El último acontecimiento fue de tal gravedad que le cogió totalmente por sorpresa. Se enteró de él al verlo impreso en las páginas de los diarios de la mañana. «Baronesa encontrada muerta en su propio cuarto de baño», decía el Daily Megaphone. Los otros periódicos empleaban un lenguaje menos crudo, pero el hecho no dejaba de ser el mismo. Lady Stranleigh había sido hallada muerta en su bañera y había muerto ahogada. Había sufrido, al parecer, un desvanecimiento y, en este estado, se deslizó su cuerpo y quedó su cabeza sumergida bajo el agua.
Pero al señor Satterthwaite no le satisfizo esta explicación. Llamó a su ayuda de cámara, se arregló con menos aliño que de ordinario y, diez minutos después, salía de Londres a toda velocidad arrellanado en los cómodos asientos de su potente Rolls-Royce.
Pero por extraño que parezca, no se dirigió a Abbot's Mede, sino a una pequeña posada situada a unas quince millas de aquel lugar y cuya puerta ostentaba un cartel con el extraño nombre de la hostería del Bufón. Tuvo una gran satisfacción al saber que el señor Harley Quin seguía hospedado allí. Un minuto después, se hallaba cara a cara con su amigo.
Le estrechó la mano y arrancó a hablar presa de gran agitación.
—Estoy terriblemente preocupado —dijo— y vengo a solicitar su ayuda. Tengo el horrible presentimiento de que quizá sea demasiado tarde y de que la vida de una pobre niña inocente corra un gravísimo peligro.
—Si es usted tan amable de contarme de qué se trata... —expuso el señor Quin sonriendo.
El señor Satterthwaite le lanzó una mirada de reproche.
—Estoy seguro de que lo sabe tan bien como yo; pero, en fin, se lo diré.
En breves palabras le expuso lo acaecido en Abbot's Mede y, como siempre, el señor Quin mostró un profundo interés en escuchar su narración. Estuvo elocuente, sutil y meticuloso en los detalles.
—Como usted ve —terminó—, debe de haber alguna explicación.
Le miró con esa expresión de esperanza con que el perro mira al amo.
—Pero es usted quien debe resolver el problema y no yo —dijo el señor Quin—. Yo no conozco a esa gente. Usted sí.
—Conocí a las hermanas Barron hace cuarenta años —exclamó el señor Satterthwaite con orgullo.
La mirada de simpatía que le dirigió el señor Quin le animó a recordar, como si de un sueño se tratase, lejanos pasajes de la vida.
—¡Qué días aquellos en Brighton! Botticetti-Boatupsetty. ¡Qué tontería, pero cómo nos reíamos en aquella época! Dios mío, claro que yo también era joven como todos. Hacíamos un montón de tonterías. Recuerdo a la doncella que las acompañaba. Se llamaba Alice. Una cosa menudita y pizpireta, y muy ingenua. Recuerdo también que un día la abracé y la besé en uno de los pasillos del hotel y estuve a punto de ser sorprendido por una de las niñas. ¡Cuánto tiempo hace ya de esto, Dios mío!
Meneó la cabeza y lanzó un profundo suspiro. Después, miró al señor Quin.
—¿Decididamente, no puede usted ayudarme? —añadió especulativamente—. Sin embargo, en otras ocasiones...
—En otras ocasiones ha logrado usted el éxito gracias a sus propios esfuerzos —dijo el señor Quin con seriedad—. Y creo que esta vez sucederá lo mismo. Yo en su lugar no perdería tiempo e iría inmediatamente a Abbot's Mede.
—Tiene usted razón —afirmó el señor Satterthwaite—. Era, en realidad, lo que me proponía hacer. ¿No podría persuadirlo para que me acompañase?
El señor Quin hizo un gesto negativo.
—No —dijo—. Mi trabajo aquí ha terminado y partiré dentro de muy poco.
Al llegar a Abbot's Mede, el señor Satterthwaite fue conducido inmediatamente a la presencia de Margery Gale. Estaba sentada, con los ojos enjutos, frente a una mesita del gabinete sobre la que se hallaban esparcidos unos papeles. Algo en su saludo le conmovió. Tenía, al parecer, un gran deseo de verlo.
—Roley y Marcia acababan de marcharse. El accidente, señor Satterthwaite, no ha ocurrido tal como pretenden hacerlo creer los médicos. Estoy segura, completamente segura, de que mamá no se ahogó sola, sino que alguien la forzó a permanecer bajo el agua. Fue asesinada y, quienquiera que fuese el que cometió el crimen, quiere matarme a mí también. De esto no me cabe la menor duda. Ésta es la razón —indicó señalando el documento que tenía ante sí— de que me decidiese a hacer testamento —explicó—. Una cantidad considerable de dinero, así como unas cuantas propiedades, no van anexas al título. Está también la fortuna particular de mi padre. Todo esto se lo dejo a Noel. Sé que es bueno y que sabrá administrarlo piadosamente. De Roley no me fío. Es solo un cazador de dotes. ¿Quiere usted firmar como testigo?
—Mi querida jovencita —contestó el señor Satterthwaite—, un testamento hay que firmarlo ante dos testigos, los cuales deben firmar a la vez.
Margery desestimó con un gesto el consejo legal.
—No creo que eso importe gran cosa —declaró Margery—. Clayton me vio firmar a mí y luego ha firmado ella. Iba a llamar en este instante al mayordomo, pero creo que usted servirá.
El señor Satterthwaite renunció a seguir arguyendo, sacó su pluma y, estaba ya a punto de estampar su firma, cuando se contuvo súbitamente. El nombre que aparecía en la casilla superior a la designada para él, le hizo evocar de pronto un confuso tropel de recuerdos. Alice Clayton.
Algo luchaba por abrirse paso en su cerebro ¡Alice Clayton! Había alguna extraña significación en aquel nombre. Algo que tenía que ver con el señor Quin y se relacionaba con él. Algo que él mismo dijera al señor Quin muy poco tiempo antes.
¡Ah, ya lo tenía! Fue precisamente sobre Alice Clayton. Una cosa menudita y pizpireta. Las personas cambian; ¡sí, pero no tanto! Además, la Alice Clayton que él conoció tenía los ojos pardos. Los objetos empezaron a girar vertiginosamente a su alrededor. Hubo de buscar el apoyo de una silla para no caer y, como procedente de una gran distancia, oyó la voz de Margery que le preguntaba con ansiedad:
—¿Se encuentra mal? ¿Qué le pasa? ¿Está usted enfermo?
Volvía a ser el mismo de siempre. La cogió fuertemente de las manos.
—Querida mía, ahora lo comprendo todo. Debe usted prepararse para recibir una fuerte impresión. La mujer que se halla arriba y a la que usted llama Clayton, no es Clayton. La auténtica Alice Clayton se ahogó en el Uralia.
Margery le miraba con ojos desorbitados.
—Entonces... —dijo—... ¿quién es ella?
—No puedo estar equivocado. La mujer a quien usted llama Clayton no es otra sino Beatrice Barron, la hermana de su madre. ¿Recuerda usted haberme dicho que se hirió en la cabeza con un gran leño? He de deducir que el golpe debió hacerle perder la memoria, y su madre aprovechó la circunstancia para...
—Para apoderarse del título, quiere usted decir —Margery completó la frase con amargura—. Sí, la creo capaz de eso. Es doloroso tener que reconocerlo ahora que ya está muerta, pero ella era así.
—Beatrice era la mayor de las dos hermanas —continuó el señor Satterthwaite—. A la muerte de su tío sería la heredera de todo y a su madre no le hubiese correspondido nada. Esto le impulsó a reconocerla no como su hermana, sino como su doncella. Repuesta después del golpe, pero sin recuperar la memoria, aceptó pasivamente el papel de Alice Clayton que le habían encomendado. Podemos imaginar que no hace mucho que su memoria debe haber empezado de nuevo a aclararse, pero la lesión producida en el cerebro con el golpe que recibió hace años, debe haber acabado por perturbarla.
Margery le contemplaba con ojos enloquecidos por el terror.
—Y por eso mató a mi madre, como quiso también matarme a mí —dijo casi sin aliento.
—Así parece —prosiguió el señor Satterthwaite—. Solo una idea parecía obsesionarla: la de que su herencia había sido robada y que usted y su madre se habían quedado con ella.
—Pero si Clayton es tan vieja...
El señor Satterthwaite permaneció en silencio sumido en los recuerdos. Vio la imagen de aquella anciana de cabellos grises y aspecto marchito, y la rubia esplendorosa que él viera tomando el sol en Cannes. ¿Podían ser hermanas? Recordaba a las hermanas Barron, y su parecido era sorprendente. ¿Solo porque hubiesen tomado distintos derroteros en la vida...?
Meneó la cabeza como bajo el peso de una obsesión y no pudo reprimir un compasivo gesto hacia estas incongruencias de la vida.
Se volvió a Margery y dijo cariñosamente:
—Será mejor que subamos a verla.
Encontraron a Clayton sentada en la pequeña habitación donde cosía. Ni siquiera volvió la cabeza al sentir el ruido que hizo la puerta al abrirse. El señor Satterthwaite no tardó en darse cuenta del porqué.
—Un ataque al corazón
—murmuró al tocar sus rígidos y helados hombros—. Quizá haya sido
mejor así.