Año 859, 244 de la hégira

24

El aspecto de Tutila cambiaba de día en día. La escuela de Ziyab seguía atrayendo a un número cada vez mayor de discípulos, además de a estudiosos de diversas latitudes. Y no solo a hombres de letras musulmanes, sino también judíos y cristianos, seducidos por el ambiente de tolerancia y dedicación al conocimiento que el viejo maestro había sabido imprimir a su establecimiento.

La comunidad judía había acogido así a una docena de eruditos, algunos acompañados por toda su familia, que se instalaron en el barrio situado junto a la muralla oriental próximo a la Puerta de Saraqusta. Su presencia supuso un soplo de aire fresco para la aljama, y la noticia de su asentamiento atrajo a su vez a nuevos pobladores antes dispersos en villas cercanas. Ziyab contaba por ello con la simpatía y el aprecio de toda la comunidad hebrea, y en particular del nasí y del rabí, que no dudaban en acogerlo con frecuencia en sus propios hogares, con la certeza de que disfrutarían de una conversación amena, en veladas que se prolongaban hasta altas horas de la madrugada.

En el caso de los cristianos mozárabes que se asentaban junto a la Puerta del Río, alrededor de su antigua iglesia, la situación era parecida, aunque las noticias procedentes de Qurtuba relacionadas con los martirios cristianos habían enfriado unas relaciones antes calurosas. Nadie olvidaba que Ziyab había sido en la corte del emir uno de sus asesores más cercanos, y las murmuraciones habían corrido de boca en boca. Sin embargo, las buenas relaciones que Ziyab seguía manteniendo con los monjes de diversos monasterios y en particular con el abad de Leyre habían hecho olvidar en la práctica las posibles rencillas que hubieran surgido.

La escuela de Ziyab era un hervidero de estudiantes, eruditos, copistas y lectores. Sus muros habían quedado pequeños, y se había hecho necesario trasladar los alojamientos de los estudiantes a un nuevo edificio y habilitar las estancias de la planta baja como lugar de estudio.

El número de volúmenes no dejaba de crecer por el continuo intercambio con monasterios y otras bibliotecas, e incluso había surgido entre la escuela y la mezquita un pequeño mercado semanal de libros, donde Ziyab acudía puntual en busca de eventuales sorpresas.

Aproximadamente dos veces al año, Ibrahim, un comerciante de telas cordobés, llegaba a Tutila con sus mulas cargadas de ricos tejidos procedentes del tiraz, las afamadas fábricas de la capital. Pero el interés de Ziyab no se centraba en los brocados y sederías, sino en los fardos que puntualmente el mercader descargaba delante de su escuela. Un sirviente se encargaba de trasladarlos al interior de sus dependencias, y cada año, tras la llegada de Ibrahim, Ziyab desaparecía durante varios días.

El segundo proyecto más preciado de Ziyab concernía también a la enseñanza. Durante su estancia en Qurtuba asistió maravillado a la construcción de magníficas obras de ingeniería hidráulica, con las cuales se convertían campos y jardines en auténticos vergeles, a pesar del extremado clima de Al Ándalus. Las aceñas y los pozos se encargaban de proporcionar el agua necesaria, que era almacenada en grandes aljibes cuando así lo requería la situación, para después ser distribuida mediante ingeniosos sistemas de acequias, sifones e incluso tuberías de cerámica.

Los estantes de su biblioteca incluían varios tratados de agronomía, ciencia en la cual los autores árabes destacaban por sus conocimientos y su capacidad de compilar todo el saber del momento. Dos tratados de botánica especialmente apreciados por Ziyab lo acompañaban en muchos de sus paseos alrededor de la ciudad portados por un esforzado sirviente, sobre todo en los templados días de primavera en los que se perdían por los exuberantes sotos del río. Durante el verano, las expediciones se alargaban y alcanzaban las montañas situadas más allá de Tarasuna, donde el maestro y algunos de sus discípulos se deleitaban durante días contemplando especies desconocidas y disfrutando del frescor de la altura.

A estas pequeñas expediciones pronto se unió con especial entusiasmo Iosef ben Asher, un físico judío recién establecido en Tutila sumamente interesado en las aplicaciones médicas y dietéticas de las especies que estudiaban. Cuando Ziyab le mostró su biblioteca, extrajo de los estantes el volumen de De materia medica de Dioscórides, la recopilación de todos los saberes botánicos y farmacológicos de su tiempo, recién traducida al árabe. A partir de ese momento, su amistad quedó sellada.

Las conversaciones con Fortún también dieron su fruto, y este accedió a emprender algunas obras destinadas a mejorar la captación de aguas de la ciudad. Una de las más audaces, en la que trabajaron todos los carpinteros de la ciudad durante meses, había despertado la curiosidad de todos los vecinos y viajeros que llegaban a través del puente del Uādi Ibru: se trataba de una gran aceña, una noria colocada bajo la primera arcada del puente, accionada por la fuerza de la corriente, que elevaba una gran cantidad de agua por encima del margen del río para verterla en una conducción preparada al efecto. Este simple artefacto abastecía todos los abrevaderos y lavaderos situados aguas abajo, y aún la sobrante servía para regar las huertas más próximas a la muralla. Pronto se instalaron artefactos similares aguas arriba de la ciudad en ambas orillas, lo que proporcionaba agua de riego abundante pará amplias zonas de cultivo, ya de por sí feraces por la inundación anual en la época de deshielo.

Las huertas de Tutila, situadas en ambas márgenes del río, constituían para Ziyab un perfecto campo de experimentación para los nuevos conocimientos traídos de Qurtuba. Reclutó a varios jóvenes estudiantes, a quienes instruyó en las técnicas de cultivo y en novedosos sistemas de riego. Los herreros de la ciudad llevaron a la práctica los dibujos de nuevas herramientas que había traído con él, más adecuadas para el trabajo de la tierra. Un ejemplar del Calendario de cultivos sirvió como inmejorable guía para la enseñanza a sus alumnos. Hortalizas como la berenjena o la zanahoria habían llegado a la zona con las primeras expediciones musulmanas y se habían adaptado bien al clima, de manera que ya formaban parte de los cestos que traían los campesinos a sus casas antes de la llamada a la oración de la tarde.

Entusiasmado con el avance de sus experimentaciones, estableció contacto con comerciantes cordobeses y les dio instrucciones para que le hiciesen llegar algunas de las plantas y semillas de nuevas especies que arribaban a Qurtuba desde Persia, la India o Mesopotamia.

Ziyab se complacía, como había visto hacer a su casi homónimo, el músico Ziryab en la corte de Abd al Rahman, deleitando a sus invitados con nuevos platos en los que incluía, junto a los ingredientes más habituales, productos novedosos como los espárragos, las espinacas, las alcachofas o el arroz. El abanico de nuevos aromas proporcionados por las más variadas especias se amplió, y sus platos y dulces mezclaban cárcamo, azafrán, albahaca, comino, sésamo, cilantro, cardamomo y un sinnúmero de semillas aromáticas originarias de Oriente. Sorprendió con los melones del Sind y con una curiosa planta de raíz dulce y sabor característico llamada regaliz. Cosechó también sonoros fracasos con frutos que se adaptaban bien al clima suave de la costa pero que quedaban arruinados con los hielos invernales de Tutila, y por este motivo desistió del cultivo de palmeras datileras y de cualquier tipo de cítrico.

Pronto las cenas en la casa de Ziyab se hicieron conocidas, y los miembros de las mejores familias pugnaban por acudir a ellas. La amena conversación de cortesano deleitaba a sus comensales tanto como sus platillos, y tan pronto hablaba de las últimas modas en el vestido y el peinado entre la jassa cordobesa, como de las nuevas composiciones musicales destinadas a ser interpretadas con el laúd de cinco cuerdas que el propio músico Ziryab había inventado.

Si algo trataba de rehuir Ziyab eran las conversaciones sobre asuntos políticos, decidido como estaba a romper con su vida anterior y dedicarse a lo que en verdad le gustaba. Sin embargo, esto no era posible cuando las celebraciones eran presididas por Fortún o por el propio Mūsa, que con cierta frecuencia, y sobre todo en verano, regresaba a la almúnya que poseía junto al Uādi Qalash.

En una de estas veladas, en la que se hallaban presentes Mūsa y sus hijos, Ziyab tuvo noticia del reciente matrimonio de García Íñiguez con Leodegundia, la hija de Urdūn, el rey de los yilliqiyin: un matrimonio largo tiempo anunciado que al fin se había hecho realidad. Asistió, una vez más, a la discusión sobre los motivos que habrían tenido ambos reyes para concertar aquel casamiento, que ponía una distancia definitiva entre los Arista y los Banū Qasī.

Quien más afectada se sentía, sin duda, era Assona, que había visto cómo se celebraba el segundo matrimonio de su propio hermano sin que nadie tuviera la deferencia de comunicárselo. Desde la muerte de su anciana madre, durante una de las campañas de Mūsa, Assona no había tenido ocasión de visitar Banbaluna, y ni siquiera entonces había podido verse a solas con su hermano. Hasta el momento, se había resistido a creer que la creciente desafección de García hacia Mūsa y hacia los musulmanes en general pudiera afectar a su relación familiar, pero ahora la evidencia se abría paso, y ello laceraba su ánimo.

En su vieja casa de Tutila, ocupada por Fortún, pasaba largas horas en compañía de la esposa de su hijo, con la que mantenía una excelente relación, mientras llegaban hasta ella las voces de los hombres de la familia que en la sala principal prolongaban su sobremesa.

—Esa unión no es sino la expresión visible de un pacto político, una declaración de intenciones —opinaba Fortún.

—Así debe ser, porque de creer a los comerciantes leoneses que han tenido ocasión de verla en persona… su fealdad es difícil de superar —dijo Mutarrif, entre las risas de los comensales—. ¿No es cierto, padre?

Mūsa no reía como los demás.

—Así la describieron, es cierto —repuso—. Pero el hecho cierto de su matrimonio a pesar de todo no debe movernos a la risa. El rey Urdūn es astuto y sagaz, y sabe que con ese enlace se abre las puertas de nuestro flanco septentrional… si quisiera lanzar un ataque. Si Carlos el Calvo no estuviera empantanado por sus luchas familiares, incluso sería de temer una ofensiva conjunta.

—¿A pesar de las embajadas cargadas de regalos que el rey Carlos ha enviado a Saraqusta recientemente?

—No te engañes, hijo mío. Esas embajadas solo significan que en este momento no está en disposición de dar batalla en más frentes de los que tiene abiertos. Esa situación puede cambiar en cualquier momento.

—Pero el esfuerzo realizado en estos años en la mejora de nuestras defensas y las nuevas fortalezas fronterizas debería garantizar nuestra seguridad —insistió Ismail.

—Sin embargo, debemos pensar en trasladar efectivos desde Qala’t Ayub, Daruqa o Al Burj a las fortificaciones de la muga con territorio cristiano.

—¿Kabbarusho y Al Qastil? —aventuró Ziyab, no demasiado al tanto de los asuntos militares.

—También, pero pienso sobre todo en la guarnición de Al Bayda, nuestro bastión más próximo a las tierras de Alaba, que están bajo la jurisdicción de Ordoño. Las obras de construcción de la nueva fortaleza están concluyendo y…

—Y es necesario dotarla de una guarnición más fuerte capaz de responder y resistir en caso de ataque hasta recibir refuerzos —concluyó Ismail.

—Así es… pero estos son temas que deberíamos tratar en el Consejo, y no en una velada como esta —interrumpió Mūsa al reparar en la deriva de la conversación—. Dinos, Ziyab, ¿en qué estás trabajando ahora? Tienes a todos los habitantes de Tutila embelesados con tus proyectos. Esta tarde he tenido ocasión de visitar la nueva assánya junto al puente… y debo decir que no tiene nada que envidiar a las que tuve ocasión de contemplar en Qurtuba.

—De ellas tomé el modelo… pero ha sido tu hijo Fortún quien ha aportado lo más necesario: la bolsa repleta de dinares de oro con la que pagar a los artesanos.

—Es una mejora que va a facilitar enormemente la vida en la ciudad. Toda la parte baja dispone ahora de conducciones de agua, y se están levantando nuevos lavaderos, abrevaderos, baños públicos… Por eso Ziyab se está convirtiendo en el personaje más popular de Tutila…

—No irás ahora a tener celos —bromeó Ismail—. Su escuela y sus proyectos están en boca de todos, pero no solo aquí: los ecos de tu trabajo llegan hasta Saraqusta.

Ziyab, un tanto azorado, iba a responder a aquellos halagos, pero un revuelo y fuertes golpes procedentes del exterior llamaron la atención de todos los presentes. Fortún se levantó con rapidez, y los demás lo siguieron hasta la puerta que comunicaba la sala con el patio. Uno de los sirvientes acudía en dirección contraria.

Sahib, es el oficial de la guardia. Desea hablar contigo de inmediato.

No hubo tiempo para que el sirviente regresara a la puerta, porque el oficial ya cruzaba el zaguán a grandes zancadas.

—Acaba de llegar un jinete que dice traer graves noticias de Banbaluna. Desea hablar con el gobernador.

Fortún corrió tras el guardia y encontró a un muchacho a todas luces agotado, recostado sobre las crines de su caballo y a punto de desvanecerse.

—¡Bajadlo del caballo! ¡Aguamiel! —ordenó Fortún.

Mientras lo recostaban sobre una bancada, uno de los sirvientes mojó su cabeza con agua fresca y le ofreció un cuenco del que bebió con avidez.

—¡Habla! —pidió Fortún.

El muchacho afirmó con la cabeza, tragando saliva y respirando con fuerza mientras se incorporaba recuperado ya el aliento.

—Señor… nuestro buen rey… García… ha sido capturado.

—¿Qué dices? ¡Habla! ¿Cómo ha sido? —exhortó Mūsa.

—Los normandos, señor. Atracaron sus barcos en la costa y se adentraron hasta amenazar las tierras de Pampilona. Alertado el rey, para evitar el saqueo de la ciudad y el secuestro de mujeres y niños, armó apresuradamente a cuantos hombres pudo reunir y salió a su encuentro. Al parecer la batalla se produjo a una jornada de la capital, más allá de los montes que separan la ciudad del océano.

El muchacho hizo una pausa para tomar aire, y prosiguió.

—Cuentan que los normandos eran miles, y tan fieros como los describen. Se ha producido una auténtica carnicería. El rey ha conseguido interrumpir su avance hacia Pampilona… pero ha sido apresado con muchos de sus hombres.

Un ahogado grito de angustia brotó de la garganta de Assona, que escuchaba tras el grupo.

—Entonces ¿sigue vivo? —inquirió Mūsa, impaciente.

El muchacho asintió con la cabeza.

—Han liberado a uno de nuestros oficiales, que es quien ha llevado las noticias hasta Pampilona… y las condiciones para su rescate.

Fortún y Mūsa se miraron con gesto de estupefacción.

—Exigen setenta mil monedas de oro a cambio de su vida.

—¡Setenta mil! —repitió Fortún—. ¡Eso es una fortuna!

Mūsa se retiró ligeramente hacia atrás mientras se atusaba la barba, tratando de valorar las implicaciones de aquellos hechos inesperados.

—Banbaluna no puede hacer frente a ese pago —dijo en un tono quedo, que solo pudieron escuchar quienes se encontraban a su lado.

—Fortún Garcés, el hijo del rey, reclama vuestra ayuda.

El Consejo de la Marca se había convocado de forma extraordinaria en Tutila. Los notables, consejeros, gobernadores locales y funcionarios habían ido llegando desde las kūrah tras la llamada que Mūsa había realizado con urgencia. Todos ellos conocían las noticias procedentes de Banbaluna. El cabecilla de las hordas normandas había amenazado con asesinar a todos sus rehenes si el pago de su rescate no se satisfacía con celeridad, y para afirmar sus palabras el mensaje había llegado junto a la cabeza cortada de uno de los vascones que acompañaban a García.

La reunión se celebraba en el gran salón ubicado en la planta noble de la fortaleza de Tutila. Mūsa había efectuado el relato de los hechos y había dado cuenta de la petición de ayuda por parte de Fortún Garcés, y a partir de ahí se había desencadenado una agria discusión.

—¡Estamos hablando del hombre que luchó con las tropas de Urdūn contra nosotros en Uādi Salit! ¡Algunos de mis hombres cayeron bajo su espada! —gritaba el valí de Baqira—. ¡De ninguna manera debemos acudir en su rescate!

Fortún observó la dificultad de Mūsa para oponerse a un argumento de semejante peso, y decidió ser él quien defendiera la opción por la que sabía que su padre se inclinaba.

—Essam —dijo dirigiéndose a su interlocutor—, las relaciones entre los Banū Qasī y los Arista siempre han sido de cooperación, a, menos hasta la muerte de Enneco. Quizás esa colaboración pueda recuperarse si ahora acudimos en su ayuda. Después de todo, los lazos familiares siguen ahí: García es mi tío carnal, el hermano de mi madre…

—Que no dudó en aliarse con Urdūn y los toledanos contra nuestras tropas, contra los de su propia sangre. ¡Por Allah, que guía nuestros pasos! ¡Hace solo cuatro años de aquello, Fortún! ¿Acaso lo has olvidado?

—No sabíamos que García había comprometido su ayuda con Urdūn hasta que lo vimos aparecer en el campo de batalla. Quizás a él le sucedió lo mismo: quizás esperaba enfrentarse tan solo a las tropas del emir. De aquello han pasado cuatro años, como dices, pero hace pocos más luchábamos juntos contra Abd al Rahman. La política hace y deshace alianzas. ¿Quién sabe si no puede ser esta la ocasión para recomponer nuestras maltrechas relaciones con Banbaluna?

Uno de los notables del gobierno de Saraqusta tomó la palabra tratando de serenar el acalorado debate.

—Permitidme que, como consejero político, os recuerde la necesidad de mantener al margen las cuestiones personales. Los intereses de nuestro pueblo deben guiar nuestras acciones. El pago de un rescate de tal magnitud dejará a Banbaluna sin capacidad de reacción militar durante años, hasta que logre recomponer el quebranto de sus arcas.

—Sin embargo, también es cierto que una ayuda en este momento dejaría a García en una situación de deuda con los Banū Qasī —intervino el gobernador de Tarasuna.

—La gratitud es un cimiento poco fiable sobre el que edificar una política de alianzas. Si acudimos al rescate, los recursos de Banbaluna quedarán intactos para continuar su política de ataque a los creyentes. Quizá la agresión no se produzca contra nosotros, pero no dudéis de que lo hará contra otros territorios de Al Ándalus.

—No obstante puede suceder que, ante nuestra negativa, quien acuda en su ayuda sea el propio Urdūn, lo que sellaría definitivamente su alianza. Y sin duda Urdūn sabrá cobrar su deuda, obligando a García a luchar junto a él —opuso Mūsa.

—Debo recordarte que la alianza de la que hablas ya existe… y sellada firmemente con el matrimonio con Leodegundia —intervino de nuevo el 'amil de Baqira.

Un murmullo generalizado de asentimiento siguió a estas palabras, a medida que los asistentes empezaban a tomar partido en la discusión. Sin embargo, Essam continuaba aportando argumentos:

—¿Cómo interpretaría nuestro emir Muhammad, que Allah proteja y guarde, que su gobernador en Saraqusta acuda al rescate del rey cristiano que le ha dado batalla?

Esta vez los murmullos se convirtieron en vocerío de aprobación.

—El fortalecimiento de la alianza entre Urdūn y García es un riesgo que nos amenaza ya, y que tenemos que afrontar. En cualquier caso, con el pago de semejante rescate las arcas de ambos quedarán mermadas para una buena temporada.

Mūsa y Fortún cruzaron sus miradas conscientes de que su intento era vano.

—Mūsa… debes decidir —añadió Essam en tono solemne forzando la situación.

Mūsa respiró hondo con gesto desencajado. Por su mente pasaban las horas de conversación con Enneco, sus sueños de juventud, los momentos de comunión con sus hermanos vascones al alzar juntos sus espadas en las montañas del norte para celebrar las victorias contra los francos…

—Mūsa… —apremió Essam.

—Nadie me dijo que dirigir a mi pueblo fuera a ser fácil —se lamentó con tono de profundo disgusto, dejándose caer sobre su asiento—. Que Allah Todopoderoso ilumine nuestros pasos en adelante. ¡Escribano! ¡Redacta nuestra respuesta!

El verano había llegado anticipadamente y con inusitada fuerza a Tutila, y la vida parecía discurrir sin sobresaltos. En las horas centrales del día solo los muchachos se aventuraban fuera de las viviendas que guardaban entre sus muros la frescura de la noche, para refrescarse en cuadrillas a las orillas del Uādi Qalash bajo la sombra que proporcionaban los frondosos olmos.

Mūsa se había establecido en Tutila casi permanentemente, pues sabía que la decisión del Consejo abocaba a los Banū Qasī a desplazar su atención hacia la frontera occidental de sus dominios. Pocas semanas después de comunicada la negativa, Auriya y su esposo García Garcés hicieron su aparición acompañados por sus hijos.

—La situación en Banbaluna no era segura para nosotros —explicó Garcés después de un emocionado recibimiento.

—Temíamos por vosotros —respondió Mūsa—. Suponíamos que entre tus paisanos no habrá sentado bien nuestra respuesta negativa. Pero confiaba en tu buen juicio, y sabía que, si las cosas empeoraban, sabrías tomar la mejor decisión… y es lo que has hecho —dijo dando a su yerno una amistosa palmada en la espalda.

—Es comprensible su enfado: el retraso en la entrega del rescate tuvo consecuencias. Los normandos cumplieron su amenaza y enviaron las cabezas de otros dos caballeros hasta las puertas de Banbaluna. Fue Ordoño quien acudió en ayuda de su yerno, pero su tesoro no disponía de una cantidad de oro tan desmesurada como la que reclamaban los mayûs.

—¿Quieres decir que aún no han liberado a García?

—Se enviaron de inmediato negociadores para dar cuenta de la situación. Por fin, el jefe de esos bárbaros accedió a liberar al rey a cambio del pago parcial del rescate… y el cautiverio de sus dos hijos…

—¿Fortún y Sancho están en poder de los mayûs? —casi gritó Assona.

Garcés asintió un tanto cabizbajo. Serán liberados cuando se complete el pago. Se han enviado embajadas a Aquitania para solicitar crédito mientras se recauda la cantidad exigida. En Banbaluna ha habido quienes no han tardado en buscar culpables de la situación…

—Willesindo… sin duda —aventuró Fortún.

—No ha perdido el tiempo para arremeter contra los infieles, como se refieren a los musulmanes… y contra los Banū Qasī en especial. Ha soliviantado al pueblo, y la presencia de tu hija en la ciudad se había convertido en una temeridad.

—Sin duda Auriya era la más significada, pero ¿y el resto de nuestros correligionarios?

—Se disponen a marchar igualmente. Algunos tienen previsto acomodarse temporalmente con familiares de las aldeas cercanas, pero otros se desplazarán a territorio de Al Ándalus. Supongo que no pasará mucho tiempo antes de que algunos empiecen a llegar a Tutila.

En las semanas siguientes Mūsa tomó la iniciativa. Convocó al Consejo, pero con la única finalidad de comunicarle sus decisiones y solicitar su aprobación.

—Urdūn no tardará en querer cobrar su deuda con García… y si los francos entran en las negociaciones, la situación puede complicarse de forma extraordinaria —exponía Mūsa de pie ante la sala.

—Los mayûs han conseguido remover un avispero —intervino un consejero.

—Los mayûs y nuestra decisión de no acudir en ayuda de García, no lo olvides. Lo cierto es que ese avispero amenaza ahora con alterar la tranquilidad en todo el norte de la península, y una alianza entre los reyes cristianos de Yilliqiya, Banbaluna, Aragūn y la Galia envolvería a los Banū Qasī desde uno al otro mar.

—¿Qué es lo que nos propones entonces?

—La idea, de acuerdo con nuestros estrategas, es reforzar la frontera occidental, estableciendo como bastión principal la alcazaba de Al Bayda. Debemos tomar el control con nuestras guarniciones de las fortalezas situadas en la zona, desde Baqira hasta…

Miró a su alrededor con un gesto que indicaba que echaba en falta algo… Fijó la vista en la gran mesa de roble y se acercó a ella para apartar con un enérgico movimiento todos los objetos que pudieran molestarlo. Jarras, copas y pergaminos quedaron tras el estrépito amontonados en un extremo.

—Acercaos. —Mūsa tomó un trozo de yeso y comenzó a dibujar sobre el roble oscuro de la mesa—. La idea es apoderarnos de las fortalezas situadas en este arco —explicó señalando el improvisado plano— e introducir una cuña entre Urdūn y García apoderándonos de este lugar en concreto…

—¿Deio?

—Todas estas posiciones en nuestro poder servirán de avanzadilla y freno en caso de una posible agresión procedente del norte. Repoblaremos Al Bayda y su guarnición será la más numerosa de la Marca.

—¿Está el emir Muhammad al tanto de la situación?

—El emir ha sido informado adecuadamente… pero no lo importunaremos con alarmas injustificadas. Nuestros movimientos son estratégicos, y no responden a una amenaza real.

—Sin embargo…

—La noche se echa encima y debemos concretar aún muchos asuntos —cortó Mūsa sin contemplaciones.

El calor hacía penoso el avance por los polvorientos caminos que discurrían en paralelo al Uādi Ibru, cuyo curso remontaban desde su partida de Tutila cuatro días antes. La tarde anterior, en las campas que rodeaban la ciudad de Qala’t al Hajar, a orillas del Uādi Zidaq, se habían sumado a la inmensa columna las fuerzas procedentes de Arnit, y ahora se disponían a vadear el gran río para seguir su camino hacia el norte, en dirección al monte de Deio, cuya fortaleza dominaba el paso desde y hacia Banbaluna.

Durante los dos días siguientes, el avance se hizo más llevadero gracias al viento del norte, que había conseguido refrescar el ambiente, arrastrando gruesas nubes grises que presagiaban incluso una inusitada lluvia de verano. En el atardecer de la tercera jornada, se dibujó ante sus ojos el imponente cerro situado en el centro de un amplio valle y en cuya cima se alzaba el renombrado hisn de Deio, desde donde se podía divisar la gran llanura atravesada por el Uādi Ibru hasta la gran cadena de montañas que se alzaba en el extremo opuesto, cerrando la gran depresión.

El formidable ejército comenzó a extenderse a las faldas del monte en batallones formados por un millar de hombres, cada uno de ellos al mando de un qa’id. Desde lo alto del monte, en el castillo de planta octogonal, el espectáculo debía de resultar sobrecogedor para unos ocupantes que, aun protegidos por los muros y por la altura de sus posiciones, se encontraban en franca inferioridad.

A nadie extrañó que, aun antes de caer la noche, un grupo de hombres a caballo abandonara la seguridad de la fortaleza y descendiera la empinada ladera occidental dirigiéndose al encuentro de las fuerzas que los amenazaban. Su intención no era otra que rendir el castillo y solicitar el aman para ellos y sus familias, aunque varios hombres armados abandonaron el lugar en dirección a Banbaluna antes de que las tropas de Mūsa tomaran posiciones en la alcazaba, siendo ya noche cerrada.

En la tienda de Mūsa reinaba el buen humor, y tanto Fortún como su cuñado Garcés bromeaban sobre la facilidad con la que se habían adueñado de una fortaleza tan significada.

—No debiste dejar a Mutarrif en Uasqa —dijo Fortún—. Habría disfrutado con esto.

—No tanto como tú —bromeó Mūsa—. No sabrías vivir sin mezclarte con tus hombres en estas expediciones. Escucha sus voces y sus cánticos ahí fuera. Aprovecha esta noche para darte un baño de felicitaciones y agasajos entre las tropas.

—Espero que no hayas decidido regresar…

—Antes deberíamos internarnos unas millas más en dirección a Banbaluna, quizás hasta la villa de Lizarrara. Mañana al amanecer enviaremos una partida de reconocimiento. En cualquier caso, no está dentro de mis planes regresar de inmediato a Saraqusta. Antes debemos acudir a Al Bayda para comprobar el resultado final de su fortificación y dotar a su guarnición.

Hacía ya años que Mūsa precisaba pocas horas de sueño, y el amanecer le sorprendió fuera de su tienda. Ensilló él mismo su caballo e inició el ascenso hacia el recinto amurallado del castillo. Cuando llegó a lo alto, los primeros rayos de sol comenzaban a despuntar, y desde allí contempló cómo su hijo Fortún organizaba la columna que debía partir de inmediato. Siguió sus evoluciones desde la atalaya y cuando se perdieron de vista en la lejanía volvió su mirada hacia el sur. Al fondo se percibían con claridad las azuladas montañas que se alzaban a la espalda de la madinat amurallada de Al Bayda, y algo más cerca, la profunda depresión excavada por el Uādi Ibru.

Cuando poco después Fortún e Ismail se reunieron con él, Mūsa seguía abstraído en sus pensamientos, con la mirada perdida en la lejanía.

—Pronto podrás poner los pies en tu madinat Al Bayda —dijo Fortún provocando un ligero sobresalto a su padre.

—Se encuentra allí, fijaos, entre aquellas dos elevaciones que se divisan recortadas contra el horizonte.

—Desde un primer momento pensaste en dar a Al Bayda un destino brillante…

—Se trata de un lugar que ha estado ligado a acontecimientos importantes en mi vida. Allí se han gestado los grandes aciertos y los grandes errores que nos han traído hasta donde nos encontramos —repuso Mūsa evocadoramente.

—Ahora tendremos ocasión de comprobar el resultado de tantos años de esfuerzo para fortificarla. A juzgar por el relato de quienes la han visitado…

—¿Veis aquello? —interrumpió Mūsa.

Fortún e Ismail fijaron su atención en el punto donde su padre mantenía clavada la vista.

—Parecen jirones de niebla… o una gran polvareda.

—La distancia es demasiado grande para apreciar nada.

—Si es polvo… ¿qué puede producir una nube semejante? ¿Quizás una estampida?

Mūsa tragó saliva antes de responder, negando con la cabeza.

—Solo una cosa. Es la misma polvareda que nuestro propio ejército ha venido levantando durante los últimos días mientras avanzaba por esta tierra reseca…

Fortún contempló a su padre y su actitud le recordó la del cazador que se enfrenta a una pieza valiosa: el gesto ceñudo, la mirada escrutadora, las pupilas dilatadas y las aletas de la nariz abiertas, quizá tratando de olfatear el peligro en el aire.

—Parece seguir el curso del río, hacia el este…

De repente Mūsa se revolvió y pareció caer preso de una necesidad frenética de actuar de alguna manera.

—Ismail, organiza de inmediato una partida. Quiero que los mejores jinetes con las mejores monturas salgan al galope. Fortún, reúne a todos los oficiales y ponlos en alerta. Que preparen a sus unidades para emprender el camino hacia Al Bayda. ¡Movilización general!

—¿Piensas que se trata de…? —empezó Ismail.

Mūsa no le dio tiempo de terminar.

—¡Es Urdūn!

No fue necesario esperar al regreso de la partida, porque dos jinetes de la guarnición de Al Bayda, vadeando el río con dificultad para sortear a la columna que se aproximaba, trajeron la confirmación de lo que Mūsa había ya adivinado. Un numeroso ejército cristiano avanzaba siguiendo la antigua vía romana que procedía de las tierras de Liyun, después de cruzar los montes Obarenes, y al frente, si el informante no se equivocaba, parecía encontrarse el propio rey de los yilliqiyin. Habían asentado su campamento en las cercanías de Vareia esa misma mañana, y esa era la polvareda que habían divisado. Ahora se dirigían a la ciudad fortificada de Al Bayda remontando la corriente del Uādi Eyroqa con la evidente intención de ponerle sitio.

El pabellón de Mūsa era un hervidero de entradas y salidas. Se había puesto en marcha el sistema habitual de informadores, que cada pocas horas llegaban con las noticias del avance de las tropas de Urdūn. Y las noticias no eran tranquilizadoras: al parecer el rey cristiano había recurrido a una leva extraordinaria, porque los espías insistían en lo numeroso de sus huestes.

Los cinco qa’id al mando del grueso de las tropas se encontraban en el interior de la tienda junto a los estrategas y topógrafos convocados por Mūsa y algunos oficiales oriundos de la zona que conocían el terreno a la perfección.

—Debimos reforzar la guarnición de Al Bayda antes de atacar Deio —se lamentaba Fortún, expresando en voz alta lo que todos pensaban pero quizá no se atrevían a pronunciar.

—Es tarde para arrepentimientos. Nadie esperaba esto —repuso Mūsa con sequedad—. Ahora debemos concentrar nuestras energías en la defensa. Los infieles han ascendido por el valle hasta los pies de las murallas de Al Bayda. Es impensable seguir sus pasos, así que debemos utilizar una vía alternativa.

A una señal de Mūsa, dos sirvientes acercaron una gran plancha de piedra negra que dejaron bien apoyada contra uno de los mástiles que sujetaban la tienda. Los topógrafos, utilizando fragmentos de yeso, habían trazado una representación de las inmediaciones de la fortaleza asediada. Con un ingenioso juego de líneas y sombras, habían conseguido dar una sensación muy efectiva del tortuoso relieve que dominaba la zona. Al Bayda se encontraba en la margen derecha del río que descendía de las montañas en busca del Uādi Ibru, apoyada sobre las estribaciones de la cordillera. Tras la ciudad, en dirección al amanecer, se alzaba la sierra que separaba el Uādi Eyroqa del valle contiguo.

—Colocadla en el suelo —pidió Mūsa.

Los dos sirvientes se apresuraron a cumplir su orden.

—Coloca este guijarro en la posición de Al Bayda —pidió a uno de los topógrafos.

—¿Cuál es el hisn más próximo?

Uno de los oficiales se adelantó.

—Con tu permiso, sahib. En la sierra que separa los dos valles, que los lugareños conocen como Monte Laturce, hay una fortaleza que actualmente se encuentra sin guarnición. Solo unas decenas de familias la habitan. Pero su situación es ahora estratégica para nosotros: está a solo dos millas de Al Bayda, y desde sus escarpadas alturas queda al abrigo de ataques, a la vez que podría permitir dominar a los yilliqiyin.[50]

Mūsa tendió otro guijarro al oficial, y este lo depositó sin dudar sobre una de las líneas que marcaban la zona de separación de ambas vertientes.

—¿Cómo es el camino hasta allí?

—En dos jornadas puedes tener a tu ejército apostado en los alrededores del castillo. Vadear el Uādi Ibru no será problema a esta altura del verano.

—Pareces conocer la zona a la perfección.

—Nací en Al Bayda, sahib. Y en mi juventud he recorrido esas sierras en mil ocasiones. La caza es abundante entre su frondosa vegetación.

—¿Cuáles son tu nombre y tu grado?

—Me llamo Qasim, y mi rango es el de 'arif, al mando de cuarenta hombres.

—Que releven a este oficial de sus funciones —dijo Mūsa, y se dirigió de nuevo a él—. Te quiero a mi lado en la campaña.

La guarnición de Al Bayda, aunque poco numerosa, era suficiente para resistir el asedio durante al menos unas jornadas. Mūsa confiaba en que fueran capaces de hacerlo hasta que pudiera lanzarse el ataque desde monte Laturce con todas las tropas, de manera que Urdūn se viera obligado a abandonar el sitio. Había enviado un correo a Baqira, el castillo situado aguas arriba de Al Bayda sobre el mismo Uādi Eyroqa, para que su guarnición acudiera en defensa de la ciudad amenazada y entrara en ella para reforzar su custodia si el embate de los Banū Qasī conseguía su objetivo.

Sin embargo, el movimiento de los batallones era necesariamente lento, y los estandartes verdes que los identificaban parecían trepar a duras penas por las empinadas laderas que conducían a la cima del monte. Los días eran largos, y el ambiente, caluroso, se hacía necesario prever el abastecimiento de tropas y monturas, y el agua no abundaba en aquellas cimas. El transporte de los odres a lomos de mulas podía retrasar el ataque alguna jornada más, pero una vez que Urdūn había establecido el asedio y los defensores habían rechazado el primer envite, el momento elegido no tenía demasiada trascendencia. Además, tomadas las posiciones, se haría preciso reconocer el terreno que mediaba entre su ubicación y la madinat Al Bayda.

La vanguardia alcanzó los muros del castillo al atardecer del viernes, y un mar formado por las pequeñas tiendas de la tropa se fue extendiendo por los alrededores del escarpado promontorio sobre el que se alzaba, a cuyos pies se plantó el pabellón de Mūsa, donde se alojarían sus hijos y también su yerno Garcés. Entre las últimas luces, se escucharon las plegarias recitadas frente a una rústica hornacina excavada en la piedra de su muro oriental.

Desde lo alto de la muralla, no podía divisarse la cercana madinat Al Bayda, porque una elevación se interponía entre ambas fortalezas. Sin embargo esa noche, sin más iluminación que el débil resplandor de la luna, Mūsa ascendió con sus hijos a lo alto de aquel monte cubierto de vegetación y desde allí contemplaron la escena que se extendía dos millas más allá, cerca del fondo del valle. En el interior de la ciudad amurallada se apreciaba tan solo lo que podía ser el reflejo de alguna antorcha que permaneciera encendida para romper con la total oscuridad del recinto. Alrededor de los muros se extendía una zona de nadie que semejaba un gran cinturón negro, y más allá el destello de cientos de pequeñas hogueras que poco a poco se iban consumiendo revelaba la situación de las tropas de Urdūn.

—Al amanecer saldré con una partida para reconocer las posiciones de esos infieles —anunció Mūsa.

—Padre…

Fortún había hablado sin retirar la vista del frente, como cegado por el punteado de los fuegos en la lejanía.

—Habla, hijo —respondió Mūsa al ver que no continuaba.

—Ismail y yo estábamos pensando… Quiero decir… si algo te sucediera en la batalla, nuestra madre… no podría superarlo. Tienes ya setenta años, padre. Ambos queríamos pedirte que nos permitas comandar a nuestras tropas cuando dé inicio la lucha… y que te mantengas en lugar seguro hasta que la batalla se decante.

—Quizá tengas razón, hijo. Soy un hombre ya viejo. Con seguridad esta será mi última batalla. Y por eso deseo enfrentarme a Urdūn.

—No debes hacer de ello una cuestión personal.

—No tuve ocasión de hacerlo en Tulaytula. Pero este es un lugar muy especial para mí. En los últimos años he puesto todo mi empeño en reforzar los muros de esa ciudad… y sin haber podido comprobar el resultado final, ha caído sobre nosotros esta horda de infieles, como una nube de moscas acude a la miel.

—Aun así soy de la misma opinión que mi hermano —terció Ismail—. Si la lucha no discurre por los cauces que esperamos, ¡Allah no lo quiera!, Urdūn no perderá la ocasión de saldar sus viejas cuentas contigo.

—Tu cabeza sería el mejor trofeo con el que regresar a sus dominios, padre.

—Si Allah Todopoderoso y Clemente ha velado por mí hasta ahora, no veo por qué iba a dejar de hacerlo. ¿Cuántos hombres creéis que hay ahí abajo?

Ante el evidente cambio de asunto que su padre imponía, ambos se miraron y con un gesto de impotencia dejaron de insistir.

—Es un gran ejército, padre —respondió Ismail—. Y esta vez la premura de tiempo nos ha impedido hacer una valoración exacta de sus fuerzas… ¿Quince mil, veinte mil hombres?

—Más cerca de los veinte mil. A caballo la mitad de ellos —apostilló Fortún.

Mūsa confirmó sus valoraciones con un gesto afirmativo. Sería un enfrentamiento igualado en cuanto a fuerzas.

—¿Crees que Urdūn conoce ya nuestra presencia sobre sus cabezas?

—No tengas duda de ello. Confío en que nuestro ataque lo aparte de la madinat y nos permita romper el cerco. Pero ahora debemos retirarnos y tratar de descansar, el día ha sido agotador y la jornada de mañana traerá nuevos trabajos. El ataque ha de ser inminente.

—¿Dos días?

—Mañana ha de quedar todo ultimado. El día sagrado para los cristianos traerá su destrucción.

Ni siquiera el cansancio tras la agotadora jornada de viaje había conseguido vencer aquel maldito insomnio que lo acosaba. Le resultaba difícil calcular el tiempo, y no supo cuándo su cuerpo se rindió por fin. Su descanso, agitado por extraños sueños, tampoco resultó reparador. Alguien le gritaba y tiraba de él en medio de un gran revuelo, pero se resistía a abandonar su posición. Le llamaban por su nombre. «¡Padre!» Se sintió zarandeado, y solo entonces abrió los ojos para comprobar que la claridad se había instalado ya en la tienda. La luz dañó sus ojos y, cuando por fin pudo abrirlos, comprobó que era Fortún el que lo sacudía y lo llamaba con gesto descompuesto.

—¡Padre! ¡Nos atacan!

Al principio no supo dar sentido a las palabras que escuchaba. Se encontraba cansado, y su mente se resistía a pensar con claridad.

—¡Nos atacan, padre! ¡Las huestes de Urdūn se aproximan por poniente!

El nombre de Urdūn fue el aldabonazo que activó su entendimiento, y la realidad cayó sobre él como una losa. Miró por un momento a los ojos de su hijo y salió apartando de un manotazo la lona que hacía las veces de puerta.

Las tropas se encontraban ya en estado de alerta. Cada hombre preparaba su equipo y sus armas para disponerse a esperar las órdenes que surgieran del puesto de mando.

Mūsa ascendió las toscas escalinatas labradas en la piedra que conducían a lo alto del promontorio, y allí se encontró con varios de sus altos oficiales.

—Nuestros vigías han advertido movimiento en el campamento cristiano desde antes del amanecer, pero solo se ha dado la voz de alarma cuando hemos visto que se ponían en marcha hacia nuestras posiciones.

—Urdūn no quiere darnos tiempo a organizamos. Sin embargo, partimos con ventaja. La altura nos proporciona superioridad en el enfrentamiento.

—¿Saldremos a su encuentro, padre? —preguntó Ismail al llegar junto a Mūsa.

—De ninguna manera. Esperaremos en nuestras posiciones para apartarlos todo lo posible de Al Bayda. Este promontorio nos ofrece una buena defensa, y a sus pies se extiende el campo donde presentar batalla —dijo señalando la ladera que descendía con una leve inclinación hacia el valle.

Los primeros gallardetes blancos y escarlatas asomaron sobre la loma que impedía la vista del valle cuando el sol comenzaba a alzarse y su calor se hacía ya notar a sus espaldas. En poco tiempo una auténtica muchedumbre compuesta por hombres a pie provistos de lanzas ocupaba el borde de terreno que se recortaba contra el horizonte, en una línea solo interrumpida por los portaestandartes, que daban una nota de color a la monotonía parda de sus vestimentas. Muchos de ellos protegían sus cabezas con rudimentarios cascos redondeados, y sus pechos, con lorigas que reflejaban la luz del sol. La mayor parte portaba también pequeños escudos redondeados, sin duda para compensar la fragilidad de su posición en el campo de batalla. A medida que el grupo de vanguardia avanzaba al grito de sus comandantes, hicieron su aparición las primeras unidades de caballería y, tras ellos, arqueros y ballesteros comenzaron a tomar sus posiciones.

Un jinete subió con dificultad por la empinada rampa que conducía al castillo, y descabalgó con prisa antes de dirigirse hacia Mūsa.

Sahib, Urdūn ataca pero no descuida el sitio de Al Bayda. La madinat sigue rodeada por los infieles.

—¿Los suficientes para impedir que el cerco se rompa?

—Desde luego, sahib. Podrían ser hasta dos millares.

Mūsa y sus hijos se miraron sin ocultar su extrañeza.

—Dividir es vencer —dijo Ismail.

—El perro no quiere soltar su presa, pero se lanza al ataque de una segunda pieza más apetitosa.

—Debe de estar muy seguro de sus fuerzas… o es un inconsciente —intervino Garcés.

—Esperemos que sea cierta la segunda posibilidad —repuso Fortún con prudencia.

—Debemos prepararnos para entrar en batalla —dijo Mūsa mirando a sus hijos—. Acudid junto a vuestros hombres. Que Allah el Misericordioso nos proteja frente a sus enemigos.

Dejó de hablar por temor a que el nudo que sentía en la garganta atenazara su voz definitivamente. Observó cómo sus hijos y su yerno se alejaban, y rogó al cielo con toda vehemencia que no fuera aquella la última vez que tuviera ocasión de verlos.

Los tambores y las trompas comenzaron a tronar con su ritmo monocorde en las campas que se extendían a los pies del castillo. A medida que la intensidad del sonido aumentaba y los hombres sentían que se acercaba el momento decisivo, una oleada de excitación se iba extendiendo entre las escuadras alineadas para el choque. De aquellos centenares de gargantas comenzaron a surgir los gritos enardecidos que servían para reunir el valor necesario antes de precipitarse colina abajo blandiendo la lanza, el sable o la maza. Los estandartes se alzaban mientras los oficiales arengaban a sus unidades tratando de hacerse oír entre el estruendo, a la espera de la orden definitiva. La vanguardia de Ordoño se encontraba a solo quinientos codos de distancia cuando el sable de Mūsa se fue elevando, permaneció en alto un instante y cayó con fuerza al costado de su caballo. Un rugido inundó en ese momento el valle, y la masa de hombres y caballos se arrojó hacia las banderas blancas y escarlata.

El sonido metálico producido por el chocar de las espadas, sables y cimitarras precedió a los gritos de dolor y de agonía, y los primeros cuerpos sin vida comenzaron a cubrir la vegetación reseca del campo de batalla.

Mūsa dominaba el panorama desde un altozano acompañado por algunos de sus qa’id, junto a la enseña verde que servía como referencia al resto de sus oficiales. Los arqueros y ballesteros respondieron a una nueva orden, y una lluvia de proyectiles, cuyo alcance se veía favorecido por la pendiente de la ladera, comenzó a caer sobre las tropas cristianas, que trataban de proteger inútilmente sus cuerpos con las escuetas rodelas. La temida caballería musulmana había entrado en acción y con su empuje el avance de los infieles se detuvo. Desde su atalaya, Mūsa contempló cómo se trababa combate entre los hombres a caballo. Los Banū Qasī contaban con la ventaja de su ligereza y agilidad, que los hacía menos vulnerables a la espada de los cristianos, pero estos oponían la solidez de su protección y el contundente efecto de sus armas más pesadas. Retiró la vista cuando una de esas espadas se abatió desde un costado sobre el hombro de uno de sus jinetes, que durante un instante vaciló sobre el caballo mientras, con el terror pintado en el rostro, veía caer al suelo el miembro limpiamente amputado. Rogó a Allah por que la agonía de aquel desgraciado fuera breve, y trató de concentrarse en el curso de la batalla.

Buscó con la mirada la posición de Urdūn, pero no halló rastro de la enseña real. Las tropas visibles parecían dirigidas por un jinete provisto de una brillante loriga sobre sus ropas de buena factura, pero no se apreciaban en él la compostura ni la complexión del monarca de los yilliqiyin. Tras el empuje inicial de la caballería musulmana, las tropas cristianas parecían haberse recompuesto, y presentaban ahora batalla cuerpo a cuerpo con especial ferocidad. Los cadáveres empezaban a contarse por centenares, y las bajas se hacían notar en un combate menos trabado. Los infantes cristianos comenzaban a dar muestras de flaqueza mientras defendían su posición, pero a medida que pasaba el tiempo la superioridad numérica de los musulmanes se hacía más y más patente.

Mūsa contemplaba a sus hijos y a Garcés desde el alto, batiéndose con fiereza contra aquellos soldados que en muchos casos habrían sido reclutados por la fuerza y carecían a todas luces de experiencia en la guerra. Trataba de encontrar sentido a la estrategia de Urdūn, pero no hallaba explicación al hecho de que enviara a sus hombres montaña arriba en busca de un enemigo que lo superaba en efectivos y cuya situación estratégica le proporcionaba evidente ventaja. Sentía que algo se le escapaba. Urdūn no era ya un hombre sin experiencia, y no parecía verosímil que por segunda vez estuviera conduciendo a su ejército a la derrota de una forma tan pueril. El paso del tiempo parecía decantar la lucha a su favor, pero lejos de sentir la euforia de la victoria cercana, una sorda inquietud se adueñaba de él. Se decía que no era extraño: la angustia y el olor de la sangre tan cercana, la pérdida de sus hombres ante sus propios ojos, siempre le habían supuesto un trauma cuyas marcas tardaban en desaparecer. Pero en esta ocasión se trataba de algo más.

Vislumbró a Fortún abajo en la ladera, girando su caballo hacia él. Alzaba el brazo señalando en su dirección, pero Mūsa no alcanzaba a ver su expresión. Parecía que un grito desaforado salía de su garganta: quizás una señal de euforia dentro de la borrachera de sangre y violencia que se apoderaba de un guerrero en plena batalla, la expresión del despecho al comprobar que la victoria no estaba lejos y que tanto sufrimiento no iba a ser en vano. Lo vio espolear a su caballo y forzarlo ladera arriba, lanzando con su sable estocadas al aire. Y al aproximarse a su posición, distinguió la expresión de su rostro: su vista no se fijaba en él, sino en algún punto situado a sus espaldas, en lo alto del monte. Y la mirada que se vislumbraba en sus facciones descompuestas era de pavor.

Entonces lo comprendió todo: la ausencia de Urdūn del campo de batalla, la estrategia suicida de los cristianos que luchaban a sus pies…

Mūsa volvió la cabeza antes de tirar de la rienda del caballo con el brazo izquierdo, sabiendo lo que iba a ver a continuación. Sobre el borde recortado de la cima, en una línea que se extendía entre el promontorio del castillo y la loma situada hacia poniente, una fila apretada de jinetes acababa de tomar posiciones, y al frente de todos ellos, sobre un espléndido caballo tordo, destacaba por su porte y su actitud quien no podía ser sino el rey de los yilliqiyin.

Esta vez fue Mūsa quien contempló, como si el tiempo se hubiera ralentizado, cómo Urdūn alzaba su espada, y a su señal todas sus huestes, formadas por centenares de jinetes e infantes, se lanzaban colina abajo cerrando cualquier escapatoria.

De nada sirvieron los toques de las trompas ordenando la retirada. La única esperanza era la huida de sus hombres hacia la vaguada que se abría al este, cubierta por una espesa vegetación que podría darles cobijo y la oportunidad de escapar a una muerte cierta.

¡Era eso! ¡Cómo había podido estar tan ciego! Si los efectivos que había presentado Urdūn eran escasos era porque la mitad de ellos habían coronado la sierra al sur de Al Bayda en un movimiento envolvente. Un sencillo movimiento estratégico… ¡que no había sabido prever!

Con todos los sentidos alerta, se lanzó colina abajo en busca de sus hijos mientras ordenaba la retirada a gritos a todo el que pudiera oírle. El cerco se estrechaba por momentos, y lo único que permitiría escapar al menos a la infantería que luchaba a pie era frenar a las huestes de Urdūn con la caballería, que aún permanecía intacta. Cualquier rastro de organización en las tropas había desaparecido, y por momentos pareció instalarse en cada uno de los musulmanes el convencimiento de que la única opción era ya tratar de huir de aquel infierno utilizando sus propios medios.

Mūsa fue uno de los últimos en alcanzar el portillo entre el campo de batalla y la ladera oriental que desembocaba en el valle situado tras el monte Laturce. Al coronar la cima fue consciente de la magnitud de su derrota. Sus hombres se lanzaban monte abajo sin reparar en el peligro que suponían barrancos y precipicios, pensando tan solo en poner tierra de por medio con sus perseguidores. En aquella posición, a lomos de su caballo, era un objetivo demasiado visible y solo perdió un instante decidiendo cuál sería la ruta mejor para descender hacia el valle.

Al principio no sintió el dolor, sino un golpe seco en la parte superior de la espalda que lo impulsó hacia delante. Una piedra, quizá. Pero cuando volvió su cuerpo para comprobar de dónde venía el proyectil, un dolor lacerante, agudo, como jamás había sentido, le impidió seguir respirando. Giró los ojos al máximo porque mover el cuello le resultaba insoportable y vio el extremo del virote de ballesta clavado en su carne. Sintió que la vista se le nublaba, pero trató por todos los medios de no perder el sentido. Supo que tenía dos cosas que hacer si no quería dejar allí la vida. Con un aullido más propio de un animal, se pasó el brazo izquierdo por detrás de la espalda, asió el extremo de la saeta y tiró de ella con todas las fuerzas que le restaban. A continuación, se dejó caer del caballo hacia el lado más abrupto de la pendiente.

Assona recibió la noticia de la desaparición de su esposo en Tutila, donde se había recluido durante la expedición. La compañía de Ziyab le había resultado de gran ayuda en aquellas jornadas de incertidumbre previas a la batalla, pero la llegada de la noche, y la constatación de la ausencia de Mūsa en el lecho, la sumían en un estado de angustia que le impedía conciliar el sueño.

Durante el día soportaba el paso de las horas centrando toda su atención en las actividades cotidianas, y tampoco faltaba a ninguna de las oraciones colectivas en la mezquita. Pero había descubierto que si algo la ayudaba a recuperar la paz de espíritu era la visita a la pequeña iglesia del barrio mozárabe, donde comprobó que las viejas letanías aprendidas en su niñez seguían vivas en su memoria y conseguían aún traer algo de sosiego a su espíritu atormentado, segura de que sus plegarias eran escuchadas.

Sin embargo, al tener noticia del ataque de Ordoño, sus pensamientos se habían llenado de los más oscuros presagios, y por ello no tuvo ninguna duda de cuáles eran las noticias que portaba su hijo Fortún cuando hizo su entrada en la ciudad, al frente de la exigua tropa reunida tras la desbandada.

Al principio, el hecho de que el cadáver de Mūsa no hubiera aparecido le sirvió para albergar alguna esperanza. Asistió serena al relato de su infructuosa búsqueda en la zona donde, herido, se le había visto caer del caballo. Pero con el transcurso de los días sin noticias, no pudo sino aceptar la explicación más verosímil: que a esa hora la cabeza de su esposo viajaría hacia Liyun ensartada en una pica.

Resignada y destrozada, se cubrió de luto, se recluyó en sus estancias privadas y se negó a aceptar cualquier otro alimento que no fuera un mendrugo de pan y una jarra de agua.

Estaba oscuro, olía a humedad y tenía frío. Sin embargo, no sentía ningún dolor. Hacía tiempo que había abierto los ojos, y su mente se negaba a recordar por qué estaba allí. Intentó incorporarse, pero apenas logró cambiar de posición. Parecía encontrarse en una cueva excavada en la roca por la mano del hombre, y la poca luz que se filtraba lo hacía a través de varias rendijas entre las toscas tablas que formaban la puerta de acceso. Poco a poco los recuerdos, aunque confusos, comenzaron a regresar de forma inexorable, y un gemido de angustia se escapó de la garganta de Mūsa. Su propia voz le produjo un sobresalto. Se sentía agotado, sin fuerzas, pero la imagen de sus hijos en el campo de batalla le hizo tratar de incorporarse de nuevo. Solo consiguió caer al suelo de la cueva desde la estrecha plataforma cubierta por un jergón de paja donde se hallaba y, antes de perder el conocimiento de nuevo, percibió una sombra al otro lado de la puerta que impedía el paso de la luz del sol a través de sus aberturas.

—¡Bendito sea Dios! —dijo el hombre, ataviado con un tosco hábito parduzco—. ¡Al fin han sido escuchadas mis plegarias!

Mūsa abrió los ojos y contempló a un anciano de cuerpo rechoncho y expresión bonachona. Por su hábito y la tonsura que exhibía supo que se encontraba ante un monje cristiano.

El hombre se llevó un dedo a los labios indicando a Mūsa que debía guardar silencio.

—Yo te pondré al corriente. Debes guardar tus fuerzas y hablar no te hará bien —dijo con tono afectuoso—. Sé quién eres… de hecho lo sé todo sobre ti.

Mūsa lo interrogó con el gesto.

—Mi nombre es Sebastián… soy uno de los hermanos de este humilde cenobio mozárabe. Como ves, nuestras míseras celdas son estas covachas excavadas en la roca, que no son gran cosa, pero nos ofrecen protección contra los rigores del invierno y contra los calores del verano. Dios ha querido que la tranquilidad de nuestras vidas se haya visto interrumpida bruscamente con la llegada de la milicia a los pies del monte donde te encuentras.

»Fuimos requeridos para asistir a los capellanes que se desplazan con el ejército, y por ello tuve ocasión de presenciar el desenlace de la batalla… y de ver cómo caías herido.

Mūsa abrió la boca haciendo un esfuerzo por articular la pregunta que le quemaba en las entrañas, pero sus palabras resultaron casi inaudibles:

—Mis hijos… —musitó.

—Te preguntarás cómo has venido a parar aquí, por qué un monje como yo ayuda a un musulmán.

Aquel viejo seguía con su perorata y no atendía a sus palabras.

—¡Mis hijos! —repitió alzando más la voz esta vez.

—Perdóname, ¡cómo puedo ser tan desconsiderado! Me preguntas por tus hijos. Claro… ¡tonto de mí! ¡Cómo debes de estar sufriendo por su suerte! Tus hijos salvaron la vida, y a estas alturas estarán en alguna de las fortalezas que los Banū Qasī ocupáis cerca de aquí…

El gesto de Mūsa se relajó, pero el fraile siguió hablando.

—Sin embargo, otro de los hombres que te eran cercanos cayó en la batalla… el que dicen que era tu yerno, de nombre García.

Mūsa cerró los ojos y apretó los labios con fuerza.

—Lo lamento —dijo el monje al reparar en cuánto había afectado la noticia al herido.

—¿Quién eres? ¿Por qué… me ayudas? —murmuró casi sin fuerza en la voz.

—Solo te devuelvo el bien que tu familia me hizo. No te impacientes, vas a entenderlo enseguida…

»Hace treinta años yo era un miembro de la comunidad mozárabe de Tutila. Estoy seguro de que me reconocerás cuando podamos salir de la oscuridad de esta cueva. Vivía en paz con mi esposa y nuestros tres hijos, hasta que aquel infausto año en que el río entró en la ciudad y trajo la peste consigo… los tres pequeños enfermaron, y detrás de ellos mi mujer. —Su voz amenazaba con romperse—. Creí volverme loco de dolor. Con mi María enferma, no sabía qué hacer, cómo atenderlos, yo era tan solo un labriego ignorante… pero hubo alguien que sin preguntar entró en mi casa y se hizo cargo de todo. Los lavaba, cambiaba las ropas de sus lechos manchadas con las miasmas de aquella enfermedad y les aplicaba remedios que calmaban sus sufrimientos.

—Mi madre… Onneca —susurró Mūsa.

El fraile asintió con la cabeza.

—Los cuatro murieron en pocos días y yo, roto por el dolor, abandoné todo lo que tenía… todo me recordaba allí a mi buena esposa… y a mis tres… ángeles —pronunció las últimas palabras con el tono extrañamente agudo que producía el llanto que aún no podía controlar, treinta años después—. Me tiré a los caminos, y poco tiempo después recalé desfallecido en una comunidad de religiosos que me acogió temporalmente. Supongo que fue la paz interior que poco a poco me ayudaron a recuperar lo que me hizo aceptar los votos y profesar como un miembro más de su comunidad. Yo mismo pedí voluntariamente ser trasladado a este cenobio, el más humilde y retirado de cuantos posee la orden.

Mūsa había comprobado que el simple hecho de permanecer con los ojos abiertos le producía un cansancio insuperable, así que escuchaba el relato inmóvil y con los ojos cerrados.

—Experimenté una pena infinita al ver desde lo alto cómo el curso de la batalla ponía en peligro tu vida y la de los tuyos. Y cuando te vi caer desplomado por aquel barranco, sentí que Dios me daba la oportunidad de saldar la deuda que tenía con tu familia desde hace treinta años. Aguardé a que cayera la tarde, y rezando a Dios con todas mis fuerzas para que te mantuviera con vida, arrastré mi borrico hasta el pie de la hondonada. Encontrarte no me costó demasiado trabajo. Por suerte habías caído sobre un grupo de encinas jóvenes que amortiguaron el impacto. Debiste de seguir consciente durante un tiempo, porque te encontré acomodado en una oquedad fuera de la vista de cualquiera. Pero luego quedaste sin sentido por la pérdida de sangre. Lo que me supuso un esfuerzo casi insoportable fue arrastrar tu cuerpo por aquel pedregal y alzarte hasta el lomo del asno. De ninguna manera podía pedir ayuda, porque sin duda habrías sido delatado y entregado a los hombres de Ordoño. Así que, amparándome en la noche, conseguí traerte hasta aquí. He curado tus heridas y te he administrado las drogas necesarias para mitigar el dolor. La amapola, el beleño y la corteza de sauce han hecho su trabajo, pero perdiste demasiada sangre, y aún estás muy débil.

»Ahora que has recuperado el sentido, cambiaremos ese emplasto de tu espalda. Aquí no faltan las telas de araña. Son buenas para hacer cicatrizar las heridas.

El monje se levantó en busca de lo necesario para hacer lo que se proponía, pero sin dejar de hablar en ningún momento. Mūsa se preguntó si haría lo mismo cuando estuviera a solas en la soledad de su celda.

—Afortunadamente, estabas inconsciente cuando hube de lavar la herida con vinagre de buen vino. Tuviste suerte: era profunda, pero no entró en tus pulmones.

Tomó un cuenco de barro y echó un puñado de cenizas del fuego, que permanecía apagado, luego añadió miel de abeja y se levantó en busca de las telas de araña, que recogió del ángulo posterior de la cueva, donde formaban una densa maraña. Removió la pasta negruzca que se había formado e introdujo en ella varias tiras de lino blanco.

—Ahora te daré la vuelta. Vamos a ver esa espalda.

—¿Cuánto… cuánto tiempo…? —dijo Mūsa dirigiendo su mirada a la puerta de lo que ahora sabía que era la celda de fray Sebastián.

—Diez días y sus diez noches —respondió el fraile sin dar importancia a la cifra—. Vamos a cambiar ese apósito. Te ruego, eso sí, que ahora que estás despierto no emitas ningún quejido en voz demasiado alta. Si se descubriera tu presencia aquí, la vida de ambos correría peligro.