LA VIDA COMO AVENTURA

Ya hemos visto, a lo largo de los capítulos, que a esta vida venimos a ser felices. Que nadie queda exento de esta posibilidad y que está dentro de cada uno de nosotros la capacidad para conseguirlo.

En el capítulo anterior te hablé de la importancia de la armonía entre los cinco pilares capitales de nuestra vida y te propuse el ejercicio para que vieras cuáles son tus puntos débiles y tus puntos fuertes. Por eso ahora, en este capítulo, te voy a mostrar que no es difícil conseguir el equilibrio y transformar tu ataúd en cometa. Así que para ello, volvamos a las aguas del Estrecho de Gibraltar.

Después de comer en cubierta protegidos del sol con el tupido toldo del que disponía el velero de Oscar, nos acercamos nadando hasta la playa. Bolonia en el mes de junio es un paraíso para surfistas, kitesurfístas y windsurfistas; aunque durante la mañana el levante había soplado con relativa fuerza, había amainado casi hasta la calma total por la tarde, por lo que «los caballeros de las olas» habían recogido sus multicolores artilugios y habían dejado paso a unas cuantas familias con niños que habían tomado la playa.

Sentados sobre la arena, y para que Rocío dejara atrás el impacto que le había producido verse «en el ataúd», inicié una conversación sobre temas más bien macroeconómicos con fuerte vinculación política, por los que ella se desvivía. Esta charla hizo que Marina desconectara y, mientras tomaba el sol tumbada sobre la arena, se entretuviera mirando cómo unos niños disfrutaban tratando de hacer volar una pequeña y modesta cometa. No paraban de reír, correr y lanzar la cometa al aire intentando que esta se elevara y se mantuviera firme sobre sus cabezas, pero la falta de viento hacía que una y otra vez la cometa girara y cayera en picado hasta clavarse en la arena.

Ellos seguían intentándolo una y otra vez, pero sin éxito. A pesar de ello, sus risas y su alegría iban en aumento. Cada vez que la cometa daba de bruces en el suelo las carcajadas eran más y más sonoras. Alguno incluso se tiraba por el suelo amplificando más su risa. Marina estaba como absorta, ida. Mirándolos fijamente, encerrada en su mundo, en sus pensamientos. De pronto, volvió a nuestro mundo diciendo: «Esos niños tienen la felicidad, ¿verdad?».

La felicidad, como ya hemos visto, no se tiene. Se es feliz, pero no se tiene felicidad. Si se tuviera felicidad también se podría no tenerla y eso no puede ser. Todos tenemos el derecho y la obligación de ser felices. La Declaración de Independencia de los Estados Unidos incluye como derechos inalienables del individuo la vida, la libertad y el pursuit of happiness o búsqueda de la felicidad.

Pero nadie nace feliz. Ser feliz es algo que hay que ganarse, que hay que ir ejercitando, desde pequeño. Como aquellos pequeños que corrían por la playa con su cometa. Tenemos que volver a ser niños. «Sólo de los niños es el Reino de los Cielos», dice la Biblia. Y con la misma actitud de los niños seríamos capaces de disfrutar de ese reino en este mundo. Estos niños en la playa, quizá sin darse cuenta, habían encontrado un sentido a aquella tarde. Es normal, porque los niños tratan de aprender de todo. De lo positivo y de lo negativo. Son curiosos por naturaleza. Curioseando encontraron una ocupación para aquella tarde. Los niños se atreven con todo y aprenden con todo. Son auténticas esponjas de conocimiento. Lo absorben todo, y si no lo ven claro, preguntan una y otra vez.

Ojalá también los adultos fuéramos igual. De mayores frenamos el crecimiento de nuestros conocimientos, porque pensamos que nos van a «comer el coco». Cualquiera de los adultos hubiera considerado la tarde perdida al amainar el viento, pero ellos disfrutaban de la cometa que no volaba. También en la adversidad está la felicidad, y si en la adversidad está la felicidad, es que la felicidad está por encima de muchas cosas: del tener, del poseer, del gozar... es intrínseca al mismo hecho de existir, de ser.

Viktor Frankl, de origen judío, era un psiquiatra y neurólogo austríaco que más tarde se doctoraría en Filosofía. El mismo día que empezó la Segunda Guerra Mundial, él comenzó a trabajar en la clínica Rothschild, la única clínica psiquiátrica que atendía a enfermos judíos en Viena. Mientras estuvo trabajando ahí, mantuvo potentes y encendidas discusiones doctrinales con otros intelectuales de la psiquiatría de la época como Freud y Adler. En este tiempo escribió, pero no publicó todo su pensamiento científico, que superaba al de ambos.

Cuando las tropas del III Reich invadieron Austria y tomaron Viena, un amigo le consiguió un visado para huir a Estados Unidos. El visado no era garantía de nada, porque aunque su hermana consiguió llegar a Australia con un salvoconducto de esos, su hermano, camino de Italia, fue apresado por las SS y fusilado junto a toda su familia.

Viktor se encontró frente al terrible dilema de huir con su mujer, quince años menor que él, a Estados Unidos o quedarse en Viena atendiendo a sus padres, ya ancianos. Con el salvoconducto en el bolsillo de su chaqueta, y yendo de camino a casa, escuchó música en el interior de la catedral de San Esteban. Decidió entrar allí y rezar. Le pidió a Dios una luz que le indicara lo que tenía que hacer. Volvió a casa y al entrar en ella se encontró en el armario de la entrada una piedra que su padre había rescatado de la sinagoga recién destruida por los nazis, en la que estaba grabado el cuarto Mandamiento que Dios dio a Moisés: «Honrarás a tu padre y a tu madre». Así que rompió el visado y decidió quedarse en Viena.

A los pocos días todos fueron apresados por las SS. El entonces comenzó un largo periplo por diferentes campos de concentración, básicamente Auschwitz y Dachau, pero su mujer y sus padres fallecieron en sus respectivos campos.

En Auschwitz, Viktor lo había perdido todo: su familia, su mujer, su trabajo, su obra. Todo. Algunas horas del día las empleaba en trabajar en la enfermería del campo, dada su condición de médico. Allí se contagió de la «fiebre del tabardillo», que hacía subir la temperatura de los enfermos hasta el delirio y la muerte. Frankl se sintió enfermo, pero se negó a morir. Para evitarlo, rescató unos folios viejos de la papelera y en dieciséis días, con más de 40° de fiebre, reconstruyó por escrito todo su pensamiento, la logoterapia: «El destino me ha traído aquí y yo no voy a hacer nada contra el destino.»

En ese barracón del tabardillo, él escribió que pasó una de las horas más idílicas de su vida. Estando rodeado de enfermos y a punto de morir, aprendió a disfrutar del hecho de rehacer su obra, de transmitir sus conocimientos... Es increíble: si en esas circunstancias se puede ser feliz, y se puede ser mejor persona, está claro que la felicidad no depende de las circunstancias sino de nosotros mismos. La felicidad está en nosotros. Y más nos vale ponerla en práctica. Es cuestión de afrontar la vida como una aventura. Con lo que venga. Si no hay viento, disfrutaremos viendo las cometas estrellarse.

Para afrontar la vida como una aventura necesitamos tener una vida plena, una buena misión. Debemos ir cultivando valores que nos acerquen a esa misión.

En Auschwitz, Viktor conoció a Otto, un profesor de química con el que compartió muchas aventuras en el campo. Otto fue trasladado de campo y pensando en que podía llegar a Viena antes que él, Viktor le dijo: «Cuando vuelvas a Viena dile a mi mujer que regresaría al campo sólo por volver a estar con ella el tiempo que pasé a su lado». Hay que tener algo por lo que vivir. Hay que tener profundidad de valores. Decía Nietzsche que «el que tiene un porqué para vivir se puede enfrentar a todos los cómos». Cuando tenemos un ideal por el que merece la pena vivir, somos capaces de hacer todo lo que queramos. Pero es importante conocer ese porqué.

Todos debemos tener un porqué. Un por qué levantarnos cada mañana. Un por qué luchar todos los días. Y la suma de todos nuestros porqués nos llevará a nuestra misión. Estos porqués deben ir siempre orientados hacia ella. Debemos centrar nuestros esfuerzos en ellos. Tenemos que tenerlos claros, y dedicar nuestro tiempo a todo aquello que nos acerque hacia ellos, porque consiguiéndolos encontraremos el camino de nuestra misión, el camino de la felicidad.

Tus hijos, tus amigos, tu familia, un proyecto de viaje, unas vacaciones... Es necesario conocer todos los porqués de tu vida, ellos son los que te llevarán a lo que quieres ser. Son como los distintos puntos de control por los que tienes que pasar durante tu regata.

Al salir del campo, Viktor descubrió que allí no tenía nada, y que fuera del campo todavía tenía menos. De hecho, estuvo a punto de suicidarse, pero volvió a encontrar un porqué: hacerle saber a la gente que la actitud con la que uno afronta incluso los momentos más delicados de la vida, es capaz de transformar sus resultados. Así que contrató a una secretaria y en nueve días, llorando la mayor parte del tiempo, le dictó El hombre en busca de sentido. Su obra cumbre. Por la que se hizo famoso más de veinte años después de publicarla. En ella se plantean varias estrategias para darle sentido a una vida, a una misión, incluso en las condiciones más duras e inhumanas como puede ser un campo de concentración.

Todos tenemos que darle un sentido a nuestra vida, a nuestros actos. Ortega y Gasset dice que «el perro no puede desperrarse y el tigre no puede destigrarse, pero el hombre puede deshumanizarse». Si no encontramos ese porqué podemos acabar deshumanizados. Entonces nos convertimos en esos zombis que vagan por la vida.

Como decíamos antes, esa misión en la vida es importante, y está formada de porqués cotidianos. De porqués que nos esperan cada día a la vuelta de una esquina... De porqués que están ahí esperando para que disfrutemos de ellos. Para que luchemos por conseguirlos y por utilizarlos.

Los que han sobrevivido a los campos de concentración nos cuentan que echaban de menos la parada del autobús, el timbre del teléfono... lo más básico que podamos imaginar. Pero también añoraban las discusiones familiares, el despertador que sonaba temprano o los días difíciles. Por ejemplo, en la película La vida es bella, Guido (Roberto Benigni) le dice a su hijo: «Durmamos y soñemos que mamá nos prepara un enorme tazón de café con leche con galletas». No pide soñar que salen del campo, que llegan las tropas aliadas para liberarlos... Así que tampoco debemos poner nuestros porqués en multiplicar por dos las ventas, o mejorar fantásticamente nuestra relación con nuestra familia. No. Guido pide lo cotidiano, lo del día a día. Nuestro hábito es centrar todos nuestros esfuerzos en buscar la felicidad absoluta y mientras tanto nos olvidamos de disfrutar las cosas del día a día, que son las que esconden esos momentos vibrantes y chispeantes de felicidad.

Vemos que los presos del campo tampoco buscan cosas materiales para colmar su felicidad. Todo lo contrario. Simplemente buscan muchas de las cosas de las que nosotros habitualmente nos quejamos. Y lo más básico: tener una vida. Los estudios demuestran que aquel dicho de que el dinero no da la felicidad, pero ayuda a conseguirla, tampoco es cierto. Ser feliz viviendo debajo de un puente, al menos en el mundo occidental, es más complicado, está claro. Pero con unos recursos modestos para vivir ya podemos ser felices.

En muchas, muchísimas ocasiones, a incrementos aritméticos de la riqueza, decrementos geométricos de la felicidad. No está mal poseer bienes, pero hay que vivir desapegados de ellos. Tener un Porsche Cayenne no es malo si uno puede pagarlo y lo usa con normalidad. Pero que no trate de explicarnos que se ha comprado un Cayenne porque al ser alto toma mejor las curvas. Eso es ya locura. Es justificar nuestro apego por lo material, y esto no nos ayuda para nada a ser felices.

Estudios de prestigiosas universidades americanas como Harvard, indican que «gastar dinero en los demás promueve la felicidad». Es decir, no sólo la tenencia de bienes no está directamente relacionada con la felicidad, sino que la generosidad incrementa el sentimiento de felicidad. Ayudar a los conocidos, hacer donaciones generosas y pasar más tiempo con los demás nos hará ser más felices. Aristóteles afirma en la Ética a Nicómaco que hay dos vicios contrarios a la liberalidad: la prodigalidad, que es dar de más, y la avaricia, que es no dar. Pero sólo de esta última decía que era incurable.

Levantarte por la mañana diciendo «hoy me espera un gran día», es algo que depende de ti y, en el fondo, acaba convirtiéndose en un hábito. El día que te levantas así te vistes mejor, sonríes más, te alegras más de las cosas y por las cosas. Por ejemplo, la mayoría de las mujeres cuando tienen un mal día se van de compras, a la peluquería, a tomarse un café con una amiga. Cambian el estado de ánimo inmediatamente, con pequeñas cosas: un nuevo peinado, una camiseta, un pantalón, una buena charla...

Pero para tener el foco de nuestra mirada puesto en esos instantes, en esas esquinas, en esos recodos del camino, debemos tener una mirada madura. Debemos madurar por dentro. Debemos conseguir sosiego interior.

Vivimos en un mundo rápido, muy rápido. Todo el día corriendo. Por eso pasan miles de cosas a nuestro alrededor y no les prestamos atención, ni tan siquiera nos percatamos de que existen. Y es que se nos olvida tratar de ser cada día más hombres, más mujeres. Somos seres humanos y como tales nos diferenciamos de los animales, porque somos sensibles, porque nos gusta la belleza. Nos atrae lo bello: un atardecer increíble en el Estrecho, un ramo de flores, el David de Miguel Angel, la catedral de Burgos, o la estilizada silueta del AVE corriendo por Andalucía... Madurar cada día, buscar la sensibilidad en nuestras vidas.

Si mañana bajéis a desayunar a la cafetería de un hotel y en la entrada hay unos periódicos y un jarrón con flores frescas recién cortadas, y sólo te fijas en el periódico, estás enfermo. Si sólo ves el florero, también, pero... Para ver ambas cosas hay que «dejarse llevar». Hay que afrontar la vida como viene. Hay que «fluir» como dice el psicólogo Mihaly Csikszentmihalyi.

Después de que Marina interrumpiera nuestra conversación con la escena de los niños jugando con la cometa, las horas pasaron rápidas comentando estos temas, así que si queríamos alcanzar el puerto antes del anochecer, había llegado la hora de emprender el regreso. El viento había vuelto a aparecer y los niños ya dominaban sus cometas manteniéndolas en el aire. Nadamos de regreso hasta el velero. Oscar ya tenía preparado todo para zarpar y rápidamente pusimos rumbo a Cádiz. Navegamos a buen ritmo frente a los interminables arenales de Atlanterra, Zahara de los Atunes y la marina de Barbate. Frente al cabo de Trafalgar —en las aguas que vieron morir al almirante Nelson mientras las fragatas francoespañolas eran destrozadas por el fuego inglés y por las tormentas— empezó a arreciar el viento.

Rocío le preguntó a Oscar si podríamos vernos envueltos en una tormenta y él le contestó con una frase de William George Ward: «El pesimista se queja del viento; el optimista espera que cambie; el realista ajusta las velas». Y eso es precisamente lo que hicimos: ajustar las velas.

Hemos dejado claro para qué estamos aquí. Hemos recorrido los puertos, los faros, los fondeaderos, las zonas con rocas y rompientes, los bajos y las playas no balizadas; nos hemos propuesto agarrar fuerte la cometa para salir de nuestro ataúd, y nos hemos dado cuenta que somos nosotros los que debemos salir de allí y no esperar que el viento nos arrastre.

Ser feliz viviendo en el ataúd es complicado, eso está claro, pero para vivir en la cometa debemos ser gente con una firme salud mental. Gente sensible. Gente que siempre que te ve te dice algo bonito. Gente que se preocupa por los demás, que atiende sus necesidades, que da su brazo a torcer cuando la discusión no lleva a ningún lado, que siempre tiene dispuesto su hombro para llorar, que agradece todo lo que por ella hacen, que tiene interés por lo bello, por lo bueno, por lo verdadero, que busca la mejora en cada uno de los aspectos de su vida.

En nuestra sociedad hemos pasado de ser duros de películas del Oeste a ser plañideras de culebrón. Y ser sensible no es ser Heidi, pero tampoco podemos ser Robocop. De aceptar que todos los sentimientos había que expresarlos en la más absoluta intimidad hemos viajado a vender al peso nuestras lágrimas en un programa de televisión, a comerciar con nuestra mercancía más íntima, con los retazos más escondidos de nuestra vida. Ni tanto ni tan calvo.

Debemos sobrellevar las frustraciones que se nos presentarán a lo largo de la vida. Esos malos momentos, esos bajones, esas crisis que desarbolan las velas de nuestro velero. Debemos ser fuertes y encontrar las puertas que llevan a las oportunidades. Y saber crecer con esas situaciones. En el idioma chino, la palabra «crisis» (weiji), se compone de dos ideogramas: Wei que se traduce como «peligro», y Ji que, entre varias acepciones (máquina, avión, punto crucial, etc.), se puede traducir como «ocasión» u «oportunidad». Es verdad que cuando se cierra una puerta se abre una ventana, pero hay que saber encontrarla. Hay que saber verla.

Cuentan que Winston Churchill repitió tres veces el octavo curso de la escuela. Todo lo que no tenía de estudiante lo tenía de estadista. Siendo ya primer ministro del Reino Unido, la Universidad de Oxford, en un acto como aquel en el que conocí a Marina, le pidió que diera un discurso a los graduados que aquella mañana dejaban la Universidad. Muchos esperaban un largo discurso lleno de anécdotas y citas lapidarias. Pero Churchill dejó su sombrero y su bastón sobre la mesa, se agarró al atril y dijo: «No se rindan, no se rindan nunca». Siete palabras. Siete palabras que condensan una de las herramientas más importantes en nuestra lucha por mantener la cometa elevada: la tenacidad. Levantarse y caerse para volver a levantarse. Si llamamos a la puerta con constancia y perseverancia es muy posible que alguien al otro lado se despierte y nos abra. También la Biblia lo dice: «Pedid y se os dará. Buscad y hallaréis. Llamad y se os abrirá». Sí, lo sabemos, la vida no es fácil. Pero en la dificultad también está la belleza. El crecimiento, el aprendizaje nos hace mejores personas, más humanos.

Tenemos que ser capaces de adaptarnos a todo, a los cambios, a las cosas que vengan mal dadas. A las mares gruesas y a las calmas chichas. Un proverbio oriental dice: «Si tu problema tiene remedio: ¿de qué te quejas? Y si no lo tiene, ¿de qué te quejas?». Hemos de aprender a relativizar todo lo que nos pasa, especialmente lo negativo e incluso a extraer ventajas, enseñanzas y cosas positivas de ello. Es lo que las modernas teorías psicológicas llaman la capacidad de resiliencia.

Hubo una vez un rey que dijo a los sabios de la corte: «Me están haciendo un precioso anillo, con un diamante extraordinario, y quiero guardar dentro de él un mensaje muy breve, un pensamiento que pueda ayudarme en los momentos más difíciles, y que ayude a mis herederos, y a los herederos de mis herederos, para siempre».

El reto para aquellos sabios era complejo. Resumir en dos o tres palabras algo sobre lo que podrían haber escrito gruesos volúmenes y sesudos tratados. Pensaron, buscaron en sus libros, pero no encontraban nada. Al final, un anciano sirviente les contó que hacía muchos años un amigo del padre del rey le entregó un pequeño papel y le dijo que no lo leyera hasta que no lo necesitara de verdad, cuando todo lo demás hubiera fracasado. Y ese mismo papel le fue entregado al rey.

Aquel momento de necesidad no tardó en llegar. El país fue invadido y el rey perdió su reino. Estaba huyendo a caballo para salvar la vida y sus enemigos lo perseguían. Se introdujo en un bosque y llegó a un lugar donde el camino se acababa. No había salida. La maleza lo cubría todo. Tampoco podía volver porque el enemigo le cerraba el paso. Escuchaba cada vez más cerca el trotar de los caballos perseguidores. Cuando se iba a rendir, se acordó del anillo. Lo abrió, sacó el papel y leyó el misterioso mensaje. Contenía sólo tres palabras: «Esto también pasará».

Tuvo fuerzas entonces para resistir un poco más. Se escabulló entre los matorrales y fue poco a poco dejando de oir el trote de los caballos. El rey, desde la clandestinidad del bosque, recobró el ánimo, reunió a su ejército y reconquistó el reino. Hubo una gran celebración, con banquete, música y bailes. Se sentía muy orgulloso de su triunfo. El anciano sirviente estaba sentado a su lado, en un lugar preferente, y le dijo: «Ahora también es un buen momento para leer el mensaje». «¿Qué quieres decir?» —preguntó el rey—. «Ese mensaje no es sólo para cuando eres el último; también es para cuando eres el primero».

El rey volvió a leerlo, y sintió en medio de la muchedumbre que celebraba y bailaba, que su orgullo y su egolatría habían desaparecido. Comprendió que todo pasa, que ningún éxito o fracaso son permanentes. Como el día y la noche, hay momentos de alegría y momentos de tristeza, y hay que aceptarlos como parte de la dualidad de la vida. Se ha dicho que un hombre inteligente se recupera enseguida de un fracaso, pero un hombre mediocre jamás se recupera de un triunfo. Por eso, mostramos inteligencia cuando sabemos aprender de los fracasos y no nos enorgullecemos tontamente con los triunfos.

Años atrás, en las costas que teníamos a estribor, justo donde el río Jara parte en dos la playa de Los Lances conocí a una surfista californiana. Maureen Raynaud. Era dueña de un hotel en la costa del Pacífico, junto a San Luis Obispo, a medio camino entre San Francisco y Los Angeles. Había venido hasta Tarifa a probar el viento del Estrecho de Gibraltar. De ella tengo en mi cuaderno de bitácora anotada una frase: «Cuesta más mantenerse sobre una ola que subirse a ella, pero, también sabemos que en cualquier caso, la ola nunca será eterna». El beato Tomás de Kempis afirma: «La serenidad no es estar a salvo de la tormenta, sino encontrar la paz en medio de ella». No hay momentos eternos, por eso lo importante es saber extraer la esencia de cada experiencia, reflexionar y encontrar qué nos quiso enseñar la vida con ella.

Para ello, no estamos solos. Por eso tenemos que fomentar una rica vida social. Somos seres humanos y como tales hemos nacido para vivir en grupo, para socializar, para rozarnos con los demás. Los vientos soplan cargados de individualismo: tú puedes hacer esto, tú puedes hacer lo otro, no necesitas la ayuda de nadie... ¡No! Solos no vamos ni a la esquina, y por eso necesitamos socializarnos. Tener amigos, un grupo de gente en la que confiar, a la que querer, por la que preocuparse. Es en los demás donde nos hacemos verdaderamente humanos, verdaderamente personas.

Los que nacimos antes de los años setenta estábamos acostumbrados a jugar de pequeños en la calle, con nuestros amigos. Encontrábamos en ellos refugio, cariño, protección, confianza y confidencia. Cuando teníamos un problema acudíamos a ellos. En nuestros primeros fracasos amorosos estaban allí para animarnos y no dejarnos caer en el pozo oscuro de la tristeza.

Hoy, quizá la vida acelerada de las ciudades, o el exceso de trabajo o el estrés hace que muchas veces sustituyamos a nuestros amigos por las pastillas ansiolíticas. Antes «te dolía el alma» y salías con tus amigos, te tomabas tres cañas y además encontrabas una chica nueva que te hacía tilín y que te ayudaba a superar el bache. Hoy en vez de irte con los amigos, la gente va al psiquiatra. Claro que hay gente que tiene que ir al psiquiatra porque tiene una enfermedad mental, una depresión de verdad, y es necesario en ese caso que se tomen medidas farmacológicas para salir del agujero. Pero se están multiplicando las visitas al psiquiatra por motivos que antes se solucionaban con los amigos. Debemos volver a encontrar refugio en ellos. La ayuda recíproca de la amistad. A todos nos irá mucho mejor.

Debemos afrontar lo que nos presenta la vida como una aventura. Tratando de no desesperarnos con los reveses, sino intentar encontrar los nuevos caminos que surgen a nuestro lado, y que también nos llevan a la felicidad. No obsesionarnos con el futuro ni tampoco refugiarnos en el pasado. Que lo que ocurra, suceda. Dejarse llevar por las cosas simples de la vida, no perder el tiempo en lo inerte. Disfrutar de la vida, porque entre otras cosas es sólo una, y como dice un amigo mío, «nadie sale vivo de ella».

Quizá el aprendizaje más duro de la vida sea el de la decepción. El de los reveses. Aceptar que las cosas a veces no son como las habíamos planeado, o como nos habían contado. Ya lo dijimos: la vida es difícil. La vida cuesta. Pero como escribe Enrique Rojas «la conquista de la felicidad no es algo a lo que se llega de modo improvisado o casual; se alcanza tras un largo esfuerzo sobre nosotros mismos, es como una obra de ingeniería personal continuada». Por eso hay que ver la vida como una aventura: sólo es una.

Hay que tener cuidado con la desilusión y el desencanto. Nos preocupamos demasiado por nuestro sacrificio y sufrimiento, y eso nos amarga. Se acabarán antes las lágrimas que las causas del dolor. Hay que abrirse al sufrimiento de los demás. No hay que anticipar el futuro porque eso nos lleva a la crisis... Es en la piel de los otros donde nos llenamos de felicidad.

Cuenta Gabriel García Márquez que un desencantado se arrojó a la calle desde el décimo piso, y a medida que caía iba viendo a través de las ventanas la intimidad de sus vecinos, las pequeñas tragedias domésticas, los amores furtivos, los breves instantes de felicidad, cuyas noticias no habían llegado nunca hasta la escalera común, de modo que en el instante de reventarse contra el pavimento de la calle había cambiado por completo su concepción del mundo, y había llegado a la conclusión de que aquella vida que abandonaba para siempre por la puerta falsa valía la pena vivirla.

El personaje desencantado de García Márquez no fue capaz de entender que las tragedias de nuestra vida muchas veces son fruto del cristal de aumento de nuestra imaginación. No comprendió lo que una existencia normal puede aportar a la vida de la gente. Una palabra amable y conciliadora, una sonrisa, son fáciles de decir o de dibujar, pero muchas veces nos cuesta pronunciarlas, o nos cuesta entregarlas. Nos detiene el cansancio, la indiferencia, otras preocupaciones. Pasamos junto a personas a las que conocemos pero apenas las miramos a la cara y no reparamos en que sufren, y en que quizá sufren precisamente porque se sienten ignoradas o poco valoradas por nosotros. Bastaría una palabra cordial, un gesto afectuoso, e inmediatamente algo se despertaría en ellas: una señal de atención y de cortesía puede ser una ráfaga de aire fresco en lo cerrado de una existencia castigada en ese momento por la tristeza y el desaliento.

Para esto, el sentido del humor nos ayudará muchísimo. En la vida vamos a pasar por actos verdaderamente heroicos. La muerte de nuestros padres, un revés profesional... Todo ello son golpes fortísimos, y hay que estar preparados. No podemos cambiar esa realidad. No podemos hacer que de repente vuelva el levante para sacar nuestras tablas y volar nuestras cometas, pero sí podemos cubrir esa realidad con un velo de fantasía.

Cuando estamos mal, cuando hemos sufrido un revés, nos lamentamos demasiado de lo mal que nos va, de lo mal que estamos, de lo injusta que es la vida. Sin embargo, no estamos programados para decirnos lo bien que estamos cuando las cosas nos sonríen. O, que a pesar de que las cosas han salido mal, nosotros lo hemos hecho lo mejor que hemos podido. No sabemos valorar nuestros propios actos y muchas veces olvidamos darnos palmadas en la espalda.

Bosco Gutiérrez es un arquitecto mexicano que estuvo secuestrado durante nueve meses en un zulo de dos metros cuadrados. Durante los diez primeros días de cautiverio estuvo postrado en el suelo, como un animal. Pero un día decidió que no podía seguir así y lo primero que hizo fue tomar las riendas de sí mismo: asearse, vestirse, comportarse en aquel sitio atroz como un ser humano, normal. Estableció una rutina en su vida: un poco de ejercicio, un poco de oración, un poco de pensamiento, un poco de cultura, un poco de amor... Todo eso, encerrado en un zulo de apenas dos metros cuadrados.

Si él pudo hacerlo en esas circunstancias, ¿es que nosotros no podemos? ¡Con mayor razón! Es necesario que seamos capaces de tirar nosotros mismos de nuestras riendas. De dominar nuestra vida. De centrar nuestra acción en aquellas cosas que podemos modificar, que podemos controlar. Tratar de cambiar lo que no podemos cambiar, lo que no está a nuestro alcance, es absurdo. Eso tenemos que afrontarlo como venga.

Bertolt Brecht decía que «hay hombres que luchan un día y son buenos. Hay otros que luchan un año y son mejores. Hay otros que luchan muchos años y son mucho mejores. Pero hay quienes luchan toda la vida: esos son los imprescindibles». Son esos catalizadores de lo positivo los que irradian cosas buenas a su alrededor. Basta entonces de buscar culpables o excusas que solamente evitan que tomemos el control de las cosas, que nos sintamos responsables de nuestros actos. Cuando un chico suspende en el colegio dice: «Me han suspendido». Cuando aprueba dice: «He aprobado». Me han suspendido significa que hay un complot del sistema educativo mundial para suspenderlo a él, ¿no? El ministro se reúne en su ministerio con su gabinete y dice: «Hay que cambiar el examen porque así suspendemos a fulano». ¡Cuántas veces he oído: «me tienen manía» o «me caen todos los marrones»! ¿Hay un complot universal para enviarte marrones a ti? Anda que «me tienen manía...» ¿A qué nivel: local, nacional, continental, mundial?... ¿En la ONU piensan en ti?

Tenemos una tendencia casi natural a buscar culpables por todo. Imagínate. Estás en casa solo preparándote la cena. Una tortilla. Te descuidas un poco y se te quema. Coges la sartén, tiras la tortilla quemada a la basura y te haces otra. Si en vez de estar solo, estás con alguien, tu primera reacción cuando se te quema es: «es que me has despistado y se me ha quemado».

Cuantas veces esta búsqueda de culpables en todo y para todo nos lleva a tensar demasiado nuestras relaciones con los más cercanos, como nuestra pareja, nuestros hijos o compañeros. Precisamente con los que hemos dicho antes que deberíamos cuidar y atender más y mejor. Es lo que en psiquiatría se conoce con el nombre de «lanzarse la lista de agravios». Dice Enrique Rojas que esta lista es «ese inventario de pequeños y grandes errores, fallos, defectos, y fracasos que se acumulan tras la convivencia». Uno de los mayores peligros que genera es que mina la posibilidad de diálogo y mucho más de diálogo constructivo. Nos lleva permanentemente a un pasado del que tendríamos que haber salido hace tiempo y nos impide mirar hacia delante. Es el típico ejemplo del adolescente que llega «demasiado» tarde a casa. Sus padres enfadados —con razón—, salen a recibirlo al pasillo. «¿Pero qué horas son estas de venir? ¿Qué te piensas que es esto? ¿Una fonda? ¿Una pensión?»... Hasta ahí, si las formas no se han perdido, todo va bien. Quizá podríamos alegar que se podía atender la parte más positiva: «Si normalmente vienes pronto, ¿qué te ha pasado hoy?». Pero sepamos disculpar a los padres preocupados y sigamos con la escena.

A los cinco minutos de bronca, ya no lo están culpando por haber venido tarde esa noche, sino de cosas que hizo la semana pasada, por las cuales, además, ya lo habían perdonado. Cuando llevan una hora de bronca, alguno salta: «Es que acuérdate que cuando eras pequeño una vez...» ¡¡Hasta cosas que tú habías olvidado!! No quiero llevar el tema a los pequeños roces diarios de pareja. ¡Cuantas parejas se rompen por no saber «resetear» a tiempo este listado y viven años y años arrojándose los trastos a la cabeza! ¿Qué nos ocurre? Muy sencillo. Que hemos hecho del PERDÓN, que era algo complicado que incluía perdonar y a la vez olvidar, algo muy simple: te perdono pero no olvido. Y a las dos horas de bronca le dicen: «Y me callo ya, ¡eh!, porque si sigo... ¡ay! Si sigo...» Estás justificando tu bronca. Justificando tu enfado.

Somos incapaces de pasar página de verdad. De perdonar y a la vez olvidar. De romper con el pasado. ¡Hay que empezar a utilizar tippex en nuestro cerebro! Si perdonas ha de ser con todas sus consecuencias. Y entre éstas siempre está el olvido.

En el mundo existe gente que tiene lo que se llama Foco de Control Externo, y gente que tiene Foco de Control Interno. Los primeros piensan que su vida depende de «estar en el lugar adecuado en el momento adecuado». Ante un problema su primera respuesta es buscar un culpable: «el profesor me tiene manía», «es que yo hablo claro y eso aquí no se tolera», «es que la competencia es muy fuerte»... A cualquier vicisitud de la vida responden con una excusa, con una justificación. Excusas y justificaciones, que además siempre están fuera de ellos. Son incapaces de afrontar su parte de culpa. Al 70% de los españoles les gustaría tener una empresa y sólo el 20% lo ha intentado. Los demás buscan excusas como lo duro del mercado, el esfuerzo, la falta de dinero. Siempre hay algo externo que les impide asumir su parte de responsabilidad: que tienen miedo, que no se atreven, que están muy cómodos en su actual posición.

Evidentemente hay cosas que son imposibles de controlar: una crisis mundial, un acontecimiento producido por el azar; pero sí que podemos afrontarlo de una manera distinta. Frankl cuenta en su libro que una mañana en el campo, después de formar a todos los prisioneros en una hilera, los nazis les dijeron: «unos a la derecha y otros a la izquierda». Unos fueron hacia un lado y otros hacia otro. Los de la derecha, fueron conducidos a la cámara de gas. Luchar contra eso es absolutamente imposible. A pesar de ello, Viktor nos enseña que la actitud con la que uno afronta una situación de esas puede ser diametralmente opuesta.

Frente a éstos están aquellas personas que afrontan los problemas asumiendo su responsabilidad. La crisis está ahí, pero ¿qué puedo hacer yo? No puedo escudarme en la crisis, en mi jefe, en el mercado o en el maestro para ocultar mis problemas, mis carencias, mis fracasos. En su discurso de investidura, Kennedy dijo: «No te preguntes qué puede hacer este país por ti, pregúntate qué puedes hacer tú por este país». Tendré que salir menos y estudiar más, tendré que trabajar más horas, hacer más visitas, aprender mejor los procedimientos de la empresa, preparar mejor el Business plan de mi nuevo negocio para convencer a algún socio inversor...

Estos son los que tienen claro que su vida depende de ellos. Que las circunstancias están ahí y que no siempre pueden cambiarse o corregirse, pero que ellos tienen que seguir actuando, tienen que seguir avanzando. En pos de sus objetivos.

Los niños de la playa no podían evitar que no hubiera viento y que su cometa no volara. Sin embargo, en vez de quejarse y lamentarse por ello, o haber pasado la tarde haciendo el zángano o haciendo travesuras que molestaran a sus padres, se dieron cuenta que había otras opciones. Habían buscado —y encontrado— una solución a un problema. Ya decía Aristóteles: «No te preocupes, ocúpate», y ciertamente es así. Cuanto menos tiempo tienes disponible para gastarlo en banalidades, menos posibilidades de que te pasen cosas malas. El problema estriba en dedicar el tiempo a las cosas que son importantes. Si no, terminas imbuido en un torbellino como en el que estaba metida Rocío: no ves nada. Estás como los caballos: olvidándote del camino, mirando por encima, sin vivir realmente el momento y buscando culpables si algo te sale mal.

Aquellos que buscan culpables y que se esconden tras las excusas son los que en psiquiatría se conocen con el nombre de personas biológicas. Son como los insectos, como los bichos. La biología ha escrito la vida por ellos y ellos no la pueden cambiar. Están atrapados en una historia a la que no pueden modificarle el guión. Porque siempre hay algo que se lo impide: sus padres, los profesores, un jefe, que no estudié, que no tengo contactos, que no sé inglés. Centran toda su energía en el pasado y éste no se puede cambiar, así que su postura carece de lógica. Es como ver la tormenta y en lugar de actuar para prepararse frente a ella, piensan que están siendo castigados por algo.

Los segundos, los que toman las riendas de su vida, son lo que se llaman personas biográficas. Ellos son los autores del libro de su vida. Esta es la página de hoy, que está en blanco, escríbela tú. Tú eres el responsable de todo lo que haces en tu vida. Y debes ser consciente de esa responsabilidad. Es la gran olvidada de nuestro mundo. Todos piden más y más libertad, pero muchos se olvidan de la responsabilidad. No puede existir la una sin la otra. De lo contrario sería libertinaje. Viktor Frankl recomendaba «complementar la Estatua de la Libertad de la costa oriental de los Estados Unidos con una contraparte en la costa occidental, que sería la Estatua de la Responsabilidad». Es entrar en la tormenta con las velas ajustadas y con la intención de estar a la altura de esa tormenta. De llevarla lo mejor posible. De salir adelante. Y descubrir que, si se rasgó una vela, habrá que cambiarla, arreglarla, pero hay que ser conscientes de que esa tormenta pasará también y que volverá a salir el sol.

Mientras somos pequeños vamos de la mano de papá y mamá. Ellos nos ayudan y nos protegen, hasta que cumplimos dieciocho años. Nos hacemos adultos, y por tanto se espera de nosotros que seamos responsables. En nuestro mundo la responsabilidad cada vez se retrasa más. Somos «responsables» para votar, para conducir, pero no para estudiar, trabajar duro, esforzarnos por mejorar y superar las adversidades. Hay quien lo consigue y hace de su vida algo responsable y se siente completo.

Otros, ante el más mínimo escollo, ante el levante fuerza 2, que lo domina cualquiera, miran hacia atrás en busca de papá y mamá para que los saquen del atolladero. Mientras somos pequeños podemos acudir a ellos para que nos ayuden. El problema es que hay gente hecha y derecha que sigue mirando hacia atrás ante la primera dificultad. Con veintitantos años ya no pueden buscar a papá y mamá, pero buscan a papá-mamá jefes. Y tratan de conseguir en ellos la seguridad que tenían en sus padres. Se escudan en ellos. Es lo que se llama la pseudoseguridad de la infancia. Es aquella gente que prima la seguridad, la estabilidad por encima de todo. Pero ésta no debería ser un valor fundamental en un trabajo, por encima de otros mucho más importantes como la participación en un proyecto interesante, la creatividad y la innovación, la oportunidad de desarrollar todas nuestras capacidades, de conseguir una remuneración atractiva, la colaboración con un equipo fantástico. No es malo tener un trabajo estable. Es más, es muy bueno. Pero no se puede hacer de ello el elemento clave del mismo.

Por último, están aquellos que a los dieciocho años todavía no quieren hacerse con las riendas de su vida y caen en un precipicio que en psiquiatría se llama «el valle de las excusas». Y se pasan toda la vida excusándose para todo y por todo. No se puede vivir bajo el peso del pasado. Tratamos de recordar lo bueno porque nos lleva a un pasado ideal, y lo malo porque nos pesa. Es mejor olvidarse del pasado. Dominarlo. Extraer algo positivo, y lo demás dejarlo aparte. Dormirlo. Cuando lo duermes, si luego lo despiertas cuando lo necesitas, te da alegría... Te permite comprobar que hay momentos peores en tu historia. Y eso ayuda a tomar distancia de las cosas.

Responsable viene de responsabilidad. Y responsabilidad es responder con habilidad. Y responder es actuar, es buscar soluciones es arreglar los problemas. No es buscar culpables. Es poner nuestro foco en la solución en vez de en el problema. Si dedicáramos el mismo tiempo a buscar soluciones, que a lamentarnos por los reveses de la vida, seguramente nos iría de otra manera. Hay que ser capaces de saltar del lado de la inmadurez al de la madurez. Pero saltar de golpe. Si pretendemos saltar con pequeños brincos, caeremos en el valle de las excusas. Me dicen: «Carlos, no me gusta mi trabajo». ¿Y qué piensas hacer? Puedes quedarte allí cuarenta años más, así que o buscas otro o empiezas a encontrar aquellos puntos positivos que tenga: un buen sueldo, buenos compañeros, está cerca de casa...

El pasado es como el granero donde se almacenan nuestras acciones, nuestras cosas hechas. Es el archivo que resuena en el presente. Cuando uno vive la vida sin mirar al pasado, se agobia porque sólo ve que cada vez le queda menos. Las hojas del «taco» calendario se van cayendo y cada vez es más fino. Por eso hay que dar sentido al presente mirando al pasado, a lo que ya hemos disfrutado. Pero simplemente hay que mirarlo de reojo. No podemos centrar toda nuestra atención en él. Debe ser un punto de referencia.

Durante las etapas de nuestra vida debemos ir construyéndonos desde nuestras experiencias, nuestros momentos, con sus tormentas y sus días soleados. Debemos ir perfilando nuestro mapa, nuestra misión y empezar a trazar las coordenadas que nos permitan alcanzar esa misión.

Cuentan que un desierto en muy raras ocasiones recibía la visita de la nieve, que dejaba tras su paso un poco de agua, lo que permitía a los animales y a alguna vegetación sobrevivir.

Cada vez que esto sucedía, el desierto no dejaba de agradecer a la nieve su visita. Agradecía su generosidad y que, gracias a ella, hubiera vida en ese desierto. Por otro lado, al desierto le dolía no poder darle nada a cambio a la nieve.

Así que un día la nieve le dijo:

—¡Pero no tienes nada que agradecer!

—¿Por qué no?, preguntó el desierto.

—Tú dices que no me das nada a cambio. ¿Y el placer de dar? ¿Crees que eso es poco?

Así que esa misión de dar, de hacer felices a los que nos rodean, de ser conscientes de nuestra responsabilidad no sólo para con nosotros mismos, sino para con el otro, para con la vida, son los móviles o los porqués para seguir adelante. Tenemos las herramientas suficientes para atravesar las tormentas, para salir, si no ilesos, sí con la fuerza renovada y más completos, más enteros, más humanos.

Detente un momento, mira a tu alrededor: ¿Te parece poco lo que ves? ¿Te parece poco lo que has conseguido: amigos, familia, trabajo, salud? Venga, te toca ser responsable de tu vida. Coger tu velero y salir con la frente en alto, con la sonrisa no sólo en la cara, sino en el alma. Coge la cometa, súbete a ella y comienza a ver la vida desde otro prisma. El prisma de la felicidad.