Al entrar en las galerías, fue saludado de inmediato con una sonrisa de complacido reconocimiento.
—Buenos días, señor Satterthwaite. Sabía que no tardaríamos en verle por aquí. ¿Conoce usted las obras de Bristow? Estupendas, únicas en su clase.
El señor Satterthwaite se proveyó de un catálogo y cruzó la amplia arcada que conducía a un largo salón, de cuyas paredes colgaban los cuadros del nuevo artista. Eran acuarelas ejecutadas con una técnica y un acabado extraordinarios que les daban el aspecto de aguafuertes. El señor Satterthwaite los recorrió uno por uno con gestos de aprobación. A su juicio, el joven pintor merecía llegar lejos. Poseía una visión original y una técnica de lo más perfecta. También tenía, como era de esperar, ciertos fallos, pero aun éstos revelaban la genialidad del autor. El señor Satterthwaite se detuvo ante una diminuta pero verdadera obra de arte que representaba el Westminster Bridge con sus interminables hileras de autobuses, tranvías y presurosos peatones. Era una miniatura, pero maravillosamente perfecta.
Observó su título. Se llamaba El hormiguero. Siguió su inspección. De pronto se detuvo ante algo que le atrajo con fuerza y le hizo contener súbitamente el aliento.
El cuadro se titulaba El cadáver de Arlequín. El primer término representaba un suelo entarimado con baldosas de mármol blancas y negras. En su centro yacía la figura de Arlequín, boca arriba, con los brazos extendidos en cruz y enfundado en su vistoso traje negro y rojo. En el fondo una ventana y, tras ella, contemplando el espectáculo, otra figura idéntica a la anterior recortada sobre el fondo rojo de un sol naciente.
El cuadro llamó la atención del señor Satterthwaite por dos razones. La primera, por reconocer o creer reconocer en él al hombre de la pintura. Tenía un notable parecido con el señor Quin, un amigo a quien había encontrado en varias ocasiones en circunstancias verdaderamente extraordinarias.
—No puedo estar equivocado —murmuró—. Y si no lo estoy, ¿qué quiere decir todo esto?
Por las experiencias que el señor Satterthwaite había tenido, las apariciones del señor Quin aportaban siempre una determinada significación.
Había también, como ya hemos mencionado, un segundo motivo en el interés del señor Satterthwaite, y era el de haber reconocido el lugar de la escena del cuadro.
—El Salón de la Terraza de Charnley —dijo—. ¡Curioso! ¡Muy curioso!
Observó con más atención la pintura y trató de penetrar en la mente del autor. Un Arlequín muerto en el suelo y otro Arlequín mirando por la ventana. ¿O se trataría acaso del mismo Arlequín? Continuó contemplando el resto de los cuadros mirando sin ver, totalmente abstraído con el recuerdo de lo que acababa de ver. Se sentía excitado. La vida que en las primeras horas de aquella mañana le había parecido un tanto insípida, volvió a cobrar animación. Tenía casi la certeza de encontrarse en el umbral de excitantes e interesantes acontecimientos. Se dirigió a la mesa que ocupaba el señor Cobb, uno de los propietarios de las Harchester Galleries y a quien conocía de muchos años.
—Tengo el capricho de comprar el cuadro número treinta y nueve —dijo—, si no está ya vendido.
El señor Cobb consultó un catálogo.
—La gema de la colección —murmuró—. Es una verdadera joya. No, no está vendido. —Mencionó un precio y añadió—: Es una buena inversión, señor Satterthwaite. Ese cuadro triplicará su valor dentro de un año.
—Eso siempre se dice en estas ocasiones —comentó sonriendo el aludido.
—Bien, ¿y no tengo siempre razón? —añadió el señor Cobb—. De decidirse usted a vender su colección, no creo que ni un solo cuadro se vendiera por menos de lo que pagó por él.
—Me quedo con el cuadro. Le pagaré con un cheque ahora —decidió el señor Satterthwaite.
—No le pesará. Tenemos grandes esperanzas en Bristow.
—¿Es muy joven?
—Creo que tiene unos veintisiete o veintiocho años.
—Me gustaría conocerlo —dijo el señor Satterthwaite—. Quizá querría acompañarme a cenar una de estas noches.
—Puedo darle sus señas y estoy seguro de que saltará de alegría al saberlo. El nombre de usted se cotiza muy alto en el mundo artístico.
—Favor inmerecido que usted me hace —respondió el señor Satterthwaite. Hizo ademán de retirarse pero el señor Cobb le detuvo.
—Precisamente ahí viene. Se lo presentaré.
Abandonó la mesa ante la cual estaba sentado en compañía del señor Satterthwaite hasta el lugar donde, apoyado contra el muro, había un joven corpulento y un tanto desaliñado que parecía escudriñar el mundo tras la barricada de unas cejas ferozmente fruncidas.
El señor Cobb hizo la presentación de rigor, a la que contestó el señor Satterthwaite con breves y escogidas palabras.
—Acabo de tener el placer de adquirir uno de sus cuadros. El cadáver de Arlequín.
—¡Oh, no perderá dinero con él! —contestó Bristow, con cierta malapata—. Es un cuadro condenadamente bueno, aunque lo diga yo.
—Puedo verlo —replicó el señor Satterthwaite—. Su trabajo me interesa mucho, señor Bristow. Lo encuentro de una extraordinaria madurez para un joven como usted. Sería para mí un placer que cenara conmigo una noche de éstas. ¿Tiene usted algún compromiso para hoy?
—Si le he de decir la verdad, no —dijo Bristow, sin hacer todavía grandes esfuerzos en aparentar amabilidad.
—Entonces, ¿digamos sobre las ocho? Aquí tiene usted una tarjeta con mis señas.
—Muy bien. —se limitó a decir Bristow, y añadió secamente tras una tardía reflexión—: Gracias.
Un joven con una pobre opinión de sí mismo y temeroso de que el mundo pueda compartirla.
Éstas fueron las conclusiones que estableció el señor Satterthwaite mientras salía a disfrutar de nuevo del esplendoroso sol que inundaba Bond Street. El señor Satterthwaite rara vez se equivocaba en sus juicios acerca de los demás.
Frank Bristow llegó a la cita cinco minutos después de la hora fijada y vio que su anfitrión y un tercer invitado ya le esperaban. Este fue presentado como el coronel Monckton. Se sentaron a cenar casi de inmediato. Había un cuarto servicio dispuesto en la mesa oval de caoba y el señor Satterthwaite se apresuró a pronunciar unas palabras explicatorias.
—Existe la posibilidad de que un buen amigo mío se presente inesperadamente. ¿No sé si conoce usted al señor Harley Quin?
—No conozco a nadie —gruñó Bristow.
El coronel Monckton miró al artista con la misma curiosidad que hubiese mostrado en la contemplación de una rara variedad zoológica. El señor Satterthwaite hizo cuanto pudo para que la conversación se mantuviera dentro de los límites de la más estricta cordialidad.
—Me interesó especialmente su cuadro porque me pareció ver en él que el argumento se desarrollaba en el salón de la Terraza de Charnley, ¿me equivoco? —Al percibir un gesto de asentimiento del artista, prosiguió—: Es interesantísimo ese detalle. Recuerdo haber pasado algunas temporadas en Charnley. Quizá conozca usted a algunos de la familia.
—¡No! —contestó Bristow—. A esa familia no le interesa gente como yo. Fui allí en un charabán[9].
—¡Dios mío! —exclamó el coronel Monckton por decir algo—. ¡En un charabán!
Frank Bristow le miró frunciendo el ceño.
—¿Por qué no? —preguntó con una especie de aullido.
El pobre coronel Monckton se quedó sin habla. Miró con aire de reproche al señor Satterthwaite como queriendo decir: «Estas formas primitivas de vida quizá interesen a un naturalista como usted, pero no a mí».
—Los charabanes son detestables —añadió en voz alta—. Sale uno molido de ellos con los baches.
—Pues no hay más remedio que utilizarlos cuando no se puede comprar un Rolls-Royce —dijo Bristow agresivamente.
El coronel Monckton le miró con enojo. El señor Satterthwaite pensó: A menos que consiga relajar a este joven, la velada será un desastre.
—Charnley me ha fascinado siempre —dijo—. He estado allí solo una vez después de la tragedia. Es una casa tétrica... y embrujada, por añadidura.
—Es verdad —contesto Bristow.
—En realidad, no tiene más que dos fantasmas auténticos —aclaró Monckton—. El de Carlos I que se pasea con la cabeza debajo del brazo, he olvidado por qué, y el de la Dama Llorosa con el aguamanil de plata que siempre es vista después del fallecimiento de uno de los Charnley.
—¡Cuentos! —exclamó Bristow con burla.
—Ha sido una familia muy desgraciada —se apresuró a decir el señor Satterthwaite—. Cuatro detentadores del título han fallecido de muerte violenta y el último lord Charnley se suicidó.
—Una horrible historia —añadió Monckton con gravedad—. Yo estaba presente cuando ocurrió.
—Debe hacer de eso unos catorce años —comentó el señor Satterthwaite—. Desde entonces, la casa ha permanecido cerrada.
—No me extraña —contestó Monckton—. Debió de ser un golpe terrible para la joven lady. Llevaban casados cosa de un mes y acababan de regresar de su luna de miel. Dieron un gran baile de disfraces para celebrar su vuelta. Empezaban a llegar los invitados, cuando lord Charnley se encerró de pronto en el salón de Roble y se pegó un tiro. Estas cosas no son frecuentes. ¿Decía usted?
Había vuelto súbitamente la cabeza en dirección a su izquierda y luego miró al señor Satterthwaite con una sonrisa que parecía querer expresar una disculpa.
—Debo empezar a tener delirios, Satterthwaite. He creído por un momento que había alguien sentado en esta silla vacía y que quería decirme algo. Sí —prosiguió después de un minuto de silencio—. Debió de ser un rudo golpe para la pobre Alix Charnley. Era una de las muchachas más bonitas que he conocido y llena de eso que la gente llama alegría de vivir, y hoy creo que es solo una sombra de lo que fue. Hace años que no la veo. Dicen que pasa la mayor parte de su tiempo en el extranjero.
—¿Y el hijo?
—El hijo estudia en Eton. ¿Qué hará cuando llegue a su mayoría de edad? No lo sé. No creo, sin embargo, que se decida a abrir de nuevo el viejo caserón.
—Podrían convertirlo en un parque de atracciones —intercaló Bristow.
El coronel Monckton le miró con fría aversión.
—¡Oh! No creo que piense usted en serio eso —interpuso el señor Satterthwaite—. De ser así, no hubiera usted pintado su cuadro. Tradición y ambiente son cosas intangibles. Tardan siglos en formarse y, una vez destruidos, difícilmente se consigue rehacerlos.
Se levantó.
—Pasemos al salón de fumar —dijo—. Tengo allí algunas fotografías de Charnley que me gustaría enseñarles.
Precisamente una de las aficiones del señor Satterthwaite era la fotografía. Era asimismo el orgulloso autor de un libro titulado Las casas de mis amigos. Los amigos en cuestión habían sido exageradamente glorificados, y el mismo libro mostraba una inclinación del señor Satterthwaite por el esnobismo mucho mayor de la que le correspondía.
—Esta es una fotografía que tomé del salón de la Terraza el año pasado —dijo alargándosela a Bristow—. Como usted puede ver, es aproximadamente el mismo ángulo que usted empleó en la pintura de su cuadro. En ella se ve la famosa alfombra. ¡Lástima que en la fotografía no muestre su colorido!
—La recuerdo —contestó Bristow—. Un color extraordinario. Resplandecía como un ascua. De todos modos, desentonaba del conjunto y no era tampoco del tamaño requerido para una sala así de grande embaldosada en blanco y negro. Es la única de la habitación. Estropea todo el efecto. Parecía más bien una gigantesca mancha de sangre.
—¿Quizá fuese esto último lo que le dio a usted la idea de pintar el cuadro? —preguntó el señor Satterthwaite.
—Quizá sí —contestó pensativamente Bristow—. Su sola presencia parece traerle a uno el recuerdo de alguna tragedia que hubiese tenido lugar en la pequeña sala adjunta.
—El salón de Roble —intercaló Monckton—. Ese es precisamente el cuarto encantado. Hay una especie de hornacina giratoria oculta tras uno de los entrepaños y en la que cierta vez, y al decir de la tradición, hubo de esconderse el propio Carlos I. En él ocurrieron también dos muertes debidas a otros tantos duelos, y fue allí, como digo, donde Reggie Charnley se pegó el tiro.
Tomó la fotografía de manos de Bristow.
—¡Pero calla...! ¡Si esta es la famosa alfombra de Bokhara! —exclamó sorprendido—. ¡Una alfombra que vale al menos un par de miles de libras esterlinas! La última vez que estuve allí estaba en el salón de Roble. Es su verdadero lugar. Queda ridícula sobre esas losas de mármol.
El señor Satterthwaite miraba la silla vacía que había colocado junto a la suya.
—Quisiera saber cuándo se cambió —murmuró pensativo.
—Ha debido ser recientemente —contestó Monckton—. ¡Claro! Todavía recuerdo una conversación que sostuvimos acerca de ella el mismo día de la tragedia. Charnley decía que su verdadero sitio era una vitrina.
El señor Satterthwaite meneó la cabeza.
—La casa se cerró inmediatamente después de ocurrida la tragedia —prosiguió aquel— y todo se dejó tal cual estaba.
Bristow intervino en la conversación con una pregunta. Había abandonado su talante agresivo.
—¿Por qué se suicidó lord Charnley? —preguntó.
El coronel Monckton se agitó en su silla con muestras de desasosiego.
—Nadie lo supo nunca —contestó vagamente.
—Supongo —interpuso el señor Satterthwaite, recalcando las palabras— que fue un suicidio.
El coronel le miró sorprendido.
—Claro que fue un suicidio —dijo—. Querido amigo, no se olvide de que estaba yo presente en la casa.
El señor Satterthwaite volvió a mirar en dirección a la silla vacía que había a su lado y, sonriéndose como si hubiese escuchado una broma que a los otros no les hubiese sido permitido oír, murmuró quedamente:
—A veces ocurre que uno ve las cosas con mayor claridad mucho después de haber ocurrido el suceso.
—¡Tonterías! —explotó Monckton—. ¡Y de las gordas! ¿Cómo es posible una cosa así cuando las ideas han perdido toda precisión y son solo una masa confusa en nuestra mente?
El refuerzo llegó de donde el señor Satterthwaite menos se lo esperaba.
—Sé lo que quiere usted decir —dijo el artista—, y hasta casi me atrevo a afirmar que no le falta razón. Es cuestión de proporción, ¿no es verdad? Y aun quizá de algo más que de proporción. De eso que llaman relatividad.
—Si me lo permite —respondió Monckton—, diría que esa cacareada teoría de Einstein es solo una pura patraña. Igual que esos espiritistas que hablan con nuestras abuelas —Dirigió una mirada feroz a su auditorio—. ¡Claro que fue suicidio! —prosiguió—. ¿No acabo de decir que prácticamente lo vi yo con mis propios ojos?
—Cuéntenos lo que pasó —interpuso el señor Satterthwaite—, y así podremos conocerlo nosotros también.
Con una especie de amansado gruñido, el coronel se arrellanó cómodamente en su asiento.
—El suceso fue, verdaderamente, algo inesperado —empezó diciendo—. Charnley parecía hallarse completamente normal. La casa estaba llena de amigos venidos expresamente para tomar parte en el gran baile. Nadie hubiese sospechado que fuera a quitarse la vida en el preciso momento en que empezaban a llegar los invitados.
—Hubiese sido de mejor gusto esperar al menos a que se hubiesen marchado —comentó el señor Satterthwaite.
—Por supuesto —hubo de admitir Monckton—. Fue de muy mal gusto hacer una cosa así.
—Impropio —añadió el señor Satterthwaite.
—Exacto —asintió Monckton—. Impropio de Charnley.
—¿Y aun así fue suicidio?
—Sí. Y lo repito. Éramos tres o cuatro los que estábamos en el descansillo superior de la escalinata: yo mismo, la joven Ostrander, Algie Darcy y... y una o dos personas más. Charnley cruzó el salón precisamente por el vestíbulo y se dirigió al salón de Roble. La joven Ostrander dijo después que tenía la mirada vaga y la cara cubierta por una mortal palidez, pero no dimos, como es natural, crédito alguno a sus palabras, puesto que ella no podía distinguir bien sus facciones desde donde estábamos. Pero sí que caminaba muy encorvado como si el peso del mundo gravitara sobre sus espaldas. Una de las jóvenes le llamó por su nombre. Creo, si no recuerdo mal, que fue una de las damas de compañía de alguna de las señoras presentes, a quien lady Charnley había tenido la amabilidad de incluir en la reunión y que buscaba a Charnley con objeto de darle un recado. Recuerdo claramente haberle oído decir en voz alta: «Lord Charnley, la señora desea saber si...». Él no prestó atención y entró en el salón de Roble, que cerró con un portazo. Oímos cómo la llave giraba en la cerradura. Un minuto más tarde, oímos el disparo.
»Bajamos corriendo en dirección al lugar de donde procedía la detonación. Hay otra puerta en el salón de Roble que da al salón de la Terraza. Intentamos abrirla, pero también estaba cerrada. Tuvimos que echarla abajo. Charnley yacía muerto en el suelo con una pistola cerca de su mano derecha. ¿Qué otra cosa podía haber sido sino suicidio? ¿Un accidente? ¡No me diga! Solo cabe otra posibilidad: asesinato. Pero no puede ser asesinato sin un asesino. Espero que estará de acuerdo, supongo...
—El asesino pudo muy bien haberse escapado —sugirió el señor Satterthwaite.
—Imposible. Si tuviera papel y lápiz, podría hacerles un croquis del lugar. Hay solo dos puertas en el salón de Roble. Una da al vestíbulo y la otra al salón de la Terraza. Las dos estaban cerradas por dentro, con las llaves puestas en las cerraduras.
—¿La ventana?
—Cerrada también y con los postigos echados.
Siguió una pausa.
—Y eso es todo —terminó el coronel Monckton en tono triunfal.
—Así parece —contestó el señor Satterthwaite con tristeza.
—Tenga presente —añadió el coronel—, que aunque hace un momento me burlaba de los espiritistas, no tengo inconveniente en admitir que había algo diabólico en el ambiente de aquella casa, especialmente en aquella sala en particular. Hay en sus entrepaños varios orificios de bala como resultado de los duelos que en él han tenido lugar y una extraña mancha de sangre en el suelo que siempre reaparece, a pesar de haber sido cambiado el parquet repetidas veces. Supongo que ahora existirá otra mancha. La de la sangre del pobre Charnley.
—¿Había mucha sangre? —preguntó el señor Satterthwaite.
—Muy poca. Según palabras del doctor, «curiosamente poca».
—¿Dónde se pegó el tiro? ¿En la cabeza?
—No. En el corazón.
—No es el modo más fácil de suicidarse —interpuso Bristow—. Es extremadamente difícil saber dónde tiene uno exactamente el corazón. Al menos, a mí no se me hubiera ocurrido nunca hacerlo de esa forma.
El señor Satterthwaite meneó la cabeza visiblemente preocupado. No estaba, por lo visto, muy satisfecho. Había esperado llegar a alguna solución, pero ni él mismo sabía cuál. El coronel Monckton continuó:
—Charnley es un lugar tenebroso, aunque yo, personalmente, no he visto nada.
—¿No ha visto nunca a la Dama Llorosa con el aguamanil de plata?
—No, nunca la he visto —contestó enfáticamente el coronel—. Pero estoy seguro de que no habrá un solo criado de la casa que no jure lo contrario.
—La superstición fue una de las plagas de la Edad Media —dijo Bristow—. Todavía existen vestigios de ella, aunque, por fortuna, está ya a punto de desaparecer.
—Superstición... —musitó el señor Satterthwaite con la mirada fija en la silla vacante—. ¿No cree que, en ocasiones, la superstición pude resultar útil?
Bristow le miró con sorpresa.
—¿Útil? Me parece una palabra inadecuada.
—Bien, espero que se haya convencido, Satterthwaite —añadió el coronel.
—Oh, sí —contestó este—. Pero encuentro muy extraño... sin sentido, que un hombre recién casado, joven, rico, feliz, en el preciso día en el que celebra el regreso de su luna de miel... pero admito que hay que rendirse ante la evidencia de los hechos. —repitió en voz baja—: Los hechos... —Y frunció el entrecejo.
—Lo interesante —añadió Monckton— es que jamás llegaremos a saber el misterio que se oculta tras esa tragedia. Naturalmente, circularon rumores de todas clases. Ya sabe cómo es la gente.
—Pero lo cierto es que nadie sabe nada en concreto —dijo pensativamente el señor Satterthwaite.
—No es una novela de misterio —dijo Bristow—. Nadie salió beneficiado con la muerte de ese hombre.
—Nadie, con excepción de un hijo que todavía no había llegado a nacer —interpuso el señor Satterthwaite.
Monckton reprimió una irónica sonrisa.
—Hay que reconocer que esto último fue un golpe para el pobre Hugo Charnley —comentó—. Tan pronto como supo la noticia de que un heredero estaba a punto de venir al mundo, se vio obligado a esperar a ver si sería niño o niña. Fue una ansiosa espera también para sus acreedores. Al final fue un niño y un gran desengaño para todos ellos.
—¿Quedó la viuda muy desconsolada? —preguntó Bristow.
—¡Pobre muchacha! —contestó Monckton—. Nunca la podré olvidar. No vertió una lágrima, ni exhaló una queja. Quedó como petrificada por el dolor. Mandó cerrar la casa poco después del suceso y no ha sido vuelta a abrir desde entonces.
—Así pues —dijo Bristow, acompañando sus palabras con una discreta risita—, seguimos en las tinieblas en lo que respecta al motivo. Otro hombre u otra mujer. Debe haber sido una de las dos cosas, ¿verdad?
—Eso parece —se limitó a contestar el señor Satterthwaite.
—Aunque el hecho de que la viuda no se haya vuelto a casar —prosiguió aquel— hace pensar en la posible existencia de una mujer. Odio a las mujeres —dijo desapasionadamente.
El señor Satterthwaite dibujó una enigmática sonrisa advertida por Bristow, que saltó:
—Puede usted sonreír, pero es así. Todo lo embrollan. En todo se meten. Interfieren en el trabajo de uno. Son....Solo he conocido una mujer que fuera... bien, interesante.
—Siempre imaginé que habría al menos una —replicó el señor Satterthwaite.
—Pero no en el sentido que usted quiere dar a la frase. El encuentro fue casual. En un tren. Después de todo —añadió en actitud de reto— ¿qué tiene de particular que un hombre y una mujer se encuentren en un tren?
—Nada, nada —contestó el señor Satterthwaite en tono conciliador—. Un tren es un sitio tan bueno como otro cualquiera.
—Yo venía del norte. Teníamos todo el compartimiento para nosotros dos. No sé por qué, pero empezamos a hablar. No sé su nombre, ni creo que volvamos a vernos. Ni estoy seguro de desearlo. Podría ser... una desgracia —Se detuvo como buscando palabras con que expresar con claridad sus pensamientos—. No parecía muy real, sino como una visión. Como una mujer salida de aquellas montañas de las leyendas gaélicas.
El señor Satterthwaite asintió benévolamente. Se imaginaba claramente la escena ocurrida entre el positivo y realista Bristow y la etérea sombra, una visión, como la llamó.
—Supongo que si algo terrible le sucediera a uno, algo tan terrible que fuera casi inimaginable, se volvería uno así. ¿Podría uno acaso, huyendo de la realidad, refugiarse en su propio mundo interior, solo para descubrir que, pasado el tiempo, ya no sería capaz de volver a salir de él?
—¿Es eso lo que le ocurrió a ella? —preguntó el señor Satterthwaite con curiosidad.
—No lo sé —dijo Bristow—. Nada me dijo y por tanto es una mera suposición mía. Es el único modo de poder llegar a una conclusión.
—Es verdad —dijo el señor Satterthwaite—. Es preciso imaginar un poco.
Levantó la vista con rapidez al oír abrirse la puerta. Esperaba escuchar algún anuncio de importancia, pero las palabras del mayordomo le defraudaron.
—Ha venido una señora que desea verle con urgencia. Es la señorita Aspasia Glen.
El señor Satterthwaite se levantó asombrado. Conocía bien el nombre de Aspasia Glen. ¿Quién no lo conocía en Londres? Anunciada primeramente como «la mujer del pañuelo», dio una serie de matinés individuales, metiéndose, como vulgarmente se dice, al público de Londres en el bolsillo. Con la ayuda de un pañuelo había interpretado con brillantez los más variados personajes. Tan pronto le servía para imitar la cofia de una monja, como el chal de una humilde obrera de fábrica o el tocado de una muchacha de campo y un centenar de personajes y, en todos ellos, Aspasia Glen se mostraba totalmente distinta. Como artista, había merecido por parte del señor Satterthwaite las más fervorosas muestras de admiración. No la conocía personalmente, sin embargo. Su visita a una hora tan intempestiva no dejó de intrigarle. Con unas breves palabras de excusa, abandonó la sala en la que se hallaba con sus amigos y se dirigió al gabinete.
La señorita Glen ocupaba el centro de la habitación, sentada en un elegante sofá tapizado de oro y brocado. Su postura le hacía dominar la habitación. La perspicaz mirada del señor Satterthwaite observó al punto que el deseo de aquella mujer era dominar desde el principio la situación. Por extraño que pudiese parecer, la primera sensación fue la de repulsión. Había sido un sincero admirador del arte de Aspasia Glen. Su personalidad, llegada a él a través del fulgor de las luces de las candilejas, había sido siempre atrayente y simpática. Su objetivo en escena era agradar, no dominar. Pero en aquel momento, cara a cara con la mujer, la impresión fue totalmente diferente. Había algo duro y caprichoso en su aspecto. Alta, morena, rondaría los treinta y cinco años de edad. Era indudablemente una hermosa mujer y era evidente que confiaba en ello.
—Debe perdonar, señor Satterthwaite, esta visita tan intempestiva —dijo con voz muy bien modulada, dulce y llena de seductores matices—. No necesito decir que desde hace tiempo acariciaba la idea de conocerlo —añadió—, pero sí que me alegro de haber encontrado esta noche la excusa. En cuanto al motivo de mi visita —se rió—, es simplemente que, cuando deseo una cosa, no puedo esperar. Cuando quiero algo, tengo que conseguirlo.
—Sea cual sea la razón que haya traído hasta esta casa a una mujer hermosa como usted, merece mi más completa aprobación —contestó el señor Satterthwaite con galantería un tanto anticuada.
—Es usted muy amable conmigo —dijo Aspasia Glen.
—Apreciada señorita, permítame que aproveche esta oportunidad para darle las gracias por los agradables momentos que me ha hecho usted pasar sentado en mi butaca.
Ella se inclinó sonriente, dibujando la más encantadora de las sonrisas.
—Permítame ahora —dijo—, ir directamente al asunto. Estuve hoy en las Harchester Galleries y vi un cuadro cuyo solo recuerdo me quita el sueño. Quise comprarlo y me dijeron que no podía ser porque había sido adquirido por usted. Así pues... —hizo una pausa—... lo quiero. Querido señor Satterthwaite, simplemente he de conseguirlo, cueste lo que cueste. Traigo conmigo mi talonario —Dirigió al señor Satterthwaite una mirada henchida de esperanzas—. Todos me han hablado de su proverbial amabilidad —continuó diciendo— y, aunque me esté mal el decirlo, la gente acostumbra a ser amable conmigo.
Así que aquel era el método de Aspasia Glen. Pero el señor Satterthwaite era refractario al fingido capricho infantil y a los alardes de feminidad. Deberían gustarle, pero no era así. Aspasia Glen había cometido la grave equivocación de considerarle como uno de tantos viejos verdes extremadamente sensibles a la lisonja de una mujer bella. Pero el señor Satterthwaite, tras sus galante maneras, escondía un cerebro crítico y astuto. Veía a las personas tal cual eran, no tal cual pretendían aparecer ante él. Y lo que en esos momentos veía ante sí no era la mujer hermosa que implora una extravagancia, sino a la egoísta sin sentimientos que, por razones que todavía no se le alcanzaban, quería conseguir su deseo. Y Aspasia Glen no lograría su objetivo porque no estaba dispuesto a cederle el cuadro de El cadáver de Arlequín. Puso a trabajar rápidamente a su cerebro, buscando el modo de salir lo más airosamente posible de la situación sin descortesía.
—Estoy seguro que, de ser posible —dijo—, pocos serían los que se negarían a complacerla.
—Entonces, ¿me va a ceder el cuadro?
El señor Satterthwaite meneó la cabeza con lentitud y la expresión de lamentarlo mucho.
—Me temo que eso es imposible. Verá...—e hizo una pausa—... el cuadro lo compré para una dama. Se trata de un regalo.
—Oh, pero de todos modos...
El timbre del teléfono que había en una mesa contigua sonó estridentemente y, murmurando unas palabras de excusa, el señor Satterthwaite descolgó el auricular. Una voz fría y fina, que parecía llegar de una gran distancia, le habló.
—¿Tendría la bondad de decirme si puedo hablar con el señor Satterthwaite?
—Al habla el mismo Satterthwaite.
—Yo soy lady Charnley, Alix Charnley. No sé si todavía se acordará de mí. Hace años que nos conocimos.
—Mi querida Alix. Claro que la recuerdo.
—Hay algo que deseo pedirle. Estuve hoy en las Harchester Galleries visitando una exposición de cuadros y había uno titulado El cadáver de Arlequín que debió llamar su atención puesto que la acción se desarrolla en el salón de la Terraza de nuestra casa de Charnley. Sé que le fue vendido a usted, pero tengo un gran interés en poseer esa pintura —Se detuvo breves instantes—. Señor Satterthwaite, por razones que solo a mí me conciernen, deseó vivamente adquirir ese cuadro. ¿Sería usted tan amable de vendérmelo?
El señor Satterthwaite pensó: Esto es un verdadero milagro. Se alegró en extremo de que Aspasia Glen no pudiera escuchar sino una parte de la conversación.
—Si se digna usted aceptarlo como un regalo, querida señora, me hará usted el más feliz de los mortales. —oyó una corta exclamación tras él y se apresuró a remachar el clavo—: Lo compré pensando en usted, se lo aseguro, querida Alix. Ahora quiero a mi vez suplicarle un favor.
—Lo que sea, señor Satterthwaite. ¡Le estoy tan agradecida!
Él prosiguió:
—Quiero que venga usted a mi casa sin perder un instante.
Siguió un breve silencio, pasado el cual, se la oyó decir con voz queda:
—Iré ahora mismo.
El señor Satterthwaite colgó el auricular y se volvió a la señorita Glen.
Esta preguntó con rapidez y en un tono que delataba a las claras su contrariedad:
—¿Era el cuadro de que antes hablábamos?
—Sí —contestó el señor Satterthwaite—. La señora a quien precisamente va destinado llegará a esta casa dentro de breves instantes.
De pronto, la cara de Aspasia Glen se deshizo de nuevo en sonrisas.
—¿Va usted a darme la oportunidad de intentar persuadirla de que me ceda el cuadro?
—Le daré la oportunidad de persuadirla.
En su fuero interno, el señor Satterthwaite se sentía extrañamente agitado. Se veía en medio de un misterioso drama que poco a poco parecía irse desarrollando y acercándose a su fin. Él, mero espectador, se había convertido de pronto en uno de los personajes principales. Se volvió a su visitante.
—¿Sería usted tan amable de acompañarme al otro salón? Me gustaría presentarle a unos amigos.
Le abrió la puerta que conducía al vestíbulo, lo atravesaron y entraron en el salón de fumar.
—Señorita Glen —dijo—, permítame que le presente a un antiguo amigo mío, el coronel Monckton. El señor Bristow, autor del cuadro que tanto admira.
Se estremeció al ver que una tercera figura se levantaba de la silla que él mismo había dejado vacía unos minutos antes.
—Creo que me esperaba usted esta noche —dijo el señor Quin—. En su ausencia, me he tomado la libertad de presentarme yo mismo a sus amigos.
—Mi querido amigo —empezó a hablar el señor Satterthwaite—, yo... yo he hecho cuanto he podido, pero...
Se contuvo al observar la sardónica mirada que brotó de las oscuras pupilas del señor Quin.
—Permítame hacer las presentaciones —dijo seguidamente—. El señor Harley Quin. La señorita Aspasia Glen.
Sería quizá una ilusión óptica, pero le pareció ver que la mujer se estremecía visiblemente y que una extraña expresión cubría sus facciones. De pronto, Bristow rompió a hablar estrepitosamente.
—¡Ya lo tengo! —exclamó.
—¿Qué?
—Lo que tanto me intrigaba. Hay un parecido. Un gran parecido —Miraba fijamente al señor Quin—. ¿No lo ve? —prosiguió, volviéndose al señor Satterthwaite—. Su gran parecido con el Arlequín de mi cuadro. El hombre que mira por la ventana.
Esta vez no fue ilusión. Oyó claramente cómo Aspasia Glen contenía el aliento y hasta la vio retroceder un paso.
—Ya les dije que esperaba a alguien —habló el señor Satterthwaite con aire de triunfo—. Debo añadirles que mi amigo el señor Quin, aquí presente, es un hombre extraordinario. Tiene el poder de desentrañar cualquier misterio. Puede hacerles ver las cosas tal cual son.
—¿Es usted un médium acaso, caballero? —preguntó el coronel Monckton, mirando recelosamente al señor Quin.
Este sonrió y meneó la cabeza.
—El señor Satterthwaite es un poco dado a la exageración —dijo reposadamente—. En una o dos ocasiones en que ha estado conmigo, ha hecho trabajos deductivos verdaderamente extraordinarios. No sé por qué me atribuye el mérito a mí. Debe de ser su modestia.
—No, no —interpuso excitadamente el señor Satterthwaite—. Eso no es cierto. Es usted quien en realidad me hace ver las cosas que constantemente están ante mí, pero de las que jamás me hubiera dado cuenta a no ser por usted.
—Todo eso me suena a algo enormemente complicado —dijo el coronel.
—Nada de eso —se dispuso a explicar el señor Quin—. El problema es que nunca nos contentamos solo con ver las cosas, sino que generalmente nos empeñamos en darles una interpretación errónea.
Aspasia Glen se volvió a Frank Bristow.
—Quisiera saber... —dijo nerviosamente—, ¿qué le dio la idea de querer pintar ese cuadro?
Bristow se encogió de hombros.
—No sabría decírselo —confesó—. Algo en relación con el lugar, me refiero a Charnley, se apoderó de mi imaginación. La gran sala vacía... la terraza fuera... las historias de fantasmas... no lo sé. Acababa de oír hablar del suicidio de lord Charnley. Supongamos por un momento que está usted muerta, pero que su alma sigue viviendo. Qué situación más curiosa, ¿verdad? Podría usted permanecer en espíritu, junto a la ventana y, desde allí, contemplar su propio cadáver y enterarse de todo.
—¿Qué quiere usted decir con enterarse de todo? —preguntó Aspasia Glen.
—Enterarse de lo que había ocurrido, verlo...
La puerta se abrió y el mayordomo anunció la llegada de lady Charnley.
El señor Satterthwaite se levantó para salir a su encuentro. No la había vuelto a ver desde hacía casi trece años. La recordaba como lo que un día fue: joven y esplendorosa. La que ahora se presentó ante sus ojos era una estatua de hielo, muy rubia, muy pálida. Andaba con más aire de deslizarse que de moverse, como un delicado copo de nieve que oscila suavemente bajo la caricia del viento. Había algo irreal en toda su persona. Tan fría. Tan distinta de cuando la conoció.
—Ha sido usted muy amable al venir —dijo el señor Satterthwaite.
La condujo donde estaban reunidos los demás. Lady Charnley inició un gesto de reconocimiento al ver a Aspasia Glen, pero se contuvo al no observar correspondencia por parte de esta.
—Perdóneme —murmuró—, pero me pareció haberla visto ya en alguna otra parte.
—Quizá en escena —dijo el señor Satterthwaite—. Le presento a la señorita Aspasia Glen, lady Charnley.
—Encantada de conocerla, lady Charnley —contestó aquella.
Su voz había adquirido de pronto un ligero acento del otro lado del océano. Al señor Satterthwaite le recordó el empleado en alguna de sus tantas interpretaciones escénicas.
—Al coronel Monckton —prosiguió el señor Satterthwaite— ya lo conoce. Este es el señor Bristow.
El señor Satterthwaite vio que un ligero carmín teñía de pronto sus mejillas.
—Tampoco es la primera vez que veo al señor Bristow —dijo sonriendo levemente—. Nos conocimos en un tren.
—Y el señor Harley Quin.
Le estuvo observando detenidamente, pero esta vez no hizo gesto alguno de reconocimiento. Acercó una silla para la recién llegada y todos volvieron a acomodarse en sus asientos. Luego carraspeó como para aclarar su garganta y empezó a hablar con cierto nerviosismo.
—No es corriente —empezó a decir— ver en mi casa una reunión así. Todo parece haberse concentrado en este cuadro y creo, si así lo deseamos, que podríamos llegar a aclarar las cosas.
—¿Supongo que no tratará de meternos en una séance espiritista? —protestó el coronel Monckton—. Le encuentro un tanto raro esta noche.
—No —contestó el señor Satterthwaite—. No se trata precisamente de una séance. Pero aquí mi amigo el señor Quin cree, y comparto su creencia, que volviendo la vista al pasado, uno puede ver las cosas tal cual fueron y no como parecieron en un principio.
—¿Al pasado? —dijo lady Charnley.
—Me refiero al suicidio de su marido, Alix. Sé que el tema debe dolerle...
—No —contestó Alix Charnley—. No me duele. Nada hay que pueda dolerme ya.
El señor Satterthwaite se acordó en aquel momento de las palabras de Bristow: «No tenía nada de terrenal. Una visión. Como una mujer salida de aquellas montañas de las leyendas gaélicas».
«Una visión», así la había llamado, y el nombre la describía con exactitud. Una sombra, una imagen reflejo de algo. ¿Dónde, pues, estaba la verdadera Alix? Su mente no tardó en responder: En el pasado. Separada de nosotros por catorce largos años.
—Querida mía —dijo—, me asusta usted. Me hace recordar a la Dama Llorosa con el aguamanil de plata.
¡Tras! La taza de café que había sobre la mesita al lado del codo de Aspasia Glen cayó al suelo, donde se rompió con estrépito. El señor Satterthwaite no permitió que se excusara, pero pensó: Parece que nos vamos acercando por momentos... Pero, acercándonos... ¿a qué?
—Volvamos con la imaginación a aquella noche de hace catorce años —dijo—. Lord Charnley se pegó un tiro. ¿Por qué razón? Nadie lo sabe.
Lady Charnley se agitó ligeramente en su silla.
—Lady Charnley lo sabe —estalló súbitamente Frank Bristow.
—Tonterías —dijo el coronel Monckton, pero se detuvo mirando a lady Charnley con el ceño fruncido.
Ésta miraba fijamente al artista. Parecía como si aquel exabrupto hubiese tenido el don de hacerle soltar la lengua. Asintió con la cabeza y empezó a hablar con voz que empezó a recordar un copo de nieve por lo aterciopelada y fría.
—Tiene usted razón. Lo sé. Ese es el motivo por el que nunca más podré volver a Charnley. Mi hijo Dick quiere que reabramos la casa y vivamos en ella, pero yo le digo que no puede ser.
—¿Puede usted decirnos el motivo, lady Charnley? —dijo el señor Quin.
Ella le miró. Después, como hipnotizada, habló con el comedimiento y la naturalidad de un niño.
—Se lo diré si tanto lo desean. No creo que importe ya que se sepa. Encontré una carta entre sus papeles y la destruí.
—¿Qué carta? —preguntó el señor Quin.
—Una carta de una pobre muchacha. Era directora de esa Sociedad Protectora de la Infancia. Él le... le había hecho la corte justo antes de que nos casáramos. Y ella también iba a tener un niño. Escribió diciéndoselo así y que iba a ponerlo en mi conocimiento. Esto fue lo que le impulsó a quitarse la vida.
Dirigió una mirada triste y soñadora a su alrededor, como una colegiala que acaba de recitar una lección por ella sobradamente sabida.
El coronel Monckton se sonó con un pañuelo.
—Dios santo. ¿Así que era eso? —dijo—. Esto explica ciertas cosas, como la venganza.
—¿Ah, sí? —exclamó el señor Satterthwaite—. Pero no explica por qué pintó el señor Bristow ese cuadro.
—¿Qué quiere decir?
El señor Satterthwaite miró al señor Quin como implorándole un gesto de aprobación y aliento. Debió recibirlo, puesto que prosiguió:
—Sí. Estoy convencido de que les va a sonar a algo así como a locura lo que voy a decir, pero ese cuadro es el verdadero foco de todo. Nos hemos reunido esta noche a causa de él. Ese cuadro tenía que ser pintado. Eso es lo que he querido decir.
—¿La nefasta influencia del salón de Roble...? —empezó a decir el coronel.
—No —le interrumpió el señor Satterthwaite—. No del salón de Roble, sino el de la Terraza. ¡Ahí es donde está la verdadera clave! El espíritu del difunto de pie junto a la ventana del salón y contemplando desde la misma su propio cadáver.
—Lo cual es del todo imposible —añadió el coronel—, puesto que el cuerpo apareció tendido precisamente en el salón de Roble.
—Supongamos que no estuviese allí —argumentó el señor Satterthwaite—. Supongamos por un momento que estuviese realmente en el sitio en que el señor Bristow lo vio (quiero decir lo imaginó) tendido sobre las blancas y negras baldosas y frente a la ventana del salón.
—Está diciendo tonterías —objetó el coronel Monckton—. De haber estado donde dice, ¿cómo es que nosotros lo encontramos en el salón de Roble?
—Alguien pudo haberlo transportado allí —contestó el señor Satterthwaite.
—Y en ese caso, ¿cómo es que vimos a Charnley entrar por la puerta del salón de Roble? —preguntó Monckton.
—¿No me dijo que no les fue posible verle la cara? —preguntó el señor Satterthwaite—. Imagino que lo que ustedes vieron fue un hombre con un disfraz, que se dirigió al salón de Roble.
—Un hombre con un traje de brocado y una peluca —acabó Monckton.
—Exactamente. Y ustedes creyeron que se trataba de lord Charnley al oír que una de las muchachas le llamaba por su nombre.
—Y además porque, cuando entramos unos minutos más tarde, solo encontramos el cadáver de lord Charnley. No puede prescindir de esto, Satterthwaite.
—No —contestó este con desaliento—. No, a menos que hubiese algún escondrijo.
—¿No han dicho ustedes que había una especie de escondite secreto en esa habitación? —acertó a aclarar Bristow, un tanto sorprendido.
—¡Ah! —exclamó con un grito de triunfo el señor Satterthwaite—. Supongamos que...
Alzó un dedo a la altura de la boca como imponiendo silencio y sepultó unos instantes la frente en la palma de una de sus manos. Después habló lenta y vacilante:
—Tengo una idea... quizá sea solo una idea, pero que parece servir de eslabón al encadenamiento de los hechos. Supongamos que alguien dispara sobre lord Charnley. Que lo matara en el salón de la Terraza. Después, y ayudado por una tercera persona, arrastrara su cadáver hasta el salón de Roble y allí lo dejara con una pistola a corta distancia de su mano derecha. Pasemos ahora al segundo capítulo. Todo ha de indicar que la muerte de lord Charnley se debe a un suicidio. Creo que pudo hacerse sin dificultad. Un hombre vestido de brocado y con una peluca en la cabeza pasa a lo largo del vestíbulo en dirección al salón de Roble y una de las muchachas, para dar mayor veracidad a la farsa, le llama por el nombre desde uno de los descansillos de la escalinata. Él prosigue su camino sin volver la vista, entra en el salón, cierra la puerta con llave y dispara un tiro contra la madera de uno de los entrepaños de la habitación. Como ustedes recordarán, existían ya otros orificios de bala y la presencia de uno más hubiera pasado completamente inadvertida. Se esconde después tranquilamente en la cámara secreta. Las puertas son tiradas abajo y la gente irrumpe en la habitación. Parece evidente que lord Charnley se ha suicidado. Nadie se detiene a considerar otra hipótesis.
—Todo lo que acaba de decir es una sarta de disparates —dijo Monckton—. Olvida que Charnley tuvo un verdadero motivo para suicidarse.
—Una carta encontrada después —replicó el señor Satterthwaite—. Una carta llena de malicia y falsedad y escrita por una no menos astuta, ambiciosa y consumada actriz, que soñó con ser lady Charnley ella misma.
—¿A qué se refiere?
—A la muchacha confabulada con Hugo Charnley —dijo el señor Satterthwaite—. Todo el mundo sabe y usted también, Monckton, que ese hombre es un canalla. Pensó que aquel era el único medio seguro de entrar en posesión del título.
Se encaró súbitamente con lady Charnley.
—¿Recuerda usted el nombre de la mujer que escribió aquella carta?
—Mónica Ford —contestó sin vacilar aquella.
—¿No fue Mónica Ford, Monckton, quien llamó a lord Charnley desde el descansillo de la escalera?
—Ahora que se habla de ello, creo recordar que así fue.
—Eso es imposible —intervino lady Charnley—. Yo misma hablé con ella más tarde y me contó que era cierto todo lo ocurrido. Solo la vi una vez más, pero no creo que pudiera fingir todo el tiempo.
El señor Satterthwaite miró a Aspasia Glen al otro lado de la estancia.
—Yo estoy seguro de todo lo contrario —expresó con calma—. Creo que entre sus innumerables facetas se contaba la de ser una consumada actriz.
—Hay algo que todavía no nos ha aclarado usted —intervino Bristow—. Forzosamente tendría que haber manchas de sangre en el suelo. ¿Qué se hizo de éstas? No era fácil hacerlas desaparecer en el corto tiempo de que dispusieron.
—No —admitió el señor Satterthwaite—, pero en cambio hicieron algo para lo que solo se precisaban unos cuantos segundos. Cubrirlas con la Bokhara. Nadie recuerda haber visto la alfombra de Bokhara en el salón de la Terraza con anterioridad a aquella noche.
—Creo que tiene razón —dijo Monckton—. Pero, de todos modos, ¿cómo se las arreglaron para limpiarlas después?
—A medianoche —explicó el señor Satterthwaite—. Una mujer con un jarro y una palangana podía bajar a aquella hora a lavar las manchas sin ningún temor a ser molestada.
—¿Y en el supuesto de que alguien pudiese verla?
—¿Y qué? —respondió el señor Satterthwaite—. Fíjese que hablo de las cosas tal cual debieron ser. Si en vez de mencionar a una mujer con un jarro y una palangana hubiese dicho «la Dama Llorosa con un aguamanil de plata», quizá me hubiese acercado más a la realidad de lo que sucedió allí.
Se levantó de pronto y se encaminó adonde estaba Aspasia Glen.
—Ése fue su papel aquella noche, ¿verdad? —dijo—. ¡Le llaman a usted ahora «la mujer del pañuelo», pero fue aquella noche cuando interpretó usted su primer papel importante haciendo de «la Dama Llorosa con un aguamanil de plata». Por eso derribó la taza de café que tenía delante. Tembló usted cuando vio el cuadro. Pensó que alguien conocía su secreto.
Lady Charnley extendió una mano acusadora.
—Mónica Ford —dijo sin aliento—, ahora te reconozco.
Aspasia Glen saltó como un resorte de su asiento con un grito. Apartó al señor Satterthwaite con un violento empujón y se encaró temblorosamente con el señor Quin.
—Tenía yo razón. ¡Alguien más conocía mi secreto! No, no me han engañado ustedes con esta comedia de hacer ver que iban desenvolviendo la madeja. —Señaló al señor Quin y añadió—: Usted estaba allí. Era usted quien desde la ventana presenció todo lo ocurrido en aquella habitación y vio lo que hicimos Hugo y yo. No finja más. Yo presentí que alguien nos miraba. Lo sentí todo el tiempo. Pero cuando levanté los ojos, no vi a nadie. Sin embargo, sabía que alguien nos observaba. Me pareció vislumbrar una cara pegada a la ventana. Su recuerdo me ha torturado todos estos años. ¿Por qué ha roto su silencio? ¡Quisiera saberlo!
—Quizá para dejar que los muertos descansen en paz —respondió el señor Quin.
De pronto, Aspasia Glen giró sobre sus talones y se lanzó corriendo hacia la puerta mascullando frases desafiantes por encima de los hombros.
—Hagan ustedes lo que quieran. Sé que son muchos los testigos de cuanto he dicho, pero no me importa. Quise a Hugo y fui su cómplice en aquel repugnante asunto. Mal me lo pagó, pero murió el año pasado. Pueden ustedes si gustan poner a toda la policía tras de mí, pues como ha dicho bien ese viejo apergaminado soy una buena actriz y ha de costarles gran trabajo encontrarme.
Cerró la puerta con estrépito y unos segundos más tarde oyeron la puerta de salida que se cerraba del mismo modo.
—¡Reggie! —exclamó dolorosamente lady Charnley al encontrarse sola de nuevo entre sus amigos—. ¡Reggie!
Las lágrimas corrían por sus mejillas.
—¡Oh, esposo querido! Ahora sí puedo volver a Charnley y vivir allí con mi Dick. Ahora podré decirle que su padre era el hombre más bueno y más caballeroso del mundo.
—Hay que pensar seriamente en lo que se debe hacer —dijo el coronel Monckton—. Alix, hija mía, si me permites que te acompañe hasta tu casa, me gustaría que habláramos allí detenidamente sobre este particular.
Lady Charnley se levantó, se dirigió rectamente al señor Satterthwaite y, rodeando su cuello con sus brazos, le besó con cariño.
—¡Es tan increíble poder decir que se vive después de haber estado tantos años muerta! Sí, era como estar muerta. Gracias, querido señor Satterthwaite.
Salió de la habitación seguida del coronel Monckton.
El señor Satterthwaite los vio marcharse en silencio. Un gruñido de Frank Bristow le sacó de su abstracción y se volvió rápidamente hacia él.
—Es una criatura admirable —dijo Bristow con melancolía—, pero ya no tan interesante como era —concluyó sombrío.
—Ahí es el artista quien habla —observó el señor Satterthwaite.
—A pesar de todo, no lo es —respondió Bristow—. Supongo que no conseguiría nada más que una fría acogida si me dejara caer por Charnley. No me gusta ir donde no me llaman.
—Querido amigo —dijo el señor Satterthwaite—, si dejara usted de pensar tanto en la impresión que produce sobre las gentes, creo que ganaría en conocimientos y en felicidad. Tampoco estaría de más que se desprendiera usted de ciertas nociones anticuadas como la de que el nacimiento significa algo en nuestra moderna sociedad. Usted, aparte de ser un genio, es uno de esos hombres altos y proporcionados a quien las mujeres consideran atractivos. Repítase esto cada noche diez veces antes de acostarse y dentro de tres meses llame a la puerta de Lady Charnley. Acepte el consejo de un viejo que posee una gran experiencia del mundo.
Una sonrisa encantadora se extendió por la cara del pintor.
—Ha sido usted inconmensurablemente bueno conmigo —dijo estrujando la mano del señor Satterthwaite con un potente apretón—, y mi gratitud será eterna. Ahora debo irme. Gracias por una de las noches más extraordinarias que he pasado en mi vida.
Miró a su alrededor como tratando de buscar a alguien de quien deseara despedirse.
—Parece que su amigo se ha marchado —exclamó con sorpresa—. ¡No le he visto salir! Es un pájaro un poco raro ¿no?
—Va y viene cuando menos se lo espera uno —manifestó el señor Satterthwaite—. Es una de sus características. La de entrar y salir sin que le vean.
—Entonces es invisible
como Arlequín —replicó Frank Bristow, riéndose de su propia
ocurrencia.