Año 806, 190 de la hégira

6

El oficial de más alto rango entre los Banū Qasī encabezaba el grupo de once hombres a caballo que avanzaba hacia Tutila. Era una hermosa mañana de finales de primavera y el camino que bordeaba el Uādi Ibru permitía a los viajeros disfrutar de la belleza de los sotos regados por el río, que en aquella época mostraban una eclosión de vida entre sus frondas. Zorros, ardillas y manadas de jabalíes con sus pequeños rayones se atravesaban en el camino desde la salida de Arnit la jornada anterior. Pocas semanas atrás, el cauce se había desbordado tras el deshielo y las extensas llanuras de la cuenca aparecían cubiertas por una fina capa de limo que las haría fértiles durante la estación más cálida. En las proximidades de las aldeas y en las alquerías, los primeros labriegos se afanaban ya en arar las huertas.

Mūsa se sentía optimista aquella mañana, aunque una sombra de preocupación persistía en su mente. Cuatro días antes, había llegado a Arnit un correo procedente de Tutila que portaba un pergamino lacrado con el sello de Yusuf ibn Amrús. Aún recordaba las cejas enarcadas y la cara de sorpresa de su tío Zahir cuando, tras su lectura, se lo tendió. Citaba en Tutila a una delegación de los Banū Qasī para «tratar asuntos de especial interés». Zahir esperó a que Mūsa terminara de leer antes de pedir su opinión, cosa que en los últimos meses se había convertido en algo habitual: ya no tomaba ninguna decisión sin consultarle. Había sido un proceso gradual, durante el cual Mūsa había ido ganándose la confianza de su tío, dando muestras de madurez e inteligencia.

—Es el hijo de Amrús, Zahir. No puedo olvidar quién fue el causante de la muerte de mi hermano —dijo Mūsa.

Zahir se encontraba de pie ante una de las estrechas ventanas de la alcazaba, de espaldas a su sobrino. Tras un momento de silencio se volvió hacia él.

—Hijo, esa es una de las cosas que vas a tener que aprender si algún día quieres ser un buen caudillo para tu gente —respondió—. A veces los sentimientos personales tienen que quedar al margen, si ello supone un beneficio para los nuestros. Ignoro los propósitos de Yusuf, pero es nuestra obligación acudir.

—No me obligues a acompañarte, al menos.

De nuevo Zahir reflexionó un instante antes de contestar:

—Estaba pensando en darte el mando de la delegación.

Mūsa esbozó un gesto de sorpresa.

—¿Qué me respondes? Te considero perfectamente capacitado para asumir esa responsabilidad.

—Agradezco tu confianza, Zahir —dijo tras considerarlo—. Pero en esta ocasión preferiría tu compañía.

En los tres años transcurridos desde la reposición de Yusuf en el gobierno de Tutila, no se había producido ni un solo contacto entro los Banū Amrús y los Banū Qasī. Las únicas noticias que llegaban a Arnit eran las que portaban los numerosos comerciantes y viajeros de paso procedentes de Tutila. Por ellos habían sabido de los progresos en la fortificación de la ciudad, del refuerzo de tropas y del continuo aumento de su población gracias a la llegada de nuevos habitantes procedentes de las zonas vecinas, en especial de Tarasuna, capital administrativa y sede del obispado de la región desde la anterior dominación visigoda. La decisión de Amrús de fortificar la ciudad y las prerrogativas concedidas a sus nuevos pobladores, además de la riqueza de sus tierras y su posición estratégica junto al cauce del Uādi Ibru, estaban haciendo de la pequeña villa una auténtica ciudad. De hecho muchos de los visitantes ya se referían a ella como Madinat Tutila.

La comitiva que acompañaba a Zahir y a Mūsa estaba compuesta por otros tres jefes: el viejo Hakim, 'amil de Qala’t al Hajar, el 'amil de Al Farū y el de Tarasuna. La presencia de Yusuf en Tutila había dificultado la comunicación con el resto de los líderes Banū Qadī de la zona y, aunque se les informó de la inminente cita, no se había recibido respuesta. Completaban la expedición tres oficiales y cuatro miembros de la guardia.

El sol estaba alto cuando llegaron a las proximidades de Tutila por el camino que bordeaba el río y que entraba en la ciudad por la Puerta del Puente. Bordearon el extremo norte de la nueva muralla que se alzaba ante ellos, imponente, admirados ante su fortaleza. Habia sido construida sobre la base de la anterior, con un revestimiento de grandes bloques de piedra caliza. Se hallaba jalonada a distancias regulares por torreones circulares de vigilancia, ahora ocupados por guardias armados.

Al aproximarse al puente, descabalgaron y caminaron hasta la puerta norte con las monturas de las riendas. Era evidente que la guardia tenía prevista su llegada, porque de inmediato varios mozos se hicieron cargo de los caballos, y un grupo de seis soldados se dispuso a conducirlos ante Yusuf.

Zahir y Mūsa se miraron extrañados al comprobar que los soldados no tomaban el camino ascendente hacia la alcazaba, sino que se internaban por las angostas calles del centro del recinto amurallado. Pasaron junto a la pequeña iglesia cristiana en el límite del barrio mozárabe y continuaron bordeando la muralla por el exterior del barrio judío. En el trayecto se cruzaron con docenas de caras conocidas. Algunos saludaban a los recién llegados, pero otros desviaban la mirada, quizá por miedo a manifestar su amistad con quienes aparecían como enemigos del gobernador. Alcanzaron la Puerta de Saraqusta y siguieron hacia el sur, en dirección a lo que había sido una zona de huertas.

Ante ellos apareció una construcción magnífica, en comparación con el resto de las humildes viviendas, un auténtico palacio levantado con grandes bloques de alabastro. Destacaba en su fachada una puerta rematada por un bello arco de herradura, similar en forma a otros más pequeños sobre las ventanas cerradas con celosías. A pesar de su aspecto grandioso, la decoración era austera. Mūsa cayó en la cuenta: se trataba de la nueva residencia del gobernador de Tutila, la misma que años atrás había visto construir desde su atalaya en el monte, y que ahora debía de ocupar Yusuf.

Dos guardias vigilaban la gran puerta de acceso. Uno de ellos dio un golpe seco con un picaporte metálico, desde el interior abrió una puerta pequeña, y los visitantes accedieron a un pasaje que comunicaba la calle con el patio central del edificio. Mūsa quedó sorprendido por el contraste entre la sobriedad exterior y la magnificencia de la ornamentación en el interior. Una galería porticada recorría el perímetro del patio, decorada con arcos de herradura de estuco bellamente trabajado. En la planta superior, las dependencias se abrían hacia una terraza rematada por una balaustrada de alabastro tallado. El centro del patio estaba ocupado por una alberca rodeada por un asiento circular, con un surtidor de agua que manaba desde el centro, se derramaba hacia un canal de piedra en el pavimento y se perdía por fin en una alcantarilla en uno de los extremos. Las glicinias, las madreselvas y los rosales crecían junto a las columnas, ascendían hasta el segundo piso y aportaban al lugar un suave aroma que Mūsa agradeció, tras la pestilencia de las calles que acababan de atravesar.

La atmósfera tranquila contribuyó a relajar la tensión que los visitantes sentían ante la entrevista que estaban a punto de mantener. Los soldados fueron sustituidos por dos lacayos, que los condujeron hasta el interior de una sala que ocupaba toda un ala de la planta baja, donde se les rogó que esperaran a su anfitrión. Ninguno de los presentes había tenido nunca la oportunidad de contemplar una decoración semejante. Los muebles y los ornamentos eran exquisitos: divanes forrados con telas adamascadas, tapices que revestían las paredes, alfombras de seda que cubrían el frío pavimento de mármol y bellas lámparas de bronce con decenas de bujías listas para ser utilizadas en cuanto cayera la noche. Observaban embelesados los cortinajes y el fino taraceado de las mesas, cuando les sorprendió una voz desde el fondo de la sala.

—La estancia de mi padre en la corte de Qurtuba ha dejado su impronta —dijo Yusuf—. ¿Sorprendidos?

Todos se volvieron hacia el recién llegado, que se dirigía a ellos sonriente.

Mūsa no había imaginado cómo sería el encuentro, y esperaba actuar de acuerdo a las circunstancias, pero el amistoso abrazo que recibió de Yusuf, al igual que el resto de la delegación, no entraba dentro de sus previsiones, y por eso lo acogió envarado y sin atreverse a corresponder al gesto.

Una mirada furtiva a su tío le hizo comprobar que el asombro era compartido.

—Agradezco vuestra rápida respuesta a mi llamada —decía Yusuf.

Mūsa lamentó no haber demorado más su llegada. Aquello debía de ser lo que algunos llamaban hacer política. ¿Era aquella actitud puro fingimiento? ¿Era sinceridad obligada?

Otro hombre aguardaba en la entrada de la estancia, y Yusuf le indicó que se acercara con un gesto.

—Os presento a Jalid, uno de los hombres de confianza de mi padre. Nos acompañará durante este encuentro.

Jalid saludó a los presentes y tomó asiento. Yusuf seguía hablando ufano, como si aquellos hombres no hubieran sido responsables de su cautiverio tres años antes, como si solo se tratara de una delegación de embajadores o ricos comerciantes a la que hubiera que obsequiar.

—Os preguntaréis por el motivo de esta cita…, pero antes de hablar de ello debéis reponer fuerzas; el viaje ha debido de ser agotador.

Hablaba con una locuacidad extraña. Hizo una señal, y varios sirvientes entraron en la sala con bandejas de viandas que depositaron sobre las mesas bajas. Yusuf les invitó a tomar asiento en los divanes mientras los lacayos llenaban sus copas con aguamiel. Comieron sin saber muy bien qué actitud adoptar, limitándose a responder a las preguntas de cortesía formuladas por Yusuf que, aunque no parecía reparar en ello, no consiguieron evitar momentos de incómodo silencio.

Les informó de la reciente visita de Amrús a Qurtuba, y mientras duró la comida se extendió en prolijos detalles sobre la vida en la corte del emir Al Hakam. Sin perder sus recelos, Zahir trató de mostrar cortesía y aparentar interés en lo que Yusuf les relataba, aunque su verdadera curiosidad se centraba en lo que pudiera proponerles al finalizar. Se preguntaba si ese viaje de Amrús a Qurtuba tendría algo que ver con ello.

Por fin Amrús dio orden de retirar los restos de aquel pequeño festín, y los sirvientes salieron, no sin antes cubrir las mesas con nuevas bandejas de exquisitos dulces árabes. Yusuf adoptó un tono más circunspecto, decidido al parecer a entrar en materia.

—Bien, hablemos de lo que os ha traído hasta aquí —empezó—. Durante la estancia en Qurtuba que os acabo de relatar, mi padre tuvo ocasión de tratar con el emir de los asuntos de gobierno de la Marca Superior. Como sabéis, a Al Hakam se le reprochan sus métodos quizá demasiado expeditivos, pero su inteligencia es aguda y su decisiones sabias. Bajo su gobierno impera el orden y Qurtuba prospera. Quizás os preguntéis por qué un soberano árabe con su poder ha confiado en alguien como mi padre, un muladí de Uasqa, hasta el punto de encomendarle el gobierno de la Marca.

Era cierto que Zahir se había hecho esa pregunta, ya que los puestos más relevantes en la administración omeya siempre se habían reservado para la aristocracia de origen árabe, pero nunca la había formulado en voz alta, y menos al hijo de un muladí como Amrús.

—Al Hakam siente una proverbial desconfianza hacia las gentes, de su propio pueblo, quizá por ser hijo de una princesa carolingia. De hecho, ha delegado la dirección de todos los asuntos económicos del emirato en un qumis mozárabe llamado Rabí ibn Teodulfo.

»Para el gobierno de las Marcas ha preferido no imponer a generales árabes con escaso conocimiento de tierras fronterizas tan complejas, sino confiar en familias con arraigo en cada zona, fieles al emir mediante tratados de clientela. Y por ello os he convocado, en representación de mi padre.

—Habla —dijo Zahir al ver que Yusuf esperaba su reacción.

—El emir desea renovar la alianza con los Banū Qasī, y ha ordenado a mi padre acabar con la hostilidad que enfrenta a nuestras familias. Apela a nuestra fe común en Allah el Todopoderoso para que nos unamos en la defensa del emirato frente a los infieles.

—Algunos de esos que con desprecio llamas infieles son mis hermanos de sangre —espetó Mūsa.

—No es tal mi desprecio, ya que profesan la fe de nuestros antepasados. A veces los lazos de la sangre tienen más fuerza que los lazos de la fe. No encuentro obstáculo para el respeto de ambos…, si el respeto es recíproco.

—¿Cuál es la propuesta de Al Hakam? —atajó Zahir.

—Jalid estuvo presente en la audiencia con el emir junto a mi padre, y puede transmitírosla personalmente —respondió Yusuf—. Procura ajustarte a las palabras que escuchaste —añadió.

El hombre, de mediana edad, con el pelo y la barba entrecanos, se puso en pie.

—El emir reclama el retorno a la obediencia y el respeto del antiguo tratado de clientela. Con las prerrogativas que ello conlleva también para vosotros. Conservaréis el control sobre vuestra gente y sobre todas las ciudades que ahora ocupáis.

—¿También Tutila? —dijo Mūsa.

—Tutila ha adquirido importancia estratégica, y el emir desea que permanezca bajo control directo del gobernador de la Marca. Sin embargo, podréis instalaros aquí si es vuestro deseo.

—¿Y si nos negamos a aceptar?

Yusuf torció el gesto ante el tono insolente de Mūsa.

—Es una posibilidad que Al Hakam ha barajado, y que ya trató con mi padre. No es necesario que os informe de los métodos que ha venido utilizando cuando no le queda alternativa. —Hizo una pausa—. En alguna ocasión, mi padre ha tenido que tomar parte activa en la solución… —finalizó con una sonrisa irónica.

Todos los asistentes entendieron que se refería a la Jornada del Foso en Tulaytula, y supieron interpretar la amenaza contenida en la alusión. Pero las insinuaciones veladas no eran el método utilizado por el emir, de modo que Yusuf continuó hablando:

—Si no hay acuerdo, Al Hakam enviará una aceifa contra todo el territorio vascón y Banū Qasī. Sabéis bien que Arnit, Banbaluna y las fortalezas de la zona quedarían arrasadas por el ejército cordobés.

La tensión emergió de nuevo en el ambiente.

—Sin embargo, estoy convencido de que esa es una posibilidad que no debemos contemplar —continuó con un tono excesivamente amable—. Nuestros enemigos comunes son Ludovico en la Septimania y Alfuns en Asturias, y no Al Hakam.

—Sabes que no podemos responder a tu propuesta en este momento…

—Tomad vuestro tiempo. Imagino que debéis consultar vuestra respuesta con…, el jefe de los vascones. Planteadle las ventajas de un acuerdo con el emir. Al Hakam es más fiel a sus aliados políticos que a sus correligionarios. Los sucesos del pasado año en Qurtuba lo demuestran.

—¿A qué sucesos te refieres? —preguntó Zahir.

—¿No habéis tenido noticia? —se extrañó Yusuf—. Bien, supongo que hay tiempo. Después de nuestra cordial conversación, espero que no tengáis inconveniente en aceptar mi hospitalidad para pasar la noche. Jalid se encargará gustoso del relato. Es una historia interesante y muy ilustrativa de la clase de soberano que tenemos.

Los cuatro visitantes se miraron encogidos de hombros, así que Yusuf les ofreció un té, se acomodó en uno de los divanes por primera vez desde el inicio del encuentro y se dispuso a escuchar.

Jalid se incorporó en su asiento, pero se mantuvo sentado, como si fuera a pasar un buen rato allí. Con voz grave y tranquila, empezó:

—Yusuf ya os ha hablado de Rabí ibn Teodulfo, el cristiano que administra la economía del emirato. Durante su estancia en el alca zar del emir, Amrús y yo mismo tuvimos conocimiento de muchas de las intrigas que se urdían en la corte, sobre todo por boca de algunos eunucos poco dados a la discreción. Rabí había acumulado tal poder que todos los asuntos financieros pasaban por sus manos, con gran satisfacción del emir, que, para asegurar su buena gestión, le había asignado un sueldo mensual de mil dinares que se extraían de la kūrah de Ilbira. De esta manera, el cristiano llegó a reunir una enorme fortuna, lo que le granjeó la envidia de muchos de sus con ciudadanos, principalmente de algunos alfaquíes. Estos, sin embargo, no dudaban en acudir a sus arcas para pedirle préstamos o depósitos a cuenta de ese dinero que él había logrado, según sus propias acusaciones y reproches, de forma ilícita.

»Por otra parte, el ambiente social favorable hacia la población no árabe que estaba promoviendo el emir, hizo que muchas familias árabes sin fortuna material optaran por establecer alianzas matrimoniales con nobles de origen hispanogodo, clientes y colonos en su mayoría que continuaban detentando su antiguo rango y riqueza. El resultado fue una masiva conversión de cristianos al islam, que, no obstante, profesaban una fe islámica tibia y muy poco arraigada. El emir, a pesar de las reclamaciones de los sacerdotes, hacía caso omiso a tal indolencia en la fe, lo que exasperaba al partido de los alfaquíes.

»Todo ello desembocó en una conjura contra Al Hakam, urdida por uno de esos ilustres alfaquíes, junto al sahib al suq, el hijo del qādī más antiguo de la ciudad, y Masrur, un conocido eunuco. Eligieron como posible sucesor de Al Hakam a Muhammad ibn Qasim, uno de los tíos del emir, por su rango y por su sangre también omeya. Cuando le ofrecieron el trono y le juraron lealtad si aceptaba encabezar el alzamiento, él les hizo ver que aceptaba la proposición. Sin embargo, en cuanto se hubieron marchado montó una cabalgadura, acudió a ver al emir y le comunicó la conspiración, pero este le exigió pruebas de la traición y quiso conocer la identidad de los conspiradores.

»En el día señalado, Muhammad se reunió con ellos, mientras otro pariente del emir se ocultaba en una alcoba tras pesados cortinajes. Muhammad exigió conocer el número y la identidad de los conspiradores antes de aceptar, no fuera que, por su escasez o por su poca relevancia, la conjura fracasara. De inmediato, entre los allí reunidos, nombraron a todos los implicados, empezando por ellos mismos, mientras los nombres eran anotados tras la cortina.

—¿Y nadie sospechó lo que pasaba? —interrumpió el 'amil de Tarasuna.

—Si alguien sospechó algo, se lo guardó para sí, porque nadie descubrió la traición —respondió Jalid.

—En cualquier caso, se trataba de una traición a los traidores —intervino Yusuf desde su asiento.

—Así es, pero permitidme que continúe el relato —dijo Jalid.

»En total quedaron anotados setenta y dos nombres en aquel documento, todos ellos de personajes ilustres de la nobleza cordobesa. Una vez conseguido su propósito, Muhammad les juró fidelidad y estableció el momento para el derrocamiento: sería la mañana del día siguiente, viernes, durante la oración en la aljama. Pues bien, antes del anochecer del mismo jueves ya estaban todos encarcelados.

—¿Qué pasó con ellos? —preguntó interesado el viejo 'amil de Qala’t al Hajar—. Supongo que la notoriedad de los sublevados impediría al emir dictar las penas reservadas para el vulgo.

—No hubo piedad ni juicio. A los pocos días, Al Hakam los hizo crucificar en fila delante de su alcázar, a orillas del Uādi al Kabir. Setenta y dos cruces plantadas a dos codos de distancia. Se desalojó la calzada, y la población, incluidas las familias de los crucificados, fue desplazada a la orilla opuesta del río, desde donde contemplaron el ajusticiamiento entre gritos tanto o más desgarradores que los de las víctimas. Tuve la desgracia de asistir al macabro espectáculo desde el mismo alcázar, y os aseguro que seré incapaz de olvidar aquellas escenas mientras viva.

—Y tras semejante despropósito, ¿ha conseguido Al Hakam atajar las desafecciones o las ha multiplicado? —inquirió Mūsa con gravedad.

Jalid miró con atención al muchacho.

—Eres joven, pero manifiestas buen criterio. Efectivamente, desde aquel momento Al Hakam se volvió desconfiado, y no sin razón. La crueldad de su acción le granjeó el odio de su pueblo, que se reunía en mezquitas y corros para hablar del asunto. Antes de nuestra partida de Qurtuba, había ordenado reparar y reforzar la muralla de la ciudad, e hizo cavar un foso a su alrededor. No se fiaba de nadie, y encargó a Rabí ibn Teodulfo, a quien elevó al rango de general, la organización de una fuerza de mercenarios cristianos que había hecho venir de Galicia, de la Marca Hispánica y de la Septimania Narbonense.

»Cuando Amrús y yo regresamos a Saraqusta, esta guardia personal contaba ya con cinco mil hombres, tres mil jinetes y dos mil peones, agrupados en compañías de a cien, cada una al mando de un 'arif.

—¿Y qué funciones tenían? —se interesó Zahir.

—La infantería tenía encomendada la guardia de honor en todas las puertas y pasadizos del alcázar, mientras que la caballería permanecía acuartelada en dos pabellones construidos a la orilla del río, con un destacamento que se mantenía siempre alerta. Ya antes de nuestra partida se habían ganado el odio de la población, que les había aplicado el mote de al jurs[13] porque no sabían hablar árabe.

—Bien, Jalid, creo que será suficiente —dijo Yusuf al tiempo que se levantaba de su diván—. Nuestros invitados ya han tenido ocasión de valorar la personalidad de nuestro emir, a quien Allah guarde, pero necesitarán retirarse a descansar.

Era una forma revestida de cortesía de dar por finalizada la entrevista, en el mismo tono forzadamente cordial que había utilizado desde el principio.

—Quizá tengan a bien acompañarnos durante la cena, en este mismo lugar. Si es así, hasta pronto.

Yusuf llamó a un sirviente, le dirigió unas palabras y se retiró por la misma puerta que había utilizado para entrar. El criado les indicó la salida, y accedieron al amplio patio central. La luz había cambiado y la sombra de la tarde empezaba a ocupar la mayor parte del espacio. El riachuelo que atravesaba el pavimento producía con su sonido una sensación de frescor y reposo, y Mūsa se sentó al borde de la alberca para refrescarse la frente.

—¿Cómo se consigue que el agua corra constantemente? —preguntó Mūsa al sirviente que los acompañaba.

—Se eleva desde el Uādi Qalash mediante la misma noria que abastece a los nuevos baños. Parte del agua se desvía hacia este palacio y vuelve al cauce por debajo del pavimento, y a través de la muralla, mediante tubos de cerámica. Antes de abandonar la casa se le unen también las aguas negras de todo el edificio. El agua no solamente brota en esta alberca, sino que llega hasta las cocinas y al hammam privado, que se encuentran en el lado meridional.

—¿Quién ha construido el palacio? —continuó Mūsa, aprovechando la ausencia del dueño de la casa para satisfacer su curiosidad.

—El mismo arquitecto cordobés que Amrús trajo para ampliar la alcazaba y las murallas. Ahora se trabaja en la construcción de la nueva aljama.

—¿Se está ampliando la vieja mezquita?

—Más que ampliar, yo diría que se está alzando una nueva donde se encontraba la anterior. Pero los señores pueden verla por sí mismos si lo desean.

Mūsa miró a Zahir con gesto interrogante.

—¿Por qué no? —respondió.

El sirviente los condujo a través del pasaje para abrirles el portón. Pese a que nada les impedía abandonar la residencia para visitar la ciudad, dos guardas armados se colocaron detrás de ellos aparentemente dispuestos a seguirlos allá donde fueran. Remontaron la calle de ligera pendiente que conducía a la mezquita, con una intensa sensación de nostalgia al volver a pisar aquellos callejones después de tres años de ausencia. La nostalgia dio paso a la sorpresa cuando alcanzaron la pequeña plaza donde se alzaba la mezquita. Alrededor de esta se abría un solar de planta rectangular, fruto evidente del derribo de manzanas enteras de casas. En la parte oriental se alzaba ya el nuevo muro de la Qibla, y las obras del haram parecían avanzadas. La vieja mezquita continuaba en pie en el lugar que más tarde ocuparía el patio, prestando servicio hasta que el nuevo edificio pudiera utilizarse. La noticia de su presencia en la ciudad se había extendido, y pronto se vieron rodeados por viejos conocidos que acudían a saludarlos o a interesarse por el estado de los familiares que vivían en Arnit. Casi aturdidos por la muchedumbre que empezó a congregarse a su alrededor, el tiempo transcurrió con rapidez, y cuando el sol se ocultó tras el horizonte, la voz del muecín llamó a los fieles desde el viejo alminar.

Zahir tomó a Mūsa del hombro y juntos entraron en la mezquita que tantas veces los había acogido. Los guardias que los acompañaban se miraron y optaron por permanecer en el exterior. Tras realizar las abluciones habituales, pasaron a la sala de oración seguidos de una multitud, ante la sorpresa del imán, que por su expresión no parecía esperar una asistencia tan masiva. Al reconocer a Zahir y a Mūsa hizo un gesto de comprensión y saludó a los dos inesperados fieles con un movimiento de cabeza.

Mūsa se sentía dichoso en aquel momento. En el recogimiento de la oración, su pensamiento se desviaba hacia las emotivas escenas que acababa de vivir rodeado del aprecio de su gente, un gesto para él muy valioso, pues les exigía superar el temor a las posibles represalias por manifestar su amistad en público. Se dio cuenta de lo mucho que había echado en falta su ciudad en los últimos años, y en aquel momento decidió que volvería.

Sin embargo, había otro asunto que debía resolver en Tutila antes de su partida. Durante los tres últimos años, Ziyab había seguido enviando a Naylaa y a su madre el dinero suficiente para su sustento a través de un comerciante de confianza que con frecuencia visitaba Arnit para vender sus paños. Pero desde el invierno anterior el mercader no había dado señales de vida, y Ziyab se encontraba angustiado, sin noticias y sin medio de comunicarse con las dos mujeres. Al enterarse de la visita de Mūsa a la ciudad, le encargó que les hiciera llegar una bolsa con quince dinares, que el muchacho ahora sentía pegada a su cintura bajo la camisa. Ignoraba cómo iba a arreglárselas para hacerla llegar a su destino. Podía recurrir al imán, pero este seguramente desaprobaría aquella relación y tal vez se escandalizase. Miró a su alrededor. No vio a nadie de suficiente confianza para entregarle una bolsa llena de monedas de oro. Cuando la oración en la mezquita llegó a su fin, aún no había dado con la solución.

Salieron al exterior, y uno de los guardias que les esperaba sugirió que debían volver a la residencia de Yusuf, de modo que tuvieron que despedirse apresuradamente de quienes trataban de acercarse a ellos, y emprendieron el regreso.

El trayecto no era largo, así que en cuanto se apartaron de la multitud Mūsa se acercó a su tío e intercambió unas palabras con él. De repente la cara de Zahir se transformó con una expresión situada entre la sorpresa y el temor. Negaba con la cabeza, aunque su mirada se dirigía siempre al frente para seguir dando la espalda a los guardias. Al pasar junto a un estrecho callejón, Mūsa dio un codazo a su tío y este simuló tropezar, de forma que dio con sus huesos en el suelo. Los tres jefes y los dos guardias se adelantaron para tratar de auxiliar a Zahir, que se demoraba en el suelo sujetándose el tobillo con expresión de dolor. Tras unos instantes se puso de nuevo en pie ayudado por sus acompañantes, y trató de apoyar la pierna en el suelo, con ligeras muestras de padecimiento. Al final declaró que solo era una pequeña torcedura y reemprendió el camino lentamente.

Los guardias retornaron a su posición tras los visitantes, pero de inmediato uno de ellos reparó en la ausencia de Mūsa.

—¡Un momento! —gritó—. ¿Dónde está el muchacho?

Zahir se volvió con sorpresa fingida y miró a su alrededor.

—Ha debido de aprovechar mi inoportuna caída para despistarse…, y mucho me temo que conozco el motivo.

—¿Adónde ha ido? —gritó el guardia irritado.

—Se trata de una muchacha —dijo Zahir sin mentir—. Son viejos amigos, y hace tres años que no se ven. Lo conozco bien y sé que regresará de inmediato, no debéis preocuparos. Supongo que solo quiere volver a verla durante un instante. ¡Ah, quién tuviera dieciocho años…!

Zahir esbozó una sonrisa de complicidad, y el guardia respondió con un gesto mezcla de fastidio y comprensión.

—Si no está de vuelta a la hora de la cena, nos veremos en un aprieto.

—Lo estará, puedes estar seguro. Si no es así, yo asumiré la responsabilidad.

Poco después de la última llamada a la oración, Mūsa entró en al aposento que se les había preparado para pasar la noche. Zahir había puesto al corriente a sus tres acompañantes del motivo de aquella escapada, y todos lo recibieron con sonrisas y alivio.

—Me gustaría que todos mis amigos fueran como tú —dijo el 'amil de Tarasuna entre risas.

—¿Saben nuestros dos vigilantes de tu regreso? —pregunto Zahir.

—Tenías que haber visto su cara. Casi me han entrado a escondidas para no tener que dar explicaciones —rio Mūsa—. Aunque tampoco yo las tenía todas conmigo, no sabía cuál iba a ser su reacción.

—En cualquier caso no vuelvas a hacerme esto, he estado a punto de romperme una pierna de verdad —bromeó Zahir.

—Tenía que hacerlo, por Ziyab —replicó Mūsa con gesto más grave—. Ahora ya podemos partir de aquí cuando os parezca.

—Precisamente de ello hemos estado hablando. La propuesta del emir es de suficiente trascendencia como para partir de inmediato hacia Banbaluna —dijo Zahir con tono repentinamente serio—. Hemos pensado hacerlo mañana mismo, al amanecer.

—Estoy de acuerdo. Aunque será necesario enviar a uno de los soldados para dar aviso en Arnit: la estancia y el viaje pueden demorar nuestro regreso al menos diez jornadas.

—Necesitaremos a esos soldados durante el viaje. Pediré a Yusuf que envíe correos a nuestras ciudades para notificar la partida hacia Banbaluna y el motivo que la hace necesaria. Yo mismo redactaré los escritos esta noche.

La cena transcurrió en un ambiente correcto pero tenso. La expectativa de un acuerdo entre el emir y los Banū Qasī no podía hacerles olvidar los graves acontecimientos que les habían enfrentado; la desconfianza era mutua, y el rencor se adivinaba a pesar de la fingida amabilidad de Yusuf. Si los Amrús les trasladaban la propuesta de colaboración de Al Hakam no era por un aprecio repentino, sino por simple estrategia política. Y la razón de que ellos consideraran aceptar el trato tenía que ver más con la amenaza militar del emir que con sus deseos de transigir con la situación de ocupación de Tutila.

Comunicaron a Yusuf su deseo de abandonar la ciudad al amanecer con destino a Banbaluna, y el gobernador accedió al envío de sus correos con las cartas de Zahir tal como se le pidió.

Los once hombres abandonaron a caballo la ciudad a través del puente sobre el Uādi Ibru. Mūsa había sentido una especial fascinación por aquel lugar desde pequeño. La impresionante estructura que vibraba al paso de la corriente, las maderas que crujían bajo los cascos de los caballos, y las grietas entre las tablas, que permitían ver el paso veloz del agua muchos codos más abajo…, lo convirtieron en uno de sus lugares preferidos a su llegada a la ciudad. Después del accidente en el río y la trágica muerte de sus amigos evitó el lugar para no tener que evocar aquellos dolorosos momentos. Aun ahora, siete años después, tuvo que hacer un esfuerzo para apartar aquellas imágenes de su pensamiento.

Cruzaron el puente con las cabalgaduras sujetas del ronzal y al alcanzar el humilladero ocuparon su lugar en las sillas. Tutila y Banbaluna estaban separadas por algo menos de setenta millas,[14] así que en aquellas largas jornadas de principio de verano solo tendrían que pernoctar dos veces antes de llegar. Avanzaron entre campos de cereales, que desaparecieron de su vista al tiempo que se perdía en la lejanía el castillo de Tutila, y se adentraron en zonas boscosas y de monte bajo, de mayor espesura cuanto más se alejaban del valle formado por el río. Trataron de planificar la ruta de manera que las paradas coincidieran con las villas y fortalezas del camino ocupadas por sus aliados, para ponerlos al tanto de la nueva situación. Así, hicieron alto en Balterra esa misma mañana, y pasaron la primera noche en la alcazaba de Kabbarusho. Retomaron la marcha hasta Ulit, y en la tarde de la segunda jornada alcanzaron el paso entre las dos cadenas montañosas que protegían el acceso a Banbaluna. En el castillo que vigilaba el valle hallaron alojamiento y calmaron su apetito con una abundante cena caliente en la víspera de su entrada en la ciudad dominada por los vascones.

Nadie esperaba su llegada cuando poco después del mediodía, en su tercera jornada de viaje, se presentaron ante las puertas de Banbaluna. El jefe de la guardia, casi tan joven como sus compañeros, no identificó a los visitantes y les impidió el paso mientras mandaban recado a la guarnición. Los viajeros descabalgaron, y entre bromas se dispusieron a esperar protegidos del sol de la tarde a la sombra de la muralla. Un comerciante portaba sobre sus mulas varias jaulas repletas de aves para venderlas en la ciudad, y se disponía a pagar el impuesto de portazgo exigido por sus mercancías.

No pasó mucho tiempo hasta que un oficial de mayor rango apareció a galope en el otro extremo de la calle y se presentó ante ellos entre el revuelo de las aves. Azorado, desmontó de un salto y, tras dedicar una furibunda mirada a los guardias, dio las órdenes precisas para que se acompañara a los recién llegados a las dependencias del castillo. Al parecer, Enneco y Fortuño habían salido de la ciudad el día anterior con una partida de caza, y nadie sabía cuándo regresarían. Era habitual que tales partidas se prolongaran durante varias jornadas, así que Zahir no puso objeción a la salida di un jinete que debía localizarlos en las montañas próximas para dar les aviso.

Su entrada en la ciudad no pasó desapercibida. No era extraña la llegada de comerciantes musulmanes, pues el intercambio de mercancías era importante, y Banbaluna se encontraba situada en una de las principales rutas entre Al Ándalus y la Galia. Sin embargo, las mulas de los mercaderes no podían compararse con los preciosos caballos árabes que abrevaban en el pilón próximo a la gran puerta de acceso, ni sus atalajes llamaban la atención como lo hacían los de aquellos recién llegados, especialmente la silla que Baraka llevaba sobre su lomo.

Un grupo de mozalbetes se unió a los visitantes en su camino a través de la ciudad, y el número fue en aumento cuando se extendió por las calles la noticia de que se trataba del hermano de sangre de Enneco y otros jefes Banū Qasī. Los pequeños, sucios y mal vestidos, se disputaban el honor de sujetar las riendas de los caballos mientras avanzaban por las embarradas y malolientes callejas que conducían hasta el fortín. Llegaron a sus puertas entre el revuelo de la guardia, que les franqueó el paso hacia el patio interior entre bienvenidas y excusas por la accidentada recepción.

Toda, la esposa de Enneco, descendió apresurada los escalones que comunicaban aquella explanada central con las dependencias del primer piso. Aún no habían desmontado de sus caballos cuando la mujer, recogiéndose los bajos del vestido para evitar tropezar, se plantó ante ellos con enorme alborozo. Hablaba en lengua vascona, sin percatarse de que, a excepción de Mūsa, sus visitantes no entendían ni una palabra. La cara de perplejidad de alguno de ellos la hizo caer en la cuenta y, azorada, cambió al romance.

—¡Esta sí que es una sorpresa! —dijo casi a voz en grito dirigiéndose a Zahir—. ¡Me imagino la cara de Enneco cuando se entere!

Zahir reía mientras bajaba de su montura, divertido por la situación. De repente, Toda fijó la vista en Mūsa, perpleja. Habían pasado tres años desde la última vez que el muchacho visitó Banbaluna, y el cambio físico que había experimentado dejó asombrada a la mujer de su hermano.

—¡Mūsa, muchacho! ¡Casi no te reconozco!

—¿Tanto he cambiado? —rio él.

—¡Y esa voz! ¡Estás hecho todo un hombre! ¡Y qué apuesto!

—Vas a conseguir que me sonroje —dijo Mūsa mientras se acercaba a ella para cogerla de las manos.

Estaban cerca, y Mūsa utilizó la lengua vascona para preguntar por su familia.

—¿Cómo están mis hermanos? ¿Y mis sobrinos?

—Enneco y Fortuño están en el monte, de caza. Están obsesionados por conseguir el mejor trofeo —explicó en tono condescendiente.

Giró la cabeza hacia la escalinata.

—Y ahí vienen Assona y Nunila.

Las dos muchachas se acercaban con expresión cohibida ante el cortejo que acababa de entrar en el castillo. La hija mayor de Enneco era ya una mujercita de rasgos marcados, con mejillas sonrosadas donde resaltaban unos grandes ojos oscuros. Nunila, en cambio, llamaba la atención por su cabello rubio, que contrastaba con una piel más morena que la de su hermana. Seguían sin parecerse físicamente entre sí, pero ambas tenían algo que recordaba a Mūsa el rostro de Onneca.

—Estaréis cansados del viaje —dijo al grupo—. Haré que os conduzcan a vuestros aposentos.

Los palafreneros se hicieron cargo de las monturas y los criados trasladaron el equipaje al interior mientras Toda conversaba animadamente con sus huéspedes. Un muchachito salió doblando una es quina, arrastrado literalmente por el enorme mastín que sujetaba con una correa de cuero. El perro se detuvo a olisquear a los recién llegados, y el muchacho logró recuperar el equilibrio.

—¡García! ¿Qué modales son esos? —le riñó Toda simulando enfado—. ¡Saluda a tu primo Mūsa y a Zahir!

El muchacho se acercó decidido al grupo, pero se detuvo en seco mirando a todos aquellos hombres, preguntándose a quién tenía que saludar. La última vez que los había visto apenas tenía tres años. Su cara de desconcierto provocó una carcajada general, por lo que el pequeño se refugió en la falda de su madre hasta que Mūsa se acercó a él y lo levantó en el aire.

—Yo soy tu tío, ¿no me recuerdas?

García negó con la cabeza.

—Pues mírame bien, la próxima vez no quiero que te equivoques. O te quedarás sin regalo —dijo mientras tendía hacia él una bolsa con bandolera de cuero repujado.

Al salir de Arnit no habían previsto la visita a Banbaluna, pero durante su parada en Ulit habían adquirido algunas cosas en uno de los puestos del mercado.

—Para que guardes tus tesoros.

—¡Gracias! —respondió el muchacho. A velocidad de vértigo, cogió la bolsa, dio un abrazo a su tío y salió en busca de su perro.

Toda ejerció aquella noche de anfitriona, porque los hombres de la familia no regresaron hasta bien entrado el día siguiente. Aparecieron cubiertos de polvo y sudor, al frente de una partida de caza compuesta por algunos de los jefes vascones, varios mandos de sus tropas, lacayos, caballerizos, halconeros y criados. Una recua de mulas arrastraba las piezas cobradas, que fueron trasladadas de inmediato al interior del castillo. Mūsa pudo ver jabalíes, corzos, ciervos y bucardos. Pero el trofeo del que Enneco parecía especialmente orgulloso fue llevado hasta el centro del patio sobre un improvisado armazón de troncos arrastrado por dos mulas. Se trataba de un enorme oso de más de cuatro codos de altura, que mostraba profundas heridas en el cuerpo y la cabeza.

—¡Deberías haber estado allí! —le dijo Enneco a Mūsa, que había salido a su encuentro—. Te lo habría cedido gustoso. Aún no has pasado tu prueba de virilidad, como es costumbre entre nuestro pueblo —bromeó.

—Deja en paz al muchacho —interrumpió Fortuño—. Por suerte las costumbres que llegan de Al Ándalus son más refinadas que nuestros primitivos rituales —lo contradijo en tono irónico.

—Es un buen ejemplar —apreció Mūsa después de acercarse a tocar la piel del animal.

—Sí, es un macho adulto. Lo tenías que haber visto alzándose frente a nosotros —recordó Enneco en voz alta mientras daba la vuelta a las parihuelas para abrazar al muchacho.

Los saludos fueron cálidos, y durante un buen rato conversaron animadamente sobre los asuntos de la familia y en especial sobre Onneca, que esta vez había quedado en Arnit. Enneco no tardó en preguntar por el motivo de la visita. El anuncio en pleno monte de su repentina llegada les había inquietado, y temieron que algún incidente grave les hubiera obligado a acudir en busca de ayuda.

Zahir, que había salido a recorrer la ciudad y sus alrededores, se incorporó al grupo y, con Mūsa, puso a los dos hermanos al corriente de los últimos acontecimientos en Tutila.

Enneco, Fortuño y el resto de los vascones necesitaban un tiempo para reponer fuerzas, lavarse y descansar antes de reunirse con los recién llegados. La misma Toda exigió a su marido que se deshiciese de aquellas ropas y se diese un buen baño si quería entrar en las estancias de su residencia.

Pero, antes, Enneco insistió en estar presente mientras desollaban el hermoso ejemplar de oso, e incluso tomó el afilado cuchillo para retirar él mismo la piel en las zonas más delicadas de la cabeza. No se dio por satisfecho hasta que el enorme cuero quedó cubierto por una gruesa capa de sal procedente de las salinas próximas.

—Este ya no hará contigo lo que su congénere hizo con el rey Favila —bromeó Zahir cuando Mūsa y él se acercaron para interesarse por el método de curtido que empleaban—. Más de uno de esos narradores que llegan a Arnit de tarde en tarde cuenta la historia, así que anda con cuidado cuando estés cerca de un oso.

—No hay cuidado, yo no soy el rey de Asturias —respondió Enneco siguiendo la broma.

—¿Qué harás con la piel? —preguntó Mūsa—. ¿La utilizarás como alfombra?

—Así es. La colocaré en la sala del Consejo.

Pareció calibrar otra posibilidad, con el ceño fruncido.

—Aunque estoy pensando… que va a ser para ti, Mūsa. Será mi regalo cuando tengas que cubrir el pavimento de la alcazaba de Tu tila como señor de la plaza.

Mūsa rio de buena gana.

—No es eso de lo que hemos venido a tratar contigo, Enneco.

—Lo sé, lo sé, dejémoslo hasta mañana. Voy a hacer caso a mi esposa…, ese baño debe de estar ya preparado.

La reunión tuvo lugar en el salón donde años atrás se habían celebrado las anteriores. La vieja mesa de roble ocupaba el centro de la estancia, rodeada por las mismas sillas. Solo el número de asistentes era más reducido que en la última ocasión, porque lo inesperado de la visita había hecho imposible citar en Banbaluna a todos los jefes vascones de los distintos valles.

Zahir tomó la palabra para referir la propuesta que el emir les había transmitido a través de Amrús y su hijo Yusuf.

—Si he entendido bien —intervino Fortuño—, se trata de reescribir el viejo tratado de clientela y aceptar la autoridad de Amrús sobre toda la Marca Superior, incluida Tutila como ariete más cercano a tierras cristianas… y vasconas. Y todo ello a cambio de respetar vuestra situación actual… que no es realmente muy ventajosa.

—Al menos la situación actual permite que los Banū Qasī conserven los lazos de sangre y de lealtad que se mantienen desde hace décadas —respondió el 'amil de Qala’t al Hajar.

—Sin embargo, vuestra sumisión al emir deja nuestro flanco sur a merced de las posibles acciones que Amrús quiera emprender contra los vascones —razonó Enneco.

—Y por el norte ya tenemos la amenaza del ejército franco, con Ludovico instalado en Aquitania —añadió Fortuño—. ¡Quedaríamos atrapados entre dos fuegos, expuestos a carolingios y musulmanes, a la espera de ver quién ataca primero!

—Sé que me consideráis un hombre poco dispuesto a la lucha…, y es cierto —repuso Zahir—. Pero tengo el convencimiento de que, de haber seguido mi criterio en el pasado, nos podríamos haber evitado mucho sufrimiento y mucho derramamiento de sangre. Hemos perdido a nuestros hombres más jóvenes y valiosos, y no podemos permitirnos llenar nuestras aldeas de huérfanos y viudas. Nuestro pueblo reclama tranquilidad para cultivar sus campos, moler su trigo y rehacer sus vidas.

—¿Propones por tanto aceptar la sumisión al emir? —dijo Enneco.

—Y no solo eso. Me voy a permitir sugerirte una política similar. A pesar de mi posición favorable al acuerdo con Amrús, no me fío de él, y no descarto que pretenda continuar su expansión, quién sabe si hacia vuestras tierras, con el apoyo del ejército del emir.

—¿Lo crees posible? —interrumpió Fortuño.

—No parece probable, dados los términos del acuerdo que nos propone. Si hubiera pretendido hacerlo, no necesitaba dar este paso.

—¿Cuál es esa propuesta de la que hablas? —urgió Enneco.

Zahir se levantó, y empezó a pasear en torno a la mesa con la vista al suelo y las manos a la espalda.

—Los Banū Qasī continuaríamos gobernando nuestras tierras del Ibru en buena relación con Qurtuba. Pero creo que vosotros deberíais buscar una alianza similar con los carolingios. Eso equilibraría las fuerzas y supondría una eficaz disuasión ante cualquier intento de expansión más allá de las fronteras actuales.

También Enneco se puso en pie, visiblemente nervioso.

—¡Pero eso va en contra de la política que hemos mantenido durante todos estos años! ¡Zahir, nuestro objetivo es gobernar estas tierras sin injerencias, y sin dependencias de ninguna otra autoridad, ni musulmanes ni carolingios! ¿Estás diciendo que te parece apropiado pactar ahora con Ludovico? ¡Su propio padre destruyó esta ciudad no hace muchos años!

—Si algo he aprendido, Enneco, es que la política obliga a alianzas aparentemente extrañas. No pierdo de vista nuestro objetivo común, que anhelo con la misma fuerza que tú. Llegará el momento de hacerlo realidad. La alianza de la sangre entre nuestros pueblos lo hará posible, estoy convencido de ello.

Zahir pronunció las últimas palabras con la vista puesta en Mūsa, y Enneco siguió su mirada.

—¿Cuál es tu opinión, Mūsa? —preguntó.

El muchacho era consciente de que había muchos ojos fijos en él, y trató de dotar a sus palabras de un aire solemne.

—Soy joven aún, Enneco, pero ya he tenido ocasión de vivir el sufrimiento de nuestra gente en demasiadas ocasiones. Y dudo que la muerte de mi padre y nuestros dos hermanos haya mejorado las expectativas de nuestros pueblos. Estoy de acuerdo con Zahir en que no es momento de nuevos enfrentamientos: debemos esperar la ocasión propicia para llevar adelante nuestros propósitos. Y me parece razonable que los vascones se sometan al protectorado carolingio para afianzar Banbaluna ante posibles ataques de Amrús.

—Velasco el Gascón estaría encantado de oíros —espetó Enneco antes de volverse bruscamente hacia uno de los ventanales—. Mutarrif murió por enfrentarse a él, y ahora me proponéis que me pliegue a su política.

—Hicimos firmar a Velasco un documento en el que se le prohibía expresamente mantener ningún contacto con Ludovico ni con el emperador. ¿Y ahora vamos a ser nosotros quienes establezcamos esas relaciones? —intervino Fortuño.

—No olvides cuál es la política imperial: parece que su único objetivo sea el engrandecimiento del reino franco —continuó Enneco—. Carlomagno demuestra una ambición insaciable, incluso se ha hecho coronar como emperador por el papa León III. Acierta el dicho en este caso: «Si tienes a los francos por amigos señal es de que no los tienes por vecinos.»

—La estrategia de tu gobierno la decides tú, Enneco —respondió Zahir a ambos hermanos—. Solo se trata de llegar a un pacto con las fuerzas francas, que actuarían como elemento de disuasión. Ludovico no tiene que poner un pie en vuestras tierras. Eso te garantizaría que la próxima aceifa que emprenda Al Hakam no va a acabar arrasando de nuevo las murallas de Banbaluna.

Enneco permaneció frente al ventanal durante un largo rato en el que nadie se atrevió a romper el silencio, hasta que regresó a su puesto en la mesa.

—Convocaré a todos mis hombres y debatiremos el asunto. Mientras tanto podéis permanecer aquí a la espera de respuesta —dijo.

Mūsa aprovechó los cuatro días que siguieron para conocer a fondo la ciudad y sus alrededores. Tenía un tamaño ligeramente superior al de Tutila, aunque su aspecto era del todo diferente, tanto por su ubicación y su orografía como por el trazado de las calles, mucho menos abigarrado, siguiendo la disposición ortogonal de la antigua urbe romana de Pompaelo. Tampoco la presencia de musulmanes era tan abundante como en las ciudades del Uādi Ibru, pero su mercado bullía de actividad y conformaba un mosaico de razas y lenguas por su posición estratégica en las rutas comerciales.

Toda se ocupó de que los tres 'amil vieran cubiertas sus necesidades durante su estancia en el castillo, pero reservó un trato especial para Zahir y Mūsa, que compartieron mesa con el resto de la familia y tuvieron ocasión de ponerse al tanto de los últimos acontecimientos.

Mūsa admiraba a Toda por su hermosura, su elegancia y su serenidad, que combinaba con un carácter alegre y amable. Parte de esa belleza había sido heredada por Assona, que sin duda estaba siendo educada en los mismos valores. Mūsa contemplaba divertido a la muchacha y a sus jóvenes amigas, consciente de que lo observaban y susurraban acerca de él, entre risas azoradas cuando se veían descubiertas. Estaba acostumbrado a ese tipo de juegos inocentes y era consciente de la atracción que ejercía en las chicas de su edad y de los comentarios que despertaba en los corrillos, pero las muchachas musulmanas actuaban de una forma mucho más comedida que aquellas vasconas que ahora reían abiertamente frente a él.

Trató de ignorar el familiar cosquilleo que comenzaba a experimentar y se dirigió hacia las cuadras, donde le esperaba Baraka para su salida diaria, en la que recorrían durante largo rato las verdes praderas que rodeaban la ciudad, descendiendo por la orilla del río hasta un vado situado varias millas al sur, para regresar por la orilla opuesta.

Mūsa agradeció aquellos días de tranquilidad en compañía de Enneco y Fortuño. Descubrió que al hablar de asuntos de importancia para sus familias habían dejado de tratarlo como a un muchacho, solicitaban su opinión y apreciaban sus iniciativas. Él mismo era consciente de que su aplomo y la confianza en sí mismo eran ahora mayores, y en cierto modo agradecía que las duras circunstancias que había vivido le hubieran hecho madurar de forma precoz. La tarde anterior al Consejo de jefes vascones, Mūsa supo que Enneco ya había decidido la postura que defendería ante ellos, Los jefes que habían asistido a la primera reunión y habían escuchado los argumentos de Zahir estaban dispuestos a aceptar la pro puesta de este, pero Enneco tendría que hacer gala de toda su capacidad de influencia para convencer al resto. El cambio de política era radical, y algunos de aquellos jefes habían luchado contra Carlomagno en Roncesvalles. Ahora él les iba a proponer buscar la alianza con su hijo Ludovico. Su liderazgo se vería puesto a prueba sin duda.

En la tarde del día señalado, Enneco y Fortuño se recluyeron en la sala del Consejo con el resto de los vascones llegados de los diferentes valles. Al cabo de una hora Fortuño salió de la cámara con gesto grave en busca de Zahir, Mūsa y los tres jefes musulmanes. Al parecer no había acuerdo, y Enneco había solicitado que escucharan a los Banū Qasī en primera persona para tratar de despejar las serias dudas que albergaban.

Ya había caído la noche cuando los vascones tomaron una decisión: bien fuera por conformidad con la estrategia política que se les planteaba, o por temor a una posible acción del emir de Qurtuba en sus tierras, acordaron enviar a Toulouse una embajada que negociara con el rey franco un tratado de amistad y protección. Sin duda influyó en su decisión el recuerdo, oportunamente rescatado por Zahir, de la acción emprendida tres años atrás por Amrús contra la fortaleza de Sajra Qays, a pocas millas de Banbaluna, en lo que había sido la última demostración de fuerza de los musulmanes.

Cumplido su propósito, Zahir, Mūsa y sus acompañantes regresaron a Tutila mientras la embajada vascona tomaba el camino de las montañas en dirección a Aquitania. Hallaron a un Yusuf de nuevo extrañamente afable que mostró de forma ostensible su entusiasmo al escuchar la aceptación de la propuesta.

—Mi padre estará satisfecho —dijo sentado en el diván de su lujosa residencia—. Deseo que iniciemos una época de colaboración y que olvidemos los antiguos desencuentros.

Ni Zahir ni Mūsa mostraron la misma euforia que su anfitrión, pero este prosiguió:

—A partir de ahora no veo ningún inconveniente para que os instaléis de nuevo en Tutila con vuestra familia, si ese es vuestro deseo. ¿Lo es?

Zahir y Mūsa se miraron.

—Lo consultaremos, y te haremos saber la respuesta —dijo Zahir.

—Vuestra antigua residencia continúa desocupada. Por supuesto, se encuentra a vuestra disposición. Es un detalle importante. Por otra parte seguimos necesitando mano de obra, y no nos vendría mal el regreso de todos los que abandonaron Tutila en su momento.

Zahir y Mūsa no entendían el interés que demostraba Yusuf, y sus mentes se esforzaban por hallar las posibles motivaciones ocultas que justificaran su actitud.

Pero Yusuf no había terminado.

—Dile a tu amigo —dijo dirigiéndose a Mūsa— que su negocio le espera. Y algo más que su negocio…

—¿Cómo sabes…?

Yusuf hizo un gesto que interrumpió la protesta de Mūsa, y con una enigmática sonrisa se puso en pie.

—Supongo que tendréis prisa por regresar a Arnit y a vuestras ciudades para dar cuenta de las novedades. No os retendré más.

Mūsa había previsto ya antes de la entrevista con Yusuf que se instalaría de nuevo en Tutila. De regreso a Arnit, avanzaba impaciente varios codos por delante de los demás, ansioso por contar las importantes novedades a Onneca… y a Ziyab. No sabía cómo había llegado a oídos de Yusuf la relación de su amigo con Naylaa, pero su alusión había sido clara. Seguramente la guardia le habría informado de su escapada para cumplir el encargo de Ziyab. ¿O quizá alguien lo había visto entrar en la casa de la muchacha? No tenía forma de saberlo, pero lo cierto es que Yusuf estaba al corriente, y eso no le gustaba demasiado. No confiaba en absoluto en él… ni en su padre. Sabía que ambos eran hombres ambiciosos y sin escrúpulos, y que no se comportarían así de no tener un buen motivo para hacerlo. ¿Era simplemente el deseo de atraer a los Banū Qasī para evitarse problemas con aquella familia que dominaba el territorio desde hacía generaciones? Tal vez sí, pero no podía estar seguro, Quizás instalarse en Tutila, como Yusuf les había sugerido, era me terse en la boca del lobo. Pero la ciudad ejercía en él una fuerte atracción y deseaba volver. Además, estaba seguro de que, cuando Ziyab conociera el cambio de actitud de los Amrús, se pondría en camino de inmediato.

Dos semanas antes del comienzo del mes de Ramadán, partía de Arnit una columna con los primeros vecinos que retornaban a Tu tila. Salieron al amanecer para evitar el fuerte calor de mediodía, que en las últimas jornadas había sido especialmente intenso. Onneca ocupaba un asiento en uno de los carros que trasladaba sus pertenencias, Zahir y Mūsa montaban sus caballos, y les seguía el carro que conducía el mismo Ziyab. Unas doscientas personas habían decidido abandonar Arnit, atraídas por la promesa de trabajo abundante y bien remunerado. La mayor parte eran familias jóvenes con niños y algunas mujeres viudas que viajaban con la esperanza de contraer un nuevo matrimonio con alguno de los muchos trabajadores que habían acudido a Tutila en los últimos años. Ningún anciano, en cambio, había querido dejar la villa, seguros de poder subsistir con comodidad gracias a sus pequeñas fincas o sus oficios habituales.

Onneca se había sentido aliviada al conocer la decisión de sus hijos. Se abría ante su familia una época de calma que tranquilizaba su espíritu, bastante atormentado ya en el pasado. Cuando Mūsa le planteó la posibilidad de trasladarse a Tutila, ella respondió que su único interés era estar junto a él, en el lugar donde él decidiera vivir. En realidad Onneca se sentía más a gusto en Arnit, la primera ciudad musulmana que conoció tras su matrimonio con Mūsa ibn Fortún, y allí habían nacido sus hijos. En cambio había sido en Tutila donde había sufrido sus muertes. No podía evitar un estremecimiento supersticioso cuando revivía aquellos terribles momentos. Recordó un librito de pliegos cuidadosamente cosidos que había leído durante las largas tardes de ausencia de Zahir y Mūsa. Hablaba sobre la baraka, y desde aquel día siempre lo tenía cerca. Mientras el carro avanzaba con lentitud siguiendo el curso del río lo sacó de entre sus ropas, lo abrió por el pliego que tenía marcado con un doblez y leyó de nuevo:

La Baraka es una cualidad oculta e invisible que se adhiere a los seres y a las cosas, aportando beneficios.

Un efluvio misterioso que da fecundidad, que actúa principalmente por contacto y, debido a nuestra naturaleza, esencialmente porosa a lo sagrado, nos penetra cuando nos acercamos al ser que la posea.

Es ella la que proporciona prosperidad, multiplica los nacimientos y favorece el éxito.

Es la abundancia en la pradera, el crecimiento en el rebaño, el efecto saludable en el remedio.

La Baraka es ese secreto de Allah… en las cosas.

Es un poderoso tonificante espiritual que repercute positivamente en todas las dimensiones de la vida. Emana de ciertos objetos, de ciertos lugares y de ciertos momentos.

El Corán tiene Baraka —sus letras, sus sonidos, su recitación—: «Y este Libro que te revelamos es Mubarak», es decir, portador de Baraka.

Y las mezquitas, los olivos, las palmeras, el agua, La Meca, la noche vigésimo séptima de Ramadán, algunas piedras (¿qué sentido tiene, si no, tocar la Piedra Negra, que irradia una especialísima Baraka?), y también ciertas fuentes, ríos, lagos, grutas, bosques, montañas.

Definitivamente, en Tutila no había baraka para ella. Sin embargo, y volvió a leer el fragmento, se trataba de un «efluvio que nos penetra al acercarnos al ser que la posea». Y Mūsa tenía baraka, Lo sabía. Mientras permaneciera junto a él no tendría de qué preocuparse.

—¿En qué piensas, madre? Estás sonriendo.

Mūsa se había acercado a caballo, y ella, sumida en sus reflexiones, con el librito entre las manos, no había reparado en su presencia.

—En ti, hijo. Mira esto —dijo, al tiempo que le tendía el libro.

Mūsa leyó, con su madre atenta a su expresión.

—Tú también eres Mubarak para mí —explicó cuando Mūsa levantó la vista.

Mūsa sonrió a su madre.

—No sé si soy yo o mi caballo —bromeó.

Onneca cayó en la cuenta del nombre que su hijo había elegido para su montura. Mūsa avanzaba al paso junto al pescante del carro. Mantenía la mirada al frente, y ella lo contemplaba. Era su hijo pequeño, pero se había convertido en un hombre. Observó su cuerpo erguido, su cabeza poderosa, su barba incipiente y su rostro masculino y proporcionado. Un estremecimiento la recorrió.

—Te quiero, hijo —susurró.

En ese momento, Mūsa espoleó a su caballo para avanzar hacia la cabeza de la columna. Onneca pensó que no la había oído, pero Mūsa tuvo que enjugarse los ojos con el dorso de la mano antes de dirigirse a Zahir y sugerirle que era buen momento para hacer un alto.

Llegaron a Tutila en dos jornadas. Recorrieron el último tramo bajo la sombra de una fuerte tormenta de verano que amenazaba con descargar sobre ellos, y lo hizo antes de que entraran en la ciudad por la puerta de Qala’t al Hajar. Para Ziyab y Onneca habían pasado tres años desde que salieran por aquella misma puerta, y les pareció una ciudad desconocida, en parte quizá por el aspecto de sus calles y sus murallas bajo la extraña luz que acompañaba al aguacero. Bajaron de los carros ante el portón de su vieja residencia, y Ziyab les siguió a la espera de que amainara la tormenta.

Las puertas se encontraban abiertas y accedieron al interior. Al parecer nadie había habitado la casa desde su partida, pero no hallaron ni rastro de polvo o de telarañas. Todo estaba en su sitio, se aspiraba un agradable aroma a hierbas frescas… y había leña recién cortada en el zaguán.

Ziyab silbó sonriente.

—Es toda una bienvenida —dijo.

Zahir asintió con un gesto mientras observaba caer el agua en el centro del patio.

—Da sensación de irrealidad —dijo Onneca—. No esperaba encontrarla así.

A Mūsa le ocurría lo mismo. La casa era la misma de siempre, poro la luz de la tormenta en aquellas dependencias perfectamente adecentadas producía un efecto extraño, casi inquietante.

—Nos falta un té recién hecho —bromeó.

—Eso lo solucionaremos pronto —repuso Onneca—. Quitaos esas ropas mojadas mientras lo preparo. No quiero que cojáis una calentura.

—Yo encenderé el fuego —se ofreció Mūsa.

Tomaron juntos el primer té después del regreso, con pastas de almendra horneadas en Arnit antes de la partida.

Amainó la tormenta, y los últimos rayos del sol de la tarde alcanzaron a iluminar el interior del patio.

—Deberías pasar aquí la noche, Ziyab —dijo Mūsa—. Tu casa estará vacía.

—Quizá tengas razón —asintió—. Simplemente iré a dar una vuelta por allí, pero esperaré a mañana para instalarme.

—¿Qué planes tienes? —se interesó Zahir.

—De momento retomaré el trabajo en el taller, es mi único medio de subsistencia.

—En Arnit asistías a la escuela coránica, ¿no es así? Y tengo entendido que con gran aprecio de tus maestros.

—Así es. Ese es mi objetivo, proseguir mis estudios aquí. Mis maestros me animaron a ello, dicen que tengo capacidad. Pero no sé si en la mezquita aceptarán a un simple carpintero para iniciar los estudios de nivel superior.

—¿Tienes verdadero interés en continuar esos estudios? —preguntó Zahir.

—En estos tres años se ha convertido en mi pasión. He tenido que perder muchas horas de sueño para compaginar el estudio con el taller. Más de un día he empezado a trabajar al amanecer después de una noche en vela.

—No es posible dedicarse de lleno al estudio con un trabajo así —dijo Zahir con el ceño fruncido en un gesto de reflexión—. Hablaré con el imām de la mezquita para que asistas a su escuela durante unos días. Eso será suficiente para valorar tus conocimientos y capacidades. Si el informe es favorable, haré lo que sea necesario para que puedas dedicarte al estudio sin necesidad de compaginarlo con el trabajo en el taller.

—¿Yusuf? —aventuró Mūsa.

Ziyab miró a ambos y comprendió lo que estaban pensando.

—No —replicó rotundamente, acentuando la negación con un movimiento de cabeza—. No puedo tolerar que hagas eso por mí.

—Pero, ya ves, al parecer está dispuesto a contentarnos en todo… —dijo Zahir.

—No es solo eso…, no se trata solo de mi manutención.

—Naylaa, ¿no es eso? —dijo Mūsa.

Ziyab asintió con la cabeza.

—Bien, acabamos de llegar. No pretendamos resolver el futuro de todos la primera noche —cortó Zahir—. Es hora de hacer algo.

Ziyab se despidió de sus anfitriones y salió de la casa para dirigirse a su taller. Sin embargo, no giró en la calle que conducía hasta él, sino que dobló la esquina opuesta en dirección a la muralla sur. Quería volver a ver a Naylaa, y había esperado con impaciencia el momento de salir sin desairar a Zahir. La noche era agradable, y aún se podía percibir el olor a tierra mojada que había dejado la lluvia. El cielo estaba ya despejado y la luz de la luna permitía ver con claridad el camino. Cubrió con rapidez el trayecto que lo separaba de la casa de la muchacha, y vaciló antes de golpear la puerta con los nudillos.

Había imaginado mil veces ese momento. Incluso había barajado distintas opciones: que abriera la puerta la propia Naylaa, que la abriera su madre… Se imaginaba la sorpresa de la muchacha, se la imaginaba entre sus brazos… En varias ocasiones alzó la mano con los nudillos cerrados y contuvo la respiración.

Golpeó al fin la puerta. No había luz en el interior, lo que indicaba que ya estarían dormidas. Llamó de nuevo, pero no se percibió ningún movimiento. La tercera vez golpeó la puerta con fuerza.

—Naylaa —llamó en voz baja con la boca pegada a la puerta—. ¡Naylaa! —repitió alzando la voz.

—¿Quién va? —preguntó una voz masculina desde el ventanuco de la casa contigua.

Ziyab, atemorizado, no sabía si responder o no a aquel hombre, que desde el ventano no podía verle. Su deseo de saber le hizo colocarse enfrente de él.

—Soy Ziyab, el carpintero. Busco a Naylaa y a su madre.

El hombre necesitó un tiempo para reconocerlo.

—Ya no viven aquí. Se marcharon hace dos viernes.

Sus palabras golpearon a Ziyab como un mazo.

—¿Adónde fueron? —acertó a preguntar.

—La puta de su madre ha engañado a un comerciante murciano y se las ha llevado a las dos. En buena hora —respondió, y cerró el postigo.

De buena gana hubiera tirado la puerta abajo para descargar toda su rabia sobre el rostro de aquel hombre, pero en vez de eso se dejó caer en la entrada de la casa de Naylaa. ¿Cómo era posible que se hubiera ido sin hacerle llegar un mensaje siquiera? Durante todo aquel tiempo se habían mantenido en contacto, y no había un solo motivo que la pudiera haber llevado a marcharse sin despedirse.

No habría podido calcular el tiempo que permaneció allí, perdido entre sus negros pensamientos. Bien entrada la madrugada, alguien le agarró por los hombros, y oyó que pronunciaba su nombre.

—Ziyab, despierta.

—¡Mūsa! ¿Qué haces aquí?

—Has debido de quedarte dormido. ¿Qué ha pasado, Ziyab? —preguntó Mūsa preocupado.

—No está. Se han ido —explicó en tono apremiante—. Dime la verdad, Mūsa, ¿te dijo algo cuando le trajiste la bolsa con el dinero?

—Nada en absoluto, Ziyab. Solo habló de las ganas que tenía de verte.

Ziyab se cubrió el rostro con las manos y lloró con amargura.

Aquella noche Ziyab durmió en la casa de Zahir, como habían previsto, y dedicaron el día siguiente a acomodarse en sus recuperados hogares. Mūsa prefirió no dejar solo a su amigo, y ambos pasaron juntos la mañana descargando sus pertenencias. Hablaron In justo para intercambiar instrucciones durante la mudanza, pero el rostro del muchacho reflejaba el dolor que sufría en su interior. Al atardecer, también el carro de Ziyab estaba vacío, y los dos jóvenes se sentaron junto a una pequeña mesa en el interior de la casa.

—Ziyab, tendrás que afrontarlo —dijo Mūsa.

—Si al menos supiera Adónde fueron…

—No te tortures más. Si es un comerciante como dices, pueden haber ido a cualquier sitio. Tendrás que intentar olvidarla.

—¡Qué fácil es para ti decir eso! —espetó irritado.

Mūsa encajó el golpe en silencio.

—Perdóname, Mūsa. No te mereces que descargue mi rabia contigo. Quizá tengas razón y lo mejor sea olvidarla —dijo con un cambio repentino en el tono de su voz—. Vamos a divertirnos y a olvidar.

Ziyab se levantó y se dirigió hacia la puerta.

—¿Adónde vamos?

—Ven conmigo.

Salieron cuando ya anochecía y se dirigieron al centro de la ciudad. A esa hora, pasados ya los momentos más calurosos, las calles estaban concurridas y Mūsa vio muchas caras conocidas, pero la prisa de Ziyab le impedía entretenerse con ninguno de ellos. Llega ron a la parte baja del recinto amurallado y entraron en una calle estrecha próxima a la muralla oriental, junto al barrio mozárabe. Mūsa sabía que allí había una cantina frecuentada por cristianos.

—Vamos —dijo Ziyab.

La puerta era baja, y a un lado alguien había clavado una tabla en la que se leía la palabra TABERNA, al parecer escrita con un trozo de carbón. Mūsa tuvo que agacharse para entrar, y se encontró en un recinto cerrado, sucio y oscuro, con varias mesas de madera dispuestas junto a las paredes. Echó un vistazo a los hombres sentados a su alrededor, y comprobó con sorpresa que la mayoría no eran mozárabes, sino musulmanes, algunos de ellos jornaleros llegados de fuera, pero otros conocidos de Mūsa.

—¡Pero si es Ziyab, el carpintero! —dijo una voz desde el fondo.

El humo blanco de olor característico impedía ver con claridad.

—¡Por las barbas de…! —empezó otro—. Pero ¿no es Mūsa el que entra con él?

Mūsa siguió a su amigo hasta la mesa y reconoció a tres muchachos de su edad con los que tantas veces había jugado de niño. Uno de ellos se encontraba con él el día de la muerte de Essam e Ismail en el río, y fue de los que ayudaron a sacarlo del agua. Creía recordar que su nombre era Mahmud.

—¡Esto sí que es una sorpresa! —exclamó el primero—. ¡Hacedles sitio!

—No esperábamos veros por aquí, y menos tan pronto, amigos —dijo otro—. Regresasteis ayer de Arnit con los demás, ¿no es cierto?

Mūsa asintió, sin saber muy bien qué decir. Nunca había estado en un sitio como aquel, en teoría vedado para los musulmanes. El tabernero servía jarras de vino entre las mesas, y en cada una de ellas humeaban una o dos pipas.

Aparecieron dos sillas y les invitaron a sentarse. También en esa mesa los tres muchachos compartían una de aquellas pipas, evidentemente llenas de hasis.

—¡Tabernero! ¡Dos cuencos más! —gritó el que Mūsa había identificado como Mahmud.

—Es un honor teneros en mi casa —dijo el tabernero con voz chillona mientras colocaba dos recipientes de cerámica ante ellos.

Mūsa respondió con un simple movimiento de cabeza, no muy seguro de estar en el lugar adecuado, mientras el hombre les servía una generosa dosis de un vino aromático de fuerte color oscuro.

—Casi no recuerdo vuestros nombres —dijo Ziyab—. Tú eres Salim, ¿no es cierto?

—Sí, y estos son Mahmud y Yibraan. No nos habíamos presentado.

—Ya nos conocemos —dijo Mahmud.

—Es cierto, recordaba tu nombre —dijo Mūsa—. Tú estabas allí aquel día. Ayudaste a Ziyab a sacarme del agua.

—¡Bien, entonces tenemos un motivo de celebración! ¡Bebamos! —dijo Salim.

—Ziyab, ¿qué ha sido de Naylaa? —preguntó Yibraan—. Dicen que ha abandonado Tutila.

Ziyab levantó la vista sobresaltado, y atravesó al muchacho col la mirada.

—¿Qué sabes tú de Naylaa? —preguntó bruscamente.

Yibraan pareció extrañarse ante la reacción de Ziyab.

—Bueno, todos saben que es tu… amante.

—Pero ¿quién…? —gritó casi Ziyab.

—Tranquilo, Ziyab. Ya sabes que esta es una ciudad muy pequeña, y las noticias se comentan. Pero no debes preocuparte, nadie te censura nada…, y menos nosotros —dijo con una sonrisa de complicidad.

—No creo que sea buena idea hablar de eso —intervino Mūsa.

—Déjalo, Mūsa. Ya me da igual.

—Perdona, Ziyab, si he… —empezó Yibraan.

—No pasa nada. Se ha ido con su madre sin dejar noticias…, eso es todo.

—Lo siento, Ziyab —se excusó Yibraan.

Por un instante se hizo el silencio, hasta que Salim habló:

—Entonces parece que lo que tienes es mal de amores, Ziyab. Nada que no se olvide con una jarra de vino y un poco de hasís. Pásales esa pipa, Mahmud.

Ziyab no la rechazó, acercó a sus labios la boquilla de hueso y aspiró profundamente, mientras la cazoleta se iluminaba con un brillo rojizo. Cuando terminó se la ofreció a Mūsa, pero este negó con la cabeza.

—¿Qué importa? Es solo un día… —insistió Ziyab, e inhaló un poco más.

Mūsa tomó la pipa y aspiró. Inmediatamente el humo le hizo toser, lo que provocó la risa de los demás.

—Nuestro virtuoso Mūsa no está acostumbrado a estas transgresiones —rio Salim—. Tendrás que mezclarte más con el vulgo y conocer sus aficiones si quieres ser un buen caudillo —bromeó Mahmud.

—Mahmud, un jefe siempre debe ser modelo de virtud —siguió Yibraan.

Mūsa también rio de buena gana. En el segundo intento aspiró con más cuidado y ya no tosió.

El tabernero se acercó con un plato de cecina de vaca y encurtidos de pepino.

—Invita la casa. No todos los días nos acompañan tan ilustres visitantes —dijo satisfecho.

Mientras en el exterior el muecín llamaba a los fieles para la última oración del día, Mūsa y Ziyab reían con las ocurrencias de Salim y sus amigos. Ninguno de los dos estaba acostumbrado al vino, y mucho menos al hasis, y la sensación de euforia que les invadía era nueva para ambos.

—¡Otra ronda, cantinero! —gritaba Salim—. ¡Nuestros amigos están sedientos!

Ziyab apuraba cada vaso y se quedaba mirando a Mūsa, que le imitaba con gesto de satisfacción.

—¿Sabes dónde deberíamos acabar la noche, Ziyab? —dijo Salim—. En el único sitio de la ciudad donde uno se olvida del mal que tú tienes.

Todos estallaron en carcajadas. Les brillaban los ojos y comenzaban a tambalearse en los taburetes.

—¿Por qué no? —aceptó Ziyab.

—¿Qué lugar es ese? —preguntó Mūsa con los ojos entornados.

—Nosotros te lo enseñaremos —dijo Yibraan—. De nuevo vamos a tener que hacer algo por ti —rio.

Salieron al exterior, y el aire fresco de la noche supuso un alivio para los ojos enrojecidos de Mūsa. A pesar de la ligera camisa de lino que llevaba, el ambiente de la taberna resultaba agobiante.

—¡Chsss! —chistó Salim, y se llevó el dedo índice a los labios—. Ahora silencio, todos. Si el almotacén nos sorprende acabaremos ante el qādī y no nos libraremos de unos buenos azotes en público.

Caminaron por las calles ya desiertas en dirección a la Puerta del Puente, bordeando el barrio mozárabe. Dieron un pequeño rodeo a través de estrechos callejones para evitar a la guardia apostada en la salida de la ciudad, y ascendieron las primeras rampas del cerro sobre el que se adivinaba la alcazaba. Una nueva muralla rodeaba la base del monte, y avanzaron pegados a ella hasta alcanzar un edificio de dos plantas. Antes de llamar a la puerta, tuvieron que bajar unas escalinatas y atravesar el pequeño patio que separaba la casa del callejón, que quedaba por encima de sus cabezas.

Se abrió un ventanuco en la puerta y una voz masculina preguntó por la identidad de los visitantes.

—Soy Salim. Vengo con unos amigos.

El interior estaba a oscuras y no era posible identificar al dueño de la voz, pero era evidente que Salim lo conocía. Se oyó el sonido de un cerrojo y la puerta se abrió para dejarles paso, a la vez que el dueño tomaba un candil para iluminar el trayecto. A medida que avanzaban por el estrecho pasillo un murmullo cada vez más intenso se iba haciendo audible. Llegaron a una puerta de doble hoja que cerraba el paso, bajo la cual una rendija dejaba pasar un estrecho haz de luz… ¿y el sonido de alguna clase de música?

El hombre abrió una de las hojas de la puerta y apareció ante ellos una amplia habitación ricamente decorada con tapices e iluminada por docenas de lamparillas. Varios divanes se alineaban junto a los muros delante de media docena de mesas hexagonales decoradas con opulencia. Alrededor de las mesas, grandes cojines cubrían el suelo casi por completo, y una pequeña escalera situada en un extremo conducía hasta el piso superior. Al entrar, Mūsa quedó atrapado por el agradable aroma que flotaba en el ambiente: azahar, almizcle, quizá lima… no hubiera sabido identificarlo, pero era un aroma de mujer que evocaba sensualidad. Aquellos detalles pasaron como una exhalación por la retina de Mūsa, porque toda su atención quedó de inmediato concentrada en las cuatro mujeres que ocupaban aquellos divanes, con sus rostros vueltos hacia la puerta que se acababa de abrir.

Una de ellas se levantó y se dirigió hacia Salim, que había entrado en la sala en primer lugar.

—¡Pero a quién tenemos aquí! ¡El joven Salim! Y por lo que veo hoy muy bien acompañado —dijo mientras les lanzaba una mirada rápida—. Pero tened la amabilidad de pasar, no os quedéis ahí. Poneos cómodos.

Mūsa entró con la sensación de estar flotando. Era incapaz de quitar los ojos de los cuerpos de aquellas mujeres, apenas cubiertos por tenues velos de seda. Alguna de ellas no sería mayor que él. En circunstancias normales seguramente se habría visto intimidado ante semejante situación, pero hoy no. Se sentía desinhibido, alegre, capaz de cualquier cosa. Notó una conocida y agradable presión bajo los calzones que seguramente no pasaría desapercibida, pero tampoco eso le preocupaba.

—Mi nombre es Shazdaa. Salim ya me conoce, ¿verdad, amor? —dijo la que parecía mayor.

Se volvió hacia las demás y fue señalándolas mientras las nombraba:

—Ella es Munaa. Acaba de llegar de Al Mariya, tras un largo viaje en barco desde Damasco. Tuvo que abandonar precipitadamente la corte del califa por la envidia de alguna de sus esposas.

Dirigió la vista hacia la siguiente muchacha, que sujetaba un laúd entre sus manos.

—Esta es nuestra cantante. Esperad a oír sus bellas melodías. Han subyugado a más de un príncipe. Su nombre es Anwaar. Y esta es Layla, nuestra belleza venida del norte, como podéis apreciar.

Layla era una joven de cabello rubio y piel extremadamente clara. Mūsa la imaginó en uno de aquellos mercados de esclavos donde las mujeres eslavas eran tan apreciadas, y trató de figurarse las peripecias que habría sufrido hasta llegar allí, donde al menos parecía vivir con comodidad y sin grandes penalidades… a pesar del oficio que seguramente era obligada a ejercer.

—Y por fin, Marie, procedente de la Galia —prosiguió Shazdaa—. Fijaos en sus preciosos ojos azules.

Salma y Naddira están… ocupadas en este momento.

Salim miraba con una sonrisa la cara embobada de sus amigos, que continuaban, como él mismo, con unos ojos extrañamente brillantes. Citó por su nombre a los cuatro para presentarlos mientras las muchachas los saludaban sonrientes con inclinaciones de cabeza.

—Poneos cómodos, y servíos —aconsejó Shazdaa con tono amable—. Probad este exquisito licor, recién traído de Qurtuba. Está hecho a base de avellanas.

Salim tomó la estilizada vasija en forma de ánfora de su soporte, y sirvió las pequeñas copas que se encontraban sobre la mesa.

—Y bien, así que este apuesto joven es Mūsa, el hermano de Fortún. Tuve ocasión de conocerlo en Saraqusta… y tengo que decir que en tu familia rivalizáis en apostura. Ven, siéntate a mi lado.

Mūsa se sentó donde le indicaba y se dio cuenta de que no sabía bien dónde colocar las manos, así que cogió una de las copas de la mesa y se la llevó a los labios. Notaba junto a él el intenso perfume que desprendía Shazdaa, se sentía un tanto cohibido, pero sus amigos le miraban, y decidió que debía mostrar más aplomo y dominio de la situación. Cambió de postura y se colocó de lado encogiendo una de las piernas para mirar de frente a la muchacha. Ella también tomó uno de los pequeños vasos y bebió con delicadeza.

—¿Os gustaría escuchar una de las piezas de Anwaar?

Todos asintieron, y la muchacha tomó su laúd y comenzó a interpretar una hermosa melodía. Pero cuando empezó a cantar, un escalofrío recorrió a Mūsa de la cabeza a los pies. Entonaba con voz dulce una bella canción de amor, sobre un joven guerrero que partía hacia la batalla y debía despedirse de su amada. Mūsa se dio cuenta de que tenía el vello erizado.

Anwaar siguió tocando el laúd, y Marie se levantó para traer hasta las mesas varias pipas más, estas finamente talladas, que Salim se ocupó de preparar y encender, para ofrecérselas a los demás.

Las dos muchachas que faltaban descendieron las escaleras, mientras en la parte alta se oían las voces de varios hombres y una puerta se cerraba sin apenas ruido.

Shazdaa tomó una de las pipas y aspiró de ella con un gesto voluptuoso. Era joven, no tendría más de veinticinco años, y de una belleza extraordinaria. Su aspecto demostraba que había pasado, como el resto de sus compañeras, muchas horas embelleciéndose, seguramente en los baños. Tenía el cabello negro teñido con alhínna, y en sus pestañas había aplicado kuhl, lo que aumentaba el tamaño de sus ojos, ya de por sí grandes y almendrados. Sus mejillas eran de un precioso color rosado, conseguido mediante algún tipo de polvo rojizo. Sin embargo, pensó Mūsa, sin nada de aquello debía resultar igualmente hermosa.

La muchacha aspiró nuevamente el humo de hasis, apartó la boquilla de sus labios y la acercó a los de Mūsa sin soltarla.

Anwaar continuaba entonando canciones bellas y relajantes, el hasis y el vino seguían haciendo efecto, y Mūsa se hallaba sentado junto a una preciosa muchacha que apenas cubría su desnudez con unas sutiles sedas. Por un momento pensó que aquello era lo más parecido a la felicidad que había experimentado. De hecho no sabía si la situación era real o solo un sueño.

Ziyab y los tres amigos conversaban con alguna de las muchachas reclinados en los divanes, mientras saboreaban los licores y aspiraban de las pipas. Salim se levantó, tomó de la mano a Layla, y ambos se dirigieron hacia las escaleras hasta desaparecer en el piso superior.

Shazdaa dejó la pipa sobre la mesa, quitó a Mūsa el vaso que tenía en la mano y lo colocó sobre el tapete. Se recostó sobre el respaldo del diván, atrajo al muchacho hacia sí e introdujo los dedos entre las ataduras de la camisa para acariciarle el pecho con suavidad. Tomó su mano y la colocó sobre uno de sus senos. Mūsa se sentía a punto de perder el control. Shazdaa, con un movimiento estudiado, acercó su rostro al de Mūsa con una sonrisa, pasó el brazo tras su nuca y lo atrajo hacia sí.

Mūsa, flotando casi, quería continuar allí todo el tiempo del mundo, pero sintió cómo la muchacha se incorporaba y tiraba de él para que se pusiera en pie.

Sin soltarlo de la mano, lo condujo a través de la sala y juntos ascendieron aquellas escaleras que Mūsa no habría de olvidar nunca.