18

Aunque había llegado el invierno, el sol del sábado por la mañana seguía siendo algo cálido y acogedor cuando Mark sacó su carro del apartamento y se encaminaba a través de El Jarro. Había enviado a Dermot a casa de la abuela con Trevor y había sacado en tropel a todos los demás del apartamento para que su madre pudiera dormir hasta tarde. Lo necesitaba. Había llegado a casa borracha la noche anterior. Mark se había despertado al oír abrirse la puerta principal. Ella trasteaba por el apartamento murmurando sola. Mark se levantó para asegurarse de que estaba bien. Esperaba encontrarla en la cocina pero no estaba allí, aunque la tetera estaba en el fogón encendido. La puerta del baño estaba entreabierta, así que se asomó. Su madre estaba inclinada sobre el lavabo con los dientes postizos en la mano. Les estaba quitando trozos de servilleta de papel y murmuraba cosas tales como "¡Maldito descarado francés!"; la última palabra envió una lluvia de saliva al espejo. Mark se deslizó en silencio de nuevo hasta su cama.

Mark estaba muy orgulloso de su carro. Lo había hecho él mismo. El cuerpo era una caja de madera fuerte que había recogido en los muelles. Tres largueros de cinco por cinco componían los varales y el eje. Había tenido que pasearse cerca de cinco horas subiendo y bajando por las vías del tren hasta encontrar dos rodamientos a juego para las ruedas, pero había valido la pena. Todo el mundo reconocía unánimemente que el carro de Mark Browne era el mejor de El Jarro. Todos los sábados por la mañana, Mark empujaba el carro bajando hasta el "almacén de turba" de la calle Sean McDermott. Desde la muerte de Redser, Agnes Browne tenía derecho a dos costales de turba por semana, dentro de su pensión de viudez y de orfandad.

Era un buen complemento, pues la turba ardía bien y los dos costales, con un costal de carbón y medio costal de cisco, duraban toda la semana. La dificultad era que había que recoger la turba del almacén y poner los costales y el carro. Mark era el primero en la cola todos los sábados por la mañana, pues llegaba media hora antes de que abrieran. Se llevaba un balón y jugaba contra el muro del almacén hasta que llegaba el "turbero" a las ocho y media.

Mark acostumbraba reflexionar mientras hacía botar aquel balón contra la pared. Aquella mañana, sus reflexiones versaban acerca de su futuro. Ya estaban a finales de octubre, hacía más de ocho semanas que sus amigos habían vuelto a clase después de las vacaciones de verano. Mark había decidido no estudiar más sino ponerse a trabajar. Pero había pasado ese tiempo buscando trabajo sin encontrarlo. El problema era que su madre insistía en que aprendiera un oficio.

—¡No quiero que vayas de trabajo en trabajo y de nuevo al desempleo como tu padre! —le predicaba—. Aprenderás un oficio como tu tío Gonzo.

El tío Gonzo se llamaba en realidad Bismark. Este nombre lo había elegido su padre para fastidiar al cura que oficiaba el bautismo, ya que sospechaba que el cura había sido espía británico en 1916. El gesto fue recibido con hurras en la taberna local, pero el tío Gonzo tuvo que cargar con las consecuencias de la decisión heroica de su padre. Afortunadamente para él había nacido con una nariz de color rojo vivo que se volvía mayor y más roja cuanto más la alimentaba con whisky irlandés. Bismark no tardó en llamarse Gonzo, en recuerdo del popular payaso de los vodeviles de la nariz grande y roja, aunque la de éste era de goma. El tío Gonzo era plomero. Era un plomero muy bueno. Tuvo tanto éxito que fue el primer miembro de la familia Browne que se compró su propia casa. Agnes Browne estaba muy orgullosa del tío Gonzo, y tenía claro que el camino que conducía al éxito comenzaba con un letrero que decía: "Aprende un oficio".

Mark no quería ser plomero. Siguió haciendo botar el balón contra la pared y meditando acerca de su futuro. Estaba tan absorto que no vio al hombre mayor que había salido de una de las cuatro grandes casas residenciales que estaban enfrente del almacén de turba y cruzaba la calle. El hombre observó a Mark unos momentos y después le habló:

—¿Muchachito…?

Mark, sorprendido, dejó de mirar el balón. Éste rebotó en la pared y se le escapó. Mark salió corriendo tras el balón y lo recogió. Volvió caminando hacia el hombre, despacio y de mala gana. Lo miró con desconfianza. No contribuía a darle confianza el hecho de que el hombre tuviera un acento especial que lo hacía parecer el malo de una película de Boris Karloff.

El hombre indicó con un gesto al muchacho que se acercara a él.

—Ven aquí… deprisa.

—¿Qué quiere, señor?

—Acércate más, muchacho. ¿Acaso quieres que grite en vez de hablar?

Mark se acercó a él y contempló con asombro a aquel hombre que hablaba de una manera tan rara. Según calculaba Mark, tendría unos cien años. Tenía el pelo gris y espeso, con una calva por el centro. Tenía la espalda ligeramente encorvada. Tenía la cara bronceada y parecía que podía ser una cara amable. Sus ojos eran grises, detrás de unos lentes redondos pequeños, que estaban posados en una nariz enorme con forma de pico de cuervo. Llevaba una camisa de rayas, pero sin el cuello, sobre la cual llevaba no menos de tres chaquetas de punto. Para los jóvenes ojos de Mark, aquél era un ser extrañísimo. Cuando el hombre habló, su voz era amable.

—Todos los sábados te veo aquí… siempre a la misma hora, las ocho —afirmó el hombre.

—Sí, ¿y qué?

—No te pierdes nunca un sábado. Llueva o haga sol, siempre estás aquí, siempre igual.

—Ya lo ha dicho. ¿Y qué?

—Eso me dice que eres un muchacho fiable. ¿Lo eres? ¿Eres un muchacho fiable?

—No, soy Browne.

El viejecito se rió entre dientes, y al hacerlo se dio una leve palmada en el muslo.

—¿Te gustaría ganarte dos chelines, joven Browne?

—¿Dos pavos?

—Sí, dos pavos.

—¿Cómo? ¿Qué tengo que hacer?

—Lo que tienes que hacer es entrar en mi casa y encenderme el fuego.

—¿Encenderle el fuego? —Sí.

—Dos pavos… ¿por encenderle el fuego?

—¡Eso es! —dijo el hombre, asintiendo con la cabeza y juntando las manos al hablar.

—¿Por qué?

—¿Por qué? ¿Por qué qué?

—¿Por qué me va a dar dos pavos por encenderle el fuego?

El hombrecito se acercó al carro de Mark y se sentó en el borde. No había esperado que le preguntaran nada. Suponía que le aceptarían los dos chelines sin hacer preguntas. Se ajustó los lentes sobre la nariz con un dedo torcido.

—Soy judío, y hoy es mi sabat.

—¿Es usted un judihuelo? ¿El de la casa de empeños?

El hombre volvió a reírse entre dientes.

—No soy el propietario de la casa de empeños, aunque creo que su propietario también es, en efecto, judío… ¡y se dice así, judío, no judihuelo!

—Y ¿qué es un "saba"?

—Es un… este… un día santo. El sábado es para mí lo que el domingo es para ti.

El hombre gesticulaba con las manos al hablar. Las movía con elegancia. A Mark le recordaban a un mago.

—¿Qué tiene que ver eso con su fuego?

—Bueno, en mi religión hay algunas cosas que no podemos hacer en sábado. Una de ellas es encender fuego.

—Entonces, ¿cómo se van a calentar?

—Mi fe en Dios me da calor.

—Sí, pero no le servirá para encender su fuego, señor.

Esta vez, el hombre se rió abiertamente. Era una risa alegre, y, como contaría Mark más tarde, "se rió todo él", sus ojos, su barbilla, sus cejas, y abrió los brazos ampliamente al reírse.

—Puede que tengas razón, joven Browne. Pero, dime, ¿servirán dos chelines para encender mi fuego?

—¡Ya lo creo que sí, caramba! —dijo Mark, sonriendo al hombre por primera vez. Metió el balón en el carro y los dos fueron caminando a la casa. Mientras cruzaban la calle, el anciano puso la mano en el hombro de Mark.

—Entonces, vamos a presentarnos como es debido: puedes llamarme señor Wise.

—¿Por qué, qué pasa con su nombre verdadero? —preguntó Mark.

—Éste es mi nombre verdadero, Henry Wise, y ¿cómo te llamas, además de Browne?

—Mark.

—¡Digo! ¡Hay que ver! ¡Me he encontrado con un profeta!

—Con dos chelines por encenderle el fuego, yo también.

El señor Wise se rió con ganas e hizo pasar a Mark a la casa. Mark se quedó patidifuso al ver el interior. Tenía alfombra hasta el último centímetro. Había encajes en la mesa, cuadros en las paredes. En la sala donde estaba la chimenea había un piano y una vitrina llena de cosas brillantes y relucientes. Pero lo que observó Mark con más agrado estaba solo en el rincón. ¡Era un televisor!

—¡Guau! —exclamó Mark, pasando la mano por la caja de nogal que contenía el tubo mágico.

—¿Qué? —preguntó el señor Wise.

—¡Un televisor! No había visto ninguno de cerca, sólo en la taberna de Foley. ¿Lo puedo encender?

—No, hoy no. Es sabat.

—Ah, sí, se me olvidaba. Bueno, ¿dónde está la carbonera?

Al cabo de pocos minutos Mark había encendido un fuego vivo en el hogar, había dejado llena la cubeta de carbón y había sacado las cenizas al cubo de afuera. El señor Wise llegó a la sala con una bandeja en la que llevaba un vaso de jugo de naranja y una sola galleta.

—¡Ah, muy bonito, Mark! ¡Un buen fuego! Buen trabajo. Toma, esto es para ti.

El señor Wise le presentó la bandeja. Mark miró el jugo de naranja y la galleta. Fue a tomarlos, pero se detuvo y miró al señor Wise con desconfianza.

—¿Me llevo también los dos pavos? —preguntó Mark, que quería dejarlo todo muy claro.

El señor Wise sonrió.

—Desde luego que sí, con todo mi agradecimiento.

Mark sonrió y tomó las golosinas. Devoró la galleta y el jugo de naranja, se limpió la boca en la manga y extendió la mano. El señor Wise puso la moneda en la palma de Mark.

—Gracias, señor Wise.

—No, soy yo quien te doy las gracias, Mark Browne. ¿La semana que viene, a la misma hora?

—Sí, claro. Hasta la semana que viene, señor Wise.

Mark cerró la puerta principal al salir y cruzó la calle trotando. Se había formado una cola detrás de su carro. Aunque Mark no estaba con el carro, los demás sabían de quién era: del muchacho que estaba siempre primero en la cola. Mark cargó la turba y aquella mañana de sábado llevó a su madre, además de dos costales de turba, dos chelines.

Después de subir la turba a su rellano y de subir después el carro, Mark entró en el apartamento. Se encontró con Agnes, que tenía aspecto cansado y estaba sentada ante la mesa de la cocina con una taza de té entre las manos. Él se adelantó y puso la moneda de dos chelines en la mesa ante ella.

—¿Para qué es esto? —le preguntó Agnes.

—Para ti. Me lo gané —dijo Mark, con una gran sonrisa resplandeciente.

—¿Te lo ganaste? ¿Cómo?

—Encendí un fuego para un judihuelo. Él no lo podía hacer porque hoy es un día "saba", y me pagó a mí para que lo hiciera.

—¿De qué me estás hablando?

Agnes estaba confundida, no tenía la cabeza completamente en su sitio. Mark le contó detalladamente su aventura de aquella mañana, y terminó su relato diciendo:

—…Y ahora quiere que lo haga todos los sábados.

Agnes dio vueltas a todo esto en la cabeza. Le inquietaba pensar que Mark confundiera aquello con un trabajo.

—Encender fuegos no es un oficio, Mark.

—Ya lo sé, mami, pero está bien, ¿no?

Agnes miró al muchacho. Con sus recorridos de repartidor de leche y de periódicos, y ahora con encender fuegos los sábados, el muchacho le estaba dando una libra por semana. Era tan dispuesto y tan trabajador… Ella estaba orgullosa de él pero preocupada por su futuro. "Hay momentos para preocuparse y momentos para estar orgullosa", pensó. Aquél era un momento para estar orgullosa.

—Es mejor que bueno, cielo, es estupendo —le dijo con una sonrisa.

El muchacho se emocionó. Fue al fregadero y agarró una taza del escurridor.

—Ah, bien, me tomaré una taza de té contigo —dijo, hablando como una persona mayor.

Agnes le sirvió el té y él se sentó.

—No tienes buen aspecto, mami. ¿Es por la bebida? —le preguntó Mark.

—Más o menos… yo… me puse mala anoche, cielo.

—Ya lo sé, te oí —dijo él en voz baja.

—Me pondré bien… sólo es que… echo de menos a Marión, cielo, pero me pondré muy bien, ya lo verás, verás como sí. La bebida te hace hacer tonterías.

—¡Sí! ¡Como vomitar! —afirmó Mark.

—Ah, cosas peores, cielo. ¡Como quedar con franceses para salir!

—¿Qué, mami?

—Nada… no tiene importancia… ¿tenemos alguna pastilla para el dolor?