6

EL FIN DEL MUNDO

El señor Satterthwaite había venido a Córcega por causa de la duquesa. El lugar no estaba en su itinerario. En la Riviera estaba seguro de encontrar cuantas comodidades pudiese desear y la comodidad significaba mucho para él. Pero, tanto como la comodidad, le gustaban las duquesas. A su manera, el inofensivo, amable y anticuado caballero era todo un esnob. Le gustaba la gente más distinguida y la duquesa de Leith era una auténtica aristócrata. Entre sus antepasados no había ni un solo charcutero de Chicago. Era la hija de un duque y la esposa de otro.

Por lo demás, era una vieja un tanto desaliñada y amiga de adornar sus trajes con abalorios negros. Poseía un montón de diamantes con prehistóricos engarces, y los lucía igual que su madre acostumbraba a hacerlo: sujetos de cualquier manera sobre los vestidos. Se decía que su sistema de engalanarse era permanecer de pie en el centro de la habitación mientras su doncella colocaba a capricho sus broches y chucherías. Era una generosa contribuyente a las tómbolas de caridad y atenta siempre con todos sus inquilinos y dependientes, pero extremadamente tacaña cuando se trataba de sumas insignificantes. Solicitaba constantemente pequeños favores de sus amigos y hacía sus compras en tienduchas de saldos.

La duquesa sentía una verdadera chifladura por Córcega. Cannes le aburría y el precio de las habitaciones de sus hoteles había sido no pocas veces causa de acaloradas discusiones entre ella y los propietarios.

—Tiene que venir conmigo, Satterthwaite —dijo con firmeza—. Supongo que, dada nuestra edad, estamos a cubierto de toda murmuración y escándalo.

El señor Satterthwaite se sintió delicadamente lisonjeado. Nunca habían relacionado su nombre con ningún escándalo. Era demasiado insignificante. Escándalo... y con una duquesa... ¡delicioso!

—Es muy pintoresco, usted lo sabe bien —dijo la duquesa—. Bandidos y toda esa serie de cosas. Y he oído decir que es extremadamente barato. Esta mañana, Manuelli se ha comportado como un desvergonzado. Hay que poner en su lugar a estos dueños de hoteles. No pueden pretender que la gente distinguida acuda a sus establecimientos si se comportan de esta manera. Se lo he dicho muy claro.

—Creo —contestó el señor Satterthwaite— que puede hacerse cómodamente el viaje por ruta aérea. Desde Antibes.

—Lo más probable es que nos cueste un ojo de la cara. ¿Quiere usted hacerme el favor de enterarse del precio?

—Con mucho gusto, duquesa.

A pesar de que su papel no pasaba de ser el de un mero mensajero, el señor Satterthwaite se sentía profundamente halagado.

Al volver con el informe del precio de un pasaje de avión, la duquesa lo rechazó de inmediato.

—No se creerá esa gente que yo voy a pagar ese exorbitante precio para ir en uno de esos peligrosísimos artefactos.

Así es que decidieron hacerlo por mar, lo cual proporcionó al señor Satterthwaite el tormento de tener que soportar diez horas de verdadera incomodidad. Para empezar, y dado que el barco salía a las siete de la tarde, supuso que habría cena a bordo. No solo no fue así, sino que la embarcación era pequeña y el mar estaba agitado. El señor Satterthwaite desembarcó en Ajaccio a primeras horas de la mañana, más muerto que vivo.

La duquesa, por el contrario, estaba más fresca que una lechuga ya que las incomodidades no la molestaban en absoluto siempre que significaran un ahorro de dinero. Saludó con entusiasmo la vista de la costa con sus palmeras a la luz del sol naciente y a la entera población que parecía haberse congregado en el puerto para ver la llegada de la embarcación. Cuando bajaron la pasarela, la multitud estalló en gritos de entusiasmo y ademanes hacia todas direcciones.

On dirait —dijo un corpulento francés que estaba al lado de ellos—, que jamáis avant on n'afait cette manoeuvre la![6]

—Esa doncella mía ha estado mareada toda la noche —comentó la duquesa—. Esa chica no sirve para nada.

El señor Satterthwaite sonrió muy pálido.

—Una lastimosa pérdida de comida —insistió la duquesa en tono recriminador.

—Ah, pero ¿consiguió comida? —preguntó el señor Satterthwaite plañidero.

—Traje algunas pastas y una barrita de chocolate —explicó la duquesa—. Cuando comprobamos que no nos daban de cenar, le di la mayor parte. Las clases inferiores siempre arman un alboroto si les falta alguna de sus comidas.

Un grito de triunfo acompañó la correcta colocación de la pasarela. Un coro de bandoleros asaltaron la cubierta y arrebataron el equipaje a los pasajeros a viva fuerza.

—Vamos, Satterthwaite —dijo la duquesa—, estoy deseando tomar un baño caliente y una buena taza de café.

Lo mismo pensó el señor Satterthwaite, aunque tampoco esta vez le acompañó un éxito completo. Fueron recibidos en el hotel por un director que, después de deshacerse en reverencias, les condujo a sus habitaciones. La de la duquesa tenía un baño adjunto. Al señor Satterthwaite, en cambio, le indicaron un cuarto de baño que, a lo que parecía, pertenecía a la habitación de alguna otra persona. Tomó el baño esperando que el agua fuera caliente, detalle éste que, al parecer, constituía a aquella hora de la mañana una pretensión absurda. Más tarde, tomó un café intensamente negro servido en una especie de pote con tapa. Las ventanas de su habitación, abiertas de par en par, daban paso libre a la entrada del aire fresco y fragante de un maravilloso día azul y verde.

El camarero, con un ademán florido, llamó la atención hacia el paisaje.

Ajaccio —anunció en tono solemne—, le plus beau port du monde.[7]

Y, súbitamente, se marchó.

Al contemplar el profundo azul de la bahía con las montañas nevadas al fondo, el señor Satterthwaite casi estuvo de acuerdo con el camarero. Acabó el café y, tendiéndose en la cama, se durmió casi de inmediato.

A la hora del déjeuner, la duquesa apareció radiante de satisfacción.

—Esto es justo lo que necesita, Satterthwaite —dijo—. Le hará olvidar esas pequeñas chifladuras que usted tiene, propias de una vieja solterona —Se caló unos impertinentes y dirigió una rápida ojeada a lo largo y ancho del salón—. ¡Caramba! Allí veo a Naomi Carlton-Smith.

Señaló a una muchacha solitaria que ocupaba una mesita situada junto a una de las ventanas. Una chica de espaldas redondeadas que, más que sentada, estaba hundida en el asiento. Su vestido parecía hecho de una especie de tela de saco y llevaba el pelo negro peinado descuidadamente.

—¿Una artista? —preguntó el señor Satterthwaite, quien tenía la rara habilidad de colocar a las personas en su justo lugar.

—Acertó —contestó la duquesa—. Al menos es así como se llama a sí misma. Sabía que vagabundeaba por alguno de estos rincones del globo. Pobre como una rata de iglesia, orgullosa como Lucifer y le falta un tornillo como a casi todos los Carlton-Smith. Su madre era prima carnal mía.

—Entonces, ¿pertenece a la familia de los Knowlton?

La duquesa hizo un movimiento afirmativo.

—Ha sido siempre la más encarnizada enemiga de sí misma —explicó—. Una chica inteligente. Se la ha visto con frecuencia acompañada por un joven poco recomendable. Uno de esos de Chelsea que se dedica a escribir poemas o algo por el estilo, y que nadie lee, como es natural. Un día robó unas joyas y fue procesado. No recuerdo muy bien cuánto le echaron. Creo que cinco años. Tiene usted que acordarse. Ocurrió el invierno pasado.

—El pasado invierno estuve en Egipto —explicó el señor Satterthwaite—. A finales de enero pillé una fuerte gripe y los médicos insistieron en que fuera a Egipto. Me perdí un montón de cosas.

En su voz latía un auténtico sentimiento de pesar.

—La muchacha parece estar poco menos que en la indigencia —dijo la duquesa, alzando de nuevo los impertinentes—. No puedo dejarlo así.

Al salir, se detuvo junto a Naomi Carlton y le dio unos ligeros golpecitos en el hombro.

—Hola, Naomi. ¿No te acuerdas de mí?

Esta se levantó al parecer de muy mala gana.

—Sí, por supuesto, duquesa. La vi entrar, pero temí que fuera usted quien no quisiera reconocerme.

Las palabras brotaban perezosamente de sus labios y sus modales eran de una absoluta indiferencia.

—Cuando hayas terminado de almorzar —ordenó la duquesa— ven a verme a la terraza.

—Muy bien.

Y bostezó.

—¡Qué modales! —dijo la duquesa al señor Satterthwaite contándole la breve entrevista—. Como todos los Carlton-Smith.

Tomaron el café fuera, bajo el sol. No habían transcurrido seis minutos cuando vieron salir del hotel a Naomi y encaminarse en su dirección. Se dejó caer indolentemente en una de las sillas y estiró las piernas sin pizca de gracia.

Tenía una cara muy particular. Barbilla bien torneada y prominente y unos ojos grises claros, de mirada triste y penetrante. Una cara inteligente e infeliz a la que solo le faltaba ser hermosa.

—Bien, Naomi —dijo la duquesa en tono brusco—. ¿Qué es lo que haces ahora?

—No lo sé exactamente. Matar el tiempo.

—¿Pintas?

—Un poco.

—Enséñame tus trabajos.

Naomi sonrió nada impresionada por la vieja autócrata. Se divertía. Fue al hotel y volvió cargada con una carpeta.

—No le gustarán, duquesa —le advirtió—. Emita su juicio con entera libertad. No herirá mis sentimientos.

El señor Satterthwaite acercó su silla, interesado. Al minuto su interés creció. La duquesa, en cambio, fue francamente antipática.

—Ni siquiera acierto a ver cómo han de mirarse estas cosas —dijo con disgusto—. ¡Gracias a Dios, muchacha, que el cielo no tiene nunca este color, ni el mar tampoco.

—Así es como yo los veo —replicó plácidamente Naomi.

—¡Uf! —exclamó la duquesa, observando otro de los lienzos—. Éste me da escalofríos.

—Ese era precisamente el efecto que yo buscaba —dijo Naomi—. Sin saberlo, ha hecho usted el mejor elogio del cuadro.

Era un curioso estudio impresionista de una chumbera, fácilmente reconocible como tal. Un efecto verde gris con manchones de un color violento en el que los frutos brillaban como gemas. El conjunto era como una masa repugnante e infecta que atraía con la morbosidad y la fuerza de un torbellino. El señor Satterthwaite se estremeció y apartó la vista del cuadro.

Sus ojos se encontraron con los de Naomi.

—Ya lo sé —dijo ella—. Es bestial.

La duquesa carraspeó.

—En la actualidad, para los artistas las cosas resultan muy fáciles —observó en tono arrogante—. Nadie intenta copiar nada. Se limitan a coger un poco de pintura... con no sé qué, no con un pincel, seguro que no...

—Con una paleta —la interrumpió Naomi sonriendo ampliamente una vez más.

—Una buena porción cada vez —continuó la duquesa—. Unos manchones y ya está. Luego la gente exclama: «¡Maravilloso!». Pero yo no tengo paciencia con una cosa así. A mí déme...

—Un bonito cuadro de un perro y un caballo, como los de Edwin Landseer.

—¿Por qué no? —preguntó la duquesa—. ¿Qué tienes que decir de Landseer?

—Nada —contestó Naomi—. Es como debe ser y usted es como debe ser. Las cosas excelsas son brillantes, agradables y suaves. Yo la respeto, duquesa, porque tiene fuerza. Se enfrenta directamente a la vida y sube a la cumbre. Pero la gente de abajo, vemos la parte inferior de las cosas. Y esto también resulta interesante de algún modo.

La duquesa la miró con los ojos muy abiertos.

—No tengo la más mínima idea de lo que estás hablando —declaró.

El señor Satterthwaite se hallaba todavía examinando los esbozos. A diferencia de la duquesa, comprendía la perfección de la técnica que se ocultaba tras aquel estilo. Estaba sorprendido y entusiasmado. Levantó la vista hacia la chica.

—¿Quiere usted venderme uno de ellos, señorita Carlton-Smith? —solicitó.

—Puede quedarse con el que guste por cinco guineas —contestó la muchacha con indiferencia.

El señor Satterthwaite titubeó unos minutos y, al fin, se decidió por el del estudio de la chumbera y el áloe. En primer término, sobre el fondo de un vivido amarillo mimosa, destacaba el escarlata de la flor de áloe, que parecía materialmente querer desprenderse del cuadro. Las formas oblongas erizadas de púas de las palas de la chumbera predominaban en el motivo del conjunto.

Dedicó una leve reverencia a la muchacha.

—Me alegro de haber podido tener la oportunidad de quedarme con este. Creo que he hecho una buena adquisición. Algún día, señorita Carlton-Smith, si quisiera, podré vender este boceto con una buena ganancia.

La chica se inclinó hacia delante para ver con cuál se había quedado. Él vio una nueva expresión en los ojos de la muchacha. Por primera vez se había dado cuenta de su existencia y brilló un destello de respeto en la rápida mirada que le dirigió.

—Ha escogido usted el mejor —dijo—. Me... me alegro.

—Bueno, supongo que usted sabrá lo que hace —dijo la duquesa—. A lo mejor tiene razón. Dicen que es usted un entendido en materia de cuadros, pero supongo que no pretenderá convencerme de que todo esto es arte, porque no lo es. En fin, no hablemos más. Voy a estar pocos días aquí y lo que quiero es ver la isla. Creo que tienes un coche, ¿verdad, Naomi?

La muchacha asintió.

—Excelente —dijo la duquesa—. Entonces podremos hacer una excursión mañana.

—Solo tiene dos asientos.

—Da igual. ¿Supongo que no le importa ir detrás, verdad Satterthwaite?

Un estremecido suspiro se escapó del pecho de este último. Aquella mañana había estado observando el estado de las carreteras corsas. Naomi le miraba pensativa.

—No creo que mi coche les convenga —dijo—. Lo compré de segunda mano por una bicoca y está medio destartalado. A duras penas puede subirme a mí a la colina sin protestar, pero no creo que aguante más pasajeros. Mejor será que alquile uno. Hay un buen garaje en la villa.

—¿Alquilar un automóvil? —exclamó la duquesa escandalizada—. ¡Vaya una idea! ¿Quién es aquel hombre tan elegante y un tanto amarillento que se detuvo esta mañana frente al hotel con un coche de cuatro asientos?

—Me parece que se refiere usted al señor Tomlinson. Creo que es un juez retirado de la India.

—Eso explica lo del color —dijo la duquesa—. Temí que fuese ictericia. Parece una buena persona. Hablaré con él.

Aquella noche, al bajar a cenar, el señor Satterthwaite vio a la duquesa resplandeciente con un elegante traje de terciopelo negro y envuelta en el policromo fulgor de los innumerables brillantes que llevaba encima. Hablaba animadamente con el propietario del automóvil de cuatro asientos. Le hizo señas imperiosas de que se aproximara a ellos.

—Venga usted, señor Satterthwaite. El señor Tomlinson me estaba explicando una interesantísima historia y ¿a que no sabe usted qué es lo que me ha propuesto? Pues llevarnos de excursión mañana por la mañana en su automóvil.

El señor Satterthwaite la contempló con admiración.

—La cena nos espera —dijo la duquesa—. Siéntese con nosotros, señor Tomlinson, y podrá terminar lo que me estaba contando.

—Una excelente persona —falló la duquesa más tarde.

—Con un no menos excelente coche —completó el señor Satterthwaite.

—Travieso —le regañó la duquesa golpeándolo en los nudillos con el abanico negro que siempre llevaba. El señor Satterthwaite hizo una mueca de dolor.

—Naomi vendrá también con nosotros, pero en su coche —prosiguió la duquesa—. Dice que prefiere ir sola. Me parece un tanto egoísta. No es totalmente egocéntrica, pero sí hasta el punto de ser totalmente indiferente a todo y a todos. ¿No lo cree usted así?

—Creo que eso no es posible —dijo lentamente el señor Satterthwaite—. Quiero decir con esto que el interés de cualquiera tiene que concentrarse en algo. Hay, como es natural, personas que giran constantemente alrededor de sí mismas. Pero, comparto su opinión, ella no es de este tipo. No es interesada, y menos con respecto a su persona. Sin embargo, y dado su fuerte carácter, algo debe de absorber su atención. Creí al principio que sería su arte, pero no lo es. Es una criatura despegada completamente de la vida y esto es peligroso.

—¿Peligroso? ¿Qué quiere usted decir?

—Que está obsesionada por algo y, como usted bien sabe, la obsesión es siempre peligrosa.

—Satterthwaite, no sea usted exagerado —dijo la duquesa—. Escúcheme: mañana...

El señor Satterthwaite se limitó a escuchar. Escuchar constituía la mayor parte de su papel en la vida.

A la mañana siguiente, salieron temprano, llevándose el almuerzo consigo. Naomi, que hacía ya seis meses que estaba en la isla, serviría de guía. El señor Satterthwaite se acercó a ella cuando se disponía a arrancar su desmembrado coche.

—¿Está usted segura... de que no puedo ir con usted? —preguntó con intención el señor Satterthwaite.

Ella movió la cabeza negativamente.

—Irá usted más cómodo en la parte de atrás del otro coche. Los asientos son más mullidos. Esto no es más que una carraca y saldría usted por los aires al tropezar con los baches.

—Y, además... las subidas.

Naomi se echó a reír.

—Solo lo dije para salvarle de ir detrás. La duquesa podría haber alquilado perfectamente un coche, pero es la mujer más tacaña de Inglaterra. Sin embargo, la vieja es una buena deportista y me gusta, no puedo evitarlo.

—¿Puedo entonces ir con usted? —insistió esperanzado el señor Satterthwaite.

Ella le miró con curiosidad.

—¿Y a qué obedece esa ansia de acompañarme, si puede saberse?

—¿Y usted me lo pregunta? —insinuó galantemente el señor Satterthwaite haciendo una cómica reverencia.

Naomi sonrió, pero volvió a mover negativamente la cabeza.

—Ese no es el motivo —añadió pensativa—. Es curioso, pero no puede usted acompañarme... al menos hoy.

—Entonces, ¿quizá otro día? —sugirió el señor Satterthwaite cortésmente.

—¿Otro día... ? —Soltó una extraña y repentina carcajada.

El señor Satterthwaite pensó: «Otro día. Bueno, ya veremos...»

La comitiva se puso en marcha. Atravesaron el pueblo y siguieron a lo largo de la amplia curva que formaba la bahía. Luego se metieron tierra adentro, atravesaron un río y volvieron a salir a la costa con sus centenares de pequeñas calas arenosas. Después empezó la ascensión por un tortuoso camino salpicado de numerosas y escalofriantes curvas. A un lado, y cada vez más abajo, se veía el fuerte azul de la bahía y, al otro lado de la misma, refulgiendo bajo la acción de los dorados rayos solares, el pintoresco pueblo de Ajaccio.

Siguieron subiendo siempre al borde del precipicio, unas veces a la derecha y otras a la izquierda. El señor Satterthwaite empezó a sentir vértigo y ligeros mareos. La carretera era estrecha y seguían subiendo.

Empezó a refrescar bajo el influjo del aire procedente de los vecinos picos nevados. El señor Satterthwaite se subió el cuello del abrigo y se lo abrochó hasta el último botón.

El frío empezó a ser intenso. Ajaccio aún se veía bañado por la luz, pero a aquella altura grisácea, algunas nubes ocultaban frecuentemente el astro solar. El señor Satterthwaite cesó de admirar el grandioso panorama. Suspiró por un cómodo sillón y el confortable fuego del hotel.

Delante de ellos, el cochecito de Naomi seguía impávido escalando las alturas. Parecían haber llegado a la cima del mundo. A un lado y a otro, se veían montes más bajos que a su vez dominaban colinas que acababan esfumándose en las profundidades de los valles. Miraron en dirección a los picos cubiertos con sus blancos sudarios. Les azotó un aire cortante como el filo de una navaja.

De pronto, el coche de Naomi se detuvo y ésta miró hacia atrás.

—Hemos llegado —dijo— al fin del mundo. No creo que hayamos escogido el día más apropiado para hacer esta excursión.

Todos se apearon. Habían llegado a una pequeña aldea compuesta por media docena de casuchas de piedra. Un pomposo nombre aparecía escrito con grandes caracteres sobre un rótulo: cotí chiaveeri.

Naomi se encogió de hombros.

—Ese es el nombre oficial, pero yo prefiero llamarle el fin del mundo.

Siguió caminando unos cuantos pasos y el señor Satterthwaite se le incorporó. Pasaron el grupo de casas y llegaron al final de la carretera. Como había dicho bien Naomi, esto parecía ser el fin, el comienzo de lo ignoto, la antesala del más allá. Tras ellos, la blanca estela del camino, y delante, nada. Lejos, muy lejos allá abajo... únicamente el mar.

El señor Satterthwaite inspiró con fuerza.

—Éste es un lugar extraordinario. Le da a uno la impresión de que pueda ocurrir algo inesperado, de que uno pudiera encontrarse...

Se paró al ver frente a sí a un hombre sentado en un peñasco y con la cara vuelta hacia el mar. No se habían percatado de su presencia hasta ese momento y su repentina aparición tenía algo de truco mágico. Parecía haber brotado del panorama que les rodeaba.

—¡Yo diría que...! —empezó a decir el señor Satterthwaite. En aquel momento el personaje volvió la cara y el señor Satterthwaite le reconoció—. ¡Pero si es el señor Quin! ¡Qué extraordinario! Señorita Carlton, tengo el gusto de presentarle a mi amigo el señor Quin, un hombre fuera de lo común. Siempre aparece en los momentos más cruciales...

Se interrumpió con la sensación de haber dicho algo extremadamente importante pero incapaz de recordarlo aunque en ello le fuera la vida.

Naomi había estrechado la mano del señor Quin con su habitual forma brusca.

—Hemos venido de excursión —dijo—, pero tengo la impresión de que antes nos quedaremos congelados.

El señor Satterthwaite tembló.

—Quizá —dijo sin gran seguridad— deberíamos buscar un lugar un poco más abrigado.

—Y éste precisamente no lo es. Creo que vale la pena buscarlo —asintió Naomi.

—Naturalmente. —El señor Satterthwaite se volvió hacia el señor Quin y añadió—: La señorita Carlton-Smith llama a este sitio el fin del mundo. Un nombre apropiado, ¿no le parece?

El señor Quin movió la cabeza lenta y afirmativamente repetidas veces.

—Es un nombre muy sugestivo —contestó—. Creo que uno no viene a un lugar como este sino una vez en su vida, un lugar donde es imposible seguir adelante.

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó Naomi con brusquedad.

El señor Quin se volvió hacia ella.

—En la vida tenemos casi siempre el recurso de elegir. Ir hacia delante o hacia atrás. Hacia la derecha o hacia la izquierda. Aquí no. Detrás suyo está el camino. Delante, nada.

Naomi lo miró fijamente. De pronto, se estremeció y empezó a retroceder en dirección al resto del grupo. Los dos hombres la siguieron y el señor Quin continuó hablando, aunque el tono de su voz ya era el de una conversación normal.

—¿Ese coche es suyo, señorita Carlton-Smith?

—Sí.

—¿Y usted misma lo conduce? Hace falta mucha pericia y serenidad para guiar un automóvil por estos caminos. Las curvas son temibles. Un momento de distracción, un fallo de uno cualquiera de los frenos y... allá va el vehículo monte abajo hasta el fondo del precipicio.

Habían llegado junto a los demás y el señor Satterthwaite hizo las correspondientes presentaciones. Sintió después que una mano tiraba de su brazo. Era la de Naomi, que le alejó un tanto de los demás.

—¿Quién es ese hombre? —preguntó con fiereza.

El señor Satterthwaite la contempló con asombro.

—Bueno, apenas lo sé —contestó—. Le conozco hace ya algunos años, nos hemos cruzado repetidas veces, pero no puedo decirle que le conozca realmente.

Se interrumpió. Decía solamente banalidades y, a su lado, la muchacha, con los puños apretados y la cabeza baja, no le escuchaba. Permanecía con la cabeza gacha, y las manos pegadas a ambos lados del cuerpo.

—Sabe muchas cosas —dijo—, muchas... ¿Cómo las sabe?

El señor Satterthwaite no supo qué responder. Se limitó a mirarla como atontado, sin comprender la tormenta que al parecer rugía en su interior.

—Tengo miedo —murmuró ella.

—¿Miedo del señor Quin?

—Tengo miedo de sus ojos. Parecen leer el pensamiento.

Algo frío y húmedo cayó sobre la mejilla del señor Satterthwaite. Levantó la vista.

—¡Está nevando! —exclamó con sorpresa.

—¡Vaya un día que hemos escogido para la excursión! —exclamó Naomi. Mediante un gran esfuerzo, había logrado controlarse.

¿Qué podían hacer? Se desencadenó una verdadera Babel de sugerencias. La nieve caía cada vez más rápida y espesa. Al fin, el señor Quin hizo una proposición que fue aceptada por unanimidad. Había un pequeño caserón de piedra al final de la hilera de casas y todos se dirigieron a él en desbandada.

—Ustedes han traído sus provisiones —dijo el señor Quin— y aquí probablemente podrán hacerles una taza de café.

Era un lugar pequeño y un tanto oscuro, pues la única ventana que había no dejaba pasar suficiente luz para iluminarlo, pero de uno de los extremos surgían oleadas de un agradable calorcillo. Una vieja corsa estaba echando un montón de ramas al fuego. Ardieron vivamente y, a su resplandor, los recién llegados vieron que otros, antes que ellos, habían ocupado la habitación.

Tres personas se sentaban al extremo de una desnuda mesa de madera. Para la observadora mirada del señor Satterthwaite había algo irreal en la escena y, aún más, en los personajes que en ella tomaban parte.

La mujer que se sentaba a la cabecera parecía una duquesa, es decir, se parecía más al concepto que generalmente se tiene de una duquesa. Era la grande dame ideal para un escenario. Su aristocrática cabeza permanecía erguida luciendo un pelo blanco como la nieve y exquisitamente peinado. Vestía unos suaves ropajes grises que le caían formando artísticos pliegues. Apoyaba su barbilla en una blanca y delicada mano, y con la otra sostenía un emparedado de paté de foie gras. A su derecha había un hombre de cara extremadamente pálida, pelo negro como el azabache y unas descomunales gafas con montura de concha. Iba espléndidamente ataviado. En aquel momento, tenía la cabeza echada hacia atrás y su brazo izquierdo estaba extendido, como en actitud de declamar a guisa de actor.

A la izquierda de la dama de los plateados cabellos, estaba un hombrecillo de aspecto chusco y cabeza lisa y lustrosa como una bola de billar. Después de haberlo mirado una vez, nadie hubiera vuelto a preocuparse de su persona.

Hubo un momento de vacilación que rompió la duquesa (la auténtica).

—Esta tormenta es terrible, ¿verdad? —dijo adelantándose con desenfado y dibujando una encantadora sonrisa que tan buenos resultados le había dado en sus actividades filantrópicas y demás comités del mismo estilo—. Supongo que les habrá atrapado igual que a nosotros, ¿no es así? Pero Córcega es siempre una isla francamente maravillosa. Yo acabo de llegar esta mañana.

El hombre del pelo negro se levantó y le cedió su asiento, que la duquesa aceptó con una graciosa reverencia.

La dama de los cabellos de plata habló.

—Hace ya una semana que estamos aquí.

El señor Satterthwaite dio un pequeño respingo. Nadie que hubiese oído aquella voz, aunque solo fuese una vez, podría olvidarla. Su eco resonó entre aquellas cuatro paredes de piedra cargado de emoción, de exquisita melancolía. Le pareció que había dicho algo maravilloso, memorable, lleno de significación. Algo que surgía del fondo del corazón.

Hizo un breve aparte, dirigiéndose al señor Tomlinson.

—El hombre de las gafas es el señor Vyse. Un productor bastante conocido.

El retirado juez de la India miraba al señor Vyse con visibles muestras de disgusto.

—¿Y qué es lo que produce? —preguntó—. ¿Hijos?

—¡Por Dios, no! —contestó el señor Satterthwaite, escandalizado ante la sola idea de mencionar algo tan crudo en relación con un hombre como el señor Vyse—. Obras teatrales.

—Voy a salir —interrumpió Naomi—. Hace mucho calor aquí dentro.

Su voz fuerte y áspera sobresaltó al señor Satterthwaite. Se dirigió al parecer casi ciega hacia la puerta, empujando a un lado al señor Tomlinson. Al llegar a ella, se encontró cara a cara con la figura del señor Quin, que le interceptaba el paso.

—Vuelva donde estaba y siéntese —dijo éste.

Su voz era autoritaria y, ante la sorpresa del señor Satterthwaite, la muchacha, después de titubear unos momentos, se decidió a obedecer. Se sentó al final de la mesa, lo más lejos posible de los demás.

El señor Satterthwaite se adelantó y puso cerco al productor.

—No sé si se acordará de mí —empezó a decir—. Mi nombre es Satterthwaite.

—¡Claro que le recuerdo! —El señor Vyse extendió una larga y huesuda mano con la que envolvió la del señor Satterthwaite con terrible presión—. Mi querido amigo —prosiguió—. Es raro encontrarle a usted por estos lugares. Supongo que conoce usted a la señorita Nunn. ¿No es cierto?

El señor Satterthwaite se sobresaltó. Era natural que aquella voz le fuese familiar. Eran miles los ingleses que se habían sentido subyugados por el tono de aquella voz cargada de emoción. ¡Rosina Nunn! La actriz dramática más grande del Reino Unido. El propio señor Satterthwaite no había podido sustraerse a sus encantos. Nadie como ella para interpretar un papel y para dar intención a una frase. Estaba convencido que se trataba de una artista intelectual que sabía introducirse en el alma del personaje.

Podía haber una excusa en su incapacidad de reconocerla. Rosina Nunn era mudable en sus gustos. Durante veinticinco años había sido rubia. Después de una gira por Estados Unidos, su cabello se convirtió en negro como un ala de cuervo y se dedicó a cultivar seriamente la tragedia. Este efecto de «marquesa francesa» era la última de sus extravagancias.

—Y a propósito, el señor Judd, el marido de la señorita Nunn —dijo el señor Vyse presentando al hombrecillo de la calva.

Rosina Nunn había tenido ya varios maridos. Por lo visto, el señor Judd era el de turno. El señor Judd estaba ocupado en desenvolver paquetes que había en un canasto situado a su lado.

Se dirigió a su esposa.

—¿Un poco más de paté, querida? El último que te he preparado no ha sido de tu gusto.

Rosina Nunn entregó el emparedado que aún tenía en la mano y murmuró con frivolidad:

—Henry piensa en los platos más exquisitos. Por eso dejo a su cuidado el servicio de intendencia.

—Hay que alimentar a la fiera —dijo el señor Judd riéndose de la gracia y dando un fuerte manotazo en el hombro de su esposa.

—La trata como si fuese un perro —murmuró la melancólica voz del señor Vyse al oído del señor Satterthwaite—. Se dedica a alimentarla. ¡Extrañas criaturas las mujeres!

El señor Satterthwaite y el señor Quin desenvolvieron a su vez el refrigerio preparado en el hotel, que se componía de huevos duros, fiambre y queso gruyere y que fue distribuido entre todos los de la mesa. La duquesa y la señorita Nunn conversaban animadamente en tono confidencial. De vez en cuando, se oían fragmentos de la grave y melancólica voz de la actriz.

—El pan debe estar ligeramente tostado, ¿me comprendes? Luego se añade una capa muy fina de mermelada y se pone al horno durante un minuto justo. ¡Es delicioso!

—Esta mujer solo piensa en comer —murmuró el señor Vyse—. Vive lo que se dice para comer. La recuerdo en Jinetes del mar. No podía conseguir de ella el efecto que yo deseaba. Al fin se me ocurrió decirle que pensara en un plato de crema de menta por la que sabía sentía una verdadera debilidad y el resultado fue inmediato. Obtuve lo que quería: una mirada saturada de reminiscencias y ensueño.

El señor Satterthwaite permaneció silencioso. También él parecía recordar. El señor Tomlinson, sentado al otro lado de la mesa, carraspeó dando a entender su intento de tomar parte en la conversación.

—Así que usted es productor de teatro, ¿eh? También a mí me gusta una buena obra. Jim el pendolista, por ejemplo.

—¡Por Dios! —se limitó a decir el señor Vyse, estremeciéndose de pies a cabeza.

—Y un diente de ajo —decía en aquel momento la señorita Nunn a la duquesa—. Dígaselo usted a su cocinero. Es sencillamente maravilloso.

Dio un gran suspiro de satisfacción y se volvió hacia su esposo.

—Henry —dijo quejumbrosamente—, todavía ni siquiera he visto el caviar.

—Estás a punto de sentarte precisamente encima de él —replicó festivamente el señor Judd—. Lo dejaste detrás tuyo en la silla.

Rosina Nunn se apresuró a retirarlo. Después dirigió una resplandeciente mirada a su alrededor.

—Henry es maravilloso. ¡Soy tan distraída! Nunca sé dónde dejo las cosas.

—Como el día que se te ocurrió guardar las perlas en tu frasquito de esponjas —dijo Henry en tono jocoso— y te lo olvidaste en el hotel. No fueron pocas las llamadas telegráficas y telefónicas que tuve que hacer aquel día.

—Estaban aseguradas —respondió la señorita Nunn como hablando de un lejano sueño—. No como mi ópalo.

Un espasmo de exquisito sentimentalismo pareció recorrer todo su cuerpo y sus facciones. Eran ya varias las veces que, estando en compañía del señor Quin, al señor Satterthwaite le parecía estar tomando parte activa en una obra de teatro. En aquellos momentos, la impresión era especialmente intensa. Se trataba de un sueño en el que todos tenían su papel, y las palabras «mi ópalo» formaban parte de su propia intervención. Se inclinó hacia adelante.

—¿Su ópalo, señorita Nunn?

—¿Tienes la mantequilla, Henry? Gracias, Sí, mi ópalo. Sabrán ustedes que me lo robaron y que nunca más volví a recuperarlo.

—Cuéntenos la historia, por favor —pidió el señor Satterthwaite.

—Bien. Yo nací en octubre, por lo que el ópalo es mi piedra de la suerte. Por eso quise tener uno verdaderamente hermoso. Tuve que esperar largo tiempo antes de conseguirlo. Me dijeron que era uno de los más perfectos que se habían visto. No era muy grande, del tamaño de una moneda de dos chelines. Pero ¡qué color, señores! ¡Y qué fuego!

Lanzó un profundo suspiro. El señor Satterthwaite observó que la duquesa daba muestras de inquietud, pero nada podía ya impedir que la señorita Nunn continuase con su relato. Prosiguió, y las exquisitas inflexiones de su voz daban a su historia los hondos matices de una triste leyenda.

—Fue robado por un joven que se llamaba Alec Gerard. Se dedicaba a escribir obras teatrales.

—Y muy buenas por cierto —interpuso el señor Vyse con el acento de quien conoce a fondo la materia—. Recuerdo que tuve una en mi poder durante más de seis meses.

—¿Y la llegó a producir usted? —preguntó el señor Tomlinson.

—¡Oh, no! —dijo el señor Vyse, sorprendido ante tal suposición—. Pero puedo asegurarle que no me faltaron deseos de hacerlo.

—Yo tenía en ella un importante papel —explicó la señorita Nunn—. Se llamaba Los hijos de Raquel, aunque no había personaje alguno en la obra que respondiese a este nombre. Vino a hablar conmigo al teatro acerca del particular. Me gustaba. Era bien parecido y muy tímido, pobre chico. Me obsequió con mi dulce favorito: una crema de menta. El ópalo estaba sobre mi tocador. Había estado en Australia y parecía saber algo acerca de esta clase de piedras. Lo cogió y lo observó detenidamente a la luz. Debió ser entonces cuando debió deslizarlo en su bolsillo, pues noté su falta tan pronto como abandonó mi camerino. Hice lo que cualquier otro hubiese hecho en mi lugar: notificarlo a la policía. ¿Lo recuerda?

Se había vuelto en dirección al señor Vyse.

—Sí, lo recuerdo —contestó éste con un gruñido.

—Encontraron el estuche vacío en sus habitaciones —continuó la actriz—. Se supo, además, que andaba muy escaso de fondos, pero al día siguiente mismo ingresó una fuerte suma de dinero en el banco. Quiso explicarlo diciendo que un amigo suyo había apostado por él en las carreras de caballos pero no hubo modo de localizar a dicho amigo. En cuanto al estuche, dijo que debió habérselo metido distraídamente en el bolsillo. Como ven ustedes, las razones que adujo en su favor carecían en absoluto de consistencia. Podía habérsele ocurrido una excusa mejor. No tuve más remedio que asistir a la vista y prestar declaración. Mi retrato apareció en todos los periódicos con gran satisfacción de mi agente, que afirmó que era una gran publicidad, pero yo, sin embargo, hubiese preferido recuperar mi ópalo.

Movió la cabeza con abatimiento.

—¿Por qué no abres la lata de piña? —sugirió Judd.

La cara de la actriz resplandeció.

—¿Dónde está?

—Acabo de dártela.

Rosina Nunn dirigió una mirada a su alrededor, vio su gran bolso de seda gris y una bolsa de seda púrpura que reposaba a su lado en el suelo. La cogió y empezó a vaciar lentamente su contenido sobre la mesa, con gran interés del señor Satterthwaite.

Salió una borla de polvos, una barrita para los labios, un pequeño joyero, una madeja de lana, otra borla, dos pañuelos, una caja de bombones de chocolate, un cortapapeles de esmalte, un espejo, una oscura cajita de madera, cinco cartas, una nuez, un pequeño pañuelo de crepé de china color malva, una cinta, medio cruasán, y por fin... la codiciada lata de piña.

—¡Eureka! —murmuró en voz baja el señor Satterthwaite.

—¿Decía usted...?

—No, nada. —se apresuró a replicar el señor Satterthwaite. Y añadió—: ¡Qué cortapapeles tan bonito!

—¿Verdad que sí? Alguien que en este momento no recuerdo, me lo regaló.

—Esa es una caja india —observó el señor Tomlinson—. Son muy ingeniosas.

—También fue un regalo —dijo la señora Nunn—. Hace tiempo que la tengo y acostumbro a ponerla siempre sobre el tocador de mi camerino. Pero no es muy bonita, ¿verdad?

La caja era de madera negra sin adornos. Se abría por un lado y en la tapa tenía dos aletas de madera giratorias.

—Quizá no sea bonita —dijo el señor Tomlinson con una sonrisita—, pero apuesto a que no ha visto usted otra igual en su vida.

El señor Satterthwaite se inclinó hacia delante. Tuvo algo así como un extraño presentimiento.

—¿Por qué dijo usted que eran ingeniosas? —preguntó intrigado.

—¿Acaso no lo es?

El juez hizo esta pregunta dirigiéndose a la señorita Nunn. Esta lo miró sin comprender.

—¿Supongo que no habrá necesidad de que yo les muestre su secreto?

La señorita Nunn seguía con la misma expresión.

—¿Qué secreto? —preguntó el señor Judd.

—Pero ¿es posible que no lo sepa usted?

Miró a su alrededor y solo vio la cara de curiosidad de todos los presentes.

—¡Qué raro! ¿Puedo coger la caja un momento? Gracias.

La abrió.

—Ahora, ¿puede alguien de ustedes darme un objeto cualquiera con tal de que no sea muy grande? Aquí tenemos un pedazo de queso. Esto servirá exactamente igual para el experimento que voy a hacer. Lo coloco dentro, como ustedes ven. Después, cierro la caja.

La manipuló unos instantes.

—Ahora, vean...

La volvió a abrir. Estaba vacía.

—¡Es asombroso! —exclamó el señor Judd—. ¿Cómo lo ha hecho?

—Muy fácilmente. Hay que volver la caja boca abajo, hacer girar media vuelta la aleta de la izquierda y luego cerrar la de la derecha. ¿Quieren ustedes que el queso vuelva a aparecer? No hay sino revertir la operación anterior. Dar media vuelta a la aleta de la derecha, manteniendo cerrada la de la izquierda y con la caja siempre en posición invertida y... ¡ya está!

La caja se abrió de nuevo y un grito de asombro salió de las gargantas de todos los presentes. El queso estaba allí, pero asimismo estaba un objeto redondo que bajo la luz resplandeció con todos los colores del arco iris.

—¡Mi ópalo!

Estas palabras sonaron como la aguda nota de un clarín. Rosina Nunn se llevó las manos al pecho.

—¡Mi ópalo! —repitió—. ¿Cómo ha llegado hasta aquí?

Henry Judd tragó saliva repetidas veces.

—Creo, mi querida Rosy, que nadie sino tú pudo haberlo puesto ahí.

Alguien se levantó súbitamente y abandonó bruscamente la habitación. Era Naomi Carlton-Smith. El señor Quin salió tras ella.

—Pero ¿cuándo? —tartamudeó Rosina Nunn—. ¿Quieres decir que...?

El señor Satterthwaite observó cómo la verdad iba abriéndose paso en su cerebro. Transcurrieron dos minutos antes de que acabara de darse cuenta.

—Quiere decir que esto ocurrió aquella noche... en el teatro...

—Ya sabes —dijo Henry, tratando de buscar una justificación al hecho— que acostumbras a jugar siempre con las cosas, Rosy. Mira lo que pasó hoy con el caviar.

La señorita Nunn seguía penosamente su proceso mental.

—Sí, lo metí en la caja sin darme cuenta y entonces supongo que le di la vuelta y realicé el truco por accidente —Por fin cayó en la cuenta—. Entonces, ¿no fue Alec Gerard quien lo robó...? —Un ronco gemido salió de su garganta—: ¡Oh, qué espantoso!

—Bien —dijo el señor Vyse—, eso puede arreglarse ahora.

—¡Pero si lleva un año en prisión! —y con un sobresalto preguntó a la duquesa—: ¿Quién es esa muchacha? ¿Esa muchacha que acaba de salir...?

—La señorita Carlton-Smith —contestó la duquesa— estaba prometida al señor Gerard. Para ella fue un golpe muy fuerte.

El señor Satterthwaite escurrió el bulto y salió silenciosamente a la calle. Había cesado de nevar. Naomi estaba sentada sobre un bajo muro de piedra con un bloc de apuntes en la mano y varios lápices de colores desparramados a su alrededor. El señor Quin estaba de pie junto a ella.

Ofreció el bloc al señor Satterthwaite. Era un boceto hecho deprisa y corriendo, pero con algo genial. Una especie de danza calidoscópica de copos de nieve con una figura en el centro.

—¡Muy bueno! —dijo el señor Satterthwaite.

El señor Quin levantó los ojos al cielo.

—Parece que ha pasado la tormenta —dijo—. Los caminos estarán quizá un tanto resbaladizos; pero vamos, no creo que exista ahora temor alguno de que pueda ocurrir un accidente.

—No habrá ningún accidente —contestó Naomi.

Su voz era firme y encerraba un significado que el señor Satterthwaite no alcanzó de momento a comprender. Se volvió hacia éste y sonrió. Una sonrisa que era todo un poema.

—El señor Satterthwaite puede volver conmigo si quiere.

Estas palabras le revelaron el verdadero estado de desesperación en que había estado sumida.

—Bien —dijo el señor Quin—. Creo que ha llegado el momento de separarnos. Adiós.

Empezó a alejarse.

—Pero ¿adonde va? —preguntó el señor Satterthwaite haciendo ademán de seguirle.

—Supongo que al sitio de donde vino —contestó Naomi con acento muy peculiar.

—Pero si por ahí no se va a ninguna parte —advirtió el señor Satterthwaite al ver que el señor Quin se dirigía al borde mismo del precipicio en que lo encontraron al llegar—. Usted misma llamó a esto el fin del mundo —añadió devolviéndole el bloc de apuntes—. Es un boceto muy bueno. Y con un gran parecido, pero... ¿por qué le ha pintado usted con ese vestido tan curioso?

Sus miradas se cruzaron unos instantes.

—Porque es así como lo veo —contestó Naomi Carlton-Smith.