Capítulo 30

 

 

 

La tarea con Mike fue ardua, aunque estaba claro que Miguel estaba acostumbrado a batallas similares. Lo metió en una jaula especial para inmovilizarlo y en un santiamén, tenía a Mike dormido como un angelito. Afortunadamente, la avería en la pata tampoco era para tanto. Le dieron cuatro puntos de sutura y le vendaron la pata para ver si había suerte y no se arrancaba los puntos. Acabada la tarea, Mariano cogió el trasportín y se dirigió con el gato a casa. Se lo llevó dormido para evitar escuchar los alaridos del animal durante todo el camino hasta casa. Pobre, pensé, me recordaba a Bat.

 

   Cuando se fue Mike, les ayudé a limpiar la consulta y pedí a Miguel los dichosos dardos tranquilizantes. Pablo y Francisco se enfadaron por la petición, pero yo estaba decidida a no tener que ver sufrir a los animales en los cepos, por fin, no sin discusión, conseguí mi ansiado botín. Me estuvieron preguntando por la situación y yo les estuve contando cómo andaban las cosas allá arriba.

   Cuando Miguel recogió todo, salimos de la consulta y fue cuando me di cuenta de que no tenía ningún plan para aquel día.

   —Francisco, ¿Te apetece quedarte a comer por el pueblo? Podemos subir a la borda y te hago alguna delicia culinaria —pregunté casi segura de que no iba a declinar la invitación.

   Me pareció escuchar un gruñido proveniente de Pablo, pero quizás eran imaginaciones mías.

   —No puedo Alex, entro a trabajar a las dos y no tengo tiempo ni de tomar un café. Un día de estos quedamos para cenar si quieres. —Antes de acabar la frase ya estaba de camino al coche.

   Volví a escuchar un ruido raro en la dirección de Pablo.

   —¿Miguel? —pregunté para ver si tenía más suerte con el veterinario.

   —Lo siento pero tengo una comida familiar a la que ya llego tarde. —Nos dio un empujoncito para poder cerrar la puerta con llave—. Si en dos minutos no estoy sentado a la mesa, a la derecha de mi suegro, voy a estar en un grave aprieto.

   ¡Mierda! me acababa de quedar sin plan. Miré a Pablo durante una milésima de segundo barajando mis posibilidades. Parecía no tener nada de prisa y nada más posar mis ojos en los suyos habló.

   —Yo no tengo ningún plan, si quieres podemos ir a comer a la taberna —propuso con la voz más amable del mundo.

   Aquel día estaba guapísimo. Llevaba unos vaqueros claros y una camisa a cuadros en tonos rosas que acentuaban el color de sus ojos (creo que fue la primera vez que le vi sin un jersey de cuello vuelto). La camisa le sentaba genial, no había perdido nada con el cambio. El problema era que no tenía muchas ganas de comer con él. Mi idea era pasar una tarde tranquila y no con cuarenta taquicardias, abrumada, con las mejillas sonrojadas y midiendo mis palabras a cada instante. No me apetecía sufrir tensiones en un día de fiesta como aquel, pero no se me ocurrió ninguna excusa, así que, acabamos de camino al bar de Maite para ver si nos daban algo de comer.

   —¡Oye! ¿Y si en vez de comer aquí nos cogemos unos bocatas y nos vamos al río? —preguntó como si hubiese tenido la mejor idea del mundo—. Hace un día esplendido como para desperdiciarlo dentro de un bar. —Me echó una de esas miradas que quitan el sentido.

—Vale —contesté dubitativa desviándole la mirada—. No he estado nunca. Estaría bien conocer el lugar del que todos hablan.

 

   El río era un lugar precioso en el extremo este del pueblo. Cruzamos la orilla por una pequeña pasarela de madera y nos sentamos cerca de un gran sauce llorón. La conversación comenzó incómoda. Hacía semanas que no nos veíamos y, como siempre, no pude mantener los nervios a raya. Decidí que lo mejor sería seguir con mi estrategia de no mirarle a los ojos para conservar la calma; con un poco de suerte me daría resultado. Pablo sacó una cerveza y me pasó otra a mí. A él también se le notaba bastante nervioso en contraste con su tranquilidad habitual. Parecía que estábamos empatados. Me pareció raro, ya que, siempre andaba la mar de tranquilo. Quizás los acontecimientos de la mañana le habían afectado.

   —¿Has cogido alguna limonada? —comenté, a la vez que metía la cabeza en la bolsa de las bebidas.

   —¿Limonada? Ni se me ha pasado por la cabeza coger refrescos para comer —contestó con una carcajada, pasándome la bolsa para que lo comprobase por mí misma.

   Cogí, con resignación, una cerveza y me acomodé usando una piedra como respaldo. Ya plantados al sol, Pablo sacó los bocadillos de la bolsa y comenzamos el festín. Nos costó arrancar, seguían surgiendo silencios incómodos que no sabíamos como rellenar, aunque los bocatas nos dieron la excusa perfecta para bajar la mirada y centrarnos en la comida. El problema era el de siempre, cada vez que me miraba me ponía mala. No sabía porqué seguía ocurriéndome lo mismo. Ya habíamos coincidido en varios eventos sociales y hasta habíamos pasado una noche juntos a la intemperie. Tenía que haberme acostumbrado ya a sus miradas, pero no lo conseguía. Ese chico seguía poniéndome los pelos de punta.

   Tras acabar los bocadillos y ya cansados de estar bajo el sol, nos cogimos la enésima cerveza y nos fuimos a sentar bajo la cúpula del sauce. Era un lugar espectacular, debajo de sus ramas se abría una estancia que daba una intimidad inesperada con una sombra divina en un día tan caluroso. Nos recostamos en el tronco del árbol, teniendo mucho cuidado de no hacer contacto físico, y comencé a preguntarle por su vida académica.

   —Hice historia y luego me centré en cultura asturiana…—arrancó Pablo.

   Así descubrí que Pablo era un amante de la mitología asturiana. Se pasó horas hablando de sirenas, brujas, ayalgas y trasgus. Sin saber cómo, ni por qué (bueno, quizás fue gracias a la cerveza), la inquietud se desvaneció y dio paso a la confianza. Se le veía tan entusiasmado que me recordó a mí misma cuando hablaba de mi lobos. Me contó numerosas leyendas y para cuando me di cuenta, estábamos mucho más cerca de lo necesario. No sé cómo, ni en qué momento, mi mano izquierda acabó colocada sobre su muslo derecho mientras su hombro se apoyaba en el mío con todo el descaro. Pablo salió en un momento dado de su mundo de leyendas y se percató de que mi mano invadía totalmente su espacio vital y se produjo un momento incómodo. Me retiré avergonzada.

   —Supongo que con tanta leyenda tienes repertorio más que suficiente para tu descendencia —sugerí para desviar la atención, con la cara roja como un tomate.

   ¡Mierda!, no me lo podía creer. ¿Le estaba hablando de hijos?

   —¿Descendencia? —preguntó con una inflexión graciosa—. Primero tendría que encontrar a alguien con quien tenerla, ¿no crees? —Me miró fijamente.

   —Sí, supongo que sí —respondí, sin poder dejar de mirar a mis pies intentando quitarle importancia.

   —¿Y tú?

   —Yo, ¿qué? —contesté con los ojos como platos, sin entender a qué se refería.

   —¿Piensas en eso de tener descendencia?

   No tenía ni media ganas de tratar aquel tema con él. Mi instinto maternal nunca había dado señales de vida, ni siquiera cuando había tenido pareja se me había pasado por la cabeza. Aquello no era para mí.

   —Pues no lo sé. Los niños pequeños no son lo mío —resumí, limpiándome los restos de la corteza del árbol que se me habían quedado en los hombros.

   —¿Nunca te ha picado el gusanillo?

   —En realidad no. He tenido dos parejas estables, pero… —Respiré hondo sin saber qué decir—. Nunca surgió el tema.

   Me acababa de meter yo sola en un berenjenal del que no tenía muy claro cómo salir.

   —¿No te fue bien con ellos? —quiso saber Pablo con cautela.

   —Pues la verdad es que… no lo sé.

   Pablo hizo una mueca graciosa sin comprender y, viendo que esperaba una respuesta, decidí proseguí con el tema.

   —Tengo una gran incertidumbre sobre lo que pasó. Las historias son prácticamente calcadas. No sé cómo ocurrió, pero un día decidí, en ambos casos, que aquello no me llevaba a ninguna parte. —Reí al recordar las teorías de Ana al respecto. —Mi amiga Ana tiene la teoría de que nunca les hice ningún caso a ninguno de los dos. Ella asegura que salí con ellos porque me hacían compañía, pero que en cuanto me pidieron algo de compromiso los dejé plantados sin dudarlo ni un instante.

   —¿Y tú estás de acuerdo con la teoría? —preguntó levantando una ceja, muy interesado.

   —Pues, lo que sí puedo decir es que comenzaron a interferir demasiado con mi trabajo. Yo vivo para mi tesis y para mis lobos. Ellos comenzaron a pedirme más dedicación y pretendían que desatendiese mi trabajo. Aquello era inviable para mí. No hubiese permitido que nadie me alejase de mi estudio. Si te soy sincera, me ha costado mucho más perder el contacto con los anteriores animales de estudio que con mis novios. —Rompí en una carcajada—. No derramé ni una lágrima por ellos, pero suelo tardar meses en recuperarme cuando acaba un trabajo de campo. No llevo nada bien romper con mis lobos.

   Pablo soltó una carcajada y me hizo una mueca con la cabeza dando a entender que no había nada que hacer conmigo. Aquel gesto me puso nerviosa y decidí que ya había hablado suficiente de mis relaciones y volví al tema de los hijos.

   —Además, nunca tuve un ambiente familiar muy adecuado cuando era niña. Mi familia fue un desastre desde que tengo uso de razón. No son un buen ejemplo a seguir. En cuanto pude, me fui de casa y seguí adelante yo sola. —Hice una pausa para reflexionar—. Ya sabes, sin un ejemplo que seguir creo que no sabría qué hacer con ellos.

   —Yo creo que no es necesario tener un buen ejemplo para hacerlo bien —contestó, clavándome sus ojos en un gesto sincero—. Muchas veces la gente se decida a hacer lo contrario de lo que ha visto en casa. Es otra táctica, ¿no crees?

¿Me está intentando convencer de tener hijos? Aquello no podías estar pasándome.

   —No estoy segura. No creo que los niños sean una buena idea. Ya sabes, gritos, lloros, riñas…, creo que no es lo mío.

—Los pintas como si fuesen monstruos. —Soltó una carcajada.

   —Ya veo que tú vas a por el equipo de fútbol —contesté, quitándole importancia a la conversación, levantándome y sacudiéndome la tierra pegada en el trasero, intentando aumentar la distancia que nos separaba.

   —Tampoco es para tanto, pero sí creo que tener hijos puede ayudarte a centrarte en lo importante.

   —¿Ummm? —dije sin entender, mirando hacia abajo.

   —A veces nos perdemos con mil preocupaciones y creo que los hijos te ayudan a volver a lo básico, a lo primario. Te enseñan a conectar con el niño interior que llevas dentro. Además —prosiguió—. No te creo nada. La cena en que te vi con Paula y Oihane te vi encantada de la vida.

   Me quedé con la boca abierta. ¿Se estuvo fijando en mí el día que estuve con las niñas? Casi se me escapa una sonrisa de bobalicona en la cara.

   —Bueno, no es para tanto. Intenté que las niñas se sintiesen a gusto. Supongo que intenté hacerlas sentir como nadie lo intentó conmigo a su edad.

   —¡Ja, ja, ja!, Ya ves. Lo que yo decía. Te veo siendo una madraza en unos años —contestó con una gran sonrisa.

   —Créeme, prefiero ser la tía simpática que va a cenar a casa de vez en cuando.

   Miré el reloj, como para tener una excusa para cambiar de tema, y me di cuenta de que las horas habían pasado volando. Pablo se levantó del suelo siguiendo mi ejemplo y decidimos que era hora de volver a casa.

 

   Ya casi llegando al todoterreno, Pablo me agarró del brazo para obligarme a ponerme frente a él y me hizo una petición. Aquel contacto era mucho más de lo que yo podía aguantar.

   —Me gustaría mucho, si no es molestia, acompañarte un día a ver a los lobos. Todavía no he visto a los pequeños y me encantaría conocerlos.

   —Me parece una idea genial —le contesté con total sinceridad, cogiendo valor para mirarle directamente a la cara—. Estaré encantada de poder enseñarte los progresos que he hecho.

   —¿Estás nerviosa por eso? —me pregunto Pablo preocupado, al ver un halo de duda en mi semblante.

   —Pues la verdad es que sí. En estos momentos ya hay cuatro bocas más para alimentar. No será fácil mantenerlos lejos del ganado —le eché una mirada de preocupación.

   —¿Crees, de verdad, que habrá ataques? —preguntó Pablo, mirándome con esos ojos penetrantes.

   —Creo que será inevitable, sobre todo teniendo en cuenta que la protección del ganado por estas tierras es nula —le respondí con resignación.

   —No te preocupes. Yo te ayudaré.

   Con esas palabras me dio un beso en la mejilla y desapareció calle abajo.

   Tardé lo que quedaba de día en recuperar la compostura.

 

Nubes de octubre
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