CAPITULO 3

EL BOTELLERO era, como Maggie había dicho, enorme. Tras el castigo que había infligido a su cuerpo el día anteríor en la pista de squash, cargar la caja para meterla y sacarla del coche levantó una oleada de protestas de sus músculos, pero él hizo caso omiso, como también lo hizo del dolor punzante que sentía en la cabeza por los excesos en la bebida.

Se contentó con sentarse al lado de Lydia y disfrutar de la visión de sus delgados muslos envueltos en los vaqueros. Se sentó levemente ladeado para poder verla sin mover demasiado la cabeza y fue observándola mientras ella conducía.

Estaba tensa y nerviosa, bien porque hacía tiempo que no conducía por el país o por su presencia. Él no sabía cuál de las razones era la correcta pero sí que estaba tensa como la cuerda de un arco. Al cabo de un rato ella detuvo el coche.

—¿Podrías conducir tú?

—¿Estoy asegurado?

—Sí, el seguro cubre a todos los mayores de veintiún años. O eso creo, hace mucho tiempo que lo hice y no estoy acostumbrada al coche. Para ser sincera me siento aún un poco fuera de lugar tras el viaje.

—Admítelo, estás acobardada —bromeó él, y ella volvió a tomar las llaves.

—Olvídalo —dijo con tirantez—. Conduciré yo —él puso su mano sobre la de ella en la palanca de cambios e impidió que la moviera.

—No seas tonta, estaba tomándote el pelo. Claro que puedo conducir.

Salió del coche y por un momento se preguntó si ella no iba a arrancar y dejarlo allí. Probablemente se lo merecía. Entonces se ab la puerta y ella salió, rodeando el coche por la parte delantera para no cruzarse con él, que había dado la vuelta por atrás. ¿Había sido deliberado?

¿Cómo podía saberlo a no ser que se lo preguntara? Y no era lo bastante masoquista como para hacerlo. Se sentó ante el volante, echó hacia atrás el asiento para acomodar sus largas piernas y comprobó los espejos. El asiento estaba caliente y su cuerpo reaccionó inmediatamente. ¡Santo Dios, qué mal estaba! Tenía que ser un idiota para seguir exponiéndose de aquella manera. Cualquiera que tuviera sentido común se habría ido del país, pero no él. Oh, no. Él estaba allí, alegremente dispuesto a caminar sobre ascuas si con eso conseguía estar cerca de ella...

—Demonios, no querías, ¿verdad?

—¿No quería qué?

—Conducir —hizo un esfuerzo para escapar a su mal humor y la dedicó una sonrisa tensa.

—No, me da igual. No seas ridícula, ¿podrías indicarme el camino?

—Claro. Sigue derecho por el momento —él volvió a la carretera y ella suspiró y se distrajo con el cinturón de seguridad—. ¿Has visto hoy a Mel?

—Estaba con Tom la última vez que la vi. No parecía que tuvieran prisa por ponerse en marcha.

—A mamá se la llevarán los demonios. Tenían la última reunión con el restaurante esta mañana. Será mejor que vaya.

—Llámalos con mi móvil, diles que salgan de la cama, probablemente sigan allí —le dijo con una punzada de envidia.

Ella llamó y le dio a Tom el recado porque Mel estaba en la ducha y después le devolvió el teléfono.

—Gracias.

Se quedaron en silencio y al cabo de un rato llegaron a la casa. Entre los dos sacaron la enorme caja de cartón y la llevaron a la cocina, donde la desenvolvieron.

—Es maravilloso. Encaja perfectamente en el hueco, muchas gracias, Lydia.

—Ha sido un placer.

Ella son y Jake se dio cuenta de que antes también le sonreía a él con la misma calidez, pero que ahora sus sonrisas eran tristes o reservadas y deseó en el fondo de su corazón que volviera a sonreírle así.

Estaba acobardada, lo sabía, pero el coche le parecía muy grande y pesado y las carreteras muy estrechas después de las amplias autopistas de Australia no se fiaba de sí misma, tenía miedo de acabar en la cuneta.

De todas formas, el estar sentada junto a él le daba una oportunidad de observarlo sin que se diera cuenta y sus ojos hicieron frecuentes viajes a los muslos de él y a sus dedos aferrados al volante.

Tenía unas manos fuertes, manos sabias que la habían acariciado y la habían hecho desear mucho más. Manos que nunca volvería a sentir.

—¿Te apetece que paremos a tomar un café? —dijo él de pronto.

—Me parece bien. Hay un sitio aquí cerca, creo. Un pequeño salón de té, ¿te parece?

—Vale, no soy quisquilloso.

Se sentaron en una mesa al sol viendo pasar a la gente, en un silencio que parecía hacerse más denso a cada minuto que pasaba.

—Qué buen día hace —dijo él después de un siglo y ella río sin ganas.

—Parece que ya no sabemos qué decirnos, ¿verdad? —dijo con tristeza y él se inclinó hacia delante, removiendo su café.

—¿Supimos alguna vez? No estoy seguro de que hayamos hablado alguna vez de algo que no fuera la casa.

—Puede que ese fuera nuestro error.

—Puede. ¿De qué quieres hablar entonces?

De por qué te marchaste, estuvo él a punto de decir, pero se detuvo justo a tiempo. Conocía la respuesta. Se había ido porque no se conocían lo bastante bien el uno al otro como para estar seguros de sus sentimientos.

—De cualquier cosa.

—Vale. Háblame de tus viajes.

—¿De veras? ¿De cómo lo pasé en mi trayecto hippie?

—Me vas a hacer pagar por ello, ¿no? Estoy interesado de verdad, y siento haber trivializado tus razones para irte. Me sentía un poco mal. Anda, cuéntame.

Ella lo hizo, relajándose poco a poco según le iba hablando de los amigos que había hecho, de las cosas que había visto. Le habló incluso del hombre de Delhi que había intentado violarla y se quedó asombrada de la ira que brotó de sus ojos.

—¿Te hizo daño? —preguntó con auténtica preocupación.

—No, en realidad no me hizo daño, pero me asustó y me hizo sentir muy vulnerable. Aún ahora no me siento cómoda con hombres desconocidos.

—A lo mejor no tienes que estarlo. Puede que fuera una lección que tenías que aprender. Eres una mujer muy guapa y deseable, Lydia. No es posible que yo sea el único hombre que se haya dado cuenta.

Ella sintió que el calor la invadía el cuerpo ¿La encontraba él deseable, después de todo lo que había pasado? Lo miró a los ojos y se quedó sorprendida por el fuego que había en ellos. Gimió levemente y bajó los párpados.

—Sigue —gruñó él—. Cuéntame más cosas de tus viajes. Háblame de tus amigos.

Amigos. Había conocido a mucha gente, pero solo un amigo de verdad.

—Había un chico que se llamaba Leo. Lo conocí en Singapur y estuvimos muy unidos durante un tiempo. Viajamos juntos y era muy protector. Me sentía a salvo con él, pero cuando llegamos a Australia nos separamos, él se fue hacia el norte y yo a la costa este y trabajé en la temporada de vacaciones en la zona Cairns.

—¿En Navidad?

—Sí. Nos íbamos a reunir para pasar las navidades en Alice Springs, pero al final no lo hicimos. Una chica me robó todas mis cosas excepto el pasaporte y las fotos y yo tuve que quedarme porque no tenía dinero para viajar y luego me enteré en enero de que había muerto en un accidente de carretera. Él iba conduciendo, de noche por supuesto porque no tenía permiso de trabajo, y se quedó dormido al volante.

Ella se quedó en silencio, recordando su conmoción al enterarse de la noticia, el terrible sentimiento de pérdida al saber que no volvería a verlo.

—Lo siento —ella intentó sonreír, pero sospechó que no lo había conseguido.

—Gracias. Y eso fue todo. Fui a Nueva Zelanda y trabajé en una granja de ovejas para un primo de mi padre y luego volví a Australia haciendo todo tipo de trabajos mal pagados.

—Debe haber sido interesante.

—Lo fue. Pero ya estaba lista para volver a casa —lista para algunas respuestas a preguntas que le daba miedo hacer. Como estaba entrando en terreno peligroso miró su reloj y cambió de tema—. ¡Qué barbaridad, qué tarde es! Llevo horas hablando, lo siento.

—No me pidas disculpas, por Dios, no me pidas disculpas por hablar conmigo. Me lo debías desde hacía tiempo. Teníamos que haberlo hecho hace siglos.

—Tienes razón. Nunca hablamos lo suficiente —él alargó la mano para apretar la suya.

—Tenemos que cambiar eso. Pase lo que pase tendremos que seguir viéndonos durante años por los bautizos y esas cosas. Será mejor que seamos amigos. ¿Crees que podremos?

Amigos. Una pobre imitación de lo que ella quería, ¿o no? Sus padres eran amigos, muy buenos amigos. Habían tenido una relación tormentosa al principio, pero se habían asentado y tenían amistad y confianza mutua.

Puede que la amistad no fuera un objetivo tan malo. Por lo menos era la puerta que podrían dejar abierta para descubrir si había o no un futuro para ellos después de aquella semana.

—Sí, estoy segura de que podremos —dijo con firmeza.

—Bien —volvió a apretar su mano y luego la soltó poniéndose en pie—. Deberíamos volver. Me imagino que les irá bien que les eche una mano para hacer el puente.

—Probablemente. Yo me imagino que acabaré haciendo recados a mamá si vuelvo a casa, pero también puedo ofrecerme voluntaria para el puente.

El puente ya estaba construido, pero fueron a admirarlo y a mirar el campo donde aparcarían los coches el sábado.

—Si el tiempo sigue seco todo irá bien —dijo Raymond mirando el cielo.

—Si llueve tendrán que aparcar en el campo de arriba. No es un inconveniente insuperable —dijo Lydia filosóficamente.

—No —su padre la atrajo hacia sí y lanzó una mirada curíosa a Jake—. ¿Has visto hoy a tu amigo? Parece haber secuestrado a nuestra otra hija.

—¿Eso ha hecho? Es un tipo sensato. No le he visto desde esta mañana, lo siento —juntos en sensual abandono, a pesar de que tenían que ir a la reunión del restaurante. Se preguntó si no estarían hartos del lío de la boda, y no le sorprendía.

—Bueno. Ya aparecerán —dijo Raymond—. Lydia, cariño, las floristas van a estar aquí dentro de media hora para los toques finales. ¿Podrías echar una mano a tu madre? Mel ya se ha perdido la reunión con el restaurante.

—Claro —se volvió hacia Jake—. ¿Quieres que comamos algo?

—Buena idea —dijo preguntándose cuánto duraría la tregua y si volverían a pelearse antes de que acabase la semana. En realidad no se habían peleado, había sido solo... ¿un fallo en la comunicación?

La siguió hasta la casa y en la cocina se encontraron a Maggie, que estaba regañando a Tom y Mel.

—¿Dónde estabais? Os habéis portado mal —Mel la besó y son con aquella sonrisa que hacía que se le perdonara todo. Jake miró a Tom y levantó una ceja. Tom le guiñó un ojo.

Menudo listo. Jake sintió que su sonrisa se desvanecía y temió que su gesto fuera demasiado revelador.

—¿Hay algo que yo pueda hacer? —preguntó para llenar el vacío y Maggie saltó sobre él.

—Eres un encanto, Jake. Desenvuelve el queso. Es un almuerzo sencillo, me temo. Solo queso y tostadas, fruta y agua mineral. Melanie, pon los platos, por favor, y Tom, ¿puedes llevar la mesa a la terraza y sacar los bancos? Lydia, lava la fruta, ¿quieres?

Un rato después estaban todos comiendo y hablando de los arreglos de última hora y Jake tuvo una incómoda sensación de déjávu. También Lydia parecía estar incómoda y casi fue un alivio terminar de comer y poder escapar.

—Lydia, tienes que ir a la modista esta tarde para que te metan el vestido —dijo Maggie cuando iban a la cocina—. Es un momento. Ah, y ya que vas, ¿podrías recoger mi sombrero? Le está poniendo una cinta para que haga juego con el color del vestido.

—Claro, ¿dónde es?

—Woodbrige, ya la conoces.

A ella se le cayó la cara y Jake se preguntó hasta dónde iba a aguantar. ¿No había pensado ninguno de ellos en las consecuencias de utilizar el plan del año anteríor, de usar las mismas floristas, los mismos toldos y la misma modista?

—Yo te llevo —ella lo miró agradecida.

—¿Sí? No estoy segura de acordarme de dónde es.

—Sí. Vamos.

—Tengo que llamarla —dijo Maggie—. Oh, no. Ya están aquí las floristas.

—Nos arriesgaremos —dijo Lydia y salió corriendo hacia la puerta. Jake la siguió tras dar las gracias por el almuerzo y la alcanzó cuando se dirigía al camino.

—¿Vamos en tu coche? —sugi ella. Parecía tensa e infeliz y él deseó abrazarla.

—Vale. Luego podemos dar un paseo por el río cuando acabes, si te parece —ella asintió distraída, y lejos de la mirada de los otros él le pasó un brazo cariñoso por los hombros en intentó mantener la libido bajo control—. Venga, todo va a ir bien, Lydia. Es solo un vestido.

—Es una mujer tan cotilla, tiene opiniones sobre todas las cosas. Me va a hablar del año pasado.

—Dile que te dejé —ella lo miró horrorizada.

—¿Qué dices? ¿Y tener que soportar su compasión? Tienes que estar de broma.

—Pues dile que nos dimos una prórroga, que está pendiente.

—¿Después de todo lo que le habrá contado Mel? Son tal para cual. Creo que habrán pasado revista a todos los detalles íntimos de mi vida.

Maldición. Le apretó cariñosamente el hombro y la soltó porque se encontraba tan a gusto con ella que temió que se convirtiera en un hábito.

—Pues que sea breve. Entraré contigo.

—¡No! ¡Eso sería peor aún! Ya me las apañaré. Le diré que quería ver el mundo antes de sentar cabeza.

¿Significaba eso que estaba ya lista para sentar cabeza? ¿O era algo que decía para acallar a aquella cotilla? No tenía ni idea. La esperó fuera intentando no pensar en el difunto Leo y en la clase de relación que habían tenido. Por fin salió ella caminando hacia atrás y con la mujer hablándole hasta por los codos.

—Lo recogeré el miércoles —prometió poniendo una gran sombrerera en el asiento de atrás y cerrando luego la puerta de golpe—. Rápido, vámonos antes de que encuentre algo más que decir.

—¿Te aplicó el tercer grado?

—Vaya si lo hizo. Tuve que contarle todo lo que hice el año pasado y me echó un sermón por no comer y estar demasiado delgada...

—Hizo bien. No te vendrían mal unas cuantas comidas copiosas.

—¿Como aquel desayuno? No podría hacerlo todos los días.

—¿Te apetece tomar el té? Debe haber algún sitio al lado del río.

Encontraron un pequeño café y tomaron té y compartieron un enorme trozo de tarta de chocolate. Bueno, tenían un plato y dos tenedores y Jake jugó con la tarta y Lydia se tiró de cabeza y emergió unos minutos más tarde con una sonrisa.

—Estaba excelente.

—Bien.

—No debo hacer esto a menudo, se me quedaría estrecho el vestido. Me temo que tendré que pedirte que vayas tú a recogerlo. No me veo con fuerzas para volver a pasar por ello.

—Ha sido un buen intento, pero sabes que tendrá que probarlo y puedes estar segura de que a mí no me va a sentar bien.

—Tienes razón y de todas formas te apretaría las clavijas para saber qué has hecho en todo este año.

—Eso no me llevaría más de unos segundos —su sonrisa se desvaneció y dejó la taza en el plato—.

¿Nos vamos? Acabo de recordar que tengo que hacer una llamada.

Ella lo miró con curíosidad, pero se encogió de hombros y dejó la taza de té sin terminar.

—Vale, como quieras. Lo siento, te he quitado mucho tiempo y probablemente estés ocupado.

Él quiso contradecirle, pero de pronto se sentía irritable y vulnerable. Amenazado.

No quería pensar en el último año. Había sido frío y solitarío y oscuro sin ella y él se había arrojado al trabajo para no pensar cuál era el rasgo de su carácter que ella encontraba tan desagradable.

Tuvo que forzarse para caminar a un paso normal cuando se dirigían al coche. Ella iba a su lado en silencio, probablemente porque le costaba bastante caminar a su ritmo. Se sintió culpable y aflojó el paso. Parecía que toda la semana iba a estar plagada de sentimientos de culpa. Él no sabía por qué se sentía culpable precisamente él, pero así era.

A lo mejor porque era el único que tenía un motivo oculto. Por alguna razón que su subconsciente debía conocer él estaba buscando su compañía deliberadamente, aunque estaba claro que eso no iba a llevarle a ningún sitio.

Una vez en el coche se relajó y respiró hondo.

—Lo siento —dijo ella en voz baja; él se volvió a mirarla sorprendido.

—¿Por qué?

—Es igual de difícil para ti, puede que sea aún peor, y yo sigo arrastrándote a mis recados. ¿No preferirías irte a Londres y volver el sábado?

Diez segundos antes él podría haber estado de acuerdo con ella, pero había algo en su mirada que se lo impidió.

—Estoy bien. No te preocupes por mí, ya soy mayorcito, Lydia. Y tú, ¿qué tal?

—Bueno, yo también soy mayorcita, por decirlo así, pero sigue siendo... incómodo. Ha habido veces que he deseado haberme quedado más tiempo en Australia.

—Te creo —murmuró y luego sin pararse a pensarlo dijo—. Mira, me han invitado a una fiesta, un antiguo compañero de colegio cumple los treinta. Es el miércoles por la noche en Ealing. Había pensado bajar, quedarme en el piso, ir a la fiesta un par de horas y dejarme caer el jueves por la oficina en el camino de vuelta. ¿Por qué no vienes conmigo?

Todos sus timbres de alarma estaban sonando, pero ella se había quedado extrañamente sorda para ellos y la idea de una noche en Londres, de ir a una fiesta, y de apartarse de todo aquello le parecía maravillosa.

—Gracias, si me lo has dicho de corazón iré.

—Pues claro que lo he dicho de corazón —dijo él y ella se preguntó si él estaba intentando convencerse a sí mismo o si, como con la invitación a desayunar, lamentaría haberlo hecho.

Iban de vuelta por la carretera cuando vieron un cartel que señalaba un campo.

—¡Fresas! —dijo ella—. Jake, vamos a recoger fresas. Es uno de esos sitios donde las recolectas tú y hace un año que no las como. ¿Quieres?

—Vale. La señora quiere fresas, la señora tendrá fresas.

Ella le lanzó una sonrisa deslumbrante y el sintió el impacto hasta en los zapatos.

Vendimiar fruta no era algo nuevo para Lydia. Lo había hecho en Nueva Zelanda tantas veces que no quería recordarlas. Pero no eran fresas inglesas, el sabor era distinto y se le hacía la boca agua cuando se dirigía a las pequeñas plantas llenas de frutos grandes y jugosos.

—Guau —dijo poniéndose de rodillas eligiendo la más grande y madura. Se la llevó a la boca y el jugo le resbaló hasta la barbilla. Se limpió y le ofreció una a Jake.

—Toma, cómetela. Son excelentes —él dudó un momento y luego la mordió con sus dientes blancos e iguales.

—¿Verdad que es estupenda?

—Sí, pero me pregunto si está bien que no las comamos en vez de recogerlas.

—Todo el mundo lo hace. Está incluido en el precio, pero mi madre siempre decía que a mí deberían pesarme a la entrada y a la salida y cobrar la diferencia.

Él se río y se agachó ante la hilera de plantas, seleccionando con buen ojo. De vez en cuando él se comía una, pero Lydia trabajaba según el principio de «una para mí, una para el cesto» y cuando el cesto de él ya estaba lleno, el de ella estaba por la mitad, porque además ella tenía que detenerse a saborearlas.

—También hay frambuesas —dijo Lydia esperanzada y él son.

—Entonces vamos a buscar una cesta para ellas.

Las frambuesas eran aún mejores. Lydia se llevó una a la boca y cerró los ojos, gimiendo de placer.

—Son lo mejor, mira pruébalas —y le puso una en los labios entreabiertos.

Sus miradas se cruzaron y por un momento él se quedó quieto con la fruta entre los dientes. Luego miró hacia las matas de frambuesa, su hombro rozaba el de ella mientras recogía la fruta. Entonces eligieron los dos la misma frambuesa y los dedos de ella llegaron un segundo antes que los de él. Él tiró con suavidad y la fruta fue a parar a la mano de ella y él le agarró la mano y se llevó la frambuesa a la boca.

El contacto la estremeció. Los labios de él se apretaron contra sus dedos en un beso suave. Luego él apartó la mano y se puso en pie.

—Creo que ya tenemos bastantes —dijo con una voz extraña. Ella miró el cesto que estaba medio lleno y recordó con retraso que él tenía que hacer una llamada. Y le había distraído para su propio placer. ¿Cuándo aprendería a no ser tan egoísta?

—Lo siento, me dijiste hace un rato que tenías que volver. ¿En qué estaría yo pensando?

Él pareció desconcertado durante un segundo, luego murmuró una evasiva y se dirigió hacia el lugar donde se pesaba la fruta.

—¡Mira, grosellas rojas! —dijo cuando la chica estaba pesando la fruta.

—Sí, vienen tempranas este año. Normalmente no tenemos hasta julio, pero ha hecho mucho calor. También tenemos algunas grosellas negras.

—Podríamos hacer un pastel. Sí, necesito unas cuantas. ¿Me pone una cestita de cada?

Y luego, naturalmente, Jake insistió en pagar y con una sonrisa sardónica le dijo a la chica que le cobrase también las fresas «que habían consumido para comprobar la calidad», pero la chica se hasta quedar sin aliento y dijo que no, que estaban incluidas en el precio, y Lydia creyó que se iba a desmayar sobre la fruta.

Pobre chica, él siempre tenía ese efecto sobre las mujeres. Su madre estaba también bajo su embrujo y ella sintió lo mismo la primera vez que lo vio y pensó que era la persona más sorprendente y maravillosa que había conocido en su vida...