23

Era el 22 de diciembre y Agnes tenía muchas tareas que encomendar a los niños. Pero Mark y Dermot tenían que hacer antes un recado propio. Esperaron en el arco de Correos. El garda estaba de pie junto a la entrada principal, donde siempre. Los niños esperaron.

—Más vale que no nos salga el tiro por la culata, Dermo —dijo Mark. Estaba preocupado.

—No saldrá, déjamelo a mí.

—Asegúrate de estar justo al lado del poli, ¿de acuerdo?

—Eso haré. Va a salir bien, ya lo verás.

Dermot tenía confianza. A la misma hora del día anterior, cuando lo habían seguido los dos niños, dobló la esquina el acomodador grandullón del Capítol, que venía paseándose como si la ciudad fuera suya, con un periódico debajo del brazo.

—Venga, ¡ya! —dijo Mark, empujando a Dermot. Dermot corrió hasta el acomodador y le tiró del abrigo. El hombretón se detuvo y miró al niño.

—¿Qué quieres? —preguntó el hombre con brusquedad.

—¿Es suyo esto, señor?

Dermot le enseñó una moneda de seis peniques. El hombre se inclinó para mirar lo que tenía en la mano el niño. Mientras tanto, Dermot le pegó con todas sus fuerzas con el puño derecho. El gigante recibió el golpe en pleno ojo. Agarró instintivamente a Dermot. Entonces le tocó intervenir a Mark. Corrió hacia el garda, según lo planeado. Dermot empezó a gritar:

—¡No! ¡No! Mi mamá me ha dicho que no hable con hombres como usted. Suélteme… ¡No quiero!

—Pequeño desgraciado… ¡Te voy a partir el maldito cuello! —rugió el gigante, llevándose una mano al ojo que ya se le hinchaba, mientras sujetaba con fuerza a Dermont con la otra. El agente intervino.

—¡Suelte a ese niño! —dijo el garda con autoridad—. ¡Suéltelo ahora mismo!

El gigante apartó al agente de un empujón.

—Váyase, yo me ocuparé de este jodido pequeño.

El garda sacó la porra y la blandió con aire de amenaza.

—¡Déjalo ahora mismo, muchachote!

El acomodador soltó al niño. Dermot, en una actuación digna de un Oscar, se abrazó a la pierna del garda.

—¡Por favor, garda, por favor, no me haga hacerlo! ¡Por favor, que no se me acerque!

—Está bien, hijo, tranquilo, nadie va a hacerte daño. ¿Qué pasa aquí?

Dermot sorbió y se secó los ojos. Ya se había reunido una multitud alrededor del grupo, y la gente pegaba la oreja para oírlo todo. Dermot empezó a contar:

—¡Este hombre me ha dicho que me fuera con él por el callejón para hacer pipí! —dijo, y se echó a llorar como un recién nacido. La multitud se disgustó, empezaron los murmullos, y el agente temió encontrarse ante una escena comprometida.

—¡Es mentira! —protestó el acomodador.

—No, no lo es, yo lo oí decírselo —intervino entonces Mark. El acomodador se volvió hacia la voz y vio a Mark.

—¿Tú? ¡Pequeño desgraciado! —dijo, arremetiendo contra Mark.

Sin dudarlo un momento, el garda dejó caer la porra con todas sus fuerzas entre los omoplatos del hombretón. Éste cayó como un saco de patatas. Uno o dos de los presentes le metieron un poco el pie por aquí y por allá. El garda apoyó una rodilla en la espalda del hombre y le esposó las manos a la espalda. Entre la confusión, Mark y Dermot se escabulleron.

Los dos muchachos subieron la calle O'Connell dando saltos, regocijados por el éxito de su plan.

—¡Así aprenderá! —exclamaba Dermot, lleno de placer.

—¡Sí! ¡A los hijos de la señora Browne no se les jode! —añadió Mark, y los dos se rieron con ganas.

Su regocijo duraba cuando entraron en casa.

Agnes les sonrió.

—Están felices —comentó.

—Sí —dijo Mark, dejándose caer pesadamente en el sofá. Dermot fue directo al televisor, naturalmente.

—No piensen que se van a quedar sentados delante de eso —anunció Agnes—. Tengo trabajo para ustedes. Apágalo.

Dermot apagó el televisor.

—Ahora, Mark, pon a Trevor el abrigo y vayan los tres al Gresham a recoger un recado que tiene para mí el señor Eamonn Doyle.

—¿Quién es? —preguntó Mark.

—Creo que es un enlace del sindicato. Ustedes pregunten por él, nada más.

Mark envolvió a Trevor como si fuera un saco de trapos y el trío salió camino del hotel Gresham. La gente iba por las calles con el ánimo alegre de las fiestas, gritándose "hola" y "feliz navidad" los unos a los otros. "La navidad es una época bonita", pensó Mark. Trevor oscilaba como un péndulo entre sus dos hermanos, y sonreía ampliamente mientras decía a todos los que querían escucharle "jódete".

El Gresham era un lugar maravilloso. Los muchachos subieron unos escalones de mármol inmaculados y entraron en la recepción. La enorme extensión de alfombra de color azul violáceo, la gigantesca araña de cristal de Waterford y los sillones profundos, tapizados de cuero con botones, eran cosas que los muchachos sólo habían visto en la pantalla del cine. La gente bullía por la recepción con abrigos de piel, trajes con chaleco y sombreros de fantasía. Mark se sintió sucio. Los tres se quedaron de pie un momento, incómodos, y después salió una mujer de detrás de un mostrador y se dirigió a ellos. Mark esperaba que les soltara una reprimenda pero en vez de ello fue amable.

—¡Hola, niños! ¿Les puedo ayudar en algo? —preguntó con una sonrisa.

—Buscamos al señor Eamonn Doyle —le dijo Mark.

—¿Ah, sí? Bueno, vamos a tardar un rato en encontrarlo. Tendrán que esperar.

Mark volvió a tomar a Trevor de la mano y le hizo dar la vuelta.

—Esperaremos fuera. Avísele, ¿quiere?

—No esperarán afuera, hace demasiado frío —insistió la mujer—. Vengan aquí.

Los llevó a una mesa que tenía cuatro sillas alrededor. Llamó a un camarero y le dijo que llevara a los tres niños unos refrescos y galletas.

Mark tuvo un ataque de pánico.

—¡Escuche, señora… no tengo dinero!

La mujer sonrió.

—No importa, ¡es navidad! Invita la casa. Ustedes quédense aquí sentados y yo iré por el señor Doyle. ¿Cómo se llaman?

—Browne, todos somos Browne. Yo me llamo Mark.

—De acuerdo, Mark, tómate tu refresco a gusto y yo volveré en seguida —dijo, y se marchó.

El camarero llegó con las bebidas y un plato enorme de galletas surtidas: barquillos rosados, otras de chocolate con dulces de gelatina encima… de todas clases. Mark dio a Trevor una para cada mano.

Al cabo de pocos minutos llegó el señor Doyle.

—Hola, niños.

—¿Cómo está? —respondió Mark.

Doyle se sacó del bolsillo un sobre blanco como la nieve y se lo entregó a Mark.

—Toma, da eso a tu madre y no se queden mucho rato por aquí.

Su desprecio era evidente.

—¿Conoció usted a mi padre? —preguntó Dermot a Doyle.

—No. No conozco a demasiados mozos de cocina.

Estaba cortante con ellos e impaciente por marcharse.

—Bueno, pues él lo conocía a usted… —dijo Dermot.

—Qué bien —dijo el hombre, y empezó a alejarse.

—Decía que era un cabrón —añadió Dermot.

El hombre se volvió.

—¿Qué?

—Ha dicho que muchas gracias, señor —intervino Mark. El hombre se les quedó mirando un momento y después se marchó sin decir palabra.

—Bueno, vámonos —dijo Mark. Se levantó y tomó de la mano a Trevor. Trevor señalaba con la otra mano el ascensor.

—Marko… bus… bus.

—No es un autobús, Trev, es un ascensor, y no es para nosotros.

—¡Vamos a subirnos! —dijo Dermot.

—No. Sólo conseguiremos meternos en un lío.

—Ay, anda, Marko. Un viaje rápido, subir y bajar.

Mark miró a su alrededor. Puede que nadie se diera cuenta. Se dirigieron a las puertas del ascensor y esperaron a que se abrieran.

Al mismo tiempo, Doyle estaba en la conserjería, hablando al conserje de uniforme de los "golfillos" y diciéndole que los acompañara a la salida. El conserje se puso a buscar a los niños.

Mark fue el primero que lo vio venir.

—¡Ay, demonios! Mira, Dermo.

Dermot siguió la mirada de Mark y vio al hombre de uniforme que los buscaba.

—¡Hay que joderse, otro acomodador!

Dermot ya estaba asustado. Las puertas del ascensor se abrieron.

—¡Marko, deprisa, salta… deprisa! —exclamó Dermot, tirando del brazo de Mark.

El conserje los vio en aquel preciso instante.

—¡Eh, ustedes! —los llamó.

Mark saltó al ascensor y las puertas empezaron a cerrarse.

—¿Qué botón? ¿Qué botón? —gritó Dermot.

—Cualquier condenado botón —dijo Mark, y dio al más alto. Vieron desaparecer la nariz del conserje entre las puertas que se cerraban. Mientras subía el ascensor, oyeron que el hombre daba golpes a las puertas de abajo.

—Nos hemos metido en un lío grande, Dermo —dijo Mark, preocupado.

—Ya lo sé —respondió Dermot con voz apagada.

El ascensor se detuvo en el último piso, y los tres niños salieron a un pasillo silencioso.

—¿Por dónde? —susurró Dermot.

—No lo sé. Para cualquier parte que no sea para abajo, supongo. Tu ve por ese lado y yo iré por éste, y veremos si hay unas escaleras.

Los niños se separaron, pero cada uno de los dos procuraba tener a la vista al otro constantemente. Dermot encontró las escaleras.

—¡Mark! —exclamó, señalando—. ¡Las escaleras!

Mark agarró a Trevor y echó a correr hacia Dermot. Dermot salió al rellano y miró entre las barandillas. Se le cayó el alma a los pies cuando vio la gorra de plato que se balanceaba subiendo las escaleras. Estaba tres pisos abajo. Volvió precipitadamente al pasillo.

—¡Las tienen cubiertas! —exclamó, desesperado.

En ese instante se abrió una puerta en el pasillo. Se asomó un hombre moreno y les preguntó con voz suave, infantil:

—¿Están bien, niños?

Mark guardó silencio, pero Dermot tenía demasiado miedo como para guardar silencio.

—El acomodador nos persigue, señor… ¡nos va a matar! —respondió.

El hombre moreno salió al pasillo y agarró en brazos al pequeño Trevor.

—¡Entren aquí, deprisa!

Los muchachos desaparecieron por la puerta.

—Perdone, señor —dijo en voz alta una voz sin aliento desde lo alto de las escaleras.

El hombre entregó a Trevor a Mark y se llevó un dedo a la boca. Después, volvió a salir al pasillo.

—¿Sí?

El conserje jadeaba. Recobró el aliento respirando hondo.

—Lamento molestarle, señor. Estoy buscando a tres chiquillos, están sueltos por el hotel. ¿Los ha visto?

El hombre reflexionó un momento.

—No he visto a ninguno.

—Gracias, señor —dijo el conserje, y volvió a emprender su persecución.

El hombre cerró su puerta.

—¿Ya se fue? —preguntó una voz amortiguada que salía de debajo de la cama.

El hombre se arrodilló para hablar con Dermot. Sonrió.

—Sí, se ha ido. No hay moros en la costa.

Mark observó a aquel hombre, a aquel héroe. Era moreno y joven, alto pero no gordo, y tenía los ojos amables. Dermot salió gateando de debajo de la cama y se reunió en el rincón con sus dos hermanos. "Ojos amables", habló.

—¿Qué pasaba? ¿O prefieren no contármelo?

Los niños se miraron entre sí. Dermot habló primero.

—El acomodador iba a matarnos porque le pegamos a su compañero.

—No, no es así… —le interrumpió Mark, y empezó a contar su historia. Era fácil hablar a Ojos Amables. Los muchachos se tranquilizaron y se sentaron en la cama. Trevor se acurrucó y durmió un rato, chupándose el pulgar. A lo largo de la conversación, Ojos Amables se levantaba y ofrecía a los muchachos algo de beber, o una galleta, o un dulce, que ellos recibían con agradecimiento. Quería saberlo todo, y ellos se lo contaron: le hablaron de la muerte de Redser, de Marión, del señor Wise, del acomodador… todo. Pero sobre todo de su mamá.

Se les pasó una hora sin darse cuenta. Mark dio un respingo cuando se enteró de la hora que era.

—¡Vamos, ustedes dos, mami nos está esperando!

Los muchachos se prepararon y salieron al pasillo.

Ojos Amables les habló en voz baja.

—¿Ven esa puerta al final?

Los muchachos asintieron.

—Bueno, pues da a la escalera de incendios. Bajen por esas escaleras, y nadie los verá salir.

—¡Gracias, señor!

Los muchachos se pusieron en camino. Ojos Amables volvió a su cuarto y recogió del suelo un sobre. La dirección decía: "Señora Agnes Browne, Callejón James Larkin, 92". Se puso en marcha rápidamente siguiendo a los muchachos. Los llamó desde lo alto de la escalera de incendios:

—¡Mark! ¡Trevor!

Los muchachos estaban cuatro pisos más abajo. Se quedaron inmóviles.

—¿Qué? —respondió Mark.

—Se les cayó esto —dijo Ojos Amables, agitando el sobre.

Mark entregó a Trevor a Dermot y subió las escaleras con paso ligero. Tomó el sobre y dijo:

—Gracias, señor.

Ojos Amables sonrió y le guiñó un ojo.

—Señor… —dijo Mark.

—¿Sí, Mark?

—¿Cómo se llama usted?

—¿Que cómo me llamo? Thomas, Thomas Woodward.

—Feliz navidad, Thomas Woodward.

—Lo mismo te deseo, Mark Browne.

Mark se reunió con los otros dos y los tres salieron disimuladamente a las calles seguras y transitadas de Dublín.