CAPÍTULO 7
ELLA estaba dormida, sus pestañas destacaban oscuras sobre las mejillas, la boca entreabierta era suave y un poco hinchada por sus besos. El edredón se había resbalado y dejaba al descubierto sus pechos pequeños y perfectos. Él se puso un almohadón más para poder contemplarla cómodamente mientras el sol comenzaba a iluminar el horizonte.
Se sentía agotado aquella mañana. Agotado y confuso y, de alguna manera, entristecido. Ella había dicho siempre que quería ser virgen en su noche de bodas y aquel principio se había perdido en algún punto a lo largo de aquel año.
Leo surgió de entre los muertos para perseguirlo otra vez y apretó los puños ante la idea de que otro hombre hubiera podido tocarla como él lo había hecho aquella noche. ¿Había respondido a Leo como lo había hecho con él, con esa alegría y entusiasmo?
Se levantó de la cama y la contempló, inmóvil y hermosa. Por lo menos ahora tendría algo real en que soñar.
Se puso unos pantalones cortos y una camiseta y bajó las escaleras con las deportivas en la mano. Utilizó el otro cuarto de baño para no molestarla y se puso los zapatos cuando ya estaba fuera.
Hacía una hermosa y fresca mañana, la mejor parte de lo que prometía ser un día caluroso. Corrió por la orilla del río siguiendo su trayecto habitual y volvió a casa pasando antes por una panadería en la que compró cruasanes, bizcochos de chocolate y pan integral. Luego se acercó a una farmacia de guardia, por si acaso, y volvió a casa.
Dejó los zapatos a la puerta y fue de puntillas a la cocina. Podían pasar horas antes de que ella se despertase y no quería molestarla. Normalmente llevaba bien el problema de la mañana siguiente, pero aquella vez había demasiadas cosas por medio.
Él había hecho el amor con una antigua amante en el pasado, pero ella era mayor y más sabia y aquello había sido en recuerdo de los buenos tiempos y no una primera noche caída del cielo cuando se había abandonado toda esperanza en la relación.
Y en este caso no sabía cómo actuar con ella. No tenía ni idea de lo que ella podía esperar. ¿Estaba simplemente jugando con él, arreglando un asunto que había quedado sin terminar, como lo había definido ella? ¿O es que ella lo quería de verdad?
Cualquiera sabe, pensó mientras llenaba de agua la cafetera. Luego salió al balcón con su taza de café y se sentó allí, contemplando cómo doraba el sol los tejados de los edificios.
Necesitaba una margarita para deshojar; «me quiere, no me quiere». Dos tazas de café más tarde seguía sin encontrar una respuesta y le dolían los músculos por estar sentado al aire fresco después de haber corrido.
Subió las escaleras y se quedó un rato contemplándola, el edredón se había caído del todo y el cuerpo suave y dorado de ella se estiró levemente con un suspiro. Sintió que el deseo crecía y fue al cuarto de baño. Necesitaba una ducha fría. Había intentado congelar la imagen de ella y no había dado resultado, a lo mejor tenía que quemarla.
Lydia se despertó al sentir el sol en la cara y aire fresco sobre su espalda. Abrió los ojos y vio el Támesis en frente de ella. Parecía haber perdido el edredón, levantó la cabeza y buscó a Jake, pero no estaba allí. Sintió una punzada de decepción, pero luego se dio cuenta de que podía oír correr el agua en el cuarto de baño. Parecía que se estaba dando una ducha y se acercó a la puerta.
Llamó, aunque él evidentemente no podía oírla, y pasó. Él estaba en la ducha, ella abrió la puerta y salió una nube de vapor.
Él se volvió a mirarla con una expresión inescrutable, pero ella miró su cuerpo y supo todo lo que quería saber. Entró en la ducha, le quitó el jabón de las manos y empezó a lavarlo.
—Ya me he lavado.
—Sí, pero no lo he hecho yo —lo exploró con sus manos y a los pocos momentos, él estaba temblando bajo sus dedos. Le quitó el jabón y la hizo dar la vuelta para enjabonarla de forma meticulosa e inquisitiva mientras su cuerpo se pegaba al de ella por detrás.
Cada roce de sus manos la volvía loca y empezó a temblar, necesitando más, necesitándolo a él. Pero a él le sucedía lo mismo. La aclaró, cerró el grifo y envolviéndola en una toalla se la llevó en brazos a la cama.
—Me muero de hambre —confesó ella con pereza.
—Yo también. ¿Te apetece moverte?
—¿Qué opciones hay?
—Podemos vestirnos y desayunar en el balcón o podría traer el desayuno a la cama, pero dudo que si hacemos eso pueda ir a la oficina.
Ella pensó en su cuerpo dolorido, no acostumbrado a hacer el amor y sonrió.
—¿Balcón? —sugirió y por un breve instante le pareció ver decepción en los ojos de él. Luego él se levantó, se puso unos pantalones y una camisa mientras ella lo miraba y se dirigió a la escalera.
—Cinco minutos —avisó—. Si tardas mucho me puedo comer yo todos los bizcochos de chocolate.
—¡No me habías dicho que había bizcochos de chocolate!
—No preguntaste, los compré esta mañana en la panadería.
—Eres madrugador de verdad, ¿no? —se inclinó hacia él para besarlo, y él la acarició el trasero.
—¿Te vas a molestar en ponerte ropa interior hoy? —preguntó él y ella le dedicó una sonrisa traviesa.
—No sé, puede que no.
—Anda, ponte algo antes de que acabemos los dos en la cama. Tengo que ir a la oficina y me estás distrayendo.
Tenía razón. Lydia se duchó otra vez, se puso unos vaqueros y una camiseta y estaba en la cocina en cinco minutos exactos.
—Has sido rápida.
—Además me he dado una ducha. Desgraciadamente no tuve tiempo para secarme y me ha costado un montón ponerme los vaqueros. ¡Qué bien huele!
—Pon la mesa y otra silla en el balcón y yo sacaré todo esto en una bandeja.
Ella organizó la mesa y pensó con cuántas mujeres habría compartido el desayuno en el balcón. Aparentemente con ninguna en el último año, pero aquello podían ser habladurías. A lo mejor no había tenido ninguna relación larga durante aquel tiempo, pero eso no significaba que no hubiera dormido con nadie.
Ya pesar de su completa falta de experiencia, ella sabía que la mañana siguiente incluía desayuno casi siempre. ¿No? Y entonces ¿cuántas? ¿una?
¿una docena? Santo Dios, una eran demasiadas. Pensó en él tocando a otra mujer como la había tocado a ella y se puso enferma. «No, por favor», pensó con desesperación. «Por lo menos, no desde que me conoció. No, si es que me quiere».
Y esa era naturalmente la pregunta del millón ¿la quería? Estaba claro que la había hecho el amor con mucha ternura y mucho cuidado, pero a lo mejor es
que él era así. A lo mejor se comportaba así con las docenas de mujeres a las que hacía el amor.
Por favor, no. Docenas no. —Deja de torturarte —murmuró y dio un respingo al verle aparecer con la bandeja.
—¿Deja de qué?
—Nada, es que me he dado un golpe en un pie. No pasa nada.
—¿Seguro?
—Sí, seguro.
Él se sentó en una de las sillas, sirvió el café y tomó uno de los cruasanes de chocolate calientes. Lydia, no podía evitarlo, abrió uno de los suyos, se comió el chocolate y luego empapó el bollo en el café. Él hizo una mueca.
—Tienes algunas costumbres bastante desagradables —dijo con cariño.
—Sí. Esto casi compensa por no tener todas aquellas frutas tropicales en el desayuno. Leo y yo solíamos ir al mercado en Bali y comprar todo tipo de cosas, mangos, plátanos, papayas, frutas de la pasión; cosas maravillosas que no saben igual cuando las tomas aquí, después de que han dado la vuelta al mundo en una cámara frigorífica —miró a Jake—. ¿Te pasa algo?
—No, estoy bien —dijo con un tono irritado—. Un poco de malestar, he tomado demasiado café.
Tomó otro cruasán y lo mordió casi con rabia. Que indigestión más rara, pensó ella, pero era evidente que él estaba preocupado, así que Lydia se dedicó a disfrutar de los bizcochos, llenándose de migas.
—¿Tienes una servilleta? —preguntó ella.
—No te preocupes por las migas, se las comerán los pájaros. ¿Más café?
—Gracias.
Él le acercó la cafetera y sus dedos se rozaron. Ella se dio cuenta de que fuera lo que fuese lo que le había incomodado, lo había olvidado. Terminaron de desayunar y él la preguntó qué iba a hacer por la mañana.
—Yo tengo que ir a la oficina durante un par de horas. Eres bienvenida pero te podrías aburrir bastante. Puedes quedarte aquí y dormir un poco más o leer una revista o algo así o puedes irte de compras y quedar conmigo aquí o en la oficina, como quieras.
—¿Qué te parece si me quedo aquí un rato y luego me voy hacia la oficina? Me vendría bien un poco de cultura, alguna exposición o algo así.
—Muy bien, te daré la dirección. ¿Tienes bastante dinero para el taxi o quieres que te preste algo?
—No me hace falta, gracias. Te veré allí a... ¿las doce?
—Está bien, ¿y tu equipaje?
—¿Qué equipaje? ¿Te refieres a esta bolsita con mi vestido, cepillo de dientes y traje de baño mojado? Creo que podré con ella.
—¿Estás segura?
—Estoy segura. He viajado con mochila por el Lejano Oriente y Australia, ¿recuerdas?
La boca de él se puso tensa y ella lamentó instantáneamente haber dicho aquellas palabras ¡Claro que no lo había olvidado! No era fácil que lo hubiera hecho teniendo en cuenta la forma en la que ella se marchó.
Él se puso una americana, tomó la cartera y le dio una tarjeta de visita, luego la besó.
—Te veo más tarde, que te diviertas.
La puerta se cerró tras él y ella se dejó caer en un sofá. ¿Divertirse? A lo mejor, pero no era probable sin él. Tiempo para pensar quizá, para reflexionar en lo que había sucedido en las últimas veinticuatro horas. Apoyó la cabeza en el respaldo y suspiró. Se había levantado de muy buen humor, pero en algún momento habían empezado a invadirle las dudas.
Él lo lamentaba. Ella estaba casi segura de que él lo lamentaba, pero que era demasiado caballeroso para decirlo. ¿Qué iba a hacer ahora? ¿Esperar a la boda y luego vender la casa y dejar Suffolk para siempre y despedirse con un simple beso?
El pensamiento era insoportablemente doloroso.
De todas formas él había parecido bastante ávido de ella cuando la había vuelto a llevar a la cama después de la ducha. Entonces no tenía síntomas de lamentarlo, pensó Lydia, así que a lo mejor se lo estaba imaginando ella todo.
Puso sus cosas en la bolsa, se la colgó al hombro y salió a explorar la zona. Se lo pasó bien, o lo habría hecho si no se hubiera dado cuenta de que todo eso no podía compartirlo con él.
Fue a una exposición y se quedó muy frustrada porque había un cuadro que quería haber comprado a Mel y Tom como regalo de bodas, pero no tenía dinero suficiente en su cuenta para hacerlo.
Les pidió una tarjeta con la intención de llamarlos más tarde para arreglarlo, una vez que hubiera convencido a su madre para que le adelantase el sueldo. Luego se dio cuenta de que se le hacía tarde y tomó un taxi.
—Hay un atasco terrible por esa zona —le dijo el taxista—. Puedo acercarla un poco, pero luego será mejor que vaya andando.
Tuvo que ir corriendo y se perdió dos veces, llegando acalorada y sin aliento a la oficina a las doce y diez. Atravesó la puerta giratoria y se le cayó el alma a los pies. Seguramente, alguna mujer joven impecablemente vestida y con aire de superioridad la pondría en ridículo por su desaliñado aspecto.
—¿La señorita Benton? —se volvió hacia la voz y vio a una mujer de mediana edad que sonreía con indulgencia.
—Sí... lo siento, llego tarde. El tráfico.
—Lo sé, nos enteramos de que había atasco. Un camión atravesado o algo así. Parece muy acalorada, ¿vino corriendo? —ella asintió y la mujer la condujo hacia una puerta—. Hay un cuarto de baño allí, vaya a refrescarse y luego le diré que ha llegado. Tómese todo el tiempo que necesite.
En el cuarto de baño ella abrió la bolsa buscando desesperadamente algo que ponerse pero el vestido estaba hecho una bola al lado del bañador y no había forma de poder ponerse aquello. Se lavó la cara y las manos con agua fría y salió. Jake estaba apoyado en el mostrador de recepción riéndose con la amable recepcionista. ¿Se reían de ella? Muy probable. Él la vio y se acercó a ella, acariciándole las mejillas con sus dedos fríos.
—Deberías haberte tomado tu tiempo. Ven a mi despacho para refrescarte un poco, el aire acondicionado pronto te pondrá bien.
—Me vendría bien ponerme ropa más fresca, pero mi vestido está hecho un guiñapo en el fondo de mi bolsa.
—No hay problema, dámelo.
—¿Qué?
—Dámelo, yo lo solucionaré.
—¿Cómo demonios vas a poder solucionar esto? —le tendió el arrugado vestido.
—En el tinte de enfrente. Beryl, ¿puede hacerme el favor de llevar esto para que lo hagan en el momento? Gracias. Estaremos en mi oficina. Si puede conseguir a alguien para que lo suba en cuanto esté listo sería estupendo.
Cuando llegaron a su piso le dijo a la secretaria que no le pasase las llamadas y condujo a Lydia a su despacho. En cuanto cerró la puerta la abrazó y la besó hambriento.
—Llevo toda la mañana queriendo hacer esto —murmuró mientras le acariciaba la espalda.
—No quiero volver aún a Suffolk —dijo ella sorprendiéndose por sus propias palabras—. Ha sido maravilloso y no quiero que se acabe tan pronto. En cuanto volvamos, no pararán de hacernos preguntas, y no me siento preparada para eso. Ya habrán montado la carpa y Mel estará muy nerviosa; yo no quiero estropear su boda pero...
—Si quieres que nos quedemos más tiempo nos quedaremos. Podemos comer en cualquier sitio y luego ir a mi casa y relajarnos —ella lo miró para ver si había alguna traza del arrepentimiento que antes le había parecido sentir en él, pero no vio ninguna.
—¿Podemos hacerlo de verdad?
—Claro, ¿dónde quieres que comamos?
—En cualquier sitio al que pueda ir con aquel pobre vestido, ¿lo van a planchar?
—Me imagino que le harán una limpieza en seco, pero no sé. No tardarán mucho, son muy buenos. ¿Te apetece un café mientras esperamos, o agua fría o zumo o algo más fuerte?
—Agua, agua fría sería perfecto.
Él la soltó y ella pudo dar una ojeada a su despacho. Tenía unas vistas impresionantes y se dio cuenta de que él debía de ser más importante de lo que ella había pensado.
La inseguridad no era uno de sus defectos, pero en aquel momento la atacó. ¿Qué había podido ver en ella? A lo mejor nada. A lo mejor fue por eso por lo que se marchó el año anterior, porque ella le dio una oportunidad de oro para escaparse.
Pero él no había parecido querer escaparse la noche anterior, ni aquella mañana... ¿O era solo la respuesta del hombre ante una mujer disponible?
Ella no sabía lo bastante del asunto como para diferenciar y no podía pensar con claridad. Aún se sentía acalorada e increíblemente desaliñada.
—¿Te apetece una ducha? Si sigues acalorada hay una en la puerta de al lado. A veces no tengo tiempo de ir a casa entre una reunión y otra y no puedo soportar no ducharme si necesito hacerlo.
—Me vendría de perlas.
—Te acompañaría —dijo con una sonrisa—. Pero estoy esperando una llamada. Será mejor que le diga a Jerry que me la pase cuando llegue. Tú dúchate, hay un albornoz en la puerta, póntelo hasta que llegue tu vestido.
La idea del agua fresca sobre su cuerpo le parecía demasiado tentadora para dejarla pasar y se quedó allí hasta que pensó que él podía estarse preguntando si se habría ahogado, entonces cerró el grifo y se puso el albornoz. Olía a él, a su loción de afeitado, para ser exactos. Abrió la puerta y se encontró con la secretaria que llevaba el vestido.
—Justo a tiempo. Póntelo y vamonos a comer.
—¿Llegó tu llamada?
—Sí. Estoy libre hasta el lunes. Tú puedes controlar todo, ¿verdad, Jerry?
—Espero que sí —dijo con sequedad y se dio la vuelta en sus tacones de diez centímetros.
Lydia no sabía andar con tacones de diez centímetros y tuvo que resistir la tentación de odiar a aquella mujer por eso. Se puso el vestido y las sandalias, guardó el resto de las cosas en la bolsa y volvió al despacho.
—¿Mejor? —preguntó y él son.
—Preciosa. Vamonos antes de que cambie de idea.
El almuerzo fue muy relajado a bordo de un restaurante flotante. Tomaron ensalada de tomate, hígados de pollo fritos con pan francés y guarnición de berros y terminaron con un sorbete indescriptible.
—Ha sido maravilloso. Espero no ganar mucho peso de aquí al sábado. Mel me asesinaría si no puedo entrar en el vestido de la dama de honor.
—Estarás bien. No te preocupes. Ahora cuéntame, ¿qué hiciste esta mañana?
Le contó lo que había hecho y entonces se acordó del cuadro.
—Encontré una galería de arte pequeña y había un cuadro precioso. Unos barcos en la playa de madrugada, todo ello era apenas un esbozo. Quería comprarlo para Tom y Mel porque me recordaba cuando salíamos a navegar de pequeñas. Sospecho que lo venderán, la exposición se inauguró anoche.
—¿Y por qué no lo compraste tú?
—No tenía dinero —le dijo con franqueza—. Le diré a mi madre que me haga un anticipo sobre mi sueldo, pero como aún no he trabajado nada me parece un poco de cara dura.
—Lo compraré yo. Puedes debérmelo a mí.
—¿Tú? ¿Por qué ibas a hacer eso?
—¿Por qué te resulta tan difícil entender que te preste dinero para comprar un cuadro para mi mejor amigo y tu hermana? No creas que no puedo permitírmelo, Lydia.
—No, ya lo sé. Es solo que... quería hacerlo por mí misma.
—Hazlo. Devuélveme el dinero. No estoy haciendo una proposición deshonesta, ya lo sabes.
—Lo sé. Simplemente me sorprende. Ni siquiera se me había ocurrido pedírtelo a ti.
—Debías haberlo hecho —la regañó—. ¿Dónde está? Podemos pasar a recogerlo.
—Pero está en la exposición.
—¿Dónde? —encogiéndose de hombros ella rebuscó en su bolso y le tendió la tarjeta.
—Ah, Lucy. Le parecerá bien, tengo muchas cosas suyas. La llamaré, ¿recuerdas el número del cuadro?
No tenía ni idea, pero sabía cómo era el cuadro y dónde estaba y, tras unos segundos de conversación con Lucy, le dijeron que ya le habían puesto el punto rojo de «adquirido».
—Te lo reservo hasta que vengas —prometió y Lydia le pasó el teléfono a Jake.
—Me lo reserva.
—Excelente, ¿vamos a buscarlo?
El tráfico era fluido y llegaron en unos minutos.
—Entra a comprobar que es el que quieres y luego espera en el coche a que lo solucione.
Unos minutos más tarde estaban de nuevo en marcha con el cuadro embalado en el asiento de atrás.
—No sé cómo lo has hecho y creo que no quiero saberlo —él se río.
—Lucy es una amiga de mi primo Anthony. Hace años que la conozco y no, no hemos sido amantes.
Ella se sonrojó y murmuró algo incomprensible esperando que la tierra se abriera y la tragase. ¿Tan transparente era?
Subieron al apartamento y él se sentó en el sofá.
—Anda siéntate aquí y relájate.
—¿No podríamos quedarnos aquí para siempre? —preguntó adormilada, acurrucándose junto a él, pero él no contestó. En vez de eso la besó y los brazos de ella le rodearon y le dieron la bienvenida...