III

James no era precisamente muy puntual, pero, por una vez, Humphrey no se lo reconvino. Parecía contento y andaba por allí tarareando por lo bajo y sonriendo, de una manera un tanto impertinente, como si tuviese entre manos algo secreto que no quisiese revelarle a su sobrino.

Pero, al final, no se lo pudo callar.

—No vendré esta tarde —dijo—, pero estoy seguro de que tú y Miss Caton os arreglaréis perfectamente sin mí.

La verdad es que James consideraba que ya tenía bastante práctica, pero como era discreto por naturaleza no lo dio por sentado.

—Voy a almorzar con Miss Eyre —añadió Humphrey— y luego a la exposición de la sala Agnew, que me parece que le gustará. Creo que este tipo de «cosas» deben de ser de su gusto.

—Sí, seguro que sí —asintió James con suavidad—. ¿Vendrás con ella aquí luego? Dijo que le gustaría ver la tienda.

—Puede. Depende de cómo resulte —repuso Humphrey, con enigmática expresión, que matizó en seguida para que James no lo interpretase mal—. A lo mejor está demasiado cansada para venir hasta Sloane Square. No parece una mujer muy fuerte y quizá prefiera volver a casa.

—Claro —convino James, desinteresándose del tema—. Salúdala de mi parte, o dile lo que creas conveniente.

—Por supuesto que la saludaré de tu parte —dijo Humphrey.

La invitación de Humphrey a almorzar y a ver la exposición habían pillado a Leonora de improviso, antes de que le diese tiempo a «perderse» por Sloane Square y aparecer por la tienda por sorpresa. No le hacía demasiada gracia ir a remolque de los acontecimientos y se sintió, un tanto ridículamente, decepcionada por ir a almorzar con Humphrey, pero sin James. Le apetecía ver a James de nuevo, porque se necesita a veces la compañía de los jóvenes, y la de jóvenes apuestos era especialmente agradable. Salir con Humphrey no era muy distinto de salir con tantos otros admiradores granaditos que la llevaban a restaurantes caros y la colmaban de atenciones.

La exposición era de verdad preciosa, con retratos de familias distinguidas, cuadros de grandes mansiones, muy del gusto de Leonora.

Estaba claro que le iba, pensó Humphrey sin demasiada delicadeza, al verla admirar los cuadros. Había sido una buena idea.

—¿Supongo que no seguirá yendo a las subastas? —dijo bromeando.

—¡Ah, no, desde luego! —repuso ella—. En adelante le pediré que lo haga usted por mí. O James. ¿Qué tal está? ¿Bien, supongo?

—¿James? ¿Bien? —exclamó Humphrey, que pareció un tanto perplejo, preguntándose por qué no iba a estar bien su sobrino—. Ah, pues sí, James está bien, gracias. Lo he dejado al cargo de la tienda esta tarde.

—Quizá podríamos darle una sorpresa, ¿no? Me haré pasar por una clienta.

—Por supuesto, mi querida Leonora —dijo Humphrey, llamándola ya por su nombre de pila, como había empezado a hacer durante el almuerzo, igual que ella—. Si no está demasiado cansada…

—A lo mejor compro unos regalos de Navidad.

—Por Dios, ¿tan cerca está ya la Navidad? —exclamó Humphrey—. Supongo que las mujeres empiezan a hacer las compras mucho antes que nosotros.

Pensó un poco al tuntún en un par de cosillas de la tienda que Leonora pudiera querer comprar, si de verdad pensaba ya en los regalos de Navidad, pero no le pareció que fuese así en cuanto llegaron a la tienda. Porque, aunque estuvo admirando un par de codornices de porcelana china, se estremeció ante una pieza de netsuke y mostró su entusiasmo por un pisapapeles Victoriano, no preguntó precios. Todo lo que sacó en claro Humphrey fue que un pisapapeles, aunque no tan caro como el que ella había admirado, podía ser un buen regalo de Navidad para ella.

—Voy a tener que marcharme ya —dijo Leonora mirando el reloj—. Es fatal que te pille la hora punta.

—La acompañaré a casa —dijo James, a quien habían prácticamente ignorado durante la visita.

—Ah, no, mi querido joven —dijo Humphrey—. No es necesario. Tengo el coche aparcado a la vuelta de la esquina.

—Y yo también —dijo James—, y, además, voy en la misma dirección que Miss Eyre.

Leonora se quedó allí de pie entre los dos, sonriendo. Había que ver lo amable que era la gente.

—No quiero que dé un rodeo por mí —le dijo ella a Humphrey—. Si de verdad le pilla a James más o menos de camino…

Una vez en el coche de James, Leonora se recostó en el asiento y se subió el cuello de su chaquetón de piel, ciñéndoselo. Él le preguntó entonces si le molestaba el aire de la ventanilla.

—No, pero me gusta notar el contacto de la piel.

—Tiene que ser agradable —dijo James, que no tenía experiencia al respecto.

Se sentía un poco cohibido, como si el comentario de Leonora le resultase demasiado íntimo en los primeros escarceos de una amistad. No se le ocurría nada que decir.

—Su tío vive en Kensington, ¿no? —preguntó Leonora—. No era cuestión de abusar de su amabilidad.

—Estoy seguro de que no lo hubiese interpretado así —dijo James—. En coche no se tarda tanto.

—Y usted vive en Notting Hill Gate, ¿no?

—Sí, tengo un apartamento.

—¿No vive con la familia? No, claro.

—Es que no tengo —repuso James algo azorado—. Mis padres murieron.

—Pobre.

Leonora pensó que quizá su comentario sonaba demasiado superficial e insincero, pero ¿qué iba una a decir? Siguieron en silencio un rato hasta que James le dijo que lo fuese orientando. Al llegar frente a la casa, él bajó del coche y lo rodeó para abrirle la puerta.

—¿Quiere pasar a tomar algo? —le preguntó Leonora, en un tono frío y casi indiferente.

James vaciló. ¿Pretendía sólo ser amable? ¿Le apetecía a él? Sentía curiosidad por ver el interior de la casa y, en cualquier caso, podría pretextar tener una cita si luego no le apetecía alargarse mucho.

—Quizá lo entretengo —dijo Leonora.

—No, qué va, estoy encantado. Es que no quisiera hacerme pesado.

—Pero, mi querido James —dijo ella, utilizando por primera vez su nombre de pila—, ¿le invitaría acaso si lo temiese así?

Como ante este comentario no cabía réplica, él la siguió hacia la sala de estar, bellamente decorada, con pequeños muebles del primer período Victoriano y porcelanas y objetos de cristal del mismo período. James reparó en que el libro de flores que ella había comprado en la subasta estaba abierto sobre una mesita.

—Cada día lo abro por una página distinta —dijo Leonora—. Es una verdadera delicia. No recuerdo cuál he elegido para hoy.

—Convólvulo rosa —dijo James mirando el libro.

—Que significa… —dijo Leonora acercándosele, como si fuese a leer, aunque sabía perfectamente que no podía sin las gafas.

—Compenetración basada en una Afectuosidad Tierna y Sensata —leyó James en un tono ligeramente burlón, porque no acababa de entender el significado.

—Tomemos algo —dijo Leonora, yendo hacia el aparador y sacando una botella y dos copas.

—No cabe duda de que le gusta a usted todo lo Victoriano.

—Sí, me encanta. Me siento en mi elemento.

James miró entonces a Leonora con más detenimiento. Llevaba un vestido de color ciruela claro, que sentaba bien a su pálido semblante y a su pelo castaño, cuidadosamente peinado. Con la discreta luz de reconvertidos quinqués parecía más joven que a la luz del día o, si no exactamente más joven, de edad indefinida.

—Creo que lo Victoriano encaja con usted —dijo él—; está perfecta en esa silla.

Leonora hizo una ligera inclinación de cabeza agradeciendo el cumplido, habituada a la lisonja.

—Y a mí me parece que usted pertenece también a otra época —musitó ella—. ¿El siglo XVIII acaso? No me resulta difícil imaginarlo en un retrato, recostado en una agrietada columna.

—Pues yo no me imagino así —dijo James, un poco molesto, y pensando que no debería haberle hecho un cumplido tan tonto.

—No se parece usted en nada a su tío.

—No, he salido a la línea materna.

—El pelo castaño claro y los ojos casi negros… No es muy corriente.

—Mi madre era americana.

—¿Ah sí? Hábleme de su madre.

Aunque Leonora lo dijo en un tono que pareció totalmente sincero, James se sintió un tanto embarazado por el sesgo que tomaba la conversación. Por afable que ella se mostrase, no dejaba él de percatarse de que no había que interpretarlo como que a Leonora le apeteciese pasarse toda la santa tarde oyéndole hablar de su madre.

Por si cupiese duda alguna —como si le hubiese leído el pensamiento—, Leonora cambió de tema de una manera casi imperceptible y, al decirle la mujer que quizá tuviese ya apetito, él asintió casi sin advertirlo.

—Voy a ver qué tengo en casa.

—Oh, pero no se moleste… —dijo James—. No va a tener nada preparado —añadió sin mucho tacto.

—Siempre se tiene algo… latas, sobres, huevos, y alguna que otra cosilla más en el frigorífico.

—Debe de recibir muchas visitas.

—Sí, claro.

—De modo que no le debe de importar vivir sola, ¿no?

—No… De lo contrario, no viviría sola.

No le cupo duda a James de que así debía de ser. No había en Leonora nada patético, y él era aún demasiado joven para dar por sentado que una mujer que vive sola es siempre digna de conmiseración.

—¿Qué tal son sus vecinos? —preguntó.

—De este lado tengo a un joven matrimonio y del otro a mi amiga Liz.

—De manera que siempre podrían echarle una mano si estuviese enferma —comentó él, congratulándose.

—Sí, claro. ¿Cómo se las arregla usted cuando está enfermo?

—En el piso de abajo vive un alma caritativa que se desvive por mí.

A Leonora no acabó de hacerle mucha gracia la respuesta, pero no hizo ningún comentario. Había dispuesto ya algo para cenar: paté, ensalada y una tortilla, sobre una mesita redonda, en la cocina, y James comía ya a dos carrillos.

—Detesto esas cocinas modernas con aspecto tan aséptico —dijo ella, al comentar lo alegre que era la suya—. Hice poner este papel rojo para que parezca más cálida y acogedora.

Después del café, James se levantó, disponiéndose a marcharse.

—Ha sido muy agradable —dijo de corazón.

Leonora era sumamente cordial, pese a que él no estaba muy seguro de saber estar a su altura.

—Podría venir un día a mi apartamento y aconsejarme un poco para mejorarlo.

—Me encantaría. Sobre todo, aconsejarle a usted.

Estaban ya en el primer escalón de la entrada cuando se oyó un estridente maullido.

—Es que mi vecina Liz cría gatos siameses —dijo Leonora—. Tenía que haberle prevenido.

—Qué coincidencia… Mi vecina también tiene un gato siamés.

—Un encanto —dijo ella, en ese tono que emplean las personas a quienes sólo les gustan los animales de lejos.

De nuevo sola, se compadeció, como tantas veces, de la pobre Liz, cuyo esposo «había tenido un comportamiento tan pasmoso» que ahora quería ella más a los gatos que a las personas.

Otro ruido perturbó el silencio de la noche —hombres que alborotaban—, pero no había que alarmarse, porque era la radio de Miss Foxe, que vivía en el último piso. La ponía demasiado alta, mas Leonora prefería aquel violento estrépito que el programa religioso que, con sus bien moduladas voces cantando himnos y los clérigos entonando plegarias, siempre la hacían sentirse culpable. Pero ella no tenía ninguna culpa de que Miss Foxe estuviese ya en la casa cuando fue a vivir allí, ni de que fuese una persona refinada y de alta cuna, obligada a vivir con estrechez por las circunstancias. Lo único que ocurría es que a uno no le gusta que personas como Miss Foxe se entrometan en su vida. De manera que era lógico que no le hubiese hablado a James de ella cuando él le preguntó por sus vecinos.