Año 799, 183 de la hégira

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La inestabilidad en Saraqusta se prolongó tras la muerte de Mūsa ibn Fortún. Las revueltas y los intentos de toma de poder por parte de distintas facciones árabes se sucedían, y el emir de Qurtuba, Hisham I, se veía obligado a enviar sus ejércitos para sofocar las algaradas en la que se consideraba la plaza más importante del Uādi Ibru.

Sin embargo, no era el de Saraqusta el único problema que mantenía ocupado al emir Hisham I. Desde su ascenso al trono cordobés, había tenido que enfrentar rebeliones dentro de la propia Al Ándalus, además de las sucesivas campañas contra los territorios fronterizos del norte.

Su padre, Abd al Rahman I, el primer emir de Qurtuba, había tenido tres hijos, pero no había designado a su primogénito, Sulayman, para sucederle, sino al segundo de ellos, Hisham. En el momento de la muerte del emir, Hisham, que se encontraba en Marida, se apresuró a volver a Qurtuba para tomar posesión del trono, pero cuando Sulayman tuvo noticia de la proclamación de su hermano, se levantó en armas y partió a la conquista de Qurtuba. El tercer hermano, Abd Allah, que no había visto con buenos ojos la elevación de Hisham al emirato, se unió al primogénito.

Así pues, una de las primeras tareas del emir fue luchar por el trono contra sus dos hermanos. Tuvo que movilizar al ejército para repeler el ataque de Sulayman y poner cerco a Tulaytula. Tras un año de conflicto, los dos hermanos ofrecieron la sumisión a Hisham y, después de recibir de este setenta mil dinares de oro, partieron hacia el exilio en el Magreb.

El apoyo prestado por la familia de los Banū Qasī al emir en Saraqusta, que había costado la vida a Mūsa ibn Fortún, no cayó en el olvido. Mutarrif acababa de cumplir veintiún años cuando fue llamado a la capital por el gobernador de la Marca. Desde la muerte de su padre, el muchacho, junto a su hermano Fortún, había dedicado cada minuto de su tiempo a prepararse para asumir el liderazgo de la familia que algún día le correspondería, bajo el control y con el apoyo de su tío Zahir. Cuando Mutarrif partió de Arnit en dirección a Saraqusta, siguiendo la ruta que bordeaba el curso del río, poco se imaginaba el motivo de la llamada.

Ochenta años atrás, cuando los musulmanes alcanzaron las tierras del Ibru al mando de Tariq, estas se hallaban bajo el dominio del bisabuelo de Mutarrif, el conde visigodo Casio, que no dudó en firmar un pacto con los recién llegados y convertirse en maula del califa de Damasco. Pero los caudillos de Banbaluna, igual que en muchas otras ciudades visigodas, optaron por una relación diferente: mantuvieron su dominio de la zona a cambio de un tributo anual para las arcas de Qurtuba.

El impago de dicho tributo era motivo frecuente de intervención armada del emir, como había ocurrido precisamente en Banbaluna, que estaba bajo control de los baskunish, cuyos cabecillas dominaban la zona del Pirineo occidental. Un nuevo intento de desligarse del compromiso contraído había obligado al gobernador de la Marca a intervenir, y para garantizar la continuidad en el pago del tributo, decidió dejar al frente de la guarnición un wālī en representación del poder de Qurtuba.

La entrevista en Saraqusta fue breve, pues el gobernador no era hombre de muchas palabras. Intercambió los saludos protocolarios correspondientes con Mutarrif y elogió el papel de su padre. Precisamente en reconocimiento a este papel de los Banū Qasī, dijo, había decidido llamar al joven muladí a su presencia: él sería el nuevo valí de Banbaluna. Debía desplazarse a la ciudad sin pérdida de tiempo y asumir sus nuevas funciones. Tras ser informado por un alto oficial de los pormenores de la situación en la tierra de los vascones, y después de recibir las instrucciones oportunas, Mutarrif abandonó Saraqusta al frente de una nutrida comitiva.

Desde entonces habían pasado ya cuatro años en los que las cosas habían cambiado mucho para los Banū Qasī. Tras la partida de Mutarrif, Fortún se había convertido en un joven fuerte y orgulloso que había sabido ganarse el respeto y la consideración de sus compañeros de armas en la guarnición de Arnit. De forma paulatina había visto cómo todos los habitantes de la zona reconocían su condición de líder natural, tal como había sucedido con su padre y antes con su abuelo.

Mutarrif llevaba un año al frente del gobierno de Banbaluna cuando llegó la noticia de la prematura muerte Hisham I en Qurtuba, al que había sucedido en el trono su hijo Al Hakam I, que contaba solo veintiséis años.

Desde que Mutarrif llegara a la ciudad, se habían estrechado las relaciones con sus hermanos por parte de madre, Enneco y Fortuño, que continuaban en sus tierras del valle pirenaico de Salazar, a dos jornadas de viaje.

En varias ocasiones Zahir había acompañado a Onneca hasta allí para visitar a sus hijos mayores. El pequeño Mūsa viajaba entusiasmado, ansioso por ver de nuevo a sus hermanastros, a los que profesaba una admiración sin límites. Durante los primeros años de vida de Mūsa las estancias en Isaba, donde Enneco tenía su residencia, eran más bien cortas, y se limitaban a la época de verano, cuando el buen tiempo permitía al muchacho disfrutar del juego en las verdes e inacabables praderas, darse baños en las aguas heladas del río, espantar a las ovejas y ordeñar a las vacas. Sin embargo, con los años, las visitas se prolongaron, y Mūsa comenzó a pasar algunas temporadas al cuidado de sus hermanos, en especial del primogénito, que se divertía con el carácter despierto y espontáneo del pequeño y le permitía compartir con él algunas de sus actividades. Durante aquellos veranos Enneco se convirtió en el padre que Mūsa nunca había conocido.

Muchas fueron también las ocasiones en que Fortún, desde Arnit, acudió a visitar a su hermano Mutarrif en Banbaluna. Zahir asistía con satisfacción a esas entrevistas, y se sentía orgulloso de aquellos dos jóvenes de poco más de veinte años que, quizá forzados por las circunstancias, actuaban con una madurez casi impropia de su edad. En tales encuentros trataban de la situación política en la zona, fundamentalmente en Saraqusta, donde nuevamente reinaba la inestabilidad.

Pero tampoco en Banbaluna la situación era tranquila: un numeroso grupo de pamploneses, encabezados por Balask al Yalaski, se oponía a la autoridad del emir sobre la ciudad, y habían surgido algunos conatos de enfrentamiento. Hasta Mutarrif llegaban noticias de que Balask y sus seguidores eran partidarios de entablar relaciones con Carlomagno, el monarca carolingio cuyo inmenso territorio se extendía más allá de los Pirineos.

Los dos hermanos sabían que el papel de liderazgo de su familia en las tierras del Uādi Ibru, tras el paréntesis impuesto por la muerte de su padre, les llevaría tarde o temprano a intervenir en los acontecimientos que se estaban desarrollando en la Marca, fundamentalmente en Saraqusta. Por ello, de acuerdo con Zahir, ambos decidieron dejar Arnit y trasladarse con el grueso de la guarnición militar hasta Tutila, situada a menor distancia de Saraqusta y mejor comunicada.

Tutila era entonces una pequeña población situada en la confluencia del Uādi Qalash con el Uādi Ibru, al pie de una elevación coronada por una modesta fortaleza defensiva. La existencia de un puente sobre el caudaloso cauce hacía del enclave un punto estratégico en las comunicaciones a lo largo del valle. Muchos de sus habitantes aún relataban a los más jóvenes el paso por la ciudad, veinte años atrás, del imponente ejército de Carlomagno a su regreso de Saraqusta, camino de Roncesvalles.

Un pequeño muro, con más pretensión de lindero que de defensa, marcaba los límites de la ciudad, y dentro del recinto se arracimaban las modestas viviendas construidas, en su mayoría, a base de adobes y provistas de techos de caña, barro y paja. Las calles eran estrechas e intrincadas, muchas de ellas sin salida, al modo musulmán, que ya dejaba ver su impronta. Una pequeña mezquita se alzaba en el centro, junto a la única zona con cierta amplitud de la ciudad, donde semanalmente se instalaba el suq que permitía a los habitantes de Tutila abastecerse de todos los productos necesarios para la vida diaria. La mayor parte de la población se dedicaba a la cría de ganado y al cultivo de la tierra, algunos como pequeños propietarios de su fundo, y la mayoría, en régimen de aparcería.

La residencia de los Banū Qasī se alzaba al pie de la muralla defensiva y duplicaba en tamaño al resto, pero no podía competir en espacio ni en comodidad con la que acababan de dejar en Arnit.

Mūsa era entonces un muchacho de once años, todavía ajeno a las preocupaciones de sus mayores. Tras su llegada a Tutila, no tuvo ninguna dificultad para adaptarse a la nueva situación, y pronto se le vio recorriendo los alrededores de la ciudad en compañía de un numeroso grupo de muchachos de su edad. Su carácter inquieto y extrovertido le granjeó pronto la simpatía de los demás. Aunque se vio sometido a las pruebas de rigor que debían superar todos los recién llegados, acostumbrado a la convivencia entre los hombres de la guarnición de Arnit junto a su hermano Fortún y a las largas temporadas con Enneco en las montañas del Pirineo, no solo se colocó a la altura de sus más osados compañeros, sino que pronto les puso en dificultades y se convirtió en un reto para ellos. Las reticencias iniciales dieron paso a la camaradería, y, poco más tarde, a la admiración.

Onneca veía crecer a su hijo menor sano y activo, y sonreía cuando al caer la tarde, antes de la última llamada del muecín a la oración desde el alminar de la mezquita, Mūsa regresaba a casa exhausto y hambriento.

Zahir pronto estableció los contactos necesarios para proseguir con la formación del muchacho. El imām de la mezquita lo acogió entre sus alumnos, y Mūsa retomó la práctica de la lectura, la escritura, la aritmética y el Corán. Se preguntaba por qué muchos de sus amigos no asistían a la escuela. De hecho, después de la enseñanza más elemental, solo continuaban sus estudios los hijos de las familias más prósperas o relevantes de la ciudad: los comerciantes y artesanos acomodados, alfaquíes y otros funcionarios, y algunos propietarios de tierras. El resto salían al campo con sus padres en cuanto su edad se lo permitía, o trabajaban como aprendices en los talleres de los artesanos.

Con sus amigos Mūsa solía hablar en lengua romance, la habitual entre una población mayoritariamente muladí y mozárabe. Pero en la escuela todos debían expresarse en árabe, la lengua utilizada en la enseñanza del Corán y en las relaciones entre las familias más acomodadas. Mūsa, además, tenía contacto con la lengua de los vascones, que, aunque no dominaba, había aprendido a través de su madre. Sus estancias en el valle de Salazar con sus hermanos le habían ayudado a afianzarla durante su infancia, y era la que utilizaba cuando acudía a Isaba. Fue la única condición que Enneco le impuso cuando quiso quedarse a pasar su primer verano con él: se trataba de la lengua de su pueblo, y uno de sus deberes era conservarla. En los valles pirenaicos su uso era generalizado, pero no así en las tierras llanas del Uādi Ibru, sometidas a una fuerte romanización.

Además del tiempo dedicado a la escuela, Fortún se encargaba de la formación de Mūsa en la milicia. El muchacho asistía a la mezquita con regularidad, y su actitud era la correcta ante sus maestros, pero rebosaba entusiasmo en el momento de acudir junto a su hermano. Se presentaba a la cita antes de tiempo, y le tiraba impaciente de las ropas si se entretenía hablando con alguno de los hombres de la guardia. El entrenamiento en el manejo de las armas se realizaba dentro del recinto de la alcazaba, en presencia de los soldados y oficiales de la guarnición, y con armas apropiadas para la práctica, hasta que por su edad y preparación eran considerados capaces de utilizar y disponer de un arma propia.

Cada vez que tenía ocasión, Mūsa se colaba entre los oficiales, atento a sus conversaciones sobre tácticas, procedimientos de combate, sistemas de asedio o formas de defensa para evitar ser heridos…, y no perdía la oportunidad de asaltar a Fortún o a su tío Zahir con continuas preguntas, hasta que estos lo mandaban entre risas a jugar con los demás.

La equitación era una parte fundamental del aprendizaje: no solo se les enseñaba a cabalgar, sino que debían conocer todo lo relativo a los cuidados de las monturas, arreos, alimentación, herrado y la forma de solucionar los problemas más frecuentes.

Aguas arriba de Tutila, a poco más de una milla de distancia, un meandro del río había acabado formando una extensa península rodeada de agua y cubierta durante casi todo el año por un abundante pasto. Cerrada por un fuerte vallado, en ella pastaban y se reproducían cientos de yeguas. Los sementales habían sido elegidos entre los mejores ejemplares de raza árabe que llegaban desde Qurtuba con las caravanas de comerciantes.

También en los montes de Al Bardi los caballos se reproducían en libertad, y las crías eran recogidas anualmente para ser trasladadas a recintos cercados, después de ser marcadas con el hierro del emir. Casi a diario, los mozos al cuidado de las caballerizas trasladaban a los animales al gran descampado existente fuera del muro de la ciudad, la musara, donde se trabajaba en su doma y se practicaba el arte ecuestre.

Mutarrif había prometido a Mūsa llevarlo con él a Banbaluna para entrenarse en el uso de las armas, pero le puso una condición: antes debía dominar la monta. El manejo de las armas a caballo exigía una gran destreza por parte del jinete, ya que en ocasiones debía controlar la cabalgadura sin usar las manos ni las riendas. Por eso el muchacho se afanaba cada día cuando los soldados llevaban los animales hasta la almozara para que alguno de ellos le permitiera montar. No cesaba en su intento hasta que sonaba el canto vespertino de llamada a la oración, y entonces acudía en busca de su hermano para acercarse a la mezquita.

Aquel año, debido a la inestabilidad en Saraqusta, Zahir y Fortún decidieron que la familia pasaría el verano en Tutila. Las temperaturas eran mucho más elevadas que en el valle de Salazar, donde habían pasado los meses más calurosos durante los últimos años, así que Mūsa y sus amigos combatían las horas de la canícula bañándose en una gran alberca para riego que se había construido en la ribera del Uādi Qalash. En ocasiones nadaban también en la orilla del Ibru, aunque tenían prohibido hacerlo solos, por el peligro que suponían las corrientes.

Mūsa cabalgaba ya aceptablemente, pero no estaba satisfecho con sus progresos. No tenía un caballo propio, y en las sesiones de entrenamiento en la almozara no podía montar todo lo que hubiera deseado.

Una cálida noche del mes de Rajab, Mūsa aguardó en su lecho atento a los sonidos de la casa. Cuando estuvo seguro de que todos dormían, se puso en pie y avanzó con cuidado hasta alcanzar el zaguán, levantó el pesado cerrojo de la puerta y salió a la calle. Había elegido una noche clara, y se deslizó entre las sombras de las paredes bordeando el monte al pie de la alcazaba. Cuando llegó al muro en el extremo norte de la ciudad, trepó sin esfuerzo y de un salto cayó al lado opuesto, entre los arbustos que crecían apoyados en la obra. Se entretuvo un instante dando pequeños pasos en círculo hasta encontrar lo que buscaba: un tosco saco de tela que se echó sobre el hombro.

A la luz de la luna bajó a grandes zancadas la ladera del monte hasta el camino que discurría junto al río y lo siguió remontando la corriente durante un buen trecho. Habría andado media hora cuando llegó a un bosquecillo, tras el cual se extendía un amplio soto cubierto de vegetación, en una zona que las crecidas del río inundaban cada año. En un pequeño cercado de madera, varios caballos se removían inquietos. Mūsa abrió la portezuela sujeta solo con una atadura, dejó el saco en el suelo y extrajo su contenido. Con la vieja cabezada de cuero se aproximó a uno de los animales, tranquilizándolo con la voz, tal como Zahir le había enseñado. El caballo cabeceó inquieto y se apartó de Mūsa. El muchacho le acarició el cuello, acercándose poco a poco hasta que, esta vez sí, el animal se dejó colocar el arreo. Hizo lo mismo con una rudimentaria silla y, tras sujetar firmemente la cincha, condujo a su montura hasta el exterior de la cerca.

Se encaramó a la silla con facilidad aun sin estribo. Con las riendas en la mano, el corazón le palpitaba con fuerza. La escapada, la noche, una montura que no iba a compartir con nadie…, nunca había experimentado una sensación así. Se puso en marcha con cuidado hasta que llegó de nuevo al camino, donde comenzó a trotar mientras adquiría confianza y ambos se acostumbraban a la penumbra.

Mūsa no habría podido asegurar el tiempo que pasó a lomos del animal. A galope bajo la luz de la luna, le invadió una sensación de euforia desconocida hasta entonces. Avanzó por el camino de la ribera hasta vislumbrar una lejana luz que supuso debía pertenecer a Al Farū, situada a solo diez millas aguas arriba de Tutila.

Era consciente del riesgo que corría, pues los asaltos en los caminos no eran infrecuentes. Además, una caída podría dejarle malherido sin que nadie conociera su paradero, a merced de un jabalí o incluso de un oso. Tiró de las riendas y emprendió el regreso, esta vez con un ritmo más sosegado para no agotar al animal. No tuvo dificultades para localizar el cercado, donde, cansado y satisfecho, retiró los aparejos de su montura. Esta vez ocultó el saco en un enorme zarzal junto al camino y emprendió el regreso a pie.

Esperaba que nadie hubiera descubierto su ausencia, pero cuando se acercaba a la ciudad no pudo evitar un estremecimiento al pensar en un posible encuentro con la guardia. Intentó elaborar una excusa para justificar su presencia en la calle antes del amanecer, pero todas se le antojaban ridículas. Al aproximarse al muro extremó la precaución, trató de no hacer ningún ruido y comprobó que todo estaba tranquilo antes de trepar por él. La puerta de la casa no podía abrirse desde fuera, así que tuvo que rodearla hasta la parte trasera, donde la edificación se apoyaba en la muralla. Aprovechó el ángulo que formaban ambos muros y los salientes entre las enormes piedras para elevarse sobre la tapia y, conteniendo la respiración, se descolgó dentro del pequeño patio. En unos segundos se había desvestido y descansaba sobre su ligero colchón. No habría podido asegurar si escuchó o soñó que escuchaba la primera llamada a la oración, antes de la salida del sol.

Estas salidas nocturnas se repitieron durante semanas, aunque tuvo que espaciarlas cuando el imán se quejó a su tío Zahir por la falta de atención del muchacho durante las explicaciones en la mezquita. Durante aquellos meses de verano, fue un secreto que no compartió con nadie. A punto estuvo cuando alguno de los muchachos trataba de presumir ante los demás de sus pequeñas hazañas, pero sabía que de hacerlo sus escapadas tendrían que acabar. Cuando Fortún alababa los progresos que hacía montando a caballo, Mūsa no podía sino ocultar una sonrisa.

A mediados del verano, Mūsa notó un cambio en la actitud de su hermano y su tío. Se les veía más preocupados y mantenían frecuentes conversaciones con expresión grave. En el plazo de una semana, convocaron a los notables y jefes militares de la ciudad en dos ocasiones, y permanecieron encerrados en uno de los salones de la alcazaba durante varias horas. Sin embargo, cuando Mūsa se alejaba para reunirse con sus amigos, estos relámpagos de inquietud desaparecían al instante.

Una de aquellas noches, cuando regresaba a casa, escuchó voces en la sala que se abría hacia el pequeño patio interior de la vivienda, donde habitualmente se recibía a las visitas. Encontró a su madre en la reducida cocina que comunicaba con el mismo patio, inclinada sobre el hornillo de barro preparando la cena. Onneca sonrió al ver a su hijo, que regresaba sucio y sudoroso.

—Anda, lávate y ven a comer algo. Debes de estar hambriento.

—Lo estoy, madre —respondió el muchacho—. ¿Quiénes son?

—Tu tío y tu hermano se han reunido con los oficiales de la guardia. Ha llegado un pariente de Zahir con noticias de Saraqusta.

—¿Ha ocurrido algo?

—No sé, hijo, no me han dicho nada.

Mūsa se sentó y en un instante dio buena cuenta del plato de legumbres y verduras que su madre había preparado, junto con un delicioso trozo de empanada de carne de pichón.

Onneca dispuso con esmero dos grandes fuentes con diversas viandas, y cuando estuvo satisfecha de su aspecto las llevó a la sala donde se hallaban los hombres.

A su regreso, se sentó a comer.

—Parece que la reunión se va a alargar, Mūsa. Han comenzado a cenar ahora, y supongo que luego tratarán de los asuntos que les han traído aquí. ¿Por qué no vas ya a descansar?

—Sí, lo haré, madre, estoy cansado —reconoció.

—No olvides recitar tus oraciones.

La noche era muy calurosa. Normalmente tras la última llamada a la oración la temperatura descendía, y una ligera brisa refrescaba el ambiente, pero aquel día la calma era absoluta, y el calor no cedía. Mūsa se desvistió y se tumbó en su lecho, atento a las atenuadas voces que llegaban a su alcoba a través del patio, mezcladas con el canto de los grillos en el exterior. Tras la cena, Zahir debió pedir a Onneca que dejara abierta la puerta de la sala para refrescarla, lo que permitió a Mūsa escuchar gran parte de la conversación.

—Te ruego que empieces el relato por el principio, Ahmed —oyó decir a Fortún.

—Y no descuides los detalles, pueden ser importantes —insistió Zahir.

—Bien, es una historia larga, pero tienes razón, os ayudará a comprender. Será mejor que nos pongamos cómodos.

—Adelante —urgió Zahir.

—Recordaréis que hace unos años Uasqa estaba dominada por miembros de la familia de los Banū Salama, tristemente conocidos por la crueldad de su gobierno y la iniquidad de sus acciones. Aún permanecen frescos en la memoria de sus habitantes episodios horribles como el del halcón, que supongo que ya conoceréis.

—Alguna noticia llegó, pero muy deformada y falta de detalle —dijo Zahir—. ¿Qué sucedió exactamente?

—Sí, ocurrió en la musara de la ciudad, ante docenas de testigos. Uno de los miembros del clan practicaba la caza con halcón en la explanada; sus esclavos lanzaban gallinas al aire y la rapaz alzaba el vuelo para lanzarse contra ellas en el suelo. Pues bien, en uno de los lances, el halcón se apartó de la gallina y fue a posarse sobre un niño al que una mujer daba el pecho. La madre intentó apartar a su hijo, pero el wālī se lo impidió y dejó que el halcón devorara al niño.

»Los Banū Salama cometieron en público muchas atrocidades como esta, e imponían a los habitantes de sus pueblos duros trabajos y toda clase de obligaciones. Las gentes, horrorizadas, acudieron a solicitar la ayuda de un caudillo de la Barbitaniya llamado Marzuq ibn Uskara. Este Marzuq tenía treinta hijos varones y vivía en el castillo de Qasr Muns, prácticamente inexpugnable.

»Enterados los Banū Salama de la amenaza, se propusieron capturar a Marzuq y se dirigieron al castillo. Marzuq se extrañó de su hostilidad y, como garantía de que no debían temer nada de ellos, entregó varios rehenes, entre los que se encontraba Bahlul, el más apuesto de sus hijos.

El inicio del relato capto la atención de Mūsa, que se levantó del lecho y bajó las estrechas escaleras situadas en una de las esquinas del patio. Se apostó junto a la jamba de la puerta, con la espalda apoyada en la pared: no estaba dispuesto a perderse un detalle.

—Una esclava del harén de Ibn Salama acudió a la celda donde se hallaba encerrado Bahlul, y cautivada por su belleza, le hizo la promesa de sacarlo del alcázar. Él se mostró conforme, y huyeron de noche llevándose abundantes riquezas de Ibn Salama.

»Cuando echaron de menos a la esclava, su señor corrió a ver a Bahlul y descubrió que este también había desaparecido. Montó a toda prisa y llegó de noche a Qasr Muns, donde se encontraba el padre de Bahlul. “No sabemos nada de él desde que lo dejamos en vuestro poder como rehén”, le contestaron allí. Ibn Salama no se conformó hasta que obtuvo su juramento.

»Cuando el wālī reemprendió el camino de regreso, Bahlul entró en el castillo en compañía de la muchacha y pidió a su padre que los protegiera, pero este le dijo: “Si no te vas de mi lado te entregaré al que te anda buscando."

»Bahlul huyó entonces con la muchacha y llegó a tierras de Barsaluna, donde vivió algún tiempo, hasta que, hastiado de aquel lugar, partió de regreso a la Barbitaniya, al pueblo donde vivían su hermana y su cuñado, a quien el ’amil también sometía a excesos y arbitrariedades. Enterado de la presencia de Bahlul, el marido de su hermana dejó el trabajo para ponerse al corriente de los acontecimientos. Pero un criado del 'amil llegó con la orden tajante de que regresara, sin atenerse a otros razonamientos. Bahlul arremetió con su espada contra el criado y le dio muerte. Consideró lo que acababa de hacer, y por miedo a perderse, se dirigió al ’amil y lo mató también.

»Los hombres del pueblo dieron su apoyo a Bahlul, y cuarenta de ellos le prestaron juramento de lealtad. Se dirigieron al castillo de Robres, refugio seguro de los Banū Salama. Los valíes de Uasqa tomaron los hombres disponibles y acamparon junto al castillo, donde trabaron con Bahlul un violento combate. Cuando los soldados, en plena canícula, aflojaron la lucha a mitad del día para descansar, dejaron desatendida la protección del wālī, cuya tienda se alzaba al fondo del campamento. Arengados los hombres, se precipitaron contra la tienda, lo encontraron acostado y lo asesinaron.

»Las tropas se echaron a temblar, pero Bahlul les habló: ““Nada tenéis que temer de mí. Si me he levantado ha sido contra la iniquidad de estas gentes, que violan vuestras cosas más íntimas y os utilizan como juguetes a vosotros y a vuestros hijos." A continuación les relató el suceso del halcón y el niño, y les concedió el aman. Todos ellos le prestaron acatamiento.

»Dieron muerte a los Banū Salama que se encontraban entre las tropas, y Bahlul se adueñó de sus bienes y monturas. Se dirigió entonces a Uasqa y se hizo con el poder de la ciudad.

Ahmed hizo una pausa.

—Hasta aquí el relato de lo sucedido, aunque no os oculto que esta es la versión referida por los partidarios de Bahlul que nos llegó a Saraqusta —aclaró.

—¿Y qué relación tiene con los acontecimientos actuales? —inquirió Fortún.

—Es Bahlul ibn Marzuq quien ha entrado en Saraqusta este verano con sus tropas y se ha declarado en rebeldía.

—¿Y con qué apoyos cuenta en la ciudad?

—No lo sabemos, pero la situación de Saraqusta no tiene nada que ver con la que se vivía en Uasqa con los Banū Salama. Saraqusta es una ciudad próspera y sus habitantes agradecen al emir la estabilidad que les ha procurado.

—¿Y no hay noticias de Qurtuba? —intervino Zahir.

—Sí, parece que se encuentra en camino Amrús ibn Yusuf, el mismo que desalojó de Saraqusta a Matruh hace diez años. Si es así, se trata de un general implacable. Llega después de apaciguar Tulaytula, en cuya toma se vivieron sucesos terribles, según me relataron testigos presenciales.

—¿Tenemos nosotros alguna oportunidad de intervenir en la situación? —preguntó uno de los invitados.

—Yo recomendaría esperar acontecimientos —repuso Ahmed—. De ser cierta la información, Amrús ibn Yusuf debe de estar a punto de llegar. A veces no es bueno arrancar la fruta, sino esperar a que esté madura para que nos caiga en las manos.

—Es lo que haremos, Ahmed —concluyó Zahir—. Solo te pedimos que nos mantengas al tanto de cualquier cambio en la situación de Saraqusta. Aunque tenemos informadores allí, tu opinión nos es de gran utilidad.

Continuaron largo rato tratando de diversos asuntos y, ya de madrugada, Zahir y Fortún acompañaron hasta el zaguán al resto de los hombres y despidieron a Ahmed, que partía al día siguiente. Mūsa había desaparecido escaleras arriba en cuanto intuyó que la reunión tocaba a su fin.

Aquel verano estaba resultando el mejor de la vida de Mūsa. Disfrutaba colándose con Fortún en la alcazaba, en medio de la soldadesca, se divertía con sus amigos y, pensando en la próxima escapada nocturna, los días se le pasaban en un suspiro.

Su relación con el resto de los muchachos había ido cambiando. Todos sabían ya quién era Mūsa, y muchos se acercaban a él con cierta admiración. Le preguntaban por su hermano Mutarrif, wālī de una ciudad importante como Banbaluna, y por sus hermanastros vascones, y Mūsa no escatimaba en detalles sobre sus estancias allí y en Isaba, a veces aderezados con una buena dosis de fantasía. Sin embargo, la posición de su familia también le proporcionó algunos disgustos, en especial con un pequeño grupo de chicos que vivían en la parte más alejada de la ciudad, junto a la puerta de Qala’t al Hajar. Estos, desde el primer momento, se habían mantenido al margen del grupo principal, con el que había ido creciendo una cierta rivalidad, que se traducía en frecuentes batallas con sus arcos de madera, o con las piedras del río. Nunca tales refriegas se habían saldado con resultados más graves que alguna pequeña brecha en la frente.

El cabecilla de este grupo era un muchacho de la edad de Mūsa llamado Essam, que desde el principio parecía buscar el enfrentamiento con Mūsa, haciendo comentarios hirientes sobre su familia. De las palabras pasaron a los hechos una tarde en la que los muchachos se disponían a iniciar uno de sus combates con arcos y cerbatanas en un soto junto al río. Essam se dirigió a su grupo y en tono melifluo dijo:

—Ya sabéis, mucho cuidado con Mūsa, no vayáis a hacerle daño.

Mūsa se volvió sorprendido, y se encontró con la sonrisa de Essam. El resto de los chicos reían disimuladamente.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Que si te roza alguna flecha irás corriendo a ver a tu hermano para que nos encierre en la alcazaba.

Las risas fueron en aumento, y Mūsa sintió cómo la sangre se le agolpaba en la cabeza, pero prefirió no responder a la provocación. Sin embargo, Essam no había terminado:

—Nos estábamos preguntando, Mūsa…, ¿duermes con sábanas de lino…, o son de seda?

Esta vez provocó un estruendo de carcajadas.

Mūsa se abalanzó sobre Essam, y juntos rodaron por el suelo. Todos los muchachos les rodearon para animar a uno o al otro. Mūsa dejó escapar su rabia a través de los puñetazos que asestaba en el rostro y en el pecho de Essam, pero el rival era un muchacho fuerte y corpulento, que además esperaba la reacción de Mūsa. Rodaron por el suelo entre golpes hasta que dos de los chicos mayores decidieron intervenir y separarlos.

Se miraron de frente mientras eran retenidos por los brazos, respirando con dificultad por el esfuerzo y la tensión. Essam sangraba por la nariz y tenía una brecha profunda en la ceja derecha. Mūsa solo presentaba un corte en el labio superior, pero sentía todo su cuerpo dolorido. Con un movimiento brusco, se liberó de los brazos que lo sujetaban, dio media vuelta y salió en dirección a la puerta de la ciudad, mientras con la cabeza vuelta mantenía la mirada de su rival. La mayor parte de los muchachos lo siguieron.

Aquel incidente pareció haber liberado la tensión, porque en los días siguientes no surgió ningún otro problema. Ambos se ignoraron al verse a la salida de la escuela, y no hubo ningún gesto cuando Mūsa y Zahir coincidieron con Essam y su padre a la entrada de la mezquita. Pocos días después habían olvidado la pelea, e incluso pasaron una tarde juntos nadando y refrescándose con los demás en la alberca.

Sucedió el último día del mes de Rajab.[1] Aquella mañana, los almadieros habían estado trabando troncos para transportarlos hasta Saraqusta, y todos los chicos, tras la salat al zuhr, la segunda llamada a la oración, se acercaron a la orilla del río para contemplar la partida. Salieron por la Puerta del Puente, y cruzaron la imponente construcción de madera que salvaba los más de seiscientos codos[2] del cauce. Alcanzaron la orilla opuesta, donde los hombres se afanaban aireando a las mulas que tiraban de los gruesos troncos y dando órdenes a varios esclavos que, con el agua hasta la cintura, los empujaban para mantenerlos unidos mientras eran amarrados con fuertes sogas de esparto.

Una vez finalizada la tarea, los capataces dieron las órdenes oportunas, y varios de los almadieros, junto a los esclavos y las mulas, tomaron de nuevo el camino en dirección a los montes de Al Bardi, de donde se extraía la madera. El resto, sin duda los más experimentados, saltaron a las improvisadas embarcaciones provistos de largas varas de acacia y las empujaron hacia la corriente.

Los muchachos siguieron las almadías río abajo durante un buen trecho, saludando y haciendo gestos entre risas a los hombres que trataban de mantenerlas en el centro de la corriente. Casi una milla más adelante una zona de espesa vegetación con abundantes zarzas les impidió continuar avanzando, y vieron cómo el cargamento de madera desaparecía de su vista al describir una amplia curva en el cauce.

Se disponían a desandar el camino para cruzar de nuevo el puente y volver a sus casas cuando uno de los chicos de mayor edad comentó en voz alta:

—¿Os imagináis poder cruzar ahora el río de un salto? Estaríamos en casa en un momento.

—De un salto no, pero se puede cruzar. Mi hermano mayor lo cruzó a nado el verano pasado —explicó otro.

—Es peligroso —dijo Mūsa—. Mi tío dice que hay muchas corrientes y remolinos. Ni siquiera a mi hermano le han permitido hacerlo.

—¿Tú siempre haces lo que te dice tu tío?

Mūsa se volvió hacia quien hablaba, y se encontró frente a frente con Essam, que le miraba con gesto serio, provocador, y con un extraño brillo en los ojos.

—¿Quién se atreve? —continuó Essam—. Yo voy a cruzar.

Muchas miradas se dirigieron al suelo. Todos sabían que se trataba de un reto, que quien lo aceptara ganaría la consideración de los demás…, y quien lo rechazara la perdería.

—Voy a cruzar, pero pongo una condición —prosiguió Essam.

Todos los ojos estaban centrados en él, todos aguardaban con impaciencia lo que iba a decir a continuación…, aunque la mayoría lo sabía.

—Quiero que Mūsa cruce conmigo.

«Ya lo ha dicho —pensó Mūsa—. Ya lo han oído todos.» Las palabras de Essam le hicieron sentir un calambre en el estómago, se estremeció su pecho y palideció.

—No lo hagas, Mūsa —dijo el primer muchacho—. No es necesario.

—Vámonos de aquí —añadió otro tirándole de la manga—, solo quiere provocarte.

Ahora todas las miradas estaban fijas en él. Essam esperaba su respuesta con una sonrisa en los labios, y alzó las cejas en señal de interrogación.

En aquel instante, Mūsa decidió aceptar el desafío y, sin darse tiempo para recapacitar, lo expresó en voz alta:

—Lo haré.

—¿Alguien más? —inquirió Essam, y barrió con la mirada a todo el grupo.

—Yo cruzo —dijo uno de los chicos que solían acompañarle.

—Bien por Ismail. Solo tres valientes —alardeó Essam—. Vamos, cuanto antes mejor, se va a hacer tarde.

Los tres muchachos se quitaron toda la ropa, salvo los sarauil, sujetos a la cintura con un cordón.

—Llevad las ropas al otro lado, nos veremos allí —dijo Essam mientras se acercaban a la orilla.

—¿Preparados?

Desde aquel punto la distancia no parecía excesiva, aunque el río bajaba bastante turbio, posiblemente por alguna tormenta aguas arriba. Los tres entraron en el río hasta que los calzones quedaron mojados. Essam se lanzó al agua y comenzó a nadar, y los otros le imitaron.

Mūsa no estaba seguro de sus fuerzas, nunca había nadado una distancia como esa, así que braceó despacio para no agotarse demasiado pronto. Essam le sacaba ya varios codos de ventaja y, mientras avanzaban, el agua empezó a arrastrarlos río abajo. Entraron en la zona de mayor corriente, y Mūsa avanzaba con dificultad. Percibía la fuerza del agua a su alrededor, que tiraba de sus miembros en todas las direcciones. El braceo enérgico de Essam iba perdiendo fuerza, pero Ismail nadaba al límite tratando de darle alcance.

Mūsa empezó a sentir miedo cuando una zona de remolinos hizo que apenas pudiera avanzar a pesar del fuerte movimiento de sus piernas. Lo mismo debía sucederles a los otros, porque habían dejado de nadar y solo trataban de mantenerse a flote. Mūsa entró en uno de los remolinos, se sintió arrastrado hacia el fondo y por unos segundos permaneció bajo el agua. Essam ahora luchaba contra la corriente, y a Mūsa le pareció escuchar un grito de ayuda. Ismail había desaparecido de su vista. Se sintió angustiado. Se estaba quedando sin fuerzas, y la orilla opuesta no se acercaba. Essam estaba gritando, lo oía claramente. La corriente los arrastraba y los zarandeaba. Mūsa dejó de moverse para recuperar el aliento, pero el agua le cubrió la cara. Con dos patadas subió a la superficie de nuevo. Estaba extenuado, y sabía que no iba a aguantar mucho más. Se hundió de nuevo, esta vez sin aire apenas en los pulmones. No veía nada debajo del agua y perdió la orientación zarandeado por las corrientes. No sabía dónde estaba la superficie. Sintió un tirón, y sus pulmones se llenaron de nuevo. Uno de los muchachos que habían permanecido en tierra tiraba de él de regreso a la orilla. La corriente los seguía empujando aguas abajo. Mūsa intentaba colaborar, pero estaba desfallecido y los calambres inmovilizaban sus piernas. Ambos tragaban agua en su esfuerzo por llevar aire a los pulmones.

La misma curva del río por la que habían desaparecido las almadías les salvó la vida. Al entrar en ella, la corriente les introdujo en una zona de remanso, donde al menos podían mantenerse a flote. Sin embargo, no habrían alcanzado la orilla si varios de los chicos no se hubieran lanzado al agua para sacarlos a los dos. Los arrastraron hasta la hierba, donde quedaron tendidos. Mūsa vomitó violentamente y perdió el conocimiento.

Recobró la conciencia aún tumbado en la hierba y envuelto en una tosca manta de lana. Junto a él se encontraba Fortún, con una expresión de angustia y preocupación como nunca le había visto.

Habría preferido seguir inconsciente para no tener que enfrentarse a la tragedia que temía.

—¿Los han sacado? —consiguió articular.

Su hermano negó con la cabeza. Tenía los ojos arrasados en lágrimas.

Mūsa se volvió y vio al muchacho que lo había salvado, con el rostro descompuesto y una palidez de cadáver. Intentó esbozar una sonrisa, pero solo consiguió componer una mueca grotesca. Era uno de los muchachos del grupo de Essam. Ni siquiera sabía su nombre. Intentó preguntárselo, pero no pudo. Fue su hermano quien lo hizo, quizás adivinando su intención.

—Ziyab ibn Hub —repuso con voz casi inaudible.

—¿Eres hijo del carpintero? —preguntó Fortún.

El muchacho asintió con la cabeza.

En ese momento, un hombre de unos cuarenta años llegó corriendo a toda la velocidad que le permitían sus piernas, con los ojos a punto de saltar de sus órbitas, y preguntando a gritos por su hijo. Fortún le hizo una seña con el brazo, y el hombre se abalanzó sobre Ziyab. Le cubrió el cabello de besos mientras le sujetaba la cabeza entre sus manos y pronunciaba frases ininteligibles. Ziyab se abrazó a su padre llorando desconsoladamente. Aún permanecieron allí un buen rato, hasta que alguien hizo traer una carreta y colocaron en ella a los dos muchachos, que emprendieron así el camino de regreso a casa. Mūsa tuvo que atravesar el puente con los ojos fuertemente cerrados, sin valor para mirar de nuevo aquellas aguas en cuyo seno debían encontrarse los cuerpos de Essam y de Ismail.

La búsqueda se prolongó durante el resto del día, y toda la ciudad se volcó en ella. Al caer la noche se encendieron docenas de antorchas con las que se rastrearon palmo a palmo ambas orillas del río. El albáytar informó a los responsables de la búsqueda de que, en caso de muerte de una bestia por ahogamiento, el cuerpo permanece hundido hasta que los gases intestinales empiezan a hincharlo y sale a flote, generalmente al cabo de un día, sobre todo si el tiempo es caluroso.

Las mujeres acudieron a las casas de los dos muchachos desaparecidos para tratar de consolar a las madres destrozadas. Nadie durmió en Tutila aquella noche. Los hombres se turnaron en la búsqueda a pesar de la oscuridad, excepto los familiares de los dos chicos, que recorrían el río por ambas márgenes, hasta llegar varias millas aguas abajo, sin tregua para el reposo. Con las primeras luces del alba, todos se lanzaron de nuevo hacia las orillas. Tronzaban las ramas de los árboles que caían sobre el río y tanteaban con largas varas las zonas de remanso. Se lanzaron al agua las barcas utilizadas para cruzar el cauce cuando las avenidas arruinaban el puente, y las que algunos hombres utilizaban para lanzar sus redes.

No fue hasta bien entrado el día, con el sol a punto de alcanzar su cénit, cuando las voces alertaron de la aparición de un cuerpo. Habían encontrado a Ismail en una zona en la que el río se ensanchaba y la profundidad era menor, a más de dos millas del punto donde había desaparecido. Los gritos desgarrados de su padre atravesaron el aire cálido y en calma de aquel desgraciado día de finales de verano.

En vano sonó en el alminar la llamada a la oración de la tarde, pues todos los hombres disponibles rastreaban el río, y la mayor parte de las mujeres acompañaban a las dos familias. Poco antes de la puesta del sol, entraron por la puerta de Saraqusta los hombres que portaban el cuerpo de Essam.

Las horas transcurridas desde el accidente habían sido terribles para Mūsa. Cuando lo llevaron a la casa, empezaba a ser consciente de la tragedia que se vivía a su alrededor y, al ver la cara asustada de su madre frente a él, toda la tensión acumulada se liberó de golpe. Mientras Fortún le relataba lo que había ocurrido en el río, Onneca mantenía fuertemente abrazado el cuerpo aún semidesnudo de su hijo menor, sacudido por incontenibles accesos de llanto y continuas convulsiones producidas por el hipo.

Recostaron al muchacho en su cama y cambiaron sus ropas aún mojadas. Fortún se quedó junto a él para tratar de tranquilizarlo, mientras su madre se dirigía a la cocina.

Onneca puso agua a calentar y extrajo de la alacena varios saquetes de tela encerada. Se los acercó uno a uno a la nariz para identificar las hierbas que contenían, y eligió dos de ellos. Cogió un pellizco del primero, que contenía valeriana, lo vertió en el agua, y a continuación añadió una cantidad similar de tila del segundo envoltorio. Sin embargo, no estaba segura de que el remedio fuera suficiente para tranquilizar al muchacho, cuyos sollozos se habían convertido en auténticos gemidos que atravesaban el patio y llegaban hasta la cocina. Abrió un nuevo saquete, y añadió a la infusión una pequeña cantidad de aquel polvo de amapola que adormecería al muchacho y le permitiría descansar. Vertió el contenido del recipiente en un tazón junto con un cacito de miel y regresó a la estancia donde se encontraba Mūsa.

Halló al muchacho hipando, apoyado sobre el cuerpo de Fortún, que pasaba los dedos entre su cabello para tratar de calmarlo. Una inmensa lástima se apoderó de Onneca e hizo que las lágrimas le inundaran los ojos, pero trató de sobreponerse y disimular el temblor de su voz.

—Hijo, debes tomar esto, te hará bien.

Con una mirada de su madre, Fortún comprendió. Cogió el tazón, lo acercó a los labios de Mūsa y, a pequeños sorbos, consiguió que tomara gran parte de su contenido.

—Buen chico. —Fortún forzó una sonrisa.

—Ahora tiéndete sobre el colchón, vida mía —susurró Onneca al tiempo que pasaba su brazo por el cuello del chico—, pronto te sentirás mucho mejor.

Apoyó la cabeza de Mūsa sobre la almohada de lana y estiró sus piernas sobre el lecho. Con un leve gesto señaló a Fortún la cortina que separaba la alcoba del corredor, y este salió dejando la estancia en semipenumbra.

Onneca permaneció junto a su hijo, susurrándole palabras de consuelo mientras acariciaba su frente, hasta que la bebida hizo efecto y el muchacho comenzó a relajarse y se sumió en un profundo sueño.

La vida en Tutila se detuvo durante los días siguientes. Una vez recuperados los cuerpos, dieron comienzo los actos de duelo y los preparativos para las exequias. Aunque la tradición establecía que los familiares más próximos, varones en este caso, debían preparar los cadáveres, los padres de ambos muchachos fueron incapaces de enfrentarse a la visión de los cuerpos de sus hijos sin vida. Los parientes de Ismail recurrieron a Zahir como hombre de edad, notable de la comunidad y conocedor de los usos establecidos.

Cuando llegó a la humilde vivienda de la familia, comenzaba a anochecer. Un nutrido grupo de hombres ocupaba el centro de la calle y rodeaba al padre del muchacho, que se encontraba sentado en una bancada de obra junto a la puerta. Su imagen era la de un ser humano derrotado, con la cabeza hacia atrás apoyada en la pared encalada, los ojos cerrados y los brazos colgando sin fuerza a ambos lados del cuerpo. El círculo se abrió al paso de Zahir, que se detuvo ante aquel hombre superado por el dolor. Había indagado su nombre, y supo que se llamaba Hakim. Con evidente esfuerzo se había puesto en pie, y tendió las manos hacia el hombre que iba a amortajar a su primogénito. Zahir lo atrajo hacia sí, tratando de transmitir con su abrazo la pesadumbre que se sentía incapaz de expresar con palabras. Hakim lloraba con un lamento sordo que Zahir solo percibía por los movimientos irregulares y convulsos contra su pecho.

Cuando se separaron, Hakim pareció recomponer el gesto y condujo a su visitante hasta el interior de la vivienda. Se trataba de una única estancia rectangular, de no más de ocho codos de longitud, casi desprovista de mobiliario. Zahir supuso que habían desalojado sus pocas pertenencias para dejar espacio a las mujeres, que no dejaban de proferir lamentos desgarrados.

La estancia se hallaba iluminada por varios velones y algunos candiles de grasa. El muchacho descansaba sobre una tosca mesa de madera cubierta por un tejido impregnado de cera, de tamaño apenas suficiente para acoger la totalidad del cuerpo tapado, cuyos pies sobresalían por un extremo. La madre, de luto, era sostenida por dos mujeres que sumaban sus voces al coro de lamentaciones. Dos niños pequeños, seguramente los hermanos de Ismail, miraban a su alrededor asustados por unos acontecimientos que no comprendían, pero que sin duda adivinaban terribles, a juzgar por la expresión de sus rostros.

Hakim se aproximó al improvisado catafalco y las mujeres comenzaron a desfilar hacia la calle con las cabezas veladas e inclinadas. Zahir supuso que se trasladarían a una casa vecina mientras, en presencia de los hombres más allegados, se procedía a la preparación del cadáver. Una de ellas indicó a Zahir una pequeña mesita donde se encontraban los materiales necesarios para la ceremonia. Cuando todas las mujeres hubieron abandonado la casa, comenzaron a entrar los familiares varones más cercanos y se dispusieron en un lado de la habitación.

Zahir inició el ritual lavando sus manos con agua limpia, en señal de purificación, antes de tocar el cadáver. Se colocó frente al muchacho y retiró el paño que lo cubría.

El color amoratado y la hinchazón desfiguraban el pequeño cuerpo, y le causaron una viva impresión. Por un momento asaltó su mente la imagen de su sobrino Mūsa colocado sobre una mesa como aquella. Trató de sobreponerse a la zozobra y se concentró en el trabajo sistemático que le esperaba. El primer paso era quizás el más desagradable, ya que consistía en retirar las impurezas adheridas a la piel y presionar vientre y pulmones para evacuar cualquier líquido que pudiera corromper la mortaja. Una vez eliminados los restos impuros, procedió al primer lavado con agua de alhínna. Comenzó por la cabeza, siguió por el costado derecho y terminó con el izquierdo. A continuación tomó otro recipiente y procedió al segundo lavado, esta vez con alcanfor diluido en el agua. Tuvo buen cuidado de asegurar que cada parte del cuerpo recibiera las sucesivas aguas, y finalizó con un tercer lavado en el que utilizó solo agua pura.

El padre aguantó en pie hasta ese momento, pero al concluir abandonó la vivienda precipitadamente. Un tío del muchacho se adelantó para ayudar en la colocación de la mortaja. Las tres piezas de tela de algodón blanco estaban cuidadosamente dobladas en un borde de la mesa, y Zahir tomó la primera, una faja con la que envolvieron el cuerpo desde el ombligo hasta las rodillas. La segunda pieza era una qamis que sirvió para cubrirlo desde el cuello hasta los pies, y finalmente colocaron el sudario, que acabó de ceñir el cuerpo por completo, incluida la cabeza. El improvisado ayudante tomó asiento de nuevo y dejó que Zahir prosiguiera. Este ungió el cuerpo con una crema alcanforada, especialmente en las partes que tocaban el suelo durante la oración: la frente, las palmas de las manos, las rodillas y los dedos de los pies. Finalizado el ritual, Zahir volvió a purificarse antes de retirarse.

Afuera era ya noche cerrada, y algunos vecinos habían acudido con hachones y antorchas que conseguían disipar la oscuridad en torno a la puerta de la casa de Hakim. Sin embargo, las llamas aportaban a la escena que se ofreció a los ojos de Zahir un aspecto irreal, casi fantasmal. Solo pudo intercambiar unas palabras con los hombres allí reunidos, porque de inmediato asomó por la puerta el cuerpo amortajado sobre unas sencillas parihuelas, llevadas a hombros por dos familiares. El silencio en la calle era inusual, un silencio que se hacía evidente a los oídos, alterado tan solo por los lamentos de las mujeres.

Poco a poco, todos los presentes se dispusieron a ambos lados de la calle y formaron una comitiva encabezada por el cadáver, sus padres y los familiares más cercanos, que se dirigió calle abajo hacia la mezquita. Cada cierta distancia, alguien había colocado nuevas antorchas encendidas que permitían avanzar sin contratiempos por aquellas calles oscuras y de piso irregular.

Junto a la mezquita, en la plazuela que se abría a sus puertas, se congregaba ya una auténtica muchedumbre, de la que extrañamente solo surgía un ligero murmullo. A medida que el cortejo se aproximaba, un pasillo se iba abriendo ante él, hasta que los hombres que portaban las parihuelas se detuvieron ante el portón de madera. Durante un momento quedaron allí inmóviles, como si no supieran qué hacer a continuación. Zahir, que había seguido a los familiares a escasa distancia, se adelantó y entró en la mezquita, para dar aviso de la llegada de la comitiva fúnebre.

El imām, un hombre enjuto de edad avanzada, se encontraba en el interior acompañando a los familiares de Essam, cuyo cuerpo había sido depositado ya frente al mihrāb. Al percibir la presencia de Zahir, buen amigo suyo, se apresuró hacia la salida, donde ambos intercambiaron unas palabras. Poco después, el cuerpo de Ismail era depositado en el suelo de la mezquita junto a su amigo, y los asistentes ocuparon sus lugares para asistir a la preceptiva plegaria fúnebre.

Pese a que la mezquita no era un edificio demasiado espacioso, de ordinario los otros dos pequeños oratorios dentro del recinto de la ciudad suplían esa carencia. Sin embargo, en esta ocasión, todos los habitantes habían acudido en masa para asistir a la plegaria, de modo que el edificio resultaba a todas luces insuficiente. Los hombres se habían situado en la parte delantera y las mujeres ocupaban la zona posterior. Algo llamó la atención a Zahir: a pesar de la aglomeración, quedaba desocupado un reducido espacio en uno de los laterales.

Descubrió el motivo al ver entrar desde la parte posterior a un grupo de muchachos acompañados por el sahib al suq, un hombre pulcramente vestido y tocado con turbante blanco. Mūsa se encontraba entre ellos, cabizbajo y abatido. Zahir adivinó lo ocurrido: tras el grave suceso del día anterior, el almotacén había intervenido y, reunidas las familias de los muchachos implicados, habrían decidido obligar a todos ellos a asistir a los actos fúnebres, para que pudieran comprobar en primera persona las dramáticas consecuencias de sus acciones. Los muchachos fueron conducidos al hueco reservado para ellos, desde donde podían contemplar perfectamente no solo a sus compañeros sin vida, sino a sus familias destrozadas por la pérdida.

El imām se situó frente a los dos cuerpos amortajados, dando la espalda a los asistentes. Explicó en voz alta a la congregación la manera de llevar a cabo la plegaria, y recitó la llamada de apertura a la oración:

Allahu Akbar![3] —Elevó sus manos con las palmas abiertas a la altura de sus oídos.

Bismillahí Rahmáni Rahim[4] —recitaron todos el pasaje de la apertura del Corán.

El oficiante siguió con la plegaria mientras Zahir observaba a su sobrino, que repetía mecánicamente el texto árabe, con la mirada fija en el suelo. En una pausa de la oración, volvió la vista hacia la parte posterior y entre la multitud distinguió la cabeza de Onneca, que con gesto preocupado trataba de alcanzar a su hijo con la mirada.

Cuando llegó el momento en que cada participante debía realizar para sí una súplica por los difuntos, Zahir se esforzó en concentrarse y recitó en voz baja: «Señor Nuestro, ten misericordia de ellos y perdónalos, sálvalos del castigo de la tumba. Perdónales sus pecados y multiplica sus buenas obras. Indúltalos y haz de su tumba un refugio feliz. Ingrésalos en Tu divino paraíso. Señor, consuela a sus padres, recompénsales y haz de sus hijos sus intercesores ante Ti.»

Finalizada la ceremonia, la mayor parte de los fieles fueron abandonando la mezquita, excepto los familiares más allegados, que se turnarían hasta el día siguiente para velar los cuerpos antes de su enterramiento.

Zahir apenas había tenido tiempo de estar con Mūsa, pues tras las tareas de búsqueda había sido requerido para embalsamar el cadáver de Ismail. Esa noche, reunida la familia en la sala de la parte baja, junto al patio, el chico continuaba muy afectado, y aún no había podido probar un solo bocado, excepto los tazones de leche con miel que su madre casi le había obligado a tomar. Onneca le confirmó la visita, la tarde anterior, del sahib al suq, quien había interrogado al chico a solas, aunque antes de despedirse le había asegurado que no debían preocuparse, porque las causas del accidente estaban claras. Tras casi dos días de extrema tensión, toda la familia, incluido Mūsa, se retiró extenuada a descansar.

Al día siguiente tuvo lugar el entierro de los dos muchachos. Un nuevo cortejo los trasladó en dirección al cementerio, ubicado en la parte exterior de la muralla. Pocos eran los que observaban el paso de los cadáveres desde fuera de la comitiva, y daban gracias a Allah por permanecer con vida a la vez que rogaban por los difuntos.

Zahir se colocó junto a la familia de Essam para ofrecerles su apoyo, como la noche anterior había hecho con la de Ismail. Una vez salvada la Puerta de Tarasuna, las piedras labradas que señalaban los sepulcros se extendían desde el muro hacia el sur, a la izquierda del camino. Avanzaron unos cien codos hasta llegar a dos profundas fosas recién abiertas en el suelo, en sentido transversal a la Qibla.

Cada una de las familias se colocó junto a una de las tumbas. Los muchachos a los que el sahib al suq había convocado se encontraban entre ellos, vigilados por su atenta mirada. Quienes portaban el cuerpo de Essam hicieron tres pausas para descender el cadáver, y en la tercera lo introdujeron en la fosa, donde se encontraba uno de los familiares, que lo colocó en posición correcta, tumbado sobre un lado y de frente a la Qibla. Aflojó las ataduras de la mortaja y acomodó su cabeza en una especie de almohada de tierra, mientras recitaba una breve oración. Después, el hombre salió de la tumba y comenzaron a cubrirla, hasta formar un pequeño montículo sobre el terreno, de no más de un palmo de altura.

Finalizadas las exequias, ambas familias se colocaron al borde del camino para recibir el pésame y las palabras de consuelo de quienes regresaban a la ciudad. Zahir tomó por los hombros a Mūsa, y se incorporó con él a la fila.

—Todo está predestinado…, entereza y sosiego —dijo cuando llegó junto al padre de Essam.

El hombre hizo un gesto de asentimiento, y entonces dirigió su mirada hacia Mūsa. Este no sabía qué esperar. Después de todo su hijo había muerto cuando competía contra él. El padre de su rival dobló las rodillas y colocó su cara a la altura del chico, levantó las manos y sostuvo su cabeza entre ellas. En la mirada de aquel hombre, Mūsa vio reflejada toda la tristeza que albergaba su corazón. Tomó al muchacho por el cuello, lo atrajo hacia sí y se fundió con él en un abrazo mientras ambos rompían a llorar en silencio.

—Dios ha querido llevarse a mi hijo cuando comenzaba a vivir…, y ha querido dejarte a ti con vida. Si es cierto que todo está predestinado, como Zahir acaba de decir, tu destino debe de ser grato a los ojos de Allah. Alcanza tu destino, Mūsa…, y no te culpes por lo sucedido… Yo no lo hago.

Después de aquellas palabras, Mūsa pareció recuperar la tranquilidad de espíritu que, solo dos días atrás, había creído perdida para siempre, y esa noche consiguió por fin conciliar el sueño.

El viernes siguiente, Zahir decidió invitar a la casa tras la oración de la tarde a Ziyab ibn Hub, el muchacho que había arriesgado su vida para salvar a Mūsa. Su padre era un carpintero modesto que tenía un pequeño taller en la parte suroeste de la ciudad, junto a la Puerta de Qala’t al Hajar. Ziyab era su único hijo, pues su esposa había fallecido en el parto al dar a luz a su segunda hija, que también murió unas horas después. Ambos llegaron poco antes de la puesta del sol. Zahir los recibió con efusividad y los condujo hasta la habitación donde habitualmente recibían a las visitas, para disfrutar de la principal comida del día.

Al principio padre e hijo dieron muestras de sentirse algo intimidados, pues no estaban acostumbrados a compartir mesa con una familia tan influyente como los Banū Qasī. Fortún también se encontraba allí, junto a dos compañeros de la guarnición, y su presencia parecía causar una viva impresión a Ziyab, que no quitaba la vista de sus ropas militares y, sobre todo, del hermoso sable que colgaba de su cinto. Onneca se había ocupado de preparar los platos que iban a degustar, y se encontraba ultimándolos en la cocina. Había convenido con Zahir que la velada sería sobria y evitarían cualquier signo de celebración o de alegría, pues solo habían transcurrido unos días desde la desgracia y el luto aún se mantenía en todas las casas de Tutila. Dado el motivo de la visita, Mūsa y Ziyab fueron invitados a compartir la mesa con los mayores, y se sentaron juntos en uno de los extremos.

Onneca dispuso varios platos con salazones de carne y pescados en escabeche, frutos secos y otros entremeses, de los que pronto dieron cuenta entre todos. Una vez roto el hielo, la conversación se fue animando, y Zahir acabó encargando al carpintero unos escabeles de madera tallada para la casa. Tras degustar un aromático guiso de cordero con especias, la conversación derivó hacia los sucesos de la semana anterior.

Zahir tomó la palabra, y adoptó un tono solemne:

—Como tutor de Mūsa, quiero expresaros en nombre de la familia nuestro profundo agradecimiento por la acción que sin duda le salvó la vida. —Se dirigió hacia Ziyab, que, avergonzado y ufano a la vez, no sabía dónde colocar las manos—: Onneca y yo queremos que sepas que, a partir de aquel funesto día, nos sentimos obligados hacia ti y hacia tu padre, y te puedes considerar un miembro más de esta familia.

Ziyab se había ruborizado, y los ojos enrojecidos de su padre demostraban la emoción y el orgullo que sentía. Mūsa miraba a su amigo con una sonrisa y, al ver su apuro, trató de acortar el momento pidiendo permiso para levantarse.

—Tomad antes unos dulces que he preparado especialmente para hoy —dijo Onneca—. Son de almendras, harina y miel.

Los chicos se llenaron los puños de dulces, salieron al patio, se sentaron junto al brocal del pequeño pozo y allí, sin pronunciar palabra, dieron buena cuenta de ellos. Mūsa metió en su boca la última porción y tragó varias veces como preparándose para hablar. Cuando se decidió, dijo simplemente:

—Ziyab…, gracias.

Ziyab se había dado cuenta del trabajo que le costaba y sonrió.

—No tienes que dármelas…, estoy seguro de que habrías hecho lo mismo. Lo único que lamento es no haber podido hacer también algo por Essam e Ismail. Además, tenemos que olvidar ya lo que pasó, Mūsa.

—No es nada fácil, no me los quito de la cabeza.

—Pues tendremos que hacer un esfuerzo.

Siguieron hablando durante un buen rato, hasta que se oyeron movimientos en el interior y los mayores salieron al patio, donde comenzaron a despedirse.

—¿Nos vemos mañana en la placeta de la mezquita? —preguntó Mūsa.

—Después de la escuela. Allí estaré.

El verano tocaba ya a su fin, y los días iban siendo más cortos. El grupo de muchachos había vuelto a reunirse, aunque sus juegos ya no eran los mismos, y la anterior agresividad había desaparecido por completo. Era frecuente verlos sentados en las eras donde se aventaba el trigo, o en lo alto de un muro junto a alguna de las puertas, donde preguntaban a quienes las atravesaban por su procedencia y por las mercancías que cargaban sus mulas.

A Mūsa le gustaba especialmente pasar las tardes en el taller del padre de Ziyab. Su amigo ya trabajaba allí como aprendiz, y él le acompañaba ayudando en lo que podía o jugueteando con las pequeñas piezas de madera que el artesano desechaba. El olor de la resina le fascinaba y, muchas veces a lo largo de su vida, aspirar el aroma de la madera recién cortada le haría revivir esos días de su infancia.

Los dos muchachos acabaron por hacerse buenos amigos, y compartían las mañanas en la escuela, los ratos en el taller de carpintería y gran parte de sus horas de juego. La mayoría de los chicos de su edad abandonaban la escuela para incorporarse como aprendices a los talleres de sus familiares o para trabajar en el campo. Sin embargo, el maestro que enseñaba en la mezquita había acudido al taller de carpintería para hablar con el padre de Ziyab y había insistido en que su hijo era un muchacho inteligente, despierto y perfectamente capaz de avanzar en sus estudios al menos unos años más. El carpintero no podía prescindir de dos nuevas manos, que llevaba años esperando, pero ante la perseverancia del maestro decidieron que iría a la mezquita por la mañana y después trabajaría en el taller.

Una tarde de otoño, Mūsa y Ziyab estaban sentados junto al puente del Uādi Ibru, sobre un pequeño muro de adobe, lanzando piedras al río mientras sus piernas se balanceaban sobre el talud de la orilla.

—Cuéntame algo sobre tus hermanos mayores, Mūsa. ¿Es verdad que Enneco estuvo en la batalla de Roncesvalles?

—No… —rio Mūsa—. Sería muy pequeño entonces. Fueron otros jefes vascones quienes dirigieron a sus hombres en la emboscada. Enneco me contó la historia el verano pasado, cuando estuve con él en Isaba.

—La conozco. Antes de que llegarais aquí, un qass congregó a la multitud junto a la muralla y representó la derrota de Carlomagno entre grandes aspavientos. No había visto un espectáculo igual en mi vida, puedes creerlo. Toda la ciudad acudió a verlo, y repitió su actuación durante varios días.

—Y tú asististe a todas —se burló Mūsa.

—Sin dejarme ni una —rio Ziyab—. Y ahora resulta que la madre de mi mejor amigo era la esposa de uno de aquellos hombres.

—Creo que el padre de Enneco había muerto ya entonces, pero fue un jefe muy importante. Algo parecido ocurre ahora con Enneco: es el cabecilla de todos los vascones de los valles del Pirineo.

—¿Parecido a un rey?

—Creo que sí —mintió Mūsa, orgulloso de sus lazos familiares.

Lanzó varias piedras al paso de una pequeña rama que flotaba río abajo, pero fue Ziyab quien acertó con la suya a la primera.

—Debe de ser estupendo tener un hermano casi rey, y otro wālī de Banbaluna. ¡Cuánto me gustaría poder conocerlos!

—Pues si conoces a Enneco quizá te lleves una decepción. Sus vestiduras parecen más las de un soldado que las de un rey. Aunque su fuerza y su envergadura te asombrarían.

Un pequeño séquito cruzaba el puente de madera hacia ellos. Lo encabezaba un hombre a caballo de edad ya avanzada a quien seguían dos más jóvenes que, a juzgar por su aspecto, debían de ser sus hijos. Tras ellos seis mulas cargadas de fardos eran conducidas por otros tantos esclavos de piel oscura.

—Por sus vestiduras debe tratarse de un comerciante muy rico —dijo Ziyab.

—Y fíjate en las cabalgaduras. No había visto nunca unas sillas tan ricamente adornadas. Se arriesgan mucho viajando así por los caminos: están infestados de salteadores.

—Parece que vienen de Banbaluna. Seguramente habrán viajado con algún destacamento militar y a la vista de Tutila se han adelantado.

—Me gustaría visitar de nuevo Banbaluna. Mi hermano Mutarrif ha prometido llevarme con él cuando vuelva el buen tiempo, si he aprendido a montar bien a caballo.

—¡Pero tú ya montas bien! Mucho mejor que yo…, y eso que hemos practicado lo mismo. No sé cómo lo has hecho.

—Bueno…, tiene su explicación.

Mūsa se moría de ganas de contar a su amigo sus escapadas nocturnas, pero tenía miedo. De todas maneras, si no podía confiar su secreto a Ziyab, no podría contárselo a nadie. ¿Para qué servía pues un amigo?

—¿Conoces la finca de Abd al Aziz, río arriba? —se decidió.

—¿La del comerciante de ganado?

Mūsa asintió.

Ziyab se quedó mirando a su amigo con los ojos abiertos en cuanto comprendió el significado de su sonrisa.

—¿Quieres decir…?

—Por las noches, este verano…

—¿Tú solo?

Mūsa asintió de nuevo. Rio al ver la cara de estupefacción de su amigo.

—Bueno, ya te lo he dicho. Ahora tendrás que acompañarme, ¿no?

Sorprendido, Ziyab valoró mentalmente los riesgos…

—¿Y cómo sales de la ciudad por la noche? ¿Y la guardia? ¿Y los bandidos en el camino? ¿Y cómo ensillas los caballos? —recitó con tono de incredulidad.

—Y salir de casa sin que te oigan y los lobos y la oscuridad…, no te he dicho que no haya riesgos.

—Además, las noches son frías ya.

—Pero más largas —sonrió Mūsa.

—¿Cuándo?

Los dos muchachos chocaron sus manos.

—Hace falta luna, y que la noche sea despejada.

Esperaron ansiosos durante varios días en que el cielo se mantuvo encapotado por el viento del sur que arrastraba las primeras borrascas del otoño. El viernes anterior al inicio del mes de Ramadán el tiempo cambió, y un viento del norte mucho más fresco se llevó las nubes. Los dos chicos se vieron en la mezquita durante la oración, y Mūsa miró hacia lo alto en un gesto que Ziyab comprendió de inmediato. Esa noche, fueron dos las sombras que se deslizaron sobre el muro camino del río. Y fueron dos los jinetes que cabalgaron por la ribera bajo la luna creciente, lanzando gritos y disfrutando de una libertad ahora compartida.

Durante las semanas siguientes repitieron su aventura, practicando a solas los ejercicios que en la musara les proponían junto al resto de los muchachos. Intentaban recoger un fardo del suelo al trote, utilizaban palos a modo de lanzas que arrojaban al galope contra el tronco de un árbol, trataban de dominar al caballo con las piernas mientras sostenían un arco imaginario. Se reían de sus fallos, se admiraban de sus dianas y en alguna ocasión acabaron en el suelo tan doloridos como satisfechos.

En las sesiones de la musara con el resto de los muchachos, el progreso de Mūsa no pasó desapercibido, e incluso fue elegido varias veces para demostrar a sus compañeros la forma correcta de realizar un ejercicio. Uno de aquellos días de instrucción, a principios del mes de Shawal, cuando se dejaban sentir los primeros fríos, dos oficiales de la guarnición que supervisaban el entrenamiento de los futuros jinetes se acercaron a él para felicitarle con una palmada en el hombro.

—No desmereces de tu padre, muchacho —dijo uno de ellos—. Cuando lo conocí era poco mayor que tú, y ya manejaba las armas a caballo como un auténtico zanáti.

—¿Conociste a mi padre?

—Y tuve ocasión de luchar con él en Saraqusta, poco antes de su muerte. Un hombre valeroso, y un gran líder. Habrías estado orgulloso de él, chico.

—Lo estoy —aseguró Mūsa, y bajó los ojos.

El oficial se dio cuenta de que la mención de su padre había entristecido al muchacho.

—Si continúas así vas a superarlo —dijo sonriente.

Esta vez Mūsa levantó la mirada y sonrió también.

—Puedes decir a tu hermano y a tu tío Zahir que las prácticas a caballo las tienes superadas.

—Montas mejor que algunos veteranos —rio el otro.

—Gracias, se lo diré —repuso Mūsa, emocionado por el elogio.

—Ya tardas, ¡corre!

Los dos oficiales contemplaron entre risas cómo el chico atravesaba el puente sobre el pequeño Uādi Qalash y entraba en la ciudad por la Puerta de Saraqusta.

Mūsa estaba exultante. Atravesó las callejuelas hasta llegar a la mezquita, y descendió hacia el pequeño arroyo que discurría por la falda del monte. La subida por el camino empedrado y la excitación le hicieron alcanzar la puerta de la alcazaba cubierto de sudor. Cruzó el patio a zancadas sin reparar en la inusual presencia de algunas mujeres en el recinto.

—¡Fortún! —llamó—. ¡Fortún!

Entró en la sala central del edificio después de empujar prácticamente a uno de los guardias apostados junto a la puerta y se detuvo mientras sus ojos se adaptaban a la penumbra. A pesar de la falta de luz, pudo distinguir a su madre derrumbada sobre un banco, junto a su tío Zahir. Cuando Fortún se dio cuenta de la presencia del muchacho, se dirigió a grandes pasos hacia la puerta, le pasó el brazo sobre los hombros y le hizo regresar al exterior.

—¿Qué pasa, Fortún? —Mūsa se volvió hacia la cara desencajada de su hermano.

—Tranquilo, Mūsa —respondió intentando calmarlo.

—¿Qué pasa, Fortún? —gritó esta vez.

Fortún se colocó frente a su hermano, lo cogió de los hombros con ambas manos y apoyó una rodilla en el suelo para quedar a la altura de su cara.

—Es Mutarrif, Mūsa. —Se le quebró la voz—. Ha sido asesinado en Banbaluna.

Mūsa recibió el mazazo con una sensación de irrealidad. Fortún estaba allí, frente a él, agachado, mirándole con los ojos arrasados, pero no lo veía. Los momentos que siguieron parecieron transcurrir ralentizados. Sus oídos no captaban sonido alguno, solo un agudo pitido que lo ocupó todo. Vio la cara de un guardia que le miraba con expresión de lástima, y vio también que Zahir salía al patio, giraba la cabeza tratando de localizarlos y se encaminaba hacia ellos. Mūsa se preguntó por qué tardaba tanto en alcanzarlos. Cuando por fin llegó, vio que sus labios se movían…, pero no percibió sonido alguno. A partir de ahí, solo recordaba haber iniciado una carrera frenética monte abajo, pero le hubiera resultado imposible decir hacia dónde se dirigió. Corrió durante lo que creyó una eternidad, sin ser consciente de las imágenes que pasaban veloces junto a él.

Fortún lo dejó ir, y tomó a Zahir del brazo para regresar de nuevo al interior. El mensajero llegado desde Banbaluna aún se encontraba allí, exhausto tras una cabalgada sin descanso, y era preciso conocer los detalles de lo ocurrido. Los dos hombres se trasladaron a una estancia más pequeña, y dieron orden a uno de los guardias para que llevaran allí al correo.

El joven jinete entró en la sala y se quedó de pie frente a ellos.

—Toma asiento. —Zahir le indicó una bancada de piedra junto a un ventanal—. Lo necesitas.

El mensajero, agradecido, musitó unas palabras y siguió el consejo. Fortún se sentó en el lado opuesto y se inclinó con la frente apoyada sobre las manos, que ocultaban su rostro por completo. Zahir en cambio permaneció en pie, caminando cabizbajo de un lado a otro de la sala con las manos a la espalda.

—Cuenta lo que sepas —dijo.

—Fue ayer, poco después del amanecer. Mutarrif partía hacia el norte para recorrer algunas villas próximas y negociar con los cabecillas locales el pago de la capitación. Salió del palacete del wālī acompañado por una numerosa comitiva, y descendieron por el camino que conduce al puente del río. Pero, durante la noche, Balask al Yalaski había apostado a sus hombres en los bosquecillos situados a ambos lados.

—¡Balask! —aulló Fortún—. ¡Otra vez ese hijo de perra!

—Al paso del puente, los hombres del gascón asaltaron al grupo desde ambas márgenes y no les dejaron escapatoria. Los nuestros lucharon por su vida, pero el número de los atacantes era mucho mayor. Fue una carnicería, según se contaba ayer en Banbaluna.

—¡Miserable hijo de perra! —gritó Fortún al tiempo que se levantaba con brusquedad—. ¿Y dices que se ha hecho con el control de la ciudad?

—Sí, Balask al Yalaski llevaba meses movilizando a sus partidarios y agitando a la población contra Mutarrif, y contra Qurtuba. Todo el mundo conocía sus actividades. Al parecer consiguió reunir un numeroso grupo de hombres armados, que tomaron los puntos estratégicos de la ciudad y convencieron a la guarnición para que depusieran las armas.

—¿No hubo lucha en la ciudad? —interrogó Zahir.

—Algunos enfrentamientos aislados, pero la guarnición se rindió cuando… —El muchacho pareció dudar.

—¡Habla!, ¿qué te ocurre? —apremió Fortún, que se había vuelto súbitamente.

—No sé si debo… —balbució el jinete con voz queda.

—Habla, te lo ruego —intervino Zahir con tono sereno.

—Mostraron a los defensores de la fortaleza… la cabeza cortada de Mutarrif.

Fortún lanzó un gemido, y buscó de nuevo el asiento de piedra. Zahir se acercó a él y colocó la mano en la parte posterior de su cabeza, en un esfuerzo por transmitir un apoyo que bien necesitaba para sí mismo. Los tres permanecieron en silencio durante unos instantes.

—¿Qué pretende ese bastardo, Zahir?

—Su inclinación a favor de la alianza con los carolingios es conocida. No me extrañaría que en estos momentos algún correo viajara camino de Paderborn para poner la ciudad en manos de Carlomagno.

—Puedes ir a descansar —ordenó Zahir al mensajero—. Pasa por la cocina y pide que te sirvan lo que necesites.

Cuando quedaron a solas, Fortún interrogó a Zahir:

—¿Qué vamos a hacer? La situación es grave. La caída de Banbaluna en manos carolingias supondría una cuña de los francos al sur de los Pirineos y dejaría nuestro territorio expuesto de nuevo a la ambición de Carlomagno.

—¿Arriesgándose a un nuevo Roncesvalles?

—Todo el mundo aprende de sus errores, y mucho más alguien como Carlomagno.

—Encárgate de reunir al Consejo. Esta misma noche. Yo salgo en busca de Mūsa.

A Mūsa lo encontraron dos horas después, acurrucado junto a un árbol, aterido por el frío de la noche y sin más lágrimas que verter.