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James partió hacia España y Portugal con un cargamento de consejos y de cartas de presentación que le dio su tío, y de un sinfín de recomendaciones de Leonora sobre aquello que debía o no debía comer y beber. Una vez en el avión, experimentó una sensación de libertad más que comprensible —aquello casi parecía una huida—, pensando en que iba a pasar varias semanas sin tener que dar cuenta a nadie de nada. Sin embargo, dada su manera de ser, lo primero que hizo al llegar a España fue enviar tarjetas postales a Leonora y a Phoebe; diciéndole, a la primera, que había llegado bien, que todo era maravilloso, pero que la echaba de menos; y, a Phoebe, que todo era maravilloso y que les había escrito a los del guardamuebles diciéndoles que ella iría a elegir todo lo que le había prometido prestarle para su cottage. Pero a Phoebe no le dijo que la echaba de menos, porque tenía la sensación de que ella no esperaba que se lo dijese.

Tener algo que ver con el mobiliario de un hombre y, sobre todo, tener parte de él, por más que temporalmente, acrecienta considerablemente el prestigio de una. Y quizá ésa fuese la razón de que Phoebe le hubiese pedido a su amiga Jennifer que la acompañase al guardamuebles, que estaba en la zona noroeste de Londres, un poco más allá de Cricklewood.

Phoebe le había hablado mucho a su amiga de James, de la tienda de antigüedades y de lo bonitas que eran las cosas que tenía en su apartamento, de manera que Jennifer esperaba ver algo verdaderamente especial cuando abrieron un cofre y Phoebe empezó a revolver. Había muchas cosas envueltas en papel de periódico. El primero que decidió desenvolver fue uno de forma tan extraña como prometedora, acaso una figurita o una estatuilla, o algún objeto de cristal cuidadosamente protegido.

—Oh…

Al desenvolverlo se encontró con unos viejos salvamanteles de corcho, un sacacorchos con una cómica cabeza y varias cucharillas y tenedores con el baño de plata desgastado.

—Quizá este otro —dijo Phoebe, cogiendo un paquete más grande, que resultó ser una lamparita hecha con una botella de vino portugués—. Y a mí siempre me criticaba las mías —añadió perpleja—. Y fíjate tú: él tiene una. No me había dado cuenta.

—La debía de tener escondida en alguna parte. No encajaría con las cosas tan bonitas que dices que tiene.

—Sí, supongo que sí. ¿Y esto qué debe de ser?

Resultó ser otra lámpara hecha con una botella de vino, de esas tipo frasco, con pantalla de paja.

Jennifer se esforzó por no sonreír. Las maravillosas «cosas» de James no se ajustaban a las expectativas, de manera que también empezó a dudar sobre otros aspectos de la relación, acerca de los cuales le había hablado Phoebe.

—Esta bandeja —dijo Phoebe— es modernista, ¿no? Y, mira, aquí hay un pájaro de cristal.

Por fin aparecían un par de cosas que no estaban mal. Baratijas italianas para turistas, pensó Jennifer. Algo parecido se había traído ella de sus vacaciones en Venecia.

—Me pregunto dónde estarán sus otras cosas —dijo Phoebe, desenvolviendo tres ceniceros de lo más corriente—. Recuerdo muchísimas cosas que no tienen pinta de estar aquí.

—Quizá se las ha quedado su madre —dijo Jennifer, en tono un poco agrio.

—No, su madre murió. Es huérfano.

—Pobre.

—Tenía verdadera devoción por su madre.

—Me lo figuraba. Quizá algún pariente entonces… Su tío, o alguna de sus amistades.

Se hizo un embarazoso silencio.

—Es poco probable —dijo Phoebe, sin excesiva convicción, porque ¿qué sabía ella?

Entonces se les acercó un empleado desde el fondo de la nave, portando pequeños complementos de mobiliario. A Phoebe se le iluminó la cara.

—Oh, mira, aquí están la mesita y la silla de estilo Victoriano, pero, ¿dónde estará la cornucopia con los cupidos? Creí que eso me lo dejaba a mí.

—Creo que se lo llevó Miss Eyre, señorita —dijo el empleado, con expresión inescrutable.

—¿Jane Eyre? —exclamó Jennifer—. Esto me huele mal.

—Miss Leonora Eyre —dijo el empleado—. ¿Un nombre raro no LeahNorah?

—Bah, esas oberturas leonoras —exclamó Jennifer en tono burlón—. Nunca me ha gustado Beethoven. Ese cóctel de Beethoven y Jane Eyre resulta poco tranquilizador, ¿no te parece?

—Qué bobadas dices. Probablemente es su vecina de abajo, una mujer que ronda los sesenta. Me la presentó un día en la escalera. Siempre estaba pendiente de él y supongo que habrá querido dejarle algo. Pero, con todo, no creo que la cornucopia vaya con ella. No puedo recordar cómo me dijo que se llamaba —añadió un tanto embarazada—. Seguramente es que no me lo dijo.

—Bueno, ya no puedes hacer nada —dijo Jennifer, un poco harta—. Ya lo aclararás después.

Phoebe le dio las señas al empleado para que le enviasen los muebles a su cottage y, luego, fue con Jennifer y con la madre de ésta a tomar el té a una cafetería de Wigmore Street. Jennifer iba dándole vueltas a la idea de una Jane Eyre supervisando mientras embalaban los muebles de un Mr Rochester y al hilo de ello siguió imaginando a otras heroínas en circunstancias similares. Phoebe la escuchaba sin demasiada atención, porque se había quedado preocupada pensando en la tal Leonora Eyre, preguntándose cómo podría averiguar quién era en realidad.