FELICIA

 

SE levantó lentamente de la cama en la que estaba sentada y se dirigió con determinación hacia el armario empotrado en la pared de la habitación. Abrió las puertas de par en par, se inclinó para coger una escalera situada detrás de una hilera de zapatos, luego, con gestos mesurados la colocó delante del armario abierto y se subió de puntillas a ella. Con la mano izquierda apoyada en el montante central, extendió el brazo derecho y liberó la esquina de una caja de zapatos relegada en la última tabla de arriba. En ella se amontonan desordenados diminutos objetos de madera, un diario, cintas, papeles amarillentos — ninguna foto no obstante — una infinita cantidad de tesoros insignificantes y desprovistos de cualquier utilidad cotidiana, sin más sentido que el que les otorga, recuerdos ínfimos de su existencia guardados en el fondo de su corazón. Fue a depositar la caja de cartón en la cama, luego volvió a subir al banco de madera y con la mano palpó a ciegas el espacio liberado. Sus dedos toparon sin dificultad con el paquete envuelto en papel de seda en el fondo del armario.
El envoltorio manipulado tan a menudo está roto por partes, y con mil precauciones se apea de su percha para volver a sentarse en el sitio mullido de la cama. El papel de seda metódicamente desplegado deja asomar una muñeca que va mirando antes de extraerla de su protección arrugada. No es una de esas muñecas ordinarias, de celuloide, de ojos dormilones y de cara encantadora y aseptizada, industrialmente reproducida al infinito. No, se trata de una muñeca de un tipo diferente, indefinido, una muñeca de cuerpo blando que por único vestuario no tiene sino el mono raído que las manos de la que lo confeccionó cosieron en su cuerpo de trapo. El relleno de sus brazos y de sus piernas perdió su firmeza, el fieltro azul de sus ojos está desteñido y huellas indelebles puntúan su rostro ajado. Sin embargo la atrae hacia sí, cierra los ojos y husmea el perfume marchito del cuerpecito de tela para encontrar en él fragancias pasadas. De ella brota una certidumbre inquebrantable: esta muñeca solo puede ser suya. Es su muñeca. Una misma trama indestructible reúne los hilos del destino de la muñeca de trapo y el suyo. Una trama única. E inútilmente remendada, piensa dejando aflorar los recuerdos a su memoria.
“Desde el día de nuestra salida, no te solté ni un momento. Desde todo aquel tiempo — quince, veinte años, más todavía, ¿quién sabe? — tu existencia y la mía fueron ligadas indisociablemente. Te mantuve apretada contra mi pecho, aplastándote allí, a veces con una sola mano cuando asía un gajo de naranja o un trozo de pan para tragarlo. Nunca en aquel entonces solté mi presión.
Pero una cosa iba escapándome: tu nombre. Desde el día de nuestra salida, no recuerdo haberlo oído ni siquiera haberlo pronunciado. No hay nada raro en esto. Ambas estábamos sumergidas en un caos atronador y mi propio nombre ya no era más que un recuerdo vano. Sin embargo, ahora que lo pienso, se me antoja recordar haberlo dicho una postrimera vez. Fue aquel día en el que una mujer vestida con bata y toca blancas me preguntó en un idioma que sonó a extranjero:
—Comment elle s’appelle ta poupée?
De inmediato Salvador me socorrió y tradujo:
—Nena, ¿Cómo se llama tu muñeca?
—Fea, contesté sin pensarlo más.”
Fea, la mala. Fea, la feúcha. Contempla con ojos enternecidos al juguete pasado de moda y desliza sus dedos por las imperfecciones de la cara.
“La verdad, guapa, ya no lo eres. Perdiste un ojo, te faltan cabellos, y todavía subsisten en tu rostro unas sucias huellas mugrientas amontonadas por el camino, que nunca podré borrar de tus mejillas ni de mi memoria. Y sin embargo, ¡Qué guapa eras antes! piensa dibujando una sonrisa.
—¿Está terminada mi muñeca?
Por vigésima vez vuelvo incansablemente a la cocina a hacerle la misma pregunta a mi madre cosiendo.
Ella va sacando de la cesta de mimbre colocada a los pies de su silla toda clase de cintas, lazos y más telas que examina detenidamente antes de fijar su elección en una de ellas y cortar luego el retal a la buena dimensión. La observo tomar las tijeras, cortar con sus manos expertas un trozo de tela azul que coserá a continuación en el cuerpo de la muñeca de trapo que va confeccionando para mí. Parece que no me oye. Insisto:
—¿Está terminada mi muñeca?
Levanta los ojos de su labor, deposita el conjunto en sus piernas y al mismo tiempo que me sonríe suspira desolada:
—¡Cuán impaciente es una niña de cuatro años!
Luego, como sigo mirándola con mis grandes ojos negros imperturbables, alza la muñeca de sus piernas, la levanta al aire, allana los pliegues del pantalón y me explica:
—Termino de coserle el petito del mono, fijo las alpargatas — no querrás que las pierda, ¿verdad? Con la cabeza reniego con gravedad. Entonces mi madre libera las dos trenzas de hilos de lana morena que le enmarcan la cara al juguete y prosigue: Ya no faltará sino coserle dos ojitos, una boquita... y bordarle una naricita, añade apoyando con gracia su dedo índice en la mía. Ves, ya casi he terminado. Ahora vuelve a jugar. Te llamaré, dice procurando persuadirme una vez más.
Dócilmente acato sus órdenes y con disgusto vuelvo al patio de nuestra casa del barrio del Poble Sec de Barcelona, en el que me espera el caballito de madera que me fabricó mi padre. Me encaramo a él malhumorada y, al ritmo de sus balanceos, dejo que la muñeca soñada se plasme en mi mente de niña impaciente. Sin que me dé cuenta de su medida, con lentitud el tiempo se deja colmar con los movimientos monótonos del caballo de balancín. Pero ¡De pronto me llama mi madre! ¡Una única evidencia se impone a mí! ¡Mi muñeca! ¡Ya está terminada mi muñeca! Me apeo precipitadamente del caballo, el cual momentáneamente desequilibrado por mi peso, adquiere por unos instantes una cadencia que no me preocupo de controlar, y sin prestarle la menor mirada, con toda la velocidad de mis piernecitas, salgo corriendo a la cocina. La muñeca está allí, enfrente de mí, sentada en el regazo de mi madre, como si ambas compartieran el deseo de leerme en la cara la alegría que no dejará por iluminarla. Mi madre no me deja languidecer más y me tiende el juguete. De inmediato la muñeca encuentra su sitio en el hueco de mis brazos.
—¿Cómo vas a llamarla?
Con las mejillas rosas de placer, afirmo sin vacilar:
—Felicia.
—¿Cómo tú?
Muevo la cabeza al mismo tiempo que voy apretando la muñeca contra mi pecho.
—Pues ¡Anda! ¡Digamos Felicia!, replica mi madre atrayéndome hacia sí y dándome con cariño un tierno besote en la mejilla.
Felicia. ¿No será por casualidad el nombre de la felicidad? Aquello fue lo que le afirmó a mi padre cuando, por la noche de aquel hermoso día de primavera de 1931, el 14 de abril más precisamente, por segunda vez se proclamó la República en España. Ya me lo había contado muchas veces. Yo no existía todavía, pero ya estaba ahí, escondida en lo más profundo de sus sueños y de sus esperanzas, ocupando ya todo el sitio dentro de su corazón. Barcelona toda entera vibraba con una alegría indecible por la proclamación de la República, y con un mismo ímpetu espontáneo, la muchedumbre barcelonesa se había apoderado de las calles y de las plazas de la ciudad, desparramándose allí con vivas entusiasmados a la República. El amarillo, el rojo y el violeta de la bandera republicana se desplegaban en todas las fachadas, ondeaban en todas las plataformas de los tranvías. Algunos se drapeaban con ella y recorrían las calles vestidos con los colores de la esperanza, suscitando aplausos y aclamaciones a su paso mientras otros entonaban a voz en grito la Marsellesa. Desde el centro de la ciudad hasta el mar, la avenida de las Ramblas rebosaba de alegría estimulante y comunicativa, y mis padres se extasiaban tanto por el fervor popular como por su amor naciente. Entonces, en plena calle Fernando, en la que la rodilla tiesa y anquilosada de mi padre les obligó a hacer una pausa, mi madre embriagada por el alborozo republicano, le sopló al oído: “¡A nuestro futuro bebé, le llamaremos Felicia! ¡Es el nombre de la felicidad!” ¿Qué podía ser más hermoso y más inesperado que recibir de regalo de nacimiento el nombre de la felicidad? ¡A buen seguro era lo que iba la República a repartir a todos con generosidad e igualdad!
Aquel día con apenas cuatro añitos, no lo dudé en absoluto, y todavía menos cuando en aquel instante preciso el colmo de la felicidad se resumía a la existencia de esta muñeca de trapo, vestida a semejanza de mi madre y de todas las milicianas de Barcelona, con el emancipador mono azul, aquel mono adoptado por ella ya desde hacía mucho tiempo y que no dejaba lugar a dudas sobre su compromiso político.
—¡El Mono Azul! exclamó mi padre un día mientras estábamos comiendo. ¡Voy a escribir a la revista! soltó con la cuchara llena de lentejas en vilo en la mano derecha, captando de inmediato la atención de mi madre y la mía antes de proseguir: ¡Voy a explicarle mi proyecto al director de la redacción de la revista El Mono Azul! ¡Estoy seguro de que le va a interesar y de que lo publicará en sus columnas!
Entonces mi madre le escuchaba con admiración demostrarle que ya se habían acabado los antiguos titiriteros — desde hacía poco tiempo se había hecho titiritero también — Prueba de ello era el éxito obtenido por los sainetes políticos representados casi por todas partes en la España republicana y principalmente en Madrid bajo el impulso del teatro de guiñol de La Tarumba.
Como mi madre y yo estábamos pendientes de sus palabras, de repente volvió a colocar su cuchara en el plato sin llevarla ni siquiera a la boca. Apartó su silla con rapidez, y guiñando un ojo hacia mí, añadió teatralmente:
—Y ahora, damas y caballeros, honrado y distinguido público, voy a presentaros a mi más hermosa creación. ¡Aquí tienen a la compañera Felicia! dijo describiendo medio círculo amplio ante sí.
Y entonces, sin que me lo esperara, colocó el dedo índice en sus labios para intimarme el silencio, me cogió por la cintura y les comunicó a mis brazos movimientos bruscos y mecánicos que recordaban los que transmitía a sus muñecos articulados, lo que al cabo de unos instantes de este jueguecito desencadenó nuestros irreprimibles ataques de risa. Luego, jadeante de tanto reír, me depositó en el suelo y comenzó a explicarle a mi madre todos los detalles del proyecto que había germinado en su mente entusiasta. A semejanza de la compañía de la Tarumba, surcaría todos los lugares más apartados del frente, llevaría allí su teatro de marionetas y sería el portavoz de la República. ¿No había recorrido ya antaño, con un único burro enganchado a la carreta como compañía, las carreteras entre Barcelona y Málaga para vender los juguetes de madera que fabricaba? Conocía al dedillo la comarca y además echaba de menos sus andanzas. Claro, ya no era posible seguir hasta Málaga ocupada pero nada le impediría reanudar sus viajes itinerantes. No renunciaría a nuevos desplazamientos, cambiaría de rumbo, así no más. ¡Y se burlaría de los nacionales! ¡Incluso ya había pensado en el nombre de su teatro ambulante! Adoptó un aire misterioso, fijó sus ojos en los míos y me preguntó con complicidad “¡Felicia!, ¿a que lo has adivinado?” y sin dejarme tiempo a responder, exclamó: “¡La Compañía Felicia!”, dijo al arrastrarme de nuevo en una pantomima desbocada alrededor de la mesa.
En cuanto mi padre concibió aquel proyecto, un frenesí contagioso cundió por nuestro hogar. Mi madre les daba la vuelta a los retales del cesto, le pedía su opinión a mi padre, quien cruzaba teatralmente la cocina, haciendo a lo largo del día el papel de personajes a los cuales iba insuflándoles vida hinchando la voz o lanzando miradas de enojo. En cuanto yo le oía declamar sus parlamentos aparecía brevemente por la cocina, acechando sus acaloradas réplicas entrecortadas por besos amorosamente dados a mi madre, y luego, cuando me hartaba de sus abrazos, con la misma precipitación con la que había irrumpido en la cocina, volvía a mis peonzas de madera de pino, a mis cubos de colores y a mis ilusiones de niña. Mi madre reanudaba sus labores, cortaba los trajes según las instrucciones dadas por mi padre, y cuando uno de ellos ya estaba listo para vestir a una de sus realizaciones, él apartaba los escasos muebles de la cocina, desplegaba su teatro de marionetas y enseguida invitaba al público — mi madre y yo — a sentarse. Mi madre me apretaba contra sí, y contigo en mi regazo, Felicia, las tres esperábamos impacientes el principio de la función. En pleno del espectáculo anhelábamos conocer el feliz desenlace de los amores contrariados entre una joven campesina y un señorito arrogante igualmente atraído por su pertenencia a su casta y los hermosos ojos de su dulce revolucionaria, y cuando les daba cachiporrazos a las cabezas de militares panzudos o a burgueses regordetes, batíamos palmas al unísono y cambiábamos miradas de complicidad, felices de ser las espectadoras privilegiadas de aquellas inéditas primeras funciones.
En medio de aquellos ensayos improvisados, mi madre se otorgaba largas pausas que la llevaban alternativamente desde el Instituto de Las Mujeres Libres en el que iba a profundizar su escasa cultura general hasta el Casal de la Dona Treballadora de la calle de las Cortes Catalanas, en la que, sin contar su tiempo, daba clases de corte y confección a las barcelonesas deseosas de emanciparse económicamente. La mayoría de las veces me llevaba con ella y al caminar por las calles de Barcelona, me informaba del programa de la tarde: “Tendrás que ser buena, Felicia, me decía guiándome por las calles de la ciudad condal. Hoy vamos a escuchar a una señora muy importante, la señora Berenguer”, y entonces enteramente dedicada a su entusiasmo y sin darse cuenta de mi incomprensión infantil, comenzaba a explicarme detalladamente el tema de la conferencia a la que quería asistir. Yo levantaba la mirada hacia ella y la escuchaba hablar con admiración. Mis ojos de niña captaban un insospechado brillo en los suyos, me maravillaba de la coloración más viva de sus mejillas y calcaba mis pasos sobre los suyos. ¡Qué guapa estaba con su mono azul, su pelo corto cortado como un chico, las mangas de su camisa arrezagada y su cintura todavía más fina con su ancho cinturón! Ella regresaba a casa tan exaltada como había salido de ella y solo se daba cuenta de mi cansancio infantil cuando me costaba efectuar el trayecto de regreso. Entonces me izaba a sus hombros y volvía triunfalmente a casa. De ahí resultaban largas conversaciones animadas durante las cuales mi padre y ella imaginaban un mundo nuevo en el que hombres y mujeres construirían a partes iguales una sociedad innovadora. Mi madre se embalaba, brotaban vocablos desconocidos que no cabían en mi entendimiento, y se atropellaban a mis oídos de niña nociones sibilinas de unión libre, de emancipación o de control de natalidad. Mi padre la escuchaba y luego, fingiendo adoptar un aire inocente y docto, solía tomarle el pelo y soltaba, a sabiendas de que la alegación iba a ponerla furiosa: “Nunca podréis prescindir de los hombres, mi vida”. A continuación él se daba la vuelta hacia mí, me sonreía y con tono provocador, me tomaba por testigo: “¿Verdad, Felicia, que siempre necesitarás a Papá?” Iban elevando la voz despacito, mi madre entraba en su juego, le tachaba de burgués reaccionario y afirmaba que ya sabría probarle que no necesitaba a los varones para nada. Y como mi padre no abandonaba el semblante sentencioso que había escogido fingir, entonces ella cogía los retales o las madejas del cesto, hacía con ellos paquetitos que enrollaba y le bombardeaba con aquellas bolitas, lo que desencadenaba alegres atropellos a los que me integraban y que tenían un sabor fugaz a felicidad”
Pero las risas evocadas pesan demasiado. ¿Qué pueden engendrar después de estos años larguísimos sino amargos sufrimientos? Sin embargo daría cualquier cosa por oír de nuevo su risa hasta no poder más, por oír una de aquellas risas cristalinas y despreocupadas. Sus dedos alisan automáticamente los hilos de lana enmarañada de las trenzas de la muñeca, sigue peinándolos sin verlos, y de repente se sorprende odiando aquella risa que no fue sino un ridículo y falaz talismán inepto para colmar la ausencia paterna que tan cruelmente le faltó. No obstante frunce los ojos en una irrisoria esperanza de volver a crear a la juvenil figura paterna que el tiempo malévolo se complació en esfumar. Como para despistarla, viene a superponerse a ella la de un joven que su padre llevó a casa unos días después de una de sus giras.
“Salvador tenía la misma estatura alta que mi padre pero sus rasgos todavía infantiles y el escaso bozo de sus mejillas no hacían de él, ante mis ojos de niña, un señor como él. Mi padre nos contó que le había conocido en Cambrils, donde Salvador vivía con su madre y su hermanita, cuando una reunión en casa de un tal Sidonio Pintado, un maestro de la ciudad. Salvador era el amigo de Pablo, el hijo mayor de Sidonio, y muy naturalmente tras la función de marionetas, le había convidado a mi padre a una de las clases dadas por Sidonio a cuantos lo deseasen en un antiguo cortijo arreglado a este efecto cerca de la vía férrea. Salvador era un apasionado de los idiomas y varias veces a la semana iba a casa del maestro, en la calle Creus, para recibir clases particulares de francés. Animado por su joven amigo Pablo, también asistía a clases en las que el ilustrado pedagogo enseñaba los rudimentos de una lengua desconocida por mi padre pero que le sedujo instantáneamente. Después de ser invitado por Salvador a asistir a una de aquellas clases, resultó que mi padre concibió un entusiasmo ilimitado por ella. ¡Aquel idioma era universal, revolucionario, fraternal! ¡Iba a acercar a todos los pueblos sin distinción de razas ni de clases, iba a abolir todas las fronteras, sería el cemento que uniría las mentes de todos los seres humanos y derrumbaría todas las barreras! ¡Aquella lengua se llamaba el esperanto y mi padre había decidido aprenderlo! De inmediato le pidió a Salvador que nos hiciera una demostración de ella. “¿Verdad, Felicia, que comprendes todo lo que está diciendo nuestro amigo Salvador?”, preguntó riendo, y como yo asentía, me pidió repetir tras él, orgulloso de las pocas palabras que Salvador le había enseñado: “Felicia, repite después de mí: a-mi-ko”. Luego prosiguió felicitándome: “¡Bien, muy bien! ¡Y ahora, nugato!”. Y esta vez como yo no entendía lo que quería hacerme repetir y como solo lograba imitarlo torpemente, le guiñó un ojo a su compañero y fingiendo sorpresa, dijo: “Sin embargo, es muy sencillo, ¿No? Anda, repite Felicia, ¡nu-ga-to!”, articuló de nuevo pero esta vez sacando de su bolsillo un minúsculo trozo de turrón que puso ante mis ojos extasiados. ¿De dónde lo sacó? Nunca lo supe pero conservé en la memoria el sabor incomparable que aquellos tiempos de penuria le confirieron. Fue la golosina más dulce que pudiera saborear en toda mi vida. Y mientras yo paladeaba el apetitoso pedazo de turrón, nos informó que de ahí en adelante Salvador iba a acompañarle por sus giras ya que, de manera modesta, Salvador quería también contribuir a la revolución siguiendo a mi padre en sus funciones por el frente. Habían hecho un ensayo y por lo poco que mi padre pudo ver, había encontrado que Salvador tenía mucha facilidad para el arte de la farsa y sus artificios; sobresalía de maravilla en modular su voz y colarse en la piel de los personajes imaginarios que encarnaban las marionetas de su repertorio. Además, terminó dándole con benevolencia una palmadita en el hombro, ya que le habían incautado su burro, entre los dos no serían suficientes para tirar de la carreta”
Sienta la muñeca en sus piernas y sus manos siguen jugando con las trenzas de lana que coloca en el peto del mono.
“No, desde aquella época, nunca te dejé. Ambas jugamos —¿Jugamos? — en los lugares más improbables. Como aquel refugio de la esquina de las calles Nou de la Rambla y Passeig de Montjuïc. Ya era noche cerrada, ¿te acuerdas?, cuando mi padre nos sacó sin miramientos de la camita de barrotes en la que dormíamos las dos. Nos llevó brutalmente en brazos, ambas agarradas la una de la otra, como si nuestra supervivencia dependiera de nuestro abrazo, único punto de referencia que nos preservaba del alboroto general imperante a nuestro alrededor. Nuestros dos cuerpos todavía blandos de sueño vibraban con el temblor que les producía la carrera de mi padre ansioso de alcanzar el refugio. ¿O era el de las bombas largadas encima de Barcelona? Ni siquiera sabría decirlo. Solo recuerdo que aquella noche nuestros grandes ojos todavía entumecidos de sueño descubrieron otros rostros infantiles de caras lunarias, de ojos desorbitados, redondos de terror, con un llanto aterrador hiriéndoles la garganta.
Pasamos por un largo dédalo de pasillos bajos y estrechos con luces vacilantes echándoles funestas sombras a las personas que cruzábamos, todas ellas con las caras descompuestas por el miedo. Un hombre nos guió hasta un cuarto más amplio invadido por otros habitantes del barrio que huían del bombardeo igual que nosotros. Nos indicó un banco desocupado al fondo del cuarto en el que mi madre y yo nos instalamos envueltas en un manto mientras mi padre se sentaba a sus pies, apoyado contra sus rodillas. Mientras duró nuestra estancia en el refugio, permanecí agarrada a mi madre, no dejándola sola ni un momento, ni siquiera en las letrinas en las que entraba no solo con ella sino también contigo, Felicia. En la cola formada a la entrada del local impregnado de un olor a orina persistente, las mujeres intercambiaban noticias: Radio Barcelona recomendaba no abandonar el refugio, se había bombardeado una iglesia, varios niños habían muerto. Le asía la mano a mi madre y a cada eco de destrucción procedente del exterior, la presión de mis dedos se hacía más fuerte, casi incrustándoselos en la palma de su mano.
Volvíamos a nuestro banco. Allí yo encontraba de nuevo mi sitio enfrente de un chico mayor que yo, cuyos balanceos continuos de atrás hacia delante me espantaban sin ni siquiera poder apartar la mirada de él. El olor acre a agrio de un bebé me irritaba la nariz y su llanto incontrolable que su joven e inexperimentada madre no sabía detener agujereaba el espacio a intervalos regulares, provocando las opiniones de otras mujeres, las cuales rodeadas de su prole desocupada acudían a darle consejos. Mi madre me instigaba a jugar con compañeritas de mi edad, confinadas con nosotras por mera casualidad, pero siempre, siempre yo denegaba con la cabeza, adoptando un mutismo sistemático, y rehusaba unirme a ellas. Te apretaba, Felicia, contra los pliegues del abrigo de invierno que persistía en mantener cerrado para ocultarte en él, con el temor enfermizo a que una de ellas te arrebatase a mí.
Más que a otros ocupantes, la espera que les obligaba a estar encerrados en aquella jaula de hormigón se les antojaba insoportable a los hombres. No podían quedarse quietos y muchos infringían las consignas de seguridad. Mi padre no escapaba a la regla y como otros tantos intentaba arriesgadas salidas al barrio. Mi madre no le retenía pero ellos hablaban en voz baja, cambiaban una caricia furtiva, un beso rápido, y yo intuía que aquel fugaz y púdico código significaba: “Cuídate, no te expongas”. Al volver, los hombres traían consigo llantos y lamentos ensartados: el hermano del que no se tenía noticia había muerto en uno de los bombardeos que asolaban la ciudad con regularidad, delante del cine Coliseum, una bomba había alcanzado un camión cargado con explosivos, allí donde las parejas tenían su hogar solo subsistían agujeros gigantescos y escombros, los camiones de abastecimiento ya no llegaban.
Como si no pudiera reprimir las palabras que le consumían los labios, mi madre se inquietaba por lo bajo: “¿Y la casa?” Con un batir de párpados, mi padre la tranquilizaba; seguía en pie, pronto volveríamos allí los tres, añadía presionando nuestras manos con emoción. En mi mente infantil, yo te hablaba, Felicia. Mi existencia de niña iba a volver a la normalidad. “¿Oyes, Felicia? ¡Papá ha dicho que los cuatro íbamos a volver a casa!” Mi padre había dicho que sí, que pronto regresaríamos y resultaba que había despertado en nosotras la esperanza de volver a saborear la intimidad de nuestro hogar. Sin embargo, me acuerdo de que, cuando por fin pudimos salir, como la mayoría de los ocupantes del refugio, quedamos hacinados y estupefactos a la entrada, conmocionados por la visión apocalíptica que descubrimos entonces. Montones de escombros más altos que yo ocupaban las aceras y volvían irreconocibles las calles. Unos escaparates estaban reventados y vigas rotas y muebles destripados los obstaculizaban, unas fumarolas se escapaban de un coche carbonizado que obstruía la calzada, un agua barrosa brotaba de una tubería arrancada. Un silencio sepulcral pesaba en aquel paisaje de ceniza en el que nadie quería atreverse a dar el menor paso. Mi padre rodeó el hombro de mi madre con su brazo, deslicé mi mano en la suya, y solo fue al cabo de un largo rato cuando se apartó lentamente de ella para tomarme en sus brazos y salvar los cascotes que tapizaban el suelo. Las calles impracticables y su rodilla desfalleciente nos obligaban a hacer innumerables altos durante los cuales descubrimos aterrados que el horror de la devastación se reproducía idéntico en cada calle recorrida. Cansado de los esfuerzos que tenía que hacer al salvar los obstáculos, mi padre me depositó en el suelo y me dejé guiar por su mano vigorosa, con la mirada cautivada por el espectáculo de las ruinas. Una cama asolada yacía verticalmente entre dos tabiques, las piernas inermes de una mujer salían de una sábana manchada de sangre, un gatito estaba maullando en el fondo del cráter del que no podía salir. Mi madre me empujaba por la espalda y trataba de desviarme como podía de aquellos lugares asolados a los que mi mirada atónita se aferraba. Tirada por uno, arrastrada por la otra, me encontré sin querer en la cocina de nuestra casa, sentada muy tranquilamente en una silla baja, contigo Felicia en el regazo, al lado del fogón que mi madre acababa de encender. Pero aquella noche, cuando mis padres vieron que no podrían doblegar el empeño obstinado que su hijita, habitualmente tan dócil, ponía en negarse a ir a dormir a su camita ya recobrada, no tuvieron valor para castigarme y me dejaron acurrucarme entre ellos dos en medio de su lecho. Fue la última vez.”
La irremediable y frustrante imposibilidad de volver a crear el calor mullido del lecho familiar por un instante desvió su atención de la muñeca que va deslizándose imperceptiblemente por sus rodillas. Las une en un reflejo descontrolado, impidiendo así que el juguete se caiga al suelo, y la brusquedad de su gesto la lleva hacia las últimas visiones paternas que su memoria todavía no logró borrar por completo.
“Los días siguientes, mi padre decidió reanudar con sus actividades itinerantes, y a finales de enero, antes de ponerse a viajar, nos informó que salía en pos de Salvador del que no tenía noticias desde los últimos bombardeos que habían asolado la ciudad. A partir de aquel entonces, solo apareció de vez en cuando por nuestro hogar, la pérdida del burro incautado entorpecía sus desplazamientos, y aunque por fin encontró a Salvador cuya casa había sido destruida, dedicaba la mayor parte del tiempo yendo con él a entretener a los soldados del frente. El nombre de Teruel andaba en boca de toda la gente y era el obsesivo tema de todas las conversaciones de mi madre y de las vecinas. En aquel final de invierno, allí se luchaba con tesón y aunque ella se esforzaba por no dejar trasparecer nada, a cada instante temblaba por la vida de mi padre. Obviamente la malformación de su pierna ya le había valido estar rebajado de servicio pero no obstante resultaba que tenía empeño en demostrar su compromiso por la República, y para lograrlo cada vez iba más lejos, pasando indiferentemente de plazas de pueblos arriesgadas a hospitales de sangre aislados a posiciones más apartadas, con el único objetivo de apoyar a los camaradas del frente con el refuerzo de su teatro de títeres. ¡Cuántas veces le oí afirmar a mi madre que nunca blandiría un fusil contra un ser humano! ¿Su mejor arma justamente no era acaso su teatro de guiñol? ¡No había nada tan hermoso, le explicaba orgulloso, como ver dibujarse una sonrisa de niño extasiado y una esperanza recuperada en las caras sin afeitar de aquellos soldados extenuados, encenegados hacía apenas unas horas en el barrizal helado de las trincheras! Me acuerdo de que, a su último paso por la casa, cuando nos anunció que iba a marcharse de nuevo, mostré un aire apenado de niña contrariada. Me parece verle de nuevo apretándome la barbilla para que conservara la sonrisa y aclarar que no tenía yo que estar triste ya que iba a volver.
Entonces otra vez me tomó en sus brazos, me besó largamente antes de dejarme en el suelo y darse la vuelta muy grave hacia mi madre como si también necesitara convencerla de que la República precisaba de él y que su deber era estar allí. Volvimos a ver a Salvador unas veces más, pasó a recoger marionetas cuyos trajes ella acababa de coser, pero a partir de aquel día, mi padre no volvió a aparecer por casa.
Sin embargo, todavía sigo sonriendo al acordarme de la sorpresa que preparó para nosotras. Aquella vez le pidió a Salvador que nos trasmitiese un mensaje suyo y este lo llevó perfectamente a cabo aunque el contenido se nos antojara sibilino a mi madre y más aún a mí. Mi padre nos recomendaba terminantemente escuchar Radio Reus al día siguiente. Sea que no supiera más, o sea que no le autorizara a revelar más, Salvador salió para Cambrils sin que mi madre lograra sonsacarle la menor información. Pero a la mañana siguiente, ella vino a plantarse cerca del aparato de radio de la cocina y, a las nueve en punto, para no perderse el primer programa, giró el botón con gravedad. El aparato escupió soniditos metálicos que mi madre se apresuró a hacer desaparecer ajustándolo en la buena frecuencia, y la voz clara de un locutor llenó el cuarto. Estaba yo sentada a la mesa coloreando un dibujo para mi padre, y de vez en cuando levantaba la mirada hacia ella y dejaba de lado mis lápices de colores, intrigada de verla quedarse de pie al lado de la radio, cuando de repente la vi llevar las manos a la boca como si sofocara un grito. Entonces se repuso pero agitó la mano con inquietud en mi dirección y me llamó: “¡Felicia! ¡Ven aquí a mi lado! ¡Es Papá, Felicia!” Así como me lo ordenó me levanté, le cogí la mano, incapaz de relacionar aquella voz lejana, entrecortada por parásitos y crujidos que la deformaban, con la de mi padre. Le pregunté pasmada: “¿Es Papá?” “¡Sí, aquí en la radio, la voz que oyes, es la de Papá hablando!”, me explicó. Agucé el oído empeñándome en captar las inflexiones de la voz, buscando reconocer en ella la de mi padre, y cuando le oí pronunciar el nombre de la compañía, entonces, no sé por qué, pero supe con certeza que el hombre que se estaba expresándose así no podía ser sino él. Había cumplido con su palabra, no solo le había comunicado a la revista El Mono Azul su experiencia de titiritero del frente sino que también la compartía ahora con todos los auditores de la radio catalana y de paso nos saludaba por medio de su intervención radiofónica. Más que conmovida, me maravillaba de aquel prodigio que consistía en permitirme identificar su voz a través del aparato de radio, pero cuando miré de nuevo a mi madre, vi que dos lagrimones corrían por sus mejillas. Me parece que se quedó así, inmóvil, de pie cerca del aparato, durante varios minutos después de la alocución de mi padre y que solo cuando liberé mi mano de la suya se dio cuenta de que se había extinguido su voz. Dio la vuelta al botón en el otro sentido, se enjugó las mejillas con el dorso de la mano y reanudó sus actividades mientras yo volvía a mi dibujo, sin poder imaginar ni un solo momento que nunca más íbamos a oír juntas esta voz tan querida de las dos. No sé si fue aquello lo que percibió mi madre pero, desde lo más remoto de mis recuerdos, fue la primera vez que la vi llorar.”
Se le sube un nudo a la garganta y le cuesta proseguir. No logra determinar si es tristeza o rabia lo que la inunda y la aniquila, pero sabe que la injusticia sigue estando allí, cerquita, y que todavía puede palparla en lo más hondo de su alma.
“Ni ella ni yo sospechábamos en aquel instante preciso que el islote de felicidad que nos era regalado entonces constituiría un paréntesis muy efímero antes de la tormenta que se avecinaba y que iba a quitarnos el más preciado de nuestros bienes. Cuando, a finales de enero de 1939, Salvador, portador de un segundo mensaje paterno, pasó a recogernos para huir de Barcelona, ¿cómo hubiéramos podido imaginar que, al abandonar nuestro hogar, íbamos a perder las miles de nimiedades insignificantes que constituían nuestra felicidad? Mi madre quiso entender, oponerse, resistir: ¡No saldría de Barcelona sin mi padre! No obstante cuando Salvador la interrumpió negándose a despilfarrar un tiempo tan precioso en discutir, ella no pudo más que cumplir la orden y someterse a las exigencias de mi padre que nos ordenaba abandonar nuestra patria mientras era posible. El ejército franquista de los rebeldes estaba a punto de entrar en Gerona, muy pronto ya no se podría pasar a Francia. Ambas estábamos aterrorizadas por los términos apasionados de Salvador, y aunque yo era incapaz de entender completamente el contenido de sus palabras, enseguida dejé de jugar contigo, Felicia. Aunque no comprendía, a tenor de sus frases, intuí que algo grave estaba pasando. Mi madre tampoco entendía: “¿A Francia?” repitió consternada. Bajo el impulso del pánico, logró reaccionar e imploró: ¡Que Salvador la dejara por favor preparar algunas cosas, unos vestidos, unas provisiones! No teníamos tiempo, ¡Había que salir de inmediato! ¿No había oído hablar ella de las atrocidades cometidas por la Guardia Mora de Franco, de las mutilaciones, de las violaciones y de los asesinatos perpetrados por ella? Un camión de la ayuda francesa Ruán-Alicante estaba esperándonos abajo en la calle. Estaba de vuelta a Francia. ¡Era la única oportunidad que teníamos de escapar! ¡No había ni un solo minuto que perder!
Sin esperar a que ella reaccionase, sin miramientos Salvador me levantó de la silla, me tomó enérgicamente en brazos, descolgó con prisa mi abrigo del gancho de la entrada, lo puso en manos de mi madre estupefacta y los tres salimos de casa apresuradamente sin ni siquiera echar un último vistazo tras nosotros. Yo no me daba cuenta en absoluto de lo que estábamos perdiendo, solo le atribuía poca importancia a lo que abandonábamos ya que en brazos tenía el bien más preciado para mí, que eras tú, Felicia. ¿Qué más hubiera podido anhelar? Mi madre estaba allí, mi padre iba a reunirse con nosotras, no podía imaginarlo de otro modo, tenía mi muñeca y mis preocupaciones más apremiantes solo se concretaban en torno a esto. Como la niña de cinco años que era, de ninguna manera dudaba que mis padres fueran a solucionarlo todo, esto estaba pensando cuando, atónita, dos brazos desconocidos me izaron con vigor a la parte trasera de un camión al que Salvador ayudó a mi madre a subir.
Ni siquiera tuve tiempo de sentarme, el camión arrancó en un ruido atronador. Sorprendida y desequilibrada, en un reflejo para seguir en pie, despegué los brazos del cuerpo y te vi caer, Felicia. Apenas tuve tiempo de agacharme para recuperarte, Salvador ya me cogía de la parte inferior del abrigo y me encajonaba entre ellos dos, ya sentados en el suelo del camión. Solo fue entonces cuando miré alrededor mío. Unos sacos y unas cajas de tamaños distintos llenaban el fondo del vehículo y entre ellos estaban encajados fusiles. En medio de bultos reunidos allí, se amontonaban varios hombres de trajes harapientos, de rostros cansados y caras sucias y despavoridas. Una venda desaseada y sangrienta atravesaba la cara de uno de ellos, tapándole un ojo, otro tenía el brazo en cabestrillo mientras que el que estaba enfrente de mí intentaba en vano colmar el agujero de una de sus alpargatas con un viejo trapo descolorido. Excepto el ronroneo del motor y el chasquido de la baca en los adrales, el silencio era completo. Ninguno de ellos hablaba y todos miraban de hito en hito a los recién llegados que éramos con curiosidad. Me acurruqué todavía más contra mi madre, pasé un brazo alrededor de su cintura, hundí mi cara en ella y me sustraje como pude del espectáculo de aquellos hombres extenuados y abrumados de tormentos indecibles cuyo desconcierto me espantaba. Cuando me apreté contra ella, mi madre se inclinó hacia Salvador y le dijo unas palabras que no logré oír. Y al apoyarse Salvador en mí para responderle, sentí la presión de su cuerpo y aunque no pude oír lo que le contestó, vi la cara de mi madre contraerse más y sus labios apretarse como si hiciera un esfuerzo sobrehumano para ahogar el llanto que afloraba a sus ojos. Permanecí un momento observándola sin comprender y me impresionó su mirada extraviada, fijada en un punto indefinido y lejano. Me acuerdo de que la contemplé así durante largo tiempo para intentar descubrir lo que la turbaba tanto, pero mis párpados cansados y pesados de niña se cerraban con regularidad, y arrullada por los movimientos monótonos del camión que traqueteaba, me dormí agarrada a ella, rodeada de su tierno y tranquilizador olor materno. Pocas veces te saco, Felicia, del armario en el que dormitas en medio de aquellos viejos papeles desordenados y de mis recuerdos, pero ya ves, cuando, al cerrar los ojos, te aprieto contra mí, a veces creo sentir fugazmente aquel calor del perfume perdido de mi niñez.
De repente un brutal frenazo del camión me despertó. Abrí desmesuradamente los ojos, asombrada de permanecer aún en el interior del vehículo. ¿Cuánto tiempo habíamos viajado? ¿Cuántos kilómetros habíamos recorrido? No sabría decirlo. Mi única certidumbre era la presencia inajenable de mi madre a la cual me abandoné por completo mientras dormía. Pero al palpar mi abrigo, descubrí espantada que tú, Felicia, ya no estabas allí. Te divisé en el piso del camión, te habías deslizado al suelo, allí, delante de mí. En un santiamén extendí la mano hacia ti y de nuevo viniste a recuperar tu sitio en mis piernas y volvimos a constituir nuestro trío inseparable. Pareció ser que el camión no pudo arrancar, y uno de los hombres y Salvador se pusieron de pie, levantaron los faldones de la baca y los enrollaron para fuera.
Me acuerdo de que de repente la luz cruda del día naciente me deslumbró y de que inmediatamente después mis ojos aterrados descubrieron otros ojos clavados en los míos, en los que el cansancio rivalizaba con el abatimiento. Una larga hilera ininterrumpida de niños, mujeres y ancianos ondeaba tras la estela del camión bloqueando la carretera, obligando la interminable ola silenciosa a dividirse en dos al acercarse al vehículo inmovilizado. Unas mujeres andaban despacio, hundiéndose bajo el peso de bultos atados con prisa, con un niño en brazos y otro enganchado a su ropa, arropados en unos irrisorios harapos atravesados por un cierzo silbante y glacial. Una anciana empujaba una carretilla en el que se apilaban en desorden una maleta sin asa, unos sacos regordetes y repletos y un niño encogido sobre viejos trapos sucios. Un chiquillo seguido por un hombre que claudicaba apoyado en una muleta aguijoneaba un burro que penaba bajo su carga. Hasta lo más lejos que alcanzaba la vista, el mismo desfile de seres andrajosos, ateridos de frío y de cansancio, iba repitiéndose infinitamente, y todas las caras mostraban un idéntico sentimiento de desamparo y de ruina. Me estremecí. No era sino un presentimiento pero ahora sé que, más que avanzar hacia un destino prometedor, en realidad ellos y yo no hacíamos más que intentar huir urgentemente de cercanas y terribles calamidades que de ningún modo pudiéramos salvar.
Nos mandaron bajar del camión y acompañados por los otros ocupantes del vehículo fuimos a insertarnos en aquella marea humana. Andábamos en silencio. No entendía el motivo de aquel vagabundeo pero no me atrevía a preguntárselo a mi madre. A veces aminorábamos el paso: un caballo muerto obstaculizaba la carretera, un anciano hundido por el llanto se negaba a levantarse del sitio que ocupaba en la cuneta helada. Más lejos en el medio del camino, se había plantado un joven con un niño perdido a hombros y detenía a los caminantes con la esperanza irrisoria de topar con sus padres. Pasé delante de ellos sin atreverme a levantar los ojos hacia el desgraciado niño alelado, e imperceptiblemente apreté más los dedos de mi madre y tu cuerpecito de trapo.
¡La felicidad! Cuán poco tiempo necesité para entender, Felicia, que esta insignificancia impalpable es muy poca cosa. Apenas se siente una colmada de felicidad que ya se le escapa. Pasados los años, me parece que al evitar cambiar una mirada con aquel niño desamparado, tuve el engañador y egoísta reflejo de querer salvar mi insignificante parte de confort personal. El frío que nos atenazaba, el hambre que no dejaba de acosarnos, el cansancio que se apoderaba de nuestros cuerpos doloridos por aquella marcha forzada no disminuían en nada la inquebrantable fe que depositaba en mi madre. Bastaba con sentir el calor que su mano comunicaba a la mía para tener la tranquilizadora certidumbre que nada vendría a romper este lazo tan frágil. Obviamente ya no era la felicidad pero la niña de seis años que era no tenía más remedio que fiarse a ciegas de su madre y de su inmensa capacidad, de la cual no dudé ni un solo instante, para restaurar aquella magia. ¿Cómo hubiera podido imaginar que mi alma de niña muy pronto no tendría para alegrarse sino escasos recuerdos que el tiempo iría royendo hasta borrarlos por completo de mi memoria? A veces me culpo de no haber sabido saborearla más. Pero la felicidad no se deja domar por la conciencia.
Me acuerdo de que un solo instante de aquel lejano éxodo bastó para que me diera cuenta de la trágica dimensión de la felicidad perdida, para que la oquedad del vacío que entreví con terror indecible se concretase en mi mente infantil y me alcanzase con sinrazón angustiada. ¡Lo recuerdo como si fuera ayer! Nos habíamos sentado en la poca hierba de una cuneta escasamente soleada, y por el cansancio, sentí que el sueño me iba invadiendo cuando de repente un pensamiento fulgurante me cruzó la mente y me sacó de mi letargo: ¡Mi muñeca! ¡Ya no tenía mi muñeca! ¡Ya no te tenía a ti! Sin pensarlo más, me levanté de un salto y salí disparada hacia el peñasco detrás del cual mi madre nos llevó hacía poco a satisfacer nuestras necesidades fuera de las miradas indiscretas. Solo se me ocurría una idea: ¡Encontrarte! “¡Corre, corre!” no dejaba de repetirme con obsesión. “¡Corre, date prisa o no vas a encontrarla!” repetía angustiada. Empezaba a anochecer pero en medio de la luz crepuscular, de repente divisé el contorno del peñasco y me puse a acelerar más. ¡Le di la vuelta precipitadamente y te vi! ¡Estabas allí! Maculada de barro y de excrementos, boca abajo en medio de hojas putrefactas tan pisadas como tú por centenares de pies que pasaron por allí, pero, ¡estabas allí! Ahora que lo pienso, me digo que fue puro milagro que nadie pensara en llevarte — o peor si cabe — que los niños incluso habían perdido el gusto a entretenerse. Pero en aquel entonces este pensamiento en ningún modo afloró a mi mente. Estuve demasiado contenta de recuperarte. Me agaché apresuradamente y te apreté contra mi pecho, sin pensar ni siquiera en cepillar tu ropa arrugada ni en alisar tu pelo pegajoso, sino decidida a no separarme de ti nunca jamás. Sin embargo, mi serenidad recuperada se esfumó muy pronto cuando, al querer emprender el camino de regreso, me di cuenta de que ahora ¡era yo la que estaba extraviada! A mi impulso infantil y a mi carrera desenfrenada les siguieron unos pasitos vacilantes puntuados por múltiples paradas que a las claras delataban mi extravío. Por más que me esforzara en observar detenidamente lo que pasaba alrededor mío, no descubrí ninguna indicación útil para localizar a mi madre. Por todas partes se repetían los mismos senderos enlodados, los mismos seres errantes, cabizbajos, con la mirada a ras de suelo, con los mismos vestidos tristes y grisáceos, sin que nadie se asombrase del vagabundeo insólito de una niña de seis años, sola en medio de aquella marea humana obsesionada por seguir y seguir avanzando. Desamparada, aminoré el paso. Otros niños tirados de poderosas manos que actuaban como brújulas guiando sus pasos titubeantes de cansancio, se adherían a ellas y me atropellaban sin reparar en mí. En aquel momento, ¡hubiera dado cualquier cosa por sentir en la palma el calor de la mano de mi madre! Pero el miedo a no encontrarla me invadía y me atenazaba sin que pudiera controlarlo y ya no pude reaccionar. Tu presencia no era sino un débil consuelo que se esfumó pronto, dejando paso al temblor descontrolado de mi barbilla que anunciaba los pucheros de una niña sumergida por el terror cuando un grito me sacó de mi embotamiento: “¡Felicia! ¡Felicia!” El grito se repetía incansablemente. Mi madre estaba diciendo mi nombre a voz en grito, detenía a los transeúntes y los zarandeaba de la manga para preguntarles si no habían visto a una niña de seis años, vagabundeando sola en medio de la muchedumbre. Para ser comprendida mejor, se ayudaba con la mano para imitar mi tamaño, indicaba “así de alta”. Y cuando la gente a la que cruzaba denegaba con la cabeza, sin descansar se dirigía a los siguientes y reanudaba su pregunta. Luego, de repente alzó la vista en mi dirección, me vio y rompió la onda humana para precipitarse hacia mí. Se agachó a mi altura y me apretó efusivamente entre sus brazos. Permanecimos así unos minutos. Luego apartó su cara de la mía, y la escuché sermoneándome gritando, con el dedo índice debajo de mi nariz: “¡No debes soltarme la mano! ¿Me oyes, Felicia? ¡Nunca jamás!” antes de volver a tomarme en sus brazos en medio de risas y lágrimas compartidas. Fue el último beso que me dio.”
Con ademán cansado se pasa las manos por el rostro como si, por magia, bastara apoyar las manos en los ojos y frotarlos enérgicamente para alejar para siempre de su memoria el recuerdo de aquellos instantes perdidos y el de aquella pérdida todavía incrustada en ella.
“Por la mañana del día siguiente, ¿o tal vez fuera otro día después? Mi madre ya no me sujetaba en sus brazos. Sin embargo yo estaba segura de haber cumplido perfectamente sus consignas. No me había movido ni un solo momento. Recuerdo que anochecía cuando me acurruqué contra ella para dormirme arrollada por el calor de su espalda. Con infinita paciencia yo había esperado a que ella me atrajera hacia ella después de que realizara ella un lecho improvisado con Salvador. Ambos por fin habían logrado cavar en el suelo helado una especie de fosa que a continuación colmaron con ramas y hojas de helecho para aislarnos del frío. Sentada en una roca, los miré cavar sin comprender todavía que íbamos a dormir allí, expuestos al rigor de aquel despiadado invierno de 1939. Ni el uno ni la otra parecían padecer del frío porque sus esfuerzos e innumerables idas y vueltas con los brazos cargados de ramas le infundían calor. Entrecruzaron los ramajes encima del hoyo para formar una especie de techo bajo el cual íbamos a abrigarnos durante la noche. La frente de mi madre iba cubriéndose de gotas de sudor y de vez en cuando levantaba un mechón de pelo y me sonreía para animarme a tener más paciencia. Salvador se ausentó por unos instantes pero de pronto volvió con un capote de soldado que se apresuró a esconder debajo de nuestro refugio improvisado. Todavía me acuerdo de que me quejé porque tenía hambre y de que mi madre no pudo más que animarme a dormir: “¡Duerme, cariño!”. Siguió explicándome que el sueño iba a librarme del hambre y que al día siguiente, me lo prometía, añadió meciéndome entre sus brazos, al despertarnos, tendríamos cuánto necesitáramos para comer. Salvador se reunió con nosotras debajo del capote que desplegó por encima de nosotros y apretados los unos contra los otros, allí nos apelotonamos. El calor fue invadiéndome y adormeció mi cuerpo. Me dormí en los brazos de mi madre confiada como una niña lo es a los seis años en la invencibilidad de sus padres, apretándote entre nuestros dos cuerpos, olvidándome, como me había dicho mi madre, de que no habíamos comido nada en todo el día.
Al día siguiente, sentada en el mismo sitio que el día anterior, observé a Salvador emperrándose en tapar la fosa cavada al anochecer precedente. Solo. Mi madre ya no le ayudaba. Con las primeras luces de la madrugada, Salvador me ayudó a salir del estrecho habitáculo húmedo y me había apartado de él llevándome hasta la roca llana de la víspera. Allí me acomodé, rodeando tu cuerpo de trapo con mis manos, Felicia, y allí esperé tranquilamente a que acabase de abatir por encima del hoyo los ramajes entrecruzados que nos sirvieron de tejado durante la noche. Él trabajaba en silencio. Luego, cuando terminó de comprimir como pudo las ramas de pino, fue a buscar unas más pequeñas, les quitó los ramitos inútiles, sacó una cuerda del bolsillo y los ató juntos dándoles una forma de cruz. Lo fijó todo al pie del pequeño túmulo, se secó las manos en el pantalón, vino hacia mí y alargó la mano.
—Ven, Felicia, nos vamos.
Una pregunta me consumía los labios pero no me aventuraba a hacérsela. Mi mente infantil rehusaba aceptar la evidencia que implicaba. No obstante recuerdo perfectamente que, cuando desperté, el cuerpo inerte y frío de mi madre no correspondió a mis mimos. Me atreví:
—¿Y Mamá? pregunté.
—No viene con nosotros, contestó lacónicamente. Vaciló un instante, molesto, y acabó confesando: Ya no la veremos, Felicia. Ha muerto.”
Luego volvió a abrir la palma de su mano hacia mí y deslicé la mía en la suya, crispando más los dedos en ti, Felicia. “¡Sobre todo, sobre todo, no sueltes mi mano, Felicia!” Las últimas palabras maternas seguían sonando en mi mente. “¡No debes soltarme la mano! ¡Nunca! ¿Me oyes?” Ya no sé si aquellas palabras se dirigían a ti o si yo no hacía sino repetirlas por mera impresión de injusticia. ¿No le había obedecido yo a mi madre puntualmente? ¿No me había quedado yo a su lado como me lo había ordenado? ¿Obedecer ya no era una garantía suficiente para salvarse? ¿Qué había que hacer para preservarse de tan crueles adversidades? La obediencia era lo único en mi poder de niña y ya no me servía para nada, ya que mi madre ya no iba a estar allí para someterme a su orden protector. Sentía rugir dentro de mí como una especie de rebeldía, un sentimiento de impotencia, un engaño. Y ya no me quedaba nada sino tú, Felicia, y decidí que no te soltaría nunca.
Sin embargo me parece que lo peor de todo fue cuando intentaron quitárteme, Felicia. ¿Cuántos podíamos estar en aquella sala de paredes grises, agujereadas de ventanas altas que apenas dejaban pasar un pálido rayo de sol? Lo ignoro pero me acuerdo de que había otros niños, sentados como yo en inconfortables bancos de madera. Unos niños mayores esperaban de pie pero todos se aglomeraban en racimos alrededor de un hermano o hermana mayor, de una abuela o, para los más venturosos, de su madre. Nadie se preocupó de explicarnos lo que pintábamos allí y para nosotros los niños, la larga espera se veía doblada de angustiadas preguntas. De vez en cuando se gritaba un nombre y entonces se levantaba alguien acompañado la mayoría del tiempo por familiares que le seguían de cerca. A menudo se le invitaba al mayor del grupo a sentarse en una silla enfrente de una mesa de despacho tras el cual dos mujeres de blanco se atareaban rellenando papeles. Unos niños sucios y mocosos se pegaban a su madre y en cuanto parecía que esta ya no tenía nada más que declarar, una de las mujeres de blanco llevaba al grupo a otro cuarto del cual no percibíamos sino la puerta de acceso y ruidos inquietantes que dejaba filtrar. Unos chorreos de agua, unas firmes exhortaciones, unas palabras más suaves, pero sobre todo unos irrazonables llantos de niños llegaban hasta nosotros sin que comprendiésemos el motivo de ellos. Luego le tocaba a otra familia y ella se instalaba delante del despacho y se repetía la misma escena sin traer más novedades. Como la mayoría de los demás niños, yo no entendía lo que querían aquellas dos mujeres de blanco y acechaba con ansiedad el momento en el que Salvador y yo tendríamos que someternos a aquel interrogatorio. Por fin nos tocó a nosotros y Salvador se levantó empujándome ante sí hacia el despacho. Recuerdo que estuve doblemente despistada ya que, cuando abrió la boca para hablar, fui completamente incapaz de entender la menor palabra mientras que las dos mujeres seguían hablándole en un idioma raro que yo no identificaba y le sonreían. Obviamente el grado de mi turbación era flagrante y fue precisamente aquel momento que una niña apenas mayor que yo, percatándose de mi debilidad, escogió para ¡saltar sobre ti, Felicia! La vi huir a todo correr e ir a refugiarse al centro del grupo formado por sus hermanas y enseguida me eché en pos de ella, sintiéndome a la vez indignada y enloquecida. La chiquilla se complacía con maldad en utilizar a sus hermanas como si fueran una pantalla entre nosotras y así sortear mis intentos de recuperarte. Yo rabiaba de no poder interceptarla y cuando por fin pude alcanzarla, la agarré por el pelo y tiré de ella para atrás sin que ni siquiera te soltase. Entonces como constaté furiosa que no podía con ella, me abalancé con fuerza sobre ella y la arañé en la cara. Del dolor se llevó la mano a la mejilla, vio la sangre ocasionada por el arañazo y, rabiosa y chasqueada, te tiró hacia mí gritando: “¡Fea!”. No sé si el calificativo iba dirigido a mí o a ti, Felicia, pero poco me importó ya que estabas en mis brazos. Pero una de las mujeres de blanco no lo veía así y vino corriendo hacia mí, me separó precipitadamente del grupo y me llevó en volandas al cuarto al que había llevado a otros niños antes. Puede ser que fuera por mi aspecto desastroso o por el estado de furia en el que estaba, lo cierto es que me colocó debajo de una ducha con todos los vestidos que llevaba. Aterida de frío y sorprendida por el chorro de agua, por más que me debatiera, cascadas de agua helada se derramaban encima de mi cabeza y se colaban por mi nuca, tapándome los ojos y cortándome la respiración. Entonces continué chillando y dándole patadas que no lograban dar con ella e intenté empujarla con una mano pero ella siguió manteniéndome con firmeza y no pude librarme de ella, así que la mordí en la muñeca. Hizo el ademán de cruzarme la cara pero me acuerdo perfectamente de que no le dio tiempo a hacerlo porque otra mujer se interpuso entre ella y yo, y la insultó en mi idioma dándole a entender que no se trataba a una niña de esa manera y que si en Francia se educaba así a los niños, mejor que nos volviéramos a nuestro país. Le dijo más cosas aún pero, además de estar tetanizada por la violencia del agua fría y el miedo a perderte, yo titiritaba tanto de frío y mis dientes castañeteaban tanto que no las entendí. Por fin Salvador llegó y me tomó en sus brazos. No puedo decir lo que pasó a continuación pero sé que al día siguiente desperté con los miembros tiesos y doloridos, con las mejillas ardientes de fiebre, entre sábanas ásperas que me irritaban la piel cada vez que me movía. Me miraba con ternura benévola aquella mujer que había salido en defensa mía y cuyo nombre, Elvira, supe después. Estabas a mi lado, tan impregnada como yo de un hedor mareante a desinfectante agrio que no pudo con las grandes manchas sucias que subsistían en tu cara. Permanecí allí unos días, en aquella enfermería en la que otros enfermitos tosían y escupían tanto como yo, tragando jarabes amargos cuyo sabor áspero se mezclaba al nauseabundo olor alcanforado imperante. Poco tiempo después, Salvador vino a por nosotras y antes de abandonar el lugar, mientras me abrochaba el abrigo, la otra mujer de blanco vino hacia nosotros, chapurreó algunas palabras torpes en castellano, subrayando cuán venturosa era yo de tener un hermano mayor que cuidaba tan bien de mí. Me acarició la mejilla y me preguntó tu nombre. También me acuerdo de que, al traducirle Salvador mi respuesta, me sonrió y me replicó en un castellano vacilante: “¡No, fea no, sino guapa como tú!” Y entonces, mientras Salvador me guiaba hacia la salida, entendí que, allá en Barcelona, había dejado yo atrás unos suaves momentos de felicidad perdida y desparecida para siempre, y que solo tú, Felicia, me unías a este tierno vínculo”.