FELICIA
SE levantó lentamente de la
cama en la que estaba sentada y se dirigió con determinación hacia
el armario empotrado en la pared de la habitación. Abrió las
puertas de par en par, se inclinó para coger una escalera situada
detrás de una hilera de zapatos, luego, con gestos mesurados la
colocó delante del armario abierto y se subió de puntillas a ella.
Con la mano izquierda apoyada en el montante central, extendió el
brazo derecho y liberó la esquina de una caja de zapatos relegada
en la última tabla de arriba. En ella se amontonan desordenados
diminutos objetos de madera, un diario, cintas, papeles
amarillentos — ninguna foto no obstante — una infinita cantidad de
tesoros insignificantes y desprovistos de cualquier utilidad
cotidiana, sin más sentido que el que les otorga, recuerdos ínfimos
de su existencia guardados en el fondo de su corazón. Fue a
depositar la caja de cartón en la cama, luego volvió a subir al
banco de madera y con la mano palpó a ciegas el espacio liberado.
Sus dedos toparon sin dificultad con el paquete envuelto en papel
de seda en el fondo del armario.
El envoltorio manipulado tan a menudo está
roto por partes, y con mil precauciones se apea de su percha para
volver a sentarse en el sitio mullido de la cama. El papel de seda
metódicamente desplegado deja asomar una muñeca que va mirando
antes de extraerla de su protección arrugada. No es una de esas
muñecas ordinarias, de celuloide, de ojos dormilones y de cara
encantadora y aseptizada, industrialmente reproducida al infinito.
No, se trata de una muñeca de un tipo diferente, indefinido, una
muñeca de cuerpo blando que por único vestuario no tiene sino el
mono raído que las manos de la que lo confeccionó cosieron en su
cuerpo de trapo. El relleno de sus brazos y de sus piernas perdió
su firmeza, el fieltro azul de sus ojos está desteñido y huellas
indelebles puntúan su rostro ajado. Sin embargo la atrae hacia sí,
cierra los ojos y husmea el perfume marchito del cuerpecito de tela
para encontrar en él fragancias pasadas. De ella brota una
certidumbre inquebrantable: esta muñeca solo puede ser suya. Es su
muñeca. Una misma trama indestructible reúne los hilos del destino
de la muñeca de trapo y el suyo. Una trama única. E inútilmente
remendada, piensa dejando aflorar los recuerdos a su memoria.
“Desde el día de nuestra salida, no te solté
ni un momento. Desde todo aquel tiempo — quince, veinte años, más
todavía, ¿quién sabe? — tu existencia y la mía fueron ligadas
indisociablemente. Te mantuve apretada contra mi pecho,
aplastándote allí, a veces con una sola mano cuando asía un gajo de
naranja o un trozo de pan para tragarlo. Nunca en aquel entonces
solté mi presión.
Pero una cosa iba escapándome: tu nombre.
Desde el día de nuestra salida, no recuerdo haberlo oído ni
siquiera haberlo pronunciado. No hay nada raro en esto. Ambas
estábamos sumergidas en un caos atronador y mi propio nombre ya no
era más que un recuerdo vano. Sin embargo, ahora que lo pienso, se
me antoja recordar haberlo dicho una postrimera vez. Fue aquel día
en el que una mujer vestida con bata y toca blancas me preguntó en
un idioma que sonó a extranjero:
—Comment elle s’appelle ta poupée?
De inmediato Salvador me socorrió y
tradujo:
—Nena, ¿Cómo se llama tu muñeca?
—Fea, contesté sin pensarlo más.”
Fea, la mala. Fea, la feúcha. Contempla con
ojos enternecidos al juguete pasado de moda y desliza sus dedos por
las imperfecciones de la cara.
“La verdad, guapa, ya no lo eres. Perdiste
un ojo, te faltan cabellos, y todavía subsisten en tu rostro unas
sucias huellas mugrientas amontonadas por el camino, que nunca
podré borrar de tus mejillas ni de mi memoria. Y sin embargo, ¡Qué
guapa eras antes! piensa dibujando una sonrisa.
—¿Está terminada mi muñeca?
Por vigésima vez vuelvo incansablemente a la
cocina a hacerle la misma pregunta a mi madre cosiendo.
Ella va sacando de la cesta de mimbre
colocada a los pies de su silla toda clase de cintas, lazos y más
telas que examina detenidamente antes de fijar su elección en una
de ellas y cortar luego el retal a la buena dimensión. La observo
tomar las tijeras, cortar con sus manos expertas un trozo de tela
azul que coserá a continuación en el cuerpo de la muñeca de trapo
que va confeccionando para mí. Parece que no me oye. Insisto:
—¿Está terminada mi muñeca?
Levanta los ojos de su labor, deposita el
conjunto en sus piernas y al mismo tiempo que me sonríe suspira
desolada:
—¡Cuán impaciente es una niña de cuatro
años!
Luego, como sigo mirándola con mis grandes
ojos negros imperturbables, alza la muñeca de sus piernas, la
levanta al aire, allana los pliegues del pantalón y me
explica:
—Termino de coserle el petito del mono, fijo
las alpargatas — no querrás que las pierda, ¿verdad? Con la cabeza
reniego con gravedad. Entonces mi madre libera las dos trenzas de
hilos de lana morena que le enmarcan la cara al juguete y prosigue:
Ya no faltará sino coserle dos ojitos, una boquita... y bordarle
una naricita, añade apoyando con gracia su dedo índice en la mía.
Ves, ya casi he terminado. Ahora vuelve a jugar. Te llamaré, dice
procurando persuadirme una vez más.
Dócilmente acato sus órdenes y con disgusto
vuelvo al patio de nuestra casa del barrio del Poble Sec de
Barcelona, en el que me espera el caballito de madera que me
fabricó mi padre. Me encaramo a él malhumorada y, al ritmo de sus
balanceos, dejo que la muñeca soñada se plasme en mi mente de niña
impaciente. Sin que me dé cuenta de su medida, con lentitud el
tiempo se deja colmar con los movimientos monótonos del caballo de
balancín. Pero ¡De pronto me llama mi madre! ¡Una única evidencia
se impone a mí! ¡Mi muñeca! ¡Ya está terminada mi muñeca! Me apeo
precipitadamente del caballo, el cual momentáneamente
desequilibrado por mi peso, adquiere por unos instantes una
cadencia que no me preocupo de controlar, y sin prestarle la menor
mirada, con toda la velocidad de mis piernecitas, salgo corriendo a
la cocina. La muñeca está allí, enfrente de mí, sentada en el
regazo de mi madre, como si ambas compartieran el deseo de leerme
en la cara la alegría que no dejará por iluminarla. Mi madre no me
deja languidecer más y me tiende el juguete. De inmediato la muñeca
encuentra su sitio en el hueco de mis brazos.
—¿Cómo vas a llamarla?
Con las mejillas rosas de placer, afirmo sin
vacilar:
—Felicia.
—¿Cómo tú?
Muevo la cabeza al mismo tiempo que voy
apretando la muñeca contra mi pecho.
—Pues ¡Anda! ¡Digamos Felicia!, replica mi
madre atrayéndome hacia sí y dándome con cariño un tierno besote en
la mejilla.
Felicia. ¿No será por casualidad el nombre
de la felicidad? Aquello fue lo que le afirmó a mi padre cuando,
por la noche de aquel hermoso día de primavera de 1931, el 14 de
abril más precisamente, por segunda vez se proclamó la República en
España. Ya me lo había contado muchas veces. Yo no existía todavía,
pero ya estaba ahí, escondida en lo más profundo de sus sueños y de
sus esperanzas, ocupando ya todo el sitio dentro de su corazón.
Barcelona toda entera vibraba con una alegría indecible por la
proclamación de la República, y con un mismo ímpetu espontáneo, la
muchedumbre barcelonesa se había apoderado de las calles y de las
plazas de la ciudad, desparramándose allí con vivas entusiasmados a
la República. El amarillo, el rojo y el violeta de la bandera
republicana se desplegaban en todas las fachadas, ondeaban en todas
las plataformas de los tranvías. Algunos se drapeaban con ella y
recorrían las calles vestidos con los colores de la esperanza,
suscitando aplausos y aclamaciones a su paso mientras otros
entonaban a voz en grito la Marsellesa. Desde el centro de la
ciudad hasta el mar, la avenida de las Ramblas rebosaba de alegría
estimulante y comunicativa, y mis padres se extasiaban tanto por el
fervor popular como por su amor naciente. Entonces, en plena calle
Fernando, en la que la rodilla tiesa y anquilosada de mi padre les
obligó a hacer una pausa, mi madre embriagada por el alborozo
republicano, le sopló al oído: “¡A nuestro futuro bebé, le
llamaremos Felicia! ¡Es el nombre de la felicidad!” ¿Qué podía ser
más hermoso y más inesperado que recibir de regalo de nacimiento el
nombre de la felicidad? ¡A buen seguro era lo que iba la República
a repartir a todos con generosidad e igualdad!
Aquel día con apenas cuatro añitos, no lo
dudé en absoluto, y todavía menos cuando en aquel instante preciso
el colmo de la felicidad se resumía a la existencia de esta muñeca
de trapo, vestida a semejanza de mi madre y de todas las milicianas
de Barcelona, con el emancipador mono azul, aquel mono adoptado por
ella ya desde hacía mucho tiempo y que no dejaba lugar a dudas
sobre su compromiso político.
—¡El Mono Azul! exclamó mi padre un día
mientras estábamos comiendo. ¡Voy a escribir a la revista! soltó
con la cuchara llena de lentejas en vilo en la mano derecha,
captando de inmediato la atención de mi madre y la mía antes de
proseguir: ¡Voy a explicarle mi proyecto al director de la
redacción de la revista El Mono Azul! ¡Estoy seguro de que le va a
interesar y de que lo publicará en sus columnas!
Entonces mi madre le escuchaba con
admiración demostrarle que ya se habían acabado los antiguos
titiriteros — desde hacía poco tiempo se había hecho titiritero
también — Prueba de ello era el éxito obtenido por los sainetes
políticos representados casi por todas partes en la España
republicana y principalmente en Madrid bajo el impulso del teatro
de guiñol de La Tarumba.
Como mi madre y yo estábamos pendientes de
sus palabras, de repente volvió a colocar su cuchara en el plato
sin llevarla ni siquiera a la boca. Apartó su silla con rapidez, y
guiñando un ojo hacia mí, añadió teatralmente:
—Y ahora, damas y caballeros, honrado y
distinguido público, voy a presentaros a mi más hermosa creación.
¡Aquí tienen a la compañera Felicia! dijo describiendo medio
círculo amplio ante sí.
Y entonces, sin que me lo esperara, colocó
el dedo índice en sus labios para intimarme el silencio, me cogió
por la cintura y les comunicó a mis brazos movimientos bruscos y
mecánicos que recordaban los que transmitía a sus muñecos
articulados, lo que al cabo de unos instantes de este jueguecito
desencadenó nuestros irreprimibles ataques de risa. Luego, jadeante
de tanto reír, me depositó en el suelo y comenzó a explicarle a mi
madre todos los detalles del proyecto que había germinado en su
mente entusiasta. A semejanza de la compañía de la Tarumba,
surcaría todos los lugares más apartados del frente, llevaría allí
su teatro de marionetas y sería el portavoz de la República. ¿No
había recorrido ya antaño, con un único burro enganchado a la
carreta como compañía, las carreteras entre Barcelona y Málaga para
vender los juguetes de madera que fabricaba? Conocía al dedillo la
comarca y además echaba de menos sus andanzas. Claro, ya no era
posible seguir hasta Málaga ocupada pero nada le impediría reanudar
sus viajes itinerantes. No renunciaría a nuevos desplazamientos,
cambiaría de rumbo, así no más. ¡Y se burlaría de los nacionales!
¡Incluso ya había pensado en el nombre de su teatro ambulante!
Adoptó un aire misterioso, fijó sus ojos en los míos y me preguntó
con complicidad “¡Felicia!, ¿a que lo has adivinado?” y sin dejarme
tiempo a responder, exclamó: “¡La Compañía Felicia!”, dijo al
arrastrarme de nuevo en una pantomima desbocada alrededor de la
mesa.
En cuanto mi padre concibió aquel proyecto,
un frenesí contagioso cundió por nuestro hogar. Mi madre les daba
la vuelta a los retales del cesto, le pedía su opinión a mi padre,
quien cruzaba teatralmente la cocina, haciendo a lo largo del día
el papel de personajes a los cuales iba insuflándoles vida
hinchando la voz o lanzando miradas de enojo. En cuanto yo le oía
declamar sus parlamentos aparecía brevemente por la cocina,
acechando sus acaloradas réplicas entrecortadas por besos
amorosamente dados a mi madre, y luego, cuando me hartaba de sus
abrazos, con la misma precipitación con la que había irrumpido en
la cocina, volvía a mis peonzas de madera de pino, a mis cubos de
colores y a mis ilusiones de niña. Mi madre reanudaba sus labores,
cortaba los trajes según las instrucciones dadas por mi padre, y
cuando uno de ellos ya estaba listo para vestir a una de sus
realizaciones, él apartaba los escasos muebles de la cocina,
desplegaba su teatro de marionetas y enseguida invitaba al público
— mi madre y yo — a sentarse. Mi madre me apretaba contra sí, y
contigo en mi regazo, Felicia, las tres esperábamos impacientes el
principio de la función. En pleno del espectáculo anhelábamos
conocer el feliz desenlace de los amores contrariados entre una
joven campesina y un señorito arrogante igualmente atraído por su
pertenencia a su casta y los hermosos ojos de su dulce
revolucionaria, y cuando les daba cachiporrazos a las cabezas de
militares panzudos o a burgueses regordetes, batíamos palmas al
unísono y cambiábamos miradas de complicidad, felices de ser las
espectadoras privilegiadas de aquellas inéditas primeras
funciones.
En medio de aquellos ensayos improvisados,
mi madre se otorgaba largas pausas que la llevaban alternativamente
desde el Instituto de Las Mujeres Libres en el que iba a
profundizar su escasa cultura general hasta el Casal de la Dona
Treballadora de la calle de las Cortes Catalanas, en la que, sin
contar su tiempo, daba clases de corte y confección a las
barcelonesas deseosas de emanciparse económicamente. La mayoría de
las veces me llevaba con ella y al caminar por las calles de
Barcelona, me informaba del programa de la tarde: “Tendrás que ser
buena, Felicia, me decía guiándome por las calles de la ciudad
condal. Hoy vamos a escuchar a una señora muy importante, la señora
Berenguer”, y entonces enteramente dedicada a su entusiasmo y sin
darse cuenta de mi incomprensión infantil, comenzaba a explicarme
detalladamente el tema de la conferencia a la que quería asistir.
Yo levantaba la mirada hacia ella y la escuchaba hablar con
admiración. Mis ojos de niña captaban un insospechado brillo en los
suyos, me maravillaba de la coloración más viva de sus mejillas y
calcaba mis pasos sobre los suyos. ¡Qué guapa estaba con su mono
azul, su pelo corto cortado como un chico, las mangas de su camisa
arrezagada y su cintura todavía más fina con su ancho cinturón!
Ella regresaba a casa tan exaltada como había salido de ella y solo
se daba cuenta de mi cansancio infantil cuando me costaba efectuar
el trayecto de regreso. Entonces me izaba a sus hombros y volvía
triunfalmente a casa. De ahí resultaban largas conversaciones
animadas durante las cuales mi padre y ella imaginaban un mundo
nuevo en el que hombres y mujeres construirían a partes iguales una
sociedad innovadora. Mi madre se embalaba, brotaban vocablos
desconocidos que no cabían en mi entendimiento, y se atropellaban a
mis oídos de niña nociones sibilinas de unión libre, de
emancipación o de control de natalidad. Mi padre la escuchaba y
luego, fingiendo adoptar un aire inocente y docto, solía tomarle el
pelo y soltaba, a sabiendas de que la alegación iba a ponerla
furiosa: “Nunca podréis prescindir de los hombres, mi vida”. A
continuación él se daba la vuelta hacia mí, me sonreía y con tono
provocador, me tomaba por testigo: “¿Verdad, Felicia, que siempre
necesitarás a Papá?” Iban elevando la voz despacito, mi madre
entraba en su juego, le tachaba de burgués reaccionario y afirmaba
que ya sabría probarle que no necesitaba a los varones para nada. Y
como mi padre no abandonaba el semblante sentencioso que había
escogido fingir, entonces ella cogía los retales o las madejas del
cesto, hacía con ellos paquetitos que enrollaba y le bombardeaba
con aquellas bolitas, lo que desencadenaba alegres atropellos a los
que me integraban y que tenían un sabor fugaz a felicidad”
Pero las risas evocadas pesan demasiado.
¿Qué pueden engendrar después de estos años larguísimos sino
amargos sufrimientos? Sin embargo daría cualquier cosa por oír de
nuevo su risa hasta no poder más, por oír una de aquellas risas
cristalinas y despreocupadas. Sus dedos alisan automáticamente los
hilos de lana enmarañada de las trenzas de la muñeca, sigue
peinándolos sin verlos, y de repente se sorprende odiando aquella
risa que no fue sino un ridículo y falaz talismán inepto para
colmar la ausencia paterna que tan cruelmente le faltó. No obstante
frunce los ojos en una irrisoria esperanza de volver a crear a la
juvenil figura paterna que el tiempo malévolo se complació en
esfumar. Como para despistarla, viene a superponerse a ella la de
un joven que su padre llevó a casa unos días después de una de sus
giras.
“Salvador tenía la misma estatura alta que
mi padre pero sus rasgos todavía infantiles y el escaso bozo de sus
mejillas no hacían de él, ante mis ojos de niña, un señor como él.
Mi padre nos contó que le había conocido en Cambrils, donde
Salvador vivía con su madre y su hermanita, cuando una reunión en
casa de un tal Sidonio Pintado, un maestro de la ciudad. Salvador
era el amigo de Pablo, el hijo mayor de Sidonio, y muy naturalmente
tras la función de marionetas, le había convidado a mi padre a una
de las clases dadas por Sidonio a cuantos lo deseasen en un antiguo
cortijo arreglado a este efecto cerca de la vía férrea. Salvador
era un apasionado de los idiomas y varias veces a la semana iba a
casa del maestro, en la calle Creus, para recibir clases
particulares de francés. Animado por su joven amigo Pablo, también
asistía a clases en las que el ilustrado pedagogo enseñaba los
rudimentos de una lengua desconocida por mi padre pero que le
sedujo instantáneamente. Después de ser invitado por Salvador a
asistir a una de aquellas clases, resultó que mi padre concibió un
entusiasmo ilimitado por ella. ¡Aquel idioma era universal,
revolucionario, fraternal! ¡Iba a acercar a todos los pueblos sin
distinción de razas ni de clases, iba a abolir todas las fronteras,
sería el cemento que uniría las mentes de todos los seres humanos y
derrumbaría todas las barreras! ¡Aquella lengua se llamaba el
esperanto y mi padre había decidido aprenderlo! De inmediato le
pidió a Salvador que nos hiciera una demostración de ella.
“¿Verdad, Felicia, que comprendes todo lo que está diciendo nuestro
amigo Salvador?”, preguntó riendo, y como yo asentía, me pidió
repetir tras él, orgulloso de las pocas palabras que Salvador le
había enseñado: “Felicia, repite después de mí: a-mi-ko”. Luego
prosiguió felicitándome: “¡Bien, muy bien! ¡Y ahora, nugato!”. Y
esta vez como yo no entendía lo que quería hacerme repetir y como
solo lograba imitarlo torpemente, le guiñó un ojo a su compañero y
fingiendo sorpresa, dijo: “Sin embargo, es muy sencillo, ¿No? Anda,
repite Felicia, ¡nu-ga-to!”, articuló de nuevo pero esta vez
sacando de su bolsillo un minúsculo trozo de turrón que puso ante
mis ojos extasiados. ¿De dónde lo sacó? Nunca lo supe pero conservé
en la memoria el sabor incomparable que aquellos tiempos de penuria
le confirieron. Fue la golosina más dulce que pudiera saborear en
toda mi vida. Y mientras yo paladeaba el apetitoso pedazo de
turrón, nos informó que de ahí en adelante Salvador iba a
acompañarle por sus giras ya que, de manera modesta, Salvador
quería también contribuir a la revolución siguiendo a mi padre en
sus funciones por el frente. Habían hecho un ensayo y por lo poco
que mi padre pudo ver, había encontrado que Salvador tenía mucha
facilidad para el arte de la farsa y sus artificios; sobresalía de
maravilla en modular su voz y colarse en la piel de los personajes
imaginarios que encarnaban las marionetas de su repertorio. Además,
terminó dándole con benevolencia una palmadita en el hombro, ya que
le habían incautado su burro, entre los dos no serían suficientes
para tirar de la carreta”
Sienta la muñeca en sus piernas y sus manos
siguen jugando con las trenzas de lana que coloca en el peto del
mono.
“No, desde aquella época, nunca te dejé.
Ambas jugamos —¿Jugamos? — en los lugares más improbables. Como
aquel refugio de la esquina de las calles Nou de la Rambla y
Passeig de Montjuïc. Ya era noche cerrada, ¿te acuerdas?, cuando mi
padre nos sacó sin miramientos de la camita de barrotes en la que
dormíamos las dos. Nos llevó brutalmente en brazos, ambas agarradas
la una de la otra, como si nuestra supervivencia dependiera de
nuestro abrazo, único punto de referencia que nos preservaba del
alboroto general imperante a nuestro alrededor. Nuestros dos
cuerpos todavía blandos de sueño vibraban con el temblor que les
producía la carrera de mi padre ansioso de alcanzar el refugio. ¿O
era el de las bombas largadas encima de Barcelona? Ni siquiera
sabría decirlo. Solo recuerdo que aquella noche nuestros grandes
ojos todavía entumecidos de sueño descubrieron otros rostros
infantiles de caras lunarias, de ojos desorbitados, redondos de
terror, con un llanto aterrador hiriéndoles la garganta.
Pasamos por un largo dédalo de pasillos
bajos y estrechos con luces vacilantes echándoles funestas sombras
a las personas que cruzábamos, todas ellas con las caras
descompuestas por el miedo. Un hombre nos guió hasta un cuarto más
amplio invadido por otros habitantes del barrio que huían del
bombardeo igual que nosotros. Nos indicó un banco desocupado al
fondo del cuarto en el que mi madre y yo nos instalamos envueltas
en un manto mientras mi padre se sentaba a sus pies, apoyado contra
sus rodillas. Mientras duró nuestra estancia en el refugio,
permanecí agarrada a mi madre, no dejándola sola ni un momento, ni
siquiera en las letrinas en las que entraba no solo con ella sino
también contigo, Felicia. En la cola formada a la entrada del local
impregnado de un olor a orina persistente, las mujeres
intercambiaban noticias: Radio Barcelona recomendaba no abandonar
el refugio, se había bombardeado una iglesia, varios niños habían
muerto. Le asía la mano a mi madre y a cada eco de destrucción
procedente del exterior, la presión de mis dedos se hacía más
fuerte, casi incrustándoselos en la palma de su mano.
Volvíamos a nuestro banco. Allí yo
encontraba de nuevo mi sitio enfrente de un chico mayor que yo,
cuyos balanceos continuos de atrás hacia delante me espantaban sin
ni siquiera poder apartar la mirada de él. El olor acre a agrio de
un bebé me irritaba la nariz y su llanto incontrolable que su joven
e inexperimentada madre no sabía detener agujereaba el espacio a
intervalos regulares, provocando las opiniones de otras mujeres,
las cuales rodeadas de su prole desocupada acudían a darle
consejos. Mi madre me instigaba a jugar con compañeritas de mi
edad, confinadas con nosotras por mera casualidad, pero siempre,
siempre yo denegaba con la cabeza, adoptando un mutismo
sistemático, y rehusaba unirme a ellas. Te apretaba, Felicia,
contra los pliegues del abrigo de invierno que persistía en
mantener cerrado para ocultarte en él, con el temor enfermizo a que
una de ellas te arrebatase a mí.
Más que a otros ocupantes, la espera que les
obligaba a estar encerrados en aquella jaula de hormigón se les
antojaba insoportable a los hombres. No podían quedarse quietos y
muchos infringían las consignas de seguridad. Mi padre no escapaba
a la regla y como otros tantos intentaba arriesgadas salidas al
barrio. Mi madre no le retenía pero ellos hablaban en voz baja,
cambiaban una caricia furtiva, un beso rápido, y yo intuía que
aquel fugaz y púdico código significaba: “Cuídate, no te expongas”.
Al volver, los hombres traían consigo llantos y lamentos
ensartados: el hermano del que no se tenía noticia había muerto en
uno de los bombardeos que asolaban la ciudad con regularidad,
delante del cine Coliseum, una bomba había alcanzado un camión
cargado con explosivos, allí donde las parejas tenían su hogar solo
subsistían agujeros gigantescos y escombros, los camiones de
abastecimiento ya no llegaban.
Como si no pudiera reprimir las palabras que
le consumían los labios, mi madre se inquietaba por lo bajo: “¿Y la
casa?” Con un batir de párpados, mi padre la tranquilizaba; seguía
en pie, pronto volveríamos allí los tres, añadía presionando
nuestras manos con emoción. En mi mente infantil, yo te hablaba,
Felicia. Mi existencia de niña iba a volver a la normalidad.
“¿Oyes, Felicia? ¡Papá ha dicho que los cuatro íbamos a volver a
casa!” Mi padre había dicho que sí, que pronto regresaríamos y
resultaba que había despertado en nosotras la esperanza de volver a
saborear la intimidad de nuestro hogar. Sin embargo, me acuerdo de
que, cuando por fin pudimos salir, como la mayoría de los ocupantes
del refugio, quedamos hacinados y estupefactos a la entrada,
conmocionados por la visión apocalíptica que descubrimos entonces.
Montones de escombros más altos que yo ocupaban las aceras y
volvían irreconocibles las calles. Unos escaparates estaban
reventados y vigas rotas y muebles destripados los obstaculizaban,
unas fumarolas se escapaban de un coche carbonizado que obstruía la
calzada, un agua barrosa brotaba de una tubería arrancada. Un
silencio sepulcral pesaba en aquel paisaje de ceniza en el que
nadie quería atreverse a dar el menor paso. Mi padre rodeó el
hombro de mi madre con su brazo, deslicé mi mano en la suya, y solo
fue al cabo de un largo rato cuando se apartó lentamente de ella
para tomarme en sus brazos y salvar los cascotes que tapizaban el
suelo. Las calles impracticables y su rodilla desfalleciente nos
obligaban a hacer innumerables altos durante los cuales descubrimos
aterrados que el horror de la devastación se reproducía idéntico en
cada calle recorrida. Cansado de los esfuerzos que tenía que hacer
al salvar los obstáculos, mi padre me depositó en el suelo y me
dejé guiar por su mano vigorosa, con la mirada cautivada por el
espectáculo de las ruinas. Una cama asolada yacía verticalmente
entre dos tabiques, las piernas inermes de una mujer salían de una
sábana manchada de sangre, un gatito estaba maullando en el fondo
del cráter del que no podía salir. Mi madre me empujaba por la
espalda y trataba de desviarme como podía de aquellos lugares
asolados a los que mi mirada atónita se aferraba. Tirada por uno,
arrastrada por la otra, me encontré sin querer en la cocina de
nuestra casa, sentada muy tranquilamente en una silla baja, contigo
Felicia en el regazo, al lado del fogón que mi madre acababa de
encender. Pero aquella noche, cuando mis padres vieron que no
podrían doblegar el empeño obstinado que su hijita, habitualmente
tan dócil, ponía en negarse a ir a dormir a su camita ya recobrada,
no tuvieron valor para castigarme y me dejaron acurrucarme entre
ellos dos en medio de su lecho. Fue la última vez.”
La irremediable y frustrante imposibilidad
de volver a crear el calor mullido del lecho familiar por un
instante desvió su atención de la muñeca que va deslizándose
imperceptiblemente por sus rodillas. Las une en un reflejo
descontrolado, impidiendo así que el juguete se caiga al suelo, y
la brusquedad de su gesto la lleva hacia las últimas visiones
paternas que su memoria todavía no logró borrar por completo.
“Los días siguientes, mi padre decidió
reanudar con sus actividades itinerantes, y a finales de enero,
antes de ponerse a viajar, nos informó que salía en pos de Salvador
del que no tenía noticias desde los últimos bombardeos que habían
asolado la ciudad. A partir de aquel entonces, solo apareció de vez
en cuando por nuestro hogar, la pérdida del burro incautado
entorpecía sus desplazamientos, y aunque por fin encontró a
Salvador cuya casa había sido destruida, dedicaba la mayor parte
del tiempo yendo con él a entretener a los soldados del frente. El
nombre de Teruel andaba en boca de toda la gente y era el obsesivo
tema de todas las conversaciones de mi madre y de las vecinas. En
aquel final de invierno, allí se luchaba con tesón y aunque ella se
esforzaba por no dejar trasparecer nada, a cada instante temblaba
por la vida de mi padre. Obviamente la malformación de su pierna ya
le había valido estar rebajado de servicio pero no obstante
resultaba que tenía empeño en demostrar su compromiso por la
República, y para lograrlo cada vez iba más lejos, pasando
indiferentemente de plazas de pueblos arriesgadas a hospitales de
sangre aislados a posiciones más apartadas, con el único objetivo
de apoyar a los camaradas del frente con el refuerzo de su teatro
de títeres. ¡Cuántas veces le oí afirmar a mi madre que nunca
blandiría un fusil contra un ser humano! ¿Su mejor arma justamente
no era acaso su teatro de guiñol? ¡No había nada tan hermoso, le
explicaba orgulloso, como ver dibujarse una sonrisa de niño
extasiado y una esperanza recuperada en las caras sin afeitar de
aquellos soldados extenuados, encenegados hacía apenas unas horas
en el barrizal helado de las trincheras! Me acuerdo de que, a su
último paso por la casa, cuando nos anunció que iba a marcharse de
nuevo, mostré un aire apenado de niña contrariada. Me parece verle
de nuevo apretándome la barbilla para que conservara la sonrisa y
aclarar que no tenía yo que estar triste ya que iba a volver.
Entonces otra vez me tomó en sus brazos, me
besó largamente antes de dejarme en el suelo y darse la vuelta muy
grave hacia mi madre como si también necesitara convencerla de que
la República precisaba de él y que su deber era estar allí.
Volvimos a ver a Salvador unas veces más, pasó a recoger marionetas
cuyos trajes ella acababa de coser, pero a partir de aquel día, mi
padre no volvió a aparecer por casa.
Sin embargo, todavía sigo sonriendo al
acordarme de la sorpresa que preparó para nosotras. Aquella vez le
pidió a Salvador que nos trasmitiese un mensaje suyo y este lo
llevó perfectamente a cabo aunque el contenido se nos antojara
sibilino a mi madre y más aún a mí. Mi padre nos recomendaba
terminantemente escuchar Radio Reus al día siguiente. Sea que no
supiera más, o sea que no le autorizara a revelar más, Salvador
salió para Cambrils sin que mi madre lograra sonsacarle la menor
información. Pero a la mañana siguiente, ella vino a plantarse
cerca del aparato de radio de la cocina y, a las nueve en punto,
para no perderse el primer programa, giró el botón con gravedad. El
aparato escupió soniditos metálicos que mi madre se apresuró a
hacer desaparecer ajustándolo en la buena frecuencia, y la voz
clara de un locutor llenó el cuarto. Estaba yo sentada a la mesa
coloreando un dibujo para mi padre, y de vez en cuando levantaba la
mirada hacia ella y dejaba de lado mis lápices de colores,
intrigada de verla quedarse de pie al lado de la radio, cuando de
repente la vi llevar las manos a la boca como si sofocara un grito.
Entonces se repuso pero agitó la mano con inquietud en mi dirección
y me llamó: “¡Felicia! ¡Ven aquí a mi lado! ¡Es Papá, Felicia!” Así
como me lo ordenó me levanté, le cogí la mano, incapaz de
relacionar aquella voz lejana, entrecortada por parásitos y
crujidos que la deformaban, con la de mi padre. Le pregunté
pasmada: “¿Es Papá?” “¡Sí, aquí en la radio, la voz que oyes, es la
de Papá hablando!”, me explicó. Agucé el oído empeñándome en captar
las inflexiones de la voz, buscando reconocer en ella la de mi
padre, y cuando le oí pronunciar el nombre de la compañía,
entonces, no sé por qué, pero supe con certeza que el hombre que se
estaba expresándose así no podía ser sino él. Había cumplido con su
palabra, no solo le había comunicado a la revista El Mono Azul su
experiencia de titiritero del frente sino que también la compartía
ahora con todos los auditores de la radio catalana y de paso nos
saludaba por medio de su intervención radiofónica. Más que
conmovida, me maravillaba de aquel prodigio que consistía en
permitirme identificar su voz a través del aparato de radio, pero
cuando miré de nuevo a mi madre, vi que dos lagrimones corrían por
sus mejillas. Me parece que se quedó así, inmóvil, de pie cerca del
aparato, durante varios minutos después de la alocución de mi padre
y que solo cuando liberé mi mano de la suya se dio cuenta de que se
había extinguido su voz. Dio la vuelta al botón en el otro sentido,
se enjugó las mejillas con el dorso de la mano y reanudó sus
actividades mientras yo volvía a mi dibujo, sin poder imaginar ni
un solo momento que nunca más íbamos a oír juntas esta voz tan
querida de las dos. No sé si fue aquello lo que percibió mi madre
pero, desde lo más remoto de mis recuerdos, fue la primera vez que
la vi llorar.”
Se le sube un nudo a la garganta y le cuesta
proseguir. No logra determinar si es tristeza o rabia lo que la
inunda y la aniquila, pero sabe que la injusticia sigue estando
allí, cerquita, y que todavía puede palparla en lo más hondo de su
alma.
“Ni ella ni yo sospechábamos en aquel
instante preciso que el islote de felicidad que nos era regalado
entonces constituiría un paréntesis muy efímero antes de la
tormenta que se avecinaba y que iba a quitarnos el más preciado de
nuestros bienes. Cuando, a finales de enero de 1939, Salvador,
portador de un segundo mensaje paterno, pasó a recogernos para huir
de Barcelona, ¿cómo hubiéramos podido imaginar que, al abandonar
nuestro hogar, íbamos a perder las miles de nimiedades
insignificantes que constituían nuestra felicidad? Mi madre quiso
entender, oponerse, resistir: ¡No saldría de Barcelona sin mi
padre! No obstante cuando Salvador la interrumpió negándose a
despilfarrar un tiempo tan precioso en discutir, ella no pudo más
que cumplir la orden y someterse a las exigencias de mi padre que
nos ordenaba abandonar nuestra patria mientras era posible. El
ejército franquista de los rebeldes estaba a punto de entrar en
Gerona, muy pronto ya no se podría pasar a Francia. Ambas estábamos
aterrorizadas por los términos apasionados de Salvador, y aunque yo
era incapaz de entender completamente el contenido de sus palabras,
enseguida dejé de jugar contigo, Felicia. Aunque no comprendía, a
tenor de sus frases, intuí que algo grave estaba pasando. Mi madre
tampoco entendía: “¿A Francia?” repitió consternada. Bajo el
impulso del pánico, logró reaccionar e imploró: ¡Que Salvador la
dejara por favor preparar algunas cosas, unos vestidos, unas
provisiones! No teníamos tiempo, ¡Había que salir de inmediato! ¿No
había oído hablar ella de las atrocidades cometidas por la Guardia
Mora de Franco, de las mutilaciones, de las violaciones y de los
asesinatos perpetrados por ella? Un camión de la ayuda francesa
Ruán-Alicante estaba esperándonos abajo en la calle. Estaba de
vuelta a Francia. ¡Era la única oportunidad que teníamos de
escapar! ¡No había ni un solo minuto que perder!
Sin esperar a que ella reaccionase, sin
miramientos Salvador me levantó de la silla, me tomó enérgicamente
en brazos, descolgó con prisa mi abrigo del gancho de la entrada,
lo puso en manos de mi madre estupefacta y los tres salimos de casa
apresuradamente sin ni siquiera echar un último vistazo tras
nosotros. Yo no me daba cuenta en absoluto de lo que estábamos
perdiendo, solo le atribuía poca importancia a lo que abandonábamos
ya que en brazos tenía el bien más preciado para mí, que eras tú,
Felicia. ¿Qué más hubiera podido anhelar? Mi madre estaba allí, mi
padre iba a reunirse con nosotras, no podía imaginarlo de otro
modo, tenía mi muñeca y mis preocupaciones más apremiantes solo se
concretaban en torno a esto. Como la niña de cinco años que era, de
ninguna manera dudaba que mis padres fueran a solucionarlo todo,
esto estaba pensando cuando, atónita, dos brazos desconocidos me
izaron con vigor a la parte trasera de un camión al que Salvador
ayudó a mi madre a subir.
Ni siquiera tuve tiempo de sentarme, el
camión arrancó en un ruido atronador. Sorprendida y desequilibrada,
en un reflejo para seguir en pie, despegué los brazos del cuerpo y
te vi caer, Felicia. Apenas tuve tiempo de agacharme para
recuperarte, Salvador ya me cogía de la parte inferior del abrigo y
me encajonaba entre ellos dos, ya sentados en el suelo del camión.
Solo fue entonces cuando miré alrededor mío. Unos sacos y unas
cajas de tamaños distintos llenaban el fondo del vehículo y entre
ellos estaban encajados fusiles. En medio de bultos reunidos allí,
se amontonaban varios hombres de trajes harapientos, de rostros
cansados y caras sucias y despavoridas. Una venda desaseada y
sangrienta atravesaba la cara de uno de ellos, tapándole un ojo,
otro tenía el brazo en cabestrillo mientras que el que estaba
enfrente de mí intentaba en vano colmar el agujero de una de sus
alpargatas con un viejo trapo descolorido. Excepto el ronroneo del
motor y el chasquido de la baca en los adrales, el silencio era
completo. Ninguno de ellos hablaba y todos miraban de hito en hito
a los recién llegados que éramos con curiosidad. Me acurruqué
todavía más contra mi madre, pasé un brazo alrededor de su cintura,
hundí mi cara en ella y me sustraje como pude del espectáculo de
aquellos hombres extenuados y abrumados de tormentos indecibles
cuyo desconcierto me espantaba. Cuando me apreté contra ella, mi
madre se inclinó hacia Salvador y le dijo unas palabras que no
logré oír. Y al apoyarse Salvador en mí para responderle, sentí la
presión de su cuerpo y aunque no pude oír lo que le contestó, vi la
cara de mi madre contraerse más y sus labios apretarse como si
hiciera un esfuerzo sobrehumano para ahogar el llanto que afloraba
a sus ojos. Permanecí un momento observándola sin comprender y me
impresionó su mirada extraviada, fijada en un punto indefinido y
lejano. Me acuerdo de que la contemplé así durante largo tiempo
para intentar descubrir lo que la turbaba tanto, pero mis párpados
cansados y pesados de niña se cerraban con regularidad, y arrullada
por los movimientos monótonos del camión que traqueteaba, me dormí
agarrada a ella, rodeada de su tierno y tranquilizador olor
materno. Pocas veces te saco, Felicia, del armario en el que
dormitas en medio de aquellos viejos papeles desordenados y de mis
recuerdos, pero ya ves, cuando, al cerrar los ojos, te aprieto
contra mí, a veces creo sentir fugazmente aquel calor del perfume
perdido de mi niñez.
De repente un brutal frenazo del camión me
despertó. Abrí desmesuradamente los ojos, asombrada de permanecer
aún en el interior del vehículo. ¿Cuánto tiempo habíamos viajado?
¿Cuántos kilómetros habíamos recorrido? No sabría decirlo. Mi única
certidumbre era la presencia inajenable de mi madre a la cual me
abandoné por completo mientras dormía. Pero al palpar mi abrigo,
descubrí espantada que tú, Felicia, ya no estabas allí. Te divisé
en el piso del camión, te habías deslizado al suelo, allí, delante
de mí. En un santiamén extendí la mano hacia ti y de nuevo viniste
a recuperar tu sitio en mis piernas y volvimos a constituir nuestro
trío inseparable. Pareció ser que el camión no pudo arrancar, y uno
de los hombres y Salvador se pusieron de pie, levantaron los
faldones de la baca y los enrollaron para fuera.
Me acuerdo de que de repente la luz cruda
del día naciente me deslumbró y de que inmediatamente después mis
ojos aterrados descubrieron otros ojos clavados en los míos, en los
que el cansancio rivalizaba con el abatimiento. Una larga hilera
ininterrumpida de niños, mujeres y ancianos ondeaba tras la estela
del camión bloqueando la carretera, obligando la interminable ola
silenciosa a dividirse en dos al acercarse al vehículo
inmovilizado. Unas mujeres andaban despacio, hundiéndose bajo el
peso de bultos atados con prisa, con un niño en brazos y otro
enganchado a su ropa, arropados en unos irrisorios harapos
atravesados por un cierzo silbante y glacial. Una anciana empujaba
una carretilla en el que se apilaban en desorden una maleta sin
asa, unos sacos regordetes y repletos y un niño encogido sobre
viejos trapos sucios. Un chiquillo seguido por un hombre que
claudicaba apoyado en una muleta aguijoneaba un burro que penaba
bajo su carga. Hasta lo más lejos que alcanzaba la vista, el mismo
desfile de seres andrajosos, ateridos de frío y de cansancio, iba
repitiéndose infinitamente, y todas las caras mostraban un idéntico
sentimiento de desamparo y de ruina. Me estremecí. No era sino un
presentimiento pero ahora sé que, más que avanzar hacia un destino
prometedor, en realidad ellos y yo no hacíamos más que intentar
huir urgentemente de cercanas y terribles calamidades que de ningún
modo pudiéramos salvar.
Nos mandaron bajar del camión y acompañados
por los otros ocupantes del vehículo fuimos a insertarnos en
aquella marea humana. Andábamos en silencio. No entendía el motivo
de aquel vagabundeo pero no me atrevía a preguntárselo a mi madre.
A veces aminorábamos el paso: un caballo muerto obstaculizaba la
carretera, un anciano hundido por el llanto se negaba a levantarse
del sitio que ocupaba en la cuneta helada. Más lejos en el medio
del camino, se había plantado un joven con un niño perdido a
hombros y detenía a los caminantes con la esperanza irrisoria de
topar con sus padres. Pasé delante de ellos sin atreverme a
levantar los ojos hacia el desgraciado niño alelado, e
imperceptiblemente apreté más los dedos de mi madre y tu cuerpecito
de trapo.
¡La felicidad! Cuán poco tiempo necesité
para entender, Felicia, que esta insignificancia impalpable es muy
poca cosa. Apenas se siente una colmada de felicidad que ya se le
escapa. Pasados los años, me parece que al evitar cambiar una
mirada con aquel niño desamparado, tuve el engañador y egoísta
reflejo de querer salvar mi insignificante parte de confort
personal. El frío que nos atenazaba, el hambre que no dejaba de
acosarnos, el cansancio que se apoderaba de nuestros cuerpos
doloridos por aquella marcha forzada no disminuían en nada la
inquebrantable fe que depositaba en mi madre. Bastaba con sentir el
calor que su mano comunicaba a la mía para tener la tranquilizadora
certidumbre que nada vendría a romper este lazo tan frágil.
Obviamente ya no era la felicidad pero la niña de seis años que era
no tenía más remedio que fiarse a ciegas de su madre y de su
inmensa capacidad, de la cual no dudé ni un solo instante, para
restaurar aquella magia. ¿Cómo hubiera podido imaginar que mi alma
de niña muy pronto no tendría para alegrarse sino escasos recuerdos
que el tiempo iría royendo hasta borrarlos por completo de mi
memoria? A veces me culpo de no haber sabido saborearla más. Pero
la felicidad no se deja domar por la conciencia.
Me acuerdo de que un solo instante de aquel
lejano éxodo bastó para que me diera cuenta de la trágica dimensión
de la felicidad perdida, para que la oquedad del vacío que entreví
con terror indecible se concretase en mi mente infantil y me
alcanzase con sinrazón angustiada. ¡Lo recuerdo como si fuera ayer!
Nos habíamos sentado en la poca hierba de una cuneta escasamente
soleada, y por el cansancio, sentí que el sueño me iba invadiendo
cuando de repente un pensamiento fulgurante me cruzó la mente y me
sacó de mi letargo: ¡Mi muñeca! ¡Ya no tenía mi muñeca! ¡Ya no te
tenía a ti! Sin pensarlo más, me levanté de un salto y salí
disparada hacia el peñasco detrás del cual mi madre nos llevó hacía
poco a satisfacer nuestras necesidades fuera de las miradas
indiscretas. Solo se me ocurría una idea: ¡Encontrarte! “¡Corre,
corre!” no dejaba de repetirme con obsesión. “¡Corre, date prisa o
no vas a encontrarla!” repetía angustiada. Empezaba a anochecer
pero en medio de la luz crepuscular, de repente divisé el contorno
del peñasco y me puse a acelerar más. ¡Le di la vuelta
precipitadamente y te vi! ¡Estabas allí! Maculada de barro y de
excrementos, boca abajo en medio de hojas putrefactas tan pisadas
como tú por centenares de pies que pasaron por allí, pero, ¡estabas
allí! Ahora que lo pienso, me digo que fue puro milagro que nadie
pensara en llevarte — o peor si cabe — que los niños incluso habían
perdido el gusto a entretenerse. Pero en aquel entonces este
pensamiento en ningún modo afloró a mi mente. Estuve demasiado
contenta de recuperarte. Me agaché apresuradamente y te apreté
contra mi pecho, sin pensar ni siquiera en cepillar tu ropa
arrugada ni en alisar tu pelo pegajoso, sino decidida a no
separarme de ti nunca jamás. Sin embargo, mi serenidad recuperada
se esfumó muy pronto cuando, al querer emprender el camino de
regreso, me di cuenta de que ahora ¡era yo la que estaba
extraviada! A mi impulso infantil y a mi carrera desenfrenada les
siguieron unos pasitos vacilantes puntuados por múltiples paradas
que a las claras delataban mi extravío. Por más que me esforzara en
observar detenidamente lo que pasaba alrededor mío, no descubrí
ninguna indicación útil para localizar a mi madre. Por todas partes
se repetían los mismos senderos enlodados, los mismos seres
errantes, cabizbajos, con la mirada a ras de suelo, con los mismos
vestidos tristes y grisáceos, sin que nadie se asombrase del
vagabundeo insólito de una niña de seis años, sola en medio de
aquella marea humana obsesionada por seguir y seguir avanzando.
Desamparada, aminoré el paso. Otros niños tirados de poderosas
manos que actuaban como brújulas guiando sus pasos titubeantes de
cansancio, se adherían a ellas y me atropellaban sin reparar en mí.
En aquel momento, ¡hubiera dado cualquier cosa por sentir en la
palma el calor de la mano de mi madre! Pero el miedo a no
encontrarla me invadía y me atenazaba sin que pudiera controlarlo y
ya no pude reaccionar. Tu presencia no era sino un débil consuelo
que se esfumó pronto, dejando paso al temblor descontrolado de mi
barbilla que anunciaba los pucheros de una niña sumergida por el
terror cuando un grito me sacó de mi embotamiento: “¡Felicia!
¡Felicia!” El grito se repetía incansablemente. Mi madre estaba
diciendo mi nombre a voz en grito, detenía a los transeúntes y los
zarandeaba de la manga para preguntarles si no habían visto a una
niña de seis años, vagabundeando sola en medio de la muchedumbre.
Para ser comprendida mejor, se ayudaba con la mano para imitar mi
tamaño, indicaba “así de alta”. Y cuando la gente a la que cruzaba
denegaba con la cabeza, sin descansar se dirigía a los siguientes y
reanudaba su pregunta. Luego, de repente alzó la vista en mi
dirección, me vio y rompió la onda humana para precipitarse hacia
mí. Se agachó a mi altura y me apretó efusivamente entre sus
brazos. Permanecimos así unos minutos. Luego apartó su cara de la
mía, y la escuché sermoneándome gritando, con el dedo índice debajo
de mi nariz: “¡No debes soltarme la mano! ¿Me oyes, Felicia? ¡Nunca
jamás!” antes de volver a tomarme en sus brazos en medio de risas y
lágrimas compartidas. Fue el último beso que me dio.”
Con ademán cansado se pasa las manos por el
rostro como si, por magia, bastara apoyar las manos en los ojos y
frotarlos enérgicamente para alejar para siempre de su memoria el
recuerdo de aquellos instantes perdidos y el de aquella pérdida
todavía incrustada en ella.
“Por la mañana del día siguiente, ¿o tal vez
fuera otro día después? Mi madre ya no me sujetaba en sus brazos.
Sin embargo yo estaba segura de haber cumplido perfectamente sus
consignas. No me había movido ni un solo momento. Recuerdo que
anochecía cuando me acurruqué contra ella para dormirme arrollada
por el calor de su espalda. Con infinita paciencia yo había
esperado a que ella me atrajera hacia ella después de que realizara
ella un lecho improvisado con Salvador. Ambos por fin habían
logrado cavar en el suelo helado una especie de fosa que a
continuación colmaron con ramas y hojas de helecho para aislarnos
del frío. Sentada en una roca, los miré cavar sin comprender
todavía que íbamos a dormir allí, expuestos al rigor de aquel
despiadado invierno de 1939. Ni el uno ni la otra parecían padecer
del frío porque sus esfuerzos e innumerables idas y vueltas con los
brazos cargados de ramas le infundían calor. Entrecruzaron los
ramajes encima del hoyo para formar una especie de techo bajo el
cual íbamos a abrigarnos durante la noche. La frente de mi madre
iba cubriéndose de gotas de sudor y de vez en cuando levantaba un
mechón de pelo y me sonreía para animarme a tener más paciencia.
Salvador se ausentó por unos instantes pero de pronto volvió con un
capote de soldado que se apresuró a esconder debajo de nuestro
refugio improvisado. Todavía me acuerdo de que me quejé porque
tenía hambre y de que mi madre no pudo más que animarme a dormir:
“¡Duerme, cariño!”. Siguió explicándome que el sueño iba a librarme
del hambre y que al día siguiente, me lo prometía, añadió
meciéndome entre sus brazos, al despertarnos, tendríamos cuánto
necesitáramos para comer. Salvador se reunió con nosotras debajo
del capote que desplegó por encima de nosotros y apretados los unos
contra los otros, allí nos apelotonamos. El calor fue invadiéndome
y adormeció mi cuerpo. Me dormí en los brazos de mi madre confiada
como una niña lo es a los seis años en la invencibilidad de sus
padres, apretándote entre nuestros dos cuerpos, olvidándome, como
me había dicho mi madre, de que no habíamos comido nada en todo el
día.
Al día siguiente, sentada en el mismo sitio
que el día anterior, observé a Salvador emperrándose en tapar la
fosa cavada al anochecer precedente. Solo. Mi madre ya no le
ayudaba. Con las primeras luces de la madrugada, Salvador me ayudó
a salir del estrecho habitáculo húmedo y me había apartado de él
llevándome hasta la roca llana de la víspera. Allí me acomodé,
rodeando tu cuerpo de trapo con mis manos, Felicia, y allí esperé
tranquilamente a que acabase de abatir por encima del hoyo los
ramajes entrecruzados que nos sirvieron de tejado durante la noche.
Él trabajaba en silencio. Luego, cuando terminó de comprimir como
pudo las ramas de pino, fue a buscar unas más pequeñas, les quitó
los ramitos inútiles, sacó una cuerda del bolsillo y los ató juntos
dándoles una forma de cruz. Lo fijó todo al pie del pequeño túmulo,
se secó las manos en el pantalón, vino hacia mí y alargó la
mano.
—Ven, Felicia, nos vamos.
Una pregunta me consumía los labios pero no
me aventuraba a hacérsela. Mi mente infantil rehusaba aceptar la
evidencia que implicaba. No obstante recuerdo perfectamente que,
cuando desperté, el cuerpo inerte y frío de mi madre no
correspondió a mis mimos. Me atreví:
—¿Y Mamá? pregunté.
—No viene con nosotros, contestó
lacónicamente. Vaciló un instante, molesto, y acabó confesando: Ya
no la veremos, Felicia. Ha muerto.”
Luego volvió a abrir la palma de su mano
hacia mí y deslicé la mía en la suya, crispando más los dedos en
ti, Felicia. “¡Sobre todo, sobre todo, no sueltes mi mano,
Felicia!” Las últimas palabras maternas seguían sonando en mi
mente. “¡No debes soltarme la mano! ¡Nunca! ¿Me oyes?” Ya no sé si
aquellas palabras se dirigían a ti o si yo no hacía sino repetirlas
por mera impresión de injusticia. ¿No le había obedecido yo a mi
madre puntualmente? ¿No me había quedado yo a su lado como me lo
había ordenado? ¿Obedecer ya no era una garantía suficiente para
salvarse? ¿Qué había que hacer para preservarse de tan crueles
adversidades? La obediencia era lo único en mi poder de niña y ya
no me servía para nada, ya que mi madre ya no iba a estar allí para
someterme a su orden protector. Sentía rugir dentro de mí como una
especie de rebeldía, un sentimiento de impotencia, un engaño. Y ya
no me quedaba nada sino tú, Felicia, y decidí que no te soltaría
nunca.
Sin embargo me parece que lo peor de todo
fue cuando intentaron quitárteme, Felicia. ¿Cuántos podíamos estar
en aquella sala de paredes grises, agujereadas de ventanas altas
que apenas dejaban pasar un pálido rayo de sol? Lo ignoro pero me
acuerdo de que había otros niños, sentados como yo en
inconfortables bancos de madera. Unos niños mayores esperaban de
pie pero todos se aglomeraban en racimos alrededor de un hermano o
hermana mayor, de una abuela o, para los más venturosos, de su
madre. Nadie se preocupó de explicarnos lo que pintábamos allí y
para nosotros los niños, la larga espera se veía doblada de
angustiadas preguntas. De vez en cuando se gritaba un nombre y
entonces se levantaba alguien acompañado la mayoría del tiempo por
familiares que le seguían de cerca. A menudo se le invitaba al
mayor del grupo a sentarse en una silla enfrente de una mesa de
despacho tras el cual dos mujeres de blanco se atareaban rellenando
papeles. Unos niños sucios y mocosos se pegaban a su madre y en
cuanto parecía que esta ya no tenía nada más que declarar, una de
las mujeres de blanco llevaba al grupo a otro cuarto del cual no
percibíamos sino la puerta de acceso y ruidos inquietantes que
dejaba filtrar. Unos chorreos de agua, unas firmes exhortaciones,
unas palabras más suaves, pero sobre todo unos irrazonables llantos
de niños llegaban hasta nosotros sin que comprendiésemos el motivo
de ellos. Luego le tocaba a otra familia y ella se instalaba
delante del despacho y se repetía la misma escena sin traer más
novedades. Como la mayoría de los demás niños, yo no entendía lo
que querían aquellas dos mujeres de blanco y acechaba con ansiedad
el momento en el que Salvador y yo tendríamos que someternos a
aquel interrogatorio. Por fin nos tocó a nosotros y Salvador se
levantó empujándome ante sí hacia el despacho. Recuerdo que estuve
doblemente despistada ya que, cuando abrió la boca para hablar, fui
completamente incapaz de entender la menor palabra mientras que las
dos mujeres seguían hablándole en un idioma raro que yo no
identificaba y le sonreían. Obviamente el grado de mi turbación era
flagrante y fue precisamente aquel momento que una niña apenas
mayor que yo, percatándose de mi debilidad, escogió para ¡saltar
sobre ti, Felicia! La vi huir a todo correr e ir a refugiarse al
centro del grupo formado por sus hermanas y enseguida me eché en
pos de ella, sintiéndome a la vez indignada y enloquecida. La
chiquilla se complacía con maldad en utilizar a sus hermanas como
si fueran una pantalla entre nosotras y así sortear mis intentos de
recuperarte. Yo rabiaba de no poder interceptarla y cuando por fin
pude alcanzarla, la agarré por el pelo y tiré de ella para atrás
sin que ni siquiera te soltase. Entonces como constaté furiosa que
no podía con ella, me abalancé con fuerza sobre ella y la arañé en
la cara. Del dolor se llevó la mano a la mejilla, vio la sangre
ocasionada por el arañazo y, rabiosa y chasqueada, te tiró hacia mí
gritando: “¡Fea!”. No sé si el calificativo iba dirigido a mí o a
ti, Felicia, pero poco me importó ya que estabas en mis brazos.
Pero una de las mujeres de blanco no lo veía así y vino corriendo
hacia mí, me separó precipitadamente del grupo y me llevó en
volandas al cuarto al que había llevado a otros niños antes. Puede
ser que fuera por mi aspecto desastroso o por el estado de furia en
el que estaba, lo cierto es que me colocó debajo de una ducha con
todos los vestidos que llevaba. Aterida de frío y sorprendida por
el chorro de agua, por más que me debatiera, cascadas de agua
helada se derramaban encima de mi cabeza y se colaban por mi nuca,
tapándome los ojos y cortándome la respiración. Entonces continué
chillando y dándole patadas que no lograban dar con ella e intenté
empujarla con una mano pero ella siguió manteniéndome con firmeza y
no pude librarme de ella, así que la mordí en la muñeca. Hizo el
ademán de cruzarme la cara pero me acuerdo perfectamente de que no
le dio tiempo a hacerlo porque otra mujer se interpuso entre ella y
yo, y la insultó en mi idioma dándole a entender que no se trataba
a una niña de esa manera y que si en Francia se educaba así a los
niños, mejor que nos volviéramos a nuestro país. Le dijo más cosas
aún pero, además de estar tetanizada por la violencia del agua fría
y el miedo a perderte, yo titiritaba tanto de frío y mis dientes
castañeteaban tanto que no las entendí. Por fin Salvador llegó y me
tomó en sus brazos. No puedo decir lo que pasó a continuación pero
sé que al día siguiente desperté con los miembros tiesos y
doloridos, con las mejillas ardientes de fiebre, entre sábanas
ásperas que me irritaban la piel cada vez que me movía. Me miraba
con ternura benévola aquella mujer que había salido en defensa mía
y cuyo nombre, Elvira, supe después. Estabas a mi lado, tan
impregnada como yo de un hedor mareante a desinfectante agrio que
no pudo con las grandes manchas sucias que subsistían en tu cara.
Permanecí allí unos días, en aquella enfermería en la que otros
enfermitos tosían y escupían tanto como yo, tragando jarabes
amargos cuyo sabor áspero se mezclaba al nauseabundo olor
alcanforado imperante. Poco tiempo después, Salvador vino a por
nosotras y antes de abandonar el lugar, mientras me abrochaba el
abrigo, la otra mujer de blanco vino hacia nosotros, chapurreó
algunas palabras torpes en castellano, subrayando cuán venturosa
era yo de tener un hermano mayor que cuidaba tan bien de mí. Me
acarició la mejilla y me preguntó tu nombre. También me acuerdo de
que, al traducirle Salvador mi respuesta, me sonrió y me replicó en
un castellano vacilante: “¡No, fea no, sino guapa como tú!” Y
entonces, mientras Salvador me guiaba hacia la salida, entendí que,
allá en Barcelona, había dejado yo atrás unos suaves momentos de
felicidad perdida y desparecida para siempre, y que solo tú,
Felicia, me unías a este tierno vínculo”.