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DURANTE un breve instante un año atrás, el señor Green había demostrado cierto interés por los asuntos personales de Obi, si a eso se le podía llamar mostrar interés. Obi acababa de recoger su coche nuevo.

—Harás bien en recordar —dijo el señor Green— que cada año por estas fechas tendrás que soltar cuarenta libras para el seguro.

Era como la voz de Joel, el hijo de Petuel.

—Por supuesto, no es asunto mío en realidad. Pero en un país en el que ni siquiera la gente con educación ha llegado al nivel de pensar en el día de mañana, uno tiene claro cuál es su deber.

Hizo que la palabra «educación» supiera a vómito. Obi le agradeció el consejo.

Y ahora por fin había llegado el día del Señor. Extendió ante sí en la mesa el formulario de renovación del seguro. ¡Cuarenta y dos libras! Tenía en el banco poco más de trece. Dobló la carta y la guardó en uno de los cajones donde tenía sus cosas personales, como sellos de correo, recibos y el informe mensual del banco. Una carta en caligrafía semianalfabeta le saltó a la vista. La sacó y la leyó de nuevo.

Estimado señor:

Es absolutamente deplorable para mí y por tanto debo pedirle respetuosamente que me asista con su ayuda. De un lado parece una vergüenza pedirle esta ayuda, pero con solo ser sincero conmigo mismo, y tener certeza de que estoy pidiendo por necesidad, le ruego me perdone. Mi petición a usted es 30/—(treinta chelines), asegurándole en toda verdad pronta devolución, el día de cobro, 26 de noviembre de 1957.

Espero lo mejor de su consideración.

Su seguro servidor,

Charles Ibe

Obi se había olvidado por completo del asunto. Era normal que, desde entonces, Charles entrara y saliera rápidamente de su oficina sin detenerse a intercambiar saludos en igbo. Charles era uno de los recaderos del departamento. Obi le había preguntado cuál era la gran necesidad, y él le había dicho que su mujer acababa de dar a luz a su quinto hijo. Obi, que por casualidad llevaba cuatro libras en el bolsillo, le había prestado los treinta chelines y se había olvidado de todo… hasta entonces. Envió a buscar a Charles y le preguntó en igbo, para que la señorita Tomlinson no lo entendiera, por qué no había cumplido su palabra. Charles se rascó la cabeza y renovó su promesa, esta vez para finales de diciembre.

—Me va a costar trabajo confiar en ti en el futuro —dijo Obi en inglés.

—Ay, no, oga, señor. Yo no mendigo. Yo pago pronto el fin de mes. —Después volvió al igbo—. Nuestra gente dice que una deuda puede ponerse mohosa, pero no caduca. Hay mucha gente en este departamento, pero yo no fui a ellos. Vine a usted.

—Muy amable por tu parte —dijo Obi, sabiendo que al otro se le iba a escapar la ironía.

Y así fue.

—Sí, hay mucha gente aquí, pero yo no fui a ellos. Yo le tengo por mi jefe especial. Nuestra gente dice que cuando hay un árbol alto, otros más pequeños se suben en sus hombros para alcanzar el sol. En años es usted un niño, pero…

—Vale, Charles. A finales de diciembre. Si no, informaré de esto al señor Green.

—Ah, no, yo no fallo mi jefe. Si fallo mi oga, ¿quién voy a buscar siguiente vez?

Y el asunto quedó, de momento, en aquella nota retórica. Obi volvió a mirar la carta de Charles, y le hizo gracia ver que en el manuscrito original había escrito «Mi petición a usted es solo 30/- (treinta chelines)»; luego había tachado «solo», sin duda después de una larga deliberación.

Guardó la carta en el cajón, para que pasase la noche con la notificación del seguro. No había nada que hacer, salvo ir al banco y pedirle al director un descubierto de cincuenta libras. Le habían dicho que era relativamente fácil para un funcionario cuyo sueldo se pagaba a través del banco que le autorizasen un descubierto por esa cantidad. Entretanto no tenía sentido seguir dándole vueltas. La actitud de Charles era sin duda la más saludable en aquellas circunstancias. Si uno no se reía, tenía que echarse a llorar. Así estaba hecha Nigeria.

Pero, por mucha filosofía que le echara, no se le quitaba la notificación de la cabeza.

«Nadie puede decir que haya sido un derrochador. Si no le hubiera enviado a mi madre treinta y cinco libras a finales del mes pasado para el tratamiento en el hospital privado, habría estado bien de dinero, o al menos, si no bien, por lo menos sin que me llegara el agua al cuello. De todos modos, saldré de esta —se tranquilizó a sí mismo—. El principio tiene que ser algo difícil. ¿Qué dice nuestra gente? El principio del llanto es siempre duro. No es que sea un refrán muy optimista, pero no por eso es menos cierto».

Si la Unión Progresista de Umuofia le hubiera dado cuatro meses de gracia las cosas habrían sido de otra manera. Pero eso ya era historia. Se había reconciliado con la Unión. Estaba claro que no habían tenido mala intención. E incluso si la hubieran tenido, ¿acaso no era cierto, como había dicho el presidente en la reunión de reconciliación, que la ira contra un hermano se siente en la carne pero no en la médula de los huesos? La Unión le había pedido que aceptara los cuatro meses de gracia a partir de ese momento. Pero él se había negado con la mentira de que sus circunstancias eran mejores.

Y si uno consideraba la cuestión con objetividad, como si fuera un asunto ajeno, ¿podía culparse a aquellos pobres hombres por criticar a un funcionario que se mostraba renuente ante la idea de pagar veinte libras al mes? Se habían sacrificado hasta el límite para reunir las ochocientas libras que sirvieron para enviarle a Inglaterra. Algunos de ellos no ganaban más de cinco libras al mes. Él ganaba casi cincuenta. Después de pagar las veinte libras, todavía le quedaban treinta. Y dentro de poco le subirían el sueldo en una cantidad equivalente al salario anual de muchos de ellos.

Obi tuvo que admitir que a su gente no le faltaba razón. Lo que ellos no sabían es que después de haber derramado sangre y sudor para instalar a su hermano entre las élites glamourosas, ahora tenían que mantenerlo allí. Al haberle convertido en miembro de un club cuyos integrantes se saludaban con un «¿Cómo va el coche?», ¿acaso esperaban que se diera la vuelta y dijera: «Lamentablemente mi coche no está en la carretera, porque no pude pagar el recibo del seguro»? Eso habría sido enseñar las cartas de una forma inconcebible, tan inconcebible como si un espíritu enmascarado de la antigua sociedad igbo hubiera respondido al saludo esotérico de otro diciendo: «Lo siento, pero no entiendo tu jerigonza. Solo soy un ser humano que lleva una máscara». No, las cosas no eran así.

Los igbo, con su amor por la justicia, habían creado un proverbio que decía que no le puedes pedir a un hombre con elefantiasis en el escroto que además tenga viruela, cuando muchos miles de personas no han tenido siquiera su cuota de pequeñas enfermedades. Sin duda que no es justo. Pero pasa. «Así es la vida», decían.

Después de haber negociado el préstamo de cincuenta libras en el banco, que Obi llevó inmediatamente a la compañía de seguros, llegó a la oficina y se encontró con la factura de la electricidad de noviembre. Cuando la abrió estuvo a punto de echarse a llorar. Cinco libras con setenta y tres.

—¿Pasa algo? —preguntó la señorita Tomlinson.

—No, no, nada. —Se recompuso—. Es solo la factura de la luz.

—¿Cuánto sube al mes?

—Esta son cinco con setenta y tres.

—Es un robo lo que cuesta aquí la electricidad. En Inglaterra se paga menos que eso por un cuatrimestre.

Obi no tenía el cuerpo para comparaciones. El súbito impacto de la factura de la luz le había despertado a la auténtica realidad de su posición financiera. Había repasado las previsiones para los meses siguientes y le habían parecido alarmantes. A final de mes tenía que renovar la licencia de su coche. Un año completo era impensable, pero incluso un solo cuatrimestre eran ya cuatro libras. Y después las ruedas. Podía esperar un mes o así para cambiarlas, pero estaban ya tan lisas como las llantas. Todo el mundo decía que era extraño que el primer par de neumáticos no le durasen dos años, o por lo menos dieciocho meses. No podía permitirse cuatro ruedas a razón de treinta libras. Así que tendría que recolocar las que tenía, y empezar poniendo la de repuesto. Eso reduciría el precio a la mitad. Probablemente le durarían solo seis meses, como había dicho la señorita Tomlinson. Pero en seis meses las cosas podrían mejorar. Nadie le había dicho nada de los impuestos. Estaban por llegar, pero no antes de dos meses.

Tan pronto como acabó de comer se dispuso a introducir medidas de economía drásticas en su piso. Su nuevo criado, Sebastian, estaba de pie a su lado, sin duda preguntándose qué había poseído a su amo. Había empezado la comida quejándose de que había demasiada carne en la sopa.

—No soy millonario, ¿sabes? —había dicho.

«¡Dios sabe que Clara usa el doble de carne cuando hace ella la sopa!», pensó Sebastian.

—Y de ahora en adelante —continuó Obi—, te daré dinero para ir al mercado solo una vez por semana.

Cada interruptor en el piso encendía dos bombillas. Obi se dispuso a la poda. En el futuro, la regla sería un interruptor, una bombilla. A menudo se había preguntado por qué tenía que haber dos bombillas en el baño y en el lavabo. Era la típica planificación gubernamental. No había ni una sola bombilla en el tramo de escaleras de hormigón que cruzaban el bloque, con el resultado de que las personas se chocaban unas con otras o se tropezaban en los peldaños. Y sin embargo había dos bombillas en el lavabo, donde uno no tenía demasiado interés en observar de cerca lo que estaba haciendo.

Después de quitar las bombillas, se volvió de nuevo hacia Sebastian.

—En el futuro, el calentador del agua tiene que estar apagado. Me bañaré con agua fría. Y hay que apagar el frigo a las siete de la tarde y no volverlo a encender hasta el mediodía. ¿Me entiendes?

—Sí, señor. Pero carne estropea.

—No hace falta comprar mucha cada vez.

—Sí, señor.

—Compras «poco poco» hoy, y cuando se acabe compras más.

—Sí, señor. Solo creo que dijo fuera al mercado una vez por semana.

—No dije tal cosa. Dije que solo te daría dinero una vez.

Sebastian lo comprendió.

—No es misma cosa. En vez de darme dinero dos veces, ahora me da dinero una vez.

Obi fue consciente de que no llegaría muy lejos discutiendo el asunto en abstracto.

Aquella tarde tuvo un serio desacuerdo con Clara. No quería decirle nada sobre el descubierto, pero tan pronto como ella le vio le preguntó qué le pasaba. Intentó despistarla con alguna excusa. Pero no la había planeado, así que no se la tragó. La forma que tenía Clara de sacarle algo no era discutir, sino negarse a hablar. Y puesto que ella llevaba normalmente las tres cuartas partes de la conversación cuando estaban juntos, el silencio se hacía pronto difícil de soportar. Obi le preguntaba entonces qué pasaba, lo que normalmente era el preludio para hacer lo que ella quisiera.

—¿Por qué no me lo dijiste? —le preguntó cuando le contó lo del descubierto.

—No hacía falta. Lo pagaré fácilmente en plazos de cinco libras al mes.

—Ese no es el caso. No crees que tengas que contármelo cuando tienes un problema.

—No era un problema, y no te lo habría dicho si no hubieras insistido.

—Ya veo —fue todo lo que ella dijo.

Cruzó la habitación, cogió una revista femenina que estaba tirada en el suelo, y se puso a leer. Después de un par de minutos, Obi dijo con un desenfado postizo:

—Es de mala educación ponerte a leer cuando tienes una visita.

—Ya deberías saber que me educaron muy mal.

Cualquier comentario sobre su familia era peligroso, y normalmente terminaba en lágrimas. Incluso ahora se le estaban empañando los ojos.

—Clara —dijo poniéndole un brazo alrededor de los hombros—. Clara.

Ella no respondió. Estaba pasando mecánicamente las hojas de la revista.

—No entiendo que quieras discutir por esto.

Ni palabra.

—Creo que es mejor que me vaya.

—Yo también lo creo.

—Clara, lo siento.

—¿Qué sientes? Déjame, ojare.

Y le empujó el brazo.

Obi siguió sentado un par de minutos, mirando el suelo.

—Vale.

Se puso de pie. Clara siguió donde estaba, pasando páginas.

—Hasta luego.

—Adiós.

Cuando volvió a su piso, le pidió a Sebastian que no hiciera nada para cenar.

—Ya empecé.

—¡Pues déjalo! —gritó, y fue a su habitación.

Se detuvo un instante a mirar la foto de Clara en el tocador. La puso boca abajo y se desvistió. Se puso un clote sobre los hombros, como una toga, y volvió a la sala para coger un libro. Sus ojos se posaron en los Poemas reunidos de A. E. Housman. Lo cogió y volvió a su habitación. Cogió la foto de Clara y volvió a ponerla de pie. Después se acostó.

Abrió el libro por una página en la que asomaba un trozo de papel, con el borde desgastado y sucio de haber estado expuesto al polvo. En la hoja había un poema titulado «Nigeria».

Dios bendiga a nuestra noble patria,

gran país de sol brillante,

donde los hombres valientes siguen los caminos de la paz

y luchan por ganar su libertad.

Ojalá conservemos nuestra pureza,

nuestro celo por la vida y la alegría.

Dios bendiga a nuestros compatriotas

y a las mujeres en todas partes.

Que los enseñe a caminar unidos

para construir nuestra amada nación,

olvidando la región, la tribu o el habla,

y siempre entendiéndose entre sí.

Debajo estaba escrito: «Londres, julio de 1955». Sonrió, puso la hoja donde la había encontrado y empezó a leer su poema favorito, «Himno de Semana Santa».