucificado y me habían dicho que no necesitaban la intercesión de sacerdotes; a los paganos, por el contrario, nos gustaba oír la lluvia de maldiciones que los druidas mandaban contra el enemigo antes de la batalla. Pero no teníamos druida y su ausencia no sólo nos privaba del poder de sus maldiciones sino que parecía predecir que a partir de entonces tendríamos que luchar sin nuestros dioses, porque nos habían abandonado, irritados por haber interrumpido la ceremonia de Mai Dun.
Llamé a Pyrlig y le ordené que maldijera al enemigo. Se quedó pálido.
–Yo soy bardo, señor, no druida -argüyó.
–¿Empezaste a formarte como druida?
–Como todos los bardos, señor, pero jamás fui iniciado en sus misterios.
–Pero eso no lo saben los sajones -repliqué-. Baja el cerro, salta a la pata coja, maldice sus espíritus sucios y condénalos al estercolero de Annwn.
Pyrlig hizo cuanto pudo, pero no sabía saltar a la pata coja y tuve para mí que en sus maldiciones había más temor que vituperio. Los sajones, al verlo, enviaron a seis hechiceros para contrarrestar la magia. Los hechiceros desnudos, con el pelo lleno de pequeños amuletos mágicos y peinado en grotescas puntas tiesas impregnadas de boñiga de vaca, subieron cuesta arriba escupiendo y maldiciendo a Pyrlig, el cual empezó a recular nerviosamente ante su avance. Uno de los magos sajones llevaba un hueso humano de la cadera, con el que persiguió a Pyrlig ladera arriba; cuando percibió el miedo no disimulado de nuestro bardo, el hechicero sajón empezó a contorsionarse obscenamente. Los magos enemigos se acercaron más aún, de modo que oímos sus voces chillonas superpuestas al tronar de los tambores en el valle.
–¿Qué dicen? – preguntó Ginebra, que se había acercado a mí.
–Utilizan conjuros, señora -dije-. Suplican a sus dioses que nos llenen el corazón de temor y hagan que se nos derritan las piernas. – Volví a prestar atención a sus canturreos-. Ruegan que nos quedemos ciegos, que se nos quiebren las lanzas y se nos mellen las espadas. – El hombre del hueso de la cadera descubrió a Ginebra y se volvió hacia ella para vomitarle una larga sarta de improperios obscenos.
–¿Y ahora qué dice? – me preguntó Ginebra.
–No es preciso que lo sepáis, señora.
–Sí, Derfel, sí.
–Pues pongamos que no deseo repetíroslo.
Ginebra se rió. El hechicero, que se hallaba a sólo treinta pasos de nosotros, impulsó su entrepierna tatuada en dirección a Ginebra y agitó la cabeza con los ojos en blanco diciendo a gritos que era una bruja maldita, que sus entrañas quedarían secas como la corteza y sus pechos se tornarían amargos como la hiél; de pronto algo me restalló junto al oído y el hechicero calló. Una flecha le atravesó la garganta limpiamente, de modo que una mitad sobresalía por la nuca y la vara emplumada por debajo de la barbilla. Miró a Ginebra, gorgoteó y se le cayó el hueso de la mano. Tocó la saeta sin dejar de mirar a Ginebra y, con un estremecimiento, se derrumbó en el suelo.
–Trae muy mala suerte matar a los magos del enemigo -le dije con suave reproche.
–Ya no -replicó Ginebra en tono vengativo-, ya no. – Sacó otra flecha del carcaj y la colocó en la cuerda del arco, pero los otros cinco brujos, al ver la suerte de su compañero, echaron a correr colina abajo, fuera del alcance del arco. Corrían enfurecidos, protestando por nuestra mala fe. Tenían derecho a protestar y temí que la muerte del hechicero inflamara al enemigo de fría cólera. Ginebra quitó la flecha del arco-. Entonces, ¿qué van a hacer, Derfel? – me preguntó.
–Dentro de unos minutos esa masa inmensa de hombres subirá al cerro. Y veréis de qué guisa lo hacen. – Señalé a la formación sajona, donde todavía se empujaba y se obligaba a formar a algunos hombres-. Cien soldados en el frente, respaldados por nueve o diez en cada fila que los empujarán hacia nuestras lanzas. Podemos luchar contra los cien primeros, señora, pero nuestras filas sólo cuentan con dos o tres hombres cada una y no podremos obligarlos a recular ladera abajo. Detendremos el avance unos momentos, las barreras de escudos se enfrentarán, pero no lograremos que retrocedan y, cuando vean que todos nuestros hombres están ocupados en la línea de defensa, mandarán las filas de retaguardia a que nos envuelvan por detrás y nos derroten.
Me miraba fijamente con sus ojos verdes, con un leve gesto de burla. Era la única mujer capaz de mirarme directamente a los ojos y su mirada directa siempre me resultó inquietante. Ginebra tenía facilidad para hacer que los hombres se sintieran peleles, aunque aquel día, mientras los tambores sajones atronaban y la gran horda se disponía a subir hacia nuestras lanzas, no me deseó sino éxito en la empresa.
–¿Es decir, que hemos perdido? – preguntó con ligereza.
–Digo, señora, que ignoro si podré vencer -respondí gravemente. No sabía si reaccionar inesperadamente haciendo formar en cuña a mis hombres para que cargaran cerro abajo y hendieran profundamente la masa de sajones. Era posible que un ataque de tales características sorprendiera al enemigo, e incluso sembrara el pánico, pero había peligro de que mis hombres quedaran rodeados en la ladera y, cuando cayera el último, los sajones se abalanzaran sobre la cumbre y tomaran a nuestras familias indefensas.
Ginebra se colgó el arco al hombro.
–Podemos vencer -dijo con aplomo-, podemos ganar fácilmente. – Por un momento no tomé sus palabras en serio-. Puedo hacer añicos su coraje -dijo con más energía.
La miré y la vi pletórica de un júbilo feroz. Si aquel día iba a hacer un pelele de algún hombre, sería de Cerdic y de Aelle, no de mí.
–¿Cómo, señora?
–¿Confías en mí, Derfel? – me preguntó con la malicia retratada en la cara.
–Confío en vos, señora.
–Entonces, dame veinte hombres valientes.
Dudé. Había tenido que dejar algunos lanceros en el flanco norte del cerro, atentos a un posible asalto por el collado, y no podía permitirme perder a veinte de la defensa principal del sur, pero, aunque hubiera contado con doscientas lanzas más, sabía que la batalla estaba perdida de antemano, de modo que asentí.
–Os doy veinte hombres de la leva -le dije-, y vos me dais la victoria. – Sonrió y se alejó; llamé a Issa y le pedí que escogiera a veinte jóvenes y se los mandara a Ginebra-. ¡Nos va a dar la victoria! – le dije en voz alta para que mis hombres lo oyeran; y ellos, percibiendo una esperanza en un día harto desesperanzado, sonrieron y hasta rieron.
Sin embargo, pensé, para vencer hacía falta un milagro, o bien abundantes refuerzos. ¿Dónde estaría Culhwch? Me había pasado el día esperando columbrar sus tropas por el sur, pero en vano, y pensé que habría dado un gran rodeo en Aquae Sulis para tratar de unirse a Arturo. De ninguna otra parte podía esperar tropas aliadas, aunque en realidad, incluso con los refuerzos de Culhwch, no habríamos reunido número suficiente para detener el asalto sajón.
Se acercaba el momento. Los hechiceros habían cumplido su cometido, un grupo de jinetes sajones abandonó las filas y subió por la ladera. Pedí mi caballo a gritos, Issa puso las manos para ayudarme a montar y marché colina abajo al encuentro de los emisarios del enemigo. Podría haberme acompañado Bors, pues era lord, pero no quiso enfrentarse a los hombres de cuyo bando acababa de desertar y acudí solo.
Se acercaron nueve sajones y tres britanos, uno de los cuales era Lancelot, tan apuesto como siempre, con la blanca cota que resplandecía al sol y el yelmo de plata, adornado con dos alas de cisne que se rizaban al suave viento. Sus compañeros eran Amhar y Loholt, que cabalgaban contra su padre bajo la calavera y el pellejo humano de la enseña de Cerdic y la de mi propio padre, un gran cráneo de toro rociado de sangre fresca en honor de la nueva guerra. Cerdic y Aelle subieron el cerro acompañados por media docena de cabecillas sajones, todos fornidos, ataviados con pieles y luciendo largos bigotes que les llegaban al cinturón de la espada. El último sajón era el intérprete, que cabalgaba con escasa gracia, como todos los sajones, incluso yo mismo. Sólo Lancelot y los gemelos eran buenos jinetes.
Nos encontramos a medio camino. A los caballos no les gustaba la pendiente y se removían inquietos. Cerdic levantó la mirada hacia nuestros parapetos con el ceño fruncido. Veía las dos enseñas y una hilera erizada de puntas de lanza que asomaba por encima de la barricada improvisada, pero nada más. Aelle me saludó con una amplia sonrisa y Lancelot evitó mi mirada.
–¿Dónde está Arturo? – preguntó Cerdic por fin, imperiosamente. Me miraba con sus ojos claros, bajo un casco ribeteado de oro y macabramente coronado por la mano humana de algún britano, sin duda. El trofeo había sido ahumado al fuego, de modo que la piel estaba negruzca y los dedos agarrotados parecían garras.
–Arturo reposa, lord rey. Me ha encargado que acabe con vos mientras piensa en la forma de limpiar Britania de vuestro fétido olor. – El intérprete murmuró unas palabras al oído de Lancelot.
–¿Arturo está aquí? – preguntó Cerdic. Según el dictado de las convenciones los jefes debían parlamentar antes de comenzar la batalla y Cerdic interpretaba mi comparecencia como un insulto. Esperaba que Arturo saliera a su encuentro, en vez de un segundón.
–Señor, está aquí -contesté airosamente- y en todas partes. Merlín lo transporta por las nubes.
Cerdic escupió. Llevaba una armadura opaca, sin más pompa que la morbosa mano del penacho de su casco, con ribete de oro. Aelle, como de costumbre, iba envuelto en pieles negras, con oro en las muñecas y en el cuello y un solo cuerno de toro en el centro del casco. Era el más viejo, pero fue Cerdic, como siempre, quien llevó la voz cantante y se dirigió a mí despectivamente con una expresión astuta y malcarada.
–Más os valdría -dijo- desfilar ladera abajo y dejar las armas en el suelo. Sacrificaríamos a unos pocos como tributo a los dioses y esclavizaríamos al resto, pero tienes que entregarnos a la mujer que mató a nuestro hechicero. A ella la mataremos.
–Lo mató porque así se lo ordené -dije- en pago por la barba de Merlín. – Había sido Cerdic quien cortara de un tajo un mechón de la barba a Merlín, ofensa que yo no tenía intención de perdonar.
–En tal caso, te mataremos a ti -dijo Cerdic.
–Ya lo intentó Liofa en una ocasión -dije para aguijonearlo-, y ayer Wulfger quiso arrebatarme el espíritu, sin embargo es él quien se halla en la pocilga de sus antecesores en este momento.
–No te mataremos, Derfel -terció entonces Aelle, con voz ronca-, siempre y cuando te rindas. – Cerdic inició una protesta, pero Aelle lo hizo callar con un gesto brusco de la maltrecha mano diestra-. A él no lo mataremos -insistió-. ¿Entregaste el anillo a tu mujer? – me preguntó.
–Lo lleva puesto, lord rey -dije, señalando a la cima del cerro.
–¿Está ahí? – preguntó sorprendido.
–Con vuestras nietas.
–Déjame verlas -dijo Aelle. Cerdic volvió a protestar. Estaba allí para ultimar los requisitos previos a la matanza, no para presenciar una feliz, reunión familiar, pero Aelle hizo caso omiso de sus protestas-. Quiero verlas una vez -me dijo, y me volví hacia la cima para llamarlas.
Un momento después apareció Ceinwyn con Morwenna de una mano y Seren de la otra. Vacilaron en lo alto de la muralla y luego saltaron con delicadeza a la hierba. Ceiwnyn llevaba un sencillo vestido de lino, pero su cabello brillaba como el oro a la luz del sol de primavera y, una vez más, me pareció que poseía una belleza mágica. Se me hizo un nudo en la garganta y se me llenaron los ojos de lágrimas cuando la vi bajar, ligera, por la ladera. Seren parecía nerviosa, pero Morwenna avanzaba con un gesto de desafío en la cara. Se detuvieron al lado de mi montura y alzaron el rostro hacia los reyes sajones. Ceinwyn y Lancelot intercambiaron una mirada y mi mujer escupió deliberadamente en la hierba para conjurar su nefasta presencia.
Cerdic fingió indiferencia, pero Aelle bajó con poca agilidad de su gastada silla de cuero.
–Diles que me alegro de conocerlas -me pidió-, y dime cómo se llaman las niñas.
–La mayor es Morwenna -dije-, y la menor, Seren, que quiere decir estrella. – Miré a mis hijas-. Este rey -les dije en britano- es vuestro abuelo.
Aelle rebuscó entre sus pieles negras y sacó dos monedas de oro. Dio una a cada niña y luego miró a Ceinwyn sin pronunciar palabra. Ella comprendió lo que quería y, tras soltar las manos de las niñas, se acercó a él y se dejó abrazar. Seguro que Aelle atufaba, pues tenía las pieles grasientas y sucias, pero Ceinwyn no se inmutó. Cuando la hubo besado, Aelle dio un paso atrás, le besó la mano y sonrió al ver el fragmento de ágata verde azulado engarzado en el anillo de oro.
–Dile que le perdonaré la vida, Derfel.
Así se lo dije, y ella sonrió.
–Dile que mejor sería si se volviera a su tierra -replicó-, y que nos alegraríamos mucho de ir allí a visitarlo.
Aelle sonrió al escuchar la traducción, pero Cerdic frunció el ceño.
–¡Esta tierra es nuestra! – declaró; mientras Cerdic hablaba, su caballo pateó el suelo y las ponzoñosas palabras hicieron retroceder a mis hijas.
–Diles que se vayan -me dijo Aelle-, pues debemos hablar de la guerra. – Se quedó mirándolas mientras subían la empinada colina-. Tienes el gusto de tu padre por la mujeres hermosas -comentó.
–Y el gusto britano por el suicidio -remató Cerdic-. Se te garantiza la vida -prosiguió-, pero sólo si bajas el cerro ahora y abandonas las lanzas en el camino.
–Abandonare las lanzas en el camino, lord rey, con vuestro cuerpo ensartado en ellas.
–Maullas como un gato -dijo Cerdic con desdén. Luego miró más allá de donde yo estaba y su expresión se agravó, me volví y vi a Ginebra encaramada en la muralla. Parecía muy alta y de largas piernas con las ropas de cazador, con su mata abundante de pelo rojo y con el arco al hombro cual diosa de la guerra. Cerdic debió de reconocer en ella a la mujer que había matado a su hechicero-. ¿Quién es? – inquirió con fiereza.
–Pregunta a tu perro faldero -contesté, señalando a Lancelot, y luego, sospechando que el intérprete no había traducido mis palabras literalmente, las repetí en lengua britana. Lancelot no se inmutó.
–Ginebra -dijo Amhar al intérprete de Cerdic-, la ramera de mi padre -añadió con una fea mueca.
Yo había dicho cosas peores de Ginebra en un tiempo, pero faltóme paciencia para escuchar la burla de Amhar. No profesaba afecto alguno a la princesa, pues la encontraba arrogante, testaruda, inteligente y burlona en exceso para ser una buena compañía; mas durante los últimos días se había despertado mi admiración por ella y, súbitamente, me oí a mí mismo escupiendo insultos a Amhar. Ahora no recuerdo lo que dije, sólo que la rabia impregnaba mis palabras de una perversidad viperina. Debí de llamarlo lombriz, traidor inmundo, criatura sin honor, rapaz que acabaría ensartado en la espada de un hombre antes de la puesta del sol… Le escupí, le maldije, le hice bajar por la ladera, a la vez que a su hermano, cubriéndolo de insultos, y después me dirigí a Lancelot.
–Vuestro primo Bors os manda recuerdos -le dije- y promete sacaros las tripas por la boca, y rogad por que así sea, pues si caéis en mis manos vuestro espíritu gemirá.
Lancelot escupió pero no se molestó en responder. Cerdic se divirtió con la confrontación.
–Disponéis de una hora para bajar y postraros ante mí -concluyó-, de lo contrario vendremos a mataros. – Volvió grupas y espoleó al caballo cuesta abajo. Lo siguieron Lancelot y los demás y Aelle quedó solo junto a su caballo.
Me dedicó una media sonrisa casi abierta.
–Al parecer, tenemos que enfrentarnos, hijo mío.
–Eso parece.
–¿Es cierto que Arturo no se encuentra aquí?
–¿Para eso habéis venido, lord rey? – pregunté a mi vez, sin responder a su pregunta.
–Si acabamos con Arturo -dijo llanamente- la guerra estará ganada.
–Primero tenéis que matarme a mí, padre.
–¿Crees que no lo haría? – me preguntó secamente, y luego me tendió la mano mutilada. Le di un breve apretón y vi cómo descendía la pendiente con el caballo por las riendas.
Issa me recibió con una mirada inquisitiva.
–Hemos ganado la batalla de las palabras -dije con severidad.
–Un buen comienzo, señor -replicó con ligereza.
–Pero ellos pondrán el punto final -repliqué en voz baja, y me volví a mirar a los reyes, que se reunían con sus hombres nuevamente. Los tambores redoblaron. El último sajón había tomado posiciones en la densa masa humana que ascendería con la intención de pasarnos por las armas y, a menos que Ginebra fuera de verdad una diosa de la guerra, yo no sabía cómo impedir la derrota.