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OBI estuvo en Inglaterra poco menos de cuatro años. A veces se le hacía difícil creer que hubiera sido tan poco tiempo. Parecía más una década que cuatro años, entre las miserias del invierno y sus ganas de volver a casa, que eran tan punzantes como un dolor físico. En Inglaterra, Nigeria se convirtió en algo más que un nombre para él. Ese fue el primer gran regalo que recibió de Inglaterra.
Pero la Nigeria a la que volvió era en muchos sentidos diferente de la imagen que había llevado en su cabeza durante esos cuatro años. Había muchas cosas que ya no reconocía, y otras, como los suburbios de Lagos, que veía por primera vez.
De niño, en Umuofia, había oído por primera vez historias sobre Lagos a un soldado que estaba de permiso durante la guerra. Esos soldados eran héroes que habían visto el gran mundo. Hablaban de Abisinia, de Egipto, Palestina, Birmania y otros sitios. Algunos de ellos habían sido los vagos del pueblo, pero ahora eran héroes. Tenían bolsas y bolsas de dinero, y los del pueblo se sentaban a sus pies para escuchar sus historias. Uno de ellos iba regularmente al mercado del pueblo vecino y se apropiaba de lo que se le antojaba. Iba con el uniforme completo, golpeando el suelo con sus botas, y nadie se atrevía a tocarle. Decían que si tocabas a un soldado, te las tenías que ver con el gobierno. Además, los soldados estaban fuertes como leones, por las inyecciones que les daban en el ejército. Obi recibió su primera imagen de Lagos de uno de aquellos soldados.
—Allí no hay oscuridad —contó a sus extasiados oyentes—, porque de noche la electricidad brilla como el sol, y la gente siempre anda por ahí, esto es, los que quieren caminar. Si no te apetece andar, no tienes más que levantar la mano y un coche de lujo se detiene a recogerte.
Su audiencia emitía sonidos de admiración. Después, como de paso, añadió:
—Si ves a un blanco, quítate el sombrero. Lo único que no es capaz de hacer un blanco es construir un ser humano.
Durante muchos años, Lagos estuvo asociado en la mente de Obi con la luz eléctrica y los coches. Incluso después de haber visitado la ciudad y haber pasado allí un tiempo antes de volar al Reino Unido, su visión no cambió gran cosa. Por supuesto que entonces tampoco había visto mucho de Lagos. Su mente estaba, por así decirlo, en asuntos de más enjundia. Pasó unos días con su «compatriota», Joseph Okeke, un oficinista del Departamento de Planificación. Obi y Joseph habían sido compañeros de clase en la escuela central de la Sociedad de la Iglesia Misionera de Umuofia. Pero Joseph no había ido a la escuela secundaria porque era mayor, y sus padres eran pobres. Se había unido al Cuerpo de Educación de la 82.ª División y, cuando la guerra terminó, había ingresado en el cuerpo de funcionarios del gobierno de Nigeria.
Joseph fue a la estación de autobuses de Lagos a esperar a su afortunado amigo, que pasaba por Lagos camino del Reino Unido. Le llevó a su alojamiento en Obalende. Solo era una habitación. Una cortina de tela azul clara cruzaba de lado a lado la estancia, separando su Sanctasanctórum (como llamaba a su cama de matrimonio) de la zona de estar. Sus utensilios de cocina, cajas y otros efectos personales estaban escondidos bajo el Sanctasanctórum. La zona de estar estaba invadida por dos sillones, un sofá de dos plazas (también llamado «mi chica y yo») y una mesa camilla en la que exhibía su álbum de fotos. Por la noche, su criado apartaba la mesa camilla y extendía su colchoneta en el suelo.
Joseph tenía tantas cosas que contarle a Obi en su primera noche en Lagos que eran más de las tres cuando se acostaron a dormir. Le habló del cine y las pistas de baile y las reuniones políticas.
—El baile es muy importante hoy día. Ninguna chica te mira a la cara si no sabes bailar. Yo conocí a Joy en la academia de baile.
—¿Quién es Joy? —pregunto Obi, que estaba fascinado por lo que estaba aprendiendo de aquel mundo nuevo y pecaminoso.
—Fue mi novia durante, veamos… —contó con los dedos—, marzo, abril, mayo, junio, julio… durante cinco meses. Ella me hizo estas fundas para los cojines.
Obi se levantó instintivamente para mirar el almohadón en el que estaba apoyado. Ya se había fijado antes en él. Tenía la extraña palabra «OSCULAR» bordada, cada letra de un color.
—Era una chica agradable, pero a veces un poco boba. No obstante, algunas veces me gustaría que no hubiéramos roto. Estaba loquita por mí, y era virgen cuando la conocí, cosa que aquí es muy rara.
Joseph habló y habló y cada vez se iba volviendo más incoherente. Después, sin hacer una pausa, su voz se transformó en un profundo ronquido que continuó hasta la mañana.
Al día siguiente, Obi se encontró dando un paseo obligado por la calle Lewis. Joseph había traído una mujer a casa y estaba claro que la presencia de Obi en la habitación no era deseada, así que salió a dar una vuelta. La chica era una de las nuevas adquisiciones de Joseph, según le dijo más tarde. Era alta y oscura, con un enorme busto neumático bajo un ajustado vestido rojo y amarillo. Sus labios y sus uñas eran de un rojo brillante, y sus cejas finas líneas negras. Se parecía a esas máscaras que hacen en Ikot Ekpene. En conjunto, le dejó a Obi un mal sabor de boca, como la palabra «OSCULAR» en el cojín.
Algunos años después, cuando Obi, recién llegado de Inglaterra, esperaba junto a su coche en una de las áreas menos espectaculares de los suburbios de Lagos a que Clara le llevase a su modista varias yardas de tela, su mente volvió sobre sus primeras impresiones de la ciudad. No se le había ocurrido que sitios como aquel existieran codo a codo con los coches, las luces eléctricas y las muchachas vestidas con colores brillantes.
Su coche estaba aparcado junto a un desagüe abierto del que provenía un fuerte olor a carne putrefacta. Eran los restos de un perro que, sin duda, había sido atropellado por un taxi. Obi solía preguntarse por qué en Lagos tantos perros eran atropellados por los coches, hasta que un día el chófer que había contratado para enseñarle a conducir se salió de su camino para atropellar uno. Espantado, Obi le preguntó por qué lo había hecho.
—Pa’ buena suerte —dijo el hombre—. Perros traen suerte a coches nuevos. Pero patos distinto. Si matas pato, tienes accidente o matas hombre.
Al lado del desagüe había un puestecito de carne. No había carne ni carniceros. Un hombre trabajaba ante una máquina en una de las mesas. Parecía una máquina de coser, solo que molía maíz. Una mujer estaba de pie mirando cómo el hombre molía su maíz.
Al otro lado de la calle un niño pequeño envuelto en harapos vendía buñuelos de alubias o akara bajo una farola. Su fuente de akara estaba en medio del polvo, y él parecía medio dormido. Pero no lo estaba, porque tan pronto como el barrendero pasó meneando su escobón y su lámpara de bosque y arrastrando nubes de putrefacción tras de sí, el niño se puso en pie y empezó a insultarle. El hombre enarboló el escobón, pero el niño ya había salido volando con la fuente de akara en la cabeza. El hombre que molía el maíz estalló en carcajadas, y también la mujer. El barrendero nocturno sonrió y continuó su camino, después de decir una obscenidad sobre la madre del niño.
Esto es Lagos, pensó Obi, el Lagos real que hasta ahora él no había imaginado que existiera. Durante su primer invierno en Inglaterra Obi había escrito un poema facilón y nostálgico sobre Nigeria. No era sobre Lagos en particular, pero Lagos era parte de su Nigeria imaginaria.
Qué dulce es yacer bajo un árbol
al caer la tarde, y compartir el éxtasis
de los alegres pájaros y las frágiles mariposas;
qué dulce dejar envuelto en barro
nuestro cuerpo que se convertirá en tierra,
y elevarse hacia la música de las esferas,
descendiendo con el suave viento
y el cálido brillo del sol poniente.
Recordó el poema y luego se volvió a mirar al perro descompuesto en la cloaca y sonrió.
—He probado en mi plato carne podrida —dijo entre dientes— bastante mejor.
Finalmente Clara emergió del callejón y se marcharon de allí.
Condujo en silencio durante un rato a través de callejuelas estrechas y abarrotadas.
—No puedo entender por qué te buscas una modista en los suburbios.
Clara no respondió. En vez de hablar, empezó a tararear «Che sarà sarà».
Ahora las calles estaban llenas de gente y de ruido, cosa que era normal un sábado a las nueve de la noche. Cada pocos pasos, se veían grupos de gente que iba a bailar, casi todos con el mismo tipo de ropajes, o aso ebi. Animados chamizos provisionales se alzaban frente a casas ruinosas, iluminados con brillantes tubos fluorescentes para celebrar un compromiso, o una boda, o un nacimiento, o un ascenso, o un golpe de suerte en los negocios, o la muerte de un pariente anciano.
Obi redujo la marcha al acercarse a tres percusionistas y a un grupo numeroso de mujeres jóvenes, vestidas de terciopelo y damasco, que hacían girar sus cinturas con la soltura de rodamientos bien engrasados. Un taxista le pitó con impaciencia y le adelantó, mientras gritaba por la ventanilla:
—¡Ori oda, estás mal de cabeza!
—¡Ori oda, capullo! —le contestó Obi.
Inmediatamente después, un ciclista cruzó la carretera sin mirar atrás ni hacer ninguna seña. Obi frenó, y los neumáticos chirriaron en el asfalto. Clara dejó escapar un grito y se aferró a su brazo izquierdo. El ciclista se volvió una vez a mirar y se alejó pedaleando, con su ambición escrita a ojos de todo el mundo en la cesta trasera de la bici: «FUTURO MINISTRO».
Ir desde el interior de Lagos a Ikoyi un sábado por la noche era como ir de un mercadillo a un funeral. Y el enorme cementerio de Lagos, que separaba los dos lugares, aumentaba esta sensación. A pesar de todos sus lujosos bungalows y pisos y amplias zonas verdes, Ikoyi era como un cementerio. No había vida comunitaria, o al menos no para los africanos que vivían allí. No siempre habían vivido allí, por supuesto. Hubo un tiempo en que era un coto europeo. Pero las cosas habían cambiado, y algunos africanos con «cargos europeos» habían recibido casas en Ikoyi. Obi Okonkwo, por ejemplo, vivía allí, y cuando conducía desde Lagos hacia su casa le sorprendían siempre estas dos ciudades en una. Le hacían pensar recurrentemente en dos pepitas siamesas separadas por una fina membrana dentro de una cáscara de nuez de palma. A veces una pepita era de color negro brillante y estaba viva, la otra de un blanco polvoriento y muerta.
—¿Qué te pasa?
Obi miró de refilón a Clara, que estaba sentada lo más lejos posible de él, pegada a la puerta del copiloto. Ella no contestó.
—Dime, cariño —dijo cogiéndole la mano con una de las suyas mientras conducía con la otra.
—Déjame en paz, ojare —dijo ella retirando la mano.
Obi sabía muy bien por qué estaba de mal humor. Había sugerido sutilmente que fueran al cine. A estas alturas de su relación, Clara nunca decía: «Vamos al cine». En vez de eso decía: «Ponen una buena película en el Capitol». Obi, que no era aficionado al cine, y menos aún a las películas que a Clara le parecían buenas, había contestado después de un largo silencio:
—Bueno, si insistes, pero a mí no me apetece.
Clara no insistió, pero se había sentido molesta. Toda la tarde había estado dándole vueltas al tema.
—Todavía estamos a tiempo de ir al cine —dijo Obi capitulando, o aparentándolo al menos.
—Vete tú si te da la gana, yo no voy —dijo ella.
Hacía solo tres días que habían ido a ver «una película buenísima» que había puesto a Obi de tan mal humor que al final dejó de mirar la pantalla, excepto cuando Clara le susurraba alguna explicación al oído.
—Van a matar al tipo —profetizaba Clara y, tan cierto como la muerte, el hombre señalado recibía inmediatamente un disparo.
Desde las entradas baratas del patio de butacas, la audiencia participaba ruidosamente en la acción.
A Obi nunca dejaba de sorprenderle que a Clara la entusiasmaran de tal modo aquellas orgías de sangre en la pantalla. De hecho, hasta le hacía gracia cuando pensaba en ello fuera del cine. Pero mientras estaban allí lo único que sentía era enfado. Clara lo sabía, y trataba de hacerle el aburrimiento más llevadero acariciándole el brazo o mordisqueándole la oreja después de haberle susurrado algo. A veces decía:
—Después de todo, yo no me enfado cuando tú te pones a leerme poemas.
Y era cierto. Aquella misma mañana él la había llamado al hospital para que fuera a comer con uno de sus amigos que acababa de llegar a Lagos trasladado desde Enugu. Clara ya conocía al tipo y no le había gustado. Así que le había dicho por teléfono que no le apetecía verle otra vez. Pero Obi se puso pesado, y Clara le había dicho:
—No sé por qué quieres que conozca a gente que no quiero conocer.
—Eres toda una poeta, Clara —dijo Obi—. Conocer a gente que no quieres conocer, eso es puro T.S. Eliot.
Clara no tenía ni idea de qué le estaba hablando, pero fue a comer con el amigo de Obi, Christopher. Así que lo menos que Obi podía hacer era tragarse su «película buenísima», del mismo modo que ella se había chupado una comida de lo más aburrida mientras Obi y Christopher teorizaban acerca del soborno en la vida pública nigeriana. Christopher era un economista de la London School of Economics, y siempre subrayaba que los argumentos de Obi no se basaban en un análisis factual o científico, lo cual no tenía nada de sorprendente, puesto que Obi se había licenciado en literatura inglesa.
—El funcionariado es corrupto por culpa de los «hombres experimentados» en lo alto del escalafón —dijo Obi.
—¿No tienes fe en la experiencia? ¿Piensas que un tipo recién salido de la universidad debería ser nombrado secretario permanente?
—Yo no dije recién salido de la universidad, pero hasta eso sería mejor que ocupar los puestos de mando con viejos cuya experiencia no tiene ninguna base intelectual.
—¿Y qué me dices del funcionario del catastro que encarcelaron el año pasado? Ese sí estaba recién salido de la universidad.
—Él es una excepción —dijo Obi—. Pero fíjate en uno cualquiera de esos viejos. Probablemente dejó la escuela en sexto, hace treinta años. Ha llegado hasta la cima gracias a los sobornos. Una oposición hecha de sobornos. Para él, el soborno es natural. Lo dio y lo espera. Nuestra gente dice que si honras a la gente de arriba, otros te honrarán cuando te llegue el turno. Bueno, eso es lo que dicen los viejos.
—¿Y qué dicen los jóvenes, si me permites la pregunta?
—Para la mayor parte, los sobornos no son un problema. Llegan directos arriba sin sobornar a nadie. No es que sean necesariamente mejores que los otros, simplemente se pueden permitir ser honrados. Pero hasta esa clase de honor puede terminar por convertirse en costumbre.
—Muy bien dicho —asintió Christopher mientras se servía una buena tajada de carne de la sopa.
Estaban comiendo fufú y sopa de egusi con los dedos. La segunda generación de nigerianos educados había retomado la costumbre de comer fufú o garri con los dedos, por la sencilla razón de que así sabía mejor. Y también por la razón todavía incluso mejor de que ya no tenían miedo, como la primera generación, de que les llamasen maleducados.
—¡Zacchaeus! —llamó Clara.
—Sí, señora —respondió una voz desde la cocina.
—Tráenos más sopa.
Zacchaeus consideró por un momento si contestaba o no, pero se lo pensó mejor y dijo de mala gana:
—Sí, señora.
Zacchaeus tenía pensado despedirse en cuanto el señor se casara con la señora. «Me cae muy bien señor, pero señora no vale pa’ na’» era su veredicto.