Capítulo 8

-Una velada muy agradable —observó Sir Paul de camino a casa.

—Encantadora —corroboró Emma.

Por fortuna, el trayecto hasta la casa era corto ya que parecía que no tenían mucho que decirse. Cuando llegaron, Emma le dio las buenas noches y se fue a dormir. Mientras subía las escaleras deseó que él la detuviese y le suplicase perdón… Pero, por supuesto, no hizo tal cosa.

Cuando bajó a desayunar por la mañana, Paul estaba a punto de irse.

—Tengo que reorganizarme —dijo Paul—. Hay un paciente para operar de urgencias, así que me retrasaré algo esta tarde. No olvides que pasaremos el fin de semana en casa de mis padres.

—¿Saco a los perros?

—Lo hice yo esta mañana —dijo él, mientras se despedía con la mano.

La señora Parfitt entró en ese momento.

Sir Paul se está matando —afirmó—. Marcharse así, sin apenas desayunar, toda la noche trabajando… Y, antes de las seis de la mañana ya ha sacado a los perros.

—Es que hay una emergencia… —dijo Emma.

—Tal vez sea eso, pero nunca lo había visto así. En fin, venga a desayunar, señora. Cuando Emma llegó a la guardería, encontró a Diana esperándola.

—Emma, ¿te dijo Paul que voy a dar una pequeña fiesta la próxima semana? El martes, supongo, porque es el día que Paul tiene menos trabajo —dijo sonriente.

—No, salimos a cenar y llegamos tarde a casa; y esta mañana se fue temprano al hospital.

—Sí, lo sé —mintió—. Trabaja demasiado. Intentaré persuadirlo para que afloje un poco.

—Creo que deberías dejarme eso a mí, Diana. Deberías encontrar pronto un marido para poder dar rienda suelta a tu instinto maternal —afirmó Emma, tajante—. Ahora, voy a mi trabajo.

Maisie le hizo olvidar su mal humor con las historias de sus vecinos.

—Así que te vas a ver a tus suegros el fin de semana, Emma.

—Sí. Son encantadores y tienen una casa preciosa. ¿Qué vas a hacer tú, Maisie?

—Bueno, tengo una especie de pretendiente… El lechero. Me corteja desde hace tiempo y hemos pensado salir a algún lado juntos. Me ha pedido que me case con él.

—¡Maisie! ¡Eso es estupendo!

—Todavía no he dicho que sí. Tú eres muy feliz, ¿verdad, Emma?

—Sí, Maisie.

—Yo… Me asustaría estar casada con Sir Paul. Una nunca sabe lo que está pensando. No demuestra sus sentimientos, ¿verdad?

—Tal vez no, pero lo importante es que los tenga.

El tiempo seguía desapacible, así que Emma dio un corto paseo con los perros y volvió pronto junto a la chimenea. Tenía muchas cosas en qué pensar; Diana estaba muy convencida de que Paul la amaba y, por otra parte, Paul no lo había negado nunca. Además, ese comentario de que Diana valía doce veces más que ella…

—Bueno —les dijo a los perros—, iremos a esa fiesta y veremos lo que pasa.

Se alegró de salir fuera el fin de semana. No podría soportar estar junto a Paul demostrando cordialidad mientras se moría por dentro. Después del desayuno del sábado, Emma estaba preparada para partir.

Mientras viajaban era más fácil el silencio; ella podía admirar el paisaje y no había necesidad de hablar, aunque ella lo deseaba. Contempló las manos firmes de Paul agarrando el volante; amaba esas manos, amaba todo de él y no iba a quedarse sentada mirando cómo Diana se lo arrebataba delante de sus narices.

Sus padres se alegraron de verlos y, tras los saludos, pasaron a la sala de estar a tomar café.

—Paul me dice que trabajas en una guardería dos días a la semana. Seguro que fue allí donde pillaste ese resfriado, ¿verdad?

Emma murmuró algo y esperó que fuese Paul quien contase la razón. Él permaneció en silencio, inmutable. Verdaderamente amaba a ese hombre; de no ser así, lo habría odiado desde ese momento.

Por fin, Paul hizo un comentario acerca del tiempo.

—Bueno, resfriada o sin resfriar, tengo que afirmar que el matrimonio te sienta muy bien. Emma —insistió la madre de Paul.

Emma no pudo evitar ponerse colorada y le avergonzó su propia reacción. A Paul le pareció encantador.

El fin de semana pasó muy deprisa.

Nadie reemplazaría a su madre, pero la señora Wyatt ayudaba a soportar su ausencia.

Paul jamás demostraba sus sentimientos, pensó su madre, pero estaba profundamente enamorado de Emma; si su instinto maternal no le fallaba. Y Emma de él, por supuesto. Pero no entendía por qué no se comportaban como un matrimonio de recién casados. Tal vez eran víctimas de las primeras desavenencias en el matrimonio.

—Volved pronto —les pidió su madre, cuando se despidió de ellos el domingo por la noche.

Era muy tarde cuando llegaron a casa y Emma se marchó a dormir enseguida.

—Hasta mañana, cariño —dijo Paul en un tono dulce—. Mañana estaré fuera todo el día; tengo que ver a bastantes pacientes después del hospital.

En la cama, con las piernas encogidas contra su pecho, Emma pensó que aquello no podía continuar así.

—Tengo que hacer algo —afirmó.

El destino debió llegar a la misma conclusión porque, la noche del lunes, Emma cayó rodando por las escaleras justo cuando Paul entraba en la casa. Paul la levantó y la tomó entre sus brazos.

—Emma… ¿te has hecho daño? Déjame ver.

Ella hubiese permanecido en sus brazos para siempre, pero se zafó de él inmediatamente.

—Estoy bien, de verdad…

—Emma, dime, esa ridícula decisión de pasar la noche en el campamento… ¿Por qué no hiciste caso a Diana? Ella está preocupada y yo no puedo entender…

Emma se alejó aún más de él.

—La escuchaste a ella y la creíste sin siquiera preguntarme a mí. Muy bien, pues sigue creyéndola a ella. Al fin y al cabo, la conoces desde hace años mientras que a mí… A mí ni siquiera me conoces.

—Bien, Emma. Sigue.

—Pero haces bien en creerla a ella —añadió amargamente—. Al fin y al cabo, ella vale doce veces más que yo.

Voló escaleras arriba y cerró la puerta de su habitación con un portazo. Cuando la señora Parfitt acudió minutos después para ver si servía la cena, la encontró tumbada sobre la cama.

—Tengo un terrible dolor de cabeza —mintió Emma—. Déle la cena a Sir Paul, por favor. Yo no podría comer nada.

Era tan sólo una excusa, pero pronto se convirtió en realidad. Emma se metió en la cama y se durmió enseguida.

Así fue como Paul la encontró cuando entró a verla. Señales de lágrimas en el rostro, el pelo suelto y enmarañado, y las largas pestañas aún húmedas de haber llorado. La estudió durante unos minutos. Cuando se enamoró de ella no la consideraba bonita. Entonces, todo había cambiado. Emma irradiaba una belleza que no tenía nada que ver con el aspecto físico.

Paul salió de la habitación y se fue a su estudio. Siempre había trabajo que hacer.

Emma bajó a desayunar, dio los buenos días a Paul y le aseguró que su dolor de cabeza había desaparecido completamente.

—Voy a ir a la guardería —le informó—. Y mañana también; hay mucho trabajo en estos días. ¿Vendrás tarde a casa?

—No creo; a la hora del té, espero. A las ocho tenemos la reunión del concejo municipal.

—Sí. Yo llevaré el café y las pastas.

Emma se dirigió hacia la guardería. Tras hacer su trabajo, se disponía a marchar cuando Diana la llamó desde su despacho.

—Emma, no te preocupes si Paul llega un poco tarde esta noche; va a venir para ver a uno de los niños del campamento.

—¿Dijo él que vendría? —preguntó Emma—. Tiene una reunión esta noche y no creo que quiera perderla.

Diana sonrió levemente.

—Bueno, supongo que no importará que él no vaya. De todos modos, dijo que vendría a verme.

—De acuerdo entonces.

Emma no creyó a Diana.

Comió, sacó a los perros y ayudó a preparar el té a la señora Parfitt.

La hora del té llegó, y pasó sin que Paul hubiera aparecido. Emma decidió tomarlo sola y subió después a cambiarse de ropa. Eligió un vestido de punto muy apropiado para la ocasión.

A las siete, Sir Paul no había aparecido y Emma avisó a la señora Parfitt que cenarían cuando regresasen de la reunión.

Consultó su reloj; tendría que presentarse en la reunión y excusar a su marido.

Los concejales fueron muy amables y entendieron que los médicos siempre tenían emergencias de última hora, pero estuvieron encantados de ver a la simpática esposa de Sir Paul.

Bastante avanzada la reunión, se abrió la puerta y Paul entró en la sala. Emma lo observó disculparse e intercambiar unas sonrisas con algunos concejales antes de sentarse a la mesa. Se volvió a mirar a Emma. Ella se sorprendió de la expresión enfurecida de su mirada y de su palidez. ¿Estaba enfadado con ella? ¿Habría Diana avivado la discordia entre ellos?

Emma ayudó a preparar el café y las pastas que fueron servidas una vez terminada la reunión. Poco después, todos se despidieron y se retiraron a sus casas.

Cuando salieron de allí, Paul caminó a grandes zancadas y Emma tuvo que forzar la marcha puesto que la llevaba agarrada del brazo.

Ya en casa, Emma se sentó donde habitualmente lo hacía y Paul se quedó de pie junto a la puerta. Cuanto antes se librara la batalla, mejor, pensó ella.

—Llegaste muy tarde; ¿tuviste una emergencia?

—No.

—¿Fuiste a ver a Diana…?

—Sí.

Emma asintió.

—Ya. Ella me dijo que irías a verla sin falta.

—Y, ¿tú la creíste?

—Pues, no. Pero ahora veo que era cierto.

—Y, ¿qué te hace suponer que fui a verla?

—¿Te importa si no hablamos de ello? Estás de mal humor y debes de estar hambriento. Le diré a la señora Parfitt que caliente la cena.

—No quiero que vuelvas a la guardería —le dijo Paul mientras cenaban.

—¿Que no vuelva? ¿Por qué?

—¿Sería posible que lo hicieras sin más? Tengo mis razones.

Emma dejó volar su imaginación. Diana lo habría convencido de que ella no lo estaba haciendo bien, que era demasiado lenta, demasiado dependiente.

—Muy bien, Paul —dijo despacio—. Pero quiero ir mañana para despedirme de Maisie. He trabajado con ella este tiempo y ahora va a casarse. Le he comprado un regalo. Y me gustaría ver a Charlie, es tan desgraciado…

—Claro que debes ir. Diana no estará allí, pero puedes dejarle una nota.

—Muy bien. Pensaré una buena excusa.

La escribió después, mientras Paul trabajaba en su estudio. Era evidente que no quería que viese a Diana nunca más. Pero ¿por qué? Se preguntaba. Tal vez no lo sabría nunca. Fue una estupidez por su parte negarse a hablar de ello; ni siquiera le había dado oportunidad de explicar a Paul a qué se debía su enfado. Suspiró decepcionada; todo había salido mal. Su matrimonio, que le pareció una espléndida idea y que iba a convertirlo en un éxito, ya había fracasado.

Una mujer bajita sustituía a Diana aquella mañana.

—¿Está Diana enferma? —preguntó Emma.

—No, señora Wyatt. Se ha tomado unos días de descanso. Sentirá no despedirse de usted. He oído que nos deja.

—Sí. Echaré de menos a los niños. Voy a despedirme de ellos y de Maisie.

—Estoy segura que Diana le está muy agradecida por su trabajo.

—Ha sido estupendo —dijo Emma. Maisie estaba liada con su trabajo.

—Me voy, Maisie. Yo no quería, pero Sir Paul me lo ha pedido.

—Ah, ¿sí?

Maisie estaba orgullosa de sí misma. Ella había estado allí la noche anterior cuando Paul fue a ver a Diana. Aunque no había podido oír mucho de la conversación, sí que escuchó a Diana levantar la voz y llorar. Cuando Sir Paul salió del despacho, Maisie fue capaz de encararse a él por fin.

—Yo no sé a que se deben tantas idas y venidas —dijo resuelta—, pero ya es hora de que alguien pare los pies a esa Diana que va contando mentiras sobre su mujer. La pobre niña, que no ha querido decir nada. ¿Cómo pudo decir que no había médicos ni ambulancias que fueran al campamento? ¡Válgame Dios! Yo misma escuché cómo Diana llamaba y les decía que no había necesidad de que mandasen a nadie. Envía a la pobre Emma, de noche y en plena niebla, y dice luego que se fue contra su voluntad. Écheme de aquí si quiere, pero he querido hacer justicia, señor.

Sir Paul la tomó de la mano.

—Y yo también, Maisie. Gracias por contármelo. Eres muy leal con Emma.

—No vaya a decirle que se lo he contado.

El mantuvo su palabra y Emma no sabía nada de su visita.

—Te echaré de menos —dijo Maisie—. Pero estoy segura de que pronto tendrás tus propios niños.

—Espero que Charlie encuentre unos padres que lo quieran.

—Bueno, tengo buenas noticias, están a punto de adoptarlo una pareja que no tiene hijos.

—¡Es estupendo, Maisie! Quiero que me escribas cuando vayas a casarte. Aquí tienes mi regalo.

De vuelta a casa, Emma sacó los perros a pasear, comió y se entretuvo en arreglar el jardín. Quería mantenerse ocupada para no pensar. Suponía que Paul insistiría en hablar con ella a la hora del té, pero Emma prefería no hacerlo.

Cuando Paul llegó a casa no parecía interesado en hablar con ella; la trató como si nada ocurriera, charlaron de cosas triviales e hicieron comentarios sin importancia. Al tiempo de irse a la cama, Paul le dio las buenas noches a Emma.

—Es difícil, ¿verdad, Emma?

Ella lo miró sorprendida.

—Charlar y mostrarse amable cuando lo que deseas es gritar unas cuantas cosas —añadió Paul con una burlona, pero tierna sonrisa.

Emma sólo vio la burla en su mirada, no la ternura.

—No sé a lo que te refieres —contestó Emma.

Los siguientes días fueron difíciles para Emma ya que Paul se comportaba como si nada hubiera ocurrido.

El se marchaba a Edimburgo al comienzo de la siguiente semana para tres días. No le pidió a Emma que viajara con él; aunque ella trataba de convencerse de que no lo hubiese hecho de todos modos.

—¿Quieres que llame a mi padre para que venga a buscarte y pasas unos días en los Cotswolds?

—La señora Parfitt quiere visitar a su hermana en Brixham, aprovecharé para llevarla y pasaré el día fuera.

—Muy bien, si es eso lo que quieres. De todas formas, yo llamaré cada noche. Paul se fue después del desayuno y Emma, poco después, llevó a la señora Parfitt a casa de su hermana. Cuando volvió a Lustleigh, Emma se sintió sola, a pesar de la compañía de los animales. Las horas se hicieron interminables hasta que, a las seis en punto, sonó por fin el teléfono.

Fue una conversación poco satisfactoria, tan sólo se contaron lo que habían hecho. Paul no le había preguntado si se sentía sola, ni le había recordado que cerrase bien la puerta.

Emma lo echaba de menos, su presencia era todo lo que ella necesitaba, aunque la camaradería entre ellos no funcionase como ella deseaba. Decidió que tendría que aceptar que Diana fuese la primera y estar agradecida por ello. A pesar de todo, seguía sin entender por qué no se habría casado con ella.

Amaneció un día precioso y Emma fue al pueblo a comprar algunas cosas. Después, sacó a pasear a los perros y comió lo que la señora Parfitt había dejado preparado. Se disponía a fregar cuando llamaron a la puerta. Emma se secó las manos en el delantal y fue a abrir.

Diana apareció ante ella, exquisitamente vestida y perfectamente maquillada.

—Emma, pasaba por aquí y, como sé que Paul está en Edimburgo, pensé que te apetecería una visita. Me sorprende que no haya querido llevarte con él.

Diana entró mientras que Emma permanecía de pie con la puerta abierta.

—Nada ha cambiado —dijo Diana ya en la entrada—. Nunca me gustó ese retrato, pero Paul insistió en que no lo quitaría nunca de ahí.

—Bueno, al fin y al cabo, ésta es la casa de Paul —dijo Emma, tratando de no mostrarse afectada—. ¿Te apetece un café?

—Me encantaría. ¡Oh! ¡Los perros! —exclamó Diana—. Nos divertíamos tanto todos juntos…

Ninguno de ellos se inmutó ante la presencia de Diana, lo que alegró a Emma enormemente.

—Siéntate, yo traeré el café.

—¿Quieres que te ayude? Yo sé dónde están las cosas…

—No, no. Siéntate, tienes mal aspecto. Supongo que estarás cansada —mintió Emma.

Diana pareció preocupada ante su afirmación y se miró de reojo en el espejo que adornaba la chimenea.

Mientras preparaba el café en la cocina, Emma pensó que no creería ni una palabra de lo que Diana dijese. No merecía ser tenida en cuenta después de cómo se había portado con ella. La dejaría que satisficiese su curiosidad por ver desenvolverse a la esposa de Paul en casa y esperaba que se fuese pronto.

Emma se sentó en el sillón frente a ella.

Diana le contó el calendario completo de Paul en Edimburgo.

—Siempre cenábamos juntos en aquella mesa —dijo Diana de pronto—. Todos pensaban que nos casaríamos.

—¿Sí? Entonces, ¿por qué no lo hicisteis? —preguntó Emma—. ¿Más café?

—No, gracias. Tengo que cuidar mi figura. Verás, Emma —dijo por fin—. Tú y yo no nos gustamos, pero eso no afecta al hecho de que Paul siga amándome. Se casó contigo por otras múltiples razones; no eres exigente, no eres guapa como para atraer a otros hombres, eres una buena ama de casa… El te aprecia, pero ¿amarte? Jamás; yo sé que tienes que conformarte con un simple afecto.

Diana derramó algunas lágrimas que no conmovieron a Emma.

—Sé que yo no hubiese sido una buena esposa y tuve que renunciar al matrimonio con él, pero nos amamos tanto… Paul no es feliz de ese modo y…

—Entonces, aléjate de él —dijo Emma.

—Me seguiría donde yo fuera. ¿Es que no te das cuenta? Eres tú la que debe irse, Emma.

Emma no sabía ya si creer a Diana o no. Necesitaría una prueba.

—Yo no tengo intención de irme, Diana —dijo Emma, levantándose a contestar el teléfono.

Era Paul.

—Esta noche terminaré tarde y he pensado que sería mejor llamar ahora. ¿Todo va bien por ahí? —preguntó.

—Sí, gracias. ¿Mucho trabajo?

—Mucho. Aún me quedan dos días más por aquí.

—Muy bien. Pasado mañana iré a recoger a la señora Parfitt.

—¿Te sientes sola?

—No. Diana está aquí de visita.

Emma notó el cambio en el tono de voz de Paul.

—Déjame hablar con ella, Emma.

—Es Paul; quiere hablar contigo. Iré mientras a la cocina.

Lo hizo, pero no sin antes escuchar el comienzo de la conversación de Diana con Paul.

—Cariño…