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LA SOMBRA EN EL CRISTAL

—Escuche esto —decía lady Cynthia Drake.

Y leyó en voz alta el periódico que tenía entre las manos:

—«El señor y la señora Unkerton celebran esta semana una fiesta en Greenways House. Entre los invitados se encuentran lady Cynthia Drake, el señor y la señora Richard Scott, el comandante Porter (Orden al Servicio Distinguido), la señora Staverton, el capitán Allenson y el señor Satterthwaite.»

—Quisiera saber —comentó lady Cynthia soltando el periódico— qué pretenden. ¡Vaya mezcla de gente han invitado!

Su compañero, el propio señor Satterthwaite, cuyo nombre figuraba al pie de la lista de invitados, la miró interrogante. Se decía que la presencia del señor Satterthwaite en la casa de algún nuevo rico era signo de una cocina excepcionalmente buena o de que en ella se desarrollaba algún drama humano. El señor Satterthwaite sentía una curiosidad poco frecuente por las comedias y tragedias de la vida de sus semejantes.

Lady Cynthia, dama de mediana edad, facciones duras y una dosis considerable de maquillaje, le dio un cariñoso golpe con un ejemplar de la última moda en sombrillas que descansaba cruzada sobre sus rodillas.

—No pretenda usted hacer ver que no me entiende. Lo sabe perfectamente y, lo que es más, estoy convencida de que ha venido a propósito para estar en primera fila de los acontecimientos.

El señor Satterthwaite protestó calurosamente. No tenía la más mínima idea de lo que le estaban hablando.

—Me refiero a Richard Scott. No me dirá que no ha oído nunca hablar de él.

—Sí, claro que sí. ¿No es el gran cazador a quien usted se refiere?

—¡Exactamente! «Grandes osos y tigres, etcétera», como dice la canción. Hay que admitir que él mismo es un enorme león, que, naturalmente, los Unkerton tienen sumo placer en haber cazado. ¡Y la esposa! Una chiquilla encantadora, verdaderamente encantadora; pero tan ingenua que solo tiene veinte años, y él, en cambio, cuenta como mínimo cuarenta y cinco.

—La señora Scott parece encantadora —afirmó sosegadamente el señor Satterthwaite.

—Sí, pobre niña.

—¿Por qué dice usted «pobre niña»?

Lady Cynthia le lanzó una mirada de reproche y continuó tratando el tema a su manera.

—De Porter no hay nada que decir. Un tipo taciturno, quizá. Otro de esos cazadores africanos, silenciosos y quemados por el sol. Siempre el segundo y sombra de Richard Scott y, sin embargo, amigos de toda la vida y todas esas cosas. Si me paro a pensar, creo que estuvieron juntos en aquel viaje.

—¿Qué viaje?

—El viaje. El que organizó la señora Staverton. No irá a decirme que no ha oído usted hablar nunca de la señora Staverton.

—He oído hablar de la señora Staverton —admitió, aunque no de buen grado, el señor Satterthwaite.

El y lady Cynthia intercambiaron miradas significativas.

—Solo a los Unkerton se les podía haber ocurrido una cosa así—se lamentó esta última—. No tienen arreglo... socialmente quiero decir. ¡Invitar a los dos al mismo tiempo! Es evidente que habían oído hablar de la señora Staverton y de su afición a los deportes, de sus viajes y hasta de su famoso libro. ¡Pero la gente como los Unkerton ni siquiera se dan cuenta de cuándo meten la pata! El año pasado me tocó la tarea de intentar inculcarles nuestra rutina social, y solo Dios sabe los sudores que me costó. No podía dejarlos solos ni un momento: «¡No hagan ustedes esto!». «¡Mucho cuidado con aquello!» ¡Gracias a Dios que terminó! No es que nos peleáramos, ¡eso no!, pero prefiero que otro se encargue de esa tarea. Como siempre he dicho, puedo soportar la vulgaridad, pero no soporto la mezquindad.

Después de esta expresión algo críptica, lady Cynthia guardó un breve silencio, rumiando con desagrado la mezquindad de los Unkerton.

—Si aún siguiera ocupándome de ellos —continuó—, les diría sin ambages: «No pueden ustedes invitar a la señora Staverton donde esté Richard Scott. Hubo un tiempo en que los dos...».

Y dejó la frase colgada con toda intención.

—¿Los dos? —preguntó el señor Satterthwaite.

—¡Pero, hombre, si es del dominio público! Aquella excursión al interior... Me sorprende el descaro de esa mujer al aceptar esta invitación.

—Quizá ella no sabía que ellos vendrían —sugirió Satterthwaite.

—O quizá sí. Y esto es lo más probable.

—¿Usted cree...?

—Es lo que podríamos llamar una mujer peligrosa de la que no es fácil librarse. No me gustaría estar en el pellejo de Richard Scott este fin de semana.

—¿Y cree usted que su esposa no está enterada?

—Estoy segura de que no. Pero supongo que algún amigo caritativo tarde o temprano le abrirá los ojos. ¡Caramba! Aquí está Jimmy Allenson. ¡Qué muchacho más simpático! Me salvó la vida en Egipto el invierno pasado cuando estaba a punto de morirme de aburrimiento. ¡Hola, Jimmy! Ven aquí ahora mismo.

El capitán Allenson obedeció y fue a sentarse junto a ella en la hierba. Era un atractivo joven, de unos treinta años, dientes blancos y sonrisa contagiosa.

—Me alegro de que alguien me necesite —observó—. Los Scott están jugando a los tórtolos; juego en el que, como usted sabe, de haber tres, siempre sobra uno. Porter está devorando el Field y yo he corrido el grave peligro de ser objeto de las atenciones de nuestra anfitriona.

Y se echó a reír coreado por lady Cynthia. El señor Satterthwaite, algo chapado a la antigua, al que no le gustaba hacer mofa de sus anfitriones hasta después de haber abandonado la casa, permaneció grave.

—¡Pobre Jimmy! —dijo lady Cynthia.

—«Nunca te importe el porqué, que solo te importe poder volar.» Me he escapado milagrosamente de tener que escuchar la tenebrosa historia del fantasma familiar.

—¿Un fantasma Unkerton? —exclamó lady Cynthia—. Qué horripilante.

—No es un Unkerton —interpuso el señor Satterthwaite—, sino un Greenways. Iba incluido con la casa.

—¡Claro! —añadió lady Cynthia—. ¡Ahora lo recuerdo! Pero no es de los que arrastran cadenas, ¿no es verdad? Es solo algo que se refiere a una ventana.

Jimmy Allenson levantó la vista con presteza.

—¿Una ventana?

De momento, el señor Satterthwaite no contestó. Su mirada, por encima de la cabeza de Jimmy, contemplaba a las tres personas que se acercaban procedentes de la casa. Eran dos hombres y, entre ellos, la figura de una chica delgada. Había una semejanza superficial entre los dos caballeros. Los dos eran altos, morenos, de caras bronceadas por el sol y ojos penetrantes, pero, vistos de cerca, el parecido desaparecía. Richard Scott, cazador y explorador, era un hombre de una extraordinaria e intensa personalidad. Sus maneras irradiaban un fuerte magnetismo. John Porter, su amigo y compañero de caza, era un hombre de constitución hercúlea, cara impasible de esfinge y ojos grises y profundos. Un hombre tranquilo, contento con el papel de segundón junto a su amigo.

Y entre estos dos hombres caminaba Mona Scott, que hasta hacía tres meses había sido Moira O'Connell. Era una mujer esbelta, de grandes ojos pardos y soñadores y cabello de un rojo dorado que rodeaba su cabeza como el halo de las imágenes de los santos.

No debe permitirse que esta niña sufra el más mínimo daño, se dijo Satterthwaite. Sería abominable hacer sufrir a una criatura como ésta.

Lady Cynthia saludó a los recién llegados agitando su moderna sombrilla.

—Siéntense y no interrumpan —dijo—. El señor Satterthwaite nos está contando una historia de aparecidos.

—Me encantan los cuentos de aparecidos —declaró Moira Scott, dejándose caer sobre la hierba.

—¿El del fantasma de Greenways House? —preguntó Richard Scott.

—El mismo. ¿Lo conoce usted?

Scott asintió.

—Acostumbraba a pasar largas temporadas aquí en los viejos tiempos —explicó—. Esto fue antes de que los Elliot se vieran obligados a vender la casa. Se trata del Caballero Vigilante, ¿no es eso?

—¡El Caballero Vigilante! —repitió Moira en voz baja—. Me gusta el nombre. Lo encuentro interesante. Por favor, siga.

Pero el señor Satterthwaite parecía un poco reacio a seguir y le aseguró que carecía en absoluto de interés.

—¡Ahora sí que la ha hecho usted buena, Satterthwaite! —exclamó Richard Scott en tono sardónico—. Esa misma reticencia ha acabado de despertar nuestra curiosidad.

En respuesta al clamor popular, el señor Satterthwaite se vio obligado a hablar.

—En realidad, no es realmente nada interesante —añadió, en tono de disculpa—. Creo que la historia original gira alrededor de un caballero antepasado de la familia Elliot. La esposa era amante de un «cabeza redonda[4]». El amante mató al marido en una de las habitaciones superiores y la culpable pareja huyó de la casa. Pero mientras corrían, al dirigir una última mirada a la casa, vieron el rostro del marido que les observaba desde una ventana. Esta es la leyenda y la historia del aparecido se refiere solo al vidrio de la ventana de una habitación determinada en el que, en realidad, hay una mancha irregular, casi imperceptible desde cerca, pero que de lejos, da la impresión de la cara de una persona mirando al exterior.

—¿De qué ventana se trata? —preguntó Moira Scott, volviendo la vista hacia la casa.

—No se ve desde aquí —contestó el señor Satterthwaite—. Da precisamente al otro lado, pero debo advertir que fue tapiada por dentro con un disimulado entrepaño hace ya unos cuantos años. Unos cuarenta, para ser más preciso.

—¿Y por qué hicieron eso? Tenía entendido que el fantasma no camina.

—Y así es —aseguró el señor Satterthwaite—. Yo creo que ha sido la fantasía popular la que ha dado alas a esta superstición.

A continuación, y con gran habilidad, desvió el curso de la conversación. Jimmy Allenson se lanzó a comentar y desacreditar las prácticas de los adivinadores de Egipto.

—La mayoría de ellos son un fraude. Le dicen a uno una serie de vaguedades sobre su pasado, pero se guardan en comprometerse respecto al futuro.

—Pues yo siempre creí que era todo lo contrario —observó John Porter.

—Tengo entendido que en nuestro país es ilegal pronosticar el futuro —dijo Richard Scott—. Moira persuadió en cierta ocasión a una gitana para que le dijese la buenaventura, pero a renglón seguido la mujer le devolvió el chelín diciendo que no podía comprometerse a decirle la verdad o algo por el estilo.

—Quizá viera algo tan espantoso que no se atrevió a decírmelo —aventuró Moira.

—No se atormente con eso, señora Scott —interpuso Allenson en tono ligero—. Yo, por lo menos, me niego a creer que a usted la amenace ninguna fatalidad.

«¡Quién sabe!», masculló el señor Satterthwaite para sus adentros. «¡Quién sabe!»

De pronto, levantó la vista. Dos mujeres acababan de salir de la casa y se acercaban en aquella dirección. Una era gruesa y baja, con el cabello negro, inapropiadamente vestida con un traje verde jade, y la otra, alta y delgada con un vestido blanco marfil. La primera era su anfitriona, la señora Unkerton y la segunda, una mujer de quien había oído hablar con frecuencia, pero a quien jamás había visto.

—Señora Staverton —anunció la señora Unkerton con gran complacencia—. Aquí unos amigos.

—Unos amigos que tienen la deplorable virtud de hablar siempre de las cosas más desagradables —murmuró lady Cynthia, pero el señor Satterthwaite no la escuchaba. Observaba detenidamente a la señora Staverton.

Esta, muy desenvuelta y natural, saludó:

—¡Hola, Richard! Hace siglos que no nos vemos. Siento no haber podido asistir a tu boda. ¿Es ésta tu esposa? Estará usted aburrida de oír siempre las mismas historias en boca de los amigotes de su marido.

La respuesta de Moira fue adecuada aunque algo tímida. La mirada apreciativa de la mujer mayor no tardó en desplazarse hacia otro viejo amigo.

—¡Hola, John!

El mismo tono desenvuelto, pero con una sutil diferencia. Una calidez ausente en los saludos anteriores.

Luego, una súbita sonrisa transformó por completo su semblante. Lady Cynthia había acertado por completo. ¡Una mujer peligrosa! Muy rubia, ojos azules y profundos —no los típicos de una sirena— cuya cara en reposo tenía una expresión mezcla de cansancio y ansiedad, Una mujer con una voz suave y aterciopelada y una sonrisa repentina y deslumbrante.

Iris Staverton se sentó. Natural e inevitablemente se convirtió en el centro del grupo, el lugar que uno hubiera pensado que le pertenecía.

El señor Satterthwaite salió de su ensimismamiento al oír la voz del comandante Porter proponiéndole un pequeño paseo que aceptó gustoso, no obstante su poca inclinación a pasear. Ambos hombres se alejaron por el prado.

—Era muy interesante esta historia que acaba usted de contar —dijo el comandante.

—Le enseñaré la ventana —contestó el señor Satterthwaite.

Lo condujo, dando un rodeo, al lado oeste de la casa, donde había un pequeño y bien cuidado jardín conocido por el nombre de jardín de los Confidentes, y que parecía hacer honor a su nombre, pues estaba totalmente rodeado de altos macizos de acebo que zigzagueaban hasta la entrada.

Una vez dentro de él, la vista se deleitaba en la contemplación de unos encantadores y bien cuidados parterres florales, enlosados senderos y bajos bancos de piedra primorosamente labrados. Al llegar al centro del jardín, el señor Satterthwaite se volvió y señaló la casa. Esta corría longitudinalmente de norte a sur. En la estrecha pared occidental se veía una solitaria ventana situada en el primer piso, casi cubierta por la yedra, con tétricos cristales y que, como fácilmente podía observarse, estaba tapiada con una gran plancha de madera por el interior.

—Ahí la tiene —dijo el señor Satterthwaite.

Porter estiró el cuello y miró en la dirección que le indicaban.

—Todo lo que veo es una especie de decoloración en uno de los cristales, nada más.

—Estamos demasiado cerca —añadió el señor Satterthwaite—. Hay un claro en una de las arboledas de la colina desde donde podremos tener una buena vista.

Salieron del jardín de los Confidentes y, torciendo bruscamente a la izquierda, entraron en los bosques. Una especie de afán exhibicionista le dominaba, sin reparar en la poca atención que su compañero prestaba a sus palabras.

—Como es natural, al tapiar esta ventana, tuvieron que hacer otra —explicó—. La nueva está orientada al sur y domina el césped donde hemos estado sentados. Me imagino que los Scott son los que ocupan esa habitación. Por eso juzgué prudente no seguir con el relato. Quizá la señora Scott se hubiese puesto nerviosa al saber que dormía en lo que pudiéramos llamar la habitación encantada.

—Ya veo, ya... —dijo Porter.

El señor Satterthwaite le miró de pronto y advirtió que Porter ni siquiera se había dignado escucharle.

—Muy interesante —añadió este último, cortando con su bastón los tallos de unas florecillas silvestres. Frunció el ceño y añadió—: No debía haber venido. Ella no debió haber venido.

La gente solía hablar de aquella forma al señor Satterthwaite. Parecía tan anodino, de una personalidad tan poco importante... Y sin embargo, era un oyente atento.

—No —repitió Porter—, nunca debería haber venido.

Instintivamente el señor Satterthwaite supo que no se refería a la señora Scott.

—¿Lo cree usted así? —preguntó.

Porter meneó la cabeza como perdido en sus pensamientos.

—Yo también estaba en ese viaje —exclamó abruptamente—. Los tres estuvimos: Scott, Iris y yo. Es una mujer admirable y con una condenadamente buena puntería —Hizo una pausa—. ¿Por qué la invitaron? —acabó con brusquedad.

El señor Satterthwaite se encogió de hombros.

—Por ignorancia —contestó.

—Va a haber problemas —declaró el primero—. Debemos estar alerta... y hacer lo que podamos.

—Pero, en realidad, la señora Staverton...

—Me refería a Scott —Hizo una breve pausa—. Como usted comprenderá, hemos de tener muy en cuenta a la señora Scott.

En realidad, este detalle no se había escapado a la perspicacia del señor Satterthwaite, pero no creyó prudente mencionarlo, ya que su interlocutor pareció no haberse dado cuenta de él hasta el último momento.

—¿Cómo conoció Scott a la que es hoy su esposa? —preguntó.

—El invierno pasado en El Cairo. Fue una boda casi relámpago. Se prometieron a las tres semanas y se casaron a las seis.

—Ella parece una muchacha encantadora.

—Y lo es, sin duda alguna. Y él la adora, aunque esto último no cambia las cosas. —De nuevo el comandante Porter repitió algo, como para sí, conjugando el verbo de manera que solo a una determinada persona podía hacer referencia—: ¡Al diablo con todo! Repito que ella no debería haber venido.

En aquel momento, salieron a un alto a no mucha distancia de la casa. El señor Satterthwaite se sintió de nuevo poseído de su espíritu exhibicionista. Alargó el brazo y exclamó:

—¡Fíjese!

La noche caía rápidamente. La ventana aún se veía con perfecta claridad y, pegada a uno de los cristales, se divisaba claramente la silueta de una cabeza de hombre rematada por un ancho sombrero emplumado de caballero medieval.

—Muy curioso —dijo Porter—. Verdaderamente curioso. Pero ¿qué sucedería si, algún día, destrozaran ese cristal?

El señor Satterthwaite sonrió.

—Esa es precisamente una de las partes más interesantes de la historia. Ese cristal ha sido reemplazado, que yo sepa, por lo menos once veces. Quizá más. La última vez, hará unos doce años, cuando el nuevo propietario de la casa decidió acabar de una vez con la leyenda. Pero siempre ocurre lo mismo: por extraño que parezca, la mancha reaparece, no súbita, sino gradualmente, puesto que la decoloración tarda uno o dos meses en formarse.

Por primera vez, Porter mostró cierto interés en lo que escuchaba. Experimentó un repentino y rápido estremecimiento.

—Condenadas leyendas. No vale la pena hacerles caso. Y cuál fue el verdadero motivo de que se tapiara la ventana?

—Pues que empezó a circular el rumor de que la habitación traía mala suerte. Los Evesham estuvieron en ella y al poco tiempo se divorciaron. Stanley y su mujer también la ocuparon y el marido no tardó en huir del lado de su esposa y escaparse con una corista.

Porter enarcó las cejas.

—Por lo que veo, la amenaza no es a las vidas, sino a la moral.

Y ahora, pensó el señor Satterthwaite para sí, son los Scott los que la ocupan. ¡Quién sabe si...!

Emprendieron el regreso a la casa en silencio. Al caminar sin ruido por la blanda hierba, cada uno absorbido en sus propios pensamientos, tuvieron que escuchar sin querer lo que alguien decía.

Bordeaban uno de los macizos de acebo cuando, desde el fondo del jardín de los Confidentes, llegó hasta ellos la voz clara de Iris Staverton, que decía con tono airado:

—¡Lamentarás esto! ¡Lo lamentarás!

La voz baja y entrecortada de Scott contestó unas frases ininteligibles y, de nuevo, la voz de la mujer se alzó nuevamente y dejó oír unas palabras que ambos hombres recordarían posteriormente.

—Los celos son malos consejeros. Son obra del Diablo y pueden llevarlo a uno hasta el crimen. ¡Ten cuidado, Richard! ¡Por lo que más quieras, ten cuidado!

Y a continuación, ella salió del jardín y dio la vuelta a la casa sin verles, alejándose a paso rápido, como temerosa de que alguien pudiera seguirla.

El señor Satterthwaite recordó las palabras de lady Cynthia. Una mujer peligrosa. Por primera vez cruzó por su mente la visión de una tragedia que, rápida e inexorable, estuviera a punto de desencadenarse.

Sin embargo, aquella misma noche sintió vergüenza por sus temores. Todo parecía sereno y normal. Iris Staverton, con su natural desenvoltura, no daba muestras de tensión alguna. Moira Scott continuaba siendo la encantadora y sencilla muchacha de siempre. Las dos mujeres parecían llevarse con la más perfecta armonía. El propio Richard Scott parecía lleno de la mayor jovialidad.

La única persona que parecía preocupada de veras era la señora Unkerton, que decidió confiarse al señor Satterthwaite.

—Sea o no una tontería, hay algo que me pone los pelos de punta. Se lo diré con franqueza. Sin que Ned lo sepa, he decidido enviar a buscar al cristalero.

—¿Al cristalero?

—Sí. Para colocar un nuevo cristal en esa ventana. Ned está orgulloso de ella, dice que da a la casa cierta nota de distinción. A mí, francamente, me desagrada. Al menos tendremos un cristal moderno, limpio y desprovisto de historias desagradables.

—Se olvida usted —dijo el señor Satterthwaite—, o quizá lo ignore, que la mancha acaba siempre por volver a salir.

—Puede que sea así —contestó la señora Unkerton—, pero si eso ocurriera, tendría que admitir que se trata de algo sobrenatural.

El señor Satterthwaite se limitó a alzar las cejas sin contestar.

—Y aunque así fuese —prosiguió la señora Unkerton, en actitud de desafío—, no estamos en situación económica tan precaria, Ned y yo, como para no poder comprar un cristal cada mes o cada semana si fuese preciso.

El señor Satterthwaite no aceptó el desafío. Había visto derrumbarse tantas cosas bajo la acción demoledora del dinero, que llegó a tener sus dudas de que un caballero, por muy fantasma que fuera, pudiese entablar con probabilidades de éxito una lucha contra tan poderoso elemento. Sin embargo, estaba interesado en la preocupación manifiesta de la señora Unkerton. Ni aun ella podía sustraerse a la tensión que había en el ambiente y que pretendían atribuir más a la historia del fantasma que a la incompatibilidad de caracteres de los huéspedes presentes.

El señor Satterthwaite estaba destinado a volver a oír otro fragmento de conversación que acabó de arrojar alguna luz sobre la situación. Subía la escalinata hacia su habitación, cuando vio a John Porter y a la señora Staverton sentados en un rincón de la gran sala y oyó cómo esta última decía con su agradable voz alterada por un leve tono de irritación:

—No tenía la más remota idea de que pudiese encontrarme aquí con los Scott y, por descontado, te digo que, de haberlo sabido, querido John, no hubiera venido. Pero también te aseguro, querido John, que una vez aquí, no pienso salir huyendo.

El señor Satterthwaite siguió subiendo y se perdió el resto de la conversación. Murmuró para sí: No sé qué pensar. ¿Qué habrá de verdad en lo que acaba de decir? ¿Lo sabía? ¿No? Veremos qué sale de todo esto.

Y meneó la cabeza de un lado a otro.

La clara luz de la mañana siguiente le hizo pensar que su imaginación le había impulsado a considerar los acontecimientos de la tarde anterior bajo una luz de excesivo dramatismo. Había cierta tensión, era innegable dadas las circunstancias, pero nada más. Las personas acaban siempre por entenderse. Sus temores sobre una catástrofe inminente eran producto de los nervios, puros nervios, o quizá del hígado. Sin duda. Recordó que dentro de una quincena, tenía que ir a Carlsbad[5].

Al atardecer, él mismo propuso un paseo antes de que anocheciera del todo. Sugirió al comandante Porter llegarse de nuevo hasta el claro del bosquecillo para comprobar si la señora Unkerton había cumplido su palabra y había hecho cambiar el cristal de la ventana.

Se dijo a sí mismo: Ejercicio. Eso es lo que necesito: un poco de ejercicio.

Los dos hombres caminaron lentamente a través de la arboleda. Porter, como de costumbre, permaneció en silencio.

—No puedo por menos de creer —charló locuazmente el señor Satterthwaite— que estuvimos un tanto desacertados en nuestras elucubraciones de ayer. Me refiero a la idea que teníamos de que algo malo estaba a punto de ocurrir. Después de todo, las personas deben saber comportarse, dominar sus propios sentimientos y todo lo demás.

—Quizá. —contestó lacónicamente Porter. Y añadió después de transcurridos un par de minutos—: Personas civilizadas.

—¿Qué quiere usted decir?

—Que no es infrecuente que las gentes que han vivido largo tiempo alejadas de la civilización retrocedan. Que den un salto atrás o como quiera llamarlo.

Habían salido a la pequeña explanada tapizada de hierba. El señor Satterthwaite respiraba con cierta dificultad. Nunca le habían gustado las cuestas.

Miraron hacia la ventana. La cara seguía allí, más vívida que nunca.

—Parece que nuestra anfitriona se ha arrepentido.

Porter se limitó a dirigir un vistazo fugaz.

—Unkerton ha debido intervenir —dijo con indiferencia—. Es de esos hombres que se sienten honrados con la presencia de un fantasma en el seno de la familia y que por nada del mundo renunciarían a él después de haber pagado dinero contante y sonante por su adquisición.

Permaneció en silencio durante unos instantes, con la mirada fija, no en la casa, sino en los espesos matorrales que les rodeaban.

—¿Nunca se le ha ocurrido pensar —prosiguió— que la civilización es condenadamente peligrosa?

—¿Peligrosa?

Esta observación un tanto revolucionaria sorprendió vivamente al señor Satterthwaite.

—Sí. No hay en ella lo que pudiéramos llamar válvulas de seguridad.

Se volvió rápidamente y ambos iniciaron el descenso por la misma ruta que habían tomado para subir.

—He de confesar que no acabo de comprenderle —dijo el señor Satterthwaite, moviendo con celeridad las piernas para poder seguir las descomunales zancadas de su compañero—. La gente razonable...

Porter lanzó una carcajada corta y desconcertante y miró al atildado caballero que le acompañaba.

—Quizá crea usted que lo que voy a decirle es pura charlatanería, pero lo cierto es que así como hay gentes que pueden olfatear en el aire la proximidad de una tormenta, los hay que pueden predecir con absoluta certeza la existencia de un grave peligro. Se aproxima un peligro, señor Satterthwaite, un peligro enorme. ¡En cualquier instante, cuando menos lo esperemos, puede que...!

Se detuvo en seco, asiendo con fuerza el brazo del señor Satterthwaite y, durante el breve y tenso instante de silencio que transcurrió, pudieron oírse claramente dos detonaciones seguidas por un grito, el alarido angustioso de la voz de una mujer.

—¡Dios mío! —exclamó Porter—. ¡Ya ha ocurrido!

Y se lanzó frenéticamente por el camino con el señor Satterthwaite tras él pisándole jadeante los talones. En menos de un minuto, estuvieron junto a los macizos que rodeaban el jardín de los Confidentes. Al mismo tiempo, y por el lado opuesto de la casa, aparecieron Richard Scott y el señor Unkerton, que se detuvieron al verlos, mirándose mutuamente y a izquierda y derecha del jardín de los Confidentes.

—Ha... ha sonado por allí —dijo el señor Unkerton, señalando con una mano temblorosa.

—Vamos a verlo —dijo Porter, y se dirigió resueltamente al interior del cercado. Al dar la vuelta al último recodo de la entrada, se detuvo de golpe. El señor Satterthwaite miró por encima de su hombro. Richard Scott soltó un grito de horror.

Había tres personas en el jardín de los Confidentes. Dos yacían sobre el césped, cerca de uno de los bancos de piedra. Un hombre y una mujer. La tercera era la señora Staverton, que estaba de pie junto a ellos y los contemplaba con ojos enloquecidos por el horror, sosteniendo algo en su mano derecha.

—Iris —gritó Porter—. ¡Por el amor de Dios, Iris! ¿Qué tienes en la mano?

Ella bajó la vista sobre el objeto con una expresión entre sorprendida y una inconcebible indiferencia.

—Una pistola. —y añadió después de unos segundos que parecieron una eternidad—: La he recogido del suelo.

El señor Satterthwaite se dirigió al lugar en que Richard Scott y Unkerton permanecían arrodillados en el césped.

—Un médico —decía este último—. Hay que llamar enseguida a un médico.

Pero era ya demasiado tarde para cualquier médico. Jimmy Allenson, el hombre que se burlaba de los vaticinios sobre el futuro, y Moira Scott, a la que la gitana devolviera el chelín, yacían exánimes uno junto al otro.

Fue Richard Scott quien completó un ligero examen. Sus nervios de acero se hicieron evidentes en aquel momento de crisis. Después del grito de desesperación, volvía a ser el mismo.

Depositó tiernamente el cadáver de su esposa en el suelo.

—Un tiro en la espalda —dijo lacónicamente— que la ha atravesado de lado a lado.

Después manipuló el cuerpo de Jimmy Allenson. La herida estaba en el pecho y la bala había quedado alojada en su interior.

John Porter se acercó a ellos.

—No debe tocarse nada —dijo con sequedad—. La policía debe ver las cosas tal cual están en este momento.

—¡La policía! —exclamó Richard Scott como si despertara.

Sus ojos brillaron con súbito fulgor y volvió la vista hacia la mujer que permanecía inmóvil junto al macizo de acebo. Dio un paso en su dirección, pero Porter se movió también para cortarle el paso. Las miradas de los dos amigos se cruzaron como las aceradas hojas de dos espadachines.

Porter meneó la cabeza en una lenta negativa.

—No, Richard —habló—. Quizá lo parezca, pero te aseguro que te equivocas.

Richard Scott habló con dificultad, humedeciendo sus labios resecos:

—Entonces... ¿por qué tiene esa pistola en la mano?

De nuevo Iris Staverton volvió a contestar con voz apagada e inexpresiva:

—La he recogido del suelo.

—La policía —dijo Unkerton incorporándose—. Hay que llamar inmediatamente a la policía. Usted mismo podría hacerlo, señor Scott. Alguien ha de permanecer aquí. Sí, eso es, que alguien se quede.

Con su corrección habitual, el señor Satterthwaite se ofreció a hacerlo, cosa que, con gran alivio por su parte, aceptó el anfitrión.

—Las señoras —trató de explicar—. Debo ser yo quien comunique la noticia a las señoras. A mi querida esposa y a lady Cynthia.

El señor Satterthwaite permaneció en el jardín de los Confidentes, observando atentamente el cuerpo de la que en vida se llamaba Moira Scott.

¡Pobre niña!, se dijo a sí mismo. ¡Pobre niña...!

Reflexionó unos momentos acerca de la maldad humana ¿No era acaso Richard Scott responsable en cierto modo de la muerte de su esposa? Aunque no le gustara la idea, supuso que colgarían a Iris Staverton, pero ¿a quién sino a Richard Scott podría atribuirse parte de la culpa? La maldad de los hombres...

Y la muchacha, la inocente, había pagado.

La contempló con profunda piedad. Su carita angelical, tan blanca y tan ansiosa de vivir. Su sonrisa constante, que parecía aún bailarle en los labios. Sus finos y rubios cabellos. Sus orejas sonrosadas. Había una pequeña mancha de sangre en uno de los lóbulos y su natural instinto detectivesco le hizo suponer que uno de los pendientes se habría desprendido por la fuerza de la caída. Estiró cuanto pudo el cuello hasta que consiguió ver que una perla colgaba del otro lóbulo.

¡Pobre niña, pobre niña!

—Y ahora, caballero, usted dirá —dijo el inspector Winkfield.

Se hallaban en la biblioteca. El inspector, un fornido y avezado agente de la ley que frisaba los cuarenta años, estaba finalizando sus investigaciones. Había interrogado a la mayor parte de los huéspedes y ya se había formado un criterio más o menos definido sobre el caso. En esos momentos, escuchaba los relatos del señor Satterthwaite y del comandante Porter. El señor Unkerton, desplomado en un sillón, miraba con ojos desorbitados a la pared de enfrente.

—Según creo comprender —decía el inspector—, ustedes habían salido con la sola idea de dar un paseo y volvían a la casa por el sendero que tuerce a la izquierda y sigue a lo largo de lo que llaman el jardín de los Confidentes. ¿Es eso?

—Correcto, inspector.

—Ustedes oyeron dos disparos y un grito agudo de una mujer, ¿verdad?

—Sí.

—Después corrieron tanto como pudieron, salieron del bosquecillo y llegaron a la única entrada del mencionado jardín. Si alguien hubiese salido de él, forzosamente tendría que haberlo hecho por la única entrada, debido a que los setos son impenetrables. Si alguien hubiera salido de los jardines y se hubiera dirigido hacia la derecha, se hubiese topado inevitablemente con el señor Unkerton o con el señor Scott y, de haberse dirigido hacia la izquierda, no lo podría haber hecho sin ser visto por ustedes. ¿Es esto correcto?

—Así es —dijo el comandante Porter, muy lívido.

—Esto lo completa todo —prosiguió el inspector—. Resumiendo: el señor y la señora Unkerton, acompañados de lady Cynthia Drake, estaban sentados en el césped; el señor Scott estaba en la sala del billar, que da precisamente hacia ese césped. A las seis y diez la señora Staverton salió de la casa, cruzó unas cuantas palabras con los que se hallaban allí sentados y se encaminó, doblando la esquina de la casa, en dirección al jardín de los Confidentes. Dos minutos después se oyeron los tiros. El señor Scott salió disparado de la casa y, junto con el señor Unkerton, se dirigió al mencionado jardín. Al mismo tiempo, y en dirección opuesta, aparecieron usted y el señor... eh... Satterthwaite. La señora Staverton estaba allí con una pistola en la mano de la que se habían disparado dos tiros. En mi opinión, ella disparó primero a la mujer que estaría sentada de espaldas en el banco. El capitán Allenson trató de abalanzarse sobre la agresora, pero fue herido en el pecho cuando se dirigía hacia ella. Tengo entendido que había habido... eh... cierta relación entre ella y el señor Scott.

—¡Eso es una condenada mentira! —exclamó Porter con voz estentórea y retadora.

El inspector meneó la cabeza sin contestar.

—¿Cuál es su declaración? —preguntó el señor Satterthwaite.

—Dice que fue al jardín de los Confidentes buscando solo un poco de reposo y tranquilidad y que, en el momento mismo de doblar el último recodo, oyó los dos disparos. Que entró, que vio una pistola en el suelo y que la recogió. Nadie se cruzó con ella ni a nadie vio en el jardín, con excepción de las dos víctimas —El inspector hizo una pausa elocuente—. Eso es lo que ella ha manifestado y, aunque la previne haciéndole saber que cuanto dijese podría ser utilizado en su contra, insistió en hacer esta declaración.

—Si ella lo ha dicho —interpuso el comandante Porter con la cara presa todavía de una mortal palidez—, es que es la pura verdad. Conozco a Iris Staverton.

—Bien, señor —contestó el inspector—, tenemos tiempo de sobra para volver a tratar esa cuestión. Mientras tanto, me veo obligado a cumplir con mi deber.

Con un brusco movimiento, Porter se volvió hacia el señor Satterthwaite.

—¿Y usted? ¿No puede acaso ayudarnos? ¿No puede usted hacer nada en favor de esa pobre mujer?

El señor Satterthwaite no pudo por menos que sentirse profundamente halagado al ver que alguien como Porter se dignaba solicitar la ayuda de él, el más insignificante de los hombres.

Estaba a punto de articular una evasiva respuesta cuando Thompson, el mayordomo, entró con una bandeja sobre la que podía verse una tarjeta, y se acercó a su señor anunciándose con una tosecilla significativa.

El señor Unkerton continuaba desplomado sobre el sillón sin participar en todo cuanto ocurría.

—Le dije al caballero que seguramente el señor no podría recibirlo —dijo Thompson—. Pero insistió en que tenía una cita importante y que era de la máxima urgencia.

Unkerton tomó la tarjeta.

—Señor Harley Quin —leyó—. Recuerdo que tenía que verme acerca de la compra de un cuadro. Es verdad que quedamos en vernos, pero dadas las circunstancias...

Pero el señor Satterthwaite se había adelantado al escuchar el nombre.

—¿Ha dicho usted señor Harley Quin? —preguntó sorprendido—. ¡Qué coincidencia! Señor Porter, ¿me preguntaba usted si podía ayudarle? Pues bien, creo que puedo. Este señor Quin es un amigo, o mejor dicho, un conocido mío. Es el hombre más sorprendente que pueda usted imaginar.

—Supongo que será alguno de esos aficionados a resolver problemas policíacos —observó en tono jocoso el inspector.

—No —contestó el señor Satterthwaite—, no es de ese tipo de gente, pero posee la facultad, la misteriosa facultad de mostrarle lúcidamente cuanto haya usted podido ver con sus propios ojos y escuchar con sus propios oídos. Démosle al menos un bosquejo de cuanto ha ocurrido y escuchemos lo que tenga que decirnos.

El señor Unkerton consultó con la mirada al inspector, quien lanzó un fuerte resoplido y se puso a mirar displicentemente al techo. Después, el primero le hizo una pequeña señal de aquiescencia a Thompson, quien abandonó la habitación y volvió a los pocos instantes, acompañado de un desconocido, alto y delgado.

—¿Señor Unkerton? —saludó el extraño personaje, estrechando la mano del dueño de la casa—. Siento molestar en momentos tan intempestivos. Dejaremos nuestra charla sobre ese cuadro para mejor ocasión. ¡Ah! Mi amigo, el señor Satterthwaite. ¿Tan enamorado como siempre de los dramas?

Por un instante, una ligera sonrisa se dibujó en los labios del recién llegado al pronunciar estas palabras.

—Señor Quin —dijo el señor Satterthwaite, visiblemente emocionado—, estamos tratando de esclarecer un drama que acaba de tener lugar en esta casa y desearíamos, tanto el señor Porter como yo, oír su opinión sobre el mismo.

El señor Quin se sentó. La pantalla coloreada de una de las lámparas arrojaba una luz brillante sobre el gabán a cuadros, dejando su rostro en la sombra como cubierto por una máscara.

Sucintamente el señor Satterthwaite expuso los aspectos principales de la tragedia. Después se detuvo, casi sin aliento, para escuchar las palabras del oráculo.

Pero el señor Quin se limitó a menear la cabeza.

—Una aciaga historia —comentó—. Una tragedia verdaderamente triste y espantosa. La ausencia de motivo aparente la hace muy intrigante.

Unkerton le miró con sorpresa.

—Creo que no lo ha entendido usted bien —añadió—. Alguien oyó a la señora Staverton proferir amenazas graves contra el señor Richard Scott. Estaba mortalmente celosa de su mujer. Celos...

—Estamos completamente de acuerdo sobre este particular —contestó Quin—. Los celos o la posesión demoníaca. Todo es lo mismo. Quizá no me haya expresado con claridad. A lo que yo me refería era al asesinato del capitán Allenson, no al de la señora Scott.

—Tiene usted razón —exclamó Porter, saltando como movido por un resorte—. Hay algo inconsistente en todo esto. Si Iris hubiese decidido matar a la señora Scott, lo lógico hubiera sido que esperase el momento de encontrarse a solas con ella. No me cabe la menor duda. Estamos sobre una pista falsa y creo tener la solución de lo ocurrido. Solo tres personas estaban en aquel momento presentes en el jardín de los Confidentes. Eso es evidente y no trato, por lo tanto, de refutarlo. Pero yo reconstruyo la tragedia de un modo diferente. Supongamos que Jimmy Allenson dispara primero contra la señora Scott y luego vuelve el arma contra sí mismo. Eso es perfectamente lógico, ¿verdad? La pistola se le escapa de las manos al caer y luego es recogida por Iris, según ella misma ha declarado. ¿Qué dice usted a esto, inspector?

Este meneó la cabeza.

—Que es inadmisible, comandante Porter. Si el capitán Allenson hubiese vuelto él arma contra sí mismo, como usted acaba de decir, sus ropas mostrarían alguna señal.

—Quizá mantuviera la pistola a cierta distancia del cuerpo.

—¿Con qué fin? No es lógico. Además, carecería absolutamente de motivo.

—Podría haber perdido la cabeza repentinamente —murmuró Porter, sin gran convicción. Nuevamente guardó silencio. Mas de pronto se irguió y preguntó en tono de reto:

—¿Y bien, señor Quin?

Este último meneó la cabeza.

—No soy ningún mago. Ni siquiera un criminalista. Pero le diré, eso sí, una cosa, y es que creo en el valor de las impresiones. En los momentos de crisis, hay siempre un momento que se destaca sobre los demás; una imagen que subsiste cuando las otras ya se han desvanecido. El señor Satterthwaite habrá sido, a mi entender, entre todos los presentes, quien menos se habrá dejado influir por ideas preconcebidas. ¿Quiere usted retroceder en sus recuerdos, señor Satterthwaite, y decirnos con exactitud el instante que con más fuerza le impresionó? ¿Fue cuando oyeron los disparos? ¿Cuando vieron los cadáveres? ¿Cuando vio la pistola en manos de la señora Staverton? Borre de su mente toda idea preconcebida y cuéntenoslo.

El señor Satterthwaite clavó la mirada en el rostro del señor Quin como un niño a quien se le obliga a repetir una lección de la que no está muy seguro.

—No —contestó pausadamente—. No fue nada de todo eso. El momento que siempre recordaré será cuando me vi solo y arrodillado junto al cadáver de la señora Scott. Descansaba sobre un costado, con el cabello desordenado y con una pequeña mancha de sangre en el lóbulo de una de sus orejas.

Al acabar de pronunciar estas últimas palabras, sintió la impresión de que aquel detalle tan insignificante encerraba algo terrible y de gran trascendencia.

—¿Sangre en la oreja? ¡Ah, sí! Ahora recuerdo —dijo Unkerton con voz queda.

—Uno de los pendientes debió haber saltado por el impacto de la caída —añadió el señor Satterthwaite.

Esta última afirmación le pareció improbable en el mismo momento que la decía.

—Ella yacía sobre el costado izquierdo —dijo Porter—, y supongo que será esa la oreja que usted menciona.

—No —replicó el señor Satterthwaite, sin titubear—. A la que yo me refería era precisamente a la oreja derecha.

El inspector tosió.

—Encontré esto en la hierba —concedió, mostrando un pequeño aro de oro.

—Pero, por el amor de Dios, inspector —exclamó Porter—, un pendiente no puede haberse hecho pedazos por la mera caída de un cuerpo sobre la hierba. Es más probable que haya sido roto por una bala.

—Así fue —dijo el señor Satterthwaite con repentina inspiración—. Fue una bala. Debe de haber sido una bala.

—Pero solo hubo dos disparos —aclaró el inspector—. Una bala no pudo rozarle la oreja y herirla al propio tiempo por la espalda. Y si un disparo se llevó uno de los pendientes y otro le produjo la muerte, ¿cómo se explica el caso de Allenson...? A menos que... que este hubiese estado frente a ella, muy cerca. Pero no, ni aun así. A menos que... que...

—Que ella hubiese estado en sus brazos. ¿No era eso lo que quería decir usted? —completó el señor Quin con una sonrisa peculiar—. Y bien, ¿por qué no?

Hubo un intercambio de miradas atónitas entre todos los presentes. La idea parecía inadmisible. ¿Allenson y la señora Scott? Imposible.

—¡Pero si apenas se conocían! —exclamó el señor Unkerton, no pudiendo dar crédito a esta suposición.

—No lo sé —dijo el señor Satterthwaite pensativo—. Quizá se conociesen más de lo que nosotros creemos. Lady Cynthia me dijo que Allenson la salvó de morirse de aburrimiento el invierno pasado en Egipto. Y usted —añadió volviéndose a Porter— me contó que, en el invierno pasado y en El Cairo, fue donde Richard Scott conoció a su esposa. ¿Quién nos dice que no intimaron allí también estos dos?

—Apenas se les veía juntos —observó Unkerton.

—Al contrario, más bien parecían esquivarse el uno al otro. Y ahora que pienso...

Como sorprendidos de las conclusiones a las que inesperadamente se había llegado, las miradas se concentraron nuevamente en el señor Quin.

Este se levantó de su asiento.

—¿Han visto ustedes la luz que la impresión del señor Satterthwaite ha arrojado sobre este asunto? —Y añadió volviéndose al señor Unkerton—: Ahora le toca a usted.

—¿Eh? No le comprendo.

—Al entrar en esta casa, observé que estaba usted profundamente pensativo y desearía conocer qué pensamiento era el que le obsesionaba. No importa que no parezca guardar relación alguna con la tragedia ni que crea que es una mera superstición —Unkerton se sobresaltó ligeramente—. Díganosla.

—En realidad no tiene importancia —empezó a decir Unkerton—, ni tiene que ver con lo que aquí se está tratando, y estoy seguro de que solo servirá para provocar la hilaridad de los presentes. Pero, en fin, allá va. Estaba deseando que mi mujer no hubiese tenido nunca la idea de cambiar el cristal de la ventana conocida en esta casa con el nombre de «la ventana encantada». Tenía el presentimiento de que hacerlo acarrearía una maldición sobre nosotros.

Se detuvo sorprendido al ver la fijeza con que dos personas le miraban.

—Pero si no lo ha cambiado todavía —dijo al fin el señor Satterthwaite.

—Sí. Fue lo primero que mandó hacer esta misma mañana.

—¡Dios mío! —exclamó Poner—. Ahora empiezo a comprender. Esa habitación no está empapelada, sino artesonada, ¿verdad?

—Así es. Pero ¿qué tiene eso que ver con...?

Pero Porter ya había salido disparado de la habitación y se dirigía al dormitorio que ocupaban los Scott. Los demás le siguieron. Era un lindo dormitorio artesonado con artísticos entrepaños pintados de color crema con dos ventanas orientadas al mediodía. Porter empezó a palpar la madera que corría a lo largo de la pared oeste.

—Tiene que haber un resorte en alguna parte. ¡Ah!

Hubo un sonido seco y uno de los entrepaños se descorrió, dejando ver la tétrica vidriera de la ventana encantada. Uno de los cristales era nuevo y limpio. Porter se agachó y recogió algo del suelo. Era un fragmento de una pluma de avestruz. Después miró al señor Quin. Este asintió.

Atravesó la habitación y se dirigió a un armario en el que había profusión de sombreros de la difunta y sacó uno de anchas alas y retorcidas plumas. Un costoso sombrero Ascot.

El señor Quin empezó a hablar en un tono reflexivo.

—Imaginemos —dijo— a un hombre que por naturaleza sea intensamente celoso. Un hombre que haya estado aquí hace años y que conoce el secreto del resorte en el artesonado. Sin más ánimo que el de distraerse, abre un día la ventana y pasea su mirada sobre el jardín de los Confidentes. En él, y seguros de que nadie puede sorprender su secreto, están su mujer y un hombre. Los contempla unos instantes. No puede tener duda de la relación que existe entre ellos. La cólera le ciega. ¿Qué hace? Se le ocurre una idea. Se dirige al armario y se cubre la cabeza con un emplumado sombrero de anchas alas. Está anocheciendo y recuerda la historia de la mancha sobre el cristal. Cualquiera que levante la vista en aquella dirección creerá estar viendo la sombra del Caballero Vigilante. Al amparo de su disfraz, los sigue observando y, en el momento en que ve que uno se echa en brazos del otro, dispara. Su tiro es certero, fatal. Los ve caer y, loco de furia, vuelve a disparar. Esta vez la bala solo acierta a rozar una oreja de la infiel y llevarse uno de sus pendientes. Luego arroja la pistola al jardín, corre escaleras abajo y sale a unirse con los demás, atravesando la sala del billar.

Porter dio un paso hacia él.

—¿Y cómo permitió que acusaran a una inocente? —gritó—. ¿Por qué? ¿Por qué?

—Creo conocer la razón —contestó el señor Quin—. Me imagino, y conste que esto es solo una mera suposición mía, que Richard Scott estuvo un tiempo perdidamente enamorado de Iris Staverton. Tan perdidamente que aún, después de largos años de separación, los celos siguen atormentándole. Hasta casi me atrevo a suponer que hubo un tiempo en que la misma Iris Staverton llegó a creer que estaba enamorada de él. Pero hubo una cacería a la cual fue con él y se enamoró de otro hombre mejor...

—De un hombre mejor... —-murmuró Porter, como aturdido—. ¿No se referirá usted a...?

—Sí —dijo el señor Quin con plácida sonrisa—, me refiero precisamente a usted. —Hizo una pequeña pausa y añadió—: En su lugar, yo no perdería el tiempo y correría a su lado.

—Lo haré —contestó Porter.

Se volvió y salió de la habitación.