Año 812, 196 de la hégira
7
Después de seis años en Tutila, Mūsa aún no era consciente de que estaba atravesando una de las etapas más dichosas de su vida. Yusuf seguía como gobernador de la ciudad, que, una vez terminada su fortificación, se había convertido en uno de los principales centros comerciales del Uādi Ibru. La repoblación había sido espectacular y, a pesar de la amplitud del nuevo recinto amurallado, las edificaciones ocupaban ya gran parte del espacio disponible, por lo que huertas y corrales de ganado habían sido trasladados extramuros.
Las buenas relaciones políticas con Amrús y con el emir Al Hakam se habían traducido en un aumento de la actividad comercial que se reflejaba en el animado mercado semanal, que había rebasado las calles del centro de la ciudad y ahora se extendía también por la musara, en el exterior de la Puerta de Saraqusta. Los miércoles, el zoco se convertía en centro de atracción de visitantes que llegaban desde las dos márgenes del río, e incluso a través de él, porque Amrús había ordenado construir un gran embarcadero que permitía el amarre de las naves que remontaban el cauce desde Saraqusta.
El arquitecto cordobés que había levantado la nueva alcazaba acababa de demostrar de nuevo su genio con la construcción de un dique que terminaba en una gran plataforma flotante hecha con grandes troncos y sujeta a cuatro vigas verticales mediante gruesos aros de hierro, de forma que se elevaba o descendía según el nivel del agua en cada época del año. El ingenio produjo la admiración de los comerciantes que cargaban en Tutila la madera de los bosques del norte y de los intermediarios que trataban con los cereales cultivados en la zona, que estaban adquiriendo justa fama incluso más allá de la desembocadura del Ibru.
Las primeras embarcaciones que llegaron a la ciudad causaron un gran revuelo, sobre todo entre los mozalbetes, que corrían por el puente y acompañaban el avance de los barcos por la ribera saludando a las tripulaciones. Luego su presencia se hizo familiar y aquellos barcos de escaso calado pero de ancha manga pasaron a formar parte del paisaje del río.
El éxito del pequeño puerto hizo necesaria también la construcción de un funduq donde depositar las mercancías, en cuyo piso alto se habían dispuesto habitaciones para alojar a los viajeros de paso.
Poco después de su regreso, Yusuf había hecho llamar a Zahir para proponerle que, como notable de la ciudad, participara en las reuniones de gobierno, e incluso le ofreció ocupar un cargo de confianza. Era ya evidente para ellos que Amrús, o quizás el propio emir, había dado órdenes para que se implicara a los Banū Qasī en el aparato de la administración, como medio para ganarse su lealtad y evitar confrontaciones. Sin embargo, Zahir había rechazado el ofrecimiento.
Acudió a la cita de Yusuf, pero su intención era aprovechar la ocasión para iniciar algo que ya llevaba tiempo pergeñando: hablarle de Mūsa. Alabó su capacidad y su inteligencia despierta y sugirió la posibilidad de que fuera él quien participara en el gobierno de la ciudad. La edad del muchacho, que entonces contaba veinte años, constituía un obstáculo, pero la disposición de Yusuf seguía siendo extrañamente favorable, y aceptó tenerlo a su lado.
El gobernador percibió pronto la gran valía de Mūsa, y fue encomendándole labores de mayor envergadura, que siempre eran resueltas con eficacia y diligencia. Mūsa no encontraba dificultades en tareas que el mismo Yusuf consideraba ingratas y engorrosas. Este descubrió el motivo tras observar su forma de trabajar: todos sus subordinados respondían a los requerimientos de Mūsa con rapidez, casi con entusiasmo, por lo que este disponía de colaboración antes de haberla solicitado siquiera. Era evidente que el prestigio de su estirpe se trasladaba de una generación a otra y, a pesar de su edad, los habitantes de Tutila estaban dispuestos a depositar su confianza en el representante más joven de los Banū Qasī. Si esto producía algún recelo en el flamante gobernador, se abstenía de manifestarlo, y ante secretarios, recaudadores y tesoreros alababa la capacidad del joven para la gestión.
A medida que Mūsa progresaba y adquiría experiencia en los asuntos de la kūrah, Zahir delegaba sus antiguas funciones de forma imperceptible pero progresiva. Cada día en sus oraciones daba gracias al Misericordioso por permitirle llevar a buen puerto la misión que por segunda vez había recaído sobre sus hombros, y que a todas luces estaba a punto de cumplir. Junto a Onneca, veía con satisfacción los progresos del joven no solo en el ámbito de la administración, sino también en su preparación militar, en la habilidad y destreza en el manejo de las armas y en sus dotes de mando sobre los hombres de la guarnición. Sin duda también intervenía su apariencia física. Ahora, a sus veinticuatro años, se había convertido en un hombre cuyo aspecto imponía a sus interlocutores: de altura considerable, fornido, su voz potente y grave se alzaba sobre las demás sin dificultad. Quizá lo que más llamaba la atención en su figura era su rostro, de rasgos marcados, mirada profunda y un mentón cubierto por una barba negra cuidadosamente recortada. Onneca era la única capaz de descubrir en aquellos rasgos la mezcla de sangre vascona y árabe que hacía de él un hombre especial y cautivador, como lo había sido su hermano Fortún.
Para quienes no pasaba desapercibido su atractivo era para las muchachas casaderas del contorno. Mūsa había recibido en los últimos años varias propuestas de matrimonio por parte de ricos comerciantes y altos funcionarios de Saraqusta, pero hasta el momento no les había prestado la más mínima atención. Eran otras sus preocupaciones, y sus necesidades afectivas se hallaban bien cubiertas desde que años atrás descubriera los placeres del lecho.
La Marca Superior, en manos de Amrús, gozaba desde hacía años de un extraño período de paz. Tras la entrada de Banbaluna bajo el protectorado carolingio, el emir Al Hakam y Carlomagno cruzaron durante meses varías embajadas y, después de largas discusiones, pactaron una tregua.
Esto ocurría en el año 191 de la hégira y desde entonces la guerra se había mantenido alejada de la Marca. Después de la firma del tratado, el emir emprendió una aceifa contra Galicia, y un año después se produjo la rebelión de Ushbuna que Al Hakam tuvo que sofocar enviando a su hijo Hisham. Pero el ruido de las armas era lejano, y Saraqusta disfrutó de una época de prosperidad que Amrús supo aprovechar para impulsar el desarrollo de la ciudad.
Sin embargo, dos años atrás Ludovico había roto el armisticio y había atacado Turtusa en la desembocadura del Uādi Ibru. El emir envió al príncipe Abd al Rahman al frente de su ejército, y Amrús fue reclamado para reforzar sus contingentes. La llegada de Amrús resultó providencial y, tras una dura batalla ante los muros de Turtusa, Ludovico fue derrotado y se vio obligado a retirarse.
Quizás esto fuera lo que impulsó a Amrús a replantearse su relación con Qurtuba. Era un hombre ambicioso, y su genio en todos los campos solo rivalizaba con su falta de escrúpulos a la hora de conseguir sus objetivos.
La primera señal había llegado a Tutila dos veranos antes, en forma de un correo de Ahmed ibn Qasī, el fiel informador de Zahir en Saraqusta. Las noticias que portaba eran de primera mano, algo que solo podía explicarse por la existencia de un confidente de Ahmed en la misma oficina del gobernador. Según estas informaciones, a las que Mūsa concedía total credibilidad, Amrús estaba tanteando a sus generales y altos cargos sobre la conveniencia de apartarse de la obediencia al emir… y declararse independiente de la autoridad de Qurtuba. El objetivo en ese caso sería ampliar su zona de influencia hacia el Mediterráneo, a su alcance tras la victoria en Turtusa, pero también hacia el Cantábrico, a través del territorio vascón, desde la plaza fuerte de Tutila.
Sin embargo, los Banū Qasī no resultaban ser los únicos que disponían de informadores en Saraqusta, porque también a oídos del Emir llegaron los rumores de insumisión, quizá motivados, en algunos casos, por la maledicencia de altos cargos celosos del poder de Amrús en la Marca. Ante el temor de perder a tan valioso colaborador, el emir envió a su propio hijo, el príncipe Abd al Rahman, que acampó en las proximidades de la ciudad mientras los Banū Amrús se parapetaban en Saraqusta, con lo que dejaban claras sus intenciones. También Yusuf, en Tutila, había dado órdenes de poner en guardia a todos sus hombres y reforzar la defensa de la ciudad. El príncipe no quiso entrar en batalla con Amrús, y regresó a Qurtuba para comunicar a su padre la rebeldía ya declarada del gobernador.
Al Hakam le envió entonces a su chambelán Abd al Karim con todo su ejército, que al final del verano acampó de nuevo frente a Saraqusta en actitud conciliadora e invitó a Amrús a someterse garantizándole sus demandas, hasta que se ganó su confianza y el gobernador accedió a salir a su encuentro. El chambelán le transmitió el deseo del emir de celebrar una entrevista personal con él, a lo que Amrús accedió, y ambos partieron de regreso a Qurtuba por delante del grueso del ejército.
El propio Yusuf, meses más tarde, había mostrado a Mūsa una misiva de su padre desde Qurtuba, en la que hablaba de la bienvenida dispensada por el emir, satisfecho de tenerlo de nuevo a su lado. Contaba a su hijo cómo Al Hakam lo había introducido en su círculo íntimo, hasta el punto de hacerlo su invitado, jugar al polo con él en los jardines del alcázar y agasajarlo con múltiples regalos. Tras pasar parte del invierno en Qurtuba, se declaraba libre de las dudas acerca de su lealtad hacia el emir. En el último párrafo le informaba de su próximo regreso a Saraqusta como gobernador de la Marca con plenos poderes y con la confianza recuperada del soberano.
Así ocurrió, y las cosas habían vuelto a la normalidad la primavera anterior. Sin embargo, el incidente había provocado de nuevo el recelo de Mūsa. No podía evitar pensar que el futuro de su pueblo se hallaba en manos de los deseos de un hombre como Amrús, cuya ambición había demostrado no tener más límites que la precaución ante fuerzas superiores a las suyas. ¿Y si había desistido de su actitud rebelde a cambio de la anuencia del emir ante sus deseos de expansión por las tierras del Ibru y de Vasconia?
Asomado a la muralla de la alcazaba, con la ciudad bulliciosa a sus pies, se preguntaba si hacía bien manteniendo aquella actitud mi misa y colaboradora hacia Yusuf. Contemplaba el puente atravesado por caballerías y reatas de mulas que entraban y salían de la ciudad, y se respondía a sí mismo que de momento no tenía otra opción.
Seguía participando en el gobierno de la ciudad, y ya se había convertido en pieza fundamental del mismo. Poco apoco había ido ganándose la confianza de Yusuf, que no perdía ocasión para alabar en público sus cualidades. La administración de la kūrah se dividía en varias oficinas: una secretaría, para la correspondencia oficial de Saraqusta y Qurtuba; el servicio fiscal, para fijar, recaudar y repartir la cifra del impuesto; y por último una caja de recluta, donde se mantenía al día el censo de hombres disponibles en la ciudad. Las distintas salas de la alcazaba estaban ocupadas por tesoreros, recaudadores, tasadores de cosechas, tenedores de libros y oficiales de la guarnición militar, pero sobre todos ellos Yusuf había colocado a Musa, encomendándole la tarea de supervisar y coordinar las labores que llevaban a cabo.
Si en los primeros años las funciones que le asignaba le habían servido para demostrar a Mūsa su buena voluntad y su deseo de colaboración, había llegado un momento en que el joven se había hecho imprescindible: organizaba el pago de las tropas de la guarnición, cifraba los emolumentos del personal y establecía la cuantía de los impuestos en función de la abundancia de cosechas y beneficios comerciales. Durante los últimos meses, la presencia de Musa en la alcazaba era constante, mientras que las visitas de Yusuf se espaciaban cada vez más, limitadas a las reuniones en las que se daba cuenta al gobernador de la marcha de los asuntos administrativos.
Sin embargo, durante todo este tiempo, había un aspecto al que Musa había dedicado un especial cuidado: el cultivo de las relaciones con los miembros de la guarnición, con las familias más importantes de la ciudad y con los funcionarios de más alto nivel. De hecho había dejado la vivienda familiar y se había trasladado a las dependencias de la alcazaba construidas con el fin de dar cabida al gobernador y a su familia, y que Yusuf había abandonado una vez construida su lujosa residencia junto a la muralla oriental. Convivía así con los oficiales de mayor graduación incluso fuera de las horas de actividad en la alcazaba, y los recelos iniciales se fueron convirtiendo en camaradería y respeto.
El jefe militar de la guarnición, Sulaaf ibn Hazim, un hombre relativamente joven, de poco más de cuarenta años, no tardó en apreciar la capacidad de Mūsa y no tuvo ningún reparo en aceptarlo dentro de su círculo. Las largas tardes de invierno en el interior de la alcazaba propiciaban el conocimiento mutuo y la cordialidad entre aquel grupo de oficiales, que pronto empezaron a sentirse más compañeros que competidores. No era extraño tampoco verlo aparecer por los lugares de diversión de la tropa, a menudo en compañía de Ziyab, y sumarse a ellos en la celebración de un matrimonio o del nacimiento de un hijo, momentos en los que disfrutaba tanto o más que durante una cena formal en la casa de un rico comerciante.
Sus orígenes como Banū Qasī, descendiente directo de Casio, el antiguo comes, le habían abierto de par en par las puertas de los hogares más influyentes. A nadie extrañaba que asistiera a sus fiestas y celebraciones, lo que incluso había dado lugar a rencillas entre algunas familias que se disputaban su asistencia. No era ajeno a todo ello el deseo de algunos de los patriarcas de exhibir en tales festejos a sus hijas casaderas delante del soltero más codiciado de la kūrah.
Pero en lo que quizás había puesto mayor empeño era en engrosar el bait al mal. A pesar de que Mūsa, como responsable político, no tenía ninguna jurisdicción sobre estos fondos, que eran administrados por los responsables religiosos y por el qādī, había favorecido su crecimiento mediante algunas medidas sencillas como la condonación de deudas a cambio de donaciones o la entrega al imām de algunos bienes confiscados. Mūsa había vivido desde muy joven situaciones dramáticas provocadas por la muerte de los hombres más jóvenes en el campo de batalla, que dejaban viudas y huérfanos sin posibilidades de subsistencia. Sabía que el papel que desempeñaba este Tesoro de la Comunidad Religiosa era fundamental para muchas de esas familias, y trataba de buscar los medios para acrecentarlo. Con ello se había ganado además el favor del imām de la mezquita, que no dudó en varias ocasiones en ensalzar su esfuerzo ante toda la comunidad durante la oración del viernes.
Zahir veía con satisfacción, casi con asombro, el progreso de su sobrino. Siempre había confiado en su inteligencia, pero hasta ahora no había estado seguro sobre su capacidad para utilizarla en la buena dirección. Hacía ya tiempo que había concluido el proceso de cesión de sus responsabilidades, que poco a poco había ido asumiendo Mūsa, y ya era él quien se encontraba al frente de los Banū Qasī, con una posición destacada dentro del gobierno de la ciudad y con el aprecio creciente de todos los estamentos.
Mūsa buscaba con frecuencia a su tío, y ambos mantenían largas conversaciones en las que no evitaban los asuntos políticos. Más de una vez Zahir manifestó su extrañeza por la actitud de Yusuf, últimamente más interesado en asuntos triviales que en las decisiones que se tomaban en la alcazaba. Era frecuente verlo en los alrededores de la nueva mezquita, cuyas obras avanzaban a buen paso, en compañía de Ammar ibn Faruj, el arquitecto cordobés afincado en Tutila desde el inicio de la fortificación de la ciudad. Yusuf lo había embarcado en un nuevo proyecto: la construcción de una almúnya en las afueras, a orillas del Uādi Qalash, lo que no había despertado las simpatías de los habitantes de Tutila.
Las familias más acomodadas empezaban a envidiar el lujo y la ostentación de que hacía gala el gobernador, y los más desfavorecidos comprobaban cómo los perros que guardaban su residencia eran mejor alimentados que sus propios hijos. Se hacía trasladar a bordo de un palanquín soportado por cuatro esclavos, incluso para recorrer distancias que fácilmente podían salvarse a pie. Para recorrer los quinientos codos que separaban su residencia de las obras de la mezquita, movilizaba a una guardia de ocho hombres que rodeaban la litera, además de un retén que comprobaba previamente el recorrido para asegurarse de que estuviera libre de desperdicios, animales o mendigos de aspecto desagradable. El trato desconsiderado que dispensaba a sus criados y esclavos tampoco era popular entre quienes lo observaban.
En una ocasión, durante el ascenso hacia la alcazaba, uno de los esclavos tropezó y el palanquín acabó apoyado en el suelo. Yusuf no dudó en apearse y, encolerizado, tomó el látigo del jefe de su guardia y descargó una docena de azotes sobre la espalda desnuda del desgraciado, que fue obligado a volver a su puesto y hacer el resto del camino a paso ligero.
Así estaban las cosas cuando el último día de Ramadán, a caballo entre la primavera y el estío, llegó a Tutila un jinete por el camino de Saraqusta. Levantó una nube de polvo cuando detuvo en seco su cabalgadura ante las puertas de la ciudad, intercambió unas palabras con el oficial de la guardia y entró de nuevo a galope en dirección a la residencia de Yusuf. Minutos más tarde, otro hombre a caballo recorrió la distancia que separaba la residencia de la alcazaba y pidió entrevistarse sin pérdida de tiempo con Mūsa y con Sulaaf, el jefe militar de la guarnición.
Los habitantes de Tutila preparaban las celebraciones del fin del ayuno y empezaban a percibir que algo poco habitual estaba sucediendo. El paso como una exhalación de Mūsa y Sulaaf a través de las calles a lomos de sus caballos acabó de avivar los rumores.
Yusuf esperaba a los dos hombres en el interior de la espaciosa sala que Mūsa conocía bien. Paseaba inquieto por la estancia con las manos a la espalda, y volvió la cabeza cuando uno de los criados abrió las puertas y anunció su presencia.
—Tú dirás, Yusuf —empezó Sulaaf.
—Debo abandonar Tutila por unos días —dijo en tono grave—. Mi padre ha muerto.
La noticia cayó sobre los dos hombres como un mazo. Mūsa quedó aturdido y por unos momentos no supo cómo reaccionar. Fue Sulaaf quien habló de nuevo:
—Lo lamento, Yusuf. ¿Cómo ha ocurrido?
—Según me dicen ha caído sin sentido esta mañana en la musara de Saraqusta, durante unos ejercicios militares, y ha muerto poco después mientras lo trasladaban a sus aposentos.
—Mis condolencias, Yusuf —acertó a decir Mūsa, aún confuso. Su mente no acertaba a valorar las consecuencias de la noticia que acababa de recibir.
—Debo trasladarme sin pérdida de tiempo hasta Saraqusta. Saldré al amanecer con algunos de mis hombres.
—¿Quién queda al mando? —preguntó Sulaaf alerta.
—Tú te ocuparás de la guarnición. Mūsa se hará cargo de los asuntos ordinarios de la administración —dijo, e hizo una pausa—. En mi ausencia no deberán tomarse decisiones de trascendencia, sino atender los asuntos habituales como es costumbre.
—¿Alguna orden en especial?
—No para ti, conoces bien tu cometido —dijo mirando a Mūsa—. Quiero que tú organices una delegación de notables de la ciudad y la envíes a Saraqusta para asistir a los funerales de mi padre. Hoy es lunes, así que calculo que la ceremonia tendrá lugar el viernes próximo en la Mezquita Mayor. Ocúpate de que estén allí para esa fecha. Confío en tus dotes para el protocolo, así que te doy libertad para elegir a los representantes. Utiliza mi autoridad si es preciso.
—¿Ordenas algo más? —preguntó Sulaaf marcial.
—Podéis retiraros, no dudo de vuestra capacidad. Espero estar de vuelta en el plazo de una semana.
Mūsa se excusó por no participar en la celebración del fin del ayuno, que se extendía por toda la ciudad, y se retiró a sus dependencias. En esta ocasión la festividad se confinó a la intimidad de los hogares, pues el luto oficial decretado impedía las demostraciones públicas de júbilo. Justificó su ausencia por un repentino malestar y la necesidad de descansar ante la dura jornada que le esperaba.
Pasó la noche en vela, incapaz de conciliar el sueño. Trataba de asimilar las consecuencias que podían derivarse de la muerte de Amrús… y de la ausencia de Yusuf. ¿No era aquello una señal de Allah? Desde su regreso a Tutila esperaba el momento oportuno para poder poner en marcha los planes que llevaba años pergeñando, pero de los que nunca había hablado a nadie, ni siquiera a Zahir. ¿No era este el momento que esperaba? Se incorporó en el lecho y respiró hondo, tratando de buscar alivio para la ansiedad que le impedía llenar de aire los pulmones. No había amanecido, y por tanto Yusuf aún permanecía en Tutila. La muerte de Amrús implicaba el nombramiento de un nuevo gobernador para Saraqusta y para toda la Marca Superior, lo que despertaba de nuevo la incertidumbre sobre el futuro de la zona. ¿No debería adelantarse a los acontecimientos? Pero ¿con quién contaba? De momento estaba solo.
Era cierto que en los últimos años se había ganado el aprecio y el respeto de la mayor parte de la población, pero la guarnición debía obediencia a Yusuf…
Se levantó y caminó hacia la ventana de la estancia, cerrada por el postigo de madera. Solo la luz del pequeño candil de sebo que había ardido durante la noche disipaba la oscuridad. Al abrir el postigo sintió en el rostro el aire fresco de la mañana, que acabó de disipar los últimos rastros de somnolencia. Sobre los montes que delimitaban la cuenca del Ibru se apreciaba ya un atisbo de claridad, y el firmamento empezaba a adquirir el color añil del amanecer. Vertió una cantidad generosa de agua en la jofaina y, tomándola con las dos manos, se lavó enérgicamente la cara, la nuca y el cabello. Se colocó la túnica sobre la qamis, se calzó las babuchas y salió al pasillo aún oscuro y desierto para descender el tramo de escaleras que lo separaba de la planta noble, donde se encontraban las principales dependencias de la administración.
Zahir se hallaba sentado en una de las bancadas de piedra adosadas a la pared, donde habitualmente entretenían su espera quienes acudían allí en busca de solución para sus asuntos. Al escuchar el sonido de sus pasos alzó la cabeza y se puso en pie al verlo.
—Veo que te has recuperado de tu malestar. No has necesitado mucho descanso…
—¿Qué haces aquí? Está amaneciendo.
—He visto claridad en tu ventanuco durante toda la noche. Quizá deberíamos retirarnos a un lugar más discreto y hablar de lo que te preocupa.
—Antes daré orden de que nos sirvan un buen té con algunos dulces. Espérame en la sala principal.
Pocos minutos después un criado depositaba sobre la mesa una bandeja con una jarra humeante y se retiraba discretamente tras cerrar la pesada puerta.
—Y bien, Mūsa… —empezó para incitarle a hablar.
—¿Tú tampoco has podido dormir? —dijo sin responder.
—Lo suficiente. Dime… ¿qué te preocupa?
—Sé que lo imaginas. Amrús ha muerto, Zahir. Y Yusuf está saliendo de la ciudad en este momento. Tenemos Tutila a nuestro alcance si…
—¿Si…?
—Si conseguimos ganarnos a las personas clave…
—Si te sirve de algo, te diré que conservo mis relaciones con los notables de la ciudad, y últimamente he dispuesto de tiempo para mantener largas conversaciones con muchos de ellos. No obstante, hay media docena de terratenientes y comerciantes que mantienen una fidelidad absoluta a Amrús, y por tanto a su hijo. Supongo que tú estarás más enterado de la opinión de los oficiales de la alcazaba.
—No tengo por costumbre hablar con ellos alrededor del fuego de mis intenciones de sublevación —bromeó Mūsa.
—Pensaba que no se hablaba de otra cosa en ausencia de Yusuf —rio Zahir.
—Ni yo mismo me había planteado seriamente algo así hasta la noche de ayer. Nadie esperaba la muerte de Amrús. Ha ocurrido todo tan rápido…
—Tienes siete días… si te mueves con inteligencia quizás…
—He pasado la noche dando vueltas a…
Mūsa paró de hablar en seco cuando oyó abrirse a su espalda la puerta de la sala y Sulaaf se deslizó en el interior.
—¿Interrumpo algo importante, Mūsa?
Mūsa, sorprendido por la entrada inesperada del jefe militar, no respondió.
—¿En qué has estado pensando toda la noche? —dijo—. Al abrir la puerta no he podido evitar oír…
—Son asuntos entre Zahir y yo, siento…
—Vamos, Mūsa… seamos claros. Anoche tu cara era un espejo. Algo te quema entre los dedos…
—Te aseguro que…
—No te molestes en negarlo, hace mucho tiempo que nos conocemos. Sé lo que piensas, Mūsa. ¿Quizá si te dijera que estoy dispuesto a subir a tu barco, tú…?
—No sé qué quieres decir, Sulaaf —dijo Mūsa precavido.
—Mūsa, cuando ayer Yusuf nos anunció la muerte de Amrús, tu cabeza empezó a echar humo. Los pensamientos se agolpaban en tu mente y apenas pudiste balbucear palabras inconexas. Y creo saber cuáles eran esos pensamientos.
—Si es así, y eres capaz de interpretar lo que pasa por la cabeza de los demás… entiendo por qué eres tan excelente oficial.
—Créelo. Amrús ha muerto, y de alguna manera vuestro pacto de fidelidad a la palabra que le disteis ha muerto con él.
—No es así exactamente.
—Mūsa, basta ya de rodeos. Aquí estáis hablando de algo que nos afecta a todos y debo estar al tanto. Quiero que sepas que muchos oficiales de la guarnición estarían dispuestos a participar en un golpe de mano en el que tú fueras el cabecilla. Al fin y al cabo se trata de recuperar el control de una ciudad que os fue arrebatada por la fuerza y que tu familia ha gobernado durante generaciones con el beneplácito de gran parte de sus habitantes. No tenemos motivos para pensar que de ahora en adelante pueda ser diferente. Hemos visto cómo manejas los asuntos de la ciudad, y no albergamos dudas sobre nuestras preferencias.
Mūsa se sentó en una de las sillas, apoyó los brazos sobre la mesa y ocultó su rostro entre las manos mientras emitía un profundo suspiro.
—Me consta que hay oficiales que aún respaldan a Yusuf, e importantes familias con fuertes intereses ligados a su permanencia en el gobierno.
—Pero tenemos un arma que el propio Yusuf nos ha facilitado, Mūsa.
—Sé a qué te refieres: la delegación para los funerales.
—Exacto. Las familias más ligadas a Yusuf serán las primeras interesadas en acudir a Saraqusta. Lo mismo ocurre con los oficiales: no tendría más que pedir voluntarios, y si no surgen, yo mismo los designaré.
—¿Y no despertaría sospechas una estrategia tan evidente?
—No si guardamos una discreción absoluta, al menos hasta que la delegación esté lejos de Tutila.
Zahir se había mantenido al margen del diálogo, e hizo un gesto afirmativo con la cabeza cuando Mūsa dirigió su mirada hacia él. Tras un momento de espera, Mūsa repitió el mismo gesto mirando de frente a Sulaaf.
El militar avanzó hacia él cuando se levantaba, y sellaron su pacto con un abrazo en presencia de Zahir.
—Nada de lo que hemos hablado debe salir de estas paredes —dijo Sulaaf.
Mūsa y Zahir hicieron un gesto de asentimiento.
—Debemos programar nuestros pasos durante esta semana. Es vital no cometer errores y no precipitarnos en nuestras decisiones —dijo Mūsa.
—En primer lugar debemos organizar la comitiva. Yo designaré a los oficiales que supongo contrarios a nuestra acción e incluso a los que puedan plantear dudas.
—Y yo convocaré a los notables a una asamblea extraordinaria en esta sala, esta misma tarde.
—¿Se puede disponer todo para que salgan de aquí mañana a primera hora?
—En ese caso habría que adelantar la asamblea a esta misma mañana. Puede hacerse.
—Adelante, pues. Será una delegación numerosa, como nunca se ha visto en Saraqusta —rio el militar. Tras su marcha, habrá que enviar correos a todas nuestras ciudades. El domingo próximo deben estar aquí todos los refuerzos disponibles.
—¿Cuántos hombres crees que podrás reunir? —preguntó Sulaaf.
—En un primer momento no habría dificultad para reunir a dos mil soldados. Con más tiempo, el doble.
—La mayor parte de la guarnición actual seguirá mis órdenes, estoy convencido. Con las sólidas defensas de la ciudad, debería ser suficiente.
—Así lo espero, Sulaaf.
La tarde del miércoles, Tutila vibraba inquieta ante la convocatoria de una asamblea de todos los vecinos en la musara. Los rumores circulaban de boca en boca, y los más avispados presumieron el motivo de la cita. La idea de que Mūsa fuera a aprovechar la ausencia de Yusuf para hacerse con la ciudad se extendió como un reguero de pólvora y atrajo hasta la orilla del Uādi Qalash a todos los vecinos que pudieron desplazarse. Se vieron madres con niños recién nacidos agarrados al pecho, ancianos transportados en angarillas y tullidos que se arrastraban entre la indiferencia y la prisa de los demás, interesados en ocupar un buen lugar cerca de la rudimentaria tribuna que se había levantado para la ocasión.
Cuando Mūsa atravesó la Puerta de Saraqusta a caballo en compañía de Sulaaf, un griterío ensordecedor se elevó sobre la explanada, mientras el gentío abría paso a sus monturas. Cruzaron el robusto puente de madera sobre el Qalash, y desmontaron al alcanzar la plataforma. Varios oficiales hicieron gestos a la multitud para conseguir que guardaran silencio, y Mūsa comenzó a hablar. No le fue necesario lanzar la arenga que tenía preparada, porque a aquella gente le bastaron las primeras palabras para confirmar sus sospechas, y a partir de ahí le fue imposible hacerse oír más. Sonrientes, volvieron a montar en sus cabalgaduras, y con exasperante lentitud entraron de nuevo en la ciudad y se dirigieron a la alcazaba. Acompañados por la multitud alcanzaron la muralla que circundaba la base del monte de Tutila, y los soldados que montaban guardia en la puerta se retiraron de sus puestos y permitieron que el gentío se extendiera por el espacio semideshabitado que separaba el primer muro de la muralla propiamente dicha. Mūsa y Sulaaf llegaron hasta la puerta de acceso a la alcazaba, que se encontraba cerrada. Se hizo el silencio cuando el jefe militar de la ciudad comenzó a hablar con el tono de voz más potente que fue capaz de adoptar.
—¡Os habla vuestro oficial en jefe! ¡Abrid las puertas!
La marea humana que los había seguido aulló tras él, mientras las hojas de madera del portón se separaban y los dos hombres a caballo accedían al interior. Instantes después, aparecieron sobre el adarve de la muralla entre el griterío constante de la multitud.
—¡Habitantes de Tutila! —gritó Sulaaf—. ¡Aquí está vuestro nuevo 'amil!
Con las últimas palabras, tomó el brazo derecho de Mūsa y lo alzó en el aire. Una explosión de vítores y aclamaciones reverberó entre las paredes de piedra de los muros, y en el bramido ensordecedor que salía de aquellos miles de gargantas, empezó a tomar forma una palabra que fue ganando en intensidad y claridad:
—¡Mūsa! ¡Mūsa! ¡Mūsa! ¡Mūsa!…
El informador apostado en el camino de Saraqusta, a cinco millas de distancia de Tutila, llegó al galope para anunciar el avistamiento de la comitiva que debía traer a Yusuf de vuelta. Sulaaf y Mūsa acudieron a la puerta oriental de la ciudad y dispusieron a sus hombres tal como habían planeado. Era martes, el octavo día del mes de Sawal, ocho jornadas después de la muerte de Amrús. La cabalgada del jinete les proporcionaba al menos una hora de margen, tiempo que Mūsa y Sulaaf pasaron conjeturando sobre las posibles reacciones de Yusuf.
Una nube de polvo en la lejanía señaló la inminente llegada del antiguo gobernador. Junto a la puerta, como era habitual, se hallaban apostados cuatro guardias a ambos lados del río que hacía las funciones de foso natural. La vanguardia de la comitiva se encontraba a doscientos codos de distancia, en el extremo opuesto de la musara, cuando Sulaaf dio orden a la guardia de replegarse en el interior, y las puertas se cerraron y bloquearon con dos gruesas traviesas de madera. Entre la comitiva que había acompañado a Yusuf y la delegación que acudió posteriormente, regresaban a Tutila un centenar de hombres. Los primeros jinetes parecieron vacilar, y cedieron el paso al caballo de Yusuf, que siguió avanzando hasta llegar al extremo del puente.
—¿Qué ocurre con la guardia? ¿Es que no reconocéis a vuestro gobernador?
En ese momento, Mūsa asomó sobre el pretil del muro.
—La guardia ya no obedece tus órdenes, Yusuf. No eres bienvenido en esta ciudad.
A pesar de la distancia, Mūsa apreció claramente cómo el rostro de Yusuf viraba al blanco para después adquirir un tono violáceo.
—¿Qué clase de broma de mal gusto es esta, Mūsa? ¿Te has vuelto loco?
—Nunca me he sentido tan cuerdo, Yusuf.
—Me voy a ver obligado a ordenar tu arresto. ¿Dónde está Sulaaf?
—Estoy aquí —dijo al tiempo que aparecía junto a Mūsa—. Me temo que te está diciendo la verdad.
—Pero… ¡por las barbas de…! ¿Qué es esto, una actuación de mis bufones? ¡Abrid las puertas de inmediato!
—Yusuf, el pueblo de Tutila ha decidido deponerte como gobernador. Aquí tienes a quien han elegido para ocupar tu puesto.
Una hilera de soldados armados con lanzas surgió a lo largo del adarve de la muralla hasta el punto en que esta formaba una curva y se perdía de vista.
El color de Yusuf seguía fluctuando entre un blanco cadavérico y un rojo intenso. Intentaba convencerse de que no se trataba de una broma.
—¡No podéis enfrentaros así al poder del emir! ¡Os arrasará!
—Vuelve a Saraqusta, Yusuf. No tenemos nada contra ti ni contra los hombres que te acompañan. Si alguno de ellos desea permanecer en Tutila bajo el mando de Mūsa, consideraremos sus peticiones. El resto debe regresar contigo.
—¡Pero estos hombres tienen en Tutila sus familias y sus haciendas! ¡No pueden abandonarlas sin más!
—Tienes razón y hemos pensado en ello. Te rogamos un poco de paciencia.
Transcurrido un instante, por el extremo meridional de la muralla apareció una hilera de carretas tiradas por bueyes y varias mulas cargadas hasta extremos inverosímiles. Junto a ellas, a caballo o en el interior de los carros, un grupo de jóvenes, mujeres y niños avanzaba en dirección al puente. Al reconocer a sus familias, algunos de los nobles que acompañaban a Yusuf se abalanzaron hacia ellas. Sulaaf había dado orden de abrir la puerta meridional en el momento en que Yusuf llegara a la ciudad, para permitir el paso de las familias de aquellos que seguían fieles a los Amrús.
Se produjeron escenas de emoción entre las asustadas esposas que dejaban la ciudad y sus maridos, que debían retroceder sobre sus pasos.
—¡Yo os maldigo! —aulló Yusuf en dirección a la muralla—. ¡Juro que volveréis a tener noticias mías!
Volvió la grupa, y con un trote corto atravesó el grupo de notables y oficiales que habían compuesto la flamante delegación, y alcanzó el borde de la musara seguido por algunos de ellos. Muchas familias se vieron obligadas a decidir su futuro en aquel instante. Por fin, Yusuf dio la orden de partir, y el grupo enfiló el camino por el que habían llegado. Varios terratenientes y algún mercader quedaron voluntariamente rezagados, y con el grupo ya fuera de la vista volvieron sus monturas y sacaron los carros con sus pertenencias de la fila que se dirigía hacia el camino. Lo mismo ocurrió con algunos oficiales, que decidieron permanecer en Tutila a las órdenes de Sulaaf. Ese mismo día, Mūsa dio la orden de colocar en carros todas las pertenencias de Yusuf y enviarlas a Saraqusta junto con sus criados, esclavos y caballos.
Mūsa envió un correo a Banbaluna para informar a Enneco de los últimos acontecimientos y pedirle una entrevista en el plazo más breve posible. Y en verdad fue breve, porque una semana después cruzaba el Uādi Ibru una inesperada comitiva. Un soldado de guardia dio aviso a Mūsa, que bajó desde la alcazaba para recibir a los recién llegados, y su sorpresa no pudo ser mayor: allí estaban Enneco y su esposa, Toda, pero también sus sobrinos, Assona, Nunila y García. Desde la última visita de Mūsa a Banbaluna, los dos hermanos solo se habían encontrado en una ocasión a mitad de camino, y aun así habían pasado ya más de dos años desde entonces. Pero hacía seis largos años que no veía a Toda y a sus hijos.
Se saludaron calurosamente. Enneco abrazó a su hermano entre carcajadas de alegría, golpeándole con fuerza la espalda. A sus cuarenta y dos años era un hombre en la plenitud de sus facultades, aunque el cabello plateado empezaba a cubrir sus sienes.
También Toda se acercó, y Mūsa besó sus mejillas con suavidad, sin dejar de sonreír. Ella lo apartó y se quedó sujetándolo de los brazos, sin dejar de mirarlo hipnotizada.
—¡Por el amor de Dios, Mūsa! ¡No he visto un hombre más apuesto en mi vida!
Mūsa rio divertido.
—Da gracias a que tengo quince años más que tú, si no… —bromeó.
Sus tres primos se habían mantenido un tanto apartados, y se acercaron cuando su madre los llamó. Entonces Mūsa se fijó en ellos. García era ya un muchacho de doce años, y avanzó hacia él tendiéndole la mano a modo de saludo.
—Sí, señor, como corresponde, la forma de saludar de un hombre hecho y derecho —rio.
Sin embargo, no prestó más atención al muchacho. Incluso cuando le estaba estrechando la mano su mirada se dirigía inevitablemente hacia otro punto. La criatura que se había parado a seis pies de él poseía la belleza más cautivadora que había visto jamás en una mujer. Sus rasgos eran un compendio de lo mejor de las tres razas que corrían por sus venas: el rostro vascón de rasgos marcados, los grandes ojos almendrados, árabes sin duda, y el color claro de su piel propio de las mujeres del norte. Según sus cálculos, debía de tener unos dieciocho años.
—Es un placer verte de nuevo, tío —dijo Assona con amabilidad.
—No sabes cuánto me alegro de teneros aquí, Assona —respondió azorado mientras besaba su mejilla.
Habría seguido allí contemplando aquel rostro delicioso, pero Nunila se acercaba ya y desvió su atención hacia ella.
Mūsa hizo un gesto a un oficial y le ordenó que se ocupara de trasladar a la alcazaba el equipaje de sus invitados y de alojar a los acompañantes.
Enneco se había separado del grupo y observaba los sillares y el sistema de construcción de la nueva muralla.
—Es la obra de un experto —dijo.
—Afortunadamente Ammar aún sigue con nosotros. Aunque Yusuf era su mentor, supongo que no ha podido dejar inacabada la obra en la que lleva años empeñado —explicó—. La aljama está prácticamente finalizada.
—¿Cómo está nuestra madre?
—Bien, Enneco, teniendo en cuenta su edad. Tiene problemas con las manos, que apenas puede mover, y camina con dificultad, pero es fuerte. Cuando os vea se va a olvidar de todos sus achaques —dijo con un tono repentinamente animado.
—¿Sigue en vuestra misma casa?
—Sí, allí se encuentra a gusto. Es cómoda y no muy grande. Y sigue con los criados de siempre, que son ya para ella parte de la familia. Ella y Zahir son felices allí.
—¿Estarán ahora en la casa?
—Zahir sale a dar largos paseos, pero a ella la encontrarás allí con seguridad. Disfruta preparando la comida para todos. Tú ya no lo recuerdas, pero sigue siendo una excelente cocinera.
—Quizá sea mejor que nosotros nos quedemos en la alcazaba, y tú vas a buscarla con alguna excusa —propuso Enneco jovial.
Mūsa aceptó divertido y emprendieron el ascenso por las calles que conducían a la parte alta de la ciudad. Enneco quedó sorprendido por la solidez de la nueva fortificación y la transformación operada en la alcazaba.
—Definitivamente, ese arquitecto sabe lo que hace —exclamó admirado.
—Parece que tuvo buenos maestros en Qurtuba. Los comerciantes que la han visitado solo cuentan maravillas sobre su nueva mezquita. Ammar estuvo allí durante los primeros años de su construcción y, según dice, ha utilizado aquí algunos elementos e ideas. Incluso tuve ocasión de contemplar en su casa la copia de alguno de los planos de Qurtuba que él mismo realizó.
—¿Y no tiene experiencia en templos cristianos? —bromeó—. Quizás el obispado de Banbaluna le haga algún pequeño encargo.
Mūsa dejó instalados a sus inesperados huéspedes en la alcazaba, con instrucciones de que le esperaran en la gran sala del primer piso. También advirtió de sus intenciones a la guardia y a los criados, que aceptaron el juego encantados.
—¡Madre! ¿Estás en casa? —llamó al llegar a la vieja residencia.
—¡Hijo! ¿Ocurre algo? Es extraño verte por aquí a esta hora.
—No ocurre nada, madre. Solo que necesito que me acompañes. Tengo una pequeña sorpresa para ti.
—¡Ay, la juventud! Qué ganas de diversiones. Una ya no está para sorpresas.
—Ponte algo encima —respondió él riendo.
Mūsa había llevado consigo una mula sobre la que acomodó a su madre y emprendió el ascenso hacia el castillo. No respondió a ninguna de las preguntas durante el trayecto y la ayudó a bajar del animal a la puerta del edificio. Con lentitud, la tomó del brazo para subir los escalones ante la mirada divertida de todos los presentes.
—¿Qué miran todos, Mūsa? ¿Qué te traes entre manos? —preguntaba con el ceño fruncido—. ¿Es que no tienen nada mejor que hacer que ver subir las escaleras a una pobre vieja?
—¿Preparada? —dijo Mūsa con la mano en el pomo de la puerta.
—No lo sé, hijo mío. ¿Para qué debo prepararme?
Mūsa abrió las dos puertas de la sala de par en par, y se hizo a un lado, atento solo al rostro de Onneca. Primero abrió mucho la boca, luego entornó los ojos como si quisiera asegurarse de lo que veía, al cabo de un instante sus labios empezaron a temblar sin control y sus viejos ojos se llenaron de lágrimas mientras permanecía sin moverse bajo el dintel.
—¡Pero si es…! —dijo con una voz apenas audible, rota por la emoción—. ¡Pero si son…! —repitió.
Levantó las manos hacia ellos aún paralizada en su sitio, hasta que Mūsa la tomó del brazo y la ayudó a entrar en la estancia. Enneco fue el primero en adelantarse, y rodeó a su madre con los brazos. Onneca apoyó la cabeza en el hombro de su hijo y se mantuvo así con los ojos cerrados, sin decir nada, mientras las lágrimas resbalaban por su rostro. Enneco trataba de cerrar los párpados con fuerza, pero las lágrimas escapaban entre ellos y se perdían en su espesa barba. La anciana parecía insignificante entre aquellos poderosos brazos, que la apartaron para poder observarla.
—Déjame que te vea —dijo Enneco, que respiraba con dificultad a través de la boca entreabierta.
Onneca miró por encima del hombro de su hijo.
—¡Toda, hija mía! ¿Tú también has venido?
Se deshizo de las manos de Enneco y se fundió en un nuevo abrazo con su nuera.
—¡Y mis nietos! ¡Hijos míos, acercaos!
Intentó abarcar a los tres muchachos entre sus frágiles brazos, mientras ellos besaban a su abuela.
—¿Cómo estás, abuela? —preguntó Assona con los ojos también arrasados.
—Feliz, criatura —dijo con una gran sonrisa—. No recuerdo haber estado tan bien jamás. ¡Tenía tanto miedo!
—¿Miedo, abuela? —preguntó García curioso.
Ella acarició su rostro infantil.
—Tenía miedo de morir sin volver a veros a todos —respondió con una sonrisa—. Pero ahora mis preocupaciones han desaparecido. Ya os tengo a todos aquí.
Se volvió para contemplarlos a todos de nuevo.
—¿Y Fortuño? —inquirió, como si hubiera reparado de repente en la ausencia de su otro hijo.
—Se quedó en Banbaluna al frente de la ciudad, madre. Te envía saludos.
Onneca respiró profundamente.
—Acercaos, sentaos conmigo —indicó a sus nietos con voz dulce—. ¡Tenemos tantas cosas que contarnos!
Mūsa tomó a su hermanastro del brazo, lo condujo hasta el exterior de la sala y, mientras paseaban por el corredor ahora solitario, empezó a ponerlo al corriente de los últimos acontecimientos.
—¿Crees que Yusuf tratará de responder? —peguntó Enneco cuando Mūsa acabó el relato.
—No tiene con qué. La mayor parte de sus hombres están en Tutila, y en Saraqusta debe reinar el desconcierto tras la repentina muerte de Amrús. Aún no se conoce el nombre de su sucesor, y Yusuf no puede arrogarse la autoridad. Además —añadió tras una pausa—, se enfrentaría a una ciudad que él mismo fortificó a conciencia.
—Has conseguido lo que querías, hermano —dijo Enneco, al tiempo que le daba un golpe cariñoso en el hombro.
—Sabes que no es así. Pero puede que haya llegado el momento de intentarlo.
—Sé lo que piensas —dijo Enneco—. ¿Ludovico?
Mūsa miró a Enneco y afirmó con la cabeza mientras avanzaban con los brazos a la espalda.
—No podemos prever la reacción del emir ante lo que ha ocurrido. Pero sería un argumento a nuestro favor habernos deshecho del protectorado del rey Luis en Banbaluna. De esa forma podríamos presentarnos como garantes de la seguridad de la Marca, alejando la influencia carolingia de sus límites.
—Hasta ahora no hemos tenido oportunidad de ser simultáneamente dueños del destino de nuestros pueblos. Quizás esta sea la ocasión —dijo Enneco evocadoramente.
—La situación continuaría siendo incierta, Enneco. La amenaza de un nuevo ataque no va a desaparecer de momento. Te soy sincero si te digo que aguardo una respuesta de Al Hakam, aunque espero poder evitar el enfrentamiento con él. Acaricio la idea de un pacto que sea conveniente para sus intereses y los nuestros.
—Lo difícil será pactar con ambos al mismo tiempo.
—Por eso habrá que decidir qué partido tomar —razonó Mūsa—. Tú conoces bien las implicaciones políticas de la actual situación de protectorado, y debéis valorar las consecuencias de su ruptura.
—El Consejo es el lugar adecuado para decidirlo. A mi regreso convocaré a sus miembros.
Los días que Enneco y su familia pasaron en Tutila transcurrieron con rapidez. Onneca no recordaba, si es que había existido para ella, otro momento de tanta felicidad. Mūsa citó de nuevo a los caudillos Banū Qasī en una asamblea extraordinaria, en la que se trataron los asuntos que ya había esbozado con Enneco, quien también asistió a las discusiones, aunque desde un segundo plano.
Los dos hermanos pudieron hablar con calma de todo aquello que la distancia les había impedido compartir. Pasearon por la ciudad, visitaron juntos las obras de la mezquita, recorrieron las murallas. Enneco expresó su deseo de asistir a la oración del viernes en el nuevo edificio, y Mūsa correspondió a su gesto acompañando a su familia a la celebración de la misa dominical en el pequeño templo cristiano del barrio mozárabe.
—En el fondo el mensaje no es tan diferente —comentó Mūsa al terminar.
—No lo es. Pero media humanidad es capaz de matar y morir por aquello que la separa de la otra media.
—Quizá la religión no sea más que la excusa, Enneco.
—Parece que los que salimos de la norma somos nosotros dos: diferente credo, diferente lengua…, y sin embargo nos soportamos —bromeó.
—Nunca me lo había planteado así. Si algún día nos enfrentamos en un campo de batalla, no podremos decir que no había motivos —rio también Mūsa.
Enneco y su familia regresaron a Banbaluna, y Mūsa se dedicó por entero a los asuntos de gobierno de la ciudad. Durante aquellos días se le vio poco fuera de la alcazaba, entregado a las reformas obligadas en la administración por la marcha de algunos funcionarios. Dictó nuevos bandos y edictos, estableció nuevas normas de acuerdo con el cadí y el zabazoque, y encargó a Sulaaf la reorganización de la guarnición y de sus cuadros de mando.
En Banbaluna, Enneco convocó al Consejo para debatir la actitud a tomar tras la recuperación de Tutila. Los vascones anhelaban el gobierno de sus asuntos sin ningún tipo de injerencia externa, y el protectorado franco había sido una elección forzada por las circunstancias. Por otra parte, la animadversión que despertaba entre ellos la figura de Velasco el Gascón, el cabecilla de la facción pro carolingia, tampoco era un factor baladí. Paradójicamente, durante las épocas de dominación musulmana de aquellas tierras habían mantenido una razonable libertad política, y los más viejos aún recordaban a Ludovico como el hijo de quien había destruido las murallas de la ciudad a su paso.
Así, los ánimos estaban predispuestos para romper las relaciones con el rey franco, aunque varios de los representantes de las familias nobles de la ciudad se mostraban en desacuerdo con el resto. Enneco sabía que no podían actuar de forma imprudente, por lo que decidieron posponer la declaración hasta que Ludovico emprendiera una nueva campaña, posiblemente con la llegada de la primavera.
Probablemente fue alguno de aquellos disidentes quien trasladó a Velasco los propósitos de la asamblea la misma noche de su celebración. Apenas amanecía cuando dos jinetes abandonaron la ciudad en dirección al sur, sin duda para no levantar sospechas, porque, una vez fuera de la vista de la guardia, describieron un arco a través del paisaje ondulado que rodeaba Banbaluna para dirigirse al norte, en dirección a las montañas. El pergamino que tenían orden de entregar al propio Ludovico en su corte de Dax estaba escrito por la mano de Velasco, quien le informaba, en los términos más alarmantes, de la rebelión en ciernes.
No había transcurrido mucho tiempo cuando Enneco recibió al correo franco que portaba una misiva lacrada con el sello real, en la que Ludovico reclamaba su presencia inmediata ante la corte de Dax.
Enneco no albergaba dudas sobre el motivo de aquella llamada, y convocó de nuevo a la asamblea.
Una vez leída la epístola en voz alta ante los miembros del Consejo, recabó la opinión de todos ellos. Los notables de la ciudad eran partidarios de enviar una representación a Dax que calmara los ánimos y encauzara la situación, y los jefes vascones de las montañas se inclinaban por no responder.
Fortuño, impetuoso y vehemente, tomó la palabra tras una larga discusión.
—Llevamos seis años bajo la tutela carolingia, con legados que deciden por nosotros. Y todo a cambio de la protección de un peligro que, tras la muerte del general Amrús, ya no existe. Yo voy más allá y propongo que se le responda por escrito, dejando clara la ruptura formal de cualquier relación.
—Enviemos a sus funcionarios de vuelta en las mismas mulas que los trajeron —apostilló otro vascón.
—Cometéis un error si no acudís. Ludovico lo tomará como una afrenta, y quién sabe cuál será su reacción —intervino uno de los nobles en tono vehemente.
—¡Prefiero volver a nuestras montañas y gobernar nuestro pueblo a nuestra manera que vivir aquí bajo el yugo de los galos! —gritó Fortuño.
—¡Tu insensatez es proverbial! ¡Los francos caerán sobre la ciudad! —repuso uno de los partidarios de Velasco.
—¿Cómo te atreves? —cortó Enneco indignado—. Amenazas con un peligro que vosotros mismos habéis provocado. ¿Cómo si no se ha enterado Ludovico de nuestras intenciones? ¿Quién de vosotros hizo de alcahueta para correr a contar a Velasco lo que aquí se había hablado en secreto? ¿Fuiste tú, quizás?
El otro enrojeció aparatosamente.
—Salid corriendo de nuevo y decidle a Velasco que la exigencia de Ludovico va a quedar sin respuesta.
Casi al mismo tiempo que en Banbaluna se debatían las posibles respuestas, a Tutila llegaba la noticia de que el príncipe Abd al Rahman se dirigía hacia la ciudad al frente de su ejército, enviado por su padre Al Hakam con la intención de someter a los rebeldes.
Al leer el despacho, el corazón de Mūsa había dado un vuelco. ¿Iba a tener que enfrentarse al asedio de la ciudad? ¿Tendría que rendirla de nuevo?
Llamó a Zahir.
—¿Qué piensas hacer? —preguntó el anciano en tono sombrío.
—Esperar, necesito más información. No es lo mismo una aceifa compuesta por miles de hombres a caballo y miles de infantes, dispuesta a arrasar cuanto encuentre a su paso, que una expedición con un contingente menos numeroso, más destinada a intimidar y a negociar conmigo.
—No creo que nos encontremos en el primer caso. Una aceifa necesita meses de planificación.
—Pienso lo mismo, así que debemos prepararnos para negociar. Nuestros argumentos deben ser convincentes.
—Abd al Rahman es un hombre joven, de tu misma edad si no me equivoco.[15] Y dicen que de carácter más dialogante que su padre.
—Pronto tendremos ocasión de comprobarlo —concluyó Mūsa.
Mūsa envió informadores al encuentro del príncipe que pronto volvieron con noticias. Efectivamente, no se trataba de un gran ejército, pero tampoco era una simple expedición de reconocimiento. Los enviados calcularon en unos cinco mil los efectivos militares y describieron una columna formada por numerosos civiles que, por su aspecto, debían de ser funcionarios, criados, eunucos y cortesanos. La impedimenta que acarreaban sobre mulas y carros se extendía a lo largo de varias millas, y los campamentos de haymah que se instalaban al anochecer ocupaban una superficie mayor que la propia Tutila.
El día 19 de Muharram, con el otoño recién estrenado, la avanzadilla del ejército cordobés llegó a las inmediaciones y se detuvo en una amplia llanura situada a dos millas de distancia, en el camino de Tarasuna. El grueso de la expedición llegó al día siguiente, y una auténtica ciudad surgió donde antes solo crecían romero, espliego y tomillo.
Los muchachos de Tutila y no pocos adultos se acercaron a la loma que dominaba la explanada para contemplar aquel espectáculo insólito. A su regreso, todos sin excepción describían impresionados las magníficas jaimas del príncipe, que destacaban sobre las demás tanto por su tamaño como por la riqueza de sus materiales. Su estructura no se asentaba sobre simples postes, sino sobre auténticas esculturas de motivos vegetales con esferas cubiertas de oro, rematadas por la media luna y el estandarte de seda blanca con el símbolo de los omeyas. La tela que cubría las tiendas no era del tono terroso del resto, propio de la piel de camello con la que habitualmente estaban confeccionadas, sino que presentaba un vivo colorido que combinaba el azul índigo con el dorado.
Las rodeaban un grupo de tiendas de menor tamaño, seguramente ocupadas por los cargos de confianza, los generales y los principales cortesanos, y alrededor de todas ellas se había levantado un cinturón de alojamientos para la guardia personal del príncipe.
El resto del campamento estaba formado por miles de pequeñas tiendas ocupadas por una o dos personas. Los jornaleros de Tutila que con anterioridad habían servido en el ejército del emir explicaban con entusiasmo cómo cada infante o cada jinete iba acompañado de un escudero con una mula que portaba armas e impedimenta, además de la tienda en la que ambos se cobijaban durante la noche.
Los curiosos asistieron incrédulos a la llegada de la zaga del ejército, compuesta por cientos de mulas y extraños animales de mayor tamaño que un caballo con dos grandes jorobas en los lomos. Una multitud de esclavos comenzó a descargar muebles, baterías de cocina, utensilios de aseo, tableros, caballetes e incluso molinos transportables para fabricar el pan con el que alimentar a tal muchedumbre.
El día de la llegada del príncipe, Mūsa envió su solicitud de parlamento para Abd al Rahman con un oficial de confianza, pero este regresó a la ciudad sin respuesta. Fue en la mañana del segundo día cuando un nuevo emisario abandonó el campamento en dirección a la ciudad, cuyas puertas permanecían abiertas por orden de Mūsa, como señal de su buena disposición. Entró en el recinto por la Puerta de Tarasuna y ascendió hasta la alcazaba. Sulaaf lo estaba esperando y lo condujo hasta la sala donde se encontraba el 'amil. Tras un saludo protocolario, le hizo entrega del pergamino lacrado que portaba, en el que Mūsa reconoció el sello personal del príncipe.
Lo primero que llamó su atención al romper el lacre y leer la misiva fue el tono formal en el que se hallaba escrita, empezando por su nombre completo, Mūsa ibn Mūsa ibn Fortún. Además de protocolario, el texto era directo y conminatorio: Abd al Rahman aceptaba el parlamento y lo convocaba ante su presencia de forma inmediata.
Esa misma tarde, los habitantes de Tutila se echaron a la calle para contemplar a la comitiva que atravesó la ciudad en dirección a la puerta meridional. Un total de doce hombres a caballo desfilaron entre la muchedumbre ataviados con sus mejores túnicas de lana y seda y sus cabalgaduras ricamente enjaezadas. Zahir, como representante de mayor edad de los Banū Qasī, acompañaba a Mūsa junto a Sulaaf, en calidad de jefe militar. Con ellos cabalgaban tres jefes locales de otras tantas ciudades cercanas, dos altos oficiales y tres miembros del Consejo elegidos entre los notables de Tutila. El cadí y el imán de la mezquita, como autoridades judicial y religiosa, completaban la solemne embajada. Abandonaron la ciudad por la puerta de Tarasuna escoltados por un grupo de jinetes y avanzaron durante dos millas siguiendo el camino que bordeaba el Uādi Qalash.
El primer contacto de la delegación se produjo con un oficial, de elevado rango a juzgar por su indumentaria, que ocupaba junto a varios guardias fuertemente armados una tienda situada al borde del camino. Avisado por uno de ellos, esperó a que la comitiva se acercara para salir a su encuentro. Los recién llegados bajaron de sus monturas.
—Bienvenidos —dijo con tono formal—. ¿Quién está al frente de la delegación?
Zahir y Mūsa se miraron por un instante, pero fue este quien dio un paso al frente.
—Yo soy —dijo.
—Acompañadme. Os conduciré al recinto noble, donde el chambelán del príncipe os dará instrucciones.
Precedidos y escoltados por varios soldados, fueron introducidos en el campamento. El camino por el que avanzaban aparecía delimitado por estacas y estaba siendo cubierto de grava por un grupo de esclavos que la transportaban en mulas desde algún lugar cercano, sin duda para evitar el barro en caso de lluvia. Llegaron al cinturón de tiendas que rodeaba el espacio central y se internaron en una zona de jaimas de mayor envergadura. Mūsa contemplaba la distribución del campamento sin perder detalle e intercambiaba comentarios con Sulaaf. Quizá su gesto de extrañeza hizo que el oficial cordobés se acercara a ellos.
—La línea que acabamos de atravesar está formada por la guardia personal del príncipe, y en esta zona se alojan sus secretarios, escribientes y asesores. En aquel extremo se encuentran las tiendas ocupadas por sirvientes, camareros y eunucos.
Se aproximaban a las jaimas de mayor tamaño y Sulaaf hizo al oficial un gesto de interrogación con la cabeza.
—La de mayor altura contiene las estancias privadas del príncipe. Aquel es el pabellón utilizado para la recepción de visitantes, a donde nos dirigimos. Y en el lado opuesto, donde podéis ver aquellos palanquines, se alojan las mujeres.
—¿Mujeres? ¿En una expedición? —dijo Sulaaf con asombro.
El oficial sonrió.
—Abd al Rahman nunca abandona Qurtuba sin parte de su harén. El príncipe es un hombre muy especial —siguió explicando ante las expresiones de desconcierto—. En la corte es bien conocido su amor a las artes y las ciencias de cualquier signo, pero no es menos comentada su proverbial afición a las mujeres. No sería la primera vez que interrumpe una exitosa campaña para volver precipitadamente a Qurtuba en busca de una de sus favoritas.
Sulaaf sonrió abiertamente e hizo a los demás un significativo gesto.
El comentario no vino mal, pensó Mūsa, para romper la tensión que los atenazaba.
—¿Y este mismo campamento se ha montado al final de cada jornada desde que salisteis de Qurtuba? —preguntó Mūsa.
—Así es. Como verás, el bulto de la impedimenta es mayor que el ejército en sí mismo. Y he de decirte que no es una expedición demasiado numerosa, aunque sí un tanto especial, porque al parecer nos dirigimos a Saraqusta y no regresaremos a Qurtuba.
En las inmediaciones del gran pabellón, el oficial desapareció en su interior. Al cabo de unos instantes volvió acompañado de un hombre de porte distinguido y ricas vestiduras, que se acercó a ellos con el rostro serio y escrutador.
—Es Rashid, el chambelán del príncipe. Os proporcionará las instrucciones necesarias para acudir ante Abd al Rahman cuando se reclame vuestra presencia.
Sin más explicación, el oficial reemprendió el camino de regreso a su puesto, y el chambelán lo sustituyó.
—Seguidme, os lo ruego.
Atravesaron la lona entreabierta que daba acceso al pabellón, y que ahora, ya en su interior, parecía mucho más grande. Sin embargo, Rashid les pidió que tomaran asiento en una antesala separada del resto por espesas cortinas y comenzó por preguntar sus identidades y sus cargos. Les dio indicaciones sobre el protocolo, su ubicación en la sala y el trato que debían dispensar al hijo del soberano y, cuando consideró repasados todos los aspectos formales, les rogó que esperaran allí el momento de la entrevista y atravesó los cortinajes.
Mūsa decidió no dejarse impresionar por aquel boato, que estaba seguro no dejaba de ser una forma de intimidación para quienes se acercaban al príncipe, sobre todo si, como en su caso, se trataba del primer contacto con el protocolo de la corte cordobesa. No obstante, no pudo evitar estremecerse cuando las cortinas se abrieron y fueron invitados a acceder a la sala donde se celebraría la reunión. El suelo se había allanado cuidadosamente, y todo él se hallaba cubierto por alfombras de colores discretos, excepto en el pasillo central, donde adoptaban un rojo escarlata. Las paredes estaban forradas con fantásticos tapices de lino y seda con bordados de hilo de oro, sin duda procedentes de los tiraz del emir. La luz del día atravesaba tímidamente la lona del techo, pero su escasez se veía compensada por la multitud de lamparillas colocadas sobre pedestales dorados en los laterales del pabellón. Ningún detalle se había descuidado para crear una sensación de lujo y bienestar: un perfume de sándalo, ámbar gris y maderas exóticas emanaba de varios pebeteros colocados estratégicamente. Y por si algún sentido quedaba por deleitar, una suave música de cítara y laúd surgía de algún rincón oculto a la vista.
El chambelán los condujo a la parte delantera del salón, donde les esperaban tres escabeles de madera tallada. Mūsa, como se le había indicado, ocupó el lugar central, y a sus lados, ligeramente retrasados, tomaron asiento Zahir y Sulaaf. Inmediatamente, Rashid les indicó con un gesto que debían permanecer en pie. El resto de la delegación ocupó los cómodos y lujosos asientos dispuestos para ellos a ambos lados del pasillo central. Frente a Mūsa, tres escalones conducían a un estrado que ocupaba el fondo del pabellón, flanqueado por espesos cortinajes en los laterales, a modo de escenario en una representación teatral, en cuyo centro se hallaba el sitial más suntuosamente decorado que jamás habían visto los recién llegados. Mūsa se preguntó cómo se las habrían arreglado para trasladar aquel pesado sillón, sin duda fabricado de una sola pieza, a lo largo de cientos de millas. Giró la cabeza y pudo observar el gesto de admiración de sus acompañantes, que dirigían su mirada de uno a otro rincón tratando de grabar en sus retinas los detalles de aquella magnífica estancia.
Sobre la suave música de los laúdes se superpuso el sonido más intenso de algún tipo de clarín o chirimía, y todos los presentes volvieron instintivamente la vista hacia el fondo del estrado. Efectivamente, acompañado por un aumento del volumen de los instrumentos, Abd al Rahman apareció con andar pausado y cruzó la escena hasta ocupar el lugar central. La voz potente del chambelán resonó en la sala:
—¡Presentad vuestros respetos a Abd al Rahman ibn Al Hakam, príncipe de Ard al Ándalus, primogénito de nuestro señor el emir Al Hakam, el primero de tal nombre, enviado por Allah para regir nuestro destino!
De acuerdo con las instrucciones recibidas, todos inclinaron la cabeza con el rostro hacia el suelo. Solo Mūsa mantuvo la cabeza alta, lo que provocó un gesto de indignación contenida por parte de Rashid, que continuó presentando a los visitantes.
—Mūsa ibn Mūsa ibn Fortún, representante de los Banū Qasī, descendiente directo del primer conde Casio, que estableció con vuestra familia fructífera relación de clientela, os presenta sus respetos en nombre de su pueblo.
Mūsa se adelantó y ascendió la escalinata hasta el príncipe, que inició un movimiento con su mano derecha, cuyo dedo corazón lucía el sello de los Omeya, mientras escrutaba con rostro circunspecto a su joven interlocutor. Mūsa se inclinó ante él e hizo el gesto de besar el anillo que le tendía, lo que originó un disimulado suspiro de alivio del chambelán. A continuación retrocedió a su puesto, a la espera de que el hijo del soberano se dirigiera a él.
Dos hombres más, seguramente consejeros del príncipe, accedieron a la sala y se colocaron en uno de los laterales del estrado.
Abd al Rahman tomó asiento e hizo una seña a los demás para que le imitaran. Aquella era la primera ocasión en la que todos ellos veían al joven príncipe, del que solo contaban con referencias por los escasos comerciantes que llegaban de Qurtuba y que habían tenido ocasión de compartir con él la oración del viernes en la Gran Mezquita. Solo conocían su edad, la misma que Mūsa, y gruesos trazos sobre su aspecto relatados por los viajeros, que aseguraban también que el príncipe había sido sietemesino. Ahora se encontraban ante él, la persona que probablemente ocuparía el trono de Qurtuba en un futuro no muy lejano. Su rostro era agraciado, y su aspecto, agradable, de hermosas formas y atuendo elegante.
—Vengo hasta aquí comisionado por mi padre, el emir. Al parecer habéis roto el tratado de amistad y clientela que unía a nuestras familias. ¿Qué tienes que decir?
Su voz era suave, y utilizaba un árabe refinado y culto, con un acento que delataba su origen noble. Pero el tono era firme, incluso duro, y no había utilizado ningún circunloquio para exigir a su interlocutor la explicación de su actitud.
Mūsa había esperado este momento, y le parecía haberlo vivido anteriormente. En su cabeza, durante las noches anteriores, se había forjado el temor de no saber responder adecuadamente, a las interpelaciones del príncipe. Sin embargo, su mente en aquel momento funcionaba con claridad, y tras un breve instante respondió:
—Majestad, como habéis visto, acabo de postrarme ante vos en señal de acatamiento de vuestro poder soberano. Como bien sabéis, desde que mi bisabuelo el conde Casio prestara juramento ante el gran Mūsa ibn Nusayr, cuyo nombre perdura en mi familia, hemos defendido fielmente los intereses del emirato que hoy representa vuestro padre, Al Hakam.
—No son esas mis noticias —atajó el príncipe—. Yusuf ibn Amrús es el representante del emir en esta ciudad, y tú y tus hombres lo habéis derrocado. Mi padre considera tal hecho una afrenta a su persona, y por ello se os ha reclamado.
—Ciertamente, Majestad, la decisión fue difícil de tomar y ese fue nuestro principal reparo: que vuestro padre interpretara nuestra acción como un gesto de enemistad, cuando no es tal.
—¿Impedir la entrada en la ciudad al wālī de la misma nombrado por un decreto del emir? ¿Dices que no debo interpretarlo como un gesto de enemistad hacia el emir?
—Sinceramente, Señor, desde aquel momento he tenido la esperanza de poder explicaros mis actos en persona. Y me siento profundamente agradecido porque me permitáis hacerlo.
El príncipe hizo un gesto de impaciencia para que siguiera.
—Sin duda estáis al tanto de la situación política en estas tierras del Uādi Ibru. Son tierras de frontera, sometidas a la presión de nuestros enemigos comunes. Como sabéis, el tratado de clientela dejaba en manos de mi familia el gobierno de las tierras que hasta entonces dominaba. Durante generaciones las hemos defendido con nuestra sangre de las incursiones de los infieles, que Allah confunda. A ello han contribuido los lazos familiares que nos unen a los vascones de las montañas del norte, aledañas al país de los francos. Juntos hemos luchado y hemos mantenido nuestro territorio dentro de la órbita del poder que representáis.
—Me sorprende tu capacidad oratoria, pero te ruego que respondas a la cuestión que he planteado —cortó abruptamente.
—Permitidme, Señor. Mi infancia estuvo marcada por la muerte de mi padre, a quien no llegué a conocer, en la defensa de Saraqusta. Mi hermano Mutarrif corrió la misma suerte enfrentado a la facción pro carolingia en Banbaluna, y por último mi hermano Fortún murió en Saraqusta frente a Amrús ibn Yusuf cuando yo era aún un niño. Tenemos la misma edad, Majestad, y sé que ya conocéis la naturaleza humana y entenderéis qué siente alguien como yo cuando debe someterse ante el asesino de su hermano. Amrús servía bien a los intereses de vuestro padre, pero su ambición desbordaba su cometido y le llevó a violentar los términos del tratado entre nuestras familias. Ese tratado dejaba claro que el gobierno de Tutila seguiría en manos de los Banū Qasī, y, sin embargo, se nos impuso al hijo de Amrús como wālī.
—Nombrado por el emir —recordó Abd al Rahman de nuevo.
—No teníamos constancia de ello, mi Señor. Se nos informó de que había sido designado para el puesto por su padre, Amrús, el gobernador de la Marca. Por otra parte, los métodos de gobierno de Yusuf sometían a nuestro pueblo a la injusticia y la opresión, y el descontento amenazaba con provocar una revuelta sangrienta. Su jefe militar, aquí presente —se volvió para señalarlo—, puede dar fe de ello.
El príncipe miró a Sulaaf sin excesivo interés, se llevó la mano al mentón y permaneció con la vista perdida en el fondo de la sala durante unos instantes.
—Por otra parte —prosiguió Mūsa—, nunca hemos dejado de cumplir con nuestras obligaciones económicas hacia Saraqusta, y por tanto hacia Qurtuba.
Abd al Rahman se incorporó ligeramente.
—Hay una cosa que nos une, Mūsa, y no es solo el momento de nuestro nacimiento. Siempre he despreciado los métodos de Amrús. Habréis oído hablar de los sucesos de Tulaytula durante la Jornada del Foso. Pues bien, yo tuve que estar presente allí mientras todos los representantes de la ciudad eran pasados a cuchillo uno tras otro. Era tan solo un niño. Han transcurrido…, quince años ya, y aún recuerdo con horror aquellas caras de angustia mientras caían al suelo degollados, entre estertores de muerte. Fueron cientos los cadáveres que se amontonaban en aquel horrendo lugar. Pasé semanas vomitando todo lo que me obligaban a comer, y rara es la noche que no despierto sobresaltado por las pesadillas.
La cara de Abd al Rahman se había descompuesto súbitamente, y Mūsa sintió una corriente de afecto por aquel hombre que, como él, había visto su infancia marcada por traumas indelebles. Sintió la tentación de hacer un comentario a las palabras del príncipe, pero, inseguro, prefirió guardar silencio.
—Estar en contra de los métodos de Amrús —siguió— es estar en contra de mi propio padre. Pero así es, y así debo confesarlo. Sin embargo, no puedo aprobar el uso de la fuerza para despojar de sus funciones a un gobernador nombrado por el emir.
—Si me permitís… —empezó Mūsa.
—Adelante…
—La situación actual es más ventajosa para Qurtuba a causa de nuestra alianza familiar con mis hermanos de sangre. Enneco, asentado en Banbaluna, es el caudillo vascón que hubo de entregar la ciudad a la protección de Ludovico precisamente para protegerse de la amenaza que representaba Amrús. Vos mismo tuvisteis que desplazaros a Saraqusta para volver a la obediencia a vuestro gobernador. Nuestras informaciones también indicaban que su intención era extender su poder hasta la costa del norte.
Abd al Rahman empezaba a asentir casi imperceptiblemente.
—Me sentiría satisfecho si consiguiera transmitiros los motivos de nuestras acciones —siguió Mūsa—. La situación actual, con el flanco sur de los vascones en manos de los Banū Qasī, permite a Enneco dedicar sus esfuerzos a protegerse de la amenaza de Ludovico, que no hace mucho intentó atacar por Turtusa. Rechazado allí, ¿quién nos asegura que no lanzará una nueva ofensiva a este lado de los Pirineos? Si la defensa de la tierra de los vascones es férrea, lo será la de la Marca, al menos en el sector occidental. Ambos ejercemos de colchón defensivo entre los dominios musulmanes y los cristianos, lo cual se adapta a la perfección a los intereses de Qurtuba, y por ello os ruego que así se lo trasladéis al emir, vuestro padre.
El príncipe afianzó un codo en el brazo del sitial y durante un instante permaneció con la cabeza apoyada en la mano, mirando fijamente a Mūsa. Poco a poco una sonrisa se dibujó en su rostro.
—Debo confesarte que tu vehemencia me ha dejado sorprendido, Mūsa.
—Es un honor para mí escuchar esas palabras pronunciadas por el que auguro que será un gran emir para Ard al Ándalus.
Esta vez Abd al Rahman sonrió francamente.
—Eres inteligente, Mūsa.
Se levantó de su sillón y se dirigió a todos los presentes.
—Ahora debéis excusarme. Trataré el asunto con mis consejeros y os trasladaré mi decisión.
Inició el regreso hacia el fondo de la sala, pero antes de alcanzar la salida se volvió.
—¡Chambelán! Ocúpate de que los invitados sean atendidos conforme a su rango.
Fueron conducidos a una de las jaimas que se levantaban junto al pabellón de recepciones, y allí se les ofreció un abundante refrigerio que todos ellos agradecieron después de la tensión que habían experimentado. Una vez que Rashid los hubo dejado solos, Zahir, Sulaaf y el resto de los componentes de la comitiva se abalanzaron literalmente sobre Mūsa para felicitarle por su discurso, que aparentemente había conseguido encandilar a Abd al Rahman. El más emocionado era Zahir, que veía cómo su sobrino había conseguido salir airoso de la prueba más comprometida a la que se había sometido como gobernante.
—Habrías convencido al propio Yusuf de que su salida de Tutila era lo mejor que podía haberle sucedido —dijo Sulaaf entre risas.
—Como habéis visto, me he tomado algunas libertades, y he cargado las tintas en algunos puntos no muy favorables para él.
—Ya me he fijado —dijo uno de los jefes locales—. Cuando has dicho que Tutila estaba al borde de la rebelión…
—Por un momento he temido que saliera Yusuf de entre los cortinajes a desmentirme.
—Por suerte parece que Abd al Rahman odiaba a Amrús tanto como nosotros —dijo Zahir.
Degustaron los deliciosos platos que se les ofrecían con un repentino optimismo, entre risas y bromas. Anochecía ya cuando se acercó de nuevo Rashid.
—El príncipe Abd al Rahman me envía en tu busca, Mūsa. Los demás podéis permanecer aquí o regresar al pabellón de recepciones, donde se han colocado divanes en los que podréis descansar.
El chambelán guio a Mūsa en dirección al mismo pabellón, donde esperaba encontrar de nuevo al hijo del emir, pero, para su sorpresa, lo condujo a su haymah privada. Curiosamente estaba decorada de forma acogedora pero de ninguna manera con la ostentación que se observaba en la anterior. El espacio estaba dividido en estancias mediante pesados cortinajes, y Mūsa fue conducido a uno de los más cercanos a la entrada, amueblado como un confortable despacho. Un sirviente entró portando unas lámparas que disiparon las primeras sombras de la noche, y casi a continuación hizo su entrada el propio Abd al Rahman, esta vez sin las presentaciones formales anteriores.
—Puedes sentarte, Mūsa.
—Con vuestro permiso…
—Bien, he estado despachando consultas con mis consejeros, y se han mostrado de acuerdo en mis apreciaciones. La autoridad del emir no puede ser menoscabada, de forma que Yusuf volverá a ocupar su puesto al frente del gobierno de Tutila.
Mūsa recibió las palabras de Abd al Rahman como un mazazo en el rostro.
—Sin embargo, tengo que comunicarte que mi destino en esta expedición es la ciudad de Saraqusta, donde tomaré posesión personalmente del gobierno de la Marca Superior tras la muerte de Amrús.
Mūsa empezó a hablar, aunque a duras penas había podido reponerse del golpe que acababa de recibir.
—Majestad, lamento no haber sido capaz…
—No sigas. Veo la decepción en tu rostro. Tú me has pedido comprensión para tus razones, y yo ahora te pido comprensión para las mías. No se puede gobernar un país si se permite al primero que llega deponer al gobernador nombrado por el soberano. Apelo a tus dotes para la política, y espero que lo entiendas.
—¿Y en qué posición quedamos quienes nos opusimos a su mando?
—Yusuf tiene órdenes concretas de asumir el mando respetando la organización que tú has puesto en marcha. Mis referencias sobre tu gestión son inmejorables… —Hizo una pausa—. Incluso algunos de esos informes llevan la firma de Yusuf ibn Amrús. Simplemente el wālī regresa a su residencia y asume el puesto de responsabilidad que le corresponde. Tú te mantienes inmediatamente debajo de él en la escala.
Mūsa experimentaba una sensación agridulce: por un lado valoraba los elogios procedentes del propio hijo del emir y, sin embargo, este le comunicaba que las cosas volvían al punto en que estaban antes de la muerte de Amrús. Al menos no habría un nuevo desalojo de Tutila…
—Ha sido una gran satisfacción para mí comprobar que hay hombres de valía al frente de los asuntos del emir, aun a tan gran distancia de la corte. Mañana parto hacia Saraqusta, donde tomaré posesión… y pronto tendréis noticias mías.
Mūsa hizo ademán de inclinarse antes de abandonar la sala, pero el príncipe lo sujetó por los hombros y lo atrajo para despedirlo con el tradicional saludo musulmán.
—Al fin y al cabo nuestras familias están unidas por fuertes lazos desde hace generaciones —sonrió.
Era noche cerrada cuando Mūsa comunicó a sus acompañantes las novedades, de forma que accedieron a pernoctar en el propio campamento. Nadie esperaba la decisión de Abd al Rahman después de la entrevista de la tarde, así que la frugal cena que les fue servida transcurrió entre caras circunspectas. Fueron despertados al amanecer por la repentina actividad en el campamento. Supusieron que el príncipe se ponía en marcha hacia Saraqusta, lo que no tardó en confirmar el chambelán, que acudió a despedir a la delegación. Salieron del campamento cuando la luz del sol comenzaba a iluminar la explanada, pero para entonces ya habían desaparecido todas las tiendas de la tropa y parte de las del propio séquito de Abd al Rahman.
La situación en Tutila durante las siguientes semanas fue de tensión y desconfianza. Yusuf regresó y se instaló en su residencia, que había permanecido desocupada, pero su presencia en las dependencias de la alcazaba se hizo continua. Al parecer había decidido seguir de cerca los trabajos en la administración de la ciudad, y pasaba los días reunido con secretarios y tesoreros revisando las anotaciones sobre la recaudación de impuestos, los pagos al personal y a la tropa o las remesas enviadas a Saraqusta. Sulaaf fue requerido para que entregara informes sobre todos los cambios realizados en los cuadros militares, nombramientos y ceses o gastos de manutención de la guarnición. Pero quien más sufrió su regreso fue Mūsa, a quien pidió explicación de cada una de las decisiones tomadas en su ausencia. También revisó cada uno de sus nombramientos y, aunque manifestó su disgusto ante un buen número de ellos, no se atrevió a revocar ninguno. Lo que sí hizo fue enviar correos para reclamar el regreso de algunos de los militares y colaboradores fieles que habían abandonado Tutila con él.
Los habitantes de la ciudad no habían percibido ningún cambio al margen de la presencia de Yusuf, que, orgulloso, acudía a la mezquita y ocupaba un lugar destacado junto al imām, y el qādī durante la oración del viernes. La actividad se desarrollaba con normalidad: con los primeros fríos las familias se afanaban en hacer acopio de leña, que cortaban y apilaban cuidadosamente, mientras en los campos se comenzaba la siembra de cereales, tras el inicio del mes de Safar, que había resultado lluvioso y desapacible.
Habían pasado tres semanas completas desde la partida de Abd al Rahman. Mūsa se encontraba en una de las almenas de la alcazaba. Había mantenido un fuerte desencuentro con Yusuf a causa de la partida destinada a engrosar el Tesoro de la Comunidad y, como siempre, le resultaba muy útil para recuperar la paz de espíritu asomarse desde lo alto y contemplar la ciudad a sus pies. Un viento frío del norte había sustituido a las nubes cargadas de lluvia de las semanas anteriores, y Mūsa agradeció su azote, que alivió la quemazón producida por la cólera. Con el cabello agitado por las rachas de viento, se solazó con la vista del río que discurría caudaloso bajo el puente de madera y contempló la actividad en el pequeño puerto fluvial y el trabajo de los hortelanos en los feraces sotos que se extendían a ambos lados del cauce. También en el interior del recinto amurallado se observaban las pequeñas figuras que llevaban el pan a cocer al horno público o regresaban del hammam. Desde el lugar que ocupaba se divisaban dos de las puertas de la ciudad: la del puente, a sus pies, y la de Saraqusta, en la muralla oriental. Precisamente el movimiento en esta última llamó su atención; dos de los guardias habían ocupado el arco de entrada con sus lanzas cruzadas en aspa, en actitud de prevención. Dirigió su vista más allá y divisó a dos jinetes que se acercaban a la ciudad a galope. Al alcanzar el puente sobre el Uādi Qalash redujeron el paso y, sin bajarse de sus monturas, mantuvieron un diálogo con la guardia. Uno de ellos extrajo un objeto de su talega, posiblemente una acreditación, pues a continuación los guardias se retiraron y los dos hombres a caballo se internaron en la ciudad. Mūsa perdió su pista entre las estrechas callejuelas, pero al cabo de unos minutos reaparecieron en el vano de la puerta que se abría en el muro inferior de la alcazaba. Allí repitieron la operación con el oficial de guardia, y atravesaron el terreno pendiente que separaba la muralla exterior de la fortaleza. A esa distancia pudo observarlos con detenimiento: se trataba de correos, sin duda procedentes de Saraqusta y, por la calidad de sus monturas y su equipamiento, enviados por alguien de relevancia.
Descendió la empinada escalinata que lo había llevado hasta su puesto de observación a tiempo para llegar al salón de la planta noble, donde recibiría a los recién llegados. No esperaba hallar la sala ocupada, pero Yusuf se encontraba allí, y a juzgar por su rostro no había cedido su irritación.
—Acaban de llegar dos correos, posiblemente de Saraqusta —dijo Mūsa.
Yusuf lo miró con interés, hizo un gesto de asentimiento, se dirigió a la puerta y la abrió justo en el momento en el que el oficial de la guardia se disponía a golpearla.
—Hazlos subir —dijo Yusuf sin esperar a su anuncio.
Dejó la puerta abierta y se entretuvo alrededor caminando con las manos a la espalda. Durante la espera ninguno de ellos habló, y cuando Yusuf adivinó la presencia de los correos en la entrada por el ruido de pisadas y el roce de sus ropas, les hizo pasar con un gesto de su mano derecha.
Los dos hombres esperaron a que el oficial se retirara, y uno de ellos habló con gesto marcial:
—Nos envía el príncipe Abd al Rahman con el encargo de entregar los pergaminos que veis. Las instrucciones son que debemos hacerlo personalmente a cada uno de los destinatarios: el gobernador Yusuf ibn Amrús, y Mūsa ibn Mūsa, caudillo de los Banū Qasī.
Yusuf se adelantó y cogió el rollo de pergamino que le tendía el mensajero. Se acercó a la mesa central y recogió un estilete con el que rasgó la cinta que lo rodeaba. Mūsa tomó el suyo y examinó el sello real estampado en el lacre.
Yusuf leía ya la misiva con los ojos entornados y el entrecejo fruncido, si bien pronto su expresión se distendió y una sonrisa asomó a sus labios. Levantó la vista hacia Mūsa, pero reparó en la presencia de los dos mensajeros.
—No es necesario que esperéis respuesta. Podéis retiraros. Daré orden de que se os atienda.
Una vez solos, y ya con una franca sonrisa, Yusuf se acercó a Mūsa.
—Bien, parece que nuestros destinos se separan. Debo presentarme de inmediato en Saraqusta.
Hizo una pausa para disfrutar del momento de incertidumbre que estaba proporcionando a Mūsa.
—¿No me preguntas con qué fin? ¿Acaso no te interesa? —dijo en tono mordaz.
—Has de ser tú quien decida si debes o no ponerme al corriente.
—El príncipe me reclama para hacerme cargo del valiato de Saraqusta, puesto que él mismo abandona para ocuparse del gobierno de toda la Marca Superior.
Esta vez fue el rostro de Mūsa el que se iluminó dejando traslucir su alivio. Recordó con nitidez las palabras de Abd al Rahman en su despedida: «Pronto tendréis noticias mías.» Así que eso era lo que había pergeñado ya en aquel momento. Con esa operación mantenía a salvo la autoridad del emir, pues reponía a Yusuf en el cargo para el que había sido nombrado, para relevarlo solo tres semanas después.
—No has abierto tu correo. —Yusuf le entregó el estilete.
Mūsa aún miraba el sello del príncipe, perdido en sus pensamientos y, sobresaltado, aceptó el pequeño cuchillo. Cortó el precinto y desenrolló con cuidado el pergamino.
En el nombre de Allah, Clemente y Misericordioso.
Yo, Abd al Rahman ibn Al Hakam, príncipe de Al Ándalus, gobernador de la Marca Superior, firmo este documento y acredito con mi sello el nombramiento de Mūsa ibn Mūsa ibn Fortún ibn Qasī como gobernador de la Madinat Tutila…
No necesitó seguir leyendo.
Tres días después, Yusuf abandonaba irritado Tutila en dirección a Saraqusta, tras una ceremonia en la que había pretendido que su despedida de la ciudad restara protagonismo a la toma de posesión de Mūsa. El flamante wālī de la Madinat Tutila, esta vez por nombramiento directo del príncipe, recibió todo el calor que la población había negado al gobernador saliente. Solo algunos representantes de las familias más influyentes acudieron a la residencia de este para presentarle sus respetos y manifestarle su apoyo.
Mūsa era consciente de que las relaciones con Saraqusta debían mantenerse dentro de la cordialidad, y por ello en el momento de la partida también acudió en persona a manifestar a Yusuf su gratitud por la confianza que había depositado en él. Fue sincero al hacerlo, si bien era cierto que aquello era lo único por lo que podía estarle agradecido.
Tras la partida de Yusuf, Mūsa deseaba recuperar la rutina de la vida diaria, la normalidad, y más en aquel momento en que disfrutaba de todo el poder para conducir el destino de la kūrah de Tutila. Algunos de los proyectos que durante mucho tiempo había acariciado se agolpaban ahora en su cabeza ante la posibilidad de que se materializaran. Mūsa gozaba al ver la satisfacción que experimentaban Zahir y, sobre todo, Onneca, cuyo hijo acababa de ser nombrado, por el propio hijo del emir, valí de la ciudad que habían elegido para establecerse. Poco después de recibir la noticia de su nombramiento, Mūsa había enviado un correo a Enneco y Fortuño para darles cuenta de los acontecimientos, y esperaba con ansiedad su respuesta desde hacía unos días.
Sin embargo, no fue una carta de felicitación lo que llegó desde Banbaluna. Un jinete agotado por el esfuerzo atravesó el puente sobre el Uādi Ibru en un frío atardecer de finales de otoño y fue trasladado de inmediato a la alcazaba, donde fue recibido por el wālī.
—Traigo noticias de tus hermanos.
—¡Habla! —dijo Mūsa impaciente.
—El ejército de Ludovico ha caído sobre Banbaluna. Enneco no tuvo tiempo de preparar la defensa de la ciudad y dio orden de evacuarla. Se han retirado a las montañas.
—¿Hubo lucha?
—No. Tras la evacuación, la ciudad quedó en manos de Velasco el Gascón, que al parecer conocía de antemano las intenciones de Ludovico, si no fue él quien solicitó su intervención.
—¡Balask otra vez! —exclamó Mūsa indignado.
—Ha sido nombrado gobernador de Banbaluna por el rey franco.