Se sentía un tanto viejo y patético. La mayor parte de los asistentes a aquella fiesta casera eran jóvenes. Cuatro de ellos acababan de entrar en la biblioteca a celebrar una sesión de velador mágico. Le invitaron a que los acompañase, pero rehusó. No encontraba placer alguno en el monótono recuento del orden alfabético de las letras y de las ininteligibles combinaciones de ellas que frecuentemente solían resultar.
Sí, Londres era el lugar más apropiado para él. Se alegraba de no haber aceptado, media hora antes, la invitación telefónica que Madge Keeley le había hecho para pasar unos días en Laidell. Madge era una criatura encantadora, sin duda, pero en Londres se estaba mejor.
El señor Satterthwaite tiritó de nuevo y recordó que el fuego de la biblioteca solía ser muy reconfortante. Abrió la puerta y se adelantó cautamente en la oscuridad.
—Si no les causo ninguna molestia...
—¿Era N o M? ¡Vaya, tendremos que contar otra vez! ¡ Ah! De ningún modo, señor Satterthwaite. ¿No sabe usted que han sucedido cosas extraordinarias? El espíritu dice que su nombre es Ada Spiers y que John, aquí presente, se va a casar con una linda muchacha llamada Gladys Bun dentro de muy poco.
El señor Satterthwaite se sentó frente al fuego en un cómodo sillón. Los párpados se le cerraron y cayó en una especie de duermevela en el que oía, de vez en cuando, fragmentos de conversación.
—No puede ser P, A, B, Z, L, a menos que sea un ruso. John, estás empujando. Te he visto. Creo que es un nuevo espíritu el que ha venido.
Otro sueñecito del señor Satterthwaite. Luego un sobresalto que le desveló por completo.
—Q, U, I, N. ¿Es eso lo que has querido decir? Ha dado un solo golpe que significa «Sí», Quin. ¿Tienes algún mensaje para alguien de los presentes? Sí. ¿Para mí? ¿Para John? ¿Para Sarah? ¿Para Evelyn? ¿No? Pues no hay nadie más. ¡Ah...! ¿Es quizá para el señor Satterthwaite? Dice «Sí». Es un mensaje para usted, señor Satterthwaite.
—¿Qué dice?
El señor Satterthwaite completamente despierto, se había erguido en el sillón con los ojos brillantes.
La mesa osciló y una de las muchachas contó los golpes de la pata.
—L, A, I... No puede ser. Eso no quiere decir nada. No hay ninguna palabra que empiece por L, A, I.
—Sigan —dijo el señor Satterthwaite con voz tan incisiva e imperiosa que le obedecieron sin titubear.
—LAIDEL... y otra L. Parece que se ha detenido.
—Sigan.
—Dinos algo más, por favor.
Una pausa.
—Parece que no tiene más que decir —dijo uno—. La mesa se ha quedado quieta. ¡Qué tontería!
—No —contestó pensativamente el señor Satterthwaite—. No creo que sea ninguna tontería.
Y ante el asombro general, se levantó y abandonó la sala. Se encaminó directamente al teléfono. Había tomado una súbita determinación.
—¿Puedo hablar con la señorita Keeley? ¡Ah! ¿Eres tú, Madge querida? Quiero cambiar de opinión, si me lo permites, y aceptar tu amable invitación. No es tan urgente como yo creía mi vuelta a la ciudad. Sí, sí... llegaré antes de la hora de cenar.
Colgó el auricular con las mejillas arreboladas. El señor Quin, el enigmático señor Harley Quin. El señor Satterthwaite empezó a contar con los dedos las veces que se había encontrado con aquel hombre misterioso. ¡Cuando el señor Quin aparecía, acostumbraban a ocurrir cosas! ¿Qué habría sucedido o qué es lo que estaría a punto de suceder en Laidell?
Fuese lo que fuere había una misión para él, para el señor Satterthwaite, que cumplir. De una forma u otra tendría un activo papel que desempeñar. Estaba seguro de ello.
Laidell era un enorme caserón y su propietario, David Keeley, uno de esos hombres callados cuya insignificante personalidad hacía que, con frecuencia, le tomaran por una de las muchas piezas del mobiliario. Su falta de personalidad nada tenía que ver con la potencia de su cerebro. David Keeley era un matemático brillantísimo y había escrito un libro completamente incomprensible para el noventa y nueve por ciento de la humanidad. Pero como otras tantas inteligencias privilegiadas, no irradiaba magnetismo ni vigor físico. Corría el satírico rumor de que David Keeley era en realidad «un hombre invisible». Los criados pasaban de largo con las verduras y muchos de sus huéspedes se olvidaban a menudo de emplear con él las más elementales reglas de la cortesía.
Su hija Madge era ya diferente. Una joven respetabilísima llena de vida y dinamismo. Cumplida, sana, normal y extraordinariamente bonita.
Fue esta quien recibió al señor Satterthwaite a su llegada.
—¡Qué amable ha sido usted, después de todo, al venir!
—La amabilidad ha sido tuya al permitirme que cambiase de opinión. Querida Madge, te encuentro cada día mejor.
—Oh, me encuentro muy bien.
—Ya lo veo, pero no me refería precisamente a eso. Estás en plena floración, esa es la palabra que estaba pensando. ¿Y ha sucedido algo, querida? ¿Algo de particular?
Ella se echó a reír, sonrojándose ligeramente.
—Es usted terrible, señor Satterthwaite. Siempre adivina las cosas.
Él le tomó la mano.
—¿Esas tenemos? ¿Al fin ha llegado el gentil caballero de los cuentos de hadas?
La frase era un tanto anticuada, pero a Madge pareció gustarle. Le encantaban los modales y las galanterías anticuadas del señor Satterthwaite.
—Así parece —contestó ella—. Pero se supone que nadie lo sabe todavía. Es un secreto pero no me importa que usted lo sepa, señor Satterthwaite. ¡Ha sido usted siempre tan bueno y cariñoso conmigo!
El señor Satterthwaite era de los hombres que gozaban con el romance de los demás. Un victoriano sentimental.
—¿No debo preguntar quién es el afortunado? Entonces lo único que puedo decir es que espero que sea merecedor del honor que tú le dispensas.
Es un taimado este señor Satterthwaite, pensó Madge.
—¡Oh! Creo que nos llevaremos muy bien —dijo—. Tenemos los mismos gustos en todo y esto es tremendamente importante ¿verdad? Tenemos mucho en común y hace tiempo que nos conocemos. No son de ayer nuestras relaciones y esto produce siempre una sensación de seguridad, ¿no le parece?
—Indudablemente —replicó el señor Satterthwaite—. Pero en mi larga experiencia he llegado a la conclusión de que es imposible que nadie pueda saberlo todo con respecto a los demás. Forma parte del interés y del encanto de la vida.
—Correré ese riesgo —dijo Madge riendo, y juntos subieron a sus habitaciones para arreglarse antes de bajar a cenar.
El señor Satterthwaite se retrasó. No había traído consigo a su ayuda de cámara y ver que su ropa era manejada por un extraño le causaba cierta turbación. Al bajar se encontró con que todos estaban ya reunidos y Madge le recibió al estilo más moderno:
—¡Oh! Aquí está ya el señor Satterthwaite. Me muero de hambre. Pasemos al comedor.
Rompió la marcha al lado de una señora alta y de cabellos grises. Una señora de una sorprendente personalidad. Tenía una voz bien timbrada, aunque un tanto incisiva, y su cara era franca y muy bella.
—¿Cómo está usted, Satterthwaite? —oyó decir al señor Keeley.
El señor Satterthwaite dio un respingo.
—¡Oh! ¿Cómo está usted, señor Keeley? —dijo—. No le había visto.
—Nadie lo hace —contestó el aludido con tristeza.
Entraron. La mesa era de caoba y de forma oval. Al señor Satterthwaite lo colocaron entre su joven anfitriona y una muchacha baja y morena, una chica campechana de voz estentórea y risa cantarina que, más que alegre, parecía afanosa por dar la sensación de alegría a toda costa. Su nombre era Doris y era en conjunto el tipo de mujer que más desagradaba al señor Satterthwaite. A su juicio, no tenía justificación artística alguna su existencia.
Al otro lado de Madge había un hombre como de unos treinta años, cuyo parecido con la dama del cabello gris delataba el parentesco materno-filial que los unía.
A su lado...
El señor Satterthwaite contuvo el aliento.
No lograba describirla exactamente. No podía llamársele una belleza. Era... algo diferente. Algo más exquisito e intangible que la propia belleza.
Escuchaba atentamente la pesada perorata de sobremesa del señor Keeley con la cabeza un poco inclinada en dirección a éste. Al señor Satterthwaite le pareció que estaba allí pero que podía desaparecer de un momento a otro. Era como algo inmaterial en comparación con los demás que se hallaban sentados alrededor de la mesa oval. Su propia figura, ligeramente arqueada hacia el señor Keeley, era hermosa, incluso más que hermosa. De pronto levantó la vista y sus ojos se encontraron con los del señor Satterthwaite durante un segundo. La palabra que buscaba brotó espontáneamente en el cerebro de este: Enchantment! Eso era. Tenía la cualidad de encantar. Podría haber sido tomada por una de esas criaturas semihumanas que habitan en las colinas Hollow. Hacía resaltar la excesiva realidad de todos los demás...
Pero, al mismo tiempo, y sin saber por qué, despertaba la piedad. Parecía como si su semidivinidad la perjudicase. Buscó una frase y la encontró.
Un pájaro con el ala rota, se dijo para sí el señor Satterthwaite.
Satisfecho, volvió a pensar en las demás muchachas con la esperanza de que Doris no hubiese notado su abstracción. Cuando esta se volvió a contestar a una pregunta que le hizo el hombre que había a su lado (un hombre que hasta aquel momento había escapado a la observación del señor Satterthwaite), se volvió en dirección a Madge.
—¿Quién es la dama que se sienta al lado de su padre? —preguntó en voz baja.
—¿La señora Graham? ¡Ah, no! ¡Usted se refiere a la otra. A Mabelle. ¿No la conoce? Mabelle Annesley. Es una Clydesley. De la desgraciada familia de los Clydesley.
Quedó asombrado. ¿De la desgraciada familia de los Clydesley? Los recordaba. Uno de los hermanos se suicidó, otra hermana murió ahogada y la otra pereció en un terremoto. Una extraña familia predestinada. Ésta debía ser la más joven de todos.
Sus pensamientos se truncaron de súbito. La mano de Madge tocó la suya por debajo de la mesa. Los demás estaban distraídos con la conversación. Hizo un leve gesto con ojos y cabeza señalando a su izquierda.
—Ése es —murmuró sin más ceremonia.
El señor Satterthwaite movió la cabeza dando a entender que había comprendido. ¿Era entonces el joven Graham el elegido de su corazón? No podía haber escogido mejor en cuanto a apariencia, y el señor Satterthwaite era exigente en sus gustos. Un joven simpático, aunque un tanto prosaico. Harían una buena pareja, sin tonterías, una pareja típica sanamente sociable.
Laidell seguía el rito de sus antiguas costumbres. Las damas fueron las primeras en abandonar el comedor. El señor Satterthwaite se acercó a Graham y entabló conversación con él. Su juicio acerca del hombre quedó confirmado, pero había algo en él que le dio la impresión de no corresponder con el tipo. Estaba distraído, como si su mente vagase por otros lugares. Su mano tembló al depositar el vaso sobre la mesa.
Algo le bulle en el cerebro, pensó acertadamente el señor Satterthwaite. Me inclino a creer que no tendrá la importancia que él supone. De todos modos, me gustaría saber de qué se trata.
El señor Satterthwaite tenía la costumbre de tomar un par de píldoras digestivas después de cada comida. Habiéndolas dejado olvidadas en su habitación, hubo de subir a por ellas.
Al dirigirse al lugar, pasó por un largo corredor de la planta baja en medio del cual había un gabinete conocido por el nombre de cuarto de la terraza. Su puerta estaba abierta y, al mirar al pasar, el señor Satterthwaite se detuvo.
Los rayos de la luna penetraban en la habitación a través de la celosía que remataba la ventana, dibujando en el suelo caprichosos efectos de luz y sombra. Una figura estaba sentada en el bajo antepecho, inclinado el cuerpo hacia un lado y punteando suavemente las cuerdas de un ukelele. No era un ritmo de jazz lo que tocaba, sino algo mucho más antiguo. Un trepidar de corceles cabalgando sobre colinas legendarias.
El señor Satterthwaite se quedó fascinado. Ella llevaba un vestido de terciopelo azul oscuro, con frunces y pliegues de tal modo que parecían un trasunto de las plumas de un pájaro. Inclinada sobre el instrumento, canturreaba una melodía.
El señor Satterthwaite penetró en la salita lentamente, paso a paso. Al llegar a su lado, ella levantó la vista, sin que al parecer le causase sorpresa alguna su presencia.
—Espero no importunarla —empezó excusándose Satterthwaite.
—De ningún modo. Siéntese.
Lo hizo junto a ella sobre una reluciente silla de roble.
Ella siguió canturreando.
—Esta noche parece tener un mágico encanto. ¿No cree?
—Sí. Algo hay de eso.
—Me hicieron venir a buscar mi ukelele —explicó— y, al pasar junto a esta habitación, pensé en lo agradable que sería permanecer unos instantes en esta soledad con la luna como única confidente.
—En ese caso...
El señor Satterthwaite hizo ademán de levantarse, pero ella le detuvo.
—No se vaya. Usted encaja también en el cuadro. Es extraño, pero así es.
Se volvió a sentar.
—Ha sido una velada muy especial para mí —dijo ella—. Salí a última hora de esta tarde a dar un paseo por el bosque y me encontré con un hombre, un hombre que se salía de lo vulgar. Alto, moreno, como un espectro. El sol estaba a punto de ponerse y sus rayos, filtrándose a través del espeso ramaje, le daban el aspecto polícromo de un Arlequín.
—¡Ah! —El señor Satterthwaite se inclinó hacia delante, repentinamente alerta.
—Quise hablarle porque me pareció notablemente semejante a alguien que yo conocía. No pude hacerlo porque desapareció entre los árboles.
—Creo que lo conozco —dijo el señor Satterthwaite.
—¿Ah, sí? Es un hombre interesante, ¿verdad?
—Muchísimo.
Hubo una pausa. El señor Satterthwaite estaba perplejo. Sintió como la necesidad de hacer algo, pero sin saber el qué. Con toda seguridad, lo que fuera guardaría relación con esta muchacha. Trató de iniciar una conversación.
—Hay veces en especial, en que uno se siente desdichado, desea huir.
—Es verdad. —contestó ella, pero de pronto exclamó—: Ya sé lo que quiere usted decir, pero esta vez se equivoca. Es precisamente todo lo contrario. Buscaba la soledad porque soy feliz.
—¿Feliz?
—Tremendamente feliz.
Lo dijo con voz suave y tranquila, pero sus palabras tuvieron la virtud de hacer estremecer al señor Satterthwaite. Lo que esta extraña muchacha llamaba felicidad no podía ser en modo alguno lo mismo a que Madge Keeley se refiriera momentos antes. Felicidad, para Mabelle Annesley, significaba un éxtasis vívido e intenso; algo que, más que humano, fuese sobrehumano. Se echó ligeramente hacia atrás.
—No me había dado cuenta —dijo torpemente.
—¡Claro que no! No es que en realidad sea feliz, no lo soy todavía, pero no tardaré en serlo —Se inclinó hacia delante—. ¿Sabe usted lo que es estar en un inmenso bosque de árboles y de sombras espesas que te rodean, un bosque que nunca te permitirá que salgas de él y, de pronto, aparece ante tus ojos el país de tus sueños, brillante y hermoso? Solo hay que salir del bosque y de la oscuridad y ya lo has encontrado...
—¡Tantas cosas nos parecen hermosas antes de lograrlas! —replicó el señor Satterthwaite—. Muchas cosas feas del mundo se nos presentan de la forma más bella.
Se oyó un rumor de pasos. El señor Satterthwaite volvió la cabeza. Un hombre rubio, con expresión estúpida en la cara, se detuvo frente a la puerta. Era el mismo en quien el señor Satterthwaite no puso atención durante la comida.
—Te están esperando, Mabelle —dijo.
Ésta se levantó. Toda emoción parecía haberse borrado de su cara. Su voz adquirió un tono calmado y sin entonación.
—Ya voy, Gerard —contestó—. Estaba hablando con el señor Satterthwaite.
Salió de la habitación seguida de cerca por este. Al atravesar el señor Satterthwaite el umbral, pudo observar por encima del hombro la expresión del marido. Era de muy profunda y evidente desesperación.
Encantamiento, pensó el señor Satterthwaite. También él siente sus efectos. ¡Pobre muchacho!
La sala estaba iluminada. Madge y Doris Coles se deshicieron en reproches.
—Mabelle, bichejo, hace un siglo que te estamos esperando.
Ella se sentó en un taburete, templó de nuevo el instrumento y se puso a cantar. Todos la corearon.
¿Es posible, pensó el señor Satterthwaite, que se hayan podido escribir tantas canciones idiotas acerca del amor?
Pero tuvo que admitir que aquellos ritmos sincopados no dejaban de tener interés. Claro que muy poco en comparación con el que en él despertaba el anticuado vals.
La atmósfera se llenó de humo. La música prosiguió.
No hay conversación, pensó el señor Satterthwaite. No hay buena música. No hay paz.
Hubiera dado cualquier cosa porque cesase toda aquella algarabía.
Como si adivinase su pensamiento, Mabelle Annesley le miró sonriente desde el otro extremo de la habitación y se puso a cantar una balada de Grieg.
Fuera ya de la sala, el señor Satterthwaite se despidió ceremoniosamente de la señora Graham. Había dos escaleras. Una junto a la sala y otra al final de un largo corredor. Fue esta última la que el señor Satterthwaite tomó para dirigirse a sus habitaciones. La señora Graham y su hijo subieron por la otra, que era por la que momentos antes les había precedido Gerard Annesley.
—Recoge tu ukelele, Mabelle —dijo Madge—. Mañana has de levantarte temprano y, con las prisas, te olvidarás de él.
—¡Vamos, señor Satterthwaite! —invitó Doris cogiéndole del brazo—. Ya sabe usted el refrán: «Al que temprano se acuesta...».
Madge le cogió por el otro y los tres se dirigieron a lo largo del corredor seguidos por las escandalosas carcajadas de Doris. Se detuvieron en el extremo en espera de David Keeley, que seguía con paso más reposado entretenido en apagar una a una cuantas luces encontraba a su paso. Los cuatro hicieron juntos la ascensión.
A la mañana siguiente, el señor Satterthwaite se preparaba para bajar al comedor a desayunar, cuando oyó que alguien llamaba suavemente a su puerta y entró Madge. Estaba blanca como el papel y un temblor convulsivo agitaba todo su cuerpo.
—¡Oh, señor Satterthwaite!
—¡Muchacha! ¿Qué ocurre? —Y le tomó de la mano.
—Mabelle... Mabelle Annesley...
—¿Qué...?
Algo terrible debía de haber ocurrido. Lo sabía. Madge no acertaba a articular las palabras.
—Se ahorcó ayer noche... En la misma puerta de su cuarto. ¡Oh, es horrible!
Se deshizo en sollozos y lágrimas. ¿Ahorcada? ¡Imposible! ¡Incomprensible! Procuró calmarla con unas tiernas palabras de consuelo de otros tiempos y, a continuación, salió disparado escaleras abajo. Encontró a David Keeley con su mirada perpleja e incompetente.
—He telefoneado ya a la policía, Satterthwaite —dijo—. Creo, según me dijo el doctor, que era lo primero que debía hacerse. Acaba de examinar el... ¡Pero, Dios mío, si esto no puede ser! Debió estar desesperada al hacerlo en la forma que lo hizo. Ya me chocó a mí aquel Canto del cisne. ¿Se acuerda? Era ella la que parecía un verdadero cisne negro.
—Sí.
—El canto del cisne... —repitió Keeley—. Parece que lo tenía muy grabado en la imaginación.
—Sí, sí... Eso parecía.
Titubeó un instante y preguntó si podía ver... si era posible...
Su anfitrión comprendió la pregunta apenas tartamudeada.
—Si usted quiere... Había olvidado que le gustan las tragedias humanas.
Keeley le condujo por la amplia escalinata hasta el piso superior. Casi junto al arranque de las escaleras estaba el cuarto ocupado por Roger Graham y, frente a él, al otro lado del pasillo, el de su madre. La puerta de esta última estaba entreabierta y por la rendija se escapaban unas leves y azuladas espirales de humo.
Una repentina sorpresa invadió la mente del señor Satterthwaite. Nunca había imaginado que la señora Graham fumase a hora tan temprana. Es más, tenía la idea de que no fumaba.
Continuaron a lo largo del corredor hasta llegar a la penúltima puerta. Keeley entró seguido por Satterthwaite.
El cuarto no era muy grande y daba señales de estar ocupado por un hombre. Otra puerta, en un tabique, daba acceso a una segunda habitación y de ella pendía sujeto a un clavo un pedazo de cuerda recién cortada. Sobre la cama...
El señor Satterthwaite permaneció unos segundos mirando aquella figura envuelta en un desarreglado montón de vaporosa gasa y observó que el vestido plisado le daba el aspecto del plumaje de un pájaro. Después de echar un vistazo fugaz a su cara, no quiso detenerse en contemplar sus facciones.
De la puerta, con su fúnebre pedazo de cuerda, pasó su mirada a aquella por la cual había hecho su entrada.
—¿Estaba abierta?
—Creo que sí. Por lo menos eso es lo que dijo la sirvienta.
—Annesley dormía allí, ¿verdad? ¿Oyó algún ruido?
—Dice que ninguno.
—Increíble —murmuró el señor Satterthwaite. Volvió la vista de nuevo en dirección a la figura que yacía sobre la cama.
—¿Dónde está?
—¿Quién? ¿Annesley? Creo que abajo, con el médico.
Descendieron y se encontraron con que el inspector de policía acababa de llegar. El señor Satterthwaite quedó agradablemente sorprendido al ver que se trataba del inspector Winkfield, un antiguo conocido suyo. El inspector subió escaleras arriba con el médico y, unos minutos después, pidió que todos los presentes en la casa se reunieran en el salón.
Las persianas y cortinas cerradas daban un aspecto fúnebre a la estancia. Doris Coles estaba asustada y deprimida. De vez en cuando, se acercaba un pañuelo a los ojos. Madge se mostraba alerta y con gesto de determinación. Sus sentimientos parecían estar totalmente dominados. La señora Graham, compuesta como siempre, tenía la cara grave e impasible. La tragedia parecía haber afectado a su hijo con más intensidad que a los demás. Estaba materialmente deshecho aquella mañana. David Keeley, como de costumbre, se mantenía en segundo término.
El desconsolado marido se sentaba solo y un tanto separado de los demás. Había en su cara la expresión de aturdimiento del que no acaba de convencerse de la realidad de los hechos.
El señor Satterthwaite, sereno por fuera, por dentro bullía de excitación ante la importancia del caso y de la empresa que habría de acometer.
Entró el inspector Winkfield, seguido del doctor Morris, y cerró la puerta detrás suyo. Carraspeó unos instantes y empezó a hablar:
—Es para mí un penoso deber —dijo—, pero las circunstancias que rodean al hecho me obligan a hacer unas cuantas preguntas a cada uno de los presentes y espero que nadie ponga objeción alguna. Empezaré por el señor Annesley. Perdone mi curiosidad, caballero, pero ¿querría decirme si oyó alguna vez mencionar a su esposa su deseo de quitarse la vida?
El señor Satterthwaite abrió impulsivamente la boca, pero volvió a cerrarla casi de inmediato. Había todavía mucho tiempo por delante y no convenía precipitar los acontecimientos.
—No, creo que no —contestó Annesley.
Su voz era tan indecisa y su acento tan peculiar que todos le dirigieron una mirada de reojo.
—¿No está seguro?
—Sí, estoy seguro, seguro de que no.
—¡Ah! Y... ¿había algún motivo para creer que estuviese desesperada?
—No. Que yo sepa, no.
—¿No le dijo nada, como que estuviera deprimida, por ejemplo?
—No... nada.
Fuese lo que fuere lo que el inspector pensara, no dijo nada. Procedió a atacar su segundo punto.
—¿Quiere usted describirme, lo más brevemente que le sea posible, los sucesos de anoche?
—Nos fuimos todos a la cama. Yo me dormí casi enseguida y no recuerdo haber oído ningún ruido. El grito de la doncella me despertó esta mañana. Corrí al cuarto de mi esposa y la encontré tal...
Su voz se le quebró en la garganta. El inspector asintió.
—Comprendido. Es suficiente. Ahora bien, ¿cuándo fue la última vez que vio usted a su esposa anoche?
—Abajo.
—¿Abajo?
—Sí. Todos abandonamos la sala juntos. Yo me adelanté y les dejé hablando en el vestíbulo.
—¿Y ya no volvió usted a ver a su esposa? ¿No le dio ella las buenas noches antes de acostarse?
—Estaba dormido cuando ella entró.
—Pero ella subió solo unos minutos después que usted. —y añadió volviéndose hacia donde estaba David Keeley—: ¿No es eso lo que usted me dijo?
Éste asintió con un gesto.
—No había subido aún media hora más tarde —insistió tercamente Annesley.
La mirada del inspector se posó en la señora Graham.
—¿Se detuvo quizá algún momento en su cuarto para hablar con usted, señora?
Sería ilusión del señor Satterthwaite, pero le pareció que ésta pensaba unos instantes antes de decidirse a hablar con su acostumbrada compostura.
—No. Yo subí directamente a mi cuarto y cerré la puerta. No oí nada.
—¿Y dice usted, caballero —prosiguió volviendo a fijar su atención en Annesley—, que usted estaba dormido y que tampoco oyó nada? La puerta de comunicación estaba abierta, ¿verdad?
—Creo... que sí. Pero mi esposa pudo haber entrado por la otra puerta que da al corredor.
—Aun admitiendo eso, no dejaría de haber habido ciertos ruidos, roces, repiqueteo de tacones en la puerta...
—¡No!
Esta vez fue el señor Satterthwaite quien, incapaz de contenerse por más tiempo, habló. Todos le miraron sorprendidos. Él mismo se sintió presa de una irrefrenable nerviosidad y las palabras brotaban como desarticuladas de sus labios.
—Perdone. Perdone mi intromisión, inspector, pero creo que es mi deber hablar. Estamos siguiendo una pista falsa. Absolutamente falsa. La señora Annesley no se suicidó. Estoy seguro. Fue asesinada.
Siguió un profundo silencio que rompió el inspector con voz reposada.
—¿Qué es lo que le hace suponerlo?
—Yo... es solo una mera sensación. Un íntimo convencimiento.
—Pero habremos de convenir, señor, que debe de ser algo más que eso. Debe de haber alguna buena razón para decir lo que dice.
Había, en realidad, una razón de peso: el misterioso mensaje del señor Quin. Pero ¿qué valor tendría este ante los ojos de un inspector de policía? Ninguno. El señor Satterthwaite
se devanaba los sesos buscando una solución más plausible.
—Ayer noche estuvimos hablando los dos y me dijo que se sentía feliz, tremendamente feliz. No eran las palabras propias de una mujer que está a punto de quitarse la vida.
Se sentía triunfante. Añadió:
—Volvió al salón a buscar el ukelele para no olvidarlo esta mañana. No tenía el aspecto de estar a punto de suicidarse.
—No —admitió el inspector—. Quizá no. —Y añadió, volviéndose hacia David Keeley—: ¿Se acuerda usted de si llevaba consigo el ukelele al subir?
El matemático intentó recordar.
—Sí. Me parece que sí —dijo—. Creo que lo llevaba bajo el brazo. Sí, sí. Recuerdo haberla visto con él en la escalera en el momento en que yo apagaba una de las luces.
—Entonces, ¿cómo es que está ahora aquí? —exclamó Madge señalando dramáticamente el ukelele que había sobre la mesa.
—Es curioso —dijo el inspector.
Cruzó la habitación y tocó un timbre.
Una orden concisa envió al mayordomo en busca de la sirvienta encargada de atender las habitaciones. Esta llegó y fue precisa en las respuestas. El ukelele ya estaba sobre la mesa en el momento en que ella se dispuso, a primera hora de la mañana, a limpiar el polvo.
El inspector Winkfield la despidió y luego añadió:
—Deseo hablar a solas con el señor Satterthwaite. Sírvanse dejarnos solos unos momentos, pero sin olvidar que nadie puede abandonar la casa sin mi permiso.
Tan pronto como cerró la puerta tras el último de ellos, el señor Satterthwaite empezó a hablar nerviosamente.
—Estoy seguro, inspector, de que tiene usted una perfecta idea del caso. Perfecto. Solo que fue algo así como un fuerte presentimiento y...
El inspector cortó su perorata con un significativo gesto de la mano y dijo:
—Tiene usted toda la razón, señor Satterthwaite. Esa señora ha sido asesinada.
—Entonces... ¿lo sabía usted? —exclamó el señor Satterthwaite con desencanto.
—Había varias cosas que preocupaban al doctor Morris —Al decirlo miró al doctor, quien también se había quedado en la sala y que confirmó esta declaración con un movimiento de cabeza—. Hicimos un examen detenido del cadáver. La cuerda que aparecía alrededor del cuello no era la misma con la que había sido estrangulada. Esta debió haber sido una mucho más fina y de una contextura parecida a la del alambre. Se había incrustado en la carne, dejando una señal como si se tratara de algo cortante. La impresión que dejó la cuerda estaba simplemente superpuesta. Fue estrangulada y después colgada para dar la sensación de suicidio.
—Pero ¿quién...?
—¡Eso! —contestó el inspector—. ¿Quién? Ese es el problema. ¿El marido que dormía en la habitación inmediata, que no le dio las buenas noches a su esposa y que nada oyó? Si es él, no tardaremos mucho en descubrirlo. Lo primero que conviene saber es si se llevaban bien o no, y aquí es, señor Satterthwaite, donde usted podría sernos de gran utilidad. Usted tiene aquí acceso a todas partes y puede hacer lo que a nosotros no nos es posible. Averigüe la clase de relaciones que existían entre ambos.
—No me gusta mucho... —empezó a decir el señor Satterthwaite.
—No sería el primer crimen que usted nos hubiese ayudado a descifrar. Recuerdo el caso de la señora Strangeways. Tiene usted un olfato especial para cierta clase de asuntos. Verdaderamente un olfato especial.
Y era verdad. Tenía olfato. Añadió quedamente:
—Haré lo que pueda, inspector.
¿Había Gerard Annesley matado en realidad a su esposa? El señor Satterthwaite recordaba aquel aire de dolor de su semblante la noche anterior. La amaba, no cabía duda. Sufría porque la amaba y el excesivo sufrimiento podía impulsar a un hombre a cometer los actos más reprobables.
Pero había algo más, algún otro factor. Mabelle hablaba de sí misma como si acabase de salir de una intrincada selva y estuviera ante la expectativa de la felicidad ansiada, no una felicidad racional... sino irracional, como de éxtasis salvaje.
Si Gerard Annesley había dicho la verdad, Mabelle no había llegado a su cuarto sino media hora después que su esposo. Sin embargo, David Keeley la había visto subir aquellas escaleras. Había otras dos habitaciones ocupadas en la misma ala de la casa. La de la señora Graham y la de su hijo.
Su hijo. Pero este y Madge...
Seguro que Madge se hubiese dado cuenta... aunque Madge no era un prodigio de perspicacia. Pero no hay humo sin fuego... ¡Humo!
Un recuerdo hirió pronto su memoria. El de las leves espirales de humo que salían de la habitación de la señora Graham.
Obró por impulso. Subió las escaleras y se introdujo en su habitación. Estaba vacía. Cerró la puerta tras él y giró la llave.
Se dirigió al emparrillado de la chimenea. Había unas cuantas cenizas. Muy animado, hurgó con los dedos entre ellas. Tuvo suerte. En el centro mismo, había unos fragmentos de cartas a medio quemar.
Fragmentos poco coherentes, pero que resultaban de un valor inestimable.
La vida puede ser un paraíso, querido Roger. Nunca lo supe... toda mi vida fue como un sueño hasta que te conocí, Roger...
... y Gerard lo sabe. Yo creo... Lo siento de veras: pero ¿qué puedo hacer yo? Para mí ni existe en el mundo nadie más que tu, Roger. Pronto nos reuniremos para no volvernos a separar.
¿Qué le dirás cuando le veas en Laidell, Roger? Hay algo extraño en tus cartas, pero no temo que...
Muy cuidadosamente, el señor Satterthwaite colocó todos los fragmentos en un sobre que encontró en un pequeño escritorio. Se encaminó a la puerta, la abrió y se quedó mudo de sorpresa al encontrarse cara a cara con la señora Graham.
Su impresión fue tal que se quedó unos momentos sin saber qué determinación tomar. Al fin se decidió a hacer lo mejor: afrontar la situación con absoluta sinceridad.
—He estado registrando su cuarto, señora Graham, y he encontrado un montón de cartas no del todo quemadas.
Una sensación de alarma pareció retratarse en sus facciones. Duró solo un segundo, pero no escapó a su observación.
—Cartas de la señora Annesley a su hijo.
Ella titubeó unos instantes y luego habló sin mostrar la más ligera emoción.
—¿Ah, sí? Creí que habrían quedado totalmente quemadas.
—¿Y por qué razón?
—La de que mi hijo va a casarse en breve. Esas cartas, de haberse hecho públicas con motivo del suicidio de la pobre chica, hubieran causado un grave trastorno y dolor.
—Las cartas las pudo muy bien quemar su propio hijo.
No supo de momento qué responder y el señor Satterthwaite no desperdició la oportunidad que esto le brindaba para proseguir.
—Usted encontró estas cartas en el cuarto de su hijo, las trajo al suyo y las quemó. ¿Por qué? Tenía usted miedo.
—No acostumbró a tener miedo, señor Satterthwaite.
—Pero este era un caso desesperado.
—¿Desesperado?
—Su hijo corría el peligro de ser arrestado... por asesinato.
—¡Asesinato!
Observó que la señora Graham palidecía intensamente y prosiguió:
—Anoche usted oyó a la señora Annesley entrar en el cuarto de su hijo. ¿Le había comunicado él su actual compromiso? Ya veo que no. Se lo dijo entonces a ella. Riñeron y él...
—¡Esto es una mentira!
Estaban tan absortos en su duelo de palabras que no oyeron el rumor de unos pasos que se acercaban. La figura de Roger Graham surgió tras ellos sin que ninguno de los dos se hubiese dado cuenta de su presencia.
—Está bien, mamá. No te preocupes. ¿Quiere usted venir un momento a mi habitación, señor Satterthwaite?
El señor Satterthwaite le siguió. La señora Graham no hizo ademán alguno de seguirles. Cuando Roger hubo cerrado la puerta, se volvió al señor Satterthwaite.
—Escuche, señor Satterthwaite. Usted cree que yo maté a Mabelle. Que la estrangulé aquí, en esta habitación, y que más tarde, cuando todos dormían en la casa, la llevé a la suya y la colgué. ¿No es así?
Con gran sorpresa de este, el señor Satterthwaite contestó sin pestañear:
—No, no lo creo.
—Alabado sea Dios. Yo no podía haber matado a Mabelle. Yo la amaba, ¿o no? No lo sé. Eso es algo que ni aun ahora podría explicar. Quiero (de esto sí estoy seguro) a Madge. La quiero desde el primer día que la vi. ¡Es tan buena persona! ¡Nos compenetrarnos mucho! Parecemos haber nacido el uno para el otro. Pero Mabelle era diferente. Mi afecto por Mabelle era... no sé cómo decírselo. Como una especie de encantamiento. Casi le diré que hubo un momento en que llegó a inspirarme temor.
El señor Satterthwaite asintió.
—Era como una locura, como una especie de arrebato pasional. Pero era imposible. No hubiera salido bien. Ese tipo de cosas que... no duran. Ahora comprendo lo que significa dejarse atrapar en las redes de un hechizo.
—Sí, pudo ser algo así —dijo el señor Satterthwaite pensativo.
—Yo... quería dejarlo. Pensaba decírselo a Mabelle ayer noche.
—¿Y no lo hizo?
—No, no lo hice —respondió Graham con lentitud—. Le juro, señor Satterthwaite, que no volví a verla después de darle las buenas noches abajo.
—Le creo —declaró el señor Satterthwaite.
Se levantó. Roger Graham no era el asesino de Mabelle Annesley. Pudo haber huido de ella, pero no matarla. Le tenía miedo. Miedo de su primitiva seducción, de dejarse arrastrar por su encantamiento. Pero le había vuelto la espalda y preferido la sensata seguridad de lo que sabía que «saldría bien», abandonando el sueño intangible que no sabía adonde le conduciría.
Era un joven sensato y, como tal, falto de interés para un artista y connaisseur de la vida como el señor Satterthwaite.
Dejó a Roger Graham en su alcoba y se dirigió escaleras abajo. La sala estaba vacía. El ukelele de Mabelle yacía sobre un taburete situado al lado de la ventana. Lo cogió y empezó a pulsarlo distraídamente. Nada sabía del arte de tocar dicho instrumento, pero su fino oído le reveló que no estaba debidamente afinado. Hizo girar hábilmente una de las clavijas.
Doris Coles entró y le asestó una mirada de reproche.
—¿Es el ukelele de la pobre Mabelle?
Su visible condenación hizo que el señor Satterthwaite se sintiera más obstinado que nunca.
—¿Quiere usted afinarlo por mí? Si es que puede.
—¡Claro que puedo! —contestó Doris, herida en lo más hondo ante la mera sospecha de cualquier incompetencia por su parte.
Lo cogió, puso una de las cuerdas y apretó la clavija. La presión excesivamente violenta hizo que saltara.
—¡Qué raro! Ah, ya veo, pero ¡qué extraordinario! No es la cuerda apropiada. Es demasiado gruesa. Es un la. Qué estupidez haberla puesto aquí. Es natural que se rompa al intentar afinarla. Pero ¡qué tonta es a veces la gente!
—Sí —respondió el señor Satterthwaite, recalcando sus palabras—. Incluso aquellos que pretenden ser muy listos.
El acento con que pronunció la frase hizo que Doris le mirara con extrañeza. Satterthwaite volvió a recoger el ukelele, desmontó la cuerda que había saltado y salió de la habitación llevándosela en la mano. En la biblioteca se encontró con David Keeley.
—Mire —dijo.
Enseñó la cuerda, que Keeley tomó.
—¿Qué es esto?
—¿No lo ve usted? Una cuerda rota del ukelele. —Se detuvo unos instantes y luego preguntó—: ¿Qué hizo usted con la otra?
—¿Qué otra?
—La cuerda con la que usted la estranguló. Muy ingenioso, ¿verdad? Y rápido. Todo se hizo mientras nosotros charlábamos y reíamos en el vestíbulo. Mabelle volvió a esta habitación en busca de su ukelele. Fue usted quien quitó la cuerda mientras aparentaba jugar con él unos momentos antes y quien la estranguló rodeando con ella su cuello. Una vez hecho, salió, cerró la puerta con llave y se unió de nuevo a nosotros. Más tarde, y al amparo de la noche, bajó y dispuso del cadáver, subiéndolo a su cuarto y dejándolo colgado de la puerta de su habitación. Y fue usted quien puso otra cuerda en el ukelele, pero del tipo equivocado. Una cosa realmente estúpida.
Hubo una larga pausa.
—¿Por qué lo hizo? —preguntó el señor Satterthwaite—. En nombre de Dios, ¿por qué?
David Keeley se rió con una risita estridente que hizo estremecer al señor Satterthwaite.
—Porque se trataba de algo sumamente fácil —replicó— . Nadie acostumbra a fijarse en mí. Nadie nota nunca lo que hago y pensé que me reiría ahora de todos ellos...
Estalló de nuevo en aquella risita sarcástica y convulsiva, y miró al señor Satterthwaite con ojos en los que se reflejaba la locura.
El señor Satterthwaite acogió con alivio la llegada del inspector Winkfield.
Veinticuatro horas después, camino ya de Londres, el señor Satterthwaite se despertó de una cabezada y se encontró con que un hombre alto y moreno ocupaba el asiento que había frente a él en el compartimiento del tren. Su presencia no le causó sorpresa.
—¡Mi querido señor Quin!
—El mismo.
El señor Satterthwaite dijo con lentitud:
—No sé cómo puedo mirarle cara a cara. Estoy avergonzado de mí mismo. He fracasado.
—¿Está usted seguro?
—No conseguí salvarla.
—Pero ¿descubrió la verdad?
—Sí. Eso sí. Uno u otro de aquellos jóvenes podía haber sido acusado o quizá declarado culpable. Así pues, puedo decir al menos que he salvado la vida de un hombre. Pero... ¿y ella? Aquella criatura dotada de un extraño encanto... —Su voz se quebró.
El señor Quin le miró.
—¿Es la muerte lo peor que puede pasarle a alguien?
—Yo... quizá... no sé...
El señor Satterthwaite se puso a recordar: Madge y Roger... La cara de Mabelle a la luz de la luna, con su serena felicidad ultraterrena.
—No —admitió al fin—. No creo que la muerte sea lo peor.
Recordó las fruncidas gasas de su vestido, que le trajeron a la memoria el revuelto plumaje de un pájaro... de un pájaro con el ala rota...
Al levantar la vista, vio que estaba de nuevo solo. El señor Quin había desaparecido.
Pero había dejado algo tras él.
Sobre el asiento, había una piedra de un color azul pálido sobre la que había grabada toscamente la imagen de un ave. No tenía probablemente un gran mérito artístico, pero tenía algo especial.
Tenía como la vaga cualidad de un encantamiento.
Esto pensó el señor
Satterthwaite, y el señor Satterthwaite era un perfecto
connaisseur.