28

—¡Socorro! —gritaba Denise a pleno pulmón, agitando los brazos desesperadamente.

—No creo que puedan oírnos —dijo Holly, los ojos llenos de lágrimas.

—¿Cómo hemos podido ser tan estúpidas? —soltó Sharon, y siguió divagando sobre los peligros de las colchonetas en el mar.

—Oh, déjalo ya, Sharon —le espetó Denise—. Ahora estamos aquí, así que vamos a gritar a la vez a ver si así nos oyen.

Las tres se aclararon la garganta y se incorporaron todo lo que pudieron sin hundir las colchonetas más de la cuenta.

—Muy bien, uno, dos, tres… ¡Socorro! —gritaron al unísono, y agitaron los brazos frenéticamente.

Finalmente dejaron de gritar y contemplaron en silencio los puntitos de la playa para ver si habían conseguido algo. No percibieron ningún movimiento alentador.

—Por favor, decidme que no hay ningún tiburón por aquí —gimoteó Denise.

—Oh, venga, Denise —le espetó Sharon con enojo—. Justo lo que necesitábamos que nos recordaras.

Holly tragó saliva y miró el agua, la misma que ahora se había oscurecido. Saltó de la colchoneta para ver lo profunda que era y, cuando se sumergió, el corazón comenzó a latirle con fuerza. La situación era delicada. Sharon y Holly intentaron nadar arrastrando las colchonetas, mientras Denise seguía soltando alaridos espeluznantes.

—Por Dios, Denise —rogó Sharon—, lo único que va a contestar a eso será un delfín.

—No es por nada, guapa, pero será mejor que dejéis de nadar de una vez. Lleváis no sé cuánto rato dándole y no os habéis movido de mi lado.

Holly paró de nadar y levantó la vista. Denise estaba mirándola.

—¡Oh! —Holly procuró contener el llanto—. Sharon, más vale que paremos y conservemos las fuerzas.

Sharon obedeció, las tres se acurrucaron en sus respectivas colchonetas y lloraron. Lo cierto era que poco más podían hacer, pensó Holly, sintiendo auténtico pánico. Habían intentado pedir ayuda, pero el viento se llevaba sus voces en la dirección opuesta; habían intentado nadar, lo que también había resultado del todo inútil, ya que la corriente era demasiado fuerte. Empezaba a hacer frío y el mar se veía cada vez más oscuro y amenazador. En menuda situación estúpida se habían metido. Pese al miedo y la preocupación, Holly se sorprendió al sentirse completamente humillada.

No sabía si reír o llorar, y una inusual combinación de ambas cosas comenzó a salir de su boca, haciendo que Sharon y Denise dejaran de llorar y la miraran como si tuviera diez cabezas.

—Al menos sacaremos algo bueno de esto —aseguró Holly, medio riendo medio llorando.

—¿Hay algo bueno? —preguntó Sharon enjugándose las lágrimas.

—Las tres siempre hemos hablado de ir a África. —Rió como una loca y luego agregó—: Por el cariz que están tomando las cosas, diría que ya estamos a medio camino.

Las chicas otearon el horizonte en dirección a su nuevo destino.

—Desde luego es un medio de transporte barato —secundó Sharon.

Denise las miraba como si hubiesen perdido el juicio, y a ellas les bastó verla tendida en mitad del océano, desnuda salvo por el minúsculo tanga de piel de leopardo y con los labios morados, para que les entrara un ataque de risa.

—¿Qué pasa? —inquirió Denise, abriendo mucho los ojos.

—Diría que tenemos un problema muy muy profundo ahora mismo —farfulló Sharon entre risas.

—Y que lo digas —convino Holly—. Nos sobrepasa de largo.

Siguieron riendo y llorando durante un rato, hasta que el ruido de una lancha que se acercaba hizo que Denise se incorporase y volviera a hacer señas frenéticamente. Sharon y Holly rieron aún más al ver el pecho de Denise agitándose arriba y abajo mientras saludaba a los socorristas.

—Es como cualquiera de nuestras noches de parranda se mofó Sharon, sin dejar de mirar a su amiga medio desnuda en brazos de un socorrista musculoso que la subía a la lancha.

—Me parece que sufren un shock —dijo un socorrista al otro mientras subían a las otras dos chicas histéricas a la lancha.

—¡Rápido, salvemos las colchonetas! —consiguió gritar Holly en pleno ataque de risa.

—¡Colchoneta al agua! —vociferó Sharon.

Los socorristas cruzaron una mirada de preocupación mientras las envolvían con mantas y regresaban a toda prisa a la orilla.

Al aproximarse a la playa, vieron que se congregaba una multitud. Las chicas se miraron entre sí y rieron aún con más ganas. Cuando las bajaron de la lancha, hubo una gran salva de aplausos. Denise se volvió e hizo una reverencia.

—Ahora aplauden, pero ¿dónde estaban cuando los necesitábamos? —les espetó Sharon.

—Traidores. —Holly se echó a reír.

—¡Están allí! —Oyeron el conocido alarido de Cindy, que se abría paso entre el gentío al frente de la Brigada Barbie—. ¡Oh, Dios mío! —gritó—. Lo he visto todo con mis prismáticos y he avisado a los socorristas. ¿Estáis bien? —preguntó mirándolas con inquietud.

—Muy bien, gracias —dijo Sharon con suma seriedad—. Hemos tenido mucha suerte. Las pobres colchonetas no pueden decir lo mismo.

Al oír esto, Holly y Denise rompieron a reír y tuvieron que llevárselas medio en volandas a que las viera un médico.

Cuando por la noche se dieron cuenta de la gravedad de lo que les había ocurrido, su humor cambió radicalmente. Guardaron silencio durante casi toda la cena, pensando en la suerte que habían tenido al ser rescatadas y odiándose por ser tan descuidadas. Denise se retorcía incómoda en la silla y Holly se fijó en que apenas había probado la comida.

—¿Qué te pasa? —preguntó Sharon tras sorber un espagueti que le manchó de salsa toda la cara.

—Nada —contestó Denise, llenando tranquilamente el vaso de agua.

Volvieron a guardar silencio.

—Perdonad, tengo que ir al baño.

Denise se levantó y fue hacia los lavabos caminando con torpeza.

Sharon y Holly se miraron y fruncieron el entrecejo.

—¿Qué crees que le pasa? —preguntó Holly.

Sharon se encogió de hombros.

—Bueno, se ha bebido unos diez litros de agua durante la cena, así que no es de extrañar que no pare de ir al lavabo —exageró.

—Quizás está enfadada con nosotras por haber perdido un poco el control esta mañana.

Sharon volvió a encogerse de hombros y siguieron comiendo en silencio. Holly había reaccionado de forma un tanto extraña en el mar y le fastidiaba pensar por qué lo había hecho. Tras el pánico inicial al pensar que iba a morir, le había entrado un vértigo febril al darse cuenta de que, si en efecto moría, creía sinceramente que se reuniría con Gerry. La irritaba pensar que no le había importado morir. Era una idea egoísta. Necesitaba cambiar la perspectiva que tenía de la vida.

Denise hizo una mueca al sentarse.

—¿Se puede saber qué te pasa, Denise? —preguntó Holly.

—No pienso decíroslo porque os reiréis de mí —contestó Denise de manera un tanto pueril.

—Vamos, mujer, somos tus amigas, no nos reiremos —aseguró Holly, intentando reprimir una sonrisa.

—He dicho que no —replicó Denise, llenando el vaso de agua otra vez.

—Venga, Denise, sabes que puedes contarnos lo que sea. Prometemos no reír.

Sharon habló con tal seriedad que Holly se sintió mal por sonreír.

Denise observó sus rostros, tratando de decidir si eran de fiar.

—Está bien —dijo al fin, y murmuró algo en voz muy baja.

—¿Qué? —inquirió Holly, acercándose.

—No te hemos oído, cariño. Lo has dicho muy bajo —dijo Sharon, arrimando más su silla.

Denise inspeccionó el restaurante para asegurarse de que no había nadie escuchando e inclinó la cabeza hacia delante.

—He dicho que se me ha quemado el trasero de estar tanto rato tendida en el mar.

—Oh —musitó Sharon, apoyándose bruscamente contra el respaldo de la silla.

Holly apartó la vista para no cruzar una mirada con Sharon y se puso a contar los panecillos de la panera, procurando no pensar en lo que acababa de decir Denise.

Se produjo un prolongado silencio.

—¿Lo veis? Ya os he dicho que os reiríais —dijo Denise, enojada.

—Oye, no nos estamos riendo —replicó Sharon con voz temblorosa.

Hubo otro silencio.

Holly no pudo contenerse.

—Asegúrate de ponerte mucha crema para que no se te pele.

Fue la gota que colmó el vaso. Sharon y Holly rompieron a reír.

Denise se limitó a asentir con la cabeza mientras aguardaba a que terminaran de reír. Tuvo que esperar un buen rato. De hecho, horas más tarde, mientras estaba tendida en el sofá cama intentando conciliar el sueño, seguía aguardando.

Lo último que oyó antes de caer dormida fue un agudo comentario de Holly:

—Asegúrate de dormir boca abajo, Denise.

A lo que siguieron más risas.

—Oye, Holly —susurró Sharon cuando por fin se serenaron—, ¿estás nerviosa por lo de mañana?

—¿Qué quieres decir? —preguntó Holly, bostezando.

—¡La carta! —replicó Sharon, sorprendida de que Holly no lo recordara de inmediato—. No me digas que te habías olvidado.

Holly metió la mano debajo de la almohada y palpó hasta encontrar la carta. Dentro de una hora podría abrir la sexta carta de Gerry. Claro que lo recordaba.

A la mañana siguiente las arcadas de Sharon vomitando en el cuarto de baño despertaron a Holly. Fue a su encuentro y le frotó la espalda y le retiró el pelo de la cara.

—¿Estás bien? —preguntó preocupada cuando Sharon por fin terminó.

—Sí, son los malditos sueños que he tenido toda la noche. He soñado que estaba en una barca, en una colchoneta y en toda clase de objetos flotantes. Me parece que al final me he mareado.

—Yo también he soñado con eso. Menudo susto nos llevamos ayer, ¿eh?

Sharon asintió con la cabeza.

—No pienso bañarme nunca más con una colchoneta —dijo sonriendo débilmente.

Denise se presentó en la puerta del lavabo con el biquini ya puesto. Había tomado prestado uno de los pareos de Sharon para taparse el trasero quemado y Holly tuvo que morderse la lengua para no tomarle el pelo otra vez, puesto que estaba muy claro que le molestaba mucho.

Cuando bajaron a la piscina, Sharon y Denise se reunieron con la Brigada Barbie. Era lo menos que podían hacer, ya que habían sido ellas quienes habían avisado a los socorristas. Holly no comprendía cómo había sido capaz de dormirse antes de medianoche. Había planeado levantarse sin hacer ruido para no despertar a las otras y salir a la terraza a leer la carta. Aún no se explicaba cómo era posible que se hubiese dormido a pesar de la expectativa, pero en cualquier caso no se veía con fuerzas para charlar con la Brigada Barbie. Antes de verse atrapada en una conversación Holly avisó con señas a Sharon de que se marchaba y ésta le guiñó el ojo alentadoramente, ya que sabía por qué se escabullía su amiga. Holly se anudó el pareo a la cintura y se llevó consigo el bolso que contenía la importantísima carta.

Buscó un sitio alejado de los gritos entusiastas de los niños y adultos que jugaban en la playa y los altavoces que vomitaban los últimos éxitos de las listas. Encontró un rincón bastante tranquilo y se acomodó encima de la toalla para no tocar más la arena ardiente. Las olas rompían y se desplomaban. Las gaviotas intercambiaban chillidos en el cielo azul, volaban en picado y se zambullían para capturar su desayuno. Aunque era temprano, el sol ya calentaba.

Holly sacó cuidadosamente la carta del bolso, como si fuera el objeto más delicado del mundo. Acarició con la punta de los dedos la palabra «Agosto» escrita con muy buena letra. Absorbiendo los sonidos y olores que la rodeaban, rasgó con delicadeza el sobre y leyó el sexto mensaje de Gerry.

Hola, Holly:

Espero que estés pasando unas vacaciones maravillosas. ¡Estás muy guapa con ese biquini, por cierto! Espero haber acertado al elegir el sitio, es el mismo al que casi fuimos tú y yo de luna de miel, ¿recuerdas? Bueno, me alegro de que finalmente tú lo hayas visto…

Según parece, si vas hasta las rocas que hay al final de la playa hacia la izquierda desde tu hotel y miras al otro lado, verás un faro. Me han dicho que allí es donde se reúnen los delfines… y que muy poca gente lo sabe. Como sé que adoras a los delfines… salúdalos de mi parte…

Posdata: te amo, Holly…

Con manos temblorosas, Holly metió la carta en el sobre y lo guardó en un bolsillo con cremallera de su bolso. Sentía la mirada de Gerry sobre ella mientras se levantaba y doblaba la toalla. Sentía su presencia. Se encaminó hasta el final de la playa, que quedaba interrumpida por un acantilado. Se calzó las zapatillas de deporte y comenzó a trepar por las rocas para ver qué había al otro lado.

Y allí estaba.

Exactamente donde Gerry lo había descrito, el faro se erguía como si fuese una especie de linterna apuntando hacia el cielo. Descendió con cuidado entre las rocas y se adentró en la pequeña cala. Ahora estaba a solas. Era como estar en una playa privada. Y entonces los oyó. Chillidos de delfines jugando cerca de la orilla, ajenos a la presencia de los turistas que había en las playas vecinas. Holly se dejó caer en la arena para ver cómo jugaban y hablaban entre sí.

Gerry se sentó a su lado.

Puede que incluso le estrechara la mano.

Holly estaba bastante contenta de regresar a Dublín, relajada y morena. Justo lo que el médico había prescrito. Aunque eso no impidió que chasqueara la lengua cuando el avión aterrizó en el aeropuerto de Dublín bajo una intensa lluvia. Esta vez los pasajeros no aplaudieron ni soltaron vítores y el aeropuerto parecía un lugar muy distinto del que habían visto una semana antes. Una vez más, Holly fue el último pasajero en recibir su equipaje y una hora después salieron, apenadas y melancólicas, en busca de John, que las esperaba en el coche.

—Vaya, al parecer el duende no ha trabajado más en tu jardín mientras estabas fuera —dijo Denise, mirando el jardín cuando John detuvo el coche delante de casa de Holly.

Holly se despidió de sus amigas con un abrazo y un beso y se dirigió a la casa, grande y silenciosa. Dentro reinaba un espantoso olor a humedad y fue hasta la puerta de la cocina que daba el patio para abrirla y que circulara el aire.

Mientras giraba la llave en la cerradura miró hacia fuera y se quedó atónita.

El jardín trasero estaba impecable.

El césped cortado. Ni una mala hierba. Los muebles pulidos y barnizados. Una mano reciente de pintura relucía en las tapias. Había flores nuevas plantadas y en el rincón, bajo la sombra del roble, un banco de madera. Holly no salía de su asombro. ¿Quién demonios estaba detrás de aquello?