14
LAS conversaciones serias entre Obi y su padre comenzaron cuando la familia hubo rezado y todos salvo ellos dos se habían ido a la cama. Habían rezado en la habitación de madre, porque ella había vuelto a sentirse muy débil, y siempre que ella no estaba en condiciones de unirse a los demás en el salón su marido dirigía la oración en su habitación.
El demonio y sus obras figuraron ampliamente en las oraciones de aquella noche. Obi tenía la perspicaz intuición de que su relación con Clara era una de esas obras. Pero solo era una sospecha; de momento no había nada que demostrase que a sus padres les había llegado la noticia.
Por la tarde, la capitulación sin lucha del señor Okonkwo sobre la cuestión de la música pagana había sido, claramente, un movimiento táctico. Había permitido ganar terreno al enemigo en una escaramuza menor mientras preparaba sus fuerzas para una gran ofensiva. Después de la oración le dijo a Obi:
—Ya sé que estarás cansado, con toda la distancia que has recorrido. Hay algo importante de la que tenemos que hablar, pero puede esperar a mañana, hasta que hayas descansado.
—Podemos hablar ahora —dijo Obi—. No estoy cansado. Uno se acostumbra a conducir grandes distancias.
—Entonces ven a mi habitación —dijo su padre abriendo camino con la vieja lámpara de bosque.
Había una mesa pequeña en el centro de la habitación. Obi se acordaba de cuándo se había comprado. El carpintero Moses la había construido y la había ofrecido a la iglesia por la cosecha. Después del Servicio de la Cosecha se subastó y se vendió. No recordaba cuánto había pagado su padre por ella, quizá once chelines y tres peniques.
—Creo que a la lámpara no le queda queroseno —dijo su padre agitándola junto a su oído.
Sacó de su armario media botella de queroseno y puso un poco en la lámpara. Su pulso ya no era muy firme y derramó un poco al echarlo. Obi no se ofreció a hacerlo por él porque sabía que su padre ni en sueños permitiría a sus hijos echarle queroseno a la lámpara; no sabían hacerlo en condiciones.
—¿Cómo estaba nuestra gente en Lagos cuando les dejaste? —preguntó.
Estaba sentado en su cama de madera y Obi se sentaba frente a él en un taburete bajo, dibujando rayas con el dedo en la superficie polvorienta de la mesa de la Cosecha.
—Lagos es un sitio muy grande. Puedes recorrer la distancia entre aquí y Abame y todavía estás en Lagos.
—Eso dicen. Pero ¿tenéis reuniones de la gente de Umuofia, no? —Era a medias una pregunta y una afirmación.
—Sí. Tenemos una reunión, pero solo una vez al mes. —Y añadió—: Uno no siempre encuentra tiempo para ir.
El hecho era que no había vuelto desde noviembre.
—Cierto —dijo su padre—. Pero en una tierra extraña uno tiene que moverse siempre cerca de los suyos.
Obi guardaba silencio; escribía su nombre en el polvo de la mesa.
—Me dijiste algo en una carta hace tiempo sobre una chica a la que veías. ¿Cómo está ahora ese asunto?
—Esa es una de las razones por las que he venido. Quiero que vayamos a ver a su gente y empezar las negociaciones. Ahora no tengo dinero, pero por lo menos podemos empezar a hablar.
Obi decidió que sería fatal sonar tímido o como si estuviera pidiendo excusas.
—Sí —dijo su padre—. Esa es la mejor forma.
Lo pensó un poco y volvió a decir que sí. Después pareció que se le ocurría una cosa.
—¿Conocemos a esa chica y sabemos de dónde viene?
Obi dudó lo justo como para que su padre le hiciera la pregunta de otra manera:
—¿Cómo se llama?
—Es hija de Okeke, uno de Mbaino.
—¿Qué Okeke? Conozco por lo menos a tres. Uno es un maestro retirado, pero no creo que sea ese.
—Ese mismo es —dijo Obi.
—¿Josiah Okeke?
Obi dijo que sí, que se llamaba así.
Su padre se rió. Era el tipo de risa que uno escucha a veces en las máscaras de los espíritus ancestrales. Te saludaba por tu nombre y luego te preguntaba si sabías quién era. Contestabas con una mano tocando el suelo en señal de humildad que no lo sabías, que eso estaba más allá del conocimiento de los hombres. Entonces puede que se riera como si su garganta fuera de metal. Y el significado de la risa estaba claro: «¡No pensaba que fueras a saberlo, miserable gusano humano!». La risa del padre de Obi se fue como vino: sin avisar, sin dejar huellas.
—No te puedes casar con esa chica —dijo simplemente.
—¿Eh?
—He dicho que no te puedes casar con esa chica.
—¿Por qué, padre?
—¿Por qué? Ya te digo yo por qué. Pero antes dime una cosa: ¿averiguaste o intentaste averiguar algo sobre ella?
—Sí.
—¿Y qué averiguaste?
—Que son osu.
—Me estás diciendo que ya lo sabías y me preguntas por qué.
—No me parece que eso importe. Somos cristianos.
Aquello tuvo algún efecto, pero nada espectacular. Solo una pausa y un tono levemente más suave.
—Somos cristianos —dijo—. Pero esa no es razón para casarse con una osu.
—La Biblia dice que en Cristo no hay libres ni esclavos.
—Hijo mío —dijo Okonkwo—, entiendo lo que dices. Pero esto es más profundo de lo que tú piensas.
—¿Qué es esto? Nuestros padres en sus tinieblas e ignorancia llamaban a un hombre inocente osu, alguien a quien se entregaba a los ídolos, y después se convertía en un paria, y sus hijos, y los hijos de sus hijos por siempre. Pero ¿acaso no hemos visto la luz del Evangelio?
Obi usó las mismas palabras que hubiera usado su padre para dirigirse a los paganos del clan.
Hubo un largo silencio. La lámpara ardía ahora demasiado. El padre de Obi bajó la mecha un poco y continuó en silencio. Después de lo que parecieron siglos, dijo:
—Conozco bien a Josiah Okeke.
Miraba fijamente frente a él. Su voz sonaba cansada.
—Le conozco a él y conozco a su mujer. Es un buen hombre y un gran cristiano. Pero es osu. Naaman, el capitán de las huestes de Siria, era un hombre honorable y un gran hombre, y también era un hombre poderoso y valiente, pero era leproso.
Esperó para que esta gran y oportuna analogía cayera con todo su peso y terribles implicaciones.
—Osu es como la lepra para nuestra gente. Te suplico, hijo mío, que no traigas a nuestra familia la marca de la vergüenza y la lepra. Si lo haces, tus hijos y los hijos de tus hijos hasta la cuarta generación maldecirán tu memoria. Yo no hablo por mí; mis días están contados. Cubrirás de pesar tu cabeza y las cabezas de tus hijos. ¿Quién se casará con tus hijas? Piensa en eso, hijo mío. Somos cristianos, pero no podemos casarnos con nuestras propias hijas.
—Pero todo eso cambiará. Dentro de diez años las cosas serán muy distintas de lo que son ahora.
El anciano sacudió la cabeza apesadumbrado, pero no dijo nada más. Obi repitió otra vez sus argumentos. ¿Qué distinguía a un osu de otros hombres o mujeres? Nada salvo la ignorancia de sus antepasados. ¿Por qué debían ellos, que habían visto la luz del Evangelio, permanecer en la ignorancia?
Durmió muy poco aquella noche. Su padre no había sido tan difícil como había esperado. Todavía no le había ganado, pero le había debilitado. Obi se sentía extrañamente feliz y animado. No había pasado por nada semejante en su vida. Estaba acostumbrado a hablar a su madre como a una igual, incluso desde la niñez, pero su padre siempre había sido diferente. No es que fuera distante con su familia, pero había algo en él que recordaba a los patriarcas, esos gigantes tallados en granito. La extraña felicidad de Obi no tenía solo que ver con el pequeño terreno que había conquistado en la discusión, sino también con el contacto humano directo que había tenido con su padre por primera vez en sus veintiséis años.
Tan pronto como se despertó por la mañana fue a ver a su madre. Eran las seis en punto por su reloj, pero todavía estaba oscuro. Caminó a tientas hasta su habitación. Estaba despierta, porque preguntó quién era en cuanto entró en la habitación. Fue a sentarse en su cama y sintió su fiebre en la palma de la mano. No había dormido mucho por el dolor de estómago. Dijo que ya había perdido la fe en la medicina europea y que iba a ver a un médico del país.
En ese momento el padre de Obi hizo sonar su campanilla para convocar a la familia a la oración de la mañana. Se sorprendió cuando entró con su lámpara y vio que Obi ya estaba allí. Eunice vino envuelta en su lapá. Era la más pequeña y la única que vivía en casa. A lo que había llegado el mundo. Los hijos dejaban en casa a sus padres ancianos y se dispersaban en todas direcciones en busca de dinero. Era duro para una mujer que tenía ocho hijos. Era como tener un río y lavarse las manos con saliva.
Detrás de Eunice vinieron Joy y Mercy, dos parientas lejanas a las que sus familias habían enviado con la señora Okonkwo para que aprendieran a llevar una casa.
Cuando volvieron a estar solos, ella escuchó pacientemente y en silencio hasta el final. Luego se incorporó y dijo:
—Una noche tuve un mal sueño, uno tremendo. Estaba tumbada en una cama con una colcha blanca y sentí algo escalofriante en la piel. Miré la cama y vi que un enjambre de termitas blancas se la habían comido, y también el colchón y la colcha. Sí, las termitas se habían comido la cama delante de mí.
Sobre la cabeza de Obi cayó un sentimiento frío como el rocío.
—Por la mañana no le conté a nadie el sueño. Lo llevé en mi corazón, preguntándome qué querría decir. Cogí la Biblia y leí los pasajes del día. Me dio fuerzas, pero mi corazón no estaba aún en paz. Por la tarde tu padre vino con una carta de Joseph en la que le decía que te ibas a casar con una osu. Vi el sentido de mi muerte en el sueño. Después se lo conté a tu padre. —Se detuvo y respiró hondo—. Yo no tengo nada que decirte en este asunto salvo una cosa. Si quieres casarte con esa chica espera a que yo ya no esté. Si el Señor escucha mis plegarias, no tendrás que esperar mucho.
Se detuvo otra vez. Obi estaba aterrado por la transformación que había sufrido. Estaba rara, como si de repente se le hubiera ido la cabeza.
—¡Madre!
La llamó como si se estuviera yendo. Levantó la mano pidiendo silencio.
—Pero si lo haces mientras yo estoy viva, tendrás mi sangre sobre tu cabeza. Porque me mataré.
Se dejó caer completamente agotada.
Obi pasó todo el día encerrado en su habitación. De vez en cuando se quedaba dormido unos minutos. Después le despertaban las voces de los vecinos y los conocidos que venían a verle. Pero él se negó a ver a nadie. Le dijo a Eunice que se sentía mal por el viaje tan largo. Sabía que era una excusa particularmente mala. Si estaba mal, razón de más para que le vieran. En todo caso, se negó a dejarse ver y los vecinos y conocidos se sintieron heridos. Algunos lo dejaron bien claro allí mismo, otros hicieron como si no pasara nada. Una anciana incluso prescribió una cura para la enfermedad, aunque no había visto al paciente. Los viajes largos, dijo, dan muchos problemas. Lo que había que hacer era tomar una purga para limpiar bien el vientre.
Obi no apareció para la oración de la tarde. Oyó la voz de su padre como si le llegara desde una enorme distancia, y durante largo rato. Cuando parecía que había terminado, volvía a alzar la voz. Finalmente Obi escuchó varias voces rezando el Padrenuestro. Pero todo sonaba lejano, como suenan las voces y los ruidos de los insectos en la cabeza de un hombre con fiebre.
Su padre entró en la habitación con su lámpara de bosque y le preguntó cómo se sentía. Después se sentó en la única silla, y agitó la lámpara para ver si tenía queroseno. El sonido fue satisfactorio y bajó la mecha, hasta que el cuerpo de la lámpara casi se tragó la llama. Obi yacía de espaldas inmóvil, mirando al techo de bambú, del modo en que le habían dicho de niño que no debía dormir. Porque decían que si dormía boca arriba y una araña pasaba sobre él tendría malos sueños.
Estaba sorprendido ante las tonterías que se le pasaban por la cabeza en aquel momento, que era la mayor crisis de su vida. Esperó a que su padre hablara para empezar otra pelea y tratar de justificarse. No solo le preocupaba lo que había pasado, sino el descubrimiento de que no tenía ningún argumento firme en su interior para retarle honestamente. Había estado todo el día intentando concitar su ira y su convicción, pero era lo bastante honrado consigo mismo para darse cuenta de que la respuesta que lograba, sin importar lo violenta que pudiera parecer a veces, no era genuina. Venía desde la periferia, y no desde el centro, como el espasmo en la pata de una rana muerta cuando se le aplica corriente. Pero no podía aceptar el estado presente de su mente como definitivo, así que buscó algo que pudiera desencadenar la inevitable reacción. Quizá otra discusión con su padre, más violenta que la primera; porque era cierto, según los igbo, que un cobarde que ve a otro al que puede derrotar, siente hambre de lucha. Él había descubierto que podía derrotar a su padre.
Pero el padre de Obi estaba sentado en silencio, declinando luchar. Obi se volvió de lado y suspiró hondamente. Pero aun así su padre no dijo nada.
—Volveré a Lagos pasado mañana —dijo Obi finalmente.
—¿No habías dicho que pasarías una semana con nosotros?
—Sí, pero creo que será mejor que vuelva antes.
Después de esto hubo otro largo silencio. Entonces su padre habló, pero no sobre el asunto que ambos tenían en mente. Empezó bajo y despacio, tan bajo que sus palabras eran apenas audibles. Parecía como que en realidad no estuviera hablando para Obi. Tenía la cara vuelta hacia un lado, así que Obi solo veía un vago perfil.
—No era más que un niño cuando dejé la casa de mi padre para irme con los misioneros. Él me maldijo. Yo no estaba allí pero me lo dijeron mis hermanos. Cuando un hombre maldice a su propio hijo es algo terrible. Y yo era su primogénito.
Obi no sabía nada de la maldición. A plena luz del día y en circunstancias más felices no le hubiera dado ninguna importancia. Pero aquella noche se sintió extrañamente conmovido por la pena.
—Cuando me dijeron que se había ahorcado dije que quien a hierro mata a hierro muere. El señor Braddeley, el blanco que era nuestro maestro, me reconvino por decir eso y me dijo que fuera a casa para el funeral. Me negué a ir. El señor Braddeley pensó que yo lo decía por el mensajero blanco al que mi padre había matado. No sabía que yo hablaba de Ikemefuna, con el que me crié en la choza de mi madre hasta que llegó el día en que mi padre lo mató con sus propias manos.
Hizo una pausa para ordenar sus pensamientos, se volvió en la silla y se puso mirando hacia la cama en la que yacía Obi.
—Te digo esto para que te hagas una idea de lo que significaba en aquellos tiempos hacerse cristiano. Yo dejé la casa de mi padre, y él me maldijo. Pasé una prueba de fuego para convertirme en cristiano. Porque sufrí, entiendo el cristianismo… mucho mejor de lo que tú lo entenderás nunca.
Se detuvo de pronto. Obi pensó que estaba haciendo una pausa, pero ya había terminado.
Obi sabía la historia de Ikemefuna, que había sido entregado a Umuofia por sus vecinos como compensación por un crimen. El padre de Obi e Ikemefuna se hicieron inseparables. Pero un día el oráculo de las colinas decretó que había que asesinar al muchacho. El abuelo de Obi quería de verdad al chico. Pero cuando llegó el momento fue su machete el que cayó sobre él. Incluso en aquellos tiempos algunos de los mayores dijeron que era un gran error que un hombre levantara su mano contra un niño que le llama padre.