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Denise cerró el cajón de la caja registradora con un golpe de cadera y entregó el recibo a la clienta que aguardaba al otro lado del mostrador.

—Gracias —dijo, y su sonrisa se desvaneció en cuanto la clienta se volvió. Suspiró sonoramente mirando la larga fila que se estaba formando delante de la caja. Tendría que quedarse clavada allí toda la jornada y se moría de ganas de hacer una pausa para fumar un cigarrillo. Pero iba a serle imposible escabullirse, de modo que cogió con gesto malhumorado la prenda de la siguiente clienta, le quitó la etiqueta, la pasó por el escáner y la envolvió.

—Disculpe, ¿es usted Denise Hennessey? —oyó que preguntaba una voz grave, y alzó la mirada para ver de dónde procedía aquel sonido tan sexy. Puso ceño al encontrarse con un agente de policía delante de ella.

Titubeó mientras pensaba si había hecho algo ilegal durante los últimos días y cuando se convenció de no haber cometido ningún crimen sonrió.

—Sí, la misma.

—Soy el agente Ryan y me preguntaba si tendría la bondad de acompañarme a comisaría, por favor.

Fue más una orden que una pregunta y Denise apenas pudo reaccionar de la impresión. Aquel hombre dejó de ser un agente sexy para convertirse en uno del tipo «te encerraré por mala en una celda diminuta con un mono naranja fosforito y chancletas ruidosas sin agua caliente ni maquillaje». Denise tragó saliva y tuvo una visión de sí misma siendo apaleada en el patio de la prisión por una banda de rudas mujeres enojadas que no sabían qué era el rímel, mientras los carceleros contemplaban el espectáculo y cruzaban apuestas. Volvió a tragar saliva.

—¿Para qué?

—Si hace lo que le digo, recibirá las explicaciones en comisaría.

El agente comenzó a rodear el mostrador y Denise retrocedió despacio, mirando impotente a la fila de clientas. Todas observaban con aire divertido el espectáculo que se desarrollaba ante sus ojos.

—¡Dile que se identifique, guapa! —gritó una de las clientas desde el final de la cola.

La voz le tembló al pedirle que se identificara, lo que sin duda iba a ser del todo inútil puesto que no había visto una placa de identificación en su vida y, por consiguiente, no tenía idea del aspecto que debía de presentar una auténtica. Sostuvo la placa con mano temblorosa y la observó de cerca, aunque sin leer nada. Estaba demasiado intimidada por la multitud de clientas y empleadas que se habían congregado para mirarla con indignación. Todas pensaban lo mismo: era una criminal.

Aun así, Denise se afianzó en su decisión de presentar batalla.

—Me niego a acompañarlo si no me dice de qué se trata.

El agente se aproximó más.

—Señorita Hennessey, si colabora conmigo no habrá necesidad de utilizar esto. —Se sacó unas esposas del pantalón—. No montemos una escena.

—¡Pero yo no he hecho nada! —protestó Denise, empezando a asustarse de veras.

—Bueno, eso ya lo discutiremos en comisaría —respondió el policía, que comenzaba a perder la paciencia.

Denise retrocedió, dispuesta a dejar claro ante sus clientas y empleadas que no había hecho nada malo. No iba a acompañar a aquel hombre a la comisaría hasta que le explicara qué delito se suponía que había cometido. Se detuvo y se cruzó de brazos para demostrar que era dura de pelar.

—He dicho que no iré a ninguna parte con usted hasta que me diga de qué se trata.

—Como quiera —dijo el agente encogiéndose de hombros y avanzando hacia ella—. Si insiste…

Denise abrió la boca para replicar pero soltó un chillido al notar el frío metal de las esposas inmovilizándole las muñecas. No era precisamente la primera vez que le ponían unas esposas, de modo que no le sorprendió el tacto, pero la impresión la dejó sin habla. Se limitó a mirar las expresiones de asombro de todo el mundo mientras el policía la sacaba de la tienda arrastrándola del brazo.

—Buena suerte, guapa —vociferó la misma clienta de antes mientras recorría la cola—. Si te mandan a Mount Jolly, saluda a Orla de mi parte y dile que iré a verla por Navidad.

Denise abrió los ojos desorbitadamente y la asaltaron imágenes de ella misma dando vueltas por la celda que compartía con una psicópata asesina. Quizás encontraría un pajarillo con un ala rota y lo curaría, le enseñaría a volar para matar el rato durante los años que estaría encerrada…

Se ruborizó al salir a Grafton Street. El gentío se dispersaba al instante en cuanto veía a un agente acompañado de una criminal esposada. Denise mantuvo la vista fija en el suelo y rezó para que ningún conocido viera cómo la arrestaban. El corazón le latía con fuerza y por un instante pensó en escapar. Echó un vistazo alrededor tratando de hallar una vía de escape, pero no era buena corredora. No tardaron en llegar a una furgoneta un tanto destartalada del habitual color azul de la policía con los cristales ahumados. Denise se sentó en la primera fila de asientos de la parte trasera y, aunque notó la presencia de otras personas detrás de ella, permaneció inmóvil en el asiento, demasiado aterrada como para volverse a mirar a los demás reos. Apoyó la cabeza contra la ventanilla y se despidió de la libertad.

—¿Adónde nos llevan? —preguntó cuando vio que pasaban por delante de la comisaría. La mujer policía que conducía la furgoneta y el agente Ryan no le hicieron caso y mantuvieron la vista al frente—. ¡Eh! —exclamó—. ¡Creía que había dicho que me llevaba a la comisaría!

Siguieron sin prestarle atención.

—¡Oiga! ¿Adónde vamos?

No respondieron.

—¡Yo no he hecho nada malo!

Siguieron sin responder.

—¡Soy inocente, maldita sea! ¡Inocente!

Denise comenzó a dar patadas al asiento delantero tratando de atraer su atención. La sangre le hirvió en las venas al ver que la mujer policía metía una cinta en el radiocasete y lo encendía. Denise abrió los ojos con asombro al oír la canción.

El agente Ryan se volvió, esbozando una amplia sonrisa.

—Denise, has sido una niña muy mala.

Se levantó y se plantó delante de ella. Denise tragó saliva al ver que el agente Ryan comenzaba a mover las caderas al ritmo de Hot Stuff.

Estaba a punto de propinarle una patada en la entrepierna cuando oyó risas y gritos ahogados en la parte trasera de la furgoneta. Se volvió y vio que sus hermanas, Holly, Sharon y otras cinco amigas se estaban levantando del suelo. Se había asustado tanto que no había reparado en ellas al subir al vehículo. Por fin comprendió lo que en realidad estaba ocurriendo cuando una de sus hermanas le encasquetó un velo al grito de «¡Feliz despedida de soltera!». Ésa fue la pista definitiva.

—¡Sois unas brujas! —les espetó Denise, que procedió a soltar improperios y maldecir hasta agotar todos los insultos y tacos inventados, llegando incluso a acuñar unos cuantos de cosecha propia.

Las chicas se sujetaban la barriga, muertas de risa.

—¡Y tú tienes mucha suerte de que no te haya arreado en las pelotas! —gritó Denise al agente bailarín.

—Denise, te presento a Paul —dijo su hermana Fiona entre risas—, y es tu stripper particular.

Denise entornó los ojos y siguió insultándolas.

—¡Por poco me da un infarto! Creía que me llevaban a la cárcel. ¡Oh, Dios mío! ¿Qué van a pensar mis clientas? ¡Y las empleadas! Oh, Dios mío, creerán que soy una criminal. —Cerró los ojos con expresión de dolor.

—Las avisamos la semana pasada —dijo Sharon, sonriendo—. No han hecho más que seguir el juego.

—¡Serán brujas! —repitió Denise—. En cuanto vuelva al trabajo pienso despedirlas a todas. Pero ¿qué pasará con las clientas? —preguntó de nuevo presa de pánico.

—No te preocupes —dijo su hermana—. El personal tenía instrucciones de informar a las clientas de que era tu despedida de soltera en cuanto salieras de la tienda.

Denise puso los ojos en blanco.

—Conociéndolas como las conozco, apuesto a que no lo habrán hecho y, en ese caso, lloverán quejas y si hay quejas, yo también estaré despedida.

—¡Denise, deja de preocuparte! No pensarás que habríamos hecho algo así sin consultarlo previamente con tus jefes, ¿verdad? ¡Todo está en orden! —explicó Fiona—. Les pareció la mar de divertido, así que ahora relájate y disfruta del fin de semana.

—¿Fin de semana? ¿Qué demonios tenéis intención de hacerme? ¿Dónde pasaremos el fin de semana? —Miró asustada a sus amigas.

—Nos vamos a Galway y eso es cuanto necesitas saber —dijo Sharon con aire misterioso.

—Si no llevara estas malditas esposas, os daría un bofetón a cada una —las amenazó Denise.

Las chicas gritaron de entusiasmo al ver que Paul se quitaba el uniforme y se echaba loción para bebés por el cuerpo para que Denise le masajeara la piel. Sharon abrió las esposas de una perpleja Denise.

—Los hombres uniformados están mucho mejor sin uniforme… —farfulló Denise, frotándose las muñecas mientras observaba a Paul exhibir su musculatura.

—Tienes suerte de que esté comprometida, Paul. ¡De lo contrario estarías metido en un buen lío! —bromearon las chicas.

—Ya lo veo —masculló Denise, contemplando atónita cómo Paul se desprendía del resto de la ropa—. ¡Oh, chicas! ¡Muchísimas gracias! —exclamó entre risitas con un tono de voz muy distinto al de antes.

—¿Estás bien, Holly? Apenas has abierto la boca desde que nos montamos en esta furgoneta —dijo Sharon, tendiéndole una copa de champán tras llenar un vaso de zumo de naranja para ella. Holly se volvió para mirar por la ventanilla los campos verdes que iban dejando atrás. Las colinas estaban salpicadas de manchas blancas que no eran sino ovejas que subían por ellas ajenas a las maravillosas vistas. Prolijos muros de piedra separaban un campo de otro y las líneas grises que dibujaban parecían los contornos de las piezas de un rompecabezas que se extendía hasta el infinito, conectando un fragmento de tierra con el siguiente. A Holly aún le faltaban piezas para completar el rompecabezas de su propia mente.

—Sí —musitó—. Estoy bien.

—¡Tengo que llamar a Tom, de verdad! —susurró Denise, desplomándose en la cama de matrimonio que compartía con Holly en la habitación del hotel. Sharon dormía como un tronco en la cama supletoria tras negarse a escuchar la divertidísima idea de Denise de que ella debía ocupar la cama doble debido al tamaño de su barriga. Se había acostado mucho más temprano que las demás, después de acabar por aburrirse con su comportamiento en estado de embriaguez.

—Tengo órdenes estrictas de no dejarte llamar a Tom —dijo Holly, bostezando—. Este fin de semana es sólo para chicas.

—Por favor —suplicó Denise.

—No. Y voy a confiscarte el teléfono.

Le arrebató el móvil de la mano y lo escondió en el armario ropero.

Denise parecía a punto de echarse a llorar. Al ver que Holly se tumbaba en la cama y cerraba los ojos, se dispuso a urdir un plan. Esperaría hasta que Holly se durmiera y entonces llamaría a Tom. Holly había estado tan callada todo el día que Denise se sentía un poco molesta. Cada vez que le hacía una pregunta, Holly le contestaba con monosílabos y todos los intentos por trabar conversación habían sido en balde. Resultaba obvio que Holly no estaba divirtiéndose mucho fiero lo que realmente irritaba a Denise era que ni siquiera lo intentara o que al menos fingiera pasarlo bien. Entendía que Holly estuviera triste y que tenía que hacer frente a un montón de cosas en su vida, pero se trataba de su despedida de soltera y no podía evitar sentir que Holly estaba aguando un poco la fiesta.

La habitación seguía dándole vueltas. Pese a tener los ojos cerrados, Holly no podía dormir. Eran las cinco de la madrugada, lo que significaba que había estado bebiendo durante casi doce horas seguidas. Le dolía la cabeza. Sharon se había rendido mucho antes y había tenido la sensatez de acostarse relativamente temprano. Las paredes giraban sin parar y a Holly se le revolvía el estómago. Se sentó en la cama e intentó mantener los ojos abiertos para evitar la sensación de mareo.

Se volvió hacia Denise para hablar con ella, pero los ronquidos de su amiga abortaron cualquier intento de comunicación entre ambas. Holly suspiró y echó un vistazo a la habitación. Habría dado cualquier cosa con tal de estar en su casa y dormir en su propia cama rodeada de olores y ruidos conocidos. Buscó a tientas el mando a distancia por el cubrecama y conectó el televisor. La pantalla se iluminó con anuncios publicitarios. Observó atentamente la demostración de un nuevo cuchillo para cortar naranjas sin salpicarte el rostro de jugo. Vio los asombrosos calcetines que nunca se perdían durante la colada y que siempre permanecían emparejados.

Denise soltó un ronquido muy fuerte y dio una patada a Holly en la espinilla al cambiar de postura. Holly hizo una mueca y se frotó la pierna mientras observaba con simpatía los vanos esfuerzos de Sharon por tumbarse boca abajo. Finalmente ésta logró acomodarse de costado y Holly fue corriendo al cuarto de baño y asomó la cara al retrete, preparada para lo que pudiera venir. Deseó no haber bebido tanto, pero con tanta cháchara sobre bodas, maridos y matrimonios felices había necesitado todo el vino del bar para no gritar a las chicas que cerraran el pico. Le daba miedo pensar cómo serían los dos días que tenía por delante. Las amigas de Denise eran el doble de malas que la propia Denise. Escandalosas y extremadas, se comportaban exactamente como debían comportarse las chicas en una despedida de soltera, pero a Holly le faltaban energías para seguirles el ritmo. Al menos Sharon tenía la excusa de estar embarazada. Podía fingir que no se encontraba bien o que estaba cansada. En cambio, ella no tenía ninguna excusa, aparte del hecho de haberse convertido en una verdadera pelmaza, y estaba reservando esa excusa para cuando realmente la necesitara.

Parecía que fuese ayer cuando Holly celebró su despedida de soltera, pero en realidad habían transcurrido más de siete años. Se había ido a Londres con un grupo de diez chicas a pasar un fin de semana de juerga sin tregua, pero terminó añorando tanto a Gerry que tenía que hablar con él por teléfono a cada hora. Por aquel entonces la dominaba un gran entusiasmo por lo que le aguardaba, y el futuro parecía de lo más prometedor.

Iba a casarse con el hombre de sus sueños y a vivir y envejecer con él hasta el fin de sus días. Durante todo el fin de semana que estuvo fuera contó las horas que faltaban para regresar a casa y el vuelo a Dublín la llenó de entusiasmo. Aunque sólo se había ausentado unos días, a Holly le parecieron una eternidad. Gerry la esperaba en el vestíbulo de llegadas sosteniendo un gran cartel que rezaba: MI FUTURA ESPOSA. Al verlo soltó las maletas, corrió a su encuentro y lo abrazó con todas sus fuerzas. De haber sido por ella, aún seguiría abrazada a él. La gente no sabía el lujo que era poder abrazar a su ser querido cuando le venía en gana. La escena del aeropuerto ahora parecía sacada de una película, pero había sido real: sentimientos reales, emociones reales y amor real porque se trataba de la vida real. La misma vida que se había convertido en una pesadilla para ella.

Sí, finalmente se las había arreglado para levantarse de la cama todas las mañanas. Sí, incluso había conseguido vestirse casi todos los días. Sí, había logrado encontrar un empleo en el que había conocido a gente nueva y sí, por fin, había vuelto a comprar comida y a alimentarse como era debido. Sin embargo, ninguna de aquellas cosas la llenaba de euforia. Eran meras formalidades, algo más que borrar de la lista de «cosas que hace la gente normal». Ninguna de aquellas cosas colmaba el vacío de su corazón; era como si su cuerpo se hubiese convertido en un inmenso rompecabezas, igual que los campos verdes con sus hermosos muros de piedra gris que conectaban toda Irlanda. Había comenzado a trabajar por las esquinas y los bordes de su rompecabezas porque eran las partes fáciles y ahora que ya tenía el marco completo le quedaba pendiente la parte más complicada, llenar el interior. Pero nada de lo que había hecho hasta entonces lograba llenar el vacío de su corazón, aún no había encontrado aquella pieza del rompecabezas.

Holly carraspeó ruidosamente y fingió un acceso de tos para ver si alguna de las chicas despertaba y hablaba con ella. Necesitaba hablar, necesitaba llorar Y, airear todas las frustraciones y desilusiones de su vida. Ahora bien, ¿qué más podía contar a Sharon y Denise que no les hubiese contado antes? ¿Qué otro consejo podían darle que no le hubiesen dado ya? Holly les repetía las mismas preocupaciones una y otra vez. A veces sus amigas conseguían hacerse entender y ella adoptaba una actitud más positiva y confiada que apenas le duraba unos días, transcurridos los cuales volvía a sumirse en la desesperación.

Al cabo de un rato, cansada de mirar las cuatro paredes, Holly se puso el chándal y bajó al bar del hotel.

Charlie soltó un bufido de frustración al oír que los ocupantes de la mesa del fondo del bar reían a carcajadas una vez más. Siguió fregando la barra y echó un vistazo a su reloj. Las cinco y media y allí estaba él, trabajando sin poder marcharse a casa. Había pensado que era un hombre con suerte al ver que las chicas de la despedida de soltera decidían acostarse antes de lo que esperaba, pero justo cuando estaba acabando de recoger llegó al hotel otro grupo procedente de un club nocturno del centro de Galway que ya había cerrado. Y allí seguían. En realidad hubiese preferido atender a las chicas en lugar de a aquella pandilla de arrogantes que se había instalado al fondo del bar. Aunque ni siquiera eran huéspedes del hotel no tenía más remedio que servirlos puesto que una de sus integrantes era la hija del dueño del hotel, que había tenido la brillante idea de llevar a todos sus amigos al bar. Ella y su arrogante novio, a quienes no podía ver ni en pintura.

—¡No me digas que vuelves a por otra! —bromeó el camarero cuando una de las mujeres de la despedida de soltera entró en el bar. La vio chocar contra la pared varias veces camino de los taburetes de la barra. Charlie se aguantó la risa.

—Sólo quiero un vaso de agua —dijo Holly, hipando—. Oh, Dios mío —se lamentó al ver su imagen en el espejo que había detrás de la barra.

Charlie tuvo que admitir que presentaba un aspecto un tanto chocante, le recordó un poco al espantapájaros de la granja de su padre. El pelo parecía de paja y lo llevaba revuelto, el contorno de los ojos estaba tiznado de rímel corrido y tenía los dientes manchados de vino tinto.

—Aquí tienes —dijo Charlie, sirviéndole un vaso de agua.

—Gracias. —Mojó el dedo en el agua y se limpió el rímel de la cara y el vino de los dientes.

Charlie comenzó a reír y Holly entornó los ojos para leer el nombre de su etiqueta de identificación.

—¿De qué te ríes, Charlie?

—Pensaba que estabas sedienta. Podría haberte dado una toallita si me la hubieses pedido —dijo riendo entre dientes.

La mujer también rió y suavizó su expresión.

—Creo que el hielo y el limón le van bien a mi cutis.

—Vaya, eso sí que es una novedad. —Charlie volvió a reír y siguió limpiando la barra—. ¿Os habéis divertido esta noche?

Holly suspiró.

—Supongo.

«Divertirse» no era una palabra que usara a menudo de un tiempo a esta parte. Se había reído de las bromas toda la noche y se había entusiasmado por Denise, pero era consciente de no estar del todo presente. Se sentía como la típica niña tímida del colegio que siempre está ahí pero nunca dice nada ni nadie se dirige a ella. No reconocía a la persona en la que se había convertido; ansiaba ser capaz de dejar de mirar el reloj cada vez que salía, esperando que la velada terminara pronto para poder regresar a casa y meterse en su cama. Quería dejar de desear que el tiempo pasara deprisa y volver a disfrutar del momento. Sí, le costaba trabajo disfrutar de los momentos.

—¿Estás bien?

Charlie dejó de limpiar la barra y la observó. Tuvo la horrible sensación de que iba a echarse a llorar, aunque estaba acostumbrado a tales situaciones. Mucha gente se ponía melancólica cuando bebía.

—Echo de menos a mi marido —susurró Holly, y los hombros le temblaron.

Charlie esbozó una sonrisa.

—¿Qué tiene de gracioso? —preguntó Holly mirándolo enojada.

—¿Cuánto tiempo estaréis aquí?

—El fin de semana —contestó Holly, enrollando un pañuelo usado en el dedo.

Charlie rió y luego preguntó:

—¿Nunca has pasado un fin de semana sin él?

Vio que la mujer fruncía el entrecejo.

—Sólo una vez —contestó finalmente—. Y fue en mi propia despedida de soltera.

—¿Cuánto hace de eso?

—Siete años. —Una lágrima rodó por su mejilla. Charlie negó con la cabeza.

—Eso es mucho tiempo. Aunque si lo hiciste una vez, podrás hacerlo otra —dijo sonriendo—. El siete es el número de la suerte, como suele decirse.

Holly soltó un bufido. ¿De qué hablaba aquel tipo?

—No te preocupes —añadió Charlie con tono amable—. Seguro que tu marido estará muy deprimido sin ti.

—Por Dios, espero que no —contestó Holly, abriendo mucho los ojos.

—¿Lo ves? Apuesto a que también espera que no estés deprimida sin él. Deberías disfrutar de la vida.

—Tienes razón —dijo Holly, tratando de animarse—. No le gustaría verme infeliz.

—Ése es el espíritu que hay que tener.

Charlie sonrió y dio un brinco al ver que la hija del dueño se dirigía hacia la barra fulminándolo con la mirada.

—¡Oye, Charlie, hace siglos que intento avisarte! —exclamó—. Quizá si dejaras de hablar con los clientes de la barra y estuvieras más por la labor, mis amigos y yo no estaríamos tan sedientos —dijo maliciosamente.

Holly se quedó perpleja. Aquella mujer tenía que ser una descarada para dirigirse a Charlie así, y además su perfume era tan intenso que Holly empezó a toser.

—Perdona ¿te pasa algo? —preguntó la mujer mirando a Holly de arriba abajo.

—Pues sí, ya que lo preguntas —dijo Holly arrastrando las palabras, y bebió un sorbo de agua—. Tu perfume es repugnante y me está provocando náuseas.

Charlie se puso en cuclillas detrás de la barra fingiendo que buscaba un limón y se echó a reír. Tratando de recobrar la compostura, procuró apartar de su mente las voces de ambas mujeres discutiendo.

—¿A qué viene tanto retraso? —preguntó una voz grave. Charlie se puso de pie de un salto al identificar la voz del novio, que era aún peor—. ¿Por qué no te sientas, cariño? Ya llevaré yo las copas —dijo.

—De acuerdo, al menos queda una persona educada en este lugar —soltó airada, repasando de nuevo a Holly con la mirada antes de alejarse echa una furia hacia la mesa.

Holly se fijó en el exagerado bamboleo de sus caderas. Debía de ser modelo o algo por el estilo, decidió. Eso explicaría sus malos modales.

—¿Cómo estás? —preguntó a Holly el hombre que tenía al lado, mirándole el busto.

Charlie tuvo que morderse la lengua para no decir nada mientras servía una jarra de Guinness de presión y luego la dejaba reposar en la barra. De todos modos, algo le decía que la mujer de la barra no sucumbiría a los encantos de Stevie, sobre todo teniendo en cuenta lo loca que estaba por su marido. Charlie tenía ganas de ver cómo plantaban ceremoniosamente a Stevie.

—Estoy bien —contestó Holly de manera cortante, evitando mirarlo a los ojos.

—Me llamo Stevie —dijo tendiéndole la mano.

—Yo Holly —masculló ella, y le estrechó la mano ya que no quería pasarse de grosera.

—Holly, qué nombre tan bonito.

Stevie retuvo su mano más tiempo del debido y Holly se vio obligada a mirarlo a los ojos. Tenía unos ojazos azules muy brillantes.

—Eh… gracias —musitó incómoda por el cumplido, y se ruborizó.

Charlie suspiró, resignado. Hasta ella había caído en sus garras. Su única esperanza de satisfacción para aquella noche se había ido al traste.

—¿Me permites invitarte a una copa, Holly? —preguntó Stevie con voz melosa.

—No, gracias, ya estoy servida. —Y bebió un sorbo de agua.

—Muy bien, ahora voy a llevar estas copas a mi mesa y luego volveré para invitar a la encantadora Holly a una copa.

Le dedicó una sonrisa repulsiva antes de marcharse. Charlie puso los ojos en blanco en cuanto le dio la espalda.

—¿Quién es ese gilipollas? —preguntó Holly, perpleja, y Charlie rió, encantado de que no se hubiese tragado el anzuelo. Era una dama sensata pese a que estuviera llorando por su marido tras un solo día de separación.

Charlie bajó la voz.

—Es Stevie, sale con esa bruja rubia que ha venido hace un momento. Su padre es el dueño del hotel, así que no puedo decirle a las claras adónde me gustaría mandarla, aunque me muero de ganas. Pero no merece la pena perder el empleo por culpa de ella.

—En mi opinión sí merecería la pena —dijo Holly, observando a la chica y pensando cosas desagradables—. En fin, buenas noches, Charlie.

—¿Te vas a dormir?

Holly asintió con la cabeza.

—Ya va siendo hora; son más de las seis ——dijo dando unos toques a su reloj—. Espero que puedas marcharte pronto a casa —agregó sonriendo.

—Yo no apostaría por ello —contestó Charlie, y la siguió con la mirada mientras salía del bar.

Stevie fue tras ella y Charlie, a quien tal maniobra le resultó sospechosa, se aproximó a la puerta para asegurarse de que todo iba bien. La rubia, al percatarse de la súbita partida de su novio, se levantó de la mesa y llegó a la puerta al mismo tiempo que Charlie. Ambos se asomaron al pasillo y vieron a Holly y Stevie.

La rubia soltó un grito ahogado y se tapó la boca con las manos.

—¡Eh! —exclamó Charlie, enojado al observar cómo Holly apartaba a empujones al borracho de Stevie. Holly se limpió la boca, asqueada por el beso que había intentado darle—. Me parece que te has equivocado, Stevie. Vuelve al bar con tu novia.

Stevie trastabilló y poco a poco se volvió hacia su novia y un airado Charlie.

—¡Stevie! —gritó la rubia—. ¿Cómo has podido?

Salió corriendo del hotel hecha un mar de lágrimas. Stevie la seguía de cerca protestando.

—¡Qué asco! —dijo Holly con repugnancia a Charlie—. Es lo último que quería.

—No te preocupes, te creo —aseguró Charlie, apoyando una mano en su hombro para reconfortarla—. He visto lo que ha pasado desde la puerta.

—Vaya, hombre, ¡muchas gracias por venir a rescatarme! —se lamentó Holly.

—He llegado demasiado tarde, lo siento. Aunque debo admitir que he disfrutado presenciando la escena. —Rió pensando en la rubia y se mordió el labio, sintiéndose culpable.

Holly sonrió al mirar al fondo del pasillo y ver a Stevie y a su frenética novia discutir a gritos en la calle.

—Vaya —murmuró con complicidad a Charlie.

Holly chocó con todo cuanto había en la habitación al intentar llegar hasta la cama en la oscuridad.

—¡Au! —protestó al golpearse el meñique contra la pata de la cama.

—¡Shhh! —dijo Sharon adormilada, y Holly refunfuñó hasta que llegó a la cama. Se puso a dar golpecitos en el hombro a Denise hasta que la despertó.

—¿Qué? ¿Qué? —musitó Denise, medio dormida.

—Toma. —Holly apretó el móvil contra la cara de Denise—. Llama a tu futuro marido, dile que le quieres y que no se enteren las chicas.

Al día siguiente Holly y Sharon fueron a dar un largo paseo por la playa justo en las afueras de Galway. Aunque era octubre, soplaba una brisa cálida y Holly no necesitó el abrigo. De pie en la arena, con una blusa de manga larga, escuchaba el chapoteo del agua en la orilla. El resto de las chicas habían optado por un almuerzo líquido, pero el estómago de Holly no estaba preparado para eso.

—¿Estás bien, Holly?

Sharon se le acercó por detrás y le rodeó los hombros con el brazo. Holly suspiró.

—Cada vez que alguien me hace esa pregunta digo lo mismo, Sharon, «estoy bien, gracias», pero si quieres que te sea sincera, no lo estoy. ¿Acaso la gente realmente quiere saber cómo te sientes cuando te pregunta cómo estás? ¿O sólo intenta ser educada? —Holly sonrió—. La próxima vez que mi vecina me pregunte «¿cómo estás?» le diré: «Bueno, la verdad es que no estoy nada bien, gracias. Me siento un poco deprimida y sola. Estoy cabreada con el mundo. Envidiosa de ti y de tu familia perfecta aunque no especialmente envidiosa de tu marido, ya que tiene que vivir contigo». Y luego le contaré que he comenzado a trabajar en un sitio nuevo, que he conocido a un montón de gente nueva y que me esfuerzo mucho por recobrar el ánimo, pero que en el fondo sigo perdida porque no sé qué más hacer. También le contaré cuánto me molesta que me digan continuamente que el tiempo lo cura todo aunque la ausencia hace que aumente el cariño, lo cual me confunde, porque significa que cuanto más tiempo pase desde que se fue más voy a quererle. Le contaré que no hay nada que cure esa pena y que cuando me despierto por las mañanas en la cama vacía es como sí me echaran sal a una herida abierta. —Holly exhaló un hondo suspiro—. Y luego le contaré cuánto añoro a mi marido y lo fútil que me parece la vida; lo poco que me interesa hacer cosas y la sensación que tengo de estar aguardando a que mi vida se acabe para poder reunirme con él. Y ella probablemente dirá: «Ah, muy bien», como hace siempre, dará un beso de despedida a su marido, subirá al coche y acompañará a los niños al colegio, irá a trabajar, preparará la cena y cenará en familia, se acostará con su marido y asunto resuelto, mientras que yo seguiré intentando decidir el color de la blusa que voy a ponerme para ir a trabajar. ¿Qué te parece? —Holly se volvió hacia Sharon.

—¡Uuuuuu! —Sharon dio un brinco y retiró el brazo de los hombros de Holly.

—¿Uuuuuu? —repitió Holly, ceñuda—. ¿Te digo todo esto y sólo se te ocurre decir «Uuuuuu»?

Sharon se llevó la mano al vientre y rió.

—No, tonta, ¡el bebé me ha dado una patada!

Holly abrió la boca, perpleja.

—¡Tócalo! —instó Sharon, sonriendo.

Holly puso su mano en la barriga hinchada de Sharon y notó la patadita. Los ojos se le llenaron de lágrimas.

—Oh, Sharon, si cada minuto de mi vida estuviera lleno de momentos perfectos como éste, nunca más volvería a quejarme.

—Pero, Holly, nadie tiene la vida llena de momentos perfectos. Y si fuera así, dejarían de ser perfectos. Serían normales. ¿Cómo conocerías la felicidad si nunca experimentaras bajones?

—¡Uuu! —exclamaron al unísono cuando el bebé dio otra patada.

—¡Creo que este niño va a ser futbolista como su padre! —Sharon rió.

—¿Niño? —Holly soltó un grito ahogado—. ¿Vas a tener un niño?

Sharon asintió y los ojos le brillaron de emoción.

—Holly, te presento al pequeño Gerry. Gerry ésta es tu madrina, Holly.