Cuando empecé a escribir la vida de Arturo creí que sería un relato de hombres, una crónica de espadas y lanzas, batallas victoriosas y fronteras establecidas, tratados incumplidos y reyes destronados, porque, ¿no es así como se cuenta la historia? Cuando recitamos la genealogía de nuestros reyes no nombramos a las madres ni a las abuelas, sino que decimos Mordred ap Mordred ap Uther ap Kustennin ap Kynnar, y así sucesivamente hasta llegar al gran Beli Mawr, que es el padre de todos nosotros. Son hombres quienes cuentan la historia refiriendo hechos de otros hombres, mas en esta historia de Arturo las mujeres relumbran como los salmones en las aguas negras.
Los hombres hacen la historia, en efecto, y no puedo negar que fueron los hombres los que hundieron Britania. Éramos cientos, todos cubiertos de cuero y hierro, armados de escudo, lanza y espada, y nos creíamos dueños de Britania porque éramos guerreros, pero bastó un hombre y una mujer para hundirla, y de los dos, la mujer causó los mayores desastres. Por una maldición suya pereció todo un ejército, y a ella se refiere esta crónica, pues era la enemiga de Arturo.
«¿Quién?», me preguntará Igraine cuando lea estas palabras.
Igraine es mi reina. Espera un hijo, cosa que a todos nos llena de alegría. Su esposo es el rey Brochvael de Powys y, actualmente, vivo bajo su protección en este pequeño monasterio de Dinnewrac, donde escribo la crónica de Arturo. Escribo por orden de la reina Igraine, tan joven que no conoció al emperador. Así es como lo llamábamos, Amherawdr en lengua britana, aunque Arturo apenas usaba ese título. Escribo en lengua sajona porque soy sajón y porque el obispo Sansum, el santo varón que gobierna nuestra pequeña comunidad de Dinnewrac, jamás me permitiría escribir la historia de Arturo. Sansum odia a Arturo, injuria su recuerdo y le llama traidor; por tal motivo, Igraine y yo le hemos dicho que me estoy ocupando de transcribir los Santos Evangelios en lengua sajona y, puesto que Sansum no habla sajón ni sabe leer lengua alguna, el ingenuo ardid nos ha permitido recoger la historia hasta el momento presente.
A partir de ahora el relato deviene más tenebroso y difícil de transmitir. A veces, cuando pienso en mi bienamado Arturo, veo el cénit de su gloria como un espléndido día de sol, y sin embargo… ¡cuan presto acudieron las nubes! Más tarde, como veremos, las nubes escamparon y el sol endulzó nuevamente el paisaje de Arturo, pero luego llegó la noche y desde entonces no hemos vuelto a ver el sol.
Fue Ginebra la que oscureció el sol del mediodía. Sucedió durante la rebelión, cuando Lancelot, a quien Arturo tenía por amigo, trató de usurpar el trono de Dumnonia, empresa fallida en la que recibió ayuda de los cristianos, los cuales, engañados por sus cabecillas, entre los que se contaba el obispo Sansum, creíanse en el deber sacrosanto de limpiar el país de paganos y preparar así la isla para el segundo advenimiento de nuestro Señor Jesucristo, predicho para el año 500. Lancelot recibió también el apoyo de Cerdic, rey sajón que lanzó un ataque terrorífico sobre el valle del Támesis con la intención de dividir Britania. Si los sajones hubieran llegado al mar Severn, los reinos britanos del norte habrían quedado separados de los del sur, aunque por la gracia de los dioses, no sólo vencimos a Lancelot y a su chusma cristiana, sino también a Cerdic. Mas en medio de la derrota, Arturo descubrió la traición de Ginebra. La sorprendió desnuda en brazos de otro hombre y fue como si el sol desapareciera del cielo.
–En realidad no lo entiendo -me dijo Igraine un día de finales de verano.
–¿Qué es lo que no entendéis, mi querida señora? – le pregunté.
–Arturo amaba a Ginebra, ¿no es así?
–En efecto.
–Entonces, ¿por qué no podía perdonarla? Yo he perdonado los devaneos de Brochvael con Nwylle. – Nwylle, amante de Brochvael, contrajo una enfermedad de la piel que desfiguró su belleza. Sospecho, aunque jamás lo he preguntado, que Igraine recurrió a un encantamiento para hacer enfermar a su rival. Aunque mi reina diga que es cristiana, el cristianismo es una religión que no ofrece el consuelo de la venganza a sus adeptos. Para esos asuntos es necesario acudir a las viejas conocedoras de las hierbas que hay que arrancar y los conjuros que hay que pronunciar durante la luna menguante.
–Vos perdonáis a Brochvael, pero ¿os habría perdonado él a vos?
Igraine se estremeció.
–¡Oh, no! Me habría quemado viva en la hoguera, según la ley.
–Arturo habría podido condenar a Ginebra a la hoguera -dije-, y muchos hombres le aconsejaron que así lo hiciera, pero la amaba; la amaba apasionadamente y por eso no podía matarla ni perdonarla. No al principio, al menos.
–¡Entonces estaba loco! – exclamó Igraine. Es muy joven y hace gala de la incuestionable certidumbre de la juventud.
–Era muy orgulloso -dije-, y tal vez esa fuera su locura, pero también la de los demás. – Me quedé pensando-. Quería muchas cosas -proseguí-, quería una Britania libre y derrotar a los sajones, pero en el fondo del alma deseaba que Ginebra le manifestase constantemente que era un hombre de bien. Y cuando ella yació con Lancelot, Arturo lo consideró una prueba de que él era inferior. Naturalmente, no era cierto, pero le dolió. ¡Cuánto le dolió! Jamás he visto hombre tan dolido. Le partió el corazón.
–Entonces, ¿la confinó? – me preguntó Igraine.
–La confinó -contesté, y me acordé de que fui obligado a llevar a Ginebra al santuario del Santo Espino, en Ynys Wydryn, donde Morgana, la hermana de Arturo, se convertiría en su carcelera. Jamás existió el menor afecto entre Ginebra y Morgana. La una era pagana, la otra cristiana, y el día en que la dejé encerrada en el recinto del santuario fue una de las pocas ocasiones en que la vi llorar-. «Se quedará aquí», me dijo Arturo, «hasta el día de su muerte».
–Los hombres están locos -declaró Igraine, y me miró de reojo-. ¿Y vos, fuisteis infiel a Ceinwyn alguna vez?
–No -repliqué con sinceridad.
–¿Alguna vez tuvisteis la tentación?
–Sí, claro. La lujuria no desaparece con la felicidad, mi señora. Además, ¿qué mérito tendría la fidelidad si no fuera puesta a prueba?
–¿Creéis que hay mérito en la fidelidad? – me preguntó, y yo me pregunté a mi vez en qué joven y apuesto guerrero de la fortaleza de su esposo se habría fijado mi señora. De momento, su estado de buena esperanza le impediría cometer una locura, pero temí lo que pudiera suceder después. Nada, tal vez. Sonreí.
–Queremos que nuestra amada nos sea fiel, señora. ¿No es lógico que ella quiera lo mismo de nosotros? La fidelidad es un don que ofrecemos a los que amamos. Arturo se lo entregó a Ginebra, pero ella no podía corresponderé porque ansiaba otra cosa.
–¿Qué cosa?
–Gloria, pero Arturo siempre fue reacio a la gloria. La alcanzó, pero no le deleitaba. Ginebra quería una escolta de mil jinetes, vistosas enseñas ondeando por encima de su cabeza y la isla entera de Britania postrada a sus pies. Lo único que Arturo quería era justicia y buenas cosechas.
–Y una Britania libre y derrotar a los sajones -añadio Igraine secamente.
–Sí, eso también -reconocí-, y otra cosa más, una cosa a la que aspiraba por encima de todo. – El recuerdo me hizo sonreír y pensé que quizás, de todas las ambiciones de Arturo, esa última fuera la más difícil de conseguir y la que los pocos que seguíamos siendo amigos suyos jamás creímos que ansiara de verdad.
–Continuad -me apremió Igraine, creyendo que me dejaba llevar por la soñolencia.
–Sólo deseaba un trozo de tierra -dije-, una casa, algunas vacas y una herrería propia. Quería ser un hombre normal, quería que otros cuidaran de Britania mientras él buscaba la felicidad.
–¿Y jamás la encontró? – preguntó Igraine.
–La encontró -le aseguré, pero no el mismo verano de la revuelta de Lancelot. Fue aquel un verano cruento, un tiempo de represalias, la época en que Arturo sometió a Dumnonia sin contemplaciones, por la fuerza.
Lancelot huyó hacia el sur, a su tierra belga. A Arturo le habría gustado mucho perseguirlo, pero en aquellos momentos la amenaza más inminente era la invasión de los sajones de Cerdic. Al final de la revuelta, Cerdic había avanzado hasta Corinium y habría tomado la plaza de no haber enviado los dioses una epidemia que causó grandes estragos en su ejército. A los hombres se les vaciaban las tripas sin cesar, vomitaban sangre, se debilitaban hasta el punto de no tenerse en pie y, en lo más crudo de la peste, las fuerzas de Arturo cayeron sobre ellos. Cerdic trató de reorganizar el ejército, mas los sajones, convencidos de que los dioses los habían abandonado, huyeron. «Pero volverán», me dijo Arturo cuando nos hallábamos entre los sangrientos despojos de la vencida retaguardia de Cerdic. «Volverán la próxima primavera», insistió, y acto seguido limpió la hoja de Excalibur con el manto salpicado de sangre y la envainó. Se había dejado crecer la barba, que le nacía gris y le envejecía mucho; el dolor de la traición de Ginebra demacró tanto su rostro que parecía temible a ojos de quienes lo conocieron aquel mismo verano, y él no hacía nada por suavizar la impresión. Siempre había sido paciente, pero a partir de entonces llevaba la ira a flor de piel y estallaba a la menor provocación.
Fue un verano cruento, un tiempo de represalias, y el sino de Ginebra fue permanecer encerrada en el santuario de Morgana. Arturo condenó a su esposa a ser enterrada en vida y los guardianes recibieron la orden de no permitirle salir jamás. Ginebra, princesa de Henis-Wyren, desapareció del mundo.
–¡No seas necio, Derfel! – me espetó Merlín una semana después-. Ya verás como sale en libertad dentro de un par de años, o de uno incluso. Si Arturo quisiera deshacerse de ella, la habría condenado a la hoguera, que es lo que tendría que haber hecho. Nada mejor que una buena hoguera para meter a una mujer en cintura, pero Arturo no escucha. ¡El muy imbécil está enamorado de ella! Verdaderamente, es un imbécil. ¡Fíjate bien! Lancelot ha salvado el pellejo, Mordred y Cerdic también y, para postres, perdona la vida a Ginebra. Cualquiera diría que para vivir en este mundo eternamente, lo mejor es convertirse en enemigo de Arturo. Me encuentro tan bien como podía esperarse, gracias por tu interés.
–Os pregunté antes -repliqué pacientemente-, pero hicisteis caso omiso.
–Este oído mío, Derfel… Me estoy quedando sordo -se dio una palmada en la oreja-, sordo como una tapia. Cosas de la edad, pura senectud. Me consumo a ojos vistas.
Ni por asomo. Hacía tiempo que no tenía tan buen aspecto y, en cuanto al oído, estoy seguro de que lo conservaba tan agudo como la vista, la cual era penetrante como la del águila, a pesar de sus ochenta años o más. Lejos de consumirse, Merlín parecía imbuido de una energía renovada, procedente de los tesoros de Britania. Esos trece tesoros eran antiguos, tan antiguos como la propia isla, y se los había dado por perdidos durante siglos, pero Merlín los había encontrado finalmente. Los tesoros tenían el poder de hacer acudir a los dioses antiguos a Britania, poder que jamás se había puesto a prueba; pero en ese momento, el año del caos en Dumnonia, Merlín volvería a utilizarlos para realizar un gran prodigio.
El día en que llevé a Ginebra a Ynys Wydryn busqué a Merlín. Llovía torrencialmente y subí al Tor con la esperanza de encontrarlo en la cumbre, pero sólo hallé la cima triste y vacía. En otro tiempo, Merlín poseía una gran fortaleza en el Tor con una torre de los sueños, pero la fortaleza había sido pasto de las llamas. Me quedé entre las ruinas embargado por la desolación. Arturo, mi amigo, estaba herido; Ceinwyn, mi mujer, hallábase lejos, en Powys, con Morwenna y Serena, nuestras dos hijas, y Dian, la menor de todas, había partido al otro mundo, atravesada por la espada de un secuaz de Lancelot. Mis amigos habían perecido o no se encontraban cerca. Los sajones se preparaban para atacarnos al año siguiente, mi casa había quedado reducida a cenizas y mi vida se presentaba sombría. Tal vez Ginebra me hubiera contagiado la tristeza, porque aquella mañana, en la colina de Ynys Wydryn batida por la lluvia, sintiéndome más solo que en toda mi vida, me arrodillé en las lodosas cenizas de la fortaleza y recé a Bel. Le pedí que nos salvara y, como un niño, que me enviara una señal, que me confirmara que aún importábamos algo a los dioses.
La señal llegó una semana después. Arturo se hallaba en la frontera del este hostigando a los sajones, pero yo me quedé en Caer Cadarn aguardando la vuelta a casa de Ceinwyn y mis hijas. Esa semana, en algún momento, Merlín y su compañera Nimue fueron al gran palacio de la vecina Lindinis, que estaba vacío. Yo había vivido allí en otro tiempo, como guardián de nuestro rey Mordred, pero cuando Mordred cumplió la mayoría de edad, el palacio pasó a manos del obispo Sansum y fue convertido en monasterio. No obstante, los monjes de Sansum acababan de ser desalojados, expulsados de las grandes fortalezas romanas por lanceros vengativos, y por tal motivo el palacio se hallaba vacío.
Supimos por la gente del pueblo que el druida se hallaba en el palacio. Hablaban de apariciones y señales prodigiosas y decían que los dioses se paseaban por los patios durante la noche, de modo que me acerqué al palacio a caballo, aunque no encontré rastro de Merlín. Alrededor de las verjas del palacio acampaban doscientas o trescientas personas, que me contaron, presas de excitación, las apariciones nocturnas que habían presenciado y, al oírlos, se me encogió el corazón. Dumnonia acababa de pasar por el cataclismo de una rebelión cristiana encendida precisamente por supersticiones demenciales de idéntico signo… al parecer, los paganos se disponían a igualarse en locura a los cristianos. Abrí las puertas del palacio, crucé el gran atrio y paseé por las dependencias vacías de Lindinis. Llamé a Merlín a voces pero no obtuve respuesta. En una de las cocinas encontré el hogar caliente y en otra estancia señales de que habían barrido hacía poco, pero allí no vivían sino ratas y ratones.
Sin embargo, aquel día no dejó de llegar gente a Lindinis. Procedían de todos los rincones de Dumnonia y en sus rostros se pintaba una esperanza patética. Eran tullidos y enfermos, y aguardaron pacientemente hasta el anochecer, cuando la verja se abrió de par en par y entraron cojeando, arrastrándose o llevados por otros hasta el atrio. Habría jurado que no había nadie en el interior del gran edificio, pero alguien había abierto la verja y encendido grandes antorchas que iluminaban las arcadas del atrio.
Me uní a la turba que se apretujaba en el recinto. Me acompañaba Issa, mi asistente, y los dos nos quedamos junto a las puertas envueltos en nuestros largos mantos oscuros. Me parecieron campesinos; vestían humildemente, tenían el rostro sombrío y apesadumbrado de los que deben esforzarse por malvivir de la tierra, y sin embargo, en su expresión brillaba la esperanza a la luz incierta de las antorchas. A Arturo no le habría gustado nada porque era reacio a alimentar la esperanza en lo sobrenatural de los que sufrían, pero ¡cuánto la necesitaba aquella gente! Las mujeres levantaban en alto a sus hijos enfermos o empujaban hacia adelante a niños tullidos, y todos escuchaban con atención los relatos de las milagrosas apariciones de Merlín. Era la tercera noche que se producían tales prodigios y habían acudido tantos deseosos de presenciar los milagros que no cabían en el atrio. Algunos se subían a las paredes que tenía a mi espalda y otros se apelotonaban a la entrada, pero nadie invadía las arcadas que recorrían tres muros del recinto, pues ese espacio estaba guardado por cuatro lanceros que mantenían a la multitud a raya con sus largas picas. Tratábase de cuatro guerreros Escudos Negros, lanceros irlandeses de Demetia, el reino de Oengus mac Airem, y me intrigó el hecho de que se encontraran tan lejos de su tierra.
La última luz del día se apagó y los murciélagos empezaron a pasar volando por encima de las antorchas, mientras la multitud se sentaba en las losas del suelo mirando con expectación la puerta principal del palacio, situada frente a la verja del atrio. De vez en cuando, una mujer gemía en voz alta. Lloraban los niños y sus madres los tranquilizaban. Los cuatro lanceros se acuclillaron en las esquinas de la arcada.
Esperamos. Me pareció que ya llevábamos horas esperando, tenía los pensamientos puestos en Ceinwyn y Dian, mi hijita muerta, cuando de pronto se produjo un gran estrépito de hierro en el interior del palacio, como si hubieran golpeado una olla con una lanza. La multitud contuvo el aliento y algunas mujeres se levantaron y empezaron a balancearse a la luz de las antorchas. Levantaban las manos y llamaban a los dioses, pero no hubo apariciones y las grandes puertas del palacio permanecieron cerradas. Toqué hierro en el pomo de Hywelbane y me tranquilicé. El ambiente de histeria entre la muchedumbre me inquietaba, pero no tanto como la circunstancia misma, pues nunca había visto que Merlín necesitara público para obrar magia. Muy al contrario, despreciaba a los druidas que se exhibían ante la gente. «Cualquier engañabobos impresiona a los imbéciles», solía decir, mas aquella noche habríase dicho que era él quien deseaba impresionar a los imbéciles. Tenía a la muchedumbre pendiente de un hilo, unos gemían, otros se mecían y, cuando el estruendo metálico volvió a resonar, se pusieron todos en pie y empezaron a invocar a Merlín a gritos.
Entonces, las puertas del palacio se abrieron y, poco a poco, se impuso el silencio.
Durante varios segundos, en el umbral no se veía sino un hueco negro, pero después, un guerrero joven completamente ataviado para la batalla salió de la oscuridad y se plantó en el peldaño superior de la arcada.
No tenía nada de mágico, excepto que era de una belleza extraordinaria. No se le podía describir de otra manera. En un mundo de cuerpos retorcidos, piernas amputadas, cuellos hinchados por el bocio, rostros llenos de cicatrices y ánimos exhaustos, el guerrero era una verdadera belleza. Era alto, de fino cabello dorado, y su rostro sereno sólo podía calificarse de amable e incluso bondadoso. Tenía los ojos de un azul asombroso, no llevaba yelmo y la melena, larga como la de una niña, le caía hasta más abajo de los hombros. Lucía coraza blanca y brillante, grebas blancas y vaina blanca. La armadura parecía de gran valor y me pregunté quién sería. Creía que conocía a casi todos los guerreros britanos, al menos a los que podían permitirse una armadura tan sobresaliente, pero a él no lo conocía. Sonrió a la multitud y después hizo un ademán con las manos para indicar a todos que se arrodillaran.
Issa y yo nos quedamos de pie, no sé si por arrogancia guerrera o porque queríamos ver por entre las cabezas de la gente.
El guerrero de largo cabello no habló, pero en cuanto todos se hubieron arrodillado, dio las gracias con una sonrisa y recorrió la arcada retirando las antorchas de los tederos y apagándolas en unos barriles de agua dispuestos a tal fin. Me di cuenta de que sus movimientos estaban cuidadosamente estudiados. El atrio fue sumiéndose en las sombras gradualmente hasta que sólo quedaron dos antorchas flanqueando la puerta del palacio. La luna era pequeña y la noche, espeluznantemente negra.
El guerrero blanco se situó entre las dos últimas antorchas.
–Hijos de Britania -dijo, con una voz que hacía honor a su belleza, una voz suave y cálida-, ¡rogad a vuestros dioses! Dentro de estas paredes se hallan los tesoros de Britania y pronto, muy pronto, se desatará su poder; pero ahora, para que seáis testigos de su poder, oiréis hablar a los dioses. – Con esas palabras, apagó las dos antorchas restantes y el atrio quedó completamente a oscuras de repente.
No sucedió nada. La multitud pronunciaba en murmullos el nombre de Bel, de Gofannon, de Grannos y de Don para que mostraran su poder. Se me pusieron los pelos de punta y agarré el pomo de Hywelbane. ¿Estarían rodeándonos los dioses? Levanté la mirada hacia un trozo de cielo donde brillaban las estrellas entre las nubes y me imaginé a los dioses flotando allá arriba; entonces, Issa tragó saliva ruidosamente y bajé la vista otra vez.
Y también tragué saliva.
Una niña, una muchacha que apenas rozaba el umbral de la juventud, apareció en la oscuridad. Tratábase de una criatura delicada, gentil en su candidez y adorable en su gentileza, e iba desnuda como recién nacida. Era delgada, con pechos altos y pequeños y largos muslos; en una mano llevaba un ramillete de azucenas y en la otra una espada de hoja estrecha.
No podía apartar mis ojos de ella. En la oscuridad de las frías sombras que siguieron a la desaparición de las llamas, la niña resplandecía. Resplandecía de verdad. Despedía una trémula luz blanca. No era brillante, no deslumbraba, sólo lucía como si le hubieran acicalado la nívea piel con polvo de estrellas. Era un destello de motas dispersas que se desprendía de su cuerpo, de sus brazos y piernas, pero no del rostro. Las azucenas brillaban y la luz refulgía en la hoja fina y larga de la espada.
La niña luminosa recorrió la arcada. Parecía indiferente a los brazos y piernas deformes y a los niños enfermos que la multitud del patio levantaba a su paso. No les prestaba atención mientras caminaba delicada y ligeramente bajo los arcos con el rostro en sombras vuelto hacia el suelo. Su paso era leve como las plumas. Parecía absorta, perdida en su sueño, y la gente gemía y la llamaba pero ella no miraba a nadie. Siguió pasando ante todos, despidiendo el extraño resplandor de su cuerpo, de sus brazos y piernas y de su pelo, que le caía cerca de la cara, con el rostro como una máscara negra en medio del mágico fulgor; pero, instintivamente quizás, intuí que debía de ser muy bella. Llegó cerca de donde estábamos Issa y yo y allí, de repente, levantó la sombra negra como el azabache que era su cara y miró en nuestra dirección. Percibí un olor que me recordó al mar, y entonces, con la misma rapidez con que había aparecido, desapareció por una puerta y la muchedumbre suspiró.
–¿Qué ha sido eso? – musitó Issa.
–No lo sé -respondí. Estaba asustado. No era una alucinación sino algo real, porque lo había visto, pero ¿qué era? ¿Una diosa? ¿Y por qué había percibido el olor del mar?-. Tal vez fuera un espíritu de Manawydan -le dije a Issa. Manawydan era el dios del mar, y sus ninfas, con toda seguridad, emanarían ese olor salobre.
Esperamos mucho tiempo hasta la segunda aparición, y cuando se produjo no fue ni mucho menos tan impresionante como la de la ninfa. Una forma se recortó en el tejado del palacio, un bulto negro que poco a poco creció y se transformó en un guerrero armado y cubierto con un manto, con un yelmo monstruoso empenachado con la cornamenta de un gran ciervo. Apenas se distinguía al hombre en la oscuridad, pero cuando salió la luna de detrás de una nube, vimos lo que era y la gente gimió al verlo en lo alto con los brazos extendidos y el rostro oculto por los grandes protectores de las mejillas del yelmo. Llevaba lanza y espada. Permaneció allí un segundo y luego se esfumó, aunque habría jurado que oí caer una teja al otro lado del tejado cuando la sombra desapareció.
Después, nada más marcharse el guerrero, la niña desnuda apareció de nuevo como si, sencillamente, se hubiera materializado en el peldaño más alto de la arcada, todo estaba a oscuras y, de pronto, allí estaba su cuerpo luminoso, de pie, inmóvil, erguido y resplandeciente. Su rostro seguía en sombras, parecía una máscara de oscuridad ribeteada de cabello luminoso. Estuvo unos segundos sin moverse y después ejecutó una danza lenta, estirando las puntas de los pies con delicadeza al dar los complicados pasos que se cruzaban y describían círculos sin moverse del mismo sitio. Bailaba mirando al suelo. Me pareció que la luminiscencia celestial de su piel era algo que le habían untado, porque en algunas partes brillaba más que en otras, pero seguro que no se debía a mano humana. Issa y yo nos habíamos arrodillado, pues la visión no podía ser sino una señal de los dioses. Era la luz en medio de las tinieblas, la belleza en medio de los desechos. La ninfa siguió bailando, la irradiación de su cuerpo se fue apagando poco a poco y luego, cuando no era más que un atisbo de gentileza resplandeciente en las sombras del arco, se detuvo, extendió los brazos, separó las piernas ampliamente encarándose a todos con osadía y desapareció. Un momento después sacaron dos antorchas encendidas del interior del palacio. La muchedumbre gritaba, llamaba a los dioses y pedía ver a Merlín, hasta que por fin compareció a la entrada del palacio. El guerrero blanco llevaba una de las antorchas y Nimue, con su único ojo sano, llevaba la otra.
Merlín avanzó hasta el escalón superior y allí se detuvo, alto y ataviado con una túnica blanca. Dejó que la turba siguiera gritando. La barba cana, que casi le llegaba a la cintura, estaba trenzada en mechones sujetos con cintas negras, igual que su cabello, blanco y largo también. Llevaba la vara negra de siempre y, al cabo de un rato, la levantó para imponer silencio.
–¿Habéis visto alguna aparición? – preguntó con ansiedad.
–¡Sí, sí! – respondió la multitud, y una expresión de sorpresa y agrado se pintó en la cara del viejo, listo y malicioso Merlín, como si no supiera lo que había ocurrido en el patio.
Sonrió, se apartó a un lado e hizo una seña con la mano. Dos niños pequeños, niño y niña, salieron del palacio llevando la olla de Clyddno Eiddyn. Casi todos los tesoros de Britania eran objetos pequeños, incluso cotidianos, pero la olla era un auténtico tesoro y, de los trece, el que mayor poder tenía. Era una enorme marmita de plata decorada con guerreros y animales de tracería de oro. Los dos niños apenas podían con el gran peso de la olla, pero lograron colocarla en el suelo al lado del druida.
–Tengo los tesoros de Britania! – anuncio Merlín, y la multitud respondió con un suspiro-. Pronto, muy pronto -prosiguió-, liberaremos el poder de los tesoros. Britania volverá a ser lo que era. ¡Derrotaremos a nuestros enemigos! – Hizo una pausa y el eco de las aclamaciones resonó por todo el atrio-. Esta noche habéis visto el poder de los dioses, pero lo que habéis presenciado es muy poca cosa, una insignificancia. Pronto lo verá toda Britania, pero si hemos de llamar a los dioses, necesito vuestra ayuda.
La muchedumbre expresó su adhesión a voces y Merlín asintió radiante. Su benévola mirada me hizo recelar. Por una parte, pensaba que el druida estaba jugando con la gente, pero por otra, me dije que ni siquiera Merlín podía hacer brillar a una niña en la oscuridad. La había visto con mis propios ojos y tenía tanta necesidad de creer que el recuerdo del grácil cuerpo luminoso me convenció de que los dioses no nos habían abandonado.
–¡Tenéis que ir a Mai Dun! – dijo Merlín severamente-. Tenéis que ir cuanto tiempo os sea posible y tenéis que llevar alimentos. Si poseéis armas, llevadlas. Trabajaremos en Mai Dun, mucho y duramente, pero en Samain, cuando los muertos se levanten, llamaremos a los dioses todos a la vez. ¡Vosotros y yo! – Hizo otra pausa y después señaló a la multitud con la vara. El negro báculo tembló como si buscara a alguien entre la multitud, hasta que me apuntó a mí-. ¡Lord Derfel Cadarn! – me llamó.
–¿Señor? – respondí, cohibido por ser escogido entre todos.
–Quédate, Derfel. Los demás, marchaos. Volved a vuestras casas, pues los dioses no volverán hasta la víspera de Samain. Volved a vuestras casas, cuidad vuestros campos y después id a Mai Dun. Llevad hachas y comida y preparaos para ver a los dioses en toda su gloria. ¡Ahora, marchad! ¡Marchad!
La muchedumbre se dispersó obedientemente. Muchos se detuvieron a tocarme el manto, pues había participado en la búsqueda de la olla de Clyddno Eiddyn en Ynys Mon y, al menos a ojos de los paganos, tal gesta me convertía en un héroe. También tocaron a Issa, pues también era guerrero de la olla, e Issa, cuando todos hubieron salido, se quedó esperándome en la verja mientras yo iba a ver a Merlín. Lo saludé, mas, en vez de responder a mi pregunta sobre su salud, me preguntó si me habían divertido los extraños acontecimientos de la noche.
–¿Qué era? – pregunté.
–¿El qué? – preguntó con inocencia.
–La niña que salió en la oscuridad -respondí.
Abrió los ojos con fingido asombro.
–Ha vuelto a aparecer, ¿verdad? ¡Qué interesante! ¿Era la niña con alas o la que brilla? ¡La niña que brilla! No rengo la menor idea de quién es, Derfel. No puedo resolver todos los misterios de este mundo. Has pasado mucho tiempo con Arturo y, al igual que él, crees que todo tiene una explicación natural, pero, ¡ay!, los dioses casi nunca desean hacerse entender. ¿Quieres ser útil en algo y llevarte la olla adentro?
Levanté la gran olla y la llevé al vestíbulo de columnas del palacio. Unas horas antes había encontrado esa misma sala vacía, pero en ese momento vi un lecho, una mesa baja y cuatro peanas de hierro con sendas lámparas de aceite. El joven y bello guerrero de blanca armadura y largos cabellos sonrió desde el lecho, mientras que Nimue, vestida con una raída túnica negra, llevaba una vela encendida para prender la mecha de las lámparas.
–Esta sala estaba vacía por la mañana -dije en tono recriminatorio.
–Eso te habrá parecido a ti -replicó Merlín con soltura-, pero es posible que prefiriéramos no dejarnos ver. ¿Conoces al príncipe Gawain? – Señaló al joven, el cual se levantó y me saludó con una inclinación-. Gawain es el hijo del rey Budic de Broceliande -dijo Merlín-, es decir, es sobrino de Arturo.
–Lord príncipe -le saludé. Había oído hablar de Gawain, pero no lo conocía. Broceliande era el reino britano de Armórica, al otro lado del mar, y últimamente escaseaban las visitas de dicho reino porque los francos ejercían gran presión en la frontera.
–Es un honor conoceros, lord Derfel -dijo Gawain cortésmente-, vuestra fama ha traspasado las fronteras de Britania.
–No seas absurdo, Gawain -replicó Merlín-, la fama de Derfel no ha traspasado nada, excepto su propia cabezota, en el mejor de los casos. Gawain ha venido a ayudarme -me dijo Merlín.
–¿Ayudaros, a qué? – pregunté.
–A proteger los tesoros, naturalmente. Es un lancero formidable, o eso me han dicho. ¿Es cierto Gawain? ¿Eres formidable?
Gawain se limitó a sonreír. No tenía un aspecto formidable en realidad, pues aún era muy joven, quince o dieciséis veranos, quizá, y todavía no se afeitaba. El cabello largo y rubio le confería un aspecto aniñado y descubrí que la armadura blanca, que antes me había parecido tan cara, no era sino una sencilla coraza de hierro pintada con cal. De no haber sido por el dominio de sí mismo que mostraba y su incuestionable apostura, habría resultado ridículo.
–Y bien, ¿a qué te has dedicado, desde la última vez que nos vimos? – me preguntó Merlín, y entonces le hablé de Ginebra y él se burló de mí, por creer que viviría prisionera para siempre-. Arturo es imbécil -insistió-. Aunque Ginebra sea inteligente, no la necesita para nada. Lo único que necesita es una mujer feúcha y tonta que le mantenga la cama caliente mientras él se ocupa de los sajones. – Se sentó en el lecho y sonrió a los dos pequeños que habían sacado la olla al patio, y que en ese momento le llevaban un plato con pan y queso y una botella de hidromiel-. ¡La cena! – exclamó contento-. Compártela conmigo, Derfel, tenemos que hablar. ¡Siéntate! Creo que encontrarás el suelo bastante confortable. Siéntate al lado de Nimue.
Me senté. Nimue no me había prestado atención ninguna hasta el momento. Llevaba la cuenca vacía, del ojo que le había sacado un rey, tapada con un parche, y el pelo, que se había cortado antes de emprender el viaje al sur, al palacio de Ginebra junto al mar, ya le crecía de nuevo, aunque aún lo tenía corto y parecía un muchacho. Dióme la impresión de que estuviera enfadada, como de costumbre. Había entregado su vida a una única causa: la búsqueda de los dioses; despreciaba cuanto la alejara de esa meta y tal vez pensara que Merlín perdía el tiempo con su cháchara irónica. Nos habíamos criado juntos y, desde los años de la infancia, le había salvado la vida en más de una ocasión, le había dado de comer y la había vestido y, sin embargo, ella seguía tratándome como un necio.
–¿Quién manda en Britania? – me preguntó bruscamente.
–¡Pregunta errónea! – dijo Merlín de repente, con una vehemencia inesperada-. ¡Pregunta errónea!
–¿Y bien? – insistió ella, haciendo caso omiso de la rabia de Merlín.
–Nadie manda en Britania -contesté.
–Respuesta correcta -comentó Merlín con aire vengativo. Su mal humor había inquietado a Gawain, que permanecía de pie tras el lecho del druida mirando ansiosamente a Nimue. Le daba miedo, cosa nada extraña, pues Nimue asustaba a casi todo el mundo.
–Entonces, ¿quién manda en Dumnonia? – me preguntó Nimue.
–Arturo -contesté.
Nimue miró a Merlín victoriosamente, pero el druida se limitó a negar con la cabeza.
–La palabra es rex -dijo-, y si alguno de vosotros tuviera la menor noción de latín, sabría que rex significa rey, no emperador. Emperador es imperator. ¿Hemos de arriesgarlo todo por tu falta de cultura?
–Arturo manda en Dumnonia -insistió Nimue.
Merlín hizo caso omiso.
–¿Quién es el rey, aquí? – me preguntó.
–Mordred, claro está.
–Claro está -repitió-. ¡Mordred! – gritó en dirección a Nimue-. ¡Mordred!
Nimue le dio la espalda como si se hubiera hartado de él. Yo estaba perdido, no entendía la discusión y no tuve ocasión de preguntar porque los dos niños aparecieron de nuevo por la cortina de una puerta, con más pan y queso. Cuando dejaron el plato en el suelo me llegó un leve aroma de mar, la misma ráfaga de salitre y algas que noté durante la aparición de la niña desnuda, pero cuando los niños desaparecieron de nuevo tras la cortina el olor se fue con ellos.
–Y bien -me dijo Merlín, con la satisfacción del que gana una discusión-, ¿Mordred tiene hijos?
–Varios, seguramente -contesté-. No paraba de violar doncellas.
–Como es costumbre entre los reyes -añadió Merlín al descuido-, y entre los príncipes. ¿Tú violas doncellas, Gawain?
–No señor. – A Gawain le escandalizó la pregunta.
–Mordred ha sido siempre un violador -dijo Merlín-. En eso sale a su padre y a su abuelo, aunque debo admitir que ambos eran mucho más considerados que el joven Mordred. Uther, por ejemplo, no podía resistirse a una cara bonita, ni a una fea tampoco, si estaba de humor. Arturo, por el contrario, jamás se ha sentido inclinado a la violación. En eso se parece a ti, Gawain.
–Me alegro mucho de saberlo -replicó Gawain y Merlín puso los ojos en blanco fingiendo exasperación.
–Entonces, ¿qué va a hacer Arturo con Mordred? – inquirió el druida.
–Vivirá confinado aquí, señor -respondí, refiriéndome al palacio.
–¡Confinado! – Merlín parecía divertirse-. Ginebra encerrada, el obispo Sansum en la cárcel…, si la vida sigue así, todos los que rodean a Arturo acabarán prisioneros. ¡Todos a pan rancio y agua! ¡Qué necio es Arturo! Tendría que levantarle a Mordred la tapa de los sesos. – Mordred era un niño de pecho cuando heredó el reino y Arturo había ejercido el poder real mientras el heredero crecía; cuando éste hubo alcanzado la mayoría de edad, Arturo, fiel a la palabra dada al rey supremo Uther, pasó el reino a Mordred. El joven rey hizo mal uso del poder e incluso tramó la muerte de Arturo, trama que impulsó a Sansum y a Lancelot a la revuelta. En esos momentos, Mordred estaba condenado al confinamiento, aunque Arturo había decidido que el rey de Dumnonia por derecho, por cuyas venas corría sangre de los dioses, fuera tratado con honor aunque no ejerciera poder alguno. Viviría bajo vigilancia en el lujoso palacio, se le permitirían todos los caprichos, pero se le impediría obrar torcidamente-. Así pues -me preguntó Merlín-, ¿crees que Mordred tiene cachorros?
–Por docenas, pienso.
–Si es que alguna vez piensas -replicó Merlín-. El nombre, Derfel. ¡El nombre!
Me quedé pensando un momento. Yo estaba en mejor posición que la mayoría de los hombres para conocer los pecados de Mordred, porque había sido su tutor durante su infancia, tarea que había cumplido mal y a regañadientes. Jamás logré ser un padre para él y, aunque mi Ceinwyn trató de comportarse con él como una madre, tampoco tuvo éxito y la enrevesada criatura se convirtió en un hombre resentido y perverso.
–Había una muchacha entre las criadas -dije- a la que frecuentó durante mucho tiempo.
–¿Cómo se llamaba? – preguntó Merlín con la boca llena de queso.
–Cywyllog.
–¡Cywyllog! – Parecía que el nombre le hiciera gracia-. ¿Y dices que tuvo un hijo con esa tal Cywyllog?
–Un varón -dije-, si es que era de él, lo cual es muy probable.
–Y esa tal Cywyllog -preguntó, cuchillo en mano-, ¿dónde puede encontrarse?
–En algún lugar muy cercano, seguramente -respondí-. No se trasladó con nosotros a la fortaleza de Ermid y Ceinwyn siempre sospechó que Mordred le daba dinero.
–¿O sea que le tenía algún aprecio?
–Sí, creo que sí.
–¡Qué gratificante, saber que hay algo bueno en ese muchacho horrendo! Conque Cywyllog, ¿eh? ¿La buscarás, Gawain?
–Lo intentaré, señor -replicó Gawain con seriedad.
–No lo intentes, ¡hazlo! – replicó Merlín-. ¿Qué aspecto tenía, Derfel, la que llevaba el curioso nombre de Cywyllog?
–De baja estatura -dije-, rellenita, de cabello moreno.
–Con tan específicos datos, la búsqueda queda reducida a todas las muchachas britanas menores de veinte años. ¿Puedes concretar más? ¿Qué edad tendría ahora el hijo?
–Seis años -dije-, y si no recuerdo mal, tenía el pelo rojizo.
–¿Y la chica?
Sacudí la cabeza.
–Era bastante agradable, pero no inolvidable, en realidad.
–Todas las chicas son inolvidables -comentó Merlín con suavidad-, sobre todo si se llaman Cywyllog. Búscala y encuéntrala, Gawain.
–¿Para qué la queréis? – pregunté.
–¿Acaso meto yo las narices en tus asuntos? – inquirió Merlín-. ¿Acaso voy yo preguntándote tonterías sobre lanzas y escudos? ¿Te acoso sin cesar con preguntas idiotas sobre la forma en que administras justicia? ¿Me preocupo de tus cosechas? En resumen, ¿he sido un estorbo en tu vida, Derfel?
–No, señor.
–Pues te ruego que no curiosees en la mía. La musaraña no comprende los designios del águila. Y ahora, come un poco de queso, anda.
Nimue no quiso comer. Estaba enfurruñada, rabiosa porque Merlín había despreciado su afirmación de que Arturo era el verdadero amo de Dumnonia. Merlín no le prestó la menor atención y prefirió burlarse de Gawain. No volvió a hablar de Mordred ni quiso hacer más referencias a sus planes respecto a Mai Dun, aunque al final habló de los tesoros, cuando me acompañaba a la puerta exterior del palacio, donde Issa todavía me aguardaba. El druida iba haciendo ruido con la vara sobre las piedras, al cruzar el patio donde la multitud había presenciado la aparición y desaparición de las visiones.
–Verás, necesito gente -dijo Merlín-, porque si hemos de llamar a los dioses, hay trabajo que hacer y Nimue y yo no podemos hacerlo solos de ninguna manera. Necesitamos unos cien, o más.
–¿Para qué?
–Ya lo verás, ya lo verás. ¿Qué impresión te ha causado Gawain?
–Parece bien dispuesto.
–En efecto, pero eso no es una virtud admirable. Los perros son seres bien dispuestos. Me recuerda a Arturo cuando era joven, con todo su empeño en obrar bien. – Se rió.
–Señor -dije, ansioso porque me confirmara algo-, ¿qué va a suceder en Mai Dun?
–Invocaremos a los dioses, naturalmente. Se trata de un procedimiento complicado y sólo puedo rogar que me salga bien. Naturalmente, temo que no surta efecto. Como habrás advertido, Nimue cree que estoy completamente equivocado, pero ya veremos, ya veremos. – Dio un par de pasos en silencio-. Si lo hacemos bien, Derfel, si lo hacemos bien, ¡verás lo que contemplarán nuestros ojos! La llegada de los dioses en todo su poder. Manawydan saliendo del mar, empapado y glorioso. Taranis rasgando el firmamento con el rayo, Bel bajando del cielo y dejando tras de sí un rastro de fuego y Don hendiendo las nubes con su lanza flamígera. ¡Menudo susto se llevarán los cristianos!, ¿eh? – Dio un par de pasos de baile torpemente, animado por la satisfacción-. Y los obispos se mearán en sus negras sotanas, ¿eh?
–Pero no estáis seguro -dije, ansioso de que me corroborase algo más.
–No seas necio, Derfel. ¿Por qué siempre me exiges certidumbre? ¡Tan sólo puedo celebrar el rito con la esperanza de que salga bien! Pero esta noche has presenciado algo, ¿no es cierto? ¿Es que no es suficiente para convencerte?
Vacile pensando que tal vez lo que había presenciado no fuese más que un truco. ¿Pero cómo se podía hacer brillar a una niña en la oscuridad?
–¿Y los dioses lucharán contra los sajones? – pregunté.
–Para eso los invocamos, Derfel -replicó paciente-. Pretendemos que Britania vuelva a ser como antaño, devolverle la perfección de que gozaba antes de que la adulterasen los sajones y los cristianos. – Se detuvo junto a la verja y se quedó mirando el paisaje nocturno del campo-. Amo a Britania -dijo en un tono repentinamente lánguido-, amo mucho esta isla. Es un lugar privilegiado. – Me puso la mano en el hombro-. Lancelot incendió tu casa. ¿Dónde vives ahora?
–Tengo que construirme una -dije, aunque no sería en la fortaleza de Ermid, donde había muerto mi pequeña Dian.
–Dun Carie está vacío -dijo Merlín-, y te permito vivir allí, pero con una condición: que cuando haya cumplido mi misión y los dioses estén con nosotros, pueda ir a morir a tu casa.
–A vivir, señor -contesté.
–A morir, Derfel, a morir. Soy viejo. Sólo me queda una cosa por hacer, e intentaré hacerla en Mai Dun. – Siguió con la mano apoyada en mi hombro-. ¿Crees que no me doy cuenta del riesgo que corro?
Percibí que Merlín tenía miedo.
–¿Qué riesgo, señor? – pregunté cohibido.
Un buho ululó en la oscuridad y Merlín se quedó escuchando con la cabeza inclinada, a la espera del grito de respuesta, pero no se produjo.
–Durante toda mi vida -dijo al cabo de un rato- he procurado devolver los dioses a Britania; ahora dispongo de los medios necesarios, pero no sé si funcionarán. Tampoco sé si soy yo el indicado para cumplir los ritos, o si viviré siquiera para verlo. – Me apretó el hombro-. Ve, Derfel -dijo-, ve. Tengo que dormir, mañana parto hacia el sur. Pero no faltes en Durnovaria en Samain. Acude a ver a los dioses.
–Allí estaré, señor.
Sonrió y dio media vuelta. Yo regresé al Caer como en un sueño, lleno de esperanza y atosigado por los temores, preguntándome adonde nos llevaría la magia o si acabaríamos a los pies de los sajones, que regresarían en primavera. Pues si Merlín no lograba que los dioses acudieran a su llamada, Britania quedaría condenada definitivamente.
Poco a poco, como un estanque de aguas revueltas que recobra la calma, Britania se fue tranquilizando. Lancelot se ocultaba en Venta temeroso de la venganza de Arturo. Mordred, nuestro rey por derecho, llegó a Lindinis, donde recibió todos los honores pero rodeado de lanceros. Ginebra permanecía en Ynys Wydryn bajo la severa vigilancia de Morgana, y Sansum, esposo de Morgana, vivía prisionero en las ha bitaciones de huéspedes de Emrys, el obispo de Durnovaria. los sajones se retiraron a sus fronteras, aunque, cuando los de un laclo recogían la cosecha, los otros los invadían salvajemente y viceversa. Sagramor, el comandante numidio de Arturo, defendía la frontera sajona, mientras Culhwch, el primo de Arturo y nuevamente uno de sus principales jefes guerreros, vigilaba la frontera belga de Lancelot desde nuestra fortaleza de Dunum. Nuestro aliado el rey Cuneglas de Powys dejó cien lanceros a las órdenes de Arturo y regresó a su reino; en el camino se encontró con su hermana, la princesa Ceinwyn, que volvía a Dumnonia. Ceinwyn era mi mujer y yo era su hombre, aunque ella había jurado que jamás contraería matrimonio. Volvió con nuestras dos hijas a principios de otoño y confieso que no me sentí plenamente feliz hasta que regresó. Salí a su encuentro al camino del sur de Glevum y la abracé durante un largo rato, pues en algunos momentos había llegado a temer que no volvería a verla jamás. Ceinwyn era una belleza, una princesa de dorados cabellos que en otra ocasión, hacía ya mucho tiempo, había estado prometida a Arturo y que, después de que Arturo abandonara los planes de matrimonio con ella para quedarse con Ginebra, hubo de prometer su mano a otros grandes príncipes; mas ella y yo habíamos huido juntos y me atrevo a decir que ambos obramos acertadamente al hacerlo.
Instalamos nuestro nuevo hogar en Dun Carie, situado a una corta distancia al norte de Caer Cadarn. Dun Carie significa «la colina junto al hermoso río», y el nombre hacía justicia al lugar, pues era un rincón delicioso donde creí que seríamos muy felices. La fortaleza de la cima era de roble con el tejado de paja y había una docena de barracones dentro del recinto, rodeado por una empalizada de leños medio podridos. La gente que vivía en la aldea, al pie de la colina, creía que la fortaleza estaba encantada, pues Merlín había permitido que un viejo druida llamado Balise terminara sus días en la vieja fortaleza; pero mis lanceros limpiaron el lugar de nidos y alimañas y sacaron al exterior toda la parafernalia mágica de Balise. No dudé que los aldeanos, a pesar del temor que les inspiraba la vieja fortaleza, se hubieran apoderado de cuantas ollas, trípodes y objetos de valor hubieran encontrado, de modo que a nosotros nos quedaron las pieles de serpiente, los huesos secos y los cadáveres disecados de aves, todo ello convenientemente envuelto en telas de araña. Había muchos huesos humanos, pilas de ellos, y los enterramos repartidos en diferentes fosas para que el espíritu de esos muertos no volviera a reunirse y viniera a molestarnos.
Arturo me envió docenas de jóvenes para instruirlos en las artes de guerra y todo aquel otoño los eduqué en la disciplina de la lanza y el escudo; una vez por semana, más por deber que por placer, iba a visitar a Ginebra a la cercana Ynys Wydryn. Le llevaba alimentos a modo de presentes y, cuando empezó a hacer frío, le regale un grueso manto de piel de oso. A veces me acompañaba su hijo Gwydre, pero en realidad nunca se sintió a gusto con él. Le aburrían las historias que le contaba de cuando iba a pescar al río de Dun Carie o a cazar en nuestros bosques. A ella le gustaba mucho la caza, pero se le había prohibido tal esparcimiento y el único ejercicio que realizaba era pasear alrededor de las construcciones del santuario. Su belleza no mermaba, al contrario, la desgracia confería a sus grandes ojos una luminosidad de la que antes carecía, aunque jamás reconocía estar triste, pues se lo impedía el orgullo, mas yo me daba cuenta de que no era feliz. Morgana la irritaba, la asediaba con rezos cristianos y la acusaba constantemente de ser la ramera escarlata de Babilonia. Ginebra lo soportaba con paciencia y la única queja que manifestó fue a principios de otoño, cuando las noches se hicieron más largas y las primeras heladas nocturnas blanquearon los surcos; entonces me dijo que sus habitaciones eran muy frías. Arturo puso fin a esa escasez ordenando que se proporcionara a Ginebra cuanto combustible precisara. Aún la amaba, aunque no podía soportar que yo pronunciara su nombre. En cuanto a Ginebra, no llegué a saber a quién amaba. Siempre me pedía noticias de Arturo, mas no nombró a Lancelot ni una sola vez.
También Arturo era prisionero, pero de sus propios tormentos. Su hogar, si es que lo tenía, estaba en el palacio real de Durnovaria, aunque prefería recorrer Dumnonia, ir de fortaleza en fortaleza disponiéndonos a todos para la guerra contra los sajones que llegaría al año siguiente; si en algún lugar pasaba más tiempo que en los demás, era en Dun Carie con nosotros. Lo veíamos llegar desde la fortaleza de la cima y, un momento después, un cuerno sonaba anunciando que sus jinetes habían cruzado el río. Gwydre, su hijo, corría a su encuentro; Arturo se inclinaba desde la silla de Llamrei, izaba al muchacho y entraba a todo galope por las puertas. Se mostraba tierno con Gwydre, como con todos los niños, pero con los adultos actuaba fría y reservadamente. El Arturo de antes, el hombre entusiasta y animado, había desaparecido. Sólo a Ceinwyn desnudaba su alma y, siempre que acudía a Dun Carie pasaba con ella horas y horas hablando de Ginebra, ¿de quién, si no?
–Aún la ama -me dijo Ceinwyn.
–Tendría que tomar otra esposa -dije.
–¿Cómo? – me preguntó-. Sólo piensa en ella.
–¿Y tú, qué le dices?
–Que la perdone, naturalmente. No creo que cometa más locuras, y si ella es la mujer que lo hace feliz, debería tragarse el orgullo y volverla a tener a su lado.
–Es demasiado altivo para eso.
–A la vista está -replicó en tono de censura. Dejó la rueca y el huso-. Creo que antes tendría que matar a Lancelot. Eso le animaría.
Arturo lo intentó aquel invierno. Invadió Venta, la capital de Lancelot, sin previo aviso, pero Lancelot había oído rumores del ataque y buscó la protección de Cerdic. Se llevó a Amhar y Loholt, los hijos que Arturo había tenido con Ailleann, su amante irlandesa. Los gemelos siempre Me habían recriminado su condición de bastardos y se habían aliado con los enemigos de su padre. Arturo no halló a Lancelot pero se hizo con una importante carga de grano, tan absolutamente necesario, ya que los disturbios del verano habían afectado inevitablemente la cosecha.
A mediados de otoño, dos semanas antes de Samain y poco después de haber invadido Venta, Arturo volvió de nuevo a Dun Carie. Había adelgazado más y ofrecía un semblante más severo aún. Su presencia nunca había inspirado temor, pero últimamente se mostraba tan reservado que nadie sabía cuáles eran sus pensamientos y esa reticencia le investía de misterio, mientras que la tristeza del espíritu lo endurecía. Nunca había sido proclive al mal genio, mas en esa época montaba en cólera a la menor provocación. Sobre todo estaba enfadado consigo mismo, pues se consideraba un fracasado. Sus dos primeros hijos lo habían abandonado y su matrimonio quedó destrozado arrastrando a Dumnonia tras de sí. Creía que podía levantar un reino perfecto, un lugar justo, seguro y pacífico, mas los cristianos habían optado por la masacre. Se culpaba a sí mismo de no haber previsto lo que se acercaba y en esos momentos, en la calma que sigue a la tormenta, dudaba de su propia visión.
–Es necesario disponerse a cumplir pequeñas tareas, Derfel -me dijo en aquella ocasión.
Era un día perfecto de otoño. El cielo estaba moteado de nubes y por entre los claros el sol se derramaba al oeste sobre el paisaje amarillo y marrón. Por una vez, Arturo no se procuró la compañía de Ceinwyn, sino que me llevó a mí hasta una pradera, fuera de la empalizada ya reparada de Dun Carie, y desde allí contempló, malhumorado, el Tor, que se levantaba en el horizonte. Miraba hacia Ynys Wydryn, donde permanecía Ginebra.
–¿A qué pequeñas tareas os referíais? – le pregunté.
–Derrotar a los sajones, naturalmente. – Esbozó una sonrisa, sabiendo que vencer a los sajones no era empeño nimio-. Se niegan a hablar con nosotros. Si envío emisarios, los matarán; eso me comunicaron la semana pasada.
–¿Quiénes? – pregunté.
–Ellos -me confirmó, refiriéndose tanto a Cerdic como a Aelle. Los dos reyes sajones se hostigaban mutuamente sin cesar, circunstancia que abonábamos por nuestra parte con grandes sobornos, pero en esos momentos, al parecer, habían aprendido la lección que Arturo había enseñado concienzudamente a los reinos de Britania: que sólo la unión procura la victoria. Los dos monarcas sajones unían sus fuerzas para aplastar a Dumnonia y la decisión de no recibir emisarios era señal de su resolución, al mismo tiempo que una medida de protección. Los mensajeros de Arturo podían ser portadores de sobornos que debilitaran a sus caciques y todos los emisarios, por más que deseen la paz con todas sus fuerzas, espían al enemigo. Cerdic y Aelle no querían arriesgarse. Tenían intención de enterrar las diferencias entre ellos y unir sus fuerzas contra nosotros.
–Esperaba que la peste los debilitara -dije.
–Pero han llegado más hombres, Derfel. Dicen que arriban naves a diario, cargadas de hombres hambrientos. Saben que somos débiles, así que el año que viene llegarán por millares. – Arturo parecía regocijarse con tan tenebrosa perspectiva-. ¡Una horda! Tal vez signifique nuestro fin, el tuyo y el mío. Dos viejos amigos, escudo junto a escudo, muertos por los hachazos de los enemigos bárbaros.
–Hay peores formas de morir, señor.
–Y mejores -replicó secamente. Miraba hacia el Tor; ciertamente, cada vez que acudía a Dun Carie se sentaba en la misma ladera de poniente, nunca en la de oriente ni en la del sur, que daba a Caer Cadarn, sino siempre en la misma, la que dominaba el valle. Yo sabía lo que pensaba, y él sabía que yo lo sabía, pero no pronunciaba su nombre porque no quería que supiera que se despertaba todas las mañanas pensando en ella y que todas las noches se iba a dormir rogando soñar con ella. De pronto, se dio cuenta de mi atenta mirada y bajó la suya hacia los campos, donde Issa entrenaba a los jóvenes para ser soldados. El aire de otoño se llenaba del ruidoso entrechocar de lanzas y estacas y la voz ronca de Issa ordenaba sin cesar que mantuvieran las espadas bajas y los escudos altos.
–¿Qué tal van? – preguntó Arturo, refiriéndose a los reclutas.
–Como nosotros hace veinte años -dije-, cuando nuestros mayores aseguraban que jamás nos convertiríamos en guerreros, y dentro de otros veinte años esos muchachos dirán lo mismo de sus hijos. Serán buenos soldados. Una batalla los pondrá a punto y luego serán tan útiles como cualquier guerrero britano.
–Una batalla -repitió Arturo con mala cara-, quizá libremos una sola batalla. Cuando vengan los sajones, Derfel, nos doblarán en número. Aunque Powys y Gwent envíen a todos sus hombres, ellos serán más. – Era la amarga verdad-. Merlín dice que no me preocupe -añadió sarcásticamente-, que su trabajo en Mai Dun hará la guerra innecesaria. ¿Has ido a ese lugar?
–Todavía no.
–Cientos de locos arrastrando leña hasta la cumbre. ¡Qué desatino! – Escupió hacia el valle-. No confío en los tesoros, Derfel, sino en las barreras de escudos y las lanzas afiladas. Y aún tengo otra esperanza más -hizo una pausa.
–¿Cuál es? – pregunté, y se volvió a mirarme.
–Si logramos dividir a nuestros enemigos una vez más -dijo-, aún tendremos una posibilidad. Si Cerdic se presenta solo, lo venceremos, siempre y cuando contemos con el apoyo de Powys y Gwent, pero no puedo vencer a Cerdic y a Aelle juntos. A lo mejor, si dispusiera de cinco años para reconstruir el ejército…, pero es imposible hacerlo para la próxima primavera. La única esperanza, Derfel, es que nuestros enemigos se separen. – Era nuestro modo clásico de guerrear, sobornar a un rey sajón para que luchara contra el otro, pero, por lo que me había contado Arturo, los sajones habían tomado medidas para que no volviera a suceder durante el invierno-. Ofreceré a Aelle la paz para siempre -prosiguió Arturo-, que se quede con todas las tierras que tiene ahora y todas las que pueda arrebatar a Cerdic y que él y sus descendientes reinen en ellas para siempre. ¿Comprendes? Le entrego la tierra a perpetuidad, si se pone de nuestro lado en la próxima guerra.
Tardé un rato en contestar. El Arturo de antes, el que era amigo mío antes de la noche en el templo de Isis, jamás habría pronunciado semejantes palabras, pues no tenía intención de cumplirlas. Ningún hombre cedería tierra britana a los sais. Arturo mentía con la esperanza de que Aelle le creyera y, al cabo de unos años, rompería la promesa y atacaría a Aelle. Eso lo sabía yo, pero también sabía que no debía confrontarlo con la mentira, porque entonces ni siquiera yo podría fingir que creía en sus palabras. En cambio, le recordé un antiguo juramento pronunciado sobre una piedra junto a un lejano árbol.
–Jurasteis matar a Aelle. ¿Lo habéis olvidado?
–Ya no me importan los juramentos -respondió fríamente, y entonces estalló el mal genio-. ¿Y por qué habrían de importarme? ¿Hay alguien que cumpla los que me hacen a mí?
–Yo, señor.
–Entonces, obedéceme, Derfel -dijo secamente-, y vete a ver a Aelle.
Sabía que me lo pediría y no respondí inmediatamente; me quedé mirando a Issa, que hacía formar a los jóvenes una irregular barrera de escudos. Al cabo de un rato, me volví hacia Arturo.
–Creía que Aelle había jurado matar a vuestros emisarios.
Arturo no me miró, se quedó contemplando el lejano montículo verde.
–Los viejos dicen que el invierno será muy crudo, este año -dijo-, y quiero saber la respuesta de Aelle antes de que lleguen las nieves.
–Sí, señor -dije.
Debió de percibir la tristeza de mi voz, porque volvió a dirigirse a mí.
–Aelle no será capaz de matar a su propio hijo.
–Esperemos que no, señor -repliqué sin convicción.
–Pues ve a verlo, Derfel -insistió. Por lo que a él respectaba, acababa de enviarme a la muerte sin inmutarse. Se sacudió las briznas de hierba del manto blanco-. Si logramos vencer a Cerdic en primavera, Derfel, podremos rehacer Britania.
–Sí, señor -dije. Hacía que las cosas parecieran tan fáciles: venzamos a los sajones y luego rehagamos Britania. Pensé que siempre había sido igual, una única misión importante y luego, la felicidad. Pero siempre fallaba algo, aunque en ese momento, desesperado y para darnos una última oportunidad, yo tenía que partir para ver a mi padre.
Soy sajón. Erce, mi madre, que era sajona, me llevaba en el vientre cuando cayó cautiva de Uther y fue esclavizada. Me separaron de ella siendo yo un niño pequeño, pero no antes de haber aprendido su lengua. Después, mucho después, la víspera misma de la revuelta de Lancelot, hallé a mi madre y descubrí que mi padre era Aelle.
Así pues, soy de pura sangre sajona, y medio real, por cierto, aunque, por haberme criado entre britanos no me siento hermano de los sais. Para mí, como para Arturo o cualquier britano libre, los sais son una plaga venida del otro lado del mar de levante.
De dónde proceden, nadie lo sabe a ciencia cierta. Sagramor, que ha viajado mucho más que cualquiera de los comandantes de Arturo, dice que el país de los sajones es una tierra lejana y brumosa de ciénagas y bosques, aunque no afirma haber estado allí. Sólo sabe que se halla al otro lado del mar, en alguna parte; pero asegura que lo abandonan porque Britania es mejor, aunque también he oído decir que la madre tierra de los sajones sufre el asedio de otros enemigos, más extraños aún, venidos del otro confín del mundo. Sea cual fuere la razón, los sajones llevan ya cien años cruzando el mar para apoderarse de nuestras tierras y ahora están en posesión de la Britania oriental. A esos territorios conquistados los llamamos Lloegyr, las Tierras Perdidas, y no hay un solo britano libre que no sueñe con reconquistarlas. Merlín y Nimue creen que sólo los dioses pueden recuperarlas, mientras que Arturo confía en la fuerza de la espada. Mi misión, pues, consistía en dividir al enemigo para facilitar la tarea, bien fuera a los dioses, bien a Arturo.
Partí en otoño, cuando los robles se habían vestido de bronce, las hayas de rojo y el frío rociaba de blanco las auroras. Fui solo, pues si Aelle estaba dispuesto a recompensar a cualquier emisario con la muerte, más valía que sólo un hombre perdiera la vida. Ceinwyn me rogó que me hiciera acompañar de una banda de guerreros pero, ¿con qué fin? Una banda no podía soñar con vencer al ejército completo de Aelle y así, cuando el viento se llevaba las primeras hojas amarillas de los olmos, cabalgué hacia levante. Ceinwyn trató de convencerme de que postergara la partida hasta después de Samain, pues si las invocaciones de Merlín en Mai Dun surtían efecto no habría necesidad de enviar emisarios a los sajones, mas Arturo no se mostró dispuesto a tolerar el retraso. Había depositado toda su fe en la traición de Aelle y le urgía la respuesta del rey sajón, de forma que partí con la única esperanza de sobrevivir y estar de vuelta en Dumnonia la noche de Samain. Envainé la espada, me colgué el escudo a la espalda y prescindí de la armadura y demás pertrechos de guerra.
No cabalgué directamente hacia levante, pues me habría acercado peligrosamente a los dominios de Cerdic, sino que di un rodeo por el norte, en dirección a Gwent, y enfilé después hacia el este acercándome a la frontera sajona donde dominaba Aelle. Recorrí las feraces tierras de Gwent durante una jornada y media dejando atrás aldeas y casas solariegas que arrojaban humo por los respiraderos de las techumbres. Los cascos de las reses arreadas hacia el encierro en previsión de la matanza invernal convertían la tierra en un lodazal y sus mugidos añadían una nota de melancolía al viaje. En el aire apuntaba ya el invierno y por las mañanas el sol inflamado asomaba pálido y bajo entre las brumas. Los estorninos se arracimaban en los campos en barbecho.
El paisaje cambiaba a medida que me adentraba en el este. Gwent era un país cristiano y al principio encontraba grandes templos monumentales, pero a partir del segundo día, las iglesias eran de muy menor envergadura, hasta que por fin llegué a las tierras del centro donde no dominaban sajones ni britanos, sino que unos y otros acudían a matarse mutuamente. Allí, los campos que en otro tiempo sustentaban a familias enteras hallábanse ya cubiertos de retoños de robles, matorrales de espino, abedules y fresnos; las aldeas eran ruinas de techumbres derrumbadas y las fortalezas, sórdidos esqueletos requemados. No obstante, aún vivían algunas personas y, en una ocasión en que oí pasos corriendo por un bosque cercano, desenvainé a Hywelbane temiendo el ataque de los hombres sin amo que se refugiaban en los agrestes valles de la zona; pero nadie se me acercó, hasta una noche en que una banda de lanceros me cerró el paso. Eran hombres de Gwent y, como todos los soldados del rey Meurig, vestían a la usanza de los antiguos romanos: corazas de bronce, cascos empenachados con crin de caballo teñida de rojo y mantos marrón rojizo. Iban bajo el mando de un cristiano llamado Carig, que me invitó a la fortaleza, situada en un claro sobre una elevada cresta rocosa. Carig tenía la misión de defender la frontera y me preguntó secamente qué motivos me llevaban allí, mas dejó de inquirir tan pronto le hube informado de mi nombre y de mi rango de emisario de Arturo.
La fortaleza de Carig era una sencilla empalizada de madera en cuyo recinto habían levantado un par de cabañas donde el humo de las hogueras de fuera entraba a bocanadas. Me calenté mientras una docena de hombres se ocupaban de cocinar una pierna de venado ensartada en un asador hecho con la lanza de un sajón capturado. Había una docena de destacamentos similares en un radio de un día de distancia, todos vigilando el oriente, por donde podían caer los hombre de Aelle. Dumnonia tomaba precauciones semejantes, aunque teníamos un ejército permanente cerca de nuestra frontera. El mantenimiento de dicho ejército acarreaba un gasto exorbitante del que se resentían los que habían de contribuir con aportaciones de grano, cuero, sal y vellón. Arturo siempre se había esforzado por imponer un sistema de contribuciones justo para aligerarles la carga, pero en esos momentos, después de la revuelta, gravaba inflexible y despiadadamente a todos los hombres ricos que habían secundado a Lancelot, gravamen que recaía en onerosa desproporción sobre los cristianos, y Meurig, el rey cristiano de Gwent, había enviado una protesta que Arturo había pasado por alto. Carig, leal seguidor de Meurig, me trató con cierta reserva, aunque me advirtió como mejor supo de lo que me aguardaba al otro lado de la frontera.
–¿Sabíais, señor -me dijo- que los sais no permiten cruzar la frontera?
–Sí, teníamos noticias.
–Hace dos semanas pasaron unos mercaderes -continuó Carig-. Llevaban cacharrería y vellones de lana. Se lo advertí -hizo una pausa y se encogió de hombros-; los sajones se quedaron con los cacharros y la lana y enviaron aquí dos calaveras.
–Si recibierais la mía -le dije-, mandádsela a Arturo. – La grasa del venado goteaba y chisporroteaba en la hoguera-. ¿Llegan viajeros procedentes de Lloegyr?
–Hace semanas que no sale nadie -contestó Carig-, pero sin duda el año que viene abundarán los lanceros sajones en Dumnonia.
–¿Y en Gwent no? – le dije en tono retador.
–Aelle no quiere querella contra nosotros -replicó Carig firmemente. Era un joven nervioso y no le gustaba la expuesta posición que ocupaba en la frontera britana, aunque cumplía su deber concienzudamente y sus hombres, observé, estaban bien disciplinados.
–Vosotros sois britanos -repliqué a mi vez-, y Aelle es sajón, ¿no es suficiente querella?
–Dumnonia es débil, señor -me contestó con un encogimiento de hombros-, los sajones lo saben. Gwent es fuerte. Os atacarán a vosotros, no a nosotros -remató con macabra complacencia.
–Pero tan pronto venzan en Dumnonia -dije, tocando el hierro de la cruz de mi espada para evitar la mala suerte implícita en mis palabras-, ¿cuánto tardarían en marchar sobre el norte, sobre Gwent?
–Cristo nos protege -dijo piadosamente y se persignó. En la pared de la cabaña había un crucifijo; uno de los hombres se chupó los dedos y tocó los pies del Cristo torturado y yo escupí subrepticiamente en el fuego.
A la mañana siguiente continué viaje hacia el este. Durante la noche habían llegado nubes y el alba me recibió con una fina llovizna que me soplaba en la cara. La calzada romana, resquebrajada y llena de hierbajos, se adentraba en un bosque umbrío y cuanto más avanzaba, mayor era mi desánimo. Todos los comentarios que había oído en el puesto fronterizo de Carig auguraban que Gwent no lucharía junto a Arturo. Meurig, el joven rey de Gwent, siempre había sido remiso a la guerra. Tewdric, su padre, sabía que los britanos tenían que unirse entre sí contra el enemigo común, pero había abdicado del trono y se había ido a vivir como un monje a las orillas del río Wye, y su hijo carecía de espíritu guerrero. Sin las bien entrenadas tropas de Gwent, Dumnonia quedaba condenada a la derrota a menos que una luminosa ninfa desnuda presagiara una intervención milagrosa de los dioses. O a menos que Aelle creyera la mentira de Arturo. Pero ¿me recibiría Aelle, siquiera? ¿Creería al menos que yo era hijo suyo? En las pocas ocasiones en que nos habíamos cruzado, el rey sajón me había tratado con deferencia, pero eso no significaba nada puesto que seguíamos siendo enemigos, y cuanto más cabalgaba a merced de la amarga llovizna entre los altos y húmedos árboles, más se acrecentaba mi desesperación. Tenía la certeza de que Arturo me había enviado a la muerte, y lo que era peor, lo había hecho con la insensibilidad de un perdedor que todo lo arriesga en la última tirada de dados.
A media mañana quedaron atrás los árboles y entré en un claro por el que corría un arroyo. El camino vadeaba la pequeña corriente, pero al lado del cruce, clavado en un montículo no más elevado que la cintura de un hombre, erguíase un abeto seco cargado de ofrendas. No conocía ese símbolo mágico, de modo que no tenía idea de si el engalanado árbol guardaba el camino, aplacaba al río o era un simple objeto de juego infantil. Desmonté y vi que los objetos colgados de las hirsutas ramas eran pequeñas vértebras humanas. No eran juegos de niños, me dije, pero ¿qué eran? Escupí al montículo para ahuyentar el mal que pudiera emanar de allí, toqué hierro en el pomo de Hywelbane y crucé el vado llevando al caballo por las riendas.
A treinta pasos del río el bosque empezaba de nuevo y aún no había cubierto la mitad de la distancia cuando un hacha salió disparada de entre las sombras de la espesura. Se me venía encima girando en el aire, reflejando la luz gris del día en la hoja, pero iba mal atinada, pues pasó silbando a más de cuatro pasos de mí. Nadie salió a detenerme ni me arrojaron más armas desde la fronda.
–¡Soy sajón! – grité en dicha lengua. Pero nadie respondió, aunque oí un murmullo de voces y un crujido de ramas al quebrarse-. ¡Soy sajón! – repetí preguntándome si los vigilantes ocultos serían sajones o proscritos britanos, pues aún me hallaba en la tierra de nadie donde los hombres sin amo de todas las tribus y todos los países se ocultaban de la justicia.
Disponíame a dar aviso en britano de que no tenía malas intenciones cuando una voz respondió en sajón desde las sombras.
–¡Échanos aquí la espada! – me ordenaron.
–Venid a buscarla -repliqué.
–¡Nombre! – dijeron tras una pausa.
–Derfel -dije-, hijo de Aelle.
Invoqué el nombre de mi padre para provocarlos y debí de inquietarlos, pues nuevamente escuché murmullo de voces, y, un momento después, seis hombres salieron al calvero de entre las zarzas. Iban cubiertos de gruesas pieles, apreciada armadura de los sajones, y provistos de lanzas. Uno de ellos tenía un casco con cuernos, debía de ser el jefe, y avanzó hacia mí por la margen del camino.
–Derfel -dijo, deteniéndose a media docena de pasos-. Derfel -repitió-. Me suena ese nombre y no es sajón.
–Es mi nombre -repliqué-, y soy sajón.
–¿Hijo de Aelle? – inquirió con recelo.
–Ciertamente.
Consideró mis palabras unos momentos. Era un hombre alto con una espesa mata de pelo castaño embutida en el casco cornudo. La barba le llegaba casi a la cintura y los bigotes le rozaban el borde superior de la cota de cuero que llevaba bajo el manto de pieles. Lo tomé por un cacique cualquiera, o un guerrero encargado de guardar esa parte de la frontera. Enroscóse un lado del bigote en un dedo y luego lo soltó para que se desenroscara.
–A Hrothgar, hijo de Aelle, lo conozco -dijo mascullando-, y a Cyrning, hijo de Aelle, por amigo lo tengo. A Penda, Saebold e Yffe, hijos de Aelle, he visto en el campo de batalla, pero ¿Derfel, hijo de Aelle? – Hizo un gesto negativo con la cabeza.
–Ante ti lo tienes -dije. Sopesó la lanza y advirtió que mi escudo seguía colgado de la silla de mi montura.
–Derfel, amigo de Arturo, de ése sí he oído hablar.
–El mismo que ves, también -dije-, y tengo un asunto que tratar con Aelle.
–Ningún britano tiene nada que tratar con Aelle -sentenció, y sus hombres lo apoyaron con murmullos.
–Soy sajón -repetí.
–¿De qué asunto se trata?
–Eso es cosa que sólo mi padre debe oír y sólo yo he de exponer. A ti no te concierne.
Se giró hacia sus hombres e hizo un gesto.
–Nos concierne desde este momento.
–¿Cómo te llamas? – pregunté en tono exigente.
El guerrero vaciló un momento y por fin decidió que nada perdía diciéndome su nombre.
–Ceolwulf -dijo-, hijo de Eadberhrt.
–Bien, Ceolwulf -repliqué- ¿crees que mi padre te compensará cuando sepa que me has hecho perder el tiempo? ¿Cómo crees que te compensará, con oro o con la tumba?
Era un débil farol, pero surtió su efecto. No tenía idea de si Aelle me abrazaría o me mataría, pero Ceolwulf temía la ira de su rey lo suficiente como para franquearme el paso a regañadientes y darme una escolta de cuatro hombres, que me llevaron a las entrañas de las Tierras Perdidas.
Así fue como viajé por tierras holladas por muy pocos britanos libres desde hacía generaciones. Era terreno enemigo plenamente, y viajé por él durante dos días. Al principio, el paisaje se diferenciaba poco de la tierra britana, pues los sajones se habían apoderado de nuestros campos y los cultivaban de manera semejante a la nuestra, aunque percibí que sus almiares eran más altos y cuadrados que los nuestros y sus casas más sólidas. Las villas romanas estaban prácticamente abandonadas, aunque todavía había algunas propiedades en pie desperdigadas por aquí y por allá. No vi iglesias cristianas ni santuarios, aunque en una ocasión pasamos ante un ídolo britano que tenía algunas pequeñas ofrendas al pie. Todavía vivían britanos por allí, e incluso algunos conservaban tierras, pero la mayoría eran esclavos o mujeres casadas con sajones. Todos los nombres de los lugares habían cambiado y mis escoltas ni siquiera sabían cómo se llamaban cuando pertenecían a los britanos. Cruzamos Lycceword y Steortford, luego Leodasham y Celmeresfort, nombres sajones todos ellos, y lugares prósperos. No eran terrenos de labor ni casas de un pueblo invasor, sino poblaciones ya arraigadas. Viramos hacia el sur en Celmeresfort y cruzamos Beadewan y Wicford y, mientras cabalgábamos, mis acompañantes me contaron con orgullo que eran terrenos de labranza devueltos por Cerdic a Aelle ese mismo verano, el precio de la lealtad de Aelle en la próxima guerra, la que llevaría a su gente limpiamente hasta el mar occidental. La escolta estaba segura de la victoria. Todos sabían que Dumnonia se había debilitado a raíz de la rebelión de Lancelot, y la revuelta había animado a los reyes sajones a unir sus esfuerzos para conquistar todo el sur de Britania.
El cuartel de invierno de Aelle se hallaba en un palacio que los sajones llamaban Thunreslea. Tratábase de un cerro elevado en medio de un paisaje llano de campos arcillosos y oscuros marjales, desde cuya cima plana se dominaba el sur, por donde discurría el ancho Támesis en dirección a las brumosas tierras de Cerdic. En lo alto del cerro se alzaba una gran fortaleza de oscuras vigas de roble, y arriba del todo, en la punta del hastial del empinado tejado, divisábase el emblema de Aelle: una calavera de toro pintada con sangre. La solitaria fortaleza se alzaba, negra e impresionante, en la oscuridad como un lugar siniestro. Hacia el este, más allá de unos árboles, había una aldea y percibí el reflejo de millares de hogueras. Al parecer habíamos llegado a Thunreslea en un día señalado y las hogueras indicaban el lugar donde acampaba el gentío.
–Es una fiesta -me dijo uno de los de la escolta.
–¿En honor de los dioses? – pregunté.
–En honor de Cerdic, que ha venido a hablar con nuestro rey. – Mis esperanzas, escasas de antemano, cayeron en picado. Con Aelle tenía alguna posibilidad de sobrevivir, pero pensé que con Cerdic no había ninguna. Cerdic era un hombre frío e intransigente, mientras que Aelle era de espíritu emocional e incluso generoso.
Toqué el pomo de Hywelbane y pensé en Ceinwyn. Rogué a los dioses que me permitieran volver a verla y llegó el momento de apearme del cansado caballo, estirarme bien el manto, descolgar el escudo de la perilla de la silla e ir a enfrentarme con mis enemigos.
Debía de haber trescientos guerreros divirtiéndose en el suelo cubierto de juncos de aquella fortaleza elevada y siniestra de la cima del cerro. Trescientos hombres alegres y ruidosos, con barba y rostro bermejos que, al contrario que los britanos, no encontraban inadecuado entrar armados en el salón de festejos de un señor. En el centro del salón crepitaban tres grandes hogueras y la humareda era tan densa que al principio no veía a los hombres sentados a una larga mesa en el fondo de la estancia. Nadie se percató de mi llegada, pues por mi largo cabello rubio y mi espesa barba parecía un lancero sajón, hasta que al pasar junto a las crepitantes hogueras, un guerrero vio la estrella blanca de cinco puntas de mi escudo y recordó haberse enfrentado a ese símbolo en la batalla. Entre el tumulto de conversaciones y risas se oyó un gruñido. El gruñido fue aumentando hasta que todos los hombres allí reunidos me miraban y me abucheaban mientras yo seguía avanzando hacia el estrado donde se hallaba la mesa larga. Los guerreros dejaron los cuernos de cerveza y empezaron a batir las palmas contra el suelo o contra los escudos, de modo que el alto techo repetía como un eco el latido de la muerte.
El restallar de una espada contra la mesa puso fin al ruido. Aelle se había puesto en pie, había sido su espada la que había levantado astillas de la larga y rústica mesa a la que se sentaban una docena de hombres ante fuentes repletas y cuernos rebosantes. Cerdic estaba a su lado y al otro lado de Cerdic sentábase Lancelot. Mas no era él el único britano presente, pues su primo Bors se hallaba con él y Amhar y Loholt, los hijos gemelos de Arturo, ocupaban el extremo opuesto. Todos eran enemigos míos, de modo que toqué el pomo de Hywelbane y rogué por una muerte digna.
Aelle me miró fijamente. Me conocía bien, pero, ¿sabría que era hijo suyo? Lancelot pareció asombrado de verme e incluso se ruborizó, luego hizo una seña a un intérprete, le dijo unas breves palabras y el intérprete se acercó a Cerdic y le musitó algo al oído. También Cerdic me conocía, pero ni las palabras de Lancelot ni el hecho de reconocer a un enemigo hicieron cambiar la impenetrable expresión de su cara. Tenía cara de escribano, bien afeitado, de barbilla estrecha y con la frente alta y ancha. Sus labios eran finos y llevaba los ralos cabellos tensados hacia atrás y recogidos en un moño prieto; un rostro sin nada especial, a excepción de sus inolvidables ojos, claros y despiadados, ojos de asesino.
Aelle parecía haberse quedado sin habla, de la sorpresa. Era mucho mayor que Cerdic, debía de tener cincuenta y uno o cincuenta y dos, es decir, un viejo, aunque de porte impresionante todavía. Era alto, ancho de pecho, con la cara aplastada y acerada, la nariz rota, las mejillas marcadas por cicatrices y una cerrada barba negra. Llevaba una elegante vestimenta roja y una gruesa torques de oro al cuello, y otras piezas de oro en las muñecas, pero no había lujo que ocultara su condición primera y principal de soldado, de gran oso, de guerrero sajón. Le faltaban dos dedos de la mano derecha, que habría perdido en alguna batalla lejana y de la que me atrevería a decir se había vengando cumplidamente. Por fin, habló.
–¿Te atreves a presentarte aquí?
–Para veros a vos, lord rey -dije, e hinqué una rodilla en tierra. Saludé a Aelle y a Cerdic con una inclinación de cabeza, pero desprecié a Lancelot. Para mí no era nadie, un rey vasallo de Cerdic, un elegante traidor britano cuyo oscuro rostro rebosaba odio hacia mí.
Cerdic pinchó una gran porción de carne con el cuchillo, se la llevó a la boca y vaciló.
–No recibimos a los mensajeros de Arturo -dijo con naturalidad-, y si algún loco se atreve a venir, lo matamos. – Se metió la carne en la boca y me dio la espalda despachándome como asunto trivial. Sus hombres clamaban por mi muerte.
Aelle impuso silencio una vez más con un golpe de espada en la mesa.
–¿Vienes de parte de Arturo? – inquirió.
–Os traigo saludos, lord rey -dije pensando que los dioses sabrían perdonar una mentira- de Erce y el filial respeto del hijo de Erce, el cual se congratula de ser hijo vuestro.
Tal saludo no significaba nada para Cerdic. Lancelot, que escuchaba la traducción, cuchicheó con apremio al oído del intérprete, el cual habló a Cerdic a su vez. Las siguientes palabras de Cerdic se inspiraron sin duda en las de Lancelot.
–Debe morir -insistió, hablando con serenidad, como si muerte fuera cosa sin importancia-. Tenemos un acuerdo -recordó a Aelle.
–Según nuestro acuerdo, no recibimos embajadas de nuestros enemigos -sentenció Aelle, sin dejar de mirarme.
–¿Y qué otra cosa es éste? – preguntó Cerdic, mostrando por fin algo de temperamento.
–Es hijo mío -dijo Aelle sencillamente, y la concurrencia se quedó sin respiración-. Es hijo mío -repitió Aelle-, ¿acaso no lo eres?
–Lo soy, lord rey.
–Tienes otros hijos -comentó Cerdic a Aelle como al descuido, y señaló hacia unos hombres con barba que se hallaban sentados a la siniestra de Aelle. Esos hombres, a los que tomé por medio hermanos míos, me miraban sin comprender-. ¡Trae un mensaje de Arturo! – insistió Cerdic-. Ese perro -me señaló con el cuchillo- siempre sirve a Arturo.
–¿Traes un mensaje de Arturo? – inquirió Aelle.
–Traigo palabras de un hijo para su padre -mentí nuevamente-, nada más.
–¡Debe morir! – exclamó Cerdic secamente, y todos sus partidarios presentes lo apoyaron con grandes voces.
–No tengo intención de matar a mi propio hijo en mi propia casa.
–Entonces, ¿lo mato yo? – inquirió Cerdic con acritud-. Si un britano viene aquí, debemos pasarlo por la espada-. Lo dijo dirigiéndose a todos los presentes-. ¡Es lo acordado! – Cerdic insistió y sus hombres lo apoyaron nuevamente con gritos y golpes de lanza contra escudo-. ¡Esa cosa -continuó, señalándome con un ademán- es un sajón que lucha por Arturo! ¡Es un gusano, y ya sabéis lo que hay que hacer con los gusanos! – Los guerreros pedían mi muerte a pleno pulmón y los perros se sumaron a la algarabía con ladridos y aullidos. Lancelot me observaba con expresión indescifrable, mientras que Amhar y Loholt parecían ansiosos por contribuir a mi muerte. Loholt me guardaba un rencor singular, pues yo le había sujetado el brazo mientras su padre le cortaba la mano derecha.
Aelle esperó a que cesaran las voces.
–En mi casa -dijo, subrayando el posesivo para recordar a todos que él mandaba allí y no Cerdic-, los guerreros mueren con la espada en la mano. ¿Alguno de los presentes desea matar a Derfel mientras lleve su espada? – Miró hacia el salón invitando a cualquiera a enfrentarse conmigo. Nadie se alzó y Aelle se dirigió a su colega, el otro rey sajón-. No rompo ningún acuerdo contigo, Cerdic. Nuestras espadas marcharán juntas y ninguna palabra que mi hijo pronuncie evitará nuestra victoria.
Cerdic se sacó una hebra de carne de entre los dientes.
–Su cabeza -dijo señalándome- sería un buen estandarte de guerra. Lo quiero muerto.
–Pues mátalo tú -replicó Aelle burlón. Aunque fueran aliados mediaba poco afecto entre ellos. Aelle opinaba que Cerdic, más joven, era un oportunista, mientras que Cerdic opinaba que Aelle, el mayor de ambos, adolecía de carácter blando.
–Yo no -replicó Cerdic con media sonrisa, sin inmutarse-, mi paladín hará el trabajo. – Echó una ojeada a la sala, dio con el hombre que buscaba y lo señaló con el dedo-. ¡Liofa! Aquí hay un gusano. ¡Mátalo! – Los guerreros prorrumpieron en vivas. Tenían ganas de pelea y, sin duda, antes de que la velada concluyera la cerveza que tomaban causaría más de un enfrentamiento mortal, pero un combate a muerte entre el paladín de un rey y el hijo de otro rey era un espectáculo más refinado que una pelea de borrachos y mucho más divertido que las melodías de los dos arpistas que miraban desde los extremos del recinto.
Me volví hacia mi oponente con la esperanza de encontrar a un hombre medio ebrio ya y, por tanto, más fácil de vencer con Hywelbane, pero el que se destacó de entre los invitados no era lo que esperaba. Esperaba a un hombre de gran corpulencia, del estilo de Aelle, pero se trataba de un paladín esbelto y acerado, de semblante sereno y artero, limpio de cicatrices. Me miró descuitado mientras dejaba caer el manto al suelo y luego desenvainó una espada larga de hoja fina de su funda de cuero. Apenas llevaba joyas, sólo una sencilla torques de plata, y su atavío no ostentaba el lujo del que gustaban los paladines. Todo en él denotaba experiencia y seguridad, y su cara sin cicatrices indicaba una buena fortuna extraordinaria o una pericia poco común. Además, parecía pavorosamente sobrio cuando salió al espacio abierto ante la alta mesa y saludó a los reyes con una inclinación de cabeza.
Aelle parecía preocupado.
–El precio por hablar conmigo -me dijo- es defenderte ante Liofa. Pero puedes marcharte ahora y regresar a casa sano y salvo. – Los guerreros se burlaron de la propuesta.
–Hablaré con vos, lord rey -dije.
Aelle asintió y volvió a sentarse. Aún parecía descontento y deduje que Liofa debía de tener fama de espadachín temible. Mejor que bueno había de ser, pues de lo contrario no sería paladín de Cerdic y, por la expresión de Aelle, supuse que sería algo más que un espadachín consumado.
No obstante, mi nombre también era conocido, cosa que, al parecer, preocupaba a Bors, pues hablaba precipitadamente a Lancelot al oído. Lancelot, tan pronto su primo hubo concluido, hizo una seña al intérprete, el cual a su vez susurró algo a Cerdic. El rey lo escuchó y acto seguido me miró torvamente.
–¿Cómo sabemos -preguntó- que este hijo tuyo, Aelle, no está protegido por algún encantamiento de Merlín? – Los sajones siempre habían temido a Merlín y la mera sospecha levantó airadas protestas. Aelle frunció el ceño.
–¿Estás protegido, Derfel?
–No, lord rey.
Cerdic no quedó satisfecho.
–Estos hombres pueden reconocer la magia de Merlín -insistió, señalando a Lancelot y a Bors. Bors se encogió de hombros, se levantó y, dando un rodeo a la mesa, bajó del estrado. Se acercó a mí con cierta vacilación y yo extendí los brazos para indicarle que no pretendía hacerle mal alguno. Bors me miró las muñecas, buscando quizás pulseras de hierbas trenzadas o cualquier otro amuleto, luego me deshizo los cordones del jubón de cuero.
–Ten cuidado con él, Derfel -musitó en britano, y me percaté con gran sorpresa de que Bors no era enemigo mío. Había convencido a Lancelot y a Cerdic de que era preciso registrarme sólo para tener ocasión de acercarse y avisarme discretamente-. Es rápido como una comadreja -prosiguió Bors-, y lucha con ambas manos. Cuidado con el bastardo cuando finja un resbalón. – Vio entonces el pequeño broche de oro que Ceinwyn me había regalado-. ¿Está encantado? – me preguntó.
–No.
–De todos modos, te lo guardo yo -dijo; me soltó el broche, se lo enseñó a los presentes y los guerreros protestaron ruidosamente porque pudiera llevar escondido un talismán-. Y entrega el escudo -dijo Bors, pues Liofa no llevaba.
Aflojé las ataduras del brazo izquierdo y entregué el escudo a Bors. Lo tomó, lo colocó al pie del estrado y depositó el broche de Ceinwyn en el borde del escudo sin que se cayera. Me miró como para asegurarse que había visto dónde lo había puesto, y yo asentí.
El paladín de Cerdic cortó el aire lleno de humo con la espada.
–He matado a cuarenta y ocho hombres en combate singular -me dijo en un tono frío, casi aburrido-, y he perdido la cuenta de los que murieron a mis manos en el campo de batalla. – Hizo una pausa y se tocó la cara-. En todas esas luchas -añadió-, no he cobrado ni una herida. Ríndete ahora si deseas una muerte rápida.
–Entrégame tu espada -repliqué- y ahórrate el combate.
El intercambio de insultos era una formalidad. Liofa desoyó mi oferta con un encogimiento de hombros y se volvió hacia los reyes. Se inclinó una vez más ante ellos y yo hice lo mismo. Estábamos a diez pasos uno de otro, en el centro del espacio despejado que había entre el estrado y la más cercana de las tres hogueras, y a ambos lados de la estancia se apelotonaban hombres excitados. Oí el ruido de las monedas, que marcaba el ritmo de las apuestas.
Aelle hizo un gesto de asentimiento para que comenzáramos el combate. Desenvainé a Hywelbane y me llevé la cruz a los labios. Besé uno de los pequeños fragmentos de hueso de cerdo incrustados en el pomo. Mis verdaderos talismanes eran dos fragmentos de hueso, y tenían mucho más poder que el broche pues antaño habían formado parte de un encantamiento de Merlín. Aunque los huesos no me ofrecieran protección mágica, besé el pomo una vez más y me encaré a Liofa.
Nuestras espadas son pesadas y de torpe manejo, pierden el filo durante la batalla y así se convierten en poco más que grandes bastones de hierro que requieren mucha fuerza para ser blandidos. La lucha de espadas carece de delicadeza, aunque exige gran destreza. La destreza consiste en engañar, en convencer al oponente de que el golpe va a venir por la izquierda y, cuando cierra la guardia por ese lado, se ataca por la derecha. De todos modos, la mayoría de los duelos a espada no se resuelven gracias a tal destreza sino por la fuerza bruta. Uno de los hombres se debilita, se doblega su guardia y la espada vencedora se clava y se hunde en él hasta la muerte.
Pero no era así el arte de Liofa, y ciertamente, ni antes ni después vi a nadie que luchara igual. Percibí la diferencia tan pronto se me acercó, pues la hoja de su espada, aunque de la misma longitud que Hywelbane, era mucho más fina y ligera. El paladín había renunciado al peso en favor de la velocidad, y comprendí que mi enemigo debía de ser tan rápido como me había advertido Bors, rápido como un rayo, y justo cuando lo estaba pensando, me atacó, pero en vez de describir un arco amplio con la hoja, se lanzó hacia mí con ella en ristre procurando atravesarme el brazo derecho con la punta.
Me aparté del ataque. Estas cosas suceden tan rápidamente que después, cuando se intenta recordar los momentos del combate, no se consigue aislar cada uno de los movimientos y contragolpes, pero percibí un brillo en sus ojos y vi que su espada sólo podía clavarse lanzándose hacia adelante, y me desplacé en el momento en que me asestaba el golpe. Fingí que la rapidez del asalto no me había tomado por sorpresa y, en vez de pararlo, pasé a su lado; cuando calculé que Liofa estaría en equilibrio precario, enseñé los dientes y asesté un revés con Hywelbane que habría destripado a un buey.
Mi oponente saltó hacia atrás, mas en ningún momento falló en su equilibrio, y extendió los brazos a los lados de modo que mi hoja se quedó a unos quince centímetros de su vientre. Esperó a que yo preparase otro golpe, pero me quedé esperando el suyo. Los hombres gritaban, pedían sangre, mas no les prestaba oídos. Mantenía la mirada fija en los tranquilos ojos grises de Liofa. Sopesó la espada en la mano derecha, marcó un golpe hacia adelante para tocar mi hoja y se acercó con un balanceo.
Lo detuve fácilmente y corté el contragolpe, que siguió su trayectoria con la naturalidad con que el día sigue a la noche. El estrépito de las hojas fue fuerte, pero noté que en los ataques de Liofa no había verdadero esfuerzo. Me ofrecía la clase de lucha que podría haberme esperado, pero al mismo tiempo me tanteaba mientras avanzaba y asestaba golpe tras golpe. Yo atajaba los envites, notaba cuando eran más fuertes y, en el momento en que esperaba que hiciera un mayor esfuerzo, frenó un ataque en seco, soltó la espada al aire, la agarró con la izquierda y dejó caer la hoja desde arriba directa hacia mi cabeza. Y todo a la velocidad de una serpiente al ataque.
Hywelbane detuvo el asalto descendente, aunque no sé cómo. Yo estaba parando un golpe de lado cuando de pronto ya no había espada allí y sí la muerte cerniéndose sobre mi cabeza, pero no sé cómo, mi espada estaba donde tenía que estar y la otra arma, más ligera, resbaló por el filo de la mía hasta la cruz; traté de convertir la parada en un contragolpe, aunque mi respuesta quedó falta de fuerza y el oponente saltó hacia atrás sin problemas. Continué avanzando, cortando como cortaba mi rival, aunque empleando en ello toda mi fuerza de modo que cualquiera de los golpes habría acabado con él, y sin dejarle más opción, con mi rapidez y mi fuerza, que seguir reculando. Paraba mis envites con la facilidad con que yo había parado los suyos, pero no oponía resistencia. Me dejaba oscilar, pero en vez de defenderse con la espada se protegía retirándose continuamente. Así me obligaba además a derrochar energías vanamente contra el aire y no contra carne, huesos y sangre. Di un último golpe demoledor, detuve la hoja a media trayectoria y torcí la muñeca para hundirle a Hywelbane en el vientre.
Acercó la espada al golpe y luego desvió un latigazo hacia mí haciéndose a un lado al mismo tiempo. Yo también me hice a un lado rápidamente, de modo que ambos erramos el golpe. Sin embargo, chocamos pecho contra pecho y le olí el aliento. Noté un leve vaho de cerveza, pero evidentemente no estaba ebrio. Se inmovilizó un instante y luego, con cortesía, movió el brazo del arma a un lado y me miró interrogativamente, como para saber si estaba de acuerdo en separarnos. Asentí y ambos retrocedimos con las espadas a un lado entre el murmullo excitado de la concurrencia. Sabían que estaban presenciando un combate poco común. Liofa era famoso entre ellos, y diría que mi nombre no les resultaba desconocido, sin embargo yo sabía que probablemente me vencería. Mis habilidades, de tener alguna, eran las propias de un soldado, sabía abrir brecha en una barrera de escudos y luchar con lanza y escudo, o con espada y escudo; Liofa, el paladín de Cerdic, por el contrario, sólo tenía una, y era el combate singular con espada. Un espadachín mortífero.
Retrocedimos seis o siete pasos y entonces Liofa patinó hacia adelante, ligero como un bailarín, y lanzó una firme estocada. Hywelbane atajó la estocada duramente y vi que Liofa se zafaba de la sólida parada con un estremecimiento. Fui más rápido de lo que se esperaba, o tal vez anduviera él más lento que de costumbre, pues hasta una pequeña cantidad de cerveza entorpece los movimientos. Algunos hombres sólo pelean ebrios, pero viven más los que luchan sobrios.
El estremecimiento me intrigó. Aún no le había herido, pero al parecer le había causado cierta preocupación. Contraataqué y él retrocedió de un salto, lo cual me dio tiempo para pensar. ¿Por qué se había estremecido? Entonces recordé la poca fuerza con que paraba los golpes y comprendí que no quería arriesgar su acero contra el mío, pues el suyo era muy ligero. Si lograba golpearle la hoja con todas mis fuerzas, seguro que se la quebraba, de modo que ataqué de nuevo, pero una vez tras otra, y empecé a gritar a medida que avanzaba sobre él. Lo maldije por el aire, por el fuego y por el mar. Lo llamé mujer, escupí en su tumba y en la tumba de perro donde su madre estaba enterrada, pero él no replicó una sola palabra sino que se limitó a salir al encuentro de mi espada con la suya y a desviar los golpes suavemente, sin dejar de retroceder y sin que sus claros ojos dejaran de mirarme.
Entonces resbaló. Su pie derecho pareció patinar sobre unos juncos del suelo y la pierna desapareció de su sitio. Cayó de espalda, sacó la mano izquierda para sujetarse y yo levanté a Hywelbane en el aire con un grito de muerte.
Me separé de él inmediatamente, sin intentar rematar siquiera el golpe mortal.
Bors me había avisado del posible resbalón y yo lo esperaba. Presenciarlo fue una maravilla, y a punto estuvo de engañarme, pues habría jurado que había resbalado accidentalmente; mas Liofa era un acróbata, además de espadachín, y el aparente resbalón que le hizo perder el equilibrio se transformó en un ágil movimiento repentino que concluyó con su espada en el lugar donde tenían que estar mis pies. Todavía me resuena en los oídos el silbido de la hoja fina y larga al barrer los juncos a milímetros del suelo. La estocada iba destinada a partirme los tobillos, pero no me encontró.
Retrocedí y lo observé con calma. Él, atribulado, levantó la mirada.
–Ponte en pie, Liofa -le pedí con voz serena, dándole a entender que toda mi ira no había sido más que una impostura.
Creo que en ese momento comprendió que yo era peligroso de verdad. Parpadeó un par de veces y supe que ya había agotado sus mejores recursos, pero sin resultado, y eso socavó su confianza. Pero no su pericia, y cargó hacia adelante con ímpetu y rapidez para hacerme recular mediante una serie mareante de ataques cortos, lanzamientos rápidos y pases repentinos. No me molesté en parar los pases y esquivé el resto de los envites lo mejor que pude desviándolos y procurando romperle el ritmo, hasta que por fin, un golpe me alcanzó de lleno en el antebrazo izquierdo; la manga de cuero contuvo la fuerza de la hoja, aunque me produjo una contusión que me duró casi un mes. La turba suspiró. Habían seguido el combate con entusiasmo y ardían en deseos de ver correr la primera sangre. Liofa arrastró la hoja hacia sí por encima de mi brazo tratando de atravesar el cuero hasta el hueso, pero desvié el brazo, me lancé con Hywelbane en ristre y le obligué a replegarse.
Liofa esperaba que continuara el ataque, pero había llegado la hora de utilizar mis propios trucos. No avancé hacia él sino que dejé caer la espada unos milímetros y resollé. Sacudí la cabeza para apartarme de la frente los mechones de pelo empapados de sudor. Hacía calor al lado de la gran hoguera. Liofa me observaba sin perder detalle. Vio que me faltaba aire, vio que la espada me flaqueaba, pero no había matado él a cuarenta y ocho hombres a costa de arriesgarse. Atacó con rapidez, para ver cómo reaccionaba, con un barrido corto que exigía un contraataque, pero no iba bien atinado como para resultar mortal. Lo detuve intencionadamente con cierto retraso y dejé que la punta de la espada de Liofa me rozara el brazo mientras Hywelbane chocaba en la parte más gruesa de su hoja. Solté un gruñido, simulé un movimiento amplio y retiré la espada cuando él se alejaba ágilmente.
Me quedé de nuevo a la espera. Se lanzó, aparté su hoja de un golpe pero no inicié el contraataque como antes. La multitud guardaba silencio intuyendo el próximo desenlace de la pelea. Liofa atacó de nuevo y de nuevo lo detuve. Prefería el envite frontal para poder matar sin poner en peligro su preciosa hoja, pero yo sabía que si esquivaba esas embestidas rápidas muchas veces, al final me mataría a la antigua usanza. Abalanzóse sobre mí dos veces más; la primera, desvié su hoja con torpeza, retrocedí para evitar la segunda y me pasé la manga izquierda por los ojos como si el sudor me escociese.
Entonces, atacó con un barrido. Lanzó un grito, el primero, al describir un amplio y potente arco desde arriba que iba dirigido a mi cuello. Lo paré sin dificultad, pero me tambaleé al hacer resbalar su hoja por la de Hywelbane alejándola así de mi cabeza, luego la dejé caer un poco y él reaccionó tal como esperaba.
Tomó impulso con todas sus fuerzas. Lo hizo rápido y bien, pero yo ya conocía su velocidad y Hywelbane volaba al encuentro de su acero con igual velocidad. La tenía sujeta con las dos manos y empleé todas mis fuerzas en ese golpe hacia arriba que no iba dirigido a Liofa sino a su espada.
Las espadas chocaron con exactitud.
Pero no produjeron el estruendo de costumbre sino un chasquido seco.
El acero de Liofa se había roto. Dos tercios de la hoja saltaron limpiamente y cayeron en los juncos dejándolo con un muñón de espada en la mano. Se quedó horrorizado. Entonces, por un instante, pareció dispuesto a atacarme con lo que quedaba de espada, pero imprimí a Hywelbane dos rápidos movimientos que lo hicieron retroceder. Entonces supo que yo no estaba cansado, y también que podía darse por muerto, aunque trató de detener los envites con el arma mutilada; pero Hywelbane lo despojó del débil metal y entonces lo asalté.
Mantuve la punta de Hywelbane quieta sobre la torques de plata que le rodeaba la garganta.
–Lord rey -dije, sin apartar los ojos de Liofa. En el salón sólo se oía el silencio. Los sajones, al ver vencido a su campeón, habían enmudecido-. ¡Lord rey! – insistí.
–¿Lord Derfel? – respondió Aelle.
–Me habéis pedido que luchara contra el paladín de Cerdic, no que lo matara. Perdonadle la vida.
–Su vida está en tus manos, Derfel -contestó Aelle tras una pausa.
–¿Te rindes? – pregunté a Liofa. No me respondió inmediatamente. Su orgullo todavía luchaba por la victoria, pero mientras él dudaba, llevé la punta de Hywelbane de su garganta a su mejilla derecha-. ¿Qué dices? – le insté a responder.
–Me rindo -dijo, y arrojó al suelo los despojos de su arma.
Le rebane la piel y un poco de carne del pómulo con Hywelbane.
–Una cicatriz, Liofa -dije- para que no olvides que luchaste contra lord Derfel Cadarn, hijo de Aelle, y que fuiste vencido. – Lo dejé sangrando. La multitud clamaba. Los hombres se comportan de modo extraño. Un momento antes pedían mi sangre a gritos y después me aclamaban porque había perdonado la vida a su campeón. Recogí el broche de Ceinwyn y mi escudo y miré a mi padre-. Os traigo saludos de Erce, lord rey -dije.
–Y los acepto gustoso, lord Derfel -replicó Aelle-, los acepto gustoso.
Señaló una silla a su izquierda que uno de sus hijos había dejado vacante y así fue como me reuní con los enemigos de Arturo en su mesa encumbrada en estrado. Y lo celebré.
Al final del banquete, Aelle me llevó a su cámara, que se hallaba detrás del estrado. Tratábase de una estancia espaciosa, de altas vigas, con una hoguera en el centro y un lecho de pieles bajo el hastial de la pared. Cerró la puerta, guardada por centinelas, y me indicó que me sentara en un arcón de madera que había al lado de la pared; él se dirigió al extremo opuesto de la habitación, se aflojó los calzones y orinó en el suelo de tierra, en un agujero.
–Liofa es rápido -comentó mientras orinaba.
–Mucho.
–Creí que te vencería.
–No es tan rápido -dije-, o bien la cerveza le restó velocidad. Ahora, escupid encima.
–¿Que escupa encima de qué? – preguntó mi padre.
–De vuestra orina, para evitar la mala suerte.
–Mis dioses no tienen en cuenta la orina ni la saliva, Derfel -dijo medio riéndose. Había invitado a dos de sus hijos a la habitación, y ambos, Hrothgar y Cyrning, me miraban con curiosidad-. Así pues -dijo Aelle-, ¿cuál es el mensaje de Arturo?
–¿Por qué habría de enviaros un mensaje?
–Porque de otro modo no habrías venido aquí. ¿Crees que te engendró un idiota, muchacho? Bien, ¿qué quiere Arturo? No, no me lo digas, a ver si lo adivino. – Se ató el cinturón de los calzones y fue a sentarse en la única silla de la estancia, un sillón romano de madera negra con incrustaciones de marfil, aunque muchas de las incrustaciones habían saltado-. Me ofrece unas tierras seguras, ¿no es eso? – preguntó Aelle-, si ataco a Cerdic el año que viene.
–Sí, señor.
–La respuesta es no -gruñó-. ¡Me ofrece lo que ya me pertenece! ¿Qué clase de oferta es ésa?
–La paz para siempre, lord rey -dije. Aelle sonrió.
–Cuando un hombre promete algo para siempre juega con la verdad. Nada es para siempre, muchacho, nada. Di a Arturo que mis lanzas marcharán con Cerdic el año que viene. – Prorrumpió en una carcajada-. Has perdido el tiempo, Derfel, pero me alegro de que hayas venido. Mañana hablaremos de Erce. ¿Deseas una mujer para pasar la noche?
–No, lord rey.
–Tu princesa nunca lo sabrá -me tentó burlonamente.
–No, lord rey.
–¡Y se llama hijo mío! – rió Aelle y sus hijos rieron con él. Ambos eran altos y, aunque tenían el cabello más oscuro que yo, sospeché que nos parecíamos, de la misma forma que sospechaba que habían sido invitados a entrar para presenciar la conversación y dar a conocer a los demás jefes sajones la negativa rotunda de Aelle-. Puedes dormir a mi puerta -dijo Aelle, e indicó a sus hijos que salieran-, estarás más seguro. – Esperó a que Hrothgar y Cyrning salieran y me detuvo con un gesto de la mano-. Mañana -dijo mi padre bajando la voz- Cerdic vuelve a su casa y se lleva a Lancelot consigo. Cerdic recelará de que te deje con vida, pero sobreviviré a sus recelos. Mañana hablaremos, Derfel, y te daré una respuesta más completa para tu Arturo. No será la que él desea, pero tal vez con ello salve la vida. Ahora, vete; espero visitas.
Dormí en el estrecho espacio que había entre el estrado y la puerta de mi padre. Durante la noche, una muchacha pasó cerca de mí hacia el lecho de Aelle mientras en el salón los guerreros cantaban y luchaban, bebían y por fin caían dormidos, aunque ya despuntaba el alba cuando el último empezó a roncar. Entonces desperté al oír el canto de los gallos en el cerro de Thunreslea; me ceñí a Hywelbane, recogí el manto y el escudo y pasé ante las brasas de las hogueras hasta salir al crudo aire frío. La niebla empañaba la alta cima como un velo, cada vez más denso a medida que la tierra descendía hacia donde el Támesis desembocaba en el mar. Me acerqué al borde de la cima y contemplé la blancura que se levantaba del río.
–Mi señor rey -dijo una voz tras de mí- me ordenó que te matara si te encontraba solo.
Di media vuelta y vi a Bors, el primo y paladín de Lancelot.
–No te he dado las gracias -dije.
–¿Por avisarte respecto a Liofa? – Bors se encogió de hombros como si su aviso hubiera sido poca cosa-. Es rápido, ¿verdad? Rápido y mortífero. – Bors se plantó a mi lado y mordió una manzana, le pareció arenosa y la tiró. El también era un guerrero corpulento, un lancero lleno de cicatrices, de negra barba, que había luchado en numerosas barreras de escudos y había visto morir amigos en demasía. Eructó. – Nunca me importó luchar por dar a mi primo el trono de Dumnonia -dijo-, pero jamás he deseado luchar por un sajón. Y no me apetecía ver cómo te rajaban para entretener a Cerdic.
–Pero el año que viene, señor -dije- lucharás por Cerdic.
–¿De verdad? – me preguntó. Parecía reírse-. No sé lo que haré el año que viene, Derfel. A lo mejor me voy navegando a Lyonesse, quién sabe. Dicen que las mujeres de allí son las más bellas del mundo. Tienen cabellos de plata, cuerpo de oro y carecen de lengua. – Rompió a reír, sacó otra manzana del morral y la limpió en la manga-. Mi señor rey -dijo, refiriéndose a Lancelot- luchará por Cerdic, pero ¿qué otra opción le queda? Arturo no lo recibiría.
Me di cuenta de hacia dónde apuntaba Bors.
–Mi señor Arturo -dije con precaución- no está enemistado contigo.
–Ni yo con él -replicó Bors con la boca llena de manzana-. Es decir, que tal vez volvamos a reunirnos, lord Derfel. Es una lástima que no te haya visto en toda la mañana. Mi señor rey me habría recompensado inmensamente si te hubiera matado. – Sonrió y se alejó.
Dos horas más tarde vi a Bors partir con Cerdic cerro abajo, donde la niebla, que ya escampaba, colgaba todavía en jirones de los árboles de hojas rojas. Con Cerdic iban cien hombres, la mayoría afectados por la resaca de la fiesta de la víspera, igual que los de Aelle, que formaron una escolta para despedir a los que partían. Cabalgué detrás de Aelle, que iba a pie junto al rey Cerdic y Lancelot mientras un escudero llevaba su caballo por las riendas. Detrás de ellos avanzaban dos portadores de estandartes, uno con el de Aelle, el cráneo de toro untado de sangre ensartado en una vara, y otro enarbolando la calavera de un lobo pintada de rojo y cubierta con un pellejo humano, la enseña de Cerdic. Lancelot no me prestó la menor atención. Esa misma mañana, un rato antes, cuando nos encontramos por casualidad cerca de la fortaleza, se limitó a mirar más allá de donde yo estaba, como si fuera transparente, y yo no reaccioné en modo alguno. Sus hombres habían asesinado a la menor de mis hijas y, aunque ya había dado muerte a los asesinos, aún habría querido vengar a Dian en el mismo Lancelot, pero la fortaleza de Aelle no era el lugar apropiado. Así pues, desde un saliente herboso que se elevaba sobre las lodosas orillas del Támesis, vi dirigirse a Lancelot con sus escasos criados hacia las naves de Cerdic, que aguardaban.
Sólo Amhar y Loholt osaron provocarme. Los gemelos eran dos jóvenes rencorosos que odiaban a su padre y despreciaban a su madre. Se tenían por príncipes, pero Arturo, que desdeñaba los títulos, se negó a concederles tal honor, cosa que sólo sirvió para aumentar su resentimiento. Tenían la idea de que se les había escamoteado el derecho a un rango real, a una tierra, a riquezas y honores, y estaban dispuestos a luchar con cualquiera que quisiera derrotar a Arturo, a quien culpaban de toda su mala fortuna. Loholt llevaba el muñón de la mano derecha envuelto en un casco de plata, al que había provisto de un par de garras de oso. Fue Loholt el que se enfrentó conmigo.
–Nos encontraremos el próximo año -me dijo.
Sabía que pretendía provocar una pelea, pero le respondí con voz bien templada.
–Estoy deseando que llegue el día.
Levantó el muñón cubierto para recordarme que yo le había sujetado el brazo para que su padre lo mutilara con Excalibur.
–Me debes una mano, Derfel.
No repliqué. Amhar se había acercado a su hermano. Ambos tenían el rostro anguloso y alargado de su padre, pero animado con una expresión de amargura que en nada se parecía a la fortaleza de su padre. Tenían cara de astutos, de lobos, casi.
–¿Acaso no me has oído? – preguntó Loholt.
–Alégrate -le dije- de que todavía tengas una mano. En cuanto a lo que te debo, Loholt, te lo pagaré con Hywelbane.
Vacilaron, pero no sabían con certeza si la guardia de Cerdic los defendería, caso de que desenvainasen la espada, de modo que al final se limitaron a escupirme antes de dar media vuelta y bajar al trote hacia la orilla embarrada donde aguardaban las dos naves de Cerdic.
La playa del pie de Thunreslea era un lugar mísero, mitad tierra, mitad mar, donde el encuentro del río con el océano había labrado un paisaje gris de lodazales, bajíos arenosos y rías laberínticas. Las gaviotas graznaron cuando los lanceros de Cerdic invadieron el lodazal de la playa, vadearon la ría poco profunda y subieron a bordo de las embarcaciones saltando por la borda. Vi que Lancelot avanzaba con tiento entre el pestilente barro alzándose el orillo del manto. Lo seguían Loholt y Amhar y, tan pronto como llegaron a la nave, se giraron y me señalaron con el dedo, un gesto para desearme mala suerte. No les hice el menor caso. Las naves ya habían desplegado las velas, pero el viento era suave y las dos embarcaciones de orgullosa proa hubieron de salir de la estrecha y disminuida ría impulsadas por los largos remos que empujaban los hombres de Cerdic. Tan pronto como las proas rematadas con figuras de lobo estuvieron cara al mar abierto, los remeros guerreros entonaron un canto que imprimía ritmo a sus esfuerzos, «Hwaet por tu madre -cantaban-, y hwaet por tu chica, y hwaet por tu amante y por el hwaet que le echaste en el suelo» y, a cada hwaet gritaban cada vez más e impulsaban los largos remos, hasta que las dos embarcaciones adquirieron velocidad y la niebla envolvió por fin las velas crudamente pintadas con cabezas de lobo. «Y hwaet por tu madre -comenzó el canto nuevamente, aunque las voces iban debilitándose entre la bruma-, y hwaet por tu chica -y los cascos empezaron a desdibujarse en la niebla hasta que por fin dejaron de verse en el aire lechoso- y hwaet por tu amante, y por el hwaet que le echaste en el suelo». La voz llegaba como salida de la nada, hasta que dejó de oírse con el chapoteo de los remos.
Dos hombres ayudaron a Aelle a montar en su caballo.
–¿Has dormido? – me preguntó tras aposentarse en la silla.
–Sí, lord rey.
–Yo he tenido mejores cosas que hacer -replicó secamente-. Ahora, sigúeme. – Picó espuelas y el caballo enfiló la playa, por donde las rías se rizaban con el flujo y reflujo de la marea. Esa mañana, en honor de los huéspedes que habían partido, Aelle se había ataviado de rey guerrero. Su casco de hierro tenía un filete de oro y un penacho de plumas negras; la coraza de cuero y las altas botas estaban teñidas de negro y de los hombros le colgaba un largo manto negro de piel de oso que empequeñecía la estampa del caballo. Nos seguía una docena de jinetes, uno de los cuales portaba el estandarte de la calavera de toro. Aelle, igual que yo, no tenía dotes para la monta.
–Sabía que Arturo te haría venir -dijo súbitamente y, como no respondí, se giró hacia mí-. De modo que encontraste a tu madre.
–Si, lord rey.
–¿Qué tal está?
–Vieja -repliqué sinceramente-; vieja, gorda y enferma.
Suspiró al saber las nuevas.
–Al principio son unas jóvenes tan hermosas que rompen el corazón a un ejército entero, pero después de parir a un par de hijos todas se vuelven viejas, gordas y enfermas. – Hizo una pausa mascullando lo que acababa de decir-. Aunque yo creía que a Bree no le sucedería jamás. Era una belleza -añadió con nostalgia, pero enseguida sonrió-, gracias a los dioses que las reservas de jóvenes no se agotan nunca, ¿eh? – Soltó una carcajada y volvió a mirarme-. La primera vez que me dijiste el nombre de tu madre supe que eras hijo mío -hizo una pausa-, mi primogénito.
–Vuestro primogénito bastardo -dije.
–¿Y qué? La sangre es la sangre, Derfel.
–Y me siento orgulloso de llevar la vuestra, lord rey.
–Como debe ser, muchacho, aunque la compartes con muchos más. No me he mostrado egoísta con mi sangre. – Chasqueó la lengua, desvió al caballo hacia un montículo de barro y lo obligó a subir a latigazos por la resbaladiza pendiente hasta llegar cerca de una flota de embarcaciones abandonadas-. ¡Mira, Derfel! – dijo mi padre, frenando al caballo y señalando hacia las naves-. ¡Míralas! Ahora ya no sirven para nada, pero casi todas llegaron este verano, y cargadas de gente hasta los topes. – Volvió a picar espuelas y cabalgamos despacio dejando atrás la triste línea de barcos abandonados.
Habría unas ochenta o noventa naves embarrancadas en la orilla, con la proa igual que la popa, elegantes pero semipodridas ya. Tenían las planchas de madera cubiertas de limo verde, el pantoque inundado y los maderos negros de podredumbre. Algunas, que debían llevar más de un año allí, no eran más que oscuros esqueletos.
–Tres veintenas de hombres en cada barco, Derfel -dijo Aelle-, tres veintenas como poco, y con cada marea llegaban más. Ahora que los temporales se abaten sobre el mar abierto, no navegan, pero están construyendo más embarcaciones, que arribarán en primavera. Pero no desembarcarán sólo aquí, Derfel, ¡sino a lo largo de toda la costa! – hizo un movimiento amplio con el brazo para abarcar toda la costa oriental britana-. ¡Barcos y más barcos! Llenos de gente nuestra en busca de un hogar, en busca de tierra. – Pronunció la última palabra con fiereza y alejó al caballo de mí sin esperar respuesta-. ¡Vamos! – gritó, y seguí a su montura por la ría fangosa hasta un montículo de guijarros y, luego, entre matorrales de espino, cerro arriba hacia donde se levantaba su fortaleza.
Aelle detuvo al caballo en un repecho de la subida y me esperó; entonces, cuando le di alcance, señaló un collado sin decir palabra. Allí había un ejército. Había tantos hombres reunidos en aquel recoveco que no pude contarlos y sabía que no eran más que una parte de su ejército. Los guerreros sajones formaban una gran multitud y, cuando vieron al rey en lo alto, rompieron en aclamaciones estruendosas y empezaron a golpear las lanzas contra los escudos, de modo que el aire gris retumbaba con el estrépito. Aelle alzó la mano derecha, llena de cicatrices, y el clamor cesó.
–¿Ves, Derfel? – me preguntó.
–Veo lo que queréis mostrarme, lord rey -respondí evasivamente, pues sabía con exactitud el mensaje que deseaba transmitirme con los barcos abandonados y la masa de hombres armados.
–Ahora soy fuerte -añadió- y Arturo es débil. ¿Cuenta con quinientos hombres, al menos? Lo dudo. Los lanceros de Powys acudirán en su ayuda, pero, ¿serán suficientes? Lo dudo. Yo dispongo de mil lanceros entrenados, Derfel, y el doble de hombres hambrientos dispuestos a empuñar el hacha para ganarse unos palmos de tierra que puedan considerar suya. Y el ejército de Cerdic es aún mayor, mucho mayor, y necesita tierras con más desesperación que yo. Los dos la necesitamos, Derfel, los dos necesitamos tierra y Arturo la tiene, pero Arturo es débil.
–Gwent posee mil lanceros -dije-, y si invadís Dumnonia, Gwent acudirá en su ayuda. – No estaba seguro de ello, pero en nada perjudicaría a Arturo que yo hablara con seguridad-. Gwent, Dumnonia y Powys -dije-, los tres reinos lucharán, y aún acudirán otros a apoyar a Arturo. Los Escudos Negros, los lanceros de Gwynedd y de Elmet, e incluso los de Rheged y Lothian. – Tamaña presunción hizo sonreír a Aelle.
–La lección no ha terminado aún, Derfel -dijo-; ven. – De nuevo hincó espuelas y siguió subiendo por el cerro, pero dirigiéndose hacia oriente, hacia una arboleda. Desmontó junto a los árboles, dio el alto a la escolta para que no nos siguiera y me llevó por un sendero estrecho y húmedo hasta un claro donde había dos pequeñas construcciones de madera. No eran más que simples cabañas con techumbres de paja puntiagudas y muros bajos de troncos sin desbastar-. ¿Ves? – dijo, señalando hacia el hastial de la cabaña más próxima.
Escupí para ahuyentar el mal, pues en lo alto del hastial había una cruz de madera. Allí, en la pagana Lloegyr, se encontraba lo último que hubiera esperado ver: una iglesia cristiana. La segunda cabaña, algo más baja que la iglesia, era, sin duda, la vivienda del sacerdote que salió a recibirnos arrastrándose al exterior por la baja puerta de su choza. Tenía tonsura, un hábito oscuro de monje y una enredada barba castaña. Al reconocer a Aelle hizo una profunda inclinación de cabeza.
–¡Saludos en Cristo, lord rey! – dijo el hombre en un sajón horrible.
–¿De dónde eres? – le pregunté en britano.
Se sorprendió de que le hablara en su lengua nativa.
–De Gobannium, señor -me dijo. La esposa del monje, una criatura sucia con ojos de resentida, salió de la casucha y se colocó junto a su hombre.
–¿Qué haces aquí? – le pregunté.
–Nuestro Señor Jesucristo ha abierto los ojos a Aelle, señor -dijo-; el rey nos ha invitado a traer las nuevas de Cristo a su pueblo. Estoy aquí con mi hermano, el sacerdote Gorfydd, para predicar la palabra a los sais.
–¿Misioneros de Gwent? – pregunté a Aelle, que sonreía arteramente.
–Criaturas débiles, ¿verdad? – comentó indicando al monje y a su esposa que se retiraran a la cabaña-. Pero creen que gracias a ellos vamos a dejar de adorar a Thunor y Seaxnet, y a mí no me importa. De momento.
–¿Porque -dije despacio- el rey Meurig os ha prometido una tregua mientras permitáis que sus sacerdotes vengan a vuestro pueblo? Aelle se rió.
–Meurig es un necio. Le importa más el alma de mi pueblo que la seguridad de su reino, y dos sacerdotes no es un precio elevado a cambio de que los mil lanceros de Gwent se queden de brazos cruzados mientras atacamos Dumnonia-. Me asió por los hombros y me llevó de vuelta a los caballos-. ¿Lo ves, Derfel? Gwent no va a luchar, no mientras su rey crea que hay posibilidades de extender su religión entre mi pueblo.
–¿Y se extiende rápidamente? – pregunté.
Aelle soltó un bufido.
–Entre algunos esclavos y mujeres, pero no muchos, y no va a extenderse más, de eso me ocupo yo. Vi lo que esa religión provocó en Dumnonia y no he de consentirlo aquí. Nuestros viejos dioses aún nos sirven, Derfel, ¿para qué queremos dioses nuevos? De ahí vienen la mitad de los males de los britanos. Han perdido a sus dioses.
–Merlín no los ha perdido -repliqué.
Eso contuvo a Aelle. Se giró a la sombra de los árboles y vi la preocupación reflejada en su rostro. Siempre había temido a Merlín.
–Se oyen habladurías -dijo con incertidumbre.
–Los tesoros de Britania -dije.
–¿Qué son? – quiso saber.
–No gran cosa, lord rey -respondí con bastante franqueza-, una colección de objetos viejos y rotos. Sólo hay dos que valgan la pena: una espada y una olla.
–¿Los has visto? – me preguntó con ansiedad.
–Sí.
–¿Y qué efectos producen?
–Nadie lo sabe -repliqué con un encogimiento de hombros-. Arturo cree que no harán nada, pero Merlín está convencido de que subyugan a los dioses y de que, si llevan a cabo las ceremonias mágicas adecuadas en el momento adecuado, los antiguos dioses de Britania quedarán a su merced.
–¿Y los enviará contra nosotros?
–Sí, lord rey -dije, y sería pronto, muy pronto, aunque eso no se lo dije a mi padre.
–Nosotros también tenemos dioses -dijo Aelle con el ceño fruncido.
–Pues llamadlos, lord rey, y que los dioses luchen contra los dioses.
–Los dioses no están locos, muchacho -gruñó-, ¿por qué habrían de luchar si los hombres pueden hacer la matanza en su lugar? – Empezó a caminar nuevamente-. Ahora ya soy viejo -me dijo-, y no he visto a los dioses una sola vez en toda mi vida. Creemos en ellos, pero ¿acaso les importamos? – Me miró con preocupación-. ¿Tú crees en el poder de esos tesoros?
–Yo creo en el poder de Merlín, lord rey.
–Pero, ¿los dioses caminando por la tierra? – Se quedó rumiándolo unos momentos y al final sacudió la cabeza-. Y si vuestros dioses vinieran, ¿por qué no habrían de venir los nuestros a protegernos? Incluso a ti, Derfel -dijo con sarcasmo-, te resultaría muy difícil luchar contra el martillo de Thunor. – Salimos de la arboleda y vi que tanto la escolta como nuestros caballos habían desaparecido-. Caminemos -dijo Aelle-, y te contaré cosas de Dumnonia.
–Yo sé cosas de Dumnonia, lord rey.
–Entonces, Derfel, sabrás que el rey es un desatinado y que quien manda no quiere ser rey, ni siquiera quiere ser un, como lo llaméis, ¿un kaiser?
–Un emperador -dije.
–Un emperador -repitió pronunciando el término burlonamente. Me llevaba por un sendero que seguía el lindero del bosque. No había nadie a la vista. A nuestra izquierda, el terreno caía hacia la brumosa hondonada del estuario, y hacia el norte se extendían bosques profundos y umbríos-. Vuestros cristianos son rebeldes -resumió Aelle su punto de vista-, vuestro rey está tullido y loco, y vuestro cabecilla se niega a usurpar el trono al loco. Con el tiempo, Derfel, más temprano que tarde, otro hombre reclamará ese trono. Lancelot estuvo a punto de conseguirlo, y otro más merecedor que Lancelot va a pedirlo enseguida. – Hizo una pausa y frunció el ceño-. ¿Por qué Ginebra se abrió de piernas a Lancelot? – preguntó.
–Porque Arturo no quería titularse rey -dije sombríamente.
–Entonces está loco. Y el año que viene será un loco muerto, a menos que acepte una proposición.
–¿Qué proposición, lord rey? – inquirí, deteniéndome bajo una haya de un rojo ardiente.
Aelle se detuvo también y me agarró por los hombros.
–Di a Arturo que te dé el trono a ti, Derfel.
Miré a mi padre a los ojos fijamente. Por un instante pensé que estaba bromeando, pero entonces vi que hablaba en serio.
–¿A mí? – pregunté atónito.
–A ti -respondió Aelle-, y después me juras lealtad. Quiero arrebataros la tierra, pero di a Arturo que te dé el trono a ti y tú gobernarás Dumnonia. Mi pueblo colonizará y trabajará los campos y tú reinarás sobre mi pueblo, pero como rey vasallo mío. Construiremos una federación, tú y yo. Padre e hijo. Tú gobiernas Dumnonia y yo, Anglia.
–¿Anglia? – pregunté, pues no conocía la palabra.
Me quitó las manos de los hombros y señaló el campo.
–¡Esto! Nos llamáis sajones, pero tú y yo somos anglos. Cerdic es sajón, pero tú y yo somos anglos y nuestro país es Anglia. ¡Esto es Anglia! – proclamó con orgullo, mirando hacia la húmeda cima del cerro.
–¿Y Cerdic? – pregunté.
–Tú y yo mataremos a Cerdic -dijo con franqueza, entonces me asió por el codo y seguimos caminando, pero me condujo hacia un sendero que serpenteaba entre los árboles, donde los cerdos hozaban en busca de hayucos entre el reciente manto de hojas caídas-. Habla a Arturo de mi proposición -insistió Aelle-. Dile que se quede él con el trono, si lo prefiere, en vez de dártelo a ti, pero se lo quede quien se lo quede, que lo haga en mi nombre.
–Se lo diré, lord rey -dije, aunque sabía que Arturo se lo tomaría a risa. Creo que Aelle también lo sabía, pero el odio que sentía por Cerdic le impulsó a formalizar la oferta. Sabía que aunque Cerdic y él conquistaran todo el sur de Britania, aún habrían de enzarzarse en otra guerra para decidir quién sería el bretwalda, término que significaba «Rey Supremo»-. ¿Suponiendo -añadí- que Arturo y vos atacarais a Cerdic juntos el próximo año?
Aelle hizo un gesto negativo con la cabeza.
–Cerdic ha repartido mucho oro entre mis caudillos. Ahora no lucharán contra él, mientras los tiente con Dumnonia como premio. Pero si Arturo te da Dumnonia a ti y tú me la das a mí, ya no necesitarán el oro de Cerdic. Díselo así a Arturo.
–Se lo diré, lord rey -repetí, pero ni aun así se avendría Arturo a tal acuerdo, jamás, pues significaría faltar al juramento hecho a Uther de convertir a Mordred en rey, juramento que constituía la raíz principal de la vida de Arturo. Ciertamente, estaba tan seguro de que no faltaría a su palabra que no me molestaría siquiera en contárselo a Arturo, a pesar de lo que le dije a Aelle.
Después me llevó a un amplio claro donde vi a mi montura esperando y, con ella, una escolta de lanceros a caballo. En el centro del claro había una gran roca áspera de la altura de un hombre y, aunque en nada se asemejaba a las pulidas piedras de los druidas de los antiguos templos de Dumnonia, ni a las losas planas sobre las que aclamábamos a nuestros reyes, no había duda de que se trataba de una peña sagrada, pues se erguía sola en el círculo de hierba y ningún guerrero sajón se acercaba a ella, aunque allí cerca habían plantado uno de sus símbolos sagrados, un gran tronco de árbol descortezado con un rostro tosca mente tallado. Aelle me llevó al lado de la gran roca, pero se detuvo en seco y rebuscó en un morral que llevaba colgado del cinturón de la espada. Sacó una bolsita de piel, la abrió y se guardó algo en la mano. Me enseñó el objeto, se trataba de un diminuto anillo de oro con una pequeña esquirla de ágata engarzada.
–Iba a dárselo a tu madre -me dijo-, pero Uther la capturó antes de que tuviera ocasión de regalársela, y la conservo desde entonces. Tómala.
Acepté el anillo. Era muy sencillo, hecho en el país. No era obra romana, pues los romanos engastan las joyas de forma exquisita, ni tampoco sajona, pues a los sajones les gustan las piedras ostentosas; seguramente lo habría fabricado algún pobre britano abatido por espadas sajonas. La verde piedrecilla cuadrada ni siquiera estaba bien engastada, pero aun así, el anillo poseía un encanto extraño y frágil.
–No pude dárselo a tu madre -dijo Aelle- y si está gorda tampoco podría ponérselo. Así que, regálaselo a tu princesa de Powys. Tengo entendido que es una buena mujer.
–Lo es, lord rey.
–Pues dáselo a ella -dijo Aelle- y dile que si nuestros países entran en guerra, perdonaré la vida a la mujer que lo lleve puesto y a toda su familia.
–Gracias, lord rey -dije, y me guardé la diminuta alhaja en la bolsa.
–Aún tengo otro regalo que darte -dijo, y de nuevo me pasó el brazo por los hombros, para llevarme hasta la roca. Me sentí culpable por no haberle llevado presente alguno; ciertamente, el temor del viaje a Lloegyr me impidió pensar siquiera en ello, pero Aelle pasó por alto la omisión. Se detuvo al lado de la peña.
–Esta piedra era de los britanos, antaño -me dijo-, y la tenían por sagrada. Está horadada ¿ves? Ven por este lado, muchacho, mira.
Me situé al otro lado de la roca y, efectivamente, vi un orificio grande y negro que atravesaba toda la piedra.
–En una ocasión, hablando con un viejo esclavo britano, me contó que se podía hablar con los muertos susurrando por este agujero.
–Pero vos no lo creéis, ¿verdad? – le pregunté, al percibir el escepticismo de su voz.
–Nosotros creemos que podemos hablar con Thunor, Woden y Seaxnet por ese agujero -dijo Aelle-, pero en tu caso, Derfel, tal vez llegues hasta los muertos -sonrió-. Volveremos a vernos, muchacho.
–Eso espero, lord rey -dije, y entonces recordé la extraña profecía de mi madre, que Aelle moriría a manos de su hijo, y traté de olvidarlo, de considerarlo desvarios de vieja loca, aunque a veces los dioses escogen a mujeres; así para hablar por su boca y, de repente, no se me ocurrió nada que decir.
Aelle me abrazo aplastándome la cara contra el cuello de su gruesa capa de pieles.
–¿Le queda mucha vida a tu madre? – me preguntó.
–No, lord rey.
–Entiérrala -me dijo- con los pies hacia el norte, según la costumbre de nuestro pueblo. – Me abrazó por última vez-. Te llevarán a casa sano y salvo -añadió, y dio un paso atrás-. Para hablar con los difuntos -dijo aún, ásperamente- tienes que dar tres vueltas alrededor de la piedra y arrodillarte frente al agujero. Da un beso a tu hija de mi parte. – Sonrió, satisfecho de haberme sorprendido por estar al corriente de detalles íntimos de mi vida, y luego dio media vuelta y se marchó.
La escolta me observaba mientras yo daba las tres vueltas a la roca, también cuando me arrodillé y me acerqué al orificio. De pronto sentí deseos de llorar y la voz se me cortó al musitar el nombre de mi hija.
–Dian -susurré en las entrañas de la piedra-, mi querida Dian. Espéranos, hijita, que llegaremos enseguida. Dian. – Mi hija muerta, mi queridísima hija, asesinada por sicarios de Lancelot. Le dije que la amábamos, le mandé el beso de Aelle y apoyé la frente en la fría roca pensando en su pequeño cuerpo de sombra, sólo en el otro mundo. Merlín, es cierto, nos había dicho que los niños jugaban alegremente bajo los manzanos de Annwn en el mundo de los muertos, pero yo seguí llorando al imaginar de repente que la niña oía mi voz. ¿Levantaría la mirada? ¿Lloraría ella, igual que yo?
Y partí. Tardé tres días en llegar a Dun Carie y allí entregué a Ceinwyn el pequeño anillo de oro. Siempre había sentido preferencia por las cosas sencillas y el anillo le agradó mucho más que cualquier rica joya romana. Se lo puso en el dedo meñique de la diestra, pues era el único donde le cabía.
–De todos modos, dudo que me salve la vida -comentó compungida.
–¿Por qué? – pregunté.
Sonrió contemplando el anillo.
–¿Qué sajón se detendrá a buscar un anillo? Primero violar y después saquear, ¿no es esa la regla de los lanceros?
–Tú no estarás aquí cuando vengan los sajones -dije-. Tienes que volver a Powys.
–Yo me quedo -afirmó-. No puedo salir huyendo siempre en busca de mi hermano cada vez que amenaza un peligro.
No quise discutir más hasta que llegara el momento, y envié mensajeros a Durnovaria y a Caer Cadarn para informar a Arturo de mi regreso. Cuatro días después llegó él a Dun Carie; le conté la negativa de Aelle y Arturo se encogió de hombros como si no hubiera esperado otra cosa.
–Merecía la pena intentarlo -comentó sin darle importancia. No le hablé de la proposición de Aelle, pues su mal humor le habría hecho sospechar que yo me sentía tentado a aceptarla y tal vez dejara de confiar en mí para siempre. Tampoco le dije que había visto a Lancelot en Thunreslea, pues sabía que odiaba hasta el sonido de ese nombre. Sin embargo, sí que le hablé de la presencia de los dos sacerdotes de Gwent y la noticia le hizo fruncir el ceño-. Supongo que tendré que visitar a Meurig -dijo sombríamente, mirando al Tor. Luego se volvió hacia mí-. ¿Sabías -preguntó en tono de acusación- que Excalibur es uno de los tesoros de Britania?
–Sí, señor -dije. Me lo había contado Merlín hacía tiempo, pero me había obligado a jurar que guardaría el secreto por miedo a que Arturo rompiera la espada para demostrar que no era supersticioso.
–Merlín me ha pedido que se la devuelva -dijo Arturo. Sabía desde siempre que un día podía reclamársela, lo sabía desde su juventud, desde el mismo día en que Merlín le entregara la espada mágica.
–¿Se la devolveréis? – pregunté con ansiedad.
–Si no lo hiciera, Derfel -contestó con un gesto amargo-, ¿olvidaría Merlín todas esas tonterías?
–En el caso de que sean tonterías, señor -repliqué; me acordé de la luminosa niña desnuda y me dije que era precursora de grandes portentos.
Arturo se desabrochó el cinturón con la vaina labrada.
–Tómala, Derfel -dijo a regañadientes-, llévasela tú. – Me colocó la preciosa espada en las manos-. Pero di a Merlín que quiero que me la devuelva.
–Así lo haré, señor -le prometí. Pues si los dioses no acudían la noche de Samain, Excalibur tendría que ser blandida contra el ejército de los sajones.
La víspera de Samain estaba muy próxima ya y durante la noche de difuntos, Merlín llamaría a los dioses.
Al día siguiente, llevé a Excalibur hacia el sur para que así fuera.
Mai Dun es un cerro alto situado al sur de Durnovaria y en algún tiempo debió de ser la más inexpugnable fortaleza de Britania. La cima es ancha, ligeramente abovedada, y se extiende hacia levante y poniente rodeada por tres inmensos muros de turba muy escarpados, erigidos sin duda por el pueblo antiguo. Nadie sabe cuándo ni cómo fue construida, y algunos creen que los mismos dioses debieron de cavar los cimientos, pues los muros son tan elevados y los fosos tan profundos que no parecen obra humana, aunque, ni la altura de las murallas ni la profundidad de los fosos evitó que los romanos la tomaran y pasaran a espada a la guarnición. Desde aquel día, la fortaleza de Mai Dun ha permanecido vacía, a excepción de un pequeño templo dedicado a Mitra que los romanos victoriosos erigieron en el extremo oriental de la pradera de la cumbre. En verano, la vieja fortaleza es un lugar delicioso donde pastan las ovejas entre los escabrosos muros, revolotean las mariposas por la hierba y crecen el tomillo y las orquídeas; sin embargo, a finales de otoño, cuando la noche se cierra temprano y las lluvias barren Dumnonia desde poniente, la cima es una altura desnuda y helada que el viento azota crudamente.
El sendero principal lleva a la laberíntica cancela occidental y, cuando subí por allí portando a Excalibur para Merlín, el suelo estaba resbaladizo. Al mismo tiempo que yo subía un grupo de aldeanos. Algunos acarreaban grandes brazadas de leña a la espalda, otros acarreaban pellejos de agua potable y unos cuantos obligaban a avanzar a los bueyes que arrastraban grandes troncos o trineos repletos de ramas cortadas. Los bueyes sangraban por los costados y tiraban de la carga esforzadamente por la empinada y traicionera subida, desde la cual se divisaba en lo alto, entre la hierba de la muralla exterior, una guardia de lanceros. La presencia de hombres armados confirmaba lo que me habían contado en Durnovaria, que Merlín había cerrado Mai Dun a todos excepto a los que iban a trabajar.
Dos lanceros estaban apostados a la puerta. Ambos eran guerreros irlandeses de los Escudos Negros, contratados a Oengus mac Airem, y me pregunté qué parte de su fortuna estaría gastándose Merlín en disponer ese pastizal desolado para la llegada de los dioses. Los hombres se dieron cuenta de que yo no iba a trabajar a Mai Dun y bajaron a mi encuentro.
–¿Tenéis asuntos que resolver aquí, señor? – me preguntó uno de ellos respetuosamente. Yo no llevaba armadura, pero sí a Hywelbane, cuya vaina me delataba como persona de rango.
–Tengo asuntos con Merlín -dije.
Los Escudos Negros no se apartaron.
–Señor, aquí llega mucha gente que dice tener asuntos con Merlín. Pero, ¿acaso lord Merlín tiene asuntos con ellos?
–Dile que lord Derfel le trae el último tesoro -dije, tratando de impresionarlos con mis palabras, pero en vano. El más joven de los Escudos Negros subió con el mensaje y el mayor se quedó charlando conmigo. Como la mayoría de los lanceros de Oengus, parecía un rufián alegre. Los Escudos Negros procedían de Demetia, un reino que Oengus había instaurado en la costa occidental de Britania, pero, aunque fueran invasores, no los odiábamos tanto como a los sajones. Los irlandeses luchaban contra nosotros, nos saqueaban, nos esclavizaban y nos robaban la tierra, pero hablaban una lengua semejante a la nuestra, sus dioses eran los mismos que los nuestros y, cuando no estábamos en guerra, se mezclaban fácilmente con los nativos britanos. Algunos, como el propio Oengus, parecían más britanos que irlandeses, pues su Irlanda nativa, que siempre se jactaba de no haber sufrido jamás la invasión de los romanos, había sucumbido finalmente a una religión romana. Los irlandeses adoptaron el cristianismo, pero los señores de allende el mar, reyes irlandeses como el mismo Oengus que se habían apoderado de tierras en Britania, continuaban aferrados a los dioses antiguos; por tal motivo pensaba yo que la siguiente primavera esos lanceros Escudos Negros sin duda defenderían a Britania de los sajones, a menos que los ritos de Merlín hicieran acudir a los dioses a rescatarnos.
Fue el joven príncipe Gawain quien salió a recibirme desde la cima. Bajó por el camino con su armadura encalada, aunque su esplendor quedó empañado cuando resbaló en un charco de barro y descendió unos metros rebocando sobre el culo.
–¡Lord Derfel! – me llamó, una vez se hubo puesto de pie-. ¡Lord Derfel! Venid, venid. Sed bienvenido. – Me acogió con una amplia sonrisa-. ¿No es acaso lo más emocionante? – me preguntó.
–Aún no lo sé, lord príncipe.
–¡Un triunfo! – exclamó entusiasmado, sorteando con cuidado el charco de barro que le había hecho caer-. ¡Una gran obra! Roguemos por que no sea en vano.
–Toda Britania ruega por ello -dije-, excepto los cristianos, quizás.
–Dentro de tres días, lord Derfel -me aseguró-, no habrá más cristianos en Britania, pues todos habrán visto a los dioses verdaderos. Siempre y cuando -añadió con ansiedad- no llueva. – Miró a las sombrías nubes y de repente pareció que fuera a echarse a llorar.
–¿No llueva? – pregunté.
–O tal vez sea la nube lo que nos niegue a los dioses. La lluvia o la nube, no estoy seguro, y Merlín está impaciente. No lo dice, pero creo que la lluvia es el enemigo, o tal vez la nube. – Hizo una pausa, seguía pesaroso-. O ambas cosas, quizá. He preguntado a Nimue, pero no soy de su agrado -dijo afligido-, de modo que no lo sé con certeza, pero yo suplico a dioses que nos concedan cielos despejados. Ultimamente ha habido muchas nubes, muchas nubes, y sospecho que los cristianos ruegan por que llueva. ¿Es cierto que traéis a Excalibur?
Desenvolví la espada envainada y se la ofrecí por el pomo. Tardó un poco en atreverse a tocarla, pero al final la sacó con cautela de la vaina. Se quedó mirando la hoja reverentemente y luego rozó con un dedo las volutas labradas y los dragones grabados que la decoraban.
–¡Forjada en el otro mundo! – dijo en tono de admiración-. ¡Por el propio Gofannon!
–Mejor diríais forjada en Irlanda -repliqué sin piedad, pues la juventud y la credulidad de Gawain me impelían a minar su piadosa inocencia.
–No, señor -me aseguró, plenamente convencido-, fue hecha en el otro mundo. – Me devolvió a Excalibur-. Venid, señor -me apremió, pero volvió a resbalar en el barro y dio unos traspiés para no perder el equilibrio. Su blanca armadura, tan impresionante en la distancia, estaba muy gastada. La cal estaba salpicada de barro y empezaba a despintarse, pero el joven príncipe poseía una inquebrantable confianza en sí mismo que le salvaba de parecer ridículo. Llevaba el largo cabello rubio recogido en una trenza floja que le llegaba donde la espalda pierde su ilustre nombre. Mientras íbamos por el pasaje de la entrada, que se retorcía entre las altas lomas de hierba, pregunté a Gawain cómo había conocido a Merlín.
–¡Oh, conozco a Merlín de toda la vida! – replicó el príncipe risueñamente-. Iba a la corte de mi padre, ¿sabéis?, aunque últimamente no tanto, pero cuando yo era pequeño siempre estaba allí. Era mi maestro.
–¿Vuestro maestro? – repetí sorprendido, pues lo estaba; pero Merlín siempre actuaba misteriosamente y nunca me había hablado de Gawain.
–No me enseñaba letras -puntualizó Gawain-, de eso se encargabán las mujeres. Merlín me iniciaba en los misterios de mi destino. – Sonrió pudorosamente-. Me enseñó a conservarme puro.
–¡Puro! – Lo miré con curiosidad-. ¿Nada de mujeres?
–Ni una, señor -admitió con inocencia-. Así lo exige Merlín. Bueno, ninguna por ahora, aunque luego sí, naturalmente. – Calló de pronto, ruborizado.
–No me extraña que ruegues por que haya cielos despejados.
–¡No, señor, no! – protestó Gawain-. ¡Suplico cielos despejados para que los dioses acudan! Y cuando acudan, traerán a Olwen de Plata con ellos. – Volvió a sonrojarse.
–¿Olwen de Plata?
–¡La visteis en Lindinis, señor! – Su hermoso rostro casi parecía etéreo-. Su paso es más ligero que los suspiros del aire, su piel brilla en la oscuridad y por donde pisa nacen flores.
–¿Y ella ha de ser tu destino? – pregunté conteniendo una mala punzada de celos al pensar que aquel grácil espíritu luminoso estuviera reservado a Gawain.
–La desposaré cuando haya concluido la tarea -dijo con orgullo-, aunque de momento mi deber es custodiar los tesoros; pero dentro de tres días recibiré a los dioses y los llevaré contra el enemigo. Me convertiré en el libertador de Britania. – Pronunció tan desorbitado alarde con mucha calma, como si fuera una encomienda común. No dije nada, simplemente lo seguí en silencio hasta el otro lado del hondo foso que se abría entre los muros medio e interior de Mai Dun, y vi que en el fondo de la trinchera había varios refugios provisionales de ramas y paja-. Dentro de dos días -Gawain se dio cuenta de lo que miraba- derribaremos esos refugios y los echaremos a las hogueras.
–¿A las hogueras?
–Ya lo veréis, señor, ya lo veréis.
Al principio, al llegar a la cima, no entendía lo que veía. La cima de Mai Dun es un espacio alargado y herboso donde podría refugiarse, en tiempos de guerra, una tribu entera con todo el ganado, pero en esos momentos el extremo occidental del cerro era un entramado de setos secos dispuestos en complicado laberinto.
–¡Allí! – dijo Gawain ufanamente, señalando hacia los setos como si los hubiera plantado él mismo.
La gente que transportaba leña se dirigía a uno de los setos más próximos, donde depositaban la carga y volvían a marchar en busca de más. Entonces vi que los setos eran en realidad grandes amontonamientos de madera que iban apilando para hacer una hoguera. Cada pila era más alta que un hombre, y al parecer había kilómetros de pilas, pero no comprendí la disposición de la leña hasta que Gawain me llevó a lo alto de la muralla interior.
Los montones ocupaban toda la parte occidental de la planicie y en el centro había cinco montones de leña dispuestos en círculo en torno a un espacio vacío de unos seis o siete pasos de amplitud. El amplio espacio estaba rodeado por una espiral de setos que describía tres vueltas completas, de modo que toda la espiral, con el centro incluido, tendría en total más de ciento cincuenta pasos de anchura. Fuera de la espiral había otro círculo de hierba vacío rodeado por un anillo de seis espirales dobles; cada una nacía de un espacio circular e iba desenroscándose hasta enroscarse en la siguiente, de modo que el complicado anillo exterior estaba formado por doce espacios rodeados de fuego. Las espirales dobles se tocaban formando una muralla de fuego alrededor de toda la impresionante disposición.
–Doce círculos pequeños -pregunté a Gawain-, ¿para trece tesoros?
–Señor, la olla ocupará el centro -dijo con absoluto respeto y temor.
Tratábase de una obra magna. Los setos eran altos, cumplidamente más que un hombre, y estaban atestados de leña; ciertamente, en aquella cima debía de haber madera para abastecer todos los fuegos de Durnovaria durante nueve o diez inviernos. Las dobles espirales del ala occidental de la fortaleza aún no estaban terminadas y vi a los hombres pisoteando la leña a conciencia para que no ardiese brevemente, sino larga y vivamente. Entre la leña amontonada y apisonada había troncos enteros aguardando las llamas. Me imaginé una hoguera digna de señalar el fin del mundo.
Y supuse que, en cierto modo, tal sería su propósito. Iba a producirse el fin del mundo que conocíamos, pues si Merlín no erraba, los dioses de Britania acudirían a aquel lugar elevado. Los dioses menores se situarían en los círculos menores del ruedo exterior, mientras que Bel descendería sobre la ardiente pira de Mai Dun donde le aguardaría la olla. Bel el Grande, el dios de los dioses, el Señor de Britania, llegaría cabalgando en un viento imperioso, derramando estrellas a su paso como derrama el vendaval las hojas de otoño. Y allí, donde las cinco hogueras menores señalaran el centro de los corros de fuego de Merlín, Bel posaría el pie nuevamente en Ynys Prydain, la isla de Britania. La piel se me enfrió de pronto. Hasta ese momento no me había hecho a la idea de la magnitud del sueño de Merlín, y en ese momento me desbordó. Dentro de tres días, tres días solamente, los dioses estarían allí.
–Tenemos a más de cien personas trabajando en las hogueras -me dijo Gawain entusiasmado.
–Lo creo.
–Y hemos señalado las espirales -añadió- con cuerda mágica.
–¿Con qué?
–Una cuerda, señor, tejida con pelo de virgen, que apenas tenía la anchura de un mechón. Nimue se situó en el centro y yo recorrí la circunferencia, y mi señor Merlín iba dejando en mis huellas piedras de elfo. Las espirales habían de ser perfectas. Tardamos una semana en hacerlo, pues la cuerda se rompía sin cesar y, cada vez que esto sucedía, teníamos que empezar de nuevo.
–Tal vez no fuera cuerda mágica, a fin de cuentas, lord príncipe -bromeé.
–Sí que lo era, señor -afirmó Gawain-; el pelo era mío.
–Y, ¿la víspera de Samain, encenderéis el fuego y esperaréis?
–Las hogueras deben arder tres horas por tres, señor, y a la hora sexta comenzamos la ceremonia. – Y luego, en algún momento, la noche sería el día, el cielo se llenaría de fuego y el aire, lleno de humo, se agitaría caóticamente con el batir de alas de los dioses.
Gawain me llevó por el muro norte de la fortaleza y señaló hacia el pequeño templo de Mitra, que se levantaba al este de los corros de leña.
–Aguardad aquí, señor -me dijo-, que voy a buscar a Merlín.
–¿Está lejos? – le pregunté, pensando que se encontraría en uno de los refugios provisionales construidos en el ala oriental de la planicie.
–No sé con certeza dónde estará -confesó Gawain-, pero sé que fue a buscar a Anbarr y creo que sé dónde encontrarlo.
–¿Anbarr? – pregunté. Sólo había oído ese nombre en cuentos en los que aparecía como caballo mágico. Un semental salvaje del que se decía que galopaba tan raudo por las aguas como por la tierra.
–Cabalgaré junto a los dioses a lomos del caballo mágico -dijo Gawain satisfecho- portando mi estandarte contra el enemigo. – Señaló hacia el templo, en cuyo bajo tejado se apoyaba una enseña, dejada allí sin ceremonia alguna-. La enseña de Britania -añadió Gawain y me llevó hacia el templo, donde la desplegó. Era una gran pieza cuadrada de lino blanco con el rampante dragón rojo de Dumnonia bordado en el centro. La bestia era todo zarpas, cola y fuego-. En realidad, es la enseña de Dumnonia -dijo Gawain un tanto azorado-, pero no creo que a los demás reyes britanos les importe, ¿verdad?
–No si empujáis a los sais al mar.
–Esa es mi misión, señor -replicó Gawain solemnemente-. Con la ayuda de los dioses, claro está, y de esto -añadió, tocando a Excalibur, la cual llevaba yo bajo el brazo.
–¡Excalibur! – exclamé asombrado, pues no podía imaginarme sino a Arturo esgrimiendo la espada mágica.
–¿Con qué otra podría ser? – preguntó Gawain-. Soy el designado para llevar a Excalibur, cabalgar a lomos de Anbarr y expulsar al enemigo de Britania. – Sonrió con deleite y señaló un banco que había al lado de la puerta del templo-. Señor, tened la bondad de esperarme mientras voy en busca de Merlín.