XX

James colgó el teléfono y siguió estudiando el catálogo de porcelanas que Christie’s iba a subastar próximamente, pero no lograba concentrarse. Se había inventado una mentira para Leonora y todo había resultado la mar de sencillo. «Dile que vas a pasar el fin de semana fuera», le había sugerido Ned, y ella lo había aceptado sin más, de la misma manera en que había aceptado muchas verdades a medias, que él se había visto obligado a contarle para ocultar que, prácticamente, estaba viviendo ya con Ned. Por supuesto que ella lo veía, lo notaba, y se estaba esforzando por mostrarse «respetuosa» y «comprensiva», hasta el punto de hacer que, en algunos momentos, él prefiriese que ella se olvidase de su dignidad y le hiciese una escena.

—¿Era Leonora? —le preguntó Humphrey a James, al ver que no hacía ningún comentario sobre la llamada—. ¿Le has dicho ya que has encontrado otro apartamento?

—Sabe que lo he estado buscando, pero he preferido aguardar hasta haber firmado el contrato y todo eso, antes de decirle nada.

—Yo ceno con ella esta noche. ¿Quieres que le diga algo?

James dudó. Habría aceptado encantado que su tío le facilitase las cosas, pero pensó que debía dar la cara ante Leonora. Lo que no sabía era cómo hacerlo.

—Déjalo de mi cuenta —dijo Humphrey, levantándose y empezando a tararear una canción de moda.

Llevaba unos días de muy buen humor porque, como es lógico, frecuentaba más a Leonora últimamente, y, aunque tenía el suficiente tacto como para no hablarle mucho de James y de su nueva relación, era obvio que ella le estaba agradecida porque saliese con ella a menudo al campo, a visitar mansiones interesantes, y la llevase a agradables restaurantes, para distraerla sobre lo que ocurría «en su propia casa», se decía Humphrey. Porque las frecuentes ausencias de James debían de resultarle a ella tan dolorosas como si se hubiese traído a Ned al apartamento.

—Es increíble —dijo Humphrey—, pero ya hace casi un año que la conocimos en la subasta. Y parece como si hubiese sido ayer.

A James le parecía que había transcurrido aún más tiempo, de tantas cosas como le habían acontecido, como por otra parte era lógico que le sucediese a un hombre de veinticinco años en comparación a uno de sesenta. Leonora, Phoebe, Ned —tantas experiencias, y tan distintas—, y por los tres había sentido verdadero amor, y aún lo sentía en cierto modo. Sólo que entonces, inexplicablemente, era Ned quien lo absorbía de una manera como nunca lo había absorbido ninguna mujer.

—¿Así que vas a pasar el fin de semana fuera? —le preguntó Humphrey.

—Sí —repuso James escuetamente, porque aún no había pensado en qué mentira inventar para su tío, y no habría sabido qué añadir.

Por suerte su tío no le pidió más explicaciones. Salió de la tienda sin dejar de tararear, y James se quedó a solas con Miss Caton.

—Noviembre es un mes que puede ser muy agradable para salir al campo —comentó ella—, y hasta ahora el tiempo nos está respetando. Pero yo de usted me pondría algo que abrigue, por si acaso.

James asintió amablemente, divertido ante la idea de llevar ropa de abrigo en el supercaldeado apartamento de Ned, con la calefacción siempre a tope. Volvió a su trabajo, tratando de no pensar en Leonora. Se alegraba de que Humphrey fuese a cenar con ella. Porque lo que de verdad le dolía era pensar que estuviese sola y esperándolo. De manera que optó por la receta de Ned: cuando se te haga insoportable pensar en algo, no lo pienses. Y, al cabo de un rato, funcionó.

Humphrey no iba a llegar hasta las ocho, y la cena ya la tenía lista, pero Leonora no estaba de humor para ver a Meg, que le había preguntado si podía pasar por su casa a charlar un rato al salir de la oficina antes de ir a casa. Había que evitar todo contacto con esas personas de tono bajo si quería una estar animada, y estaba segura de que Meg no haría más que hablarle de su salud y de los problemas de las mujeres como ellas, de «su» edad, que no era precisamente un tema muy oportuno. Al final, allí la tenía, y, tal como temiera, hablándole de sí misma y de sus problemas… que una doctora muy comprensiva le había ayudado a entender mejor. Por lo visto, todo —el cansancio, la depresión, el llanto, la frustración y toda lamentación por el pasado— tenía una explicación.

Leonora la escuchaba con creciente indignación. Nunca se había considerado una persona frustrada y, aunque no pudiese negar que era una mujer, le resultaba insoportable que Meg tuviese con ella esa característica en común.

—Al parecer es muy positivo interesarse por alguien más joven, porque viene a ser como una superposición del amor maternal —prosiguió Meg—. Todo el mundo necesita amar. Y todo lo que hay que hacer es dejar que el amor fluya, dice el Dr. Hirschler —añadió Meg, haciendo elocuentes ademanes—, y no dejar que se te pudra dentro, o avergonzarte de él.

—Pero a veces puede resultar embarazoso —dijo Leonora, preguntándose si no le habría llenado demasiado las copas a Meg.

—Y todos tenemos que realizarnos a nuestra manera —siguió diciendo Meg— y, aunque algunas veces las cosas se tuerzan, no por ello debemos dejar de amar. Así es como lo veo yo, por lo menos.

Leonora se preguntaba qué habría hecho para darle la impresión a Meg de que no veía a James con mucha frecuencia últimamente. Porque Meg parecía condolerse con ella, como si insinuase que James la tenía un poco olvidada. Pero ni siquiera entonces se resignaba a reconocer —y menos aún delante de Meg— que «se hubiese torcido» algo con James.

—Pasó lo mismo cuando Colin conoció a Harold —dijo Meg—. Al principio fue muy duro para mí, pero ahora que ya no están juntos…

—¿Ah, sí? No lo sabía —exclamó Leonora, en un tono ligeramente más animado.

—Pues sí. Creí habértelo comentado. Al final las cosas no salieron como habíamos esperado.

Lo dijo en un tono casi enternecido, como si pretendiese hacerle creer a Leonora que pensaba en «los tres» —Colin, Harold y ella—, con sus respectivas esperanzas, en un mismo plano.

—¿Qué sucedió? —preguntó Leonora.

—Lo de siempre. Harold conoció a uno en el dentista (uno que llevaba un caniche, o puede que fuese un pequinés, no sé…) —dijo Meg, frunciendo el ceño, tratando de recordar lo que a Leonora le pareció un detalle totalmente irrelevante—. El caso es que era un perro pequeño, y él tenía un problema en la muela… El caso es que Harold y el dueño del perro se gustaron y decidieron vivir juntos.

—Pues qué bien —musitó Leonora.

—Colin lo pasó muy mal, claro, pero sabe que siempre me tiene a mí. Yo soy la única que nunca cambia —dijo Meg, con firmeza.

Meg, sentada allí con su viejo chaquetón de piel de oveja, que parecía ser su única prenda de abrigo. Quizá otros viesen en su actitud rasgos de patetismo, incluso de nobleza, pero no Leonora.

—Lo siento, Meg —le dijo—, pero vas a tener que dejarme. Humphrey viene a cenar y llegará a las ocho.

—Con Humphrey tendrías que casarte —exclamó Meg, disponiéndose a marcharse—. No acierto a comprender por qué no te has casado, Leonora.

Leonora sonrió enigmáticamente. No le habían faltado oportunidades, ni mucho menos, como a Meg seguramente no le había pasado inadvertido. La acompañó hasta la puerta para despedirse, y luego se detuvo a mirarse en la cornucopia, que le devolvió la habitual y halagadora imagen. Se dijo que a la luz de las velas, durante la cena, estaría muy favorecida, con aquel traje de noche negro que tanto le gustaba a Humphrey. Puede que aquella noche dejase que la besara. Le había preparado los platos que más le gustaban: pollo al estragón y mousse de chocolate. Hasta que no le trajo la mousse, y Humphrey la rechazó, no recordó que él detestaba todo lo que llevase chocolate. Era a James a quien le gustaba la mousse de chocolate.

—Sólo un poco de queso, cariño, si tienes. El toque perfecto.

Claro que tenía queso —y de varias clases—, pensó Leonora, mientras iba a por él. Pero al llegar a la despensa se sumió en el mayor desconsuelo. Se inclinó hacia uno de los estantes y apoyó la cabeza en las latas —de gambas, de langosta, de espárragos y de melocotón en almíbar— que siempre tenía por si acaso James se presentaba a comer o a cenar sin avisar. ¡Pero hacía ya tanto tiempo! ¡Cómo le hubiese gustado, al volver a la salita, encontrar a James sentado allí en lugar de a Humphrey!

Humphrey eligió precisamente aquel momento, al entrar ella con el queso, para decirle que James había encontrado otro apartamento y que no tardaría en hacer el traslado.

—¿Dónde? —preguntó ella, ya totalmente tranquila.

—En Fulham, aunque ahora lo llamen Chelsea. Los pisos se han revalorizado mucho en esa zona, en los últimos años, y creo que hará una buena inversión. Porque si, como es de suponer, James decide un día casarse y comprar una casa, podrá sacar un buen dinero por el traspaso. Siempre que no agote la duración del contrato, claro está.

Leonora comentó que estaba bien, cerca de la tienda; y lo dejó allí, mientras él seguía hablándole y ella preparaba el café.

Humphrey la veía con mayor distancia de lo habitual. Parecía cansada, se dijo; y aquel traje de noche negro no le sentaba tan bien como otras veces. Las mujeres de la generación de Leonora estaban convencidas de que el negro siempre sentaba bien, pero a menudo se equivocaban. Pensaba irse pronto y dejar que se acostase. Rechazó el coñac que ella le ofreció y se levantó, disponiéndose a marcharse, a una hora que a Leonora le pareció inusualmente temprana.

La besó ligeramente en la mejilla y le dio unas palmaditas en el hombro, susurrando algo así como «anda, anda», igual que podía habérselo dicho a una criatura o a un animalito.

Se sintió chasqueada, porque esperaba una más cálida demostración de afecto: el beso con el que contaba, y que había decidido dejarse dar. Incluso podían haber terminado en la cama, y le habría resultado tan agradable como reconfortante.

—Supongo que entonces James tendrá que llevarse los muebles —dijo ella, cuando ya se despedían.

—Bueno, supongo que sí.

La verdad era que, de seguir así, aquellos muebles iban a caer hechos pedazos, pensó Humphrey. Primero en el apartamento de James en Notting Hill Gate; luego, en el guardamuebles; después, los sacan del guardamuebles para llevárselos al cottage del pueblo; de allí a casa de Leonora, y ahora a Fulham.

—Pero no te preocupes tú de nada —añadió él—, ya me encargaré yo.

—¿Cómo me va a preocupar que se lleve cuatro cosas? —dijo Leonora, con suma frialdad.

—Bueno, querida, si me necesitas para algo… —dijo Humphrey, un poco desinflado.

Volvió a darle unas palmaditas en el hombro y ella entró en la casa con la sensación de que la velada no había sido precisamente un éxito.