12
DESPUÉS de Navidad, Obi recibió una carta de su padre en la que le decía que su madre estaba otra vez enferma en el hospital y le preguntaba cuándo iría de vacaciones, como había prometido. Esperaba que fuera pronto porque había un asunto urgente que debía discutir con él.
Era obvio que le habían llegado noticias de Clara. Obi les había escrito unos meses antes diciendo que había una chica en la que estaba interesado y que ya les contaría más cuando fuera a casa de vacaciones un par de semanas. No les había dicho que era una osu. Uno no escribía acerca de tales asuntos. Había que introducirlos con mucho tiento en la conversación. Pero parecía que alguien se lo había dicho a sus padres.
Dobló la carta cuidadosamente y la puso en el bolsillo de su camisa e intentó no pensar en ella, especialmente en la enfermedad de su madre. Trató de concentrarse en el expediente que estaba leyendo, pero tenía que leer cinco veces cada línea, e incluso entonces no entendía lo que había leído. Cogió el teléfono para llamar a Clara al hospital, pero cuando la operadora le pidió el número volvió a colgar. Marie estaba escribiendo a máquina sin parar. Tenía un montón de trabajo antes de la reunión del comité que tendría lugar la semana siguiente. Marie era una mecanógrafa muy buena: las teclas no paraban de sonar cuando estaba a la máquina.
A veces el señor Green llamaba a Marie para que fuera a su oficina a tomar algún dictado, otras veces iba él a la suya. Todo dependía del humor que tuviera. Entonces fue él quien vino.
—Por favor, tome nota. «Estimado señor, en referencia a su carta de fecha tal y tal, le informo de que el Gobierno paga una pensión de dependencia a las esposas bona fide de los becarios del Gobierno y no a sus novias…» ¿Podría leérmelo?
Marie lo hizo, mientras él caminaba de arriba abajo.
—Cambie el segundo «Gobierno» por «sus».
Marie hizo el cambio y le miró.
—Esto es todo. «Su seguro servidor, Yo».
El señor Green siempre terminaba así sus cartas, diciendo las palabras «seguro servidor» con despectivo cinismo. Se volvió hacia Obi y le dijo:
—Sabe usted, Okonkwo, llevo quince años viviendo en su país y todavía no soy capaz de entender la mentalidad del «nigeriano educado». Como este joven del Colegio Universitario, por ejemplo, que espera que el Gobierno no solo le pague la matrícula y unos gastos de manutención fantásticos y le encuentre un trabajo fácil y cómodo cuando acabe su carrera, sino además que pague a su prometida. Es increíble. Creo que el Gobierno está cometiendo un gran error al ponérselo tan fácil a gente como esta para que adquieran una educación universitaria. Educación, ¿para qué? Para sacar todo lo que puedan para ellos y sus familias. No les interesan en absoluto sus compatriotas que mueren cada día de hambre y enfermedad.
Obi farfulló algo incomprensible.
—Por supuesto, no espero que esté usted de acuerdo conmigo —dijo, y desapareció.
Obi llamó a Christopher y quedaron para ir a jugar al tenis por la tarde con dos profesoras recién llegadas del convento católico romano de Apapa. Nunca llegó a enterarse de cómo las había conocido Christopher. Lo único que sabía era que hacía unas dos semanas Christopher le había invitado a ir a su piso para conocer a dos chicas irlandesas que estaban muy interesadas en Nigeria. Cuando Obi había llegado, a eso de las seis, Christopher ya les estaba enseñando por turnos a bailar el high-life. Fue obvio que la llegada de Obi le resultaba un alivio; inmediatamente se apropió de la más guapa de las dos y dejó la otra para Obi. La chica no estaba mal si no intentaba sonreír. Por desgracia, sonreía bastante a menudo. Pero por lo demás estaba bastante bien, y de todas formas enseguida estuvo demasiado oscuro como para ver nada.
Las chicas estaban realmente interesadas en Nigeria. Ya sabían algunas palabras en yoruba, aunque solo llevaban unas tres semanas en el país. Eran bastante más antiinglesas que el propio Obi, lo que le hizo sentir un tanto incómodo. Pero a medida que iba pasando la tarde le iban cayendo cada vez mejor, especialmente la que Christopher le había asignado.
Comieron plátano frito con verduras y carne para cenar. Las chicas dijeron que les gustaba muchísimo, aunque estaba claro por cómo movían la nariz y los ojos que la comida tenía demasiado picante.
Nada más terminar volvieron a bailar, en la penumbra y en silencio, excepto cuando se gastaban bromas unos a otros.
—¿Por qué estáis tan callados vosotros dos?
O:
—Sigue moviéndote, no te quedes todo el rato en el mismo sitio.
Después de unos primeros escarceos Obi se ganó un par de tímidos besos. Pero cuando intentó algo más ambicioso, Nora susurró secamente:
—¡No! Los católicos no podemos besar así.
—¿Por qué?
—Es pecado.
—Qué raro…
Siguieron bailando y, de vez en cuando, dándose besos solo con los labios.
Antes de que, a las once, finalmente las llevaran a casa, Obi y Christopher prometieron que irían a jugar al tenis con ellas alguna tarde. Habían ido dos veces seguidas; después otros asuntos habían reclamado su atención. Obi había pensado otra vez en ellas porque necesitaba algo, como un partido de tenis, que le ocupara por la tarde y le dejara rendido para ser capaz de dormir por la noche.
Tan pronto como el coche de Christopher se detuvo, una madre con toca blanca apareció de repente en la puerta de la capilla del convento. Obi se lo hizo notar a Christopher. Estaba demasiado lejos como para ver la expresión de su cara, pero sintieron que era hostil. Las chicas estaban en el estudio de la tarde, así que el convento estaba silencioso. Subieron las escaleras hasta el piso de Nora y Pat, que estaba sobre las clases, y la madre les siguió con los ojos hasta que desaparecieron en la salita.
Las chicas estaban tomando té y pastas. Parecían contentas de ver a sus visitantes, pero, de algún modo, no tan complacidas como otras veces. Daban la sensación de estar un poco azoradas.
—Tomad un té —dijeron al unísono, como si hubiera sido una frase ensayada, y antes de que los invitados se hubieran terminado de sentar en sus sillas.
Tomaron el té casi en silencio. Aunque Christopher y Obi estaban vestidos para el tenis y llevaban raquetas, las chicas no dijeron nada de ir a jugar. Después de tomar el té, siguieron sentados en sus sitios e intentando valientemente mantener la poca conversación que había.
—¿Echamos un partido? —preguntó Christopher cuando la conversación finalmente expiró.
Hubo una pausa. Después Nora explicó abiertamente y sin tratar de poner excusas que la madre les había advertido seriamente sobre salir con chicos africanos. Les había avisado de que si el obispo se enteraba se podían encontrar rápidamente de vuelta en Irlanda.
Pat dijo que le parecía estúpido y ridículo. De hecho usó la palabra «ridiculosidad», lo que hizo a Obi sonreír para sí.
—Pero no queremos que nos devuelvan a Irlanda.
Nora prometió que irían alguna vez a visitar a los chicos en Ikoyi. Pero que sería mejor que ellos no vinieran al convento porque la madre y las hermanas las vigilaban.
—Y ¿qué sois vosotras? ¿Hijas? —preguntó Christopher.
Pero esto no fue especialmente bien recibido y la visita llegó pronto a su fin.
—Ya ves —dijo Christopher en cuanto estuvieron en el coche—. ¡Y se llaman a sí mismas misioneras!
—¿Y qué esperas que hagan esas pobres chicas?
—No me refería a ellas. Estaba pensando en las madres y las hermanas y los padres y los hijos.
Obi se encontró en la extraña postura de defender a los católicos romanos.
De camino a casa se detuvieron a saludar a la última novia de Christopher, Florence. Estaba tan entusiasmado con ella que incluso había mencionado el matrimonio. Pero eso era imposible porque la chica se marchaba a Inglaterra en septiembre a estudiar enfermería. Había salido cuando llegaron a su casa, y Christopher le dejó una nota.
—Hace mucho que no veo a Bisi —dijo, y fueron hasta su casa, pero ella también había salido.
—¡Mal día para las visitas! —dijo Obi—. Mejor nos vamos a casa.
Christopher estuvo todo el camino hablando de Florence. ¿Debería tratar de convencerla para que no fuera a Inglaterra?
—Yo que tú no lo haría —dijo Obi.
Le contó el caso de uno de los catequistas de Umuofia, hacía muchos años, cuando Obi era todavía un niño. Su mujer era muy amiga de la madre de Obi y les visitaba a menudo. Un día la escuchó por casualidad contándole a su madre cómo su educación se había quedado en la reválida porque el hombre tenía prisa por casarse. Lo contaba con muchísima amargura, aunque debía haber pasado por lo menos veinte años antes. Obi se acordaba muy bien de aquella visita porque tuvo lugar un sábado. A la mañana siguiente el catequista no pudo hacerse cargo del servicio porque su mujer le había abierto la cabeza con la maja de madera que se usaba para moler ñame. El padre de Obi, como catequista retirado, había tenido que dirigir el servicio de un momento para otro.
—Hablando de ir a Inglaterra, hubo una chica que prácticamente se me puso en bandeja. ¿Te he contado la historia?
—No.
Obi le contó la historia de la señorita Mark, empezando por la visita de su hermano a la oficina.
—¿Y qué pasó al final?
—Pues que está en Inglaterra. Consiguió por fin la beca.
—Eres el más tonto de toda Nigeria —dijo Christopher.
Y, a continuación se enzarzaron en una larga discusión sobre la naturaleza del soborno.
—Si una chica se ofrece a acostarse contigo, eso no es soborno —dijo Christopher.
—No seas idiota —replicó Obi—. ¿Me estás diciendo honestamente que no ves nada malo en aprovecharse de una chica recién salida del colegio que quiere ir a la universidad?
—Eres un sentimental. Una chica que va como fue ella no es una niña inocente. Es como la historia de la chica a la que dieron un formulario para rellenar. Puso su nombre y su edad. Pero cuando llegó al sexo escribió: «Dos veces por semana».
Obi no pudo evitar reírse.
—No pienses que las chicas son angelitos.
—No pensaba tal cosa. Pero me parece escandaloso que a un hombre con tu educación le parezca normal acostarse con una chica antes de que tenga la entrevista con el comité.
—La chica tenía que presentarse ante el comité de todos modos. Eso es lo único que ella esperaba de ti: que te asegurases de que la convocaban. ¿Y cómo sabes que no se acostó con los miembros del comité?
—Probablemente lo hizo.
—Y entonces, ¿qué bien le has hecho tú?
—Ninguno, lo admito —dijo Obi intentando ordenar sus pensamientos—, pero quizá ella recuerde en algún momento que hubo por lo menos un hombre que no se aprovechó de ella.
—Ya, pero probablemente lo que ella pensará es que eres impotente.
Hubo una pequeña pausa.
—Bueno, dime, Christopher, ¿cómo defines soborno?
—A ver, bueno… El uso de una influencia indebida.
—Bien. Supongo…
—Pero la cuestión es que no había influencia de ninguna clase. A la chica la iban a entrevistar en cualquier caso. Vino de forma voluntaria a pasar un buen rato. No veo el soborno por ninguna parte.
—Por supuesto, sé que estás de broma.
—Te lo digo completamente en serio.
—Pues me sorprende que no veas que el mismo argumento se aplica a coger dinero. Si el solicitante va a conseguir el trabajo de todos modos, entonces no hay nada de malo en aceptar dinero de él.
—Bueno…
—Bueno ¿qué?
—Mira, esta es la diferencia. —Hizo una pausa—. Pongámoslo así: a ningún hombre le gusta separarse de su dinero. Si aceptas dinero de un hombre, le haces más pobre. Pero si te vas a la cama con una chica que te lo está pidiendo a gritos, no veo dónde está el daño.
Siguieron discutiendo mientras cenaban y hasta bien entrada la noche. Pero tan pronto como se separó de Christopher, los pensamientos de Obi volvieron a la carta que había recibido de su padre.