FRANCISCO
LA persecución. Tuve la íntima
convicción de que el sello de la persecución estampó estos últimos
treinta años de mi existencia. En resumidas cuentas mi vida solo se
resume a esto: perseguí y me persiguieron. De joven primero, sin
descansar corrí tras el concepto de felicidad, y aquel 14 de abril
de 1931, día de la proclamación de la segunda República española,
de veras creí que estaba allí, en las calles de Barcelona, al
alcance de la mano. Yo estaba a dos pasos de asirme a ella. Lo
creía a pie juntillas, y estos últimos treinta años hubieran tenido
que ser los de la realización de los proyectos: tenía un hogar, iba
a fundar una familia y mis hijos iban a crecer en una España justa
e igualitaria. ¿Mi pierna incapacitada? No era sino una mera
adversidad que nunca me impidió recorrer los campos entre Barcelona
y Málaga para repartir los bolos, los muñecos y las peonzas de
madera que yo fabricaba. ¿Qué ansiar más? ¡A buen seguro aquello
era la felicidad! Pero, cuando quise devorarla como se muerde con
fuerza en una fruta hurtada y aún no hecha, me estrellé en ella, y
el sabor a felicidad se quebró, arrastrándome consigo en su caída,
y le perdí el rastro.
Así fue como os perdí, mi querida mujer y mi
querida hija. Felicia, adorada hija, mi niña. ¿Adónde fuisteis a
parar tras aquel áspero invierno de 1939 en el que os ordené que
dejarais España, que no me esperarais, que os pusierais a salvo y
que por favor, acatarais mis órdenes y salvarais vuestras vidas?
Desde aquel entonces, con el corazón lleno de una tristeza infinita
y de una rabia indefectible, siempre que lo pude, no dejé de
buscaros por todas partes, moví Roma por Santiago, pero no me
disteis ninguna señal de vida. No obstante no pude resignarme a
pensar que estabais muertas, y una pregunta no dejó de acosarme
desde aquellas noches sin sueño en las que fui incapaz de velar el
vuestro. ¿Hice bien en confiaros antaño a Salvador y en entregarle
vuestras existencias? No fueron los 17 años que él acababa de
cumplir los que me molestaban. No, no era eso. Él era un chico
vivo, despierto, curioso. Y fuerte también. ¡Había que verlo tirar
de nuestro carro en el que se amontonaban el teatro y los títeres y
luego desplegarlo y armarlo en un santiamén! Y cuando, al estar
bloqueado en Cambrils, lo envié hacia vosotras para que os llevara
lejos de nuestro domicilio en el que ya no estabais seguras y os
hiciera pasar la frontera francesa, la confianza que le tenía era
total. Solo fue después cuando me enteré. Solo fue después cuando
juré su ruina. Pero en aquel momento, nuestras existencias heridas
por igual nos protegían de cualquier sospecha mutua. En aquella
época, sin ninguna dificultad dominaba yo los mecanismos
articulados de mis títeres, les movía perfectamente los hilos pero
las cuerdas y los mecanismos de la condición humana me eran
desconocidos, ignoraba cómo manejar este tinglado. ¿Por qué no
desconfié de él?
Porque Salvador era mi amigo. Porque lo
quise de inmediato. A mi ardor revolucionario respondían los
arrebatos apasionados de su juventud, a mis arranques patrióticos,
su agudeza y su calurosa curiosidad juvenil. Ya lo sabes, Felicia,
nos habíamos conocido en Cambrils, después de un espectáculo de
guiñol que yo daba en una escuela para los niños de soldados
republicanos del frente. Él había acudido allí con su hermanita,
una niña que tendría unos seis años. Ella tenía grandes ojos
negros, como los tuyos, Felicia. Durante la función, tanto él como
ella aplaudían y daban brincos de alegría. Él la cogía por los
hombros compartiendo risas con ella cuando ambos apreciaban las
bromas y los chistes de mis personajes. Y después del espectáculo,
la llevó detrás de los bastidores del teatro para enseñarle el lado
opuesto de la armazón de madera. La niña no se atrevía a acercarse
francamente pero sus ojos chispeaban de curiosidad contenida.
Entonces, con gran naturalidad, les propuse que se unieran a mí y
con buen grado comencé a explicarles el funcionamiento de mis
títeres articulados.
En medio de un enmarañamiento de cuerdas y
telas, una marioneta yacía encima del arca en la que yo colocaba
los miembros de mi pequeña tropa de cómicos. Cogí la manija de
madera que utilizaba para manipularlos y le pedí a la niña que
pusiera los dedos en ella, y después de colocarlos debajo de los
míos, le ayudé a poner en movimiento el mecanismo. Enseguida el
cuerpo inerte del fantoche se hinchó de vida, y sus primeros pasos
vacilantes, seguidos de atrevidas piruetas, les comunicaron una
sonrisa a los labios de la niña. Sus sonrisas me recordaban las
tuyas, Felicia; compartíais una misma carita frágil y cándida de
las que la guerra y su maldita cruzada nos privaron a Salvador y a
mí para dejarnos saborear no más que su amargo recuerdo. A ella le
divertía especialmente girar la cabeza de la muñeca hacia su
hermano y mover los labios de la cara barnizada y pintorreada
mientras yo remedaba la voz de la marioneta y me entretenía
saludándola o hablándole para el mayor júbilo de los tres. La magia
del juego obraba tanto en ella como en nosotros y, cuando por fin
me decidí a colocar el títere en el arca, me di cuenta de que solo
nosotros quedábamos en la sala. Salvador se preocupó por la
reacción de su madre si él tardase en llevarse su hermana a casa y,
como avanzaba la tarde y yo no tenía ninguna función antes del día
siguiente, salí con ellos para regresar a la casa de huéspedes en
la que me alojaba. Apretamos el paso y de camino Salvador me
explicó que cada noche asistía a las clases de esperanto dadas por
un maestro de la ciudad y espontáneamente me invitó a
acompañarlo.
¿Esperanto? Nunca en mi vida había oído esa
palabra y todavía desconocía el lugar que ocuparía en ella. Pero lo
que en un primer tiempo me pareció una jerigonza incomprensible
acabó seduciéndome en cuanto Sidonio Pintado, el acogedor pedagogo
de Cambrils a quien Salvador me presentó, empezó a explicarme lo
bien fundado. ¿Pero a quién se le ocurrió la fabulosa idea, le
interrumpí, de allanar las fronteras, de derrumbar las barreras de
la incomprensión y de unir a todos los pueblos bajo la misma
bandera de un idioma único e internacional? Un eminente médico
polaco, me informó Sidonio, el doctor Zamenhof precisamente, con el
que él mismo tuvo la oportunidad de cruzarse en Barcelona en 1909
cuando el rey Alfonso XIII lo distinguió nombrándolo comendador de
la Orden de Isabel la Católica. ¿Había oído yo hablar del teniente
coronel Julio Mangada? me preguntó en otra ocasión durante una de
nuestras charlas. ¿El coronel Mangada, el que sometió el motín
fascista del cuartel de Carabanchel en Madrid, a quien sus tropas
nombraron general del pueblo? ¡Ese mismo! Y así fue como, a lo
largo de las clases a las que asistía con asiduidad en la granja
situada cerca de las vías de ferrocarril de la estación de Cambrils
y transformada en aula por Sidonio Pintado y sus amigos, me enteré
de que numerosos esperantistas se habían puesto a servir a la
República desde el comienzo del conflicto. Así hicieron por ejemplo
el aviador Emilio Herrera, quien se mantuvo fiel a ella y, sin ir
más lejos, Cayetano Redondo, el propio alcalde de Madrid, que era
un convencido seguidor. ¡El esperanto clamaba al resto del planeta
lo ignominioso de la rebeldía fascista, el periódico editado por el
grupo esperantista de Valencia se difundía hasta Holanda, los
esperantistas soviéticos en persona nos apoyaban enviándonos cartas
de solidaridad, material de propaganda y libros traducidos al
esperanto! Yo no podía quedarme a la zaga. Me infundieron su
entusiasmo y decidí trabajar por cuatro para colmar mi ignorancia.
Y me complací en soñar con que, al igual que la estrella verde de
la que los esperantistas hicieron su emblema, al aprenderlo
contribuiría a la luminosa esperanza de reunir los cinco
continentes en torno a un idioma universal y confraternal.
Claro que no aprendía tan rápido como
Salvador que ya lo llevaba practicando desde hacía algún tiempo,
pero durante nuestras giras me ejercitaba con él en adquirir los
rudimentos básicos. De tener hambre o de apetecerme un cigarrillo,
inmediatamente me ejercitaba: “surhavas malsaton” o bien
“¿Cigaredon?”. La mayoría de las veces los errores, las confusiones
desencadenaban nuestras risas y estrechaban los lazos de nuestra
camaradería incipiente. Tan fuerte era nuestra sed de aprender que
a veces nos olvidábamos del motivo que nos había impulsado a
recorrer los caminos y expuesto a compartir riesgos con los
compañeros del frente. Aún recuerdo la despreocupación de aquellos
momentos pasados juntos y más precisamente la primera vez cuando os
lo presenté. Fue en nuestra casa del Poble Sec, después de una gira
que nos había aproximado a Barcelona. Aquel día — ¿te acuerdas de
él? — puedo decirte que de veras me gustó hacerme el listillo
contigo, Felicia, y causar sensación haciendo alarde de mis escasos
conocimientos en el terreno. A petición mía, Salvador también nos
hizo una demostración de su saber, y entre los dos, te hicimos
repetir algunas palabras. Parecías tener algunas aptitudes para
este aprendizaje y a mi vez con gusto te hubiera enseñado algunas
de sus bases. Si la vida me hubiera concedido el tiempo... Pero
aquel día tan riguroso de diciembre de 1939, tu interés cambió
enseguida de rumbo cuando saqué del bolsillo un trozo de turrón que
Salvador, en un arranque de generosidad espontáneo, había partido
en dos partes iguales, una para su hermanita y otra para ti.
Aquella noche, el minúsculo trozo de turrón que me había regalado
antes de nuestra salida te llamó por completo la atención, a pesar
de mis esfuerzos para que repitieras la traducción de la palabra al
esperanto.
Sí, lo que realmente admiraba en Salvador
era ese don para manejar las palabras, para captar sus matices y
adueñarse de ellas. Parece ser que ocurría lo mismo con el francés
que ya iba aprendiendo desde hacía unos años y que dominaba muy
bien, según decía Sidonio. Salvador me hablaba de sus sueños: le
hubiera gustado ir a Francia. Sidonio había evocado con él una
región, Normandía, en la que tenía amigos y Salvador no descartaba
la posibilidad de acompañarlo allí cuando se hubiera acabado la
guerra. Él estaba muy lejos de creer que precisamente sería la
guerra la que le haría conocer Francia.
No, en ningún modo podía desconfiar de
Salvador. Pero nunca hubiera tenido que dejar de perder de vista
que estábamos en guerra y que la guerra lo arruina y lo destruye
todo a su paso, incluso la amistad que creemos más
indestructible.
Éramos unos diez en reunirnos cada noche en
la granja de la estación, que hacía más de cobertizo inutilizado
que de sala de clase. Una pizarra, una mesa de cocina, unas sillas
y cajas dadas de vuelta componían el mobiliario escolar, el cual
ocupaba una tercera parte de la planta baja, lleno, en sus dos
terceras partes, de objetos más heteróclitos los unos que los
otros, cuyo desorden sabiamente repartido también servía para
ocultar un zulo subterráneo capaz de acoger a dos fugitivos si
fuera necesario. Unos azadones, unas cribas, un mayal se
encontraban junto a banderolas, sacos de yeso y una carretilla que
constituían una leonera desorganizada que daba una impresión de
baturrillo inextricable reforzado además por la presencia de
colchones y mantas amontonados, previstos para amigos de paso o
para infortunados civiles sin refugio, los cuales no sabían dónde
dormir tras los bombardeos tan frecuentes. Yo mismo había pasado
allí varias noches porque a veces las clases se prolongaban hasta
bien entrada la noche con partidas de naipes, charlas animadas o la
elaboración de proyectos culturales. Sidonio solía ir con
frecuencia al hospital Sant Josep en el que organizaba conferencias
para los soldados heridos, y muy a menudo Salvador y yo lo
acompañábamos para amenizar sus intervenciones con una función de
teatro. Yo escogía en mi repertorio la obra que mejor se adaptaba
al tema elegido, lo consultaba con él y lo discutíamos juntos
aconsejados por otros compañeros.
Una noche, al volver de una función en el
hospital, comprobé que el batiburrillo de nuestra aula había
aumentado con objetos cuanto menos inesperados: unos cabezudos de
carnaval en desastroso estado se apilaban en un enmarañamiento
desordenado de trajes rotos y cuerpos desmembrados.
Una parte del cobertizo que los albergaba se
había derribado bajo las bombas, y los gigantes y los cabezudos se
habían repartido en distintos lugares para protegerlos de la
intemperie. Aquella noche, no tuvimos nuestra habitual clase de
esperanto porque, uniéndonos todos, subimos una parte del material
almacenado en la planta baja al piso, que también era una leonera
indescriptible de pancartas, viejos papeles, libros y muebles.
Pasamos la noche atareados con esta mudanza, almacenando con mucho
cuidado en el primer piso los cabezudos que habían sufrido
bombardeos para restaurarlos más cómodamente. En un primer momento
me ofrecí para ayudar a repararlos ya que, considerándolo bien, no
había mucha diferencia entre mis marionetas y estos grandes
fantoches. Luego nació en mí la idea de servirme de ellos para
crear un espectáculo en honor de la República, en el que las
marionetas se cambiarían ventajosamente por estos títeres de tamaño
humano que nosotros los compañeros de las clases nocturnas,
animaríamos introduciéndonos en su cuerpo de cartón piedra y de
madera. La idea se adoptó por unanimidad. Unos compañeros me
ayudaron a redactar la obra, y después, bajo la dirección de
Salvador, se pusieron a aprender sus parlamentos mientras yo pasaba
la mayor parte de los días arreglando los cabezudos del piso, que
bajaron luego a la planta baja.
Para llevar al hospital todos los cabezudos
reparados, habíamos previsto que cada actor se introdujera en el
personaje cuyo papel iba a desempeñar y que hiciéramos altos en los
distintos barrios de la ciudad para invitar a los habitantes a
acudir al espectáculo. Las reparaciones progresaban y estábamos muy
contentos con el resultado: para hacer de nuestra joven República,
ya teníamos un niño de pecho mofletudo y risueño, un maestro
esperantista blandiendo una bandera con una estrella, y para
encarnar la decadencia burguesa, una prostituta pintarrajeada y
decrépita así como un cura dotado de un hisopo sangriento y de
sacos de oro repletos. Enseguida puse mis miradas en el cura
corrupto y acaparador de los bienes públicos, y de antemano
saboreaba las ásperas réplicas que tenía que darle a declamar. Pero
una obsesión venía a estropear mi placer futuro. ¿Iba mi pierna
contrahecha y rígida permitirme llevar mi personaje hasta el
hospital? Para saber a qué atenerse, no había más remedio que
colarse dentro y hacer una prueba para comprobar si mi pierna iba a
sentir esta sobrecarga.
No quería privarme de esta alegría y
entonces decidí introducirme dentro tal como era mi intención. Iba
a levantar la armazón de madera para dar unos pasos con ella cuando
oí que la puerta del cobertizo chirriaba y la vi dar paso a dos
siluetas. Enseguida dejé de moverme. A través de las rendijas de
los ojos del cura de cartón piedra que me ocultaba, reconocí a
Salvador. Lo vi retener la puerta y apartarse con obsequiosidad
ante un hombre mucho mayor que él. Entonces un escalofrío me
recorrió entero. ¡Fruncí los ojos para asegurarme que no me
equivocaba! Mendoza, ¡el jefe de Falange de Cambrils! No me había
confundido, ¡Era él! ¿Pero qué estaba haciendo Salvador con ese
fascista malvado? Contuve la respiración y agucé el oído. Mendoza
le preguntaba a Salvador:
—Así que, ¿aquí se reúnen tus amigos los
bolcheviques? Y sin esperar a más, prosiguió con arrogancia: Y el
zulo del que me hablaste, ¿dónde está?
—Por ahí, señor Mendoza, le contestó
Salvador con deferencia, y luego acompañándose de un gesto amplio
del brazo, lo guió hacia un lugar atestado de cajas y viejos
muebles. Liberó unos trastos, empujó una cómoda y descubrió el
anillo de una trampilla.
—¿Quién se esconderá en él?
—No conozco los nombres, señor Mendoza, se
disculpó servilmente Salvador. Solo oí decir a Sidonio Pintado que
había que prever bajar unos víveres y agua para varios días porque
iba a ocultar allí a dos amigos suyos.
Recuerdo que Mendoza, quien se había
acercado al hueco de la trampilla que Salvador se había apresurado
a liberar, se levantó bruscamente, dio media vuelta enérgicamente y
sin miramientos lo cogió por el cuello y luego le amenazó:
—¿Así que no conoces los nombres? Más te
valdría conocerlos, y rápidamente, ¡si no quieres que tu madre y tu
hermana paguen las consecuencias de tu falta de curiosidad!
—Se lo aseguro, señor Mendoza, no sé nada
más, balbuceó Salvador.
De repente Mendoza lo soltó
desequilibrándolo y como notó que había unos ejemplares del
periódico esperantista Popola Fronto en
un taburete, se hizo con ellos y se los tiró a la cabeza con
violencia.
—¿A lo mejor te figuras que me contentaré
con eso? Necesito algo de más peso que llevarme a la boca para
poder detener a ese maldito rojo de Pintado, y te las vas a apañar
para obtener las informaciones que te pido, de lo contrario, ¡no
respondo de tu madre ni de tu hermana! Luego le dio media
vuelta.
—Lo sabré, señor Mendoza, lo sabré, farfulló
Salvador antes de correr la trampilla, de colocar los muebles
desplazados en su sitio y de cerrar la puerta del cobertizo tras
ellos.
Después de su partida, el silencio retumbó
como una cuchilla sin que a pesar de ello sintiera ganas de
moverme. Estaba abrumado por lo que acababa de oír. El sudor me
chorreaba por la espalda, tenía la impresión de ahogarme. Por fin
reaccioné y me quité la armazón de madera. Instintivamente fui a
recoger los ejemplares de Popola Fronto
esparcidos por el suelo mientras unas preguntas sin responder
acosaban mi mente estupefacta. ¿Cómo era posible que esa bestia
abyecta de Mendoza pudiera aprovecharse con tanta cobardía de la
juventud de Salvador y de su amor filial para hacerle tan innoble
chantaje y conminarle a denunciar a los nuestros? ¿Cómo se enteró
de nuestro zulo? En un principio, me negué a admitir que fuera
Salvador el que se lo hubiera revelado. No podía concebir que
Salvador nos hubiera traicionado. No lo podía, no quería creérmelo.
¡No era posible! ¡Salvador, no! ¡Igual que un pegajoso leitmotiv,
estas palabras ritmaban mis pensamientos y martilleaban mis sienes!
Lo habría denunciado a Mendoza uno de los compañeros de las clases
nocturnas, y este, a su vez, habría convocado a Salvador, detenido
y obligado a ir hasta el cobertizo. Sin embargo cuando divisé a
Salvador, no iba en absoluto esposado y tampoco tenía señales de
violencia. No, aquel día no estaba maniatado, se fue libre y no
parecía padecer signo alguno de tormentos. Excepto los del alma, de
esto estoy seguro desde hace todos estos años en los que no pasé ni
un solo día sin que el obsesionante deseo de encontrarlo me
atravesara la mente. ¿Había ido allí por su propia voluntad? Poco a
poco la duda fue insinuándose en mí. Cuanto más pensaba en ello,
más se concretaba la hipótesis en mi mente. Entonces rememoré que,
después de los numerosos bombardeos de Cambrils, Salvador, cuya
casa fue destruida, había sido alojado con su madre y su hermana en
la casa de una pariente lejana que no ocultaba su simpatía por los
nacionalistas. Salvador me habló de ello, en aquel momento lo
recordé perfectamente, porque durante largo tiempo él había
vacilado en aceptar su hospitalidad. Los enlaces de solidaridad
familiar habían funcionado pero, de estar solo, no hubiera
aceptado. Pero no había pensado sino en el bienestar de su madre y
de su hermanita, bastante satisfecho ya de encontrarles un techo.
¿A lo mejor lo vigilaban? ¿O su pariente habría sorprendido una de
sus charlas? De ninguna manera podía resignarme a que el peso de
una supuesta traición recayera en él. Todavía no quería creerlo y
la urgencia de la situación me proporcionó la coartada que yo iba
buscando para descartar la evidente certidumbre. De todos modos ya
era demasiado tarde para adivinar lo que hubiera pasado. No me
quedaba más remedio que avisar a Sidonio.
Pero no pude comunicarle directamente la
información. Aquel fin de enero, los rebeldes ya estaban en
Cambrils y no era nada grato vagabundear por las calles de la
ciudad. Las patrullas eran permanentes y no sin dificultad logré
contactar con unos de los nuestros tan aislados como yo y que
rezongaban al tener que establecer relaciones comprometedoras. Sin
embargo me crucé con uno de ellos, Roberto, quien solo acudió a una
única sesión de iniciación al esperanto y por lo tanto estaba menos
vigilado. Eso pensamos. Aceptó que su hijo menor llevara un mensaje
a Sidonio para disuadirle de enviar a quien fuera al local de la
vía férrea.
No obstante seguí merodeando por ahí algunas
veces con la intención de recuperar, no el teatro cuyo volumen me
hubiera estorbado, sino algunos títeres más fáciles de transportar
para ganar algún dinero. Escondido detrás de un bosquecillo próximo
al cobertizo, a veces permanecía horas acechando el momento
propicio para introducirme en él. Fue así como una tarde vi llegar
a Roberto maniatado y con la cara tumefacta, rodeado de dos
falangistas que lo empujaban hacia nuestro local zarandeándolo y
pegándolo sin miramientos. Vi además a los dos hombres brutalizarlo
y repetidas veces les oí gritarle que les revelara el nombre de los
que iban a refugiarse en el zulo subterráneo. Cuanto más se negaba
a proporcionarles alguna información Roberto, quien desconocía la
existencia del escondite, más se encarnizaban con él los dos
esbirros, insultándolo y golpeándolo sin tregua. Resultó que
finalmente el pobre hombre se desmayó. Verlo caído inerme en el
suelo les pareció poco a los dos torturadores y le asieron por las
axilas, lo arrastraron dentro del cobertizo y lo tiraron en medio
de los muebles y de las herramientas que rompieron antes de irse,
no sin lanzar antes unas Breda italianas, estas granadas de mano
cínicamente llamadas “naranjitas” por los nacionales, rematando así
su obra de destrucción mortífera.
Los días siguientes me vi obligado a
redoblar la prudencia sin saber a qué atenerme. Por más que
cambiase de escondite cotidianamente y por más que yerrase de
sótanos abandonados en casuchas en ruinas, permanecer en Cambrils
era cada vez más arriesgado. Pero abandonar la ciudad sin poder
revelarle a Sidonio el nombre del soplón me resultaba insoportable.
Por lo demás era imposible encontrar a Salvador. Mis
desplazamientos eran limitados y mis investigaciones para
encontrarlo y sonsacarle, no su confesión — todavía no pensaba en
ello — sino sus explicaciones, fueron infructuosas. Los pocos
compañeros a los que no se detuvieron y que al igual que yo se
escondían en Cambrils no lo habían visto y nadie supo qué fue de
él. Las peores suposiciones circulaban acerca de los camaradas
desaparecidos. ¿Murieron, los encarcelaron o huyeron? Nadie podía
decirlo, lo único que sabíamos era que teníamos que desconfiar de
todo. El miedo y la desconfianza se volvieron nuestro lote
cotidiano. Me resultó imposible dar con él. Sin embargo no era yo
el único en buscarlo. Quedarse con una impresión de fracaso no era
el estilo de los falangistas y estaba persuadido de que ellos
también debían seguirle el rastro. Yo contaba con tomarles la
delantera. Conocía bien a Salvador, él no se quedaría mucho tiempo
sin preguntar por su madre y su hermana. Por lo tanto me puse a
acechar cerca de su casa. No me había equivocado y no tardé en
verle asomar. Pero, aparte de mí, otras personas ya lo estaban
esperando dentro de su casa, en la que Mendoza y su pandilla
retenían prisioneras a madre e hija. No sé cómo la niña se las
ingenió para dejarlos plantados pero de repente la vi salir de casa
corriendo y dirigirse hacia Salvador gritando su nombre.
Inmediatamente Mendoza se asomó al umbral de la casa, apuntó su
revólver hacia ella y disparó. La deflagración estalló en el aire y
brotó un grito horrorizado: “¡Felisa!”. La madre de Salvador solo
tuvo el tiempo de ver desplomarse a la niña en un charco de sangre.
Mendoza le echó un vistazo fugaz a Salvador, quien estaba
petrificado de estupor, y dirigió su arma hacia la pobre mujer,
disparó y se la cargó sin piedad. Él iba a utilizarla de nuevo
contra Salvador cuando este se dio cuenta de que iba a ser su
próximo blanco y se escapó a todo correr mostrando así un salvador
instinto de supervivencia.
Luego ocurrió lo que más me temía: la
detención de Sidonio. A lo mejor Salvador no fuera el único en
hablar, pensaba yo, otros camaradas cayeron en manos de la chusma
fascista que había invadido la ciudad. Como en muchas otras partes
de España, fue el tiro de gracia para nuestro grupo. La mayoría de
los centros esperantistas se cerraron y ya no subsistían acá y allá
sino algunas asociaciones toleradas por los nacionalistas, las más
de las veces dependientes de la férula de la Iglesia. Excepto el
grupo esperantista de Zaragoza, al que se perdonó, se ejecutaron a
casi todos los esperantistas. Valerse de la enseñanza de un tal
Sidonio Pintado o de un tal Julio Mangada claramente determinaba
una posición antifascista, y el esperanto, calificado de jerigonza
judía, en un santiamén le asimilaba a uno a la lucha obrera o peor
aún, al bolchevismo. Confesar pertenecer a la escuela del doctor
Zamenhof le destinaba a uno a una muerte segura como lo comprobé
más tarde cuando me enteré de que los miembros esperantistas de
Córdoba con amarga experiencia tuvieron que sufrirlo en su propia
carne, ya que ninguno de ellos pudo salvarse del encarnizamiento
franquista. Se les obligó a Mangada y Azorín a exiliarse, pero
algunos, menos afortunados, estaban pudriéndose en la cárcel a la
espera de un destino inseguro. Al igual que muchos, no tuve otro
remedio que huir.
Al día siguiente de la detención de Sidonio,
el 12 de febrero, abandoné Cambrils. Fui a unirme a las cohortes de
vencidos que se encaminaban hacia Francia, con la esperanza loca en
el corazón, Felicia, de encontraros a ti y a tu madre, y con la
voluntad desesperada de echarle el guante a Salvador para que
pagara su delación.
¿Qué podría contarte de este largo éxodo que
ya no supieras, querida hija? Los rostros descompuestos, los
cuerpos agotados, las mordeduras en carne viva del hambre y del
frío, y una más áspera si cabe, la de nuestro fracaso. ¡Francia,
pensaba yo en aquel entonces, tierra de la libertad, en la que por
fin lograríamos reunirnos! ¡Un mendrugo de pan, una sardina, a eso
se redujo la acogida agridulce de Francia! Los gendarmes presentes
en la frontera marcaban nuestros pasos titubeantes con sus órdenes
inmutables y solo estaban allí para canalizarnos hacia unos
inmundos campos en los que nos encerrarían como si fuéramos
animales dañinos. “¡Allez! ¡Allez!” repetían incansablemente para
intimarnos a avanzar antes de repartirnos en vagones de diferentes
destinos.
Argelès-sur-Mer, aquel fue mi paradero. Los
fascistas a sueldo de Franco nos persiguieron hasta en esa cárcel a
cielo abierto. Tuvimos que aguantar su asquerosa propaganda y su
supuesta magnanimidad. Solo ellos mismos se engañaban con sus
melosas propuestas y su insidiosa intoxicación animadas por unas
autoridades francesas aliviadas de quitarse de encima a esos
indeseados mantenidos con la hacienda pública. ¿Acaso no reinaba el
orden en España? ¿No era eso una garantía suficiente para que los
refugiados volvieran a su país? Pero pensándolo bien, ¿qué nos
ofreció Francia cuando llegamos allí? Un horizonte atravesado de
alambradas punzantes, unos barracones atestados e insalubres, un
mareante mal olor a desinfectante supuestamente capaz de eliminar
la sarna, los piojos y otras miserias, unas hogazas de pan lanzadas
desde un camión que pronto se sustituyeron por un infame rancho de
lentejas y garbanzos, todo esto ante los ojos de unos tiradores
senegaleses encargados de vigilarnos. ¡Cuando no intentaban
someternos con medidas vejatorias y degradantes! Quien no conoció
el frío del hipódromo, esa minúscula celda de aislamiento al aire
libre en la playa, no puede entender el desamparo experimentado por
el que, expuesto con el cráneo rapado a esa perniciosa
omnipresencia de arena y viento mezclados, pierde todo control y
dirige su odio hacia sus compañeros de infortunio o hacia sí
mismo.
¿A qué podíamos aferrarnos, si no fuera a
nuestros ideales revolucionarios? La indigencia del campo no logró
hacerlos trizas. Todo lo contrario. La solidaridad y la fe en
nuestros valores fueron el cemento que nos unió a todos en aquel
periodo de pobreza y miseria. Cada uno obraba según sus aptitudes:
recitales de poesía, conferencias, clases de francés,
alfabetización, iniciación al esperanto. No obstante la República
encarcelada seguía siendo portadora de esperanza y persistía en
clamar su llamamiento a la libertad y a la hermandad. Los
periódicos que los camaradas residentes fuera de España nos
trasmitían nos lo recordaban a cada momento. Los ejemplares de la
Reconquista o los de Treball, impresos en Montpellier, pasaban de
mano en mano con frenesí. Nuestra información se reducía a esta
escasa difusión, y muchos como yo, escrutaban las listas de
refugiados buscando a un familiar y no tenían más que este recurso
para solicitar ayuda en su búsqueda. El sabor amargo de la derrota
se borraba ante la alegría del que por fin tenía la suerte de
encontrarle el rastro a uno de los suyos. ¡Cuántas horas pasé
examinando, Felicia, los anuncios en los que ansiaba leer vuestros
nombres, esperando en la interminable cola de la barraca del
correo, el reparto de cartas previamente leídas sin escrúpulos por
unos funcionarios del Estado francés!
Fue durante una de estas largas esperas
cuando un camarada situado delante de mí nos comunicó la muerte de
Sidonio Pintado. Conocí esta triste noticia a principios de julio
de 1939. Me sumió en una desesperanza que acabó desmoralizándome
por completo. El 30 de mayo habían ejecutado a Sidonio Pintado en
el monte de l’Oliva en Tarragona. Unos días antes, el 24 de abril
exactamente, ante los ojos azorados de unos diez presos alelados
por repetitivos interrogatorios intensos y por una detención
prolongada en locales insalubres, el Tribunal militar de Tarragona
montó artificialmente y despachó en unos minutos un simulacro de
juicio, cuyo previsible veredicto enunciado por un consejo de
guerra fantoche, sentenció a muerte a cuatro de los prisioneros
incriminados. Sidonio formaba parte de ellos. ¿Su crimen? Hacer que
sus ideales republicanos se cumplieran. Eso fue lo que le
reprocharon. Los cargos de acusación cayeron como una cuchilla:
izquierdista conocido, masón, ¡rojo para terminar! La muerte
injusta de este hombre de bien que me ofreció espontáneamente su
amistad me hirió de golpe y me afectó cruelmente, pero en lo más
profundo de mí también alimentaba rabia ya que de sobra sabía a
quién debía imputarle la culpa. ¡Salvador! ¡Salvador nos había
traicionado! Salvador y su cobardía habían arrastrado demasiadas
muertes. Primero Roberto y luego Sidonio. Y por poco me libré de
tal funesto destino ya que inevitablemente ¡yo también habría
aparecido en la lista! Y si me escapé con vida ¡fue porque huí! ¡El
crimen de quien ignominiosamente nos había denunciado no podía
quedar sin castigo! Me prometí a mí mismo encontrarle fuera donde
fuera.
Pero para eso tenía que salir del campo.
Para recuperar la libertad, muchos compañeros míos se alistaban en
la Legión, pero no podía hacerlo, mi rodilla tiesa me lo impedía.
Una única solución se me presentaba: ¡regresar a España! Entre
todas las hipótesis manejadas, fue la única que retuve, no porque
fuera la mejor sino porque, por las circunstancias, tuve que
descartar las que no tenían la menor esperanza de desembocar en
algo concreto. El cierre de los campos era inminente. Ya se había
anunciado en mayo y, aunque siempre se aplazaba, éramos plenamente
conscientes de que este alojamiento no podía durar eternamente. Por
lo demás, evidentemente, la mayoría de los nuestros no lo deseaban.
Tampoco el gobierno francés, que se las apañaba para que lo
supiéramos. Nunca oí hablar de repatriación forzada pero la presión
era muy potente. Se conminaba a las mujeres solas, a los niños, a
los ancianos que no pudieran justificar la presencia de algún
familiar en el suelo francés, a volver a su país. A veces
comprometerse a abandonar Francia ayudaba a la reagrupación de las
familias dispersas en distintos campos. Entre los candidatos al
regreso, también se podía encontrar a los enfermos y a los
inválidos de los que los eventuales patronos venidos en busca de
mano de obra barata no querían. Sin contar con la prensa partidaria
que propagaba su hiel y no ansiaba sino la expulsión de la “chusma
marxista”, como nos denominaba el semanario Le
Roussillon. Algunos compañeros desconfiaban del espejismo de
los vencedores franquistas que prometían la impunidad a los que no
habían cometido crímenes de sangre. Muchos intentaron disuadirme de
abandonar Francia, pero en aquel momento lo que más valoraba era
encontraros a vosotras, y en mi opinión solo podíais haber optado
por el regreso a España. Y cuando fui a la oficina del campo que
siempre estaba llena a causa de una noticia que confirmaba que en
agosto se abriría de nuevo la frontera entre España y Francia, no
vacilé ni un momento y pedí ser repatriado a Barcelona.
Apenas pisé el suelo español, la Guardia
civil me detuvo y me pidió cuentas. Como sabes, nunca me había
alistado en un batallón ni tampoco había llevado armas, y ya fuera
a causa de la ignorancia y de la incultura de los militares que me
interrogaron, o fuera que no tuvieran carne de cañón mayor que
llevarse a la boca, afortunadamente no tomaron en serio mis
espectáculos de guiñol itinerantes y les parecí inofensivo.
Curiosamente me echaron más en cara el compromiso de tu madre y
nuestra unión nunca jamás bendecida por la Iglesia, quien, a modo
de venganza, logró anularla. Cargué con una pena de prisión
relativamente corta comparada con otras, pero fueron cinco años
larguísimos que me privaron de la libertad necesaria para buscaros,
aumentados de la amarga imposibilidad de reclamaros junto a mí ya
que nuestro matrimonio civil disuelto le quitó toda la legitimidad
al amor que nos unía. ¡Incluso se me escapaba el derecho de
quereros! Este derecho que yo pensaba inalienable y que
irremediablemente se hizo añicos cuando me enteré, por un compañero
que hizo el éxodo de 1939, de la muerte de tu madre, la de mi
querida y dulce miliciana barcelonesa, quien de manera definitiva
se detuvo al borde del camino de aquel despiadado invierno en el
que os confié a Salvador...
La mugre, la hediondez, el hambre eran el
lote cotidiano de la cárcel atestada del Pilats a la que fui a
parar. El horror de los campos de refugiados se repetía de manera
idéntica. Sin embargo la incertidumbre que conocimos allá no era
nada comparada con aquellas largas esperas nocturnas que ni
siquiera aportaban descanso. El amanecer era sinónimo de miedo. De
miedo y de muerte. El clarín que perforaba el alba nos sobresaltaba
infaliblemente: era la hora que más temíamos ya que los compañeros
de celda aislados la víspera por los guardias iban a ser fusilados.
Los vencedores condescendientes nos garantizaron su benevolencia
pero no hicieron más que hacer alarde de un amplio engaño que
excluía cualquier perdón para con los vencidos. Se comprometieron a
meternos en vereda, y a machacones de “¡España, una, grande,
libre!” ahogaron para siempre nuestras más profundas
aspiraciones.
Cuando salí de la cárcel, iba tirando
gracias a trabajitos escasamente pagados: lavaba los cristales,
cazaba las ratas, descargaba banastas. Hasta que el azar, que tomó
la forma de cartel fijado en una pared, puso de nuevo el esperanto
en mi camino. A iniciativa de socios esperantistas católicos, unos
adeptos de Zamenhof volvían a tomar el relevo del esperanto y
formaban nuevas asociaciones. Vacilé durante mucho tiempo antes de
inscribirme a una de ellas ya que no podía concebir volver al
regazo de la Iglesia. ¿Pero podía yo permitirme remilgos? ¿De qué
disponía para encontraros? Me figuré que debíais haber permanecido
en Francia aunque de esto no tenía la más mínima certeza. Mis
escasos recursos me impedían ir en pos de vosotras y además me
habrían denegado el permiso. Claro que estaba por encima de toda
sospecha pero también era verdad que había pasado mucho tiempo en
la cárcel y aquello me quitaba respetabilidad. ¿Acaso reanudar las
clases de esperanto no era el mejor medio de establecer contactos y
de lanzar avisos de búsqueda? Quise aferrarme a esa esperanza, y en
marzo de 1949, reanudé las clases interrumpidas diez años antes con
tanto fervor como en aquella época. Pero aún fueron necesarios
siete interminables años antes de tener la felicidad de volver a
verte.
Gracias al círculo esperantista del que
formaba parte, me enteré que del 25 al 29 de julio de 1956, la
ciudad de Barcelona organizaba en el Palacio de las Bellas Artes el
17° congreso español de esperanto. La acogida de las delegaciones
extranjeras que se esperaban llevaba consigo más preparativos y una
mejor habilitación del local. Gracias a un sacerdote que dio fe de
mi buena moralidad, me autorizaron a echar una mano y me destinaron
a la colocación de las sillas y de las mesas necesarias al buen
desarrollo de las ponencias, y luego me pidieron que me pusiera a
disposición del guarda encargado de vigilar las idas y venidas
durante aquellos cinco días de congreso. Eso me permitió sentirme
tan cerca de ti, Felicia, a dos pasos de hablarte, de tocarte, de
estrecharte en mis brazos, pero ¡ay! sin tener derecho a hacerlo...
¡Hasta nos quitaron el permiso de amarnos!
Hace ya dos semanas, cuando accedí a las
listas de invitados, un nombre me llamó de inmediato la atención:
¡el de Salvador! ¡El corazón se me saltó del pecho! ¡No podía
creérmelo! ¡Por fin iba a encontrar al responsable de la muerte de
mis queridos compañeros! ¡Por fin iba a saber qué fue de vosotras!
¡Esta vez Salvador no iba a escabullirse! ¡Por fin iba a contestar
mis preguntas! ¡Esto fue lo que me prometí! Recobré la serenidad y
volví a examinar la lista. Junto al nombre de Salvador aparecía
otro, el de una joven que llevaba el mismo apellido y a quien no
conocía. Esta Nena no podía ser sino su esposa, pensé.
Pero al verte entrar en el vestíbulo del
Palacio de las Bellas Artes, supe que así no era. ¡Enseguida te
reconocí! ¡Estabas allí ante mis ojos! ¡Mi niña estaba allí! Me
tambaleé de la emoción. En apenas unos segundos tu parloteo alegre,
tus risas despreocupadas, tus pequeños mimos volvieron con un
ímpetu nostálgico que me inundaron por completo. Por un breve
instante cerré los ojos y volví a ver a tu madre depositando un
tierno beso en tu frente. ¡Cuánto me costó retenerme de correr
hacia ti y estrecharte entre mis brazos! ¡Sin embargo resistí este
primer impulso! Era preciso resistir, no podía correr el riesgo de
despertar las sospechas de Salvador. Pero aquella noche no pude
conciliar el sueño. ¡Tantos pensamientos me volvieron a la mente,
tantos elementos dispersos se imbricaron los unos en los otros para
constituir el horroroso rompecabezas de nuestras vidas destruidas!
Por lo visto durante todo aquel tiempo Salvador te había protegido,
te había salvado la vida y te había ofrecido otra existencia en
otro lugar, pero así del mismo modo que unos malvados te robaron
antaño a mí, él también se había apoderado de tu vida, de tu
identidad y aniquilado los lazos que me pertenecían legalmente y
que tendrían que reunirnos a lo largo de aquellos años. ¿Cómo
perdonarle esa usurpación? ¿Cómo olvidarse de su cobardía y de la
vil traición que había acarreado la muerte de Roberto y la de
Sidonio? Entonces aquella noche tan cargada de dolorosos recuerdos
que no hicieron más que amputar la frágil alegría de vivir de
nuestras existencias, me levanté, tomé un lápiz y con frenesí
emborroné estas hojas que ahora tienes entre tus manos. Y como no
podía dártelas directamente, le pedí al conserje del Palacio que te
entregara el sobre que las contenía. Tampoco puedo confesar que soy
el autor de estas líneas, por eso le entregué a este amigo, el cual
sabía no me haría ninguna pregunta, una de estas peonzas que tanto
te gustaban de niña. Le recomendé que la hiciera girar en el
mostrador del vestíbulo justo después de haberte dado el fajo de
hojas. Para cerciorarme de que te lo llevabas todo, te observé
desde lejos, y en ese movimiento de cabeza que hiciste al mirar
sucesivamente la peonza que se inmovilizaba y la cara enigmática y
muda del conserje, leí en tus ojos una asombrada y desconcertada
circunspección. Además echaste una mirada a tu alrededor,
recuperaste el juguete que contemplaste detenidamente y por fin lo
metiste en el bolso antes de apretar bajo el brazo el sobre que iba
a enfrentarte a la inexorable verdad.
Pero a pesar de todas mis incertidumbres,
querida y preciosa hija mía, no puedo comprometerte. No te
estrecharé entre mis brazos. Desde este primer día de congreso en
el que te vi entre la delegación francesa, renuncié a contactarte.
Me hice discreto por obligación. Se lo debía a mis compañeros
inocentes. De lo contrario hubiera notado de inmediato Salvador, al
ver a ese hombre arrastrando la pierna, a su antiguo compañero,
jovial titiritero que tenía fe en la fraternidad de sus semejantes
y en sus ideales republicanos. Me aparté pero reanudé la
persecución. Os aceché, os vigilé. Solo pude entregarte esta
minúscula peonza idéntica a las que fabricaba en nuestra casa del
Poble Sec y este fajo de hojas que estás leyendo ahora.”