CAPITULO 2

JAKE estaba junto a la puerta delantera del coche de Tom, pero Mel le apartó de un codazo. —Puedes sentarte atrás con mi hermana y disculparos por lo que os habéis dicho o puedes volver en taxi. En este momento me da lo mismo lo que hagáis, pero os agradecería os comportéis el uno con el otro de forma civilizada. No os pido que seáis amiguetes, eso sería demasiado, pero por lo menos podéis ser educados.

Y se sentó en el asiento delantero cerrando la puerta de un golpe y los dejó de pie junto al coche en silencio. Tras un momento que pareció eterno, Jake ab la puerta de atrás y la mantuvo abierta para ella sin decir una palabra. Lydia se sentó en el coche y Jake también lo hizo, poniéndose el cinturón de seguridad y mirando hacia delante con fijeza.

—Lo siento, Lydia. Lo siento, Jake.

—No te metas en esto, hermanita. Sé defenderme sola.

—De todas formas yo creo...

—Déjalo, Mel —dijo Tom y puso el coche en marcha y encendió también la radio.

Lydia se dio cuenta de que estaba temblando, y podía sentir también las ondas de tensión que provenían de Jake. Habían recorrido unos tres kilómetros cuando él suspiró y se volvió hacia ella.

—Lo siento —dijo con tirantez—. No quería atacarte, es que todo esto es muy difícil.

No estaba solo. Ella llevaba mucho tiempo preguntándose porqué se había dejado convencer para salir aquella noche sabiendo que iba a ser un desastre.

—No importa. Nunca esperé que mandases matar al más gordo de tus bueyes para celebrar la vuelta del hijo pródigo —intentó sonreír aunque no lo consiguió del todo, pero era una concesión y el ambiente se relajó considerablemente. Llegaron a la casa unos minutos más tarde.

—¿Café? —preguntó Mel mirándolos—. ¿Podéis hacer frente a eso?

—Creo que podremos apañarnos —dijo Jake con sequedad saliendo del coche y abriéndole la puerta a Mel, dejando a Tom que abriese la de Lydia.

—¿Estás bien? —preguntó Tom apretándola el hombro.

—Sí, estoy bien. Vamos adentro que hace frío.

Se frotó los brazos para calentarlos y se dirigió a la cocina. Puso a hervir el agua para el té. Su madre entró y se llevó a Mel y Tom, dejándola sola con Jake. Ella cruzó los brazos sobre el pecho y son con cautela.

—Siento lo de Mel —empezó a decir, pero él la interrumpió con una risa carente de humor.

—No. Tenía razón. Pido disculpas, fue imperdonable. No debería haberme burlado de ti, tienes todo el derecho a hacer lo que quieras con tu vida.

—No si con eso se hace daño a otras personas —murmuró ella.

Él estaba silencioso e inexpresivo, y de pronto se volvió a buscar las tazas con una familiaridad que le hizo daño. ¿Cuántas veces le había visto hacer aquello? Intentando romper el silencio buscó un tema cualquiera de conversación.

—¿Cómo te fue con la casa esta tarde? ¿Estaba bien la gente? —él la miró de una forma extraña.

—Hemos hablado de eso en la cena —Lydia se sonrojó.

—Lo que quiero decir es... ¿te gustaron? ¿Te gusta que se queden con tu casa? Es muy personal vender algo en lo que has trabajado tanto, uno quiere asegurarse de que va a parar a buenas manos.

—Es una casa, Lydia. Solamente una casa —repuso él con voz tensa. Ella se encogió de hombros.

—¿Café o té?

—Café, gracias —le acercó las tazas y su brazo rozó el de ella. Estaba tan cerca que podía oler el suave aroma de su loción de afeitado, tan familiar que la hizo desear abrazarlo, apoyar la cabeza en su pecho y llorar por todas las estupideces que había cometido durante aquel año. En lugar de eso se apartó de él y de su olor y preparó el café.

—Se lo llevaré a ellos al estudio. Me temo que va a ser una de esas reuniones que duran una eternidad.

Puso las tazas en una bandeja y se las llevó. Ellos le dieron las gracias distraídos y Lydia volvió a la cocina.

Jake estaba sentado a la mesa, mirando el contenido de la taza como si contuviera el secreto de la vida eterna. Había una caja de galletas a su lado y ella le ofreció una. El sacudió la cabeza, pero ella tomó dos, mojándolas en el café. Era una costumbre poco agradable pero sabían mejor y ella no estaba tratando de impresionarlo.

Y más le valía, a juzgar por la extraña manera en que él la estaba mirando.

—Les gustó —dijo él de pronto y ella lo miró totalmente confusa.

—¿A quiénes? ¿Qué fue lo que les gustó?

—A los que vinieron a ver la casa. Les gustó tu cocina. Ella derramó elogios sobre todos y cada uno de los detalles. Pensé que iba a arrancar la cama del perro y llevársela consigo.

—Vaya por Dios. Me imagino de todas formas que es una buena señal.

—Claro. El agente cree que se van a dar bofetadas por ella. Parece que no va a durar mucho en el mercado.

Lydia sintió un pinchazo de pena. Podría haber sido su casa, la de ellos dos, y habrían criado allí a sus hijos. Eso si el matrimonio superaba la prueba del tiempo, pero había caído en el primer obstáculo.

—Tienes que venir a ver la casa antes de que la venda. Hice muchas cosas después de que te fueras. Estaba bastante mal cuando la compré, no sé si lo recuerdas.

¿Recordar? ¿Cómo podía olvidar su recorrido por aquel lugar vacío junto a él; la excitación que sintió ante la idea de transformar la anticuada despensa en una cocina familiar que fuera el centro de su casa? No para ella, claro, entonces lo hacía para él y alguna mujer que se convirtiera en su esposa.

—Quiero tener hijos —había dicho él—. Así que no quiero nada demasiado delicado.

Y ella se había imaginado a los niños como clones de su padre, todos con el pelo negro y los ojos azules, con miradas traviesas y una risa contagiosa. Había sido en la cocina donde él la besó por primera vez...

—Me encantaría verla, y claro que me acuerdo. Será interesante ver lo que has hecho. ¿Cuándo?

—¿Mañana? Ven a desayunar. A pesar de que estás muy cansada tienes el horarío cambiado y no creo que te levantes muy tarde. Llámame y te prepararé el desayuno.

—Gracias. Podría estar bien, pero no me esperes, a lo mejor me quedo dormida hasta tarde, ¿quién sabe?

—Te esperaré —la aseguró y casi parecía una promesa.

Debía de estar chalado. No podía estar en la misma habitación que ella sin recordar que lo había abandonado y la estaba invitando a su casa, y encima a desayunar. Nada de un café o una taza de té, sino el desayuno, la comida más íntima de todas. Una comida que nunca habían compartido.

Estaba loco. Tenía que ser eso. Volver a llevarla a su casa para que todos los rincones se impregnaran de su imagen era lo último que necesitaba, pero no importaba. No era como si su imagen le fuera a perseguir durante años, porque iba a vender la casa y ella no había estado nunca en su piso nuevo de Londres.

Sería una breve tortura, flagelarse un poquito, cosa que si no fuera un masoquista podía haber evitado, pero era demasiado débil y demasiado estúpido para apartarse de ella.

Acabó el café y se levantó. Ella se estaba cayendo sobre la mesa, peleando por mantener los ojos abiertos después de su largo vuelo y él la estaba entreteniendo. No tenía por qué importarle, pero por alguna estúpida razón le importaba.

—Me voy. Vete a la cama y llámame por la mañana —ella le acompañó a la puerta y él, sin pensarlo, bajó la cabeza y rozó sus labios—. Que duermas bien, princesa —murmuró con brusquedad y luego se habría dado un puñetazo por la palabra cariñosa.

Se fue caminando hacia su casa, bajo la luz de la luna pensando en ella, en su forma de comer las galletas y en cómo se cimbreaba su cuerpo cuando se movía.

Las manos le hormigueaban de deseo de acariciar sus pequeños pechos y de tomarla en brazos y apretarla contra él mientras él se perdía dentro de ella.

Maldición. Se quitó el jersey para que el aire fresco de la noche lo refrescara. Maldita fuera por el poder que tenía sobre él. Claro que era solo porque nunca la había poseído, ella siempre se había negado a ello. Si hubiera hecho el amor con ella podría haberla olvidado.

A lo mejor ahora tenía una oportunidad, no por venganza, sino para librarse de sus sentimientos. Entró en la casa dando un portazo y subió las escaleras de tres en tres. A lo mejor una ducha fría le devolvía la cordura.

Ella lo llamó a las nueve menos cuarto, sabiendo que iba a estar levantado. Él se levantaba siempre a las seis y contestó el teléfono al segundo toque.

—Hola —dijo él y su voz sonó áspera y sexy y como si se acabase de levantar.

—Estoy despierta —aclaró innecesariamente—. ¿Es demasiado temprano? Me muero por un café.

—Claro que no. Ven. Dejaré abierta la puerta de atrás.

Lydia se recogió el pelo húmedo en una cola de caballo. Pensó en maquillarse un poco y luego se dijo a sí misma que no fuera ridícula. Iba a desayunar, nada más. Los vaqueros se le caían, pero tendrían que valer. Se puso unas sandalias, y un jersey sobre los hombros por si hacía fresco y se dirigió hacia su casa.

Aunque técnicamente era la casa de al lado se tardaba unos minutos en llegar a ella y el aire fresco de la mañana le resultó muy agradable. Había llovido por la noche y el aire estaba limpio y húmedo y olía a rosas y a madreselva.

Era maravilloso. Mucho más sutil que los aromas exóticos del trópico y Lydia sintió que su tensión se aflojaba un poco. De todas formas se acercó a la casa con una cierta agitación. Había puesto mucho de sí misma en aquella cocina, y después mucho amor al planear todas las demás cosas que querían hacer y ahora iba a ver lo que él había hecho y que iba a vender a otra persona sin sentir lástima porque, según sus propias palabras, «era solo una casa».

Pero no para Lydia. Nunca.

Llamó a puerta abierta y entró. La saludó al entrar el aroma del café y del beicon que se estaba friendo. Él estaba delante de la cocina con unos vaqueros desgastados y una camiseta metida dentro del pantalón que acentuaba sus anchos hombros y su delgada cintura.

—Hola —murmuró él lanzándola una sonrisa que aceleró su corazón—. Pasa.

Ella entró mirando la habitación ya terminada y tan bonita como siempre había sido. La invadió una ola de tristeza.

—¿Puedo ayudarte en algo?

—No, estoy terminando. Hay un plato con cosas en el horno, puedes sacarlo.

Ella sacó un plato lleno de beicon, salchichas, tomates, champiñones y patatas fritas.

—Santo Dios, ¿siempre desayunas así?

—Solo los domingos —dijo poniendo en el plato las últimas lonchas de beicon—. Hay huevos revueltos en el microondas, solo necesitan otra vuelta —puso también tazas y café y leche en una bandeja. Las tostadas saltaron y él la llevó al comedor.

—¡Hiciste la galería!

—¿Te gusta? —preguntó él y a ella se le llenaron los ojos de lágrimas. Había sido otro de sus planes.

—Es preciosa. Muy bonita, de verdad.

—Vamos allí, ya he puesto la mesa.

Ella puso el plato caliente sobre la mesa de hierro y miró la bonita estructura pintada de blanco que armonizaba perfectamente con el estilo de la casa. Las plantas llenaban los amplios alféizares y hacían que aquello pareciera un paraíso tropical.

—Tienes un don para las plantas.

—Parece que te sorprende —ella se encogió de hombros. Otra cosa que no sabía de él.

—Es precioso —dijo y se volvió a mirarlo.

Por un momento le pareció ver algo en sus ojos. Algo que podía ser anhelo, pero luego desapareció reemplazado por una nada amable, como si hubiera puesto un escudo delante de sus sentimientos. A no ser que hubiera sido simplemente su imaginación, cosa que era muy posible dada su falta de sueño.

—No me puedo atribuir todo el mérito. Tengo un genio doméstico que las riega por mí. Me temo que el don es de ella, no mío —le ofreció una silla y ella se sentó mirando hacia el jardín y observando los pequeños cambios, el nuevo macizo de rosales, la glorieta.

—¡Tienes una glorieta!

—Ya. Parecía que hacía falta. Anda, come antes de que se enfríe.

Ella miró el montón de comida y su estómago rugió. La última comida decente la había hecho en Singapur y apenas había comido la noche anteríor por lo tenso que estaba el ambiente, así que estaba absolutamente hambrienta.

—Podría comérmelo todo —confesó sonriendo.

—Hazlo. Puedo preparar más. Come lo que quieras.

Eso fue lo que hizo, y no se detuvo hasta no haber vaciado el plato por dos veces y haber tomado media taza de café. Entonces se echó hacia atrás en la silla y son con timidez.

—Ha sido maravilloso.

—Gracias —la sonrisa de él fue amable y un poco triste, luego miró pensativo su taza de café—. Hablando de lo de anoche, siento haber estado tan grosero.

—Olvídalo. Teníamos que pasar por ello. Para mí no fue fácil volver a verte así que no puedo creer que fuera más fácil para ti. Todos decimos cosas que no pensamos cuando estamos bajo presión.

El no contestó, se limitó a asentir con la cabeza y volvió a concentrarse en su café.

El sol estaba más alto y se filtraba a través de las ramas del árbol, bañándolos con su luz. Resultaba apacible y ella no podía imaginar por qué razón quería vender la casa y volver a Londres para siempre.

—¿Por qué la vendes? —las palabras salieron de su boca sin permiso. ¿Le habría sonado a él tan desesperado como le sonaba a ella? Él se encogió de hombros, la expresión de sus ojos era inescrutable.

—¿Qué tiene este sitio para mí?

¡Yo! Quiso gritar ella, pero no podía. Él no la quería, lo había dejado perfectamente claro.

—Me dijo Mel que pasabas mucho tiempo en Londres.

—Los negocios me han tenido muy ocupado últimamente —contestó y apartó su silla. Apenas había tocado su desayuno—. Ven a ver el resto de la casa.

Y después se podía ir, pensó ella, y apartarse de su camino. Estaba claro que tenía prisa por librarse de ella, probablemente lamentaba haberla invitado, pero su buena educación le había impedido anular la invitación.

Le siguió hasta la entrada y por toda la casa y le pareció que no tenía alma. Solo la cocina parecía tener un corazón de verdad, la cocina y la galería que habían planeado juntos antes de la boda.

Fueron al piso de arriba y miraron los dormitoríos; estaban muy bien decorados y coordinados. Se preguntó quién lo habría hecho y si se habría acostado con ella y sintió una punzada de celos y de rabia.

—Este es mi cuarto —dijo él por fin, abriendo una puerta y a ella se le hizo un nudo en la garganta porque era lo que ella había dicho que quería, las paredes, la moqueta, las cortinas eran de un blanco cremoso y había una enorme cama antigua en el centro con un cabecero de madera tallada que brillaba con la pátina del tiempo. Había también una colcha bordada de color crema y cantidad de almohadones.

—¿Hiciste el cuarto de baño? —preguntó con voz ahogada.

—Echa una ojeada —era precioso. Los sanitaríos eran antiguos y los grifos de cobre. La bañera era enorme y con patas en forma de garra—. Conseguí todo esto en la chatarrería de la que me hablaste.

—Muy bien hecho —dijo sonriendo, pero sin mirarlo porque todo le dolía demasiado y estaban muy cerca de la cama en la que ella podría habría dormido con él durante todo el año que había pasado. Miró su reloj sin verlo—. Tengo que irme corriendo. Aún no conozco los planes de boda ni he ayudado a nada, y se estarán preguntando dónde estoy.

Se dirigió hacia la puerta, casi corriendo y al llegar a la cocina se volvió hacia él, lo miró y se preguntó si se había vuelto loca o había de verdad pesar en sus ojos.

—Gracias por el desayuno —dijo, y salió corriendo antes de que se le saltasen las lágrimas.

Estaba loco, loco de remate. ¿Por qué demonios la había llevado a su dormitorío? Ahora ella sabía que él se había fijado en todas sus palabras y había construido para ella su sueño, con la vana esperanza de que volviese y lo compartiera con él.

Se con amargura. No había ninguna posibilidad. Ella no había podido irse más deprisa. A lo mejor ni siquiera recordaba todos sus planes.

No había esperanza. Ella se había dado cuenta de lo estúpido que era él y probablemente se estaba riendo de él en aquel momento.

Bueno, maldita fuera. Tiró los restos del desayuno en la basura, metió los vasos y platos sucios en el lavavajillas y salió cerrando de un portazo. Fue al garaje, montó en el coche y se fue.

Intentó conjurar sus demonios corriendo, pero lo único que consiguió fue una multa por exceso de velocidad y un sermón del policía que lo detuvo. Fue a Londres, llamó a un amigo y se lo llevó a jugar al squash, luego ahogó sus penas en el bar y se fue al piso a dormir la borrachera.

Ridículo. Él nunca bebía mucho y en los dos días que llevaba Lydia en el país se había excedido las dos noches.

Se levantó pronto el lunes por la mañana. Le dolían todos los músculos por sus excesos del día anteríor. Volvió a Suffolk y llegó a su casa cuando el sol se levantaba por encima de los árboles inundando de oro el valle.

Debería haberse quedado en Londres. Tenía muchas cosas que hacer en la oficina, pero podían apañárselas sin él siempre que estuviera accesible por teléfono, y el masoquista que había en él quería estar cerca de Lydia durante los pocos días que quedaban.

Aparcó el coche, entró en la casa y se hizo café, luego llamó a la puerta de Tom a las ocho con una taza de café. Encontró allí también a Mel, junto a su amigo y con una sonrisa de felicidad en la cara.

—Buenos días —dijo ella con voz cantarína.

—Hola. ¿Qué planes tenemos para hoy? —preguntó queriendo saber si podía hacerse indispensable y coincidir con Lydia.

—Cualquiera sabe. Yo me estoy escapando —dijo Mel mirando traviesamente a Tom—. Tenemos mejores cosas que hacer.

Estaba claro que no le iban a servir de ayuda. Bajó las escaleras, vació la cafetera y miró su reloj.

Ocho y media. Salió hacia la casa de al lado. Al mirar hacia allí su corazón se aceleró. Lydia estaba sentada con su madre en un banco en la parte de atrás de la casa, con la cara vuelta hacia el sol y con los pies descalzos jugueteando con la grava. Miraron hacia él y la señora Benton le saludó con la mano.

—Jake, ven a tomar un café —lo llamó y su corazón se encogió. Había tomado café aquella mañana como para fletar varíos barcos y no quería ni pensar en tomar otro.

—Acabo de tomar uno.

—¿Zumo de naranja o un cruasán? ¿Has comido?

Miró a Lydia que estaba muy ocupada haciéndose la distraída y deseó por milésima vez poder leer sus pensamientos.

—No, no he comido. Me apetecería uno, gracias, Maggie.

Lydia se puso en pie y fue hacia la cocina, él la siguió.

—¿Molesto? —preguntó. Ella se puso tensa y luego serío.

—Claro que no. Vete a buscar una mesa y unas sillas y llévalas al sol, ¿quieres? Desayunaremos fuera, hace muy buen día.

Él hizo lo que le habían mandado y luego se sentó al lado de Maggie Benton y le ofreció su ayuda.

—Jake, eres un encanto. Creo que Raymond está supervisando el equipo del andamio esta mañana, para poder traer los toldos el miércoles, y tenemos que ir a entregar un botellero a una mujer en Mendlesham Green. ¿Podrías ir con Lydia y echarle una mano? Pesa mucho para ella y la mujer está embarazada.

Oh Dios. Aquello parecía una venganza. Una cosa era andar por allí y otra verse atrapado en un coche con ella hasta Mendlesham Green y vuelta.

—Claro —dijo en el momento en que Lydia aparecía con una bandeja llena de café y zumo de naranja y una cesta de cruasanes calientes.

—El desayuno. A ver, mamá, yo no creo que pueda cargar con esa caja tan grande; ¿no podemos llamar a alguien para que lo haga?

—Está resuelto —dijo Maggie—. Jake te va a ayudar.

—¿Estás seguro? —dijo sorprendida.

—Completamente. Pero no podemos ir en mi coche. No es lo bastante grande.

—Llevar el Mercedes —dijo Maggie—. Puede conducir Lydia. Solo necesitará tu fuerza cuando lleguéis allí.

Él estuvo a punto de atragantarse con el zumo de naranja, pero afortunadamente ella no pareció darse cuenta y pudo recuperar la compostura.

Luego miró hacia arriba y se encontró con la mirada de Lydia. En ella había sorpresa, fascinación y ¿hambre? Luego ella miró rápidamente a otro lado, sonrojándose y él se dio cuenta de que el corazón le golpeaba fuertemente en las costillas.

Iba a ser un día muy interesante...