Año 854, 239 de la hégira

22

Mūsa se dedicó durante los meses siguientes a poner en marcha los proyectos que había ido planificando tras su nombramiento. Centró sus esfuerzos iniciales en afianzar los sistemas defensivos en la frontera, pero no solo lo hizo en el flanco septentrional, frente a los carolingios, o hacia el oeste, donde la amenaza provenía del rey de Asturias, sino que se ocupó también de asumir el control efectivo de medinas como Qala’t Ayub o Daruqa, en el flanco sur. Allí ordenó la construcción de un línea de fortalezas situadas en puntos estratégicos, cuya misión tuvo dificultades en explicar incluso a sus colaboradores más inmediatos.

En la primavera anterior había visitado una de aquellas nuevas fortalezas, situada en las cercanías del castillo de Qutanda, una tierra inhóspita y heladora aun cuando el invierno tocaba ya a su fin. Se encontraba ubicada en un páramo barrido por vientos gélidos, pero las aguas cristalinas procedentes del deshielo se deslizaban caudalosas por el río que lo atravesaba. Desde lo alto de la atalaya, Mūsa contempló el paisaje desnudo y las rústicas construcciones que empezaban a alzarse junto a la alcazaba para alojar a los colonos atraídos por la seguridad que ofrecían sus muros. La vega era amplia, y sin duda ofrecería buenas cosechas en el verano si los nuevos pobladores sabían sacar partido de aquella tierra fértil y bien irrigada. Tampoco las planicies que se extendían hacia el horizonte parecían un mal terreno donde producir el trigo y los cereales necesarios para la supervivencia. Decididamente era un buen enclave para construir algo más que un castillo defensivo. ¿Por qué no fundar en aquel lugar una nueva madinat?

Una sensación desconocida y placentera se apoderó de él al considerar la posibilidad. «¿Por qué no?», se repitió a sí mismo. Ofrecería incentivos para repoblarla, sufragaría a cargo de las arcas públicas la construcción de pozos, acequias, fuentes… y una nueva mezquita. Durante un momento estos pensamientos se agolparon en su cabeza, pero fue una idea concreta la que poco a poco se abrió paso: sí, quizá sí… podía ponerle su nombre. Aquel lugar recordaría a las generaciones futuras al hombre que ahora las contemplaba con emoción desde lo alto.

Si alguien hubiera estado presente mientras iniciaba el descenso por la empinada escalinata, habría visto su sonrisa de satisfacción. El nombre de la nueva ciudad se había materializado en su mente con una claridad que lo sorprendió: se llamaría Qala’t Mūsa. ¿Cómo, si no?

Con su ego satisfecho, inició el regreso a la capital, aprovechando para hacer alto en alguna otra de las fortalezas de camino hacia el norte, como la de Ossa o incluso en la finca de algún rico terrateniente que cultivaba cereales con los que comerciaba en Saraqusta. En la almúnya de Aisha, cuyo dueño había elegido el nombre de su esposa para denominar su hacienda, tuvo ocasión de conocer los interesantes pormenores del mercado del trigo y de la lana por boca de quien le ofrecía hospitalidad, en unas tierras que aún distaban dos jornadas de las riberas del Uādi Ibru.

En Saraqusta lo esperaban sus más directos colaboradores con una lista de asuntos que resolver, al parecer a cuál más urgente. Revisó los rollos de pergamino que descansaban sobre la gran mesa que presidía sus aposentos oficiales y reparó en uno de ellos. Apartó el resto con un gesto de urgencia para comprobar que el sello era, efectivamente, la marca de palacio, aunque no el sello real. Colocó su mano sobre la espalda de uno de los funcionarios y con firmeza lo empujó hacia la puerta, y con él a quienes lo precedían, ignorando sus protestas. Cerró la pesada puerta tras ellos para aislarse de sus murmuraciones, y con impaciencia rompió el lacre, extendió el escrito cuya caligrafía le resultaba tan familiar y leyó saltando las fórmulas de rigor del encabezamiento:

… Mi amado hermano en la fe, mi amigo Mūsa.

No sabes cuán grato resulta para mí ponerme una vez más en contacto contigo, porque ello me da ocasión no solo para mantenerte al corriente de asuntos que como gobernador de la Marca no debes desconocer, sino para darte cuenta de algunas noticias que seguro serán de tu agrado.

Sabrás que el asunto que ocupa todas las conversaciones en los mentideros de Qurtuba es la nueva rebelión contra la autoridad del emir por parte de los toledanos, que, fieles a su costumbre, parecen interpretar la algarabía propia del advenimiento de un nuevo soberano como clarín de sublevación.

Sabes que Abd al Rahman, para garantizar su conducta, tenía confinados en Qurtuba a un buen número de toledanos. Creo que recordarás la dar al raha’in, el enorme edificio donde eran custodiados junto con otros detenidos políticos procedentes de comarcas en las que son frecuentes las revueltas.

Pues bien, como debes conocer, los toledanos dieron la bienvenida al nuevo emir Muhammad con un golpe de fuerza, encarcelando al gobernador omeya de la ciudad… y no lo soltaron hasta que sus rehenes fueron libertados en Qurtuba.

Este éxito inicial redobló su audacia, y poniendo nutridas tropas en pie de guerra, las enviaron a recorrer el campo, al sur de Tulaytula, en dirección a Qala’t Raba cuya guarnición se vio obligada a evacuar la fortaleza.

Muhammad montó en cólera, y puedo asegurarte que fue así porque nadie de los que frecuentábamos al emir nos libramos entonces de sus accesos de mal humor. El pasado verano envió a su propio hermano, Al Hakam, a recobrar Qala’t Raba y a reconstruir las fortificaciones. Pero la actividad de los grupos de guerreros toledanos no cesó entonces, sino que han seguido arrasando granjas, e incluso hicieron caer en una emboscada a un ejército cordobés, que hubo de replegarse en plena derrota.

Si te pongo al corriente de estos acontecimientos es porque aquí en el alcázar se da por segura una aceifa contra Tulaytula que se llevaría a cabo a principios de este verano… y para la cual Muhammad piensa solicitar el apoyo de las coras. Quizás a estas alturas ya hayas recibido orden de movilización de tus tropas; si no es así, cuenta con ello. Que Allah os guarde.

Respecto a tu petición de traslado a Saraqusta, que me llenó de satisfacción por cuanto supone una demostración de confianza y amistad, te diré que hace tiempo albergo intenciones que no se alejan demasiado de tu ruego, pero tampoco se ajustan a él como el guante a la mano. Tengo más de sesenta años, y he pasado casi cuarenta de ellos en esta maravillosa ciudad de Qurtuba. He tenido el privilegio de disfrutar de la amistad de uno de los hombres más grandes que ha conocido el mundo, y mis ansias de juventud están ya plenamente satisfechas. He vivido en primera persona acontecimientos que marcarán la historia. Ni en mis más extravagantes sueños, allá en la orilla de mi añorado Uādi Ibru, hubiera podido imaginar una vida tan plena y satisfactoria. Por eso creo que ha llegado el momento de dar por finalizada esta etapa. Abd al Rahman, mi mentor, ha muerto, y aunque su hijo Muhammad mantiene conmigo el mismo trato deferente que su padre, la distancia entre generaciones se manifiesta de forma indudable.

Es mi deseo retornar a la tierra que nos vio crecer, y desarrollar allí, en los años que me queden de vida, algunos proyectos con los que he soñado todo este tiempo. Tú me diste la oportunidad de ampliar mi formación trasladándome a esta gran urbe donde escribo, y quiero ahora manifestarte mi agradecimiento aplicando algunos de esos conocimientos en aquella pequeña ciudad que tú también has hecho grande. Estaremos cerca, y podremos aún pasar juntos esos buenos momentos que la distancia nos ha impedido compartir.

Dedicaré los próximos meses a ultimar los asuntos que todavía me retienen junto al emir, y pronto tendremos ocasión de abrazarnos.

Que Allah proteja tus pasos e ilumine tus decisiones.

Escrito en Qurtuba el último día de Ramadán del año 239 de la hégira.

Mūsa quedó pensativo. La alegría que había despertado en él la última parte de la misiva quedaba empañada por la perspectiva de una nueva movilización. Cobraba ahora sentido una comunicación procedente de sus hombres en Banbaluna, según la cual Ordoño I había sido llamado por la numerosa comunidad mozárabe de Tulaytula para unir sus esfuerzos contra el emir. En principio lo había considerado una idea descabellada, pero la carta de Ziyab le daba un nuevo sentido: para Urdūn sería del mayor interés azuzar la guerra civil entre musulmanes, al margen de la ventaja que supondría para él conducir las operaciones contra el islam fuera de sus tierras.

Mientras depositaba el manuscrito sobre la mesa y se dirigía hacia la puerta para permitir el paso a sus impacientes funcionarios, se prometió enviar un correo a Galindo en cuanto tuviera ocasión.

Como Mūsa temía, la información de Ziyab no había errado. A mediados del mes de Dul Hiyah, bien entrada la primavera, tenía sobre la mesa la orden de movilizar a sus tropas y acudir a Tulaytula para reunirse con el resto de las fuerzas procedentes de Qurtuba. La llamada de auxilio a los gobernadores de las kūrah indicaba a las claras que Muhammad no esperaba enfrentarse tan solo a la resistencia de un grupo de rebeldes. Y parecía confirmar la posibilidad de que los yilliqiyin, a las órdenes de Ordoño, se disponían a acudir a la llamada de sus correligionarios.

—Padre… ¿qué es lo que te preocupa?

Lubb y Mūsa cabalgaban por el arrabal supervisando los nuevos asentamientos extramuros de la ciudad. Mūsa no respondió inmediatamente, y Lubb insistió.

—No creo que sea la simple llamada a nuestras tropas lo que ha cambiado de esta forma tu estado de ánimo en los últimos días. Hay algo más… ¿no es cierto?

Esta vez Mūsa no tuvo más remedio que buscar una respuesta.

—Mi trabajo aquí no había hecho más que empezar…, y ahora habrán de aplazarse los grandes proyectos de los que habíamos hablado.

Lubb esbozó una sonrisa.

—Como quieras —repuso con un gesto de decepción, dejando patente que no creía las palabras de su padre. Arreó a su caballo y se adelantó unos codos.

Mūsa no tardó en ponerse de nuevo a su altura. Hacía tiempo que observaba en su hijo una actitud de despecho y desconfianza, y de ninguna manera deseaba darle más alas.

—Es tan solo un temor…, un presentimiento. Simplemente no quería hablar de ello.

—Es por García, ¿no es cierto?

Mūsa miró a su hijo con asombro.

—Temes que García Íñiguez y los vascones se sumen a las tropas de Ordoño… y debas enfrentarte al hijo de tu hermano.

—Veo que has aprendido a atar cabos y a tener en cuenta todas las posibilidades…

—He aprendido a interpretar el estado de ánimo de mi padre, y sé que una simple batalla no es motivo suficiente para arredrarlo… a menos que haya algo más.

—Las noticias de Banbaluna hablan de una alianza en ciernes entre García y Ordoño. Incluso han llegado rumores del interés de ambos en sellar tal alianza con un matrimonio entre García y Leodegundia, la hija de Ordoño.

Lubb enderezó su espalda en un gesto de sorpresa.

—Y no sería de extrañar que decidieran acudir juntos a la llamada de los toledanos.

—Sé que el obispo Willesindo así se lo está exigiendo a tu sobrino. Lo plantea como la obligación moral de defender a los cristianos de Al Ándalus. Él también está influenciado por las cartas que recibe de Eulogio relatándole a su manera lo que sucede en Qurtuba.

—Los mártires voluntarios…

Mūsa asintió con la cabeza.

—Los propios rebeldes toledanos utilizan el descontento de los mozárabes para azuzar a la población, aunque sus fines, en caso de alzarse con la victoria, no sean tan altruistas.

—Pero los lazos que unen a nuestras dos familias… —replicó Lubb.

—Me temo que esos lazos se rompieron definitivamente cuando murió Enneco. Y Willesindo ha sido más inteligente que yo… ha sabido ganarse la voluntad de García.

—Sin embargo, como dices, todo esto es tan solo una posibilidad, roguemos a Allah para que no llegue a materializarse.

—Que Allah escuche tus palabras —sentenció Mūsa, e hizo una pausa—. Hay otra cosa que debes saber: tú me acompañarás a Tulaytula y te harás cargo del mando del ejército de la Marca.

El largo viaje hasta las inmediaciones de Tulaytula tuvo lugar durante los cálidos días previos al verano. Las suaves temperaturas y los verdes parajes que atravesaban después de las lluvias de primavera habrían permitido disfrutar de aquellas jornadas de haber sido otro el destino que los esperaba. La leva se había realizado sin demasiadas dificultades, y habían tratado de agrupar a los hombres en sus respectivas unidades de acuerdo con su procedencia: Uasqa, Larida, Qala’t Ayub y Daruqa, la propia Saraqusta y las tropas de los Banū Qasī procedentes de Tutila y las tierras ribereñas del Uādi Ibru.

Las recuas de mulas y las columnas interminables de soldados avanzaban por un terreno que no estaba embarrado, como en la recién terminada época de lluvias, ni cubierto del polvo propio de la canícula. Se abastecían en parte de las viandas que transportaban y en parte de lo que la intendencia que precedía a la columna se encargaba de mercadear en las aldeas y ciudades que atravesaban.

A mediados de Muharram, las avanzadillas informaron del contacto con el ejército de Muhammad, que avanzaba por la antigua vía romana en dirección a Tulaytula. Siguiendo las indicaciones de los hombres enviados por el emir se dirigieron hacia el sur hasta llegar a la madinat de Al Munastir, a tan solo una jornada de la ciudad declarada en rebeldía. El reencuentro entre Mūsa y el soberano se produjo en la haymah donde este se alojaba, pero Muhammad hizo pocas concesiones a la diplomacia y al protocolo. Tras un breve repaso en privado a la situación en la Marca y a los últimos acontecimientos en Qurtuba, el emir ordenó llamar a sus generales. Lubb y sus oficiales también se incorporaron a la decisiva reunión en la que debía trazarse la estrategia militar que marcaría las acciones de su inmenso ejército en los días posteriores.

Mūsa vio entrar a su hijo mayor en el espacioso recinto acompañado por un chambelán que probablemente les había informado del protocolo a seguir. Con un rápido vistazo se hizo cargo de la situación, pero un gesto de desconcierto deformó por un momento sus facciones al mirar a los hombres que esperaban sentados en cómodos divanes en un lateral del pabellón. Se acercó al emir y se inclinó ante él con corrección, pronunciando las palabras de saludo posiblemente sugeridas por el funcionario, a las que Muhammad respondió con brevedad y cortesía. Pero al regresar al lugar que se le había reservado, su mirada se desvió de nuevo hacia el grupo de generales cordobeses situados a la derecha de Mūsa, y de nuevo su rostro se descompuso.

Lubb ocupó su lugar, y su padre se acercó a él tratando de mantener el cuerpo erguido y la mirada al frente.

—¿Qué ocurre? —preguntó con voz queda.

—¿Has observado al hombre que tienes a tu derecha, tres puestos más allá?

Mūsa giró su cabeza lentamente, pero los generales cordobeses sentados a su lado se interponían en su campo de visión. Mientras el emir daba comienzo a las deliberaciones, adelantó su cuerpo en un movimiento que pretendía ser casual y volvió la cabeza. Al pronto reconoció las facciones del hombre allí sentado y el llamativo parche negro que cubría su ojo izquierdo.

—Harith ibn Bazi, ¿no es cierto?

Lubb hizo un gesto afirmativo. A ninguno de los dos le resultaba difícil recordar al hombre que diez años atrás había apresado y humillado a Lubb en Al Burj. Un hombre al que después habían capturado en Balma tras perder su ojo izquierdo, y cuya liberación negoció el propio Muhammad. Ahora volvía a ocupar un lugar destacado entre los generales de Qurtuba.

Muhammad acababa de ceder la palabra a uno de sus jefes militares, que se había puesto en pie e iniciaba sus explicaciones.

—Por nuestros informadores, sabemos que el contingente de los yilliqiyin, que ha venido a reforzar a una de por sí poderosa y animosa guarnición, se encuentra ya al abrigo de los muros de Tulaytula. Al parecer lo dirige el propio hermano del rey de los politeístas, un hombre llamado Gastón, adornado con el título de conde.

Un suave murmullo llenó la pausa que siguió a sus palabras.

—Todos conocéis la ubicación de la ciudad y sabéis que su orografía y sus fortificaciones hacen imposibles el cerco y el asalto sin sufrir un número inaceptable de bajas.

—¿Y qué alternativa tenemos? ¿Dar batalla en campo abierto? —preguntó otro de los generales.

—Esa es la otra posibilidad, tú lo has dicho.

—¿Y cómo atraeremos a los toledanos a una lucha en campo abierto? ¿Qué hay que pueda convencerlos para salir de su seguro parapeto?

El primer general no respondió, y Mūsa aprovechó la pausa para intervenir, dirigiéndose a él.

—Conozco la ciudad de Tulaytula, y sé que tienes razón en tus apreciaciones. El ataque directo no es posible, ni siquiera con una gran superioridad de fuerzas. Es necesario buscar otras opciones. Si existe un lugar adecuado, no considero imposible atraerlos hasta él. Creo conocer bien a Ordoño I y a su ejército, y sé que deben estar ávidos de victoria y de botín.

—Quizás ese lugar existe…

Un hombre de mediana edad se había puesto en pie.

—Habla —dijo el primer general, y dirigiéndose en especial a Mūsa explicó—: Es el 'amil de esta alcazaba, y conoce bien el terreno.

—Antes de llegar a la sierra de Nambroca, hay un arroyo, el único curso de agua que atraviesa esta planicie: el Uādi Salit. Está a solo tres horas de Tulaytula. Nada más cruzar el camino de Al Munastir, el arroyo se curva hacia el oeste y se hunde entre los montes. Es un buen parapeto natural, donde se puede ocultar un ejército completo.

—Enviad un destacamento a la zona e inspeccionad el terreno —ordenó Muhammad—. Mañana al anochecer quiero que se me informe.

Faltaban cinco días para el fin del mes de Muharram, ya cercano el estío, cuando el propio emir de Qurtuba partió en dirección a Tulaytula con varias unidades de su ejército, que no alcanzaban a sumar dos millares de hombres. Poco después del mediodía, habían rebasado la pequeña sierra de Nambroca, y quedaron a la vista de los vigías y las avanzadillas de los toledanos, que no tardaron en dar la voz de alarma. Montaron el campamento dispuestos a pasar la noche y a esperar los acontecimientos que deberían producirse durante la mañana siguiente.

Las tropas de la Marca, comandadas por Lubb, unieron sus fuerzas al grueso del ejército de Muhammad, que quedó parapetado tras las montañas a orillas del arroyo. Aquella noche, Mūsa apenas fue capaz de conciliar el sueño. En un inquieto duermevela, surgieron en su mente vividas imágenes en las que se veía a sí mismo en el campo de batalla. Frente a él aparecía la efigie inconfundible de García Íñiguez, que se arrojaba contra él a lomos de su caballo, azuzado por un fantasmal ser cuyos rasgos coincidían con los del obispo Willesindo. Mūsa se vio a sí mismo alzando la espada antes de descargar un golpe certero que seccionaba limpiamente la garganta de su sobrino. Nada podría convencerlo de que lo que tenía ante sus ojos no era real: bajó del caballo y en su pesadilla se lanzó sobre el cuerpo inmóvil, tratando de taponar con sus manos la incontenible hemorragia. Solo cuando el cuerpo quedó lívido y exánime, Mūsa se miró las manos manchadas con la sangre de su sangre y lanzó un aterrador grito de angustia con el que despertó en mitad de la noche, respirando afanosamente y envuelto en sudor. Alguien lo tomaba del brazo.

—¡Padre! ¡Despierta, padre! ¡Tranquilízate! —decía Lubb con suavidad.

Durante la oración de la mañana en el campamento, poco antes del amanecer, Mūsa rogó a Allah con todas sus fuerzas que los vascones no se hubieran unido a las tropas de Ordoño. A esa misma hora, Muhammad disponía sus unidades para la probable confrontación. Sabía que los toledanos habrían sido informados del escaso número de efectivos que los atacaban, y la tentación de salir a aplastarlos debía ser fuerte. Cuando el disco del sol asomaba ya tras los montes situados a su derecha, una enorme excitación se apoderó de él. Desde su puesto de observación en lo alto de un leve promontorio, bajo la lona de una pequeña pero suntuosa tienda de campaña, vio aparecer entre la bruma de la mañana los extremos de los estandartes que portaba la vanguardia de los yilliqiyin. ¡Iban a atacar, después de todo!

Impartió órdenes a sus generales para que comenzaran los movimientos de tropas necesarios para afrontar la lucha. Las instrucciones eran precisas: soportar el primer ataque de las huestes rebeldes hasta recibir la señal para el repliegue. Las primeras líneas musulmanas estaban compuestas por voluntarios que rivalizaban entre sí por enfrentarse a los cristianos y, a pesar del riesgo cierto de morir, avanzaban dispuestos a dar su vida si era necesario en la guerra santa contra los infieles. Su arrojo procedía de la certeza, sabiamente afianzada por las enseñanzas de los imanes y alfaquíes que acompañaban al ejército, de que su recompensa inmediata sería el Paraíso. A juzgar por los gritos salvajes, casi inhumanos, que salían de aquellos cientos de gargantas, entregadas en una especie de embriaguez de lucha y violencia, parecía que su mayor interés era acortar aquel tránsito. Tampoco los oponentes se mostraban escasos en ansias de combate, arengados por sus oficiales, estimulados a la batalla y confortados por los capellanes del ejército.

Desde el lugar que ocupaba, el emir contempló imperturbable el choque brutal. La primera línea cristiana penetró en cuña entre las fuerzas cordobesas abriendo una gran brecha en la formación. Al griterío ensordecedor y a los tambores de guerra se sumaron el sonido del entrechocar de sables y cimitarras, los terribles golpes de las mazas contra los escudos y las lorigas, el relincho aterrado de los caballos y el silbido mortal de las saetas.

La superioridad de los habitantes de Tulaytula reforzados por los asturianos resultó evidente ya tras la primera refriega, pero se hacía necesario mantener la posición. Una retirada demasiado precipitada podría poner al hermano de Ordoño ante la sospecha de un engaño. El sacrificio de aquellos hombres no parecía alterar el gesto del emir, que contemplaba la escena a lomos de su caballo en lo alto del cerro, a menos de una milla de la atalaya que ocupaban el conde Gastón y algunos de sus caballeros.

Solo cuando la batalla pareció quedar sentenciada, Muhammad y su séquito se pusieron en marcha iniciando la retirada. Tras la llamada de las trompas, que atronaron la llanura, la caballería del emir acudió al lugar del combate con la intención de mantener a raya a la infantería cristiana mientras el ejército seguía los pasos de su soberano en dirección a la cercana serranía.

Los pendones y estandartes cristianos se alzaron hacia lo alto en señal de victoria, acompañados de gritos de triunfo y vítores dirigidos al conde Gastón, que seguía apostado en su observatorio rodeado por sus oficiales. Mientras la caballería musulmana comenzaba el repliegue protegiendo la huida de los hombres a pie, Gastón ordenó recomponer sus fuerzas y atender a las bajas. El grueso de su ejército seguía intacto, y de ninguna manera iba a permitir que Muhammad huyera privándole de una victoria total y de un suculento botín.

Poco después del mediodía, miles de efectivos se precipitaban tras el ejército musulmán en desbandada por el camino que conducía hasta Al Munastir. Vadearon el Uādi Salit, que discurría entre las elevaciones de la pequeña sierra cubierta de maleza, y se disponían a continuar la marcha hacia terreno abierto cuando desde ambos flancos se precipitó sobre ellos una marea humana imposible de cuantificar. Cuando Gastón comprendió que había sido objeto de una emboscada, fue tarde para reaccionar y tratar de organizar la defensa. La caballería musulmana cayó sobre sus hombres de forma aplastante, y el arroyo pronto se convirtió en una corriente de color escarlata.

Mūsa contempló la llegada de las tropas cristianas desde su puesto de observación en mitad de la ladera, y agradeció hallarse firmemente asentado sobre la grupa de su caballo cuando tras los riscos vio aparecer el estandarte azul… con una cruz blanca que destacaba sobre el fondo: la cruz de Enneco Arista. A pesar de la distancia, reconoció sin duda los rasgos familiares de García, que cabalgaba protegido por su escolta al lado del conde de los yilliqiyin. Una sensación de náusea se apoderó de él aun antes de que el emir diera la orden de lanzar el ataque, y en ese momento empezó a contemplar lo que sucedía a su alrededor en un estado de aturdimiento e irrealidad. Las tropas de los Banū Qasī procedentes de la Marca luchaban junto al emir al mando de Lubb, probablemente ajeno a la presencia de los vascones entre aquel gran ejército que se precipitaba hacia su perdición.

Mūsa no recordaría las horas que siguieron hasta el anochecer sino con trazos confusos. Supo que había descendido hasta el fondo del valle cuando los gritos de guerra comenzaron a apagarse y quedaron sustituidos solo por lamentos de dolor y de agonía. Vio a los hombres del emir separando los cuerpos de sus cabezas, que pronto comenzaron a formar un montículo macabro y grotesco. El escaso caudal del riachuelo a duras penas podía abrirse paso entre la masa gelatinosa de sangre coagulada. Uno de los cabecillas, entre los alaridos y la borrachera de sangre que invadía a los vencedores, comenzó a trepar por aquella pirámide de cabezas cortadas resbalando y tropezando, cubierto de sangre por completo, hasta que alcanzó la cúspide a la altura de dos hombres y plantó una pica rematada por una media luna y un pendón manchado del mismo color rojo que lo teñía todo a su alrededor, un pendón que poco antes había sido del color blanco que representaba a los omeya.

Al rememorar posteriormente aquellos momentos, se veía a sí mismo volteando los cadáveres descabezados con la esperanza de no identificar los ropajes del rey vascón, su sobrino. Identificó a algunos soldados vascones, pero de baja condición, a juzgar por su indumentaria. Cuando llegó al pie del montículo de cabezas, rodeado ya por un nauseabundo revuelo de moscas, comenzó en su desesperación a tomar alguna de ellas por el cabello para enfrentarse a sus expresiones de horror con el inútil propósito de descartar la presencia del hijo de su hermano. Impotente ante una tarea imposible, cayó de rodillas y se cubrió el rostro con las palmas ensangrentadas mientras un llanto incontenible sacudía todo su cuerpo.

Recordaba que unas manos lo habían agarrado por los hombros, y reconoció la voz familiar de Lubb, que le obligaba a ponerse en pie y, entre palabras tranquilizadoras, lo conducía hasta una montura.

—García vive, padre. Y también Gastón. Sus guardias los han sacado de este infierno y los han conducido de vuelta a Tulaytula.

Mūsa miraba confundido a su hijo, hasta que al final esbozó un gesto que podía parecer una sonrisa y asintió con la cabeza al tiempo que cerraba los ojos.

Las tropas de Muhammad y los Banū Qasī se preparaban para iniciar el regreso a sus lugares de origen. El emir había considerado suficiente el escarmiento dado a los rebeldes, y decidió no atacar Tulaytula inmediatamente, en contra de la opinión de algunos de sus generales. Pero antes de retornar a Qurtuba fue informado de que la ciudad había sido evacuada por los rebeldes y las tropas del norte regresaban diezmadas a sus territorios.

La noche anterior a la partida, Muhammad reunió a todos sus generales en la alcazaba de Al Munastir, donde ofreció un suculento banquete amenizado como era habitual en la corte. No faltaron los músicos y las bailarinas, pero quien recabó la atención de todos los presentes fue el admirado y polifacético poeta Ibn Firnás, de quien el emir no podía prescindir, hasta el punto de hacer que lo acompañara en todas sus expediciones.

Tras la cena comenzó a recitar sus celebradas composiciones, hasta que Muhammad lo detuvo y se dirigió a él.

—Sorpréndenos con tu talento, y haz una glosa de la victoria que acabamos de ofrecer al Todopoderoso.

Ibn Firnás era un hombre de porte elegante y refinados moda les que rozaría la cincuentena. Su aspecto resultaba chocante para Mūsa, pero uno de los comensales aclaró que aquella era la última moda en Qurtuba, un estilo inspirado en la corte de Damasco que el músico Ziryab se encargaba de imponer entre la jassa cordobesa. Ibn Firnás esbozó una sonrisa y carraspeó alzando la vista a lo alto, de forma teatral. Lentamente, elevando la voz a medida que improvisaba cada verso, comenzó a recitar:

Discordes las voces, el ejército marcha unido, devorando los campos, engrosado por las tribus, en orden cerrado.

Cuando en él brillan las espadas, semejan relámpagos que aparecen y se esconden entre nubes.

Las banderas, en alto, al flamear,

parecen bajeles en un mar donde no es posible navegar a remo.

Si muelen sus molinos, su eje

es la inteligencia de un rey experto y virtuoso

que se llama Muhammad, como el Sello de los Profetas,

y que exceden a toda descripción cuando son descritos reyes.

Por su causa, el martes por la mañana,

apenas el alba había descorrido el velo nocturno,

los dos montes del Wad al Salit lloraron y gimieron

por el grupo de esclavos y la partida de incircuncisos;

el grito de la muerte los llamó, y acudieron a él

como al punto acuden los escarabajos al estiércol.

El último verso provocó la risa en los comensales, que hasta entonces habían permanecido en completo silencio. Hizo una pausa para comprobar el efecto que su improvisación hacía en los presentes, y descubrió caras de asombro y admiración. También el emir sonreía satisfecho, así que se dispuso a reanudar la declamación.

Solo les lanzó una parte del ejército

y aquellos volvieron las espadas, como hace una turba inerme.

Los mawalí, furiosos, cerrando contra ellos,

parecían halcones dispersando bandadas de grullas.

¡Por mi vida! Eran dragones guerreros, cuando cargaban

en filas cerradas contra un monte de fuertes defensas.

El hijo de Yulyus, huyendo, decía a Musa:

«Veo la muerte ante mí, debajo de mí, detrás de mí.»

Les hemos matado mil y mil hombres, más otros tantos,

y mil y mil después de mil y mil más,

además de los que se ahogaron tragados por las aguas del río, o se despeñaron en sus escarpadas orillas.[46]

Tras un momento, todos los reunidos estallaron en aplausos y carcajadas, y algunos de los comensales rodearon al poeta para felicitarle por su destreza. Luego la música del laúd ocupó el lugar de los versos y se reanudaron las animadas conversaciones en corrillos. Musa se encontraba junto a varios generales cordobeses, atendiendo sin ganas al relato exaltado de sus acciones durante la reciente batalla, cuando se vio sorprendido por uno de los chambelanes del emir, que se había acercado a él.

—El emir desea que acudas a su lado.

—Excusadme —dijo Mūsa a sus interlocutores alzando las cejas con un gesto de extrañeza.

El soberano había despedido de su lado a quienes habían compartido aquellas viandas con él, y con un gesto indicó a Mūsa que tomase asiento en el diván contiguo.

—Si he de serte sincero, te diré que me extrañó la actitud que mostraste en el Uādi Salit.

Mūsa no esperaba aquel abrupto comienzo, y se dispuso a responder, pero Muhammad lo interrumpió alzando la mano.

—Me he informado de los motivos que te llevaron a aquello. Y he de decirte que estoy sinceramente impresionado. Si alguien albergaba un resto de duda sobre tu fidelidad a mi persona, ha quedado despejada. El arrojo de tus tropas contra los hombres de tu propio sobrino ha sido objeto de admiración para mis mejores generales.

—No era yo quien conducía a esas tropas, sino mi hijo Lubb.

—Estoy al tanto.

—Hubiera dado una mano, mi señor, por no haber tenido que enfrentarme a combatientes de mi propia sangre.

—Estoy seguro de ello. Y por eso valoro especialmente lo sucedido.

El emir hizo una pausa, y prosiguió al fin:

—He observado a tu hijo Lubb, y parece ser un digno hijo de su padre.

—Lo es, mi señor. No puedo estar más orgulloso de él.

—Por ello he pensado en él para ocupar un cargo de responsabilidad. Es un nombramiento que debo dejar resuelto antes de mi partida.

Mūsa enarcó las cejas en un gesto involuntario de extrañeza.

—Sí, es lo que estás pensando… Debo nombrar un gobernador de confianza para Tulaytula. Llámalo, quiero que se acerque.

Una vez más, la noticia de la victoria precedió a las tropas que regresaban triunfantes. El heraldo, sin embargo, no era un trozo de pergamino, ni la voz de un correo que proclamara en voz alta, sino aquellas cabezas cortadas que ahora los recibían ensartadas en largas picas. Y eso a pesar de que la mayor parte habían sido saladas y cargadas en carretas para su traslado a Qurtuba, desde donde habrían de llegar a las coras como señal de inicio de las fiestas de celebración que en toda Al Ándalus, pero especialmente en la capital, serían largas y fastuosas.

Mūsa regresaba cansado, de nuevo al mando de sus tropas tras el nombramiento de Lubb como gobernador de Tulaytula. Y esta vez no era tan solo el agotamiento del cuerpo después de una dura campaña. El enfrentamiento contra el hijo de su propio hermano en el campo de batalla había supuesto una auténtica sacudida para él… Había sabido que ni Galindo ni el esposo de su hija Auriya habían acompañado al rey García en su desgraciada empresa, pero desde el momento en que vio aparecer por aquel desfiladero el estandarte azul de los vascones se había desencadenado en su mente una revolución interna que ni los halagos tras la victoria ni la perspectiva del regreso a la tranquilidad de su tierra conseguían apaciguar.

Con ese ánimo turbado soportó la recepción que le tributaron sus súbditos al hacer su entrada en Saraqusta. Solo hubo una persona que comprendía cuál era su estado y que con delicadeza lo rescató del bullicio de la celebración para consolarlo en la intimidad de su alcoba. Assona supo encontrar, como siempre había hecho, las palabras adecuadas para traer de nuevo la calma a su espíritu y las lágrimas derramadas sobre el pecho de su esposa fueron para él el mejor bálsamo. Sobre las delicadas sábanas que aquella inigualable mujer había preparado para recibirlo, Mūsa se vació de todo cuanto lo había atormentado, y por primera vez en las últimas semanas experimentó un sentimiento parecido a la felicidad.

—Hay algo más que debes saber —dijo Assona con una sonrisa, acariciando los cabellos de su esposo—. Algo que seguro te va a alegrar.

Mūsa hizo un gesto inquisitivo, y luego negó con la cabeza.

Assona rio, pero continuó en silencio.

—¿De qué se trata, mujer? Habla o… —bromeó colocándose sobre ella en posición amenazante.

—Está aquí.

—¿Aquí? ¿Quién?

De pronto el gesto de desconcierto de Mūsa se transformó en otro de comprensión, y su rostro se iluminó.

—¡Ziyab! Es eso, ¿no es cierto? —casi gritó.

Assona asintió sin hablar. De repente Mūsa tomó su cabeza entre las manos y la obsequió con un sonoro beso de agradecimiento. Assona estalló en una alegre carcajada.

—¿Dónde está? ¿Dónde se aloja? ¿Cómo no ha acudido a saludarme?

—Tranquilízate —rio Assona—. No se encuentra en Saraqusta.

El rostro de Mūsa se transformó con una mueca de desencanto.

—Hace unas semanas que llegó a Tutila, y envió un correo anunciando su regreso.

Mūsa despachó en los días siguientes los asuntos más urgentes que lo esperaban en las dependencias de la administración, sin hacer demasiado caso del hervidero de funcionarios que se disputaban su atención. Se alegró al comprobar que, en su ausencia, Mutarrif se había encargado de llevar adelante con buena mano los asuntos de la ciudad, y decidió que pondría su capacidad a prueba unos cuantos días más, de forma que, una semana después de su regreso, y a pesar de la infernal ola de calor que azotaba el país, partió hacia Tutila. Lo acompañaban Fortún, que había acudido a recibirlo a Saraqusta al saber de su regreso, y una pequeña escuadra de guardias a caballo.

Viajaron a galope, y Mūsa solo accedió a hacer un breve descanso en uno de los sotos del río durante las horas centrales del día para escapar del sol inclemente que los azotaba y permitir el refresco de los animales. Con el astro a punto de ocultarse, atravesaron el viejo puente de madera que cruzaba el Uādi Qalash ante la Puerta de Saraqusta. Deliberadamente, no había anunciado su llegada, y sonrió ante la expresión de sorpresa de los guardias que prestaban servicio en el principal acceso a la ciudad.

Conociendo a Ziyab como lo conocía, no hubo de preguntar a Fortún por su paradero más que para confirmar lo que ya suponía. Acompañado por tan solo dos hombres de escolta caminó por las conocidas calles de la ciudad hasta llegar al viejo taller de carpintería donde tantas tardes de su infancia había pasado en compañía de su amigo. El estado de la casa era lamentable, y la estructura del edificio a duras penas se mantenía en pie. Levantó con dificultad la vieja aldaba y la dejó caer dos veces. Al principio no ocurrió nada, pero un instante después se oyeron pisadas en el interior seguidas inmediatamente por un «¿Quién va?». La emoción al escuchar de nuevo aquella voz debía reflejarse en el rostro de Mūsa cuando Ziyab abrió la parte superior de la puerta de dos hojas y los dos hombres quedaron frente a frente. Mūsa, sonriente, contempló a su viejo amigo, plantado allí, delante de él, con los brazos abiertos y las palmas de las manos extendidas. La expresión de asombro de Ziyab dejó paso a la urgencia por abrir la parte inferior de la puerta. Lo hizo sin apartar la vista de su visitante, pero sin pronunciar palabra. Cuando salvó el único obstáculo que los separaba, Ziyab y Mūsa se fundieron en un abrazo, y así siguieron durante un buen rato sin que ninguno de los dos rompiera el silencio.

—¡Mūsa! ¡Mi viejo amigo! ¡No sabes cuánto tiempo he deseado hacer esto! —exclamó Ziyab al fin.

La emoción le impedía articular las palabras con claridad.

—He venido en cuanto he sabido que estabas aquí —dijo Mūsa relajando el apretón que amenazaba con cortarles la respiración a ambos. Se separó ligeramente y tomó a su amigo por los brazos. Los ojos de los dos hombres estaban arrasados por las lágrimas.

—¡Diez años desde la última vez!

—Nueve años y nueve meses —corrigió Ziyab, esbozando una sonrisa.

—¡Cuánto hemos cambiado, viejo amigo!

Ziyab asintió con una sonrisa.

—Nos hemos convertido casi en unos ancianos. ¡Mira mi cabello!

Mūsa dirigió la mirada hacia el interior de la vivienda.

—¿Has estado alojado aquí desde tu llegada?

—En la vieja carpintería —asintió Ziyab—. Lo necesitaba.

—Haremos que la reconstruyan si es tu deseo, pero ahora iremos a la residencia del valí. Te alojarás allí hasta que te establezcas definitivamente —dijo tomándolo del codo.

Caminaron juntos por las intrincadas callejuelas en dirección al río, deteniéndose cuando alguno de los sorprendidos vecinos reconocía a Mūsa. Nadie reconoció a Ziyab.

—Al parecer he cambiado todavía más de lo que pensaba —bromeó.

—Es toda una vida…, ¿acaso has reconocido tú a alguno de ellos?

Ziyab negó con la cabeza, sonriendo.

—Sin embargo, todo me resulta tan familiar…, despierta en mí tantas sensaciones.

Llegaron a la pequeña plaza que servía de antesala a la mezquita y se detuvieron. Ziyab se sentó en un pequeño poyo de piedra, y con su mano derecha indicó a Mūsa que hiciera lo mismo.

—Es curioso…, en mi recuerdo esta plaza era mucho más grande.

Mūsa sonrió, sabiendo a qué se refería.

—¿Por qué has vuelto?

Ziyab no respondió inmediatamente. Levantó la vista hacia lo alto del alminar, que se alzaba orgulloso ante ellos, y reflexionó sobre la pregunta antes de comenzar a hablar.

—Supongo que tras la muerte de Abd al Rahman han cambiado demasiadas cosas en Qurtuba. Seguía disfrutando del aprecio y del respeto de su hijo, pero los cambios en la corte me exigían un esfuerzo de adaptación que ya no me resultaba sencillo. Además, hace ya tiempo que deseaba establecerme en un lugar más tranquilo, llevar una vida relajada, al margen del fragor de la política.

—Sin embargo, renuncias a todo lo que habías construido en el alcázar… la biblioteca, el taller de copia, aquella efervescencia en todas las ramas de las artes y las ciencias que te mantenía subyugado… Con tu posición, podrías haberte retirado a una lujosa almúnya junto al río sin tener que renunciar a todo aquello…

—¿Y quién te dice que he renunciado a ello? —respondió Ziyab riendo—. Un cargamento de libros espera en el alcázar la orden para su traslado hasta aquí. En realidad es una verdadera biblioteca, que he ido completando durante todos estos años, de la mano de Abd al Rahman. Ya conoces el mercado de libros de Qurtuba: es único en Occidente. Se pueden adquirir ejemplares procedentes de todo el orbe, desde tratados filosóficos de los autores griegos a las últimas obras de los médicos árabes de Siria. Además, el enorme interés del emir por todos los asuntos del saber y sus relaciones con las cortes orientales han hecho llegar hasta Qurtuba obras del saber universal que no están al alcance sino de unos pocos elegidos; y yo he sido uno de ellos. He tenido la oportunidad de disponer de un auténtico ejército de los mejores copistas e iluminadores trabajando para mí.

—¿Para ti? —interrumpió Mūsa extrañado.

—Sí, conseguí del emir el privilegio de obtener copia de todas aquellas obras que fueran de mi interés. Así he formado una magnífica biblioteca. Puedo decirte que en Qurtuba espera un auténtico tesoro. Y por ello necesito tu ayuda. Sé que comprendes y valoras la importancia de lo que te estoy contando, y por ello te puedo pedir esto. El alojamiento de tales obras debe ser adecuado, y estar a la altura de lo que contienen sus páginas.

—¿Has pensado en algo? La mezquita no dispone de mucho más espacio que el que ya dedica a la enseñanza y a la conservación de los textos que ya posee.

—Bien, ese es precisamente uno de los proyectos de los que te hablé. Me gustaría fundar un taller de copia de manuscritos, que albergaría también mi biblioteca. Yo me dedicaría a la enseñanza. Te aseguro que el legado que aportaré será una base suficiente para convertirla en una de las mejores bibliotecas de Al Ándalus, no tanto por la cantidad como por la calidad de sus volúmenes.

Mūsa sonrió, viendo que su amigo no había necesitado meditar su respuesta. Tenía planes bien trazados.

—He observado en Saraqusta un aumento de viajeros procedentes de Oriente, que llegan remontando el Uādi Ibru, de la misma forma que muchos saraqustíes parten hacia allí con el objeto de ampliar sus conocimientos y su formación.

—Aspiro a que esos viajeros no se queden en Saraqusta, sino que continúen hasta Tutila. Ese intercambio cultural siempre enriquece a quienes lo practican. Y creo que no solo atraerá a estudiosos árabes, sino también cristianos. En Qurtuba he tenido ocasión de mantener contactos con obispos y abades, y sé que están muy interesados en el intercambio de volúmenes, sobre todo de los clásicos griegos. Aunque algunos me han hecho saber su interés por ciertos autores árabes. El abad de Leyre es un buen ejemplo de lo que te comento, Mūsa. Tú tuviste ocasión de conocerlo y tratarlo en varias ocasiones, ¿no es así?

—Sí, es cierto —confirmó—. Recuerdo el asombro de ese mozárabe cordobés, Eulogio, al comprobar la riqueza de los volúmenes atesorados en el monasterio. ¿Qué ha sido de ese hombre? No parecía hallarse muy satisfecho de sus condiciones de vida en Qurtuba —ironizó.

—Ya sabes que hace dos años se celebró un Concilio que fue presidido por Recafredo, el obispo metropolitano, en el que se decidió prohibir a los cristianos de toda Al Ándalus buscar el sacrificio voluntario, susceptible de ser interpretado como una especie de suicidio, y como tal, condenable por la Iglesia. Y al mismo tiempo fueron detenidos los jefes del partido extremista mozárabe, entre ellos Eulogio y el obispo de Qurtuba.

—Pero eso no bastó para calmar la situación, ¿no es cierto?

—No, de hecho hubo más condenas a muerte contra cristianos que tuvieron la osadía de lanzar imprecaciones contra el islam en plena mezquita mayor. Fueron ejecutados solo una semana antes de la muerte de Abd al Rahman.

—Y su muerte repentina sería considerada una venganza del cielo…

Ziyab sonrió.

—Así fue. Lo cierto es que, con el advenimiento de Muhammad, Eulogio fue puesto en libertad y salió de la ciudad. Durante un tiempo residió en Tulaytula, donde la comunidad mozárabe era numerosa y no tuvo dificultad para encontrar un auditorio atento. Incluso fue propuesto para el cargo de metropolitano de la ciudad, pero la elección no fue ratificada por el emir. Así que Eulogio estaba en Tulaytula cuando la ciudad se declaró en rebeldía.

—¡Eso explica la llamada a Ordoño y a García Íñiguez! Eulogio había conocido al obispo Willesindo y a García durante su estancia en Leyre…

Ziyab afirmó con un gesto de la cabeza.

—Mientras tanto Eulogio regresó a Qurtuba, pero allí sufrió la decepción amarga de ver que sus más fervorosos partidarios, ganados por el cansancio, se mostraban dispuestos a renunciar a su actitud. Así que se dio de nuevo a la predicación secundado por su amigo Álvaro, y volvió a cundir la agitación en la capital.

—¿Y Muhammad consintió tal cosa?

—En absoluto. No tenía los mismos escrúpulos que su padre para emplear la fuerza e hizo demoler el Monasterio de Tábanos, que consideraba el principal foco de la oposición.

La llamada del almuédano a los fieles, que brotaba sobre sus cabezas, interrumpió la conversación. Ziyab, con los ojos cerrados y expresión serena, escuchaba con deleite la voz del joven discípulo del imām.

Allahu Akbar.

Ash-hadu an la iláha illa llâh.

Ash-hadu ánna Muhámmadan rasülu llâh.

Haya 'ala s-salâh.

Haya 'ala l-falâh.

Allahu Akbar.

La ilâha illa llâh.[47]

Se pusieron en pie y se dirigieron sin prisa hacia el patio de la mezquita, pasando por la fuente central para realizar las abluciones antes de entrar en el haram.

Durante el acto religioso Mūsa había sido reconocido, y de vuelta al patio exterior, se encontraron en el centro de un gran revuelo. También Ziyab había sido presentado, y los saludos se sucedían, sobre todo por parte de las personas de mayor edad, que ahora recordaban a aquel muchacho que tantos años atrás dejara la ciudad para continuar sus estudios en Qurtuba. No habían olvidado al joven carpintero que había seguido con el oficio de su padre a la muerte de este mientras cursaba sus estudios en aquella misma mezquita.

Sin embargo, Mūsa se mostraba impaciente, y casi arrancó a su amigo de allí.

—Vamos, quiero mostrarte algo.

Llamó a un muchacho que curioseaba junto al grupo de fieles y lo envió en busca del almotacén entregándole una moneda de cobre.

Aún les costó un buen rato despedir a cuantos se acercaban a ellos, y la luz empezaba ya a escasear cuando salieron del patio de la mezquita y cruzaron la pequeña plaza sin prisa. El almotacén ascendía ya apresurado por la calle de los alfareros, a todas luces alterado por la presencia de tan ilustre visitante. Caminaron juntos tan solo unos pasos antes de detenerse ante un gran edificio cercano a la mezquita, y el hombre extrajo una gruesa llave de hierro del manojo que colgaba pesadamente de su cintura. La introdujo en la cerradura y, con un agudo chirrido, la pesada puerta de madera repujada quedó abierta de par en par.

—Es la antigua residencia del qādī —informó Mūsa—. Hace tiempo que se encuentra desocupada.

Un amplio zaguán daba paso al patio central, ahora repleto de maleza en lo que algún día habrían sido arriates cubiertos por flores o plantas aromáticas. A su alrededor se ordenaban varias estancias cuyas puertas y ventanas se abrían hacia el centro, ocupado por el brocal de un pozo cegado por una tapa circular de madera carcomida. En una de las esquinas, una escalera no demasiado amplia conducía al corredor de la planta superior, soportado por gruesas vigas. A pesar del estado efe abandono que presentaba, se trataba de un edificio amplio y sólido.

—¿Te parece adecuado para tus necesidades? —preguntó Mūsa con una sonrisa intuyendo la respuesta.

—No podía pensar en algo más apropiado —dijo con tono solemne—. La planta superior es luminosa y amplia, perfecta para la biblioteca y el taller de copia. La inferior es fresca, muy adecuada para la futura escuela. Además, arriba queda todo un lateral desocupado para alojamiento de los aprendices.

—Hay también una pequeña vivienda anexa al edificio.

Mūsa se detuvo, apoyándose en la balaustrada de la planta superior.

—Todo esto es tuyo, dispón del edificio según tu conveniencia.

La expresión de Ziyab reflejaba todo el agradecimiento que sentía. Descendieron a la planta baja y abandonaron el edificio en dirección a la residencia de Fortún.

—Queda pendiente el tema de tu vivienda. Supongo que te gustará vivir en la propia escuela junto a tus alumnos… Sin embargo, tienes a tu disposición la almúnya junto al Uādi Qalash: en verano resulta muy tranquila y apropiada para el estudio y la reflexión. Yo mismo he tomado decisiones importantes entre sus muros y…

—Mūsa… —dijo Ziyab deteniéndose y enfrentando la mirada de su amigo—, no sabes cuánto te agradezco lo que haces por mí.

—Yo mismo te pedí que vinieras, amigo mío. Creo que te debo algo más que unas paredes de piedra y adobe. No hablemos más de eso.

—Te estoy agradecido, Mūsa, y me satisface confesarte mi agradecimiento.

Mūsa prefirió dejar ahí el asunto y cambió de tema.

—Yo vuelvo a Saraqusta. No puedo abandonar más tiempo mis obligaciones allí. Fortún se encuentra a cargo de la ciudad, como sabes. Dirígete a él para cualquier cosa que necesites.

—Lo sé, Mūsa, y lo haré.

—Antes de marchar, convocaré una reunión con los alfaquíes, el imām y el qādī, en la que estaremos presentes Fortún y yo mismo. Quiero que les traslades de forma oficial tus proyectos. En mi presencia.

Ziyab sonrió de nuevo, agradecido.

—Te quiero pedir otra cosa. A Assona y a mis hijos les gustará verte. Ven a Saraqusta cuando tengas algún tiempo.