XXV

James y Ned se despidieron de manera bastante amistosa, después de la terrible escena que tuvieron, diciéndose cosas imperdonables el uno al otro y tirándose, literalmente, los trastos a la cabeza: los mullidos cojines de piel, e incluso un pesado pisapapeles de cristal veneciano que, no sólo estuvo a punto de darle a Ned, que era a quien iba dirigido, sino al enorme espejo que llenaba una de las paredes. A Ned le brillaban los ojos, porque era obvio que se lo había pasado en grande con todo aquello. La referida escena no había sido sino una de las muchas que había protagonizado. James, herido por las infidelidades de Ned y dolido por las cosas que le había dicho, no lo había encontrado divertido, pues no en vano habían sido sus celos y su orgullo herido lo que había provocado el estallido. Luego, cuando todo se hubo calmado, Ned volvió a ser de nuevo el mismo de antes y James se sentía como un perfecto idiota. «Así es la vida, querido Jimmie. No debes tomarlo todo tan a la tremenda…». Ah, si Ned se quedase, pensaba James. Pero no tenía más remedio que volver con su madre que, a pesar de no estar a las puertas de la muerte, lo necesitaba de verdad, y nada iba a hacerle cambiar de opinión. Se lo había pasado la mar de bien eligiéndoles «retales» a sus amigas en Liberty’s, y nada digamos del hipopótamo («a la tía Hetty le va a dar un soponcio cuando abra el paquete»). Pero, en definitiva, la despedida había desembocado de manera inevitable en la escena final de una obra teatral bien construida.

James iba ahora a ver a Leonora. Parecía que era lo único que le quedaba por hacer, y tenía la sensación de que ella estaba esperando su visita de un momento a otro. Una de las últimas cosas que Ned había hecho era urgirle a que fuese a verla.

«Te necesita, Jimmie», le había dicho. Y James pensó que probablemente tenía razón, como de costumbre. Por peor que se hubiese portado —porque James estaba dispuesto a reconocer que, sin duda, había llevado las cosas con mucha torpeza y haciéndole daño—, Leonora siempre estaría allí, como un familiar paraje, casi como una madre.

No le pareció de muy buen gusto presentarse con un regalo o con un ramo de flores. James confiaba en que bastase con su presencia.

—Pero James… Y qué coche más elegante, blanco

Aunque ya había previsto que llegase aquel momento, Leonora se sorprendió al abrir la puerta y ver que era él.

James no sabía si debía besarla o no. Antes siempre se besaban, pero ella no fue hacia él. De manera que se limitó a seguirla hasta la sala de estar, en la que todo parecía haber cambiado. Y le hizo la habitual observación de que había vuelto a cambiarlo todo de sitio.

—Supongo que Ned ya se ha ido —dijo ella—. Y supongo que lo echas de menos.

Pero qué comprensiva era. Aunque también pensó James, como tantas otras veces, que le hubiese sido todo más fácil si ella se hubiese mostrado por lo menos un poco enojada. Porque la verdad era que no había ido allí para hablar de Ned.

—Sí, al principio lo eché de menos —repuso—, pero en los últimos tiempos las cosas se habían torcido. Ned es un poco…

Iba a decir «veleidoso», pero le pareció un adjetivo demasiado ingenuo y anticuado.

—Pobre James. Ya me había dado cuenta yo de eso, desde luego; de cómo es Ned, quiero decir.

Leonora estaba recostada en el sillón tapizado de terciopelo, sin la menor crispación. El sol de la tarde dejaba ver tenues arrugas en su piel y estaba más avejentada de lo que James recordaba, aunque todavía conservase parte de su belleza.

—Oh, Leonora, ya sabía yo que comprenderías. Has sido siempre tan…

James trató en vano de dar con una palabra que resumiese el comportamiento de Leonora con el asunto de Phoebe y, por supuesto, respecto a lo sucedido con Ned, bastante más serio.

—Pobre James —exclamó ella, con sincera preocupación—. El tiempo lo cura todo —añadió, en tono ligeramente burlón—, pero aún eres demasiado joven para comprenderlo.

—No te burles de mí.

—No me burlo —protestó ella—. ¿Os habéis, por lo menos, despedido amistosamente tú y Ned?

—En cierto modo sí. Pero tuvimos una de miedo, antes de que se fuese.

Mientras escuchaba cómo James le describía su última pelea, Leonora sintió ganas de echarse a reír. Se dijo que, en muchos aspectos, Ned era un personaje cómico, aunque se hubiese percatado de ello demasiado tarde. Y, además, ¿hubiese servido de algo comprenderlo así al aparecer él en sus vidas?

—Pero, Leonora, al final tenía verdaderas ganas de marcharse… Yo ya había dejado de importarle.

Leonora ya no estaba tan relajada como al principio, al comprender que, al hacerle tal confesión, James le estaba dando mucho más de sí mismo de lo que nunca le había dado, aunque se sintió incapaz de reaccionar como seguramente él esperaba. Ambos habían sufrido, pero esto no parecía acercarlos más sino que, por el contrario, parecía erigirse como una barrera, o como una cuña que los separase todavía más.

—Las personas cambian —dijo ella—. Lo vemos continuamente.

—Pero nosotros no, Leonora. Siento haberte hecho daño. ¿Querrás perdonarme?

—Sí —repuso ella—. Sí, te perdono —repitió, como si lo dudase.

Por supuesto que perdonaba a James, que no podía evitar ella ser así, o por lo menos así se veía. ¿Por qué, entonces, no tenía algún gesto generoso, dejándose llevar impulsivamente hacia él, para que todo quedase olvidado, fundiéndose en un abrazo? Evidentemente eso era lo que James esperaba, porque se le acercó, aunque vacilante, al ver que ella no reaccionaba.

—Bueno, entonces —dijo él—, ¿va a quedar todo así entre nosotros?

—No lo sé —dijo Leonora.

Se preguntaba cuántas veces habría vivido Meg aquella misma escena con Colin, aceptándolo siempre cuando volvía a ella, de tal manera que, con el paso del tiempo, resultaba cada vez más sencillo, sin apenas explicaciones. Descorcharían la botella de Riesling yugoslavo —su vino preferido, siempre en el frigorífico— y, cuando se la hubiesen terminado, todo volvería a su cauce. Luego —acaso inmediatamente— Meg iría a comprar otra botella y la tendría allí preparada, hasta la próxima. Pero le parecía un tanto humillante andarse con este tipo de zalamerías con James, como si fuese un animalito a quien se induce a volver a la jaula con una golosina. Y se decía que, aunque hubiese tenido su vino favorito, no se lo habría ofrecido. Pero el jerez que ahora bebían parecía, con su sequedad, inducir a la hostilidad, inhibirles de expresarse e incluso de sentir. De haber elegido algo más festivo, algo dulce, burbujeante o caliente —una simple taza de té recalentado—, ¿habría servido para cambiar algo?

James se levantó, como para marcharse. No sabía qué hacer. Dirigió la mirada hacia la mesa, confiando en que siguiese allí el libro de flores, abierto por una página distinta cada día, pero no estaba. ¿Lo habría retirado de la circulación Leonora, al cambiarlo todo de sitio en la sala de estar?

—Humphrey me ha invitado a cenar esta noche —dijo ella—. Un sitio nuevo que dice que ha descubierto.

¿Merecía la pena volverlo a intentar?, se preguntó James sin saber cómo despedirse. ¿Qué le hubiese aconsejado Ned? Se acercó a la ventana y vio el coche de su tío estacionado en la calle. Lo vio salir del coche, con un embarazoso envoltorio, un ramo de flores, de peonias quizá. Había algo ligeramente ridículo en la exuberancia del ramo y en la torpe manera que Humphrey tenía de sujetarlo, mientras se aseguraba de haber cerrado bien todas las puertas.

—Adiós, James —dijo Leonora—. Ha sido un bonito detalle por tu parte venir.

Al ver a Humphrey con las peonias, Leonora recordó que, al día siguiente, la iba a llevar a la Exposición de Flores de Chelsea. Era una de esas cosas a las que le gustaba asistir. Ver tantas flores hermosas e impecables, de colores tan primorosos, tan perfectas en todo, era algo que confortaba y satisfacía enormemente a alguien tan amante de la perfección como ella. Aunque, pensándolo bien, las únicas flores realmente perfectas eran las que, como aquellas peonias, tan bien quedaban en su sala de estar, con el añadido encanto de que se las hubiesen regalado.