V

Humphrey y Leonora habían almorzado juntos y, como hacía una tarde espléndida, él le propuso dar un paseo en coche por las afueras.

—Y no me va a remorder la conciencia, ni tanto así, por dejar que Miss Caton se las componga con los clientes, al contrario —dijo—. ¿Cómo se puede trabajar en una tarde como ésta?

—¿Y James? —preguntó Leonora—. ¿No va a ir a la tienda tampoco?

—No. Lo he enviado a que eche un vistazo a tiendas de antigüedades de unos pueblos cercanos. Es una buena experiencia para él ver otras tiendas.

—Supongo que irá de incógnito —dijo Leonora afablemente—; o, por lo menos, bien disfrazado.

—Tanto como eso… Todavía no lo conoce nadie en la profesión.

Confiaba en no tenerse que pasar todo el rato hablando de James. Porque había elegido precisamente aquella tarde para estar con Leonora a solas. Le parecía mucho más lógico que Leonora le dedicase su tiempo a él y no a James. Al detenerse ante el semáforo, se inclinó hacia ella y, cuando ya iba a tocarla, se puso verde y tuvo que seguir conduciendo.

—¿Adónde vamos? —preguntó Leonora, apartándose apenas un milímetro—. ¿A algún interesante y remoto paraje?

—No, nada de remoto —dijo Humphrey—, pero interesante sí. En cierto modo… Es un lugar que dijo no conocer.

—O sea, casi todos —dijo Leonora en son de broma—. Surbiton, Slough, o cualquiera de esas ciudades-dormitorio.

—Bueno, supongo que allí donde vamos la gente podrá dormir, y probablemente lo haga. Pero no le voy a decir adónde vamos hasta que estemos allí.

Leonora se recostó en el asiento con expectante placidez. El coche de Humphrey era muy cómodo y el excelente almuerzo la había dejado un poco somnolienta, pero no era cuestión de dormirse. No iba a quedarse allí como un ceporro…

De pronto —¿se habría quedado traspuesta?— el coche giró y se internaron en una arboleda.

Humphrey la miró de reojo para ver su reacción. De vez en cuando, durante el almuerzo, Humphrey había sonreído para sus adentros imaginando cómo le iba a gustar a Leonora Virginia Water, y sus admirativas exclamaciones al ver los árboles, el agua y las ruinas.

—¡Qué bonito! —exclamó Leonora, juntando las manos con complacido ademán—. Qué tranquilo y apacible.

—Sí, aunque los fines de semana aquí no hay quien venga; se convierte en un sitio vulgar con tanta gente. Pero entre semana, en un día laborable…

El engolado tono con que lo dijo Humphrey resonó entre las jóvenes hayas.

—Día laborable —repitió Leonora con sorna, pensando en el pomposo talante de Humphrey, y en cuánto más agradable habría sido ver aquel romántico paraje en compañía de James—. Un templete entrevisto en lontananza (acaso un templo en ruinas), entre las frondas, junto al quieto lago —añadió musitando—. Pues sí: es de los lugares que más me han gustado.

Ah, mi querida Leonora, pensó Humphrey, tan sensible e inexperta. Se preguntaba cuántas veces habría visto lugares como aquél para llegar a la conclusión de que era uno de los que más le gustaban. De pronto —supuso que debió de ser el contraste lo que le hizo pensar en ello— recordó a su difunta esposa con su uniforme de protección civil durante la guerra, paseando con él por aquella misma arboleda.

Fueron caminando, y Leonora se deshizo en admirativos comentarios sobre el paisaje, hasta que llegaron junto a un totémico poste que destrozaba el apacible encanto del paisaje.

Qué odioso símbolo fálico, pensó Leonora, aunque absteniéndose de todo comentario y acelerando el paso con la cabeza gacha. Un grupo se arracimaba en derredor del poste, gritando y profiriendo exclamaciones; un hombre con dos niños pequeños, acompañados por su madre y quien parecía ser la abuela, todos con chaquetas de punto blancas y el floreado estampado de sus vestidos asomando por debajo. ¿Cómo se las arreglaba la gente para tener tiempo libre entre semana?, se preguntaba Leonora.

—Deben de estar de vacaciones, supongo —musitó al pasar frente a ellos.

Se sentía ya un poco cansada y pensó que quizá podían sentarse un poco, pero, al sugerirlo, Humphrey dijo que seguramente la hierba estaría mojada, tras la lluvia de la noche anterior, y que era mejor ir a algún sitio con el coche a tomar el té.

Quizá no estuviese tan mojado en las profundidades del bosque, se lamentó Humphrey para sus adentros, imaginándose echado con Leonora sobre un lecho de agujas de pino. Pero en seguida desechó tales pensamientos, que le parecieron tan ilusorios como cómicos. Una escena de seducción, con bosque de por medio, entre dos protagonistas granaditos podía acabar en desastre.

—dijo él decidido, contemplando la atezada belleza de Leonora con un fondo de blusitas floreadas y de tortas caseras.

Recordaba que, sentados ya en el café, le había dicho que allí era donde él y Chloe solían verse algunas veces.

—Su esposa, ¿no? —dijo ella, utilizando un tono reverente para ocultar su tedio.

A Leonora le pareció una pequeña falta de tacto que le hablase de otra mujer, por más tiempo que llevase muerta, mientras estaba con ella.

—Es que aquí sirven un té como los de antes —dijo él animadamente—. Ya sabe lo obsesionados que estábamos, en todo lo relacionado con la comida, durante la guerra.

—Ah, la guerra —suspiró Leonora, recordando su «secreta misión» allá en el sur de Inglaterra, antes de la invasión de Normandía.

Había sido en primavera —camelias, azaleas y rododendros—; más de uno de aquellos altos oficiales provisionales había tratado de ligársela, e incluso le habían hecho proposiciones honorables en aquellos exuberantes y floridos parajes. Ah, la de buenos matrimonios que pudo haber hecho; matrimonios brillantes… Claro que, por entonces, James sólo debía de tener cuatro o cinco años, allí en América con su madre, durante los primeros años de su formación.

—Y James no era más que un crío, entonces —dijo en voz alta—, ¿eh?

—Claro, James era muy pequeño —asintió Humphrey, desentendido del tema—. Estaba con su madre en los Estados Unidos. Y a su padre lo mataron en la guerra, ya sabe.

—Y luego muere su madre —dijo ella, quedamente, al corriente por supuesto de lo de su padre.

—Sí, pero eso fue mucho después. Esta tarta de dátiles y castañas está buenísima —dijo Humphrey, confiando en que Leonora cambiase de tema—. ¿No quiere probarla?

Leonora negó con la cabeza. La triste vida de James le había quitado el apetito. Cómo iba a comer una pensando en cosas así. El pobre muchacho… Si por lo menos su madre no hubiese muerto…

—La verdad es que estoy pasando una tarde deliciosa —dijo Leonora, considerándose un poco obligada con Humphrey.

De todas maneras, James cenaba con ella por la noche, así que podía permitirse ser un poco generosa.

James fue hacia el pueblo con cierta cautela, observando primero, desde lejos, qué aspecto tenían los alrededores. Desde luego era absurdo imaginar que pudiese dar uno con algo de valor en una venta de saldos de pueblo, pero nunca se sabía, y merecía la pena probar. Por lo menos sería más interesante que visitar a anticuarios de provincias, «ver otras tiendas», como le había dicho Humphrey, porque era el pueblo donde estaba viviendo Phoebe y se proponía visitarla. Pues, aunque se habían despedido con cierta sequedad, ella había tenido buen cuidado en darle sus señas, casi como Eva ofreciéndole la manzana a Adán.

El primer lote ya se había terminado al entrar James en la sala, después de pagar la entrada y, como forastero, se percató de que llamaba la atención. Era natural que lo mirasen, y se dijo que tenía que haber recurrido a alguna clase de camuflaje para que sus facciones no quedasen tan expuestas a la curiosidad pública. Pero, de haberse puesto un sombrero de paja y gafas oscuras, habría llamado más la atención, ¿no? Desde luego el hecho de ser hombre atraía aún más las miradas hacia él, pues había una mayoría de mujeres, casi todas fachosas, gordas y entradas en años. No era un lugar en el que fuese muy habitual ver a hombres, salvo curas, aunque en aquellos momentos no había ninguno; sólo un grupo de boys-scouts.

Con todo, era obvio que aquél era uno de esos lugares donde uno consigue una ganga, pensó James, acercándose a una mesa de caballete sobre la que había mucha quincalla junto a algunas cositas de porcelana. Lo primero que le llamó la atención fueron unos saleros —uno para pimienta— en forma de gatos, con los agujeritos de rigor en la cabeza, que estaban en un estante.

—Son bonitos —dijo la mujer que estaba detrás del mostrador, aunque sin demasiada convicción y, desde luego, sin esperar que James lo comprase.

—No es exactamente lo que busco —dijo él, desviando la mirada hacia otras horrorosas baratijas.

¿Llegarían tiempos en que incluso esa clase de baratijas sería pasto de coleccionistas?, se preguntaba. Puede que hasta mereciese la pena establecerse por su cuenta con un «supermercado» de antigüedades. Sería divertido, aunque a su tío no le iba a gustar.

Era evidente que allí no había nada que pudiera interesarle a su tío, pero, por pura cortesía, compró un castillito de porcelana, algo desportillado, sin reparar en que no tenía por qué comprar por simple cortesía en una venta de saldos en la que había que pagar para entrar. Se dijo que quizá lo mejor fuese preguntar dónde estaba el Vine Cottage —estaba seguro de que las dependientas habrían estado encantadas en decirle dónde estaba la casa—, pero no se decidió. Luego, cuando después de dar varias vueltas lo encontró, se quedó sentado en el interior del coche, que estacionó en la calle, antes de bajar y llamar.

La joven alta y delgada que salió a abrirle con tejanos le pareció una desconocida, y apenas la reconoció como Phoebe, aunque recordaba su pelo parduzco recogido por detrás con una cinta. Pero ¿era aquel rostro tan paliducho y natural el que tanto le había intrigado a la luz de las velas del restaurante?

También ella pareció decepcionada, como si no lo viese a la altura de lo que esperaba, fuese lo que fuese.

—De manera que ésta es la casa —dijo él, mirando en derredor de la pequeña estancia, cuyas ventanas, muy pequeñas, la hacían un tanto lóbrega.

—Faltan muebles —dijo ella—. No hay más que las pocas cosas que he comprado yo.

James no acertaba a ver qué es lo que había.

—Esta lámpara, por ejemplo —dijo ella algo nerviosa.

Él miró la botella de vino convertida en lámpara como si sobrase todo comentario.

—Podría conseguir fácilmente algunas cosillas… Por aquí se venden muchos saldos —dijo él.

—Sí, pero se arriesga una a aparecer con un estuche de pájaros disecados.

—Pero son muy bonitos —replicó él, ligeramente a la defensiva—. Todo lo de la época victoriana sigue muy buscado.

Se produjo un silencio tras este comentario un tanto esnob. Quizá porque tuvo la sensación de que a él no le parecía tan deseable como un estuche de pájaros disecados, Phoebe insistió reiteradamente en ofrecerle café o una copa, pero él rechazó ambas cosas.

—¿Quiere ver el jardín? —le preguntó ella al fin.

Salieron al jardín, excesivamente dejado a su aire. James se fijó en la parra que cubría la parte trasera del cottage.

—Sí, supongo que por eso se llama Vine Cottage. Es bonito ese color gris mate de las hojas.

—Ya lo creo… ¿Conoce aquel poema del rojo que se vuelve gris?

—No —dijo ella con cierta brusquedad, contrariada al pensar que, probablemente, debía conocerlo.

—Es de Browning. Aunque no está muy de moda.

James iba a citar unos versos, pero, al recordar que era uno de los poemas favoritos de Leonora a través de quien lo había conocido, un espontáneo gesto de delicadeza lo contuvo.

—¿Qué tal se le da la jardinería? —preguntó ella.

—Mal —repuso él, temiéndose que lo pusiese a destripar terrones—, pero a mi madre se le daba de maravilla.

Sin duda su madre habría muerto, pensó Phoebe, lo que le daba a él una injusta ventaja sobre ella, que tenía una madre que vivía nada menos que en Putney.

No se entretuvieron mucho paseando por el jardín, y volvieron a entrar en el cottage.

—No ha visto mi dormitorio —dijo Phoebe, subiendo ya por los empinados y estrechos escalones.

En el pequeño dormitorio, que tenía el techo inclinado y las paredes adornadas con hojas de wistaria, James le pasó el brazo por los hombros, diciéndose que era un poco demasiado alta para él. La besó y, tras unos musitados arrumacos, todo sucedió tan deprisa que, después, no supo precisar quién había tomado la iniciativa. Desde luego James no había tenido intención de llegar tan lejos, pero ella iba lanzada. Se había «abalanzado sobre él», como diría la gente mayor, como Leonora, por supuesto. Al pensar en Leonora su rostro se ensombreció ligeramente. Se apartó un poco de Phoebe y observó el montón de libros que había en el suelo, junto a la cama. ¡Qué desordenada era! Tendría que traerle una librería o una mesa; una, por ejemplo, que poseía él y que le iría de perilla.

Phoebe, al notar que él se distanciaba, se incorporó un poco y, apoyada en el codo, miró hacia la ventana.

—¿Qué sucede? —preguntó James—. ¿Viene alguien? —añadió incorporándose a su vez, nervioso.

Por un instante imaginó a su tío entrando en el dormitorio: «Pero, James, muchacho…».

—No, era el ama del vicario. A comprar pescado para la cena, como si lo viera. Ya ha pasado de largo. ¿Qué miras?

—Por esta ventana entran ramas por todas partes… ¿No podrías hacer que alguien las cortara? No es sano —dijo con cierta suficiencia—. Pueden entrar bichos mientras duermes.

—Uy, aquí no puede esperar una que vengan a hacerle nada. Supongo que pensarás que tengo la habitación muy desordenada.

—Podrías encontrarles un sitio a esos libros, mujer. Quizá podría prestarte algunas cosillas.

—¿Tú?

—Sí. Se me acaba el contrato del piso y tendré que guardar algunas cosas hasta que regrese de un viaje al extranjero que tengo que hacer por el negocio de mi tío.

—¿Y qué muebles podrías prestarme?

—Pues una mesilla de noche, una sillita de estilo Victoriano tapizada de terciopelo verde oliva… Me parece que te gustará.

—No es que me pirre por el estilo Victoriano, pero bueno.

—Y tengo un espejo con cupidos, de madera noble… bonito.

Quizá no tenía que haberle hablado del espejo, pensó James, porque a Leonora le gustaba muchísimo.

—Debería irme ya —dijo.

—Supongo que tienes una cita esta noche.

—Sí, en cierto modo —repuso él, porque cenar con Leonora no lo consideraba exactamente como una cita.

—¿Te hago té?

—Mira, sí. Pero no crees que deberías… —repuso, pensando en que iba medio desnuda—. Podría venir alguien.

—Uy, ya lo creo. En este pueblo son adictos al visiteo. Está visto que no consigo que esta sábana parezca un shari —dijo Phoebe, volviendo a embutirse en los tejanos y poniéndose una arrugada blusa de algodón—. ¿Mejor así? Total, para preparar el té ya estoy bien —añadió algo enfurruñada, al ver que él no parecía muy convencido.

La chica fue escaleras abajo descalza, y James aguardó, un poco inquieto, en la salita. Empezó a temer haberse comportado con imprudencia. ¿Por qué se había dejado enrollar de aquella manera con Phoebe? ¿Y qué podía significar «enrollarse»? ¿No iría a sentirse obligado de ninguna manera con una chica que, como quien dice, se le había echado encima?

—¿Volverás otro día? —le preguntó ella abiertamente—. ¿O me invitarás alguna vez a tu apartamento?

—Sí, eso haremos. Podríamos cenar juntos. Te llamaré.

—¡Así podré ver los muebles! —exclamó ella riendo—. Me estoy volviendo muy práctica. ¿Te acompaño al coche?

—No vas a salir descalza.

—Bueno. Entonces nos despedimos aquí. ¿Qué hemos hecho, James?

Eso me gustaría saber a mí, se dijo él mientras enfilaba hacia Londres. Confiaba en no encontrar caravana, porque Leonora estaba acostumbrada a que fuese puntual. Detestaba que llegase tarde. Eso era lo peor de relacionarse con una mujer mayor que uno, aunque «peor» era una palabra totalmente inadecuada para utilizarla respecto de una persona tan encantadora como Leonora.