CAPITULO 07
Ray Harper hacía girar una y otra vez su botella de cerveza en la madera barnizada de la barra del bar de Stillwater, creando círculos húmedos con ella. No sabía qué más hacer. Le temblaban demasiado las manos para llevarse la botella a la boca.
John Keller estaba sentado a su derecha y Walt Eastman más allá de John. En general, a Ray le caían bien John y Walt. Los dos eran diez años más jóvenes que él pero cuando estaba en el pueblo, pasaba tanto tiempo en el salón de billar que hablaba con quien estuviera por allí. A veces John y él apostaban algo de dinero a una partida, pero casi siempre era Walt el que se quedaba con él hasta la hora de cerrar. Y normalmente lo pasaban bien.
Pero esa noche no prometía ser una de las mejores. Acababa de oír a Walt decirle algo a John que le había helado la sangre.
—¿John? —insistió Walt, cuando aquél no respondió de inmediato.
John apartó la vista del partido de baloncesto que se jugaba en la tele colgada en la pared.
—¿Qué has dicho?
Ray contuvo el aliento para oír a Walt repetir lo que había dicho un momento antes. Quizá lo había entendido mal la primera vez o el alcohol le había jugado una mala pasada. Pero sólo llevaba un cuarto de hora allí y no estaba borracho todavía.
Walt acercó más su taburete al de John.
—Te he preguntado si te has enterado de lo del vibrador que encontró la policía en el maletero del reverendo Barker.
John hizo un rictus de disgusto con la boca.
—Sí, ya lo he oído. Terrible, ¿eh? ¿Quién te lo ha dicho?
—Radcliffe lo estaba diciendo en el café.
Ray sentía la boca seca.
—¿Cuándo fue eso? —preguntó.
—Hace unos días —contestó John—. ¿Dónde has estado metido? —John le dio un codazo—. En el pueblo no se habla de otra cosa.
Ray había estado en luka desde que hablara con Madeline. Había respirado aliviado después de colgar el teléfono. ¿Y ahora se encontraba con eso?
—Me han dicho que era enorme. ¿De dónde sacaría alguien un vibrador así? —preguntó Walt—. ¿De Internet?
—¿Quién sabe? —John empujó un plato de cacahuetes hacia él—. A mí lo que me preocupa son las bragas de niñas.
Ray casi tuvo un ataque al oírlo. ¿Bragas? ¿Barker había guardado unas bragas de Katie? ¿O eran de Rose Lee?
—Radcliffe me dijo, confidencialmente, claro, que un par eran de Grace —dijo Walt.
John tomó un trago de cerveza.
—¡Pobrecilla! Me gusta Kennedy, es un banquero muy bueno. Imagino que no le alegraría mucho oír eso de su esposa.
Walt se metió unos panchitos en la boca. —Lo que no sé es de quién serían las otras. John empezó a retirar la etiqueta de su Bud Light. —No creo que lo sepan, pero esperan averiguarlo. Ray carraspeó.
—¿Están buscando activamente, pues? ¿Han reabierto el caso oficialmente?
—Me han dicho que es oficial —John procedió a hacer un montoncito con los trozos de la etiqueta de su cerveza—. Al menos hacen lo que pueden.
—Es la primera pista que tienen —añadió Walt.
—Y es la primera vez que no han ido inmediatamente a por Clay —intervino John—. Puede ser un hijo de pena, pero jamás haría daño a su hermana. A ninguna de ellas.
Ray empezaba a sentir la camisa pegada a la espalda a pesar de que no hacía mucho calor. Tenía que calmarse, que pensar con claridad. Pero el miedo que le aceleraba el pulso producía el efecto contrario en su mente.
—Han pasado veinte años —dijo—. ¿Cómo esperan encontrar a la dueña de unas bragas después de tanto tiempo?
—Están preguntando por ahí —repuso Walt.
¿Y si le preguntaban a él? Tendría que mentir y decir que no las reconocía. Nadie más podría identificar unas bragas de Rose Lee. El la criaba solo en aquella época.
Se dijo que todo iría bien. Pero el siguiente comentario de John le inspiró un miedo nuevo.
—Están haciendo análisis de ADN.
Ray apretó la botella con fuerza.
—¿Qué?
John tomó una servilleta de un montón que había a su izquierda y limpió la barra delante de él.
—Pontiff ha enviado las bragas al laboratorio estatal. Puede que haya fluidos del cuerpo en la tela.
—¿Vieron alguno? —preguntó Ray.
—A simple vista no. Pero nunca se sabe.
—Si hay algo y consiguen resolver este caso, podemos llamar a los productores de una de esas series de forenses —intervino Walt con entusiasmo—. A lo mejor salimos en la tele.
Ray apenas podía oírlo por encima del zumbido de sus oídos. Fluidos corporales. Había habido muchos, ¿no? Suyos y de Barker.
—Pero las bragas salieron de la cantera. ¿No estaban mojadas? ¿El agua no lavó los fluidos?
—Pontiff me dijo que estaban en una bolsa de plástico bien cerrada —John se metió más panchitos en la boca.
Walt hizo una seña al barman para que le sirviera más cerveza.
—Es un milagro que no tengan hongos.
—Según Radcliffe tenían algunos —dijo John—. Pero supongo que eso no destruye el ADN humano. Pontiff cree que pueden separarlos.
Ray recordaba el exquisito cuidado que se tomaba Barker con las pertenencias personales de sus víctimas. El reverendo las guardaba, las lamía, las tocaba, las olía...
Sudaba por el pelo y el sudor le caía por las sienes. Debió de hacer algún ruido, pues John lo miró con atención.
—¿Ocurre algo, Ray?
Este se puso en pie y sacó dinero del bolsillo.
—No me encuentro bien. Debe de ser la gripe — dejó unos billetes en el bar y salió tambaleándose.
—¿Qué? —gritó Madeline. Hunter tenía la vista al frente, clavada en la oscuridad.
—Ya me has oído. Llévame de vuelta.
—No puedes hablar en serio.
—¿Y qué esperabas? —replicó él—. ¿Que me encantaría oír lo que acabas de decir?
—Pensaba que ibas a hacer todo lo posible por resolver el asesinato de mi padre. Eso fue lo que dijiste.
El la miró.
—Eso era antes de saber que habría niños.
Ella apagó la radio.
—Si tanto te importan los niños, ¿por qué no haces lo que puedas por protegerlos? Puede haber un depredador sexual suelto.
—Hay muchos, créeme.
—Y hay que pararlos uno por uno.
Hunter no contestó. Ahí lo había pillado.
—Si los buenos se niegan a luchar, los malos ganan, ¿no? —prosiguió ella.
Pero él no era bueno. Lo había demostrado con Selena. Y ahora tenía una hija a la que no podía proteger de los hombres que entraban y salían de la vida de Antoinette. Aunque hasta el momento había estado a salvo, nunca se sabía quién sería el siguiente con el que se enrollaría su madre. Eso era una preocupación constante para él.
Ese caso sería duro para él. Buscaba modos de anestesiarse contra la realidad, no de meterse de cabeza en lo peor de ella.
—No estoy en posición de hacer esto.
—Has venido hasta aquí. ¿Tienes un caso que te necesite más?
No podía decir que fuera así. En realidad, empezaba a cansarse del vacío con el que se rodeaba a propósito. Si no se metía pronto en un caso más importante, ¿cuándo lo haría? ¿Después de trabajar en otros treinta o cuarenta casos de infidelidad? El no era el único que se había metido en un matrimonio malo y pagado un alto precio por sus errores. Pero no era sólo el veneno de Antoinette. Eran también los remordimientos que sentía por su culpabilidad. No era digno de tener más de lo que tenía.
—¿Me vas a contestar? —insistió ella.
El se frotó las sienes. ¿Daba media vuelta y salía corriendo o se quedaba a luchar?
—¿Eran todas del mismo tamaño? —preguntó al fin.
—No.
—¿Han averiguado de quién era la ropa interior?
—Sólo un par.
—¿Y?
—Eran de Grace.
Hunter suspiró. Las respuestas de aquel caso parecían estar muy cerca de Madeline.
—¿Tu hermanastra?
—Sí.
—¿Cómo lo sabes? —Yo las reconocí y ella las identificó.
—Grace ya es adulta —comentó él—. Puede contarnos lo que ocurrió.
Madeline no contestó inmediatamente.
—¿Qué? —preguntó él.
—Dice que no pasó nada, que nunca abusaron de ella.
Aquello resultaba sorprendente.
—Pero, excepto por la soga, los artículos de esa bolsa parecen recuerdos.
—No sabe cómo llegaron sus bragas a esa bolsa. Dice que debieron de robarlas del tendedero.
—¿No se alteró cuando las vio?
Madeline parecía elegir las palabras con cuidado.
—Se mostró un poco rara, pero siempre ha sido... difícil saber lo que piensa. Según ella, no son necesariamente indicativas de un delito. Dice que el que coleccionó esos objetos podía estar fantaseando. Ella fue ayudante del fiscal del distrito, así que entiende de esas cosas.
—No me lo trago —a Hunter le daba igual cómo se ganara la vida Grace, pero no creía su teoría de las fantasías.
—¿Por qué no?
—Piénsalo bien. Esa maleta no estaba en un armario o debajo de una cama, donde alguien pudiera sentarse en la intimidad a tocar esas cosas y fantasear. Estaba en un coche. Además, la ropa interior era de varios tamaños, lo que sugiere que procedía de más de una fuente. El que escondió esos artículos en el maletero era un depredador activo, me apostaría algo.
Intuía que Madeline pensaba lo mismo, o no se habría parado a un lado de la carretera para decírselo.
—¿Había algo en ellas?
Ella pareció confusa.
—¿Te refieres a dibujos o decoración?
—Me refiero a sangre o semen.
—No lo sabemos —dijo ella, sin molestarse en ocultar su disgusto—. Toby las envió al laboratorio estatal hace unos días. Dijo que tardarían un tiempo, quizá meses.
—¿Quién es Toby?
—Pontiff. El jefe de policía de Stillwater.
Hunter odiaba tener que hacer la pregunta siguiente, pero no había más remedio.
—¿Hay alguna posibilidad de que esas cosas pudieran ser de tu padre?
Los ojos de ella se abrieron de indignación.
—¡Por supuesto que no!
—¿Y entonces de dónde salieron?
—¡Del hombre que lo mató! El jefe Pontiff y yo creemos que la persona que llevaba esa maleta confesó ante mi padre y mi padre lo iba a entregar.
—Un asesinato para hacerle callar.
—Sí.
Si alguien se había hecho con el control del coche del pastor, esa persona podía haber aprovechado la oportunidad para deshacerse de pruebas incriminatorias. Pero sacrificar la ropa interior no parecía encajar con el tipo de hombre que guardaba esos recuerdos.
A menos que el atacante temiera que fueran detrás de su pista.
—Tal vez —dijo.
—La policía también encontró pelos negros enganchados en el asiento del conductor —dijo ella de mala gana.
—¿También van a tomar muestras de ADN de ahí?
—No. Quizá lo hagan más adelante, pero de momento no parece haber mucha razón. Parecen de Clay y probablemente lo son. Pero él entraba y salía del coche igual que todos nosotros.
—¿La maleta podría ser de Clay?
—No. Mi hermano jamás haría daño a una niña.
Hunter se formaría una opinión propia sobre eso una vez que conociera a Clay.
—¿Cómo era la vida sexual de tu padre e Irene?
El cambio de tema pareció pillarla desprevenida. Palideció.
—Parecían... normales. ¿Cómo era la vida sexual de tus padres?
El se negaba a disculparse por la incomodidad de ella.
—Tengo que hacer preguntas difíciles —dijo—. Si quieres descubrir la verdad, habrá muchas más.
—¿Eso significa que aceptas el caso? —ella levantó la barbilla—. ¿O el caso de mi padre es más de lo que puedes hacer?
Madeline lo desafiaba. Obviamente, pensaba que así influiría en él.
Hunter se sentía al borde de un precipicio a punto de saltar. Si aceptaba el encargo, abandonaba la relativa comodidad de sus propios demonios y se rodeaba de los de ella. Pero la posibilidad de que hubiera todavía niñas víctimas del dueño de la maleta hacía que le fuera imposible retirarse. La mayoría de los pederastas no paraban hasta que se veían obligados a hacerlo.
—Lo haré —dijo—. Pero si vamos a Stillwater, conduzco yo.
Ella lo miró de hito en hito.
—¿Qué?
—¿Cuándo fue la última vez que dormiste una noche seguida?
—Estoy bien.
Madeline puso el coche en marcha, pero él le cubrió la mano con la suya cuando tocó la palanca de cambios.
—O conduzco yo o damos la vuelta.
—Tú no conoces la zona.
—Me indicas tú.
Esperaba que ella siguiera protestando. Después de todo, sólo hacía un par de horas que se conocían y ya le exigía que le dejara el volante. Pero debía de estar más cansada aún de lo que él creía, pues asintió con la cabeza y abrió la puerta.
—Dentro de unos veinte kilómetros, tomas la 70 Oeste. Giras en la 45 Sur y la sigues cuarenta kilómetros. Luego tomas la 72 Este y me despiertas cuando lleguemos a la 365. Te ayudaré el resto del camino.
—De acuerdo —dijo él.
Intercambiaron asientos y diez minutos después ella estaba apoyada en la puerta completamente dormida y él intentaba convencerse de que no la encontraba tan atractiva.
A Hunter el nombre de Mississippi siempre le había conjurado imágenes de plantaciones anteriores a la Guerra Civil, musgo cayendo de las ramas de los magnolios y el río ondulando perezosamente entre prados y pantanos. Pero estaba en el noreste del estado, cerca de Tennessee y Alabama, terreno montañoso, y no se parecía nada a lo que había imaginado. Allí veía robles, arces y una variedad de pinos a los lados de la carretera.
—¿Hemos llegado ya? —murmuró Madeline, que se despertó cuando el coche paró en un cruce donde había un Stop.
—Acabamos de pasar un lugar llamado Corinth. Espero no haber pasado de largo por la 365.
Ella se apartó el pelo caoba de la cara, se incorporó más y miró por la ventanilla.
—Sigue. Faltan unos kilómetros para la 365.
Poco después pasaban una iglesia más y Hunter se preguntaba cuántas podía mantener una zona tan poco poblada. Cierto que las iglesias eran pequeñas, en su mayoría estructuras de madera con tejados en punta y una torre, pero había visto varias sólo en los últimos diez minutos.
—¿Cómo se llamaba la iglesia de tu padre? —preguntó.
Ella disimuló un bostezo.
—Iglesia Pureza.
—Le puso el nombre por ti, ¿eh?
—Me voy a arrepentir de haberte contado mi historia sexual —murmuró ella—. Lo presiento.
—¿Por qué? Estoy impresionado.
Ella lo miró con curiosidad.
—Parece que lo dices en serio.
—Pues sí.
—¿A qué años perdiste tú la virginidad?
—Antes de los treinta y dos.
—¿Una década antes?
—Más.
—¿Diecinueve?
—Dieciocho.
—No está demasiado mal. Para un californiano.
El soltó una risita.
—Seguro que tú has tenido más experiencia que yo en los últimos cinco años.
—¿Por qué? ¿Has pensado en hacerte monje?
No, había estado atrapado en un matrimonio con una mujer a la que había llegado a odiar.
—No soy muy religioso. Mis padres me metieron mucho la religión de joven y todavía no me he recuperado.
—Mi padre habría podido convertirte —dijo ella con seguridad—. Deberías haberle oído predicar.
Hunter no estaba convencido, pero no lo dijo.
—¿Quién se hizo cargo de la congregación cuando él desapareció?
—El reverendo Portenski.
—¿Era un puesto que Portenski ambicionaba?
—Ni siquiera vivía aquí cuando desapareció mi padre. Se enteró de la vacante varias semanas después y vino a preguntar.
Portenski no parecía tener mucho motivo para asesinar, pero Hunter no pensaba tachar a nadie de la lista todavía.
—Gira a la derecha —dijo ella.
Hunter obedeció.
—¿Has viajado mucho?
—No.
—¿Nunca has salido del Sur?
—Ni siquiera para ir a la universidad. Fui a la Estatal de Mississippi, que sólo está a tres horas de aquí, y me licencié en Periodismo. ahora tengo el único periódico del pueblo.
—Entonces te ha ido bien.
Ella sonrió.
—Suena más prestigioso de lo que es. El Stillwater Independent sale una vez a la semana y yo suelo ser la periodista que más escribe, y saco mucho de los periódicos más grandes, por supuesto —apoyó la cabeza en el respaldo del asiento y lo miró por debajo de las pestañas—. ¿Y tú?
—Estudié en la Estatal de San Diego. Pero el surf se interpuso entre la licenciatura y yo.
—¡Lo sabía!
El levantó una mano riendo.
—Es broma. Sacaba todo sobre-salientes.
Ella achicó los ojos.
—No te creo.
El se limitó a sonreír.
—Seguro que surfeaste todo lo que pudiste y luego te fuiste a la academia de policía cuando te diste cuenta de que tenías que madurar.
Hunter había dicho la verdad sobre sus notas, pero no se molestó en intentar convencerla. No importaba que ella lo considerara un vago. Pero le sorprendió que supiera algo de él.
—¿Quién te ha dicho que fui policía?
—Grace te investigó un poco.
—Investigando al investigador, ¿eh?
—Supongo que podríamos llamarlo así.
—Muy listas. ¿Qué más sabes de mí?
—Que eres bueno en tu trabajo.
Hunter sonrió.
—Ya te lo dije por teléfono.
—Tú te referías al sexo.
—Supongo que los hombres pueden ser buenos en más de una cosa.
—Creía que estabas demasiado quemado para sentirte atraído por mí.
—No, estoy demasiado quemado para hacer algo con esa atracción.
A pesar de sus palabras, el silencio que siguió estaba impregnado de sensualidad.
—La nuestra es una relación profesional —añadió él. Pero su declaración sonaba un poco forzada.
—¿A quién intentas convencer? —preguntó ella—. ¿A mí o a ti mismo?
El se puso serio.
—No me estás poniendo esto fácil.
—Yo no hago nada —repuso ella con aire inocente.
—Dime sólo cómo llegar a tu casa.
—Gira a la derecha en el semáforo. Dos kilómetros más allá encontrarás una carretera rural que sube una colina y termina en una casita de ladrillo con hiedra en uno de los lados.
—Eso suena un poco vago. ¿No puedes ser más específica?
—No te preocupes, la verás. Es la única casa de la calle.
—¿Y esa casita tiene otra casita de invitados?
—En realidad es un garaje separado que yo convertí en zona de invitados. Muy bonita.
—¿Tengo ducha propia?
—Sí, pero no cocina.
—No es problema. No pensaba cocinar.
—Supongo que eso es mi trabajo.
—Siempre podemos comer fuera —sonrió él—. Yo tengo una cuenta de gastos.
Ella hizo una mueca.
—Sí. Cocinaré yo.