9
A OBi no le atraía especialmente la idea de trabajar con el señor Green y el señor Omo, pero pronto descubrió que no estaba tan mal como él había imaginado. De entrada, le habían asignado una oficina que compartía solo con la atractiva secretaria inglesa del señor Green. Veía poco al señor Omo y solo veía al señor Green cuando aparecía de pronto para ladrarles órdenes a él o a la señorita Marie Tomlinson.
—¿Verdad que es raro? —dijo la señorita Tomlinson en una ocasión—. Pero no es un mal tipo.
—No, claro —respondió Obi.
Era consciente de que muchas de estas secretarias estaban ahí para espiar a los africanos. Una de sus tácticas era aparentar que eran muy amigables y liberales. Había que tener cuidado con lo que se decía. No es que le importase que el señor Green supiera o dejara de saber lo que pensaba de la gente como él. De hecho, creía que debía saberlo. Pero no se lo iba a hacer llegar a través de un agent provocateur.
No obstante, a medida que pasaban las semanas, Obi iba bajando la guardia «poco poco», como decían. Comenzó con una visita de Clara a su oficina una mañana para decirle esto o lo otro. La señorita Tomlinson había oído su voz por teléfono algunas veces y había comentado lo agradable que era. Obi las presentó, y se quedó un poco sorprendido con la genuina fascinación de la inglesa. Cuando Clara se fue, no habló de ninguna otra cosa durante el resto del día.
—¡Qué guapa es! ¡Qué suerte tiene usted! ¿Cuándo se van a casar? Yo que usted no esperaría mucho…
Y así sucesivamente.
Obi se sintió como un niño torpe que recibe su primer cumplido por haber hecho algo extraordinariamente inteligente. Empezó a ver a la señorita Tomlinson bajo otra perspectiva. Si era parte de sus tácticas, había que reconocer que era muy lista. Parecía que todo le salía realmente del corazón.
Sonó el teléfono y la señorita Tomlinson contestó.
—¿El señor Okonkwo? Sí, se lo paso. Para usted, señor Okonkwo.
El teléfono de Obi estaba frente al de ella. Pensó que sería Clara, pero era el recepcionista de la planta baja.
—¿Un señor? Dígale que suba, por favor. ¿Quiere hablar conmigo? De acuerdo, bajo ya mismo.
El señor en cuestión llevaba traje completo y paraguas; obviamente, acababa de llegar de Inglaterra.
—Buenos días. Soy Okonkwo.
—Yo soy Mark. ¿Cómo está?
Se dieron un apretón de manos.
—He venido a consultarle sobre un asunto… semioficial y semiprivado.
—Subamos a mi oficina, ¿quiere?
—Muchas gracias.
Obi le indicó el camino.
—Acaba de volver a Nigeria, ¿no? —preguntó mientras subían las escaleras.
—Volví hace seis meses.
—Ya. —Abrió la puerta—. Usted primero.
El señor Mark entró, y se detuvo de golpe como si hubiera encontrado una serpiente en su camino. Pero se recobró rápidamente y siguió andando.
—Buenos días —le dijo a la señorita Tomlinson deshaciéndose en sonrisas.
Obi arrastró otra silla hasta su mesa y el señor Mark se sentó.
—¿Y qué puedo hacer por usted?
Para su sorpresa, el señor Mark le respondió en igbo.
—Si no le importa, mejor hablamos en igbo. No sabía que aquí había una europea.
—Como quiera. No pensé que fuera igbo. ¿Qué problema tiene? —intentó sonar informal.
—Bueno, la cosa es que tengo una hermana que acaba de aprobar el bachillerato. Quiere pedir una beca federal para estudiar en Inglaterra.
Aunque hablaba en igbo, había algunas palabras que tenía que decir en inglés, como «bachillerato» y «beca». Bajó la voz hasta un susurro al pronunciarlas.
—¿Quiere formularios de solicitud? —le preguntó Obi.
—No, no, no. Esos ya los tengo. Pero la cuestión es que me dijeron que usted era el secretario de la Comisión de Becas, y pensé que era mejor venir a verle. Los dos somos igbo, y yo no puedo ocultarle nada. Está muy bien mandar los formularios, pero ya sabe cómo es este país. A menos que vayas a ver a alguien…
—En este caso no hace falta ver a nadie. El único…
—De hecho había pensado ir a su casa, pero la persona que me habló de usted no sabía dónde vivía.
—Lo siento, señor Mark, pero no entiendo adónde quiere ir a parar.
Esto último lo dijo en inglés, para consternación del señor Mark. La señorita Tomlinson estiró las orejas como un perro que no está muy seguro de si alguien ha hablado de huesos.
—Lo siento, señor Okonkwo. Pero no me malinterprete. Ya sé que este no es el lugar adecuado para… mmm…
—No creo que tenga ningún sentido continuar con esta conversación —dijo Obi en inglés—. Si me disculpa, estoy muy ocupado.
Obi se puso de pie. El señor Mark se levantó también, farfulló algunas excusas y se dirigió a la puerta.
—Se ha dejado el paraguas —señaló la señorita Tomlinson cuando Obi volvió a su sitio.
—¡Vaya!
Cogió el paraguas y salió corriendo.
La señorita Tomlinson estaba expectante por ver qué decía a su vuelta, pero él se sentó como si no hubiera pasado nada y abrió un archivo. Sabía que ella le estaba observando, así que frunció el ceño fingiendo concentración.
—Eso fue bueno y breve —dijo ella.
—Sí. Era un pesado.
No levantó la vista de lo que estaba haciendo, y la conversación terminó.
Durante aquella mañana Obi se sintió extrañamente eufórico. Era como la sensación que había tenido en Inglaterra después de acostarse por primera vez con una mujer. Había dejado ver con bastante claridad a lo que venía cuando aceptó visitar a Obi en su casa.
—Te enseñaré a bailar el high-life cuando vengas —le había dicho él.
—Eso estaría muy bien —replicó ella con entusiasmo—, y puedes enseñarme alguna otra cosa también.
Y le había sonreído con malicia. Cuando llegó el día Obi estaba asustado. Había oído decir que se podía decepcionar a una mujer. Pero él no la decepcionó, y cuando acabaron él sintió una euforia extraña. Ella le dijo que se sentía como si la hubiera atacado un tigre.
Después de este encuentro con el señor Mark, Obi se sentía como un tigre. Había ganado su primera batalla sin gran esfuerzo. Todo el mundo decía que era imposible resistir. Decían que cuando un hombre espera que aceptes «cola» por tus servicios, su cabeza no está en paz hasta que aceptas. Se siente como el gatito sin experiencia que robó una cría de pato y se vio obligado a devolverla porque su madre le dijo que la mamá pato no había dicho nada ni había hecho ningún ruido y, sencillamente, se había ido.
—Hay mucho peligro en esa clase de silencio. Ve y coge un pollito. Ya sabemos cómo son las gallinas: gritan y maldicen, y así se acaba todo.
Un hombre al que le haces un favor no entenderá que tú no digas nada, no hagas ruido y sencillamente te vayas. Te puede causar más problemas rechazar un soborno que aceptarlo. ¿Acaso no había dicho un ministro, si bien es cierto que en un momento de borrachera, que el problema no estaba en aceptar un soborno, sino en no hacer aquello por lo que te lo habían pagado? Y si tú lo rechazas, ¿cómo tienes la seguridad de que un «hermano» o un «amigo» no lo haya recibido en tu nombre, afirmando ser tu agente? ¡Bobadas! Era fácil no ensuciarse las manos. Solo hacía falta la habilidad de decir: «Lo siento, señor Tal-y-Tal, pero no voy a continuar con esta conversación. Buenos días». Por supuesto, uno no debía ser demasiado arrogante. Después de todo, tampoco la tentación había sido tan grande. Pero, con toda humildad, no podía decirse que no hubiera existido. A Obi le costaba cada vez más trabajo vivir con lo que le quedaba de sus cuarenta y siete libras con diez después de haberle pagado veinte a la Unión Progresista de Umuofia y haberles enviado diez a sus padres. Ahora mismo no sabía de dónde iba a salir el dinero para la matrícula del siguiente trimestre de John. No, la verdad es que no se podía decir que anduviera sobrado de dinero.
Había terminado su comida de fufú y sopa de egusi y estaba echado en el sofá. La sopa había estado especialmente rica, hecha con carne y pescado fresco, y había comido más de la cuenta. Cuando comía demasiado fufú se sentía como una boa que se ha tragado una cabra. Se repantingó sin ser capaz de hacer otra cosa, esperando digerir parte de la comida de modo que le quedara hueco para respirar.
Un coche se detuvo fuera. Pensó que sería otro de los cinco ocupantes del bloque de seis pisos. A algunos vecinos los conocía por su nombre, y a otros solo de vista. Todos eran europeos. Solía hablar una vez al mes con uno de ellos, el tipo alto del Departamento de Obras Públicas que vivía en la puerta de enfrente en su mismo piso. Pero no hablaban por el hecho de vivir en el mismo piso. Este hombre estaba a cargo de los jardines comunes, y cada mes recolectaba dieciséis peniques de cada inquilino para pagar al jardinero. Así que Obi le conocía bastante bien de vista. También conocía a uno de los de arriba, que cada sábado traía a casa a una prostituta africana.
El coche arrancó de nuevo. Claramente era un taxi, porque solo los taxistas eran capaces de pegar tales acelerones. Sonó un golpe tímido en la puerta de Obi. ¿Quién podía ser? Clara estaba de turno de tarde. Joseph, quizá. Durante meses había estado intentando recuperar su puesto de honor en los afectos de Obi que había perdido el día de la malhadada reunión de la Unión Progresista de Umuofia. Su crimen había sido contarle en confianza al presidente que Obi se había comprometido con una chica de una casta tabú. Había pedido disculpas: solo se lo había dicho en confianza al presidente con la esperanza de que usara su posición como padre de la gente de Umuofia en Lagos para hacer razonar a Obi en privado.
—No importa —le había dicho Obi—. Vamos a olvidarlo.
Pero él no lo había olvidado. Había dejado de visitar a Joseph en su casa. Por lo que se refiere a Clara, se había negado a volver a ponerle la vista encima. A veces a Obi le asombraba y le asustaba la intensidad de su odio, sabiendo lo bien que le caía antes. Decía que era sibilino, que era envidioso, que era capaz de envenenar a Obi. El incidente, como un baño de vino de palma sobre una varicela incipiente, había sacado a la superficie feas ampollas.
Obi abrió la puerta con un ceño muy oscuro. Pero, en vez de a Joseph, se encontró a una chica en la puerta.
—Buenas tardes —dijo, completamente transformado de pronto.
—Busco al señor Okonkwo —dijo ella.
—Soy yo. Pase.
Se sorprendió a sí mismo ante su súbita afabilidad. Después de todo, la chica era una completa desconocida, aunque una desconocida muy atractiva. Así que bajó la guardia.
—Por favor, siéntese. Por cierto, creo que no nos conocemos.
—No. Soy Elsie Mark.
—Encantado de conocerla, señorita Mark.
Ella sonrió con una sonrisa deliciosa, que mostraba una dentadura impecable e inmaculada. Tenía un pequeño hueco entre las dos paletas, como Clara. Alguien le había dicho que las chicas que tienen así los dientes son muy fogosas. Él se sentó. No se sentía incómodo como le ocurría habitualmente con las chicas, pero no sabía muy bien qué decir a continuación.
—Quizá le sorprenda mi visita —dijo ella en igbo.
—No sabía que fuera usted igbo.
Tan pronto como lo dijo se hizo la luz en su cabeza. Lo que quedaba de su afabilidad se esfumó. La muchacha debió de notar un cambio en su expresión o algún ligero movimiento de las manos. Evitó sus ojos y pareció dudar en busca de palabras. Estaba probando a caminar sobre un terreno resbaladizo, avanzando cuidadosamente un pie tras otro antes de arriesgar su cuerpo entero.
—Siento que mi hermano fuera a su oficina. Le dije que no lo hiciera.
—No importa —se sorprendió Obi diciendo—. Ya le dije que… mmm… que con su certificación académica de grado uno tenía muchas posibilidades. En realidad todo depende de usted, de la impresión que consiga causar al comité en la entrevista.
—Lo más importante —dijo ella— es tener la seguridad de que me seleccionarán para la entrevista.
—Sí. Pero, como ya le he dicho, tiene las mismas posibilidades que cualquiera.
—Pero, a veces, personas con un grado uno son descartadas en detrimento de gente con un grado dos y hasta tres.
—No me cabe duda de que eso pueda ocurrir alguna vez. Pero en igualdad de condiciones… Discúlpeme por no haberle ofrecido nada. ¿Quiere una Coca-Cola?
Ella sonrió tímidamente con los ojos.
—¿Sí?
Se levantó rápidamente en dirección a la nevera y sacó una botella. Se tomó un tiempo en abrirla y servir un vaso. Estaba pensando a toda velocidad.
Ella aceptó el vaso y le sonrió con agradecimiento. Debía de tener diecisete o dieciocho años. Solo una cría, pensó Obi. Y ya tan hábil en las cosas del mundo. Estuvieron sentados en silencio durante un rato.
—El año pasado —dijo ella de pronto— ninguna de las chicas de mi colegio que sacaron un grado uno tuvo beca.
—Quizá no le causaron buena impresión al comité.
—No fue eso. Es que no fueron a ver a los miembros a sus casas.
—¿Así que usted tiene intención de ir a verlos?
—Sí.
—¿Tan importante es conseguir una beca? ¿Por qué no paga alguno de sus parientes para enviarla a la universidad?
—Nuestro padre gastó todos sus ahorros con mi hermano. Empezó Medicina, pero suspendió los exámenes. Se cambió a Ingeniería y suspendió también. Estuvo doce años en Inglaterra.
—¿Es el que vino a verme hoy? —Ella asintió—. ¿En qué trabaja?
—Da clases en una escuela secundaria. —Ahora parecía triste—. Volvió al final del año pasado porque nuestro padre murió y no nos quedaba dinero.
A Obi le dio pena. Era obviamente una chica inteligente que tenía claro, como muchos otros jóvenes nigerianos, que quería ir a la universidad. ¿Y por qué no? Obi no sería quien los criticara. Era una hipocresía descarada preguntarle si era tan importante conseguir una beca, o si una educación universitaria valía cualquier sacrificio. Todos los nigerianos sabían la respuesta, y era sí.
Una licenciatura era la piedra filosofal. Transmutaba a un oficinista de tercera que ganaba ciento cincuenta libras al año en un funcionario que cobraba quinientas setenta, con coche y una casa de lujo por una renta puramente nominal. Y la disparidad en el salario y los lujos solo contaba la mitad de la historia. Ocupar un «cargo europeo» era lo segundo mejor después de ser europeo. Elevaba a un hombre desde las masas hasta esa élite cuya conversación en los cócteles giraba en torno al comportamiento del coche.
—Por favor, señor Okonkwo, tiene usted que ayudarme. Haré lo que me pida.
Evitó mirarle a los ojos. Le temblaba un poco la voz, y a Obi le pareció que se le llenaban los ojos de lágrimas.
—Lo siento muchísimo, de verdad, pero no puedo prometerle nada.
Otro coche se detuvo fuera con un frenazo brusco, y Clara entró como un ciclón, según era su costumbre, tarareando una canción popular. Se detuvo de pronto al ver a la chica.
—Hola, Clara. Esta es la señorita Mark.
—¿Cómo está? —dijo ella secamente, con una leve inclinación de cabeza. No le ofreció la mano—. ¿Te gustó la sopa? —le preguntó a Obi—. Me temo que la hice a toda prisa.
Con esas dos frases, quería dejarle un par de cosas claras a la muchacha desconocida. En primer lugar, con su sofisticado acento británico pretendía demostrar que había vivido en el extranjero. Podías distinguir a una mujer que había estado fuera no solo por su fonética, sino también por su forma de caminar: pasos cortos y rápidos en lugar del caminar relajado normal. En compañía de sus hermanas menos afortunadas siempre encontraba una excusa para decir: «Cuando yo estaba en Inglaterra…». En segundo lugar, con su aire de propietaria parecía decirle a la chica: «Inténtalo en otro sitio».
—Pensaba que hoy tenías turno de tarde.
—Fue un error. Tengo el día libre.
—Entonces, ¿por qué tuviste que salir después de hacer la sopa?
—Tenía un montón de ropa que lavar. ¿No me ofreces nada de beber? Vale, ya me pongo yo algo.
—Lo siento, cielo. Siéntate, yo te traigo algo.
—Demasiado tarde. —Se acercó a la nevera y cogió una botella de ginger ale—. ¿Qué pasó con la otra botella de ginger ale? Había dos.
—Creo que tomaste una ayer.
—¿Sí? Ah, sí, ya me acuerdo.
Volvió y se sentó en el sofá junto a Obi.
—¡Dios, qué calor!
—Bueno, creo que tengo que irme —dijo la señorita Mark.
—Siento no poder prometerle nada —dijo Obi poniéndose en pie.
Ella no respondió y se limitó a sonreír con tristeza.
—¿Cómo va a volver a la ciudad?
—Cogeré un taxi.
—Yo la llevaré hasta la plaza Tinubu. Por aquí hay pocos taxis. Ven, Clara, vamos a llevarla hasta Tinubu.
—Siento haber llegado en un momento tan inoportuno —dijo Clara mientras volvían a Ikoyi desde la plaza Tinubu.
—No seas ridícula. ¿Qué quieres decir con eso de momento inoportuno?
—Pensaste que estaba trabajando. —Se rió—. ¿Quién es ella, en todo caso? Debo decir que es muy guapa. Y llego yo y pongo arena en tu garri. Lo siento, cariño.
Obi le dijo que no se portara como una cría.
—No pienso volver a hablarte si no te callas —le dijo.
—No digas nada si no quieres. ¿Pasamos por casa de Sam para saludarle?
El ministro no estaba en casa cuando ellos llegaron. Por lo visto, había un Consejo de Ministros.
—¿Beben algo el señor y la señora?
—No te molestes, Samson, solo dile al ministro que pasamos por aquí.
—¿Cómo no van a tomar nada?
—No, gracias, ya tomaremos algo la próxima vez. Hasta luego.
Cuando volvieron al piso de Obi, este le dijo a Clara:
—Hoy he tenido una experiencia interesante.
Le contó la visita del señor Mark a su oficina, y le explicó con todo lujo de detalles lo que estaba pasando entre él y la señorita Mark cuando llegó ella. Cuando terminó, Clara no dijo nada durante un rato.
—¿Estás satisfecha?
—Creo que fuiste demasiado severo con el hombre —dijo.
—¿Crees que tenía que haberle dado alas para que siguiera hablando de sobornarme?
—Después de todo, ofrecer dinero no es tan grave como ofrecer el propio cuerpo. Y sin embargo a ella le diste un refresco y la llevaste de vuelta a la ciudad. —Se rió—. Así es la vida.
Obi se quedó pensativo.