Capítulo 1
La señora Smith-Darcy se había despertado de mal humor. Reclinó su cuerpo de abundantes proporciones sobre las almohadas de la cama y no se molestó en dar los buenos días a la joven que acababa de entrar en su dormitorio; no era una mujer que derrochase cortesía hacia aquellos que consideraba inferiores. La herencia de su último marido, que había amasado una fortuna gracias a un negocio de cebolletas en vinagre, la había convertido en una rica dama. Desde ese momento, tan alta consideración tenía sobre sí misma, que no se molestaba en preocuparse por los que no estaban a su nivel. Y, por supuesto, una dama de compañía entraba dentro de esa categoría inferior.
La joven caminó sobre la extensa alfombra y se situó junto a la cama con el block de notas en la mano. Aquella habitación, repleta de muebles y demasiado recargada, no casaba con la sencillez de la muchacha. Era de mediana estatura y pelo castaño claro, ligeramente ondulado. Sus ojos grandes, de largas pestañas, le conferían una mirada encantadora. Vestía una falda plisada, blusa blanca y jersey gris. Pero, la sobriedad de la vestimenta, no podía disimular una delgada figura y unas bonitas piernas.
La señora Smith-Darcy no se molestó en mirarla.
—Tienes que ir al banco a cobrar un cheque, hay que pagar a los sirvientes. Ve a la carnicería y diles que no estoy satisfecha con la carne que están enviando a la casa. Cuando vuelvas, y no te entretengas mucho, pide cita con mi peluquero y escribe las invitaciones para la fiesta. La lista está en mi despacho.
Luego añadió con petulancia:
—Bueno, ponte a ello. Hay mucho trabajo esperando para cuando vuelvas.
La muchacha salió de la habitación sin pronunciar una palabra, cerró la puerta despacio y bajó a la cocina. Cook le había preparado una taza de café.
—¿Ya le han dado las órdenes, señorita Trent? ¿Otra vez está la señora de mal humor? —preguntó con sorna la cocinera.
—Tal vez sea por el tiempo, Cook. Tengo que pasar por las tiendas, ¿necesitas que te traiga algo?
—Bueno, mi amor, pídele al señor Coffin que te de un par de kilos de salchichas y lo cargue al pedido de carne. Eso será para nuestra propia cena y nadie se enterará.
Emma Trent, pedaleando contra el fuerte y frío viento de febrero, supuso que había trabajos peores que ése. Sólo que no se le ocurría ninguno en aquel momento. Y no era por el clima. Llevaba toda la vida viviendo en Buckfastleigh y estaba habituada a él. No por casualidad, a menos de dos kilómetros, se encontraban los severos páramos de duros inviernos.
El mal tiempo no le preocupaba demasiado, pero la señora Smith-Darcy era otra cosa. Mujer egoísta y perezosa, sólo se preocupaba por ella misma. Pero, gracias a ese salario, Emma conseguía añadir una buena suma a la pensión ridícula que recibía su madre. Por tanto, tenía que conformarse. No era fácil encontrar un trabajo en una ciudad tan pequeña y, de momento, se las arreglaban bastante bien, aunque no les sobraba mucho dinero.
Cuando hubo ultimado los recados y, con las salchichas en una bolsa, pedaleó de vuelta a la inmensa casa, situada en las afueras de la ciudad. Aparcó la bicicleta junto a la puerta de servicio y entró en la cocina. Dejó las salchichas, puso a escurrir la gabardina empapada por la lluvia y se dirigió hacia el diminuto cubículo donde pasaba la mayor parte de los días, preparando cheques, pidiendo citas, tomando notas y llevando los libros de contabilidad de la casa. Cuando no se dedicaba a eso, arreglaba los ramos de flores o abría la puerta si Alice, la doncella, estaba ocupada o tenía el día libre.
—Nunca tengo un momento para aburrirme —reflexionó Emma en alta voz.
Se arregló el pelo y se secó la cara antes de acudir a la insistente llamada de la señora Smith-Darcy. Cada vez que requería su presencia, tocaba ese timbre. Tomó el block de notas y un lápiz y subió a su cuarto.
La señora Smith-Darcy había osado levantarse de la cama y se estaba maquillando frente al espejo del tocador.
—Llevo varios minutos llamando —aseguró sin mirarla—. ¿Dónde has estado? La verdad es que una chica tan fuerte como tú debería haber tardado menos de veinte minutos en hacer esos recados…
—Yo no soy una chica tan fuerte, señora Smith-Darcy, y pedalear contra el viento no es la manera más rápida de viajar. Además, me he empapado…
—No pongas excusas simples. La verdad, a veces me pregunto si vales para este trabajo. Dios sabe lo fácil que es.
Emma sabía que era mejor no replicar. En lugar de eso, preguntó:
—¿Puedo hacer algo por usted, señora Smith-Darcy?
—Dile a Cook que quiero mi café en media hora. Saldré a comer fuera y, durante mi ausencia, ve a recoger a Fru-frú al veterinario. Yo necesito que me lleve Vickery, así que será mejor que, al volver, pidas un taxi. A Fru-frú no le vendría nada bien mojarse. Cuando vuelva arreglaremos cuentas.
—No me he traído dinero.
No mentía por placer. En varias ocasiones había pagado cosas que no le habían sido reembolsadas después.
La señora Smith-Darcy frunció el ceño.
—La verdad, eres bastante incompetente —dijo mientras abría su monedero y le tendía un billete de cinco libras—. Toma… y espero que me devuelvas el cambio.
—Le pediré al taxista que me dé una factura —dijo Emma con voz pausada.
—No hay necesidad de eso.
—Así se quedará tranquila —contestó Emma, cortante—. Ya he escrito las invitaciones; las echaré al correo de camino a casa.
La señora Smith-Darcy, a quien le gustaba siempre decir la última palabra, fue, por una vez, incapaz de replicar antes de que Emma abandonase la habitación.
Eran más de las cinco cuando Emma montó en la bicicleta y se dirigió hacia su casa. Una casa pequeña cerca de la abadía, donde ella y su madre vivían desde la muerte de su padre, hacía ya varios años.
Murió de repente, sin esperarlo. Y, fue después de su muerte, cuando la señora Trent se enteró de que la casa estaba hipotecada. Su marido lo había hecho para ayudar económicamente a su hermano menor. Se suponía que éste les reembolsaría el dinero en un corto período de tiempo. Pero no fue así. Su cuñado se había marchado del país y no conocían su paradero. Como no tuvieron suficiente dinero para cubrir la hipoteca, vendieron la casa y compraron una más pequeña. La pensión de la madre y el sueldo de Emma les permitían vivir discretamente.
Emma sabía de sobra que su trabajo estaba mal pagado. Pero, por otro lado, ese puesto le permitía estar pendiente de la úlcera de su madre…
Por detrás de la fila de casas, había una callejuela por la que Emma solía entrar a la parte trasera del jardín. Dejó la bicicleta junto al desolado cobertizo y entró a la casa por la puerta de la cocina.
La cocina era pequeña, pero tenía sitio suficiente para una mesa y un par de sillas. Las paredes de amarillo pálido la alegraban un poco.
Se quitó la gabardina y se dirigió hacia la sala de estar a través del estrecho pasillo.
La sala de estar también era pequeña, aunque confortable. Los muebles, desgastados por el paso de los años, pero acogedores, reflejaban la luz tenue del fuego en la diminuta chimenea.
La señora Trent levantó la vista de su costura.
—Hola, cariño. ¿Has tenido un buen día? Ha hecho tanto frío y tanta humedad… La cena está en el horno, pero supongo que te apetecerá primero una taza de té…
—Yo la prepararé —dijo mientras besaba las mejillas de su madre y se dirigía a la cocina—. ¡Qué bien huele! ¿Qué has estado cocinando?
—Cazuela y budín de fruta. ¿Has comido bien?
Emma le aseguró que sí mientras lamentaba no haber tenido tiempo suficiente para comerse todo el plato de salchichas; la señora Smith-Darcy tenía la mala costumbre de demandar los recados en los momentos más inoportunos. Recordó ilusionada que su patrona se iría unos cuantos días de vacaciones y, aunque le había dejado una lista inmensa de cosas que hacer, para Emma sería como estar de vacaciones.
Pasó el día siguiente preparando las maletas. Carísimos vestidos capaces de impresionar a cualquier mortal durante su estancia en el hotel más caro de Torquay. Esa estancia, según le dijo a Emma, era vital para su salud. Lo que le hizo recordar la orden que había recibido de apagar la calefacción central mientras ella estuviera fuera.
—Y espero una relación precisa de los gastos de la casa.
La vida después de que Vickery, el chófer, se la hubiese llevado, se convirtió de pronto en un placer.
Era maravilloso poder llegar cada mañana al trabajo sin tener que perder casi media hora escuchando la quejumbrosa voz de su patrona criticando esto o lo otro. Y también podía irse a casa a las cinco en punto cada tarde.
Además de eso, Cook, liberada de las estrictas normas que le imponía la señora Smith-Darcy, se permitió preparar platos exquisitos.
Emma, que disfrutaba de esos manjares en la cocina junto a Cook y Alice, la doncella, no dudó en aceptar los cargos de esas comidas. Sabía que aquello le supondría aguantar un rapapolvo por parte de la señora Smith-Darcy, pero merecía la pena.
Durante el último día de ausencia de la señora, Emma llegó a la casa a la hora establecida. Aún tenía algunas cosas que preparar antes de que esa mujer regresase; arreglar los ramos de flores, preparar el correo, escribir la lista de los invitados que habían aceptado acudir a la fiesta…
Casi se cayó de la bicicleta por mirar el coche que estaba aparcado en la entrada, y a Vickery descargando los bultos del maletero. Emma bajó precipitada de la bicicleta mientras el chófer le contaba.
—Se puso mal durante la noche. El doctor fue a verla, le puso una inyección y le dijo que era un virus o algo así… Alice la ha llevado a la cama, señorita. Será mejor que suba ya.
—¡Vaya, Vickery! Se habrá tenido que levantar tempranísimo… son sólo las nueve.
—Sí, señorita —dijo sonriendo—. Yo le aparcaré la bicicleta.
—Gracias, Vickery. Seguro que Cook te prepara un buen desayuno.
Se quitó el abrigo y subió al piso de arriba. La puerta del dormitorio de la señora Smith-Darcy estaba cerrada, pero pudo escuchar perfectamente su voz enojada. No podía estar muy enferma si era capaz de gritar de ese modo, pensó Emma mientras abría la puerta.
—Aquí estás, nunca cuando se te necesita, como siempre. Estoy enferma, muy enferma. Ese estúpido doctor que me vio en el hotel dijo que era una especie de virus. No lo creo. Está claro que sufro de algún grave desorden interno. Ve y llama al doctor Treble y dile que venga de inmediato.
—Estará pasando consulta ahora —apuntó Emma—. Le diré que venga en cuanto termine. ¿Le duele mucho? ¿Le dijo el médico de Torquay que fuese a urgencias?
—Por supuesto que no. Si necesitara que me hicieran algo iría a un hospital privado. Estoy muy mal… agonizando… Haz lo que te digo —ordenó sin mirarla apenas a los ojos—. Debe de atenderme inmediatamente.
La tímida Alice le colocaba, mientras tanto, los almohadones de la cama. Realmente, no parecía muy enferma; su color de cara era normal y, si realmente le doliera algo, no estaría tan pendiente de qué bata le ponían sobre los hombros. Emma bajó y llamó al consultorio.
La recepcionista contestó el teléfono.
—¿Cómo estás Emma? ¿Tu madre está bien? Hace unos días la vi y parecía gozar de buena salud.
—Mi madre está bien, gracias, señora Butts. La señora Smith-Darcy llegó esta mañana de pasar unos días en Torquay. Se sintió mal durante la noche y el doctor del hotel le dijo que tenía un virus y que debía marcharse a casa. Le dio algo… no sé qué. Dice que se encuentra muy mal y que quiere que el doctor Treble la vea inmediatamente.
—La consulta no ha terminado aún; al menos tendrá para media hora más… Tal vez quiera ella acercarse aquí con el coche, aunque eso es bastante improbable, ¿verdad?
Hizo una pausa antes de preguntar.
—¿Está verdaderamente enferma, Emma?
—Su color de cara es normal; está muy alterada…
—¿Y cuándo no está ella alterada? Le diré al doctor que la visite cuando acabe la consulta. Pero te aviso que, si hay algo verdaderamente urgente, tendrá que ir primero.
Emma encontró a la señora Smith-Darcy sentada sobre la cama retocándose el maquillaje.
—¿Se encuentra mejor? ¿Quiere té, o café?, ¿tal vez algo para comer?
—No seas ridícula. ¿Es que no ves lo mal que lo estoy pasando? ¿Viene ya el doctor?
—Vendrá cuando acabe la consulta… en una media hora, más o menos, ha dicho la señora Butts.
—¿La señora Butts? ¿Quieres decir que no has hablado con el doctor Treble?
—No. Estaba con un paciente.
—Yo soy una paciente —dijo furiosa.
Emma le contestó inmutable:
—Sí, señora Smith-Darcy. Volveré enseguida; voy a abrir el correo, si no necesita nada más.
Debía haber modos más fáciles de ganarse la vida, pensó mientras bajaba a la cocina para pedirle a Cook que preparase una limonada.
Subió el refresco a su habitación, pero tuvo que regresar con él de nuevo a la cocina porque la señora no lo encontraba lo suficientemente dulce. Cuando regresó, se ocupó de cerrar las cortinas para que la luz de aquella mañana de febrero no molestase sus débiles ojos, luego la cubrió con una manta y le puso otra bata sobre los hombros; la que llevaba no era del color adecuado.
—Ahora, tráeme el correo —dijo la señora Smith-Darcy.
Tal vez, pensó Emma mientras bajaba una vez más las escaleras, el doctor la recetase algún medicamento que consiguiese tranquilizarla y mantenerla adormecida durante largos períodos de tiempo.
—Facturas —dijo la señora Smith-Darcy—. ¡Siempre igual!
Tenía que hacer frente a los pagos de sus empleados, y un sobrino indigente había tenido la desfachatez de pedirle un préstamo…
—Cualquiera pensaría que me sobra el dinero —dijo indignada.
Lo cual, de hecho, era bastante cierto.
Cuanto más rico, más tacaño, pensó Emma mientras retiraba los sobres y clasificaba las facturas esparcidas sobre la cama y el suelo.
Estaba de rodillas, de espaldas a la puerta, cuando Alice entró para anunciar que el doctor había llegado.
Algo en su voz hizo que Emma se volviera a mirar. No era el doctor Treble, sino un desconocido que, desde la posición en que ella se encontraba, parecía enorme.
De hecho, era bastante corpulento, y muy alto. De rasgos marcados, poseía un rostro interesante y bello. De pelo canoso, supuso que rondaría los treinta y tantos. Emma se percató de su mirada burlona cuando ella se levantó del suelo.
—Levántate, chica —ordenó la señora Smith-Darcy mientras miraba al extraño—. Yo pedí que viniera el doctor Treble. A usted no lo conozco, ¿verdad?
El se acercó a la cama.
—Soy el doctor Wyatt. Sustituyo al doctor Treble por un corto período de tiempo. ¿Qué puedo hacer por usted, señora Smith Darcy? Me dijeron que era urgente.
—¡Ay, doctor! He tenido una experiencia terrible… —Luego, cambió el tono—. Señorita Trent, tráigale una silla al doctor.
Pero, antes de que Emma se moviera, él mismo tomó una y se sentó sobre ella, sin hacer caso de los alarmantes crujidos; después, volvió a lanzarle una simpática mirada a Emma.
«Parece muy agradable», pensó ella, tratando de observarlo discretamente. Deseaba que fuese él quien reconociese a la señora Smith-Darcy; al menos, no podría torearle como hacía con el doctor Treble.
Y así fue. La señora Smith-Darcy tuvo que limitarse a contestar a sus preguntas de modo escueto; el doctor no le daba oportunidad de alargar las respuestas. Aunque ella lo intentaba.
—¿Qué cenó y qué bebió anoche? —preguntó el médico.
—El hotel es famoso por su excelente comida —se jactó—. Es carísimo, por supuesto, pero, si quieres lo mejor, tienes que pagarlo, ¿no le parece?
Ella esperó que él hiciese algún comentario. Cuando observó que el médico no se daba por aludido añadió:
—Bueno, tomé un aperitivo antes de la cena, por supuesto; unos deliciosos canapés. Tengo poco apetito, pero siempre hay sitio para el caviar. Luego, veamos, un filete de lenguado con salsa de champiñones a la crema, claro… Después, un faisán exquisito, con una cuidada selección de verduras.
—¿Y? —preguntó el doctor Wyatt sin inmutarse.
—El postre. Un delicioso bocado de merengue con salsa de chocolate y curasao… —rió encantada—. Una cena deliciosa…
—Y la razón de su malestar gástrico. No es nada serio, señora Smith-Darcy. Se le pasará con unas simples pastillas que comprará en la farmacia. Y trate de practicar una dieta más ligera en el futuro. Estoy seguro de que su hija…
—Mi dama de compañía —se apresuró a corregir—. Soy viuda, doctor, no tengo hijos y estoy muy débil.
—Le sugiero que haga un poco de ejercicio diario, los paseos ligeros le vendrán bien.
La señora Smith-Darcy comenzó a impacientarse.
—Creo que no entiende que estoy muy delicada, doctor. Espero no tener que llamarlo de nuevo.
—No lo creo. Le aseguro que no le pasa nada, señora Smith-Darcy. Se encontraría mejor si se levantase de la cama.
Se despidió de ella cortés, pero fríamente.
—Le daré la receta y las instrucciones a su dama de compañía.
Emma le abrió la puerta, pero él permitió que ella saliese primero y él mismo la cerró tras ellos.
—¿Podemos hablar en algún sitio? —preguntó el médico.
—Sí, claro.
Lo condujo hacia su minúsculo despacho en el piso de abajo.
El miró alrededor.
—¿Aquí es donde trabaja una dama de compañía?
—Sí. Bueno, también llevo las cuentas y escribo las cartas. La mayor parte del tiempo estoy con la señora Smith-Darcy.
—¿Pero no vive aquí?
Sus preguntas parecían amables y Emma respondía sin tapujos.
—No, yo vivo en Buckfastleigh con mi madre.
—Un lugar encantador. La parte que más me gusta es la de la abadía.
—A mí también; allí es donde vivimos… —Se detuvo, pensando que a él no le interesaría saber nada de ella. No eran más que extraños que, tal vez, no volverían a verse—. ¿Quería decirme algo sobre la señora Smith-Darcy?
—Está perfectamente, aunque tiene un exceso de peso. La próxima vez que coma demasiado, que se tome una de estas tabletas en lugar de llamar al doctor —dijo mientras escribía la receta. Luego, la miró a los ojos—. ¿Sabe que malgasta su talento en este lugar, señorita?
Ella se puso colorada.
—No tengo ninguna preparación específica, sólo taquigrafía y mecanografía y algo de contabilidad. Pero no hay mucho donde elegir en este lugar.
—¿No le gustaría independizarse?
—No. No puedo hacerlo. ¿Está enfermo el doctor Treble?
—Sí, está en el hospital. Ha sufrido un ataque cardíaco y seguramente se retire.
—Lo siento mucho —dijo apesadumbrada—. ¿No quiso decírselo a la señora Smith-Darcy?
—No. Dentro de poco vendrá otro médico para cubrir la vacante.
—¿Usted no?
—No —sonrió—. Yo sólo estaré aquí hasta que se organicen un poco las cosas.
Le dio la receta y cerró el maletín. Le extendió su mano grande y firme, y ella quiso prolongar ese contacto. Era un hombre muy amable, podría ser un espléndido amigo. Emma sonrió ante la absurda idea y el doctor pensó entonces que ella tenía una sonrisa encantadora.
Lo acompañó hasta la puerta, y desde allí, vio el Rolls Royce plateado que lo esperaba en la entrada.
—¿Es suyo? —preguntó asombrada.
—Sí —contestó divertido.
Emma le pidió disculpas por su indiscreción y se puso colorada. Se quedó en el umbral de la puerta hasta que el coche desapareció de su vista. Encontró a la señora Smith-Darcy especialmente malhumorada cuando subió a su dormitorio.
—La verdad, no sé qué está pasando con la profesión médica. Jamás había oído tantas estupideces. Estoy asombrada. Baja a por mi café y unos borrachos.
—El doctor me ha dado una receta para usted —dijo Emma—. Le traeré el café mientras se viste, ¿le parece?
—No tengo ninguna intención de vestirme. Irás a la farmacia mientras me tomo el café. Y no te entretengas. Tienes muchas cosas que hacer aquí.
Cuando regresó, la señora Smith-Darcy le preguntó.
—¿Qué pasa con el doctor Treble? Espero que ese hombre lo sustituya por poco tiempo; no tengo ninguna gana de volver a verlo.
Emma, prudentemente, no hizo ningún comentario al respecto. Bajó a la cocina para encargar la cena que la señora había decidido. De nuevo, una comida demasiado copiosa según la advertencia del médico, pensó Emma. Luego, bajó a la bodega a por una botella de Bollinger que satisficiera el paladar de la enferma.
Aquella noche, Emma le habló a su madre del nuevo médico durante la cena.
—Estuvo muy amable y parece muy bueno en su trabajo.
—¿Es muy mayor? —pregunto la señora Trent.
—Entre treinta y treinta y cinco, creo. Tiene el pelo canoso.
Una respuesta que no complació a su madre.
Febrero, cansado del invierno, se adelantó a la primavera durante un par de días. Emma iba de un lado para otro en casa de la señora Smith-Darcy sin parar de hacer planes. El domingo siguiente pasaría el día fuera, con su madre. Alquilaría un coche en Dobbs e irían a Widecombe, en los páramos; luego se acercarían a Bovey Tracey, donde comerían. Regresarían a casa por Ilsington. Nada de autopistas, preferían conducir a través de carreteras comarcales que rodeaban el paisaje que tanto disfrutaban.
Había estado ahorrando para comprarse un abrigo de lana y una falda, pero pensó que eso podría esperar hasta el otoño. Su madre y ella apenas salían, excepto las raras visitas a Plymouth o Exeter; ambas necesitaban cambiar de aires…
El domingo amaneció un día fantástico. Despejado y muy soleado, aunque algo frío. Emma se levantó temprano, dio de comer a Queenie, su viejo gato, preparó el té y desayunó junto a su madre. Mientras esta recogía, Emma fue a la oficina a alquilar el coche.
El señor Dobbs conoció al padre de Emma y llevaba tiempo animándola a que alquilase un coche pequeño a precio reducido. Eligió para ella un viejo Fiat, de color rojo, con todas las garantías y que funcionaba muy bien. Los ojos de Emma se posaron sobre un Rolls Royce maravilloso…
Salieron temprano y, como tenían todo el día por delante, Emma condujo hasta Ashburton y tomó la estrecha carretera a través de los páramos que llevaba a Widecombe. Allí, tomaron un café antes de continuar hacia Bovey Tracey. Era demasiado pronto para comer, por lo que se acercaron hasta Lustleigh, un antiguo pueblo de casas de granito, perdido entre las colinas del páramo. Era un lugar encantador, incluso en un día de invierno. En los tejados de paja aún brillaban los últimos resplandores de la escarcha caída durante la noche, y las chimeneas humeaban generosamente.
Repartidas por todo el pueblo, y situadas graciosamente junto a las colinas, se encontraban algunas casas viejas rodeadas de jardines algunas; otras, resultaban ser prósperas granjas.
—No me importaría vivir aquí —dijo Emma, mientras pasaban junto a una villa con un encanto especial—. ¿Quieres que vayamos hasta Lustleigh Cleave y vemos el río?
Después de aquello, ya era tiempo de buscar un lugar para comer algo. La mayoría de los cafés y restaurantes de aquel pequeño lugar estaban cerrados, pues la temporada de turismo hacía tiempo que había terminado. Encontraron una taberna donde les sirvieron una excelente carne asada con guarnición y una deliciosa tarta casera de postre.
Observando cómo disfrutaba su madre, Emma se prometió que harían una excursión similar antes de acabar el invierno; mientras los pueblos y las carreteras estuviesen medio vacíos.
Caía la tarde y, como tenían que devolver el coche hacia las siete, decidieron regresar directamente y tomar el té una vez en casa. Tomaron la estrecha carretera hacia Ilsington y, tras pocos kilómetros, la madre de Emma se desvaneció calladamente sobre el asiento. Emma detuvo el coche inmediatamente y trató de que su madre recuperara la consciencia.
—¡Mamá! ¡Mamá! ¿Qué te pasa…?
Enseguida supo que repitiendo su nombre no conseguiría nada. Le desató el cinturón de seguridad y le buscó el pulso mientras la señora Trent permanecía inconsciente y con los ojos cerrados. Al menos, el pulso y la respiración parecían normales.
Emma miró alrededor. La carretera era demasiado estrecha; sería imposible dar la vuelta. Pero tampoco tenía sentido continuar hacia Ilsington; era un pueblo demasiado pequeño como para encontrar un centro médico. Tomó una manta del asiento trasero del coche y cubrió a su madre con ella. Su madre recuperó entonces la consciencia y Emma se sintió aliviada. Pero el alivio duró poco tiempo. La señora Trent comenzó a quejarse de fuertes dolores.
—Emma… me duele mucho… Creo que no puedo soportarlo…
Sólo podía hacer una cosa. Dar la vuelta, tomar la carretera principal y regresar a Bovey Tracey.
—Tranquila, mamá —dijo Emma—. No estamos muy lejos de Bovey… Allí hay un hospital; ellos te ayudarán.
Dio marcha atrás al coche, desplazándose a muy lenta velocidad, pues los laterales de la carretera estaban cortados en un profundo talud. De pronto, un coche que avanzaba en dirección contraria, frenó a tan sólo unos centímetros de la parte trasera de su automóvil. Emma se bajó rápidamente; ya tenía ayuda. Ni siquiera se fijó en el coche, simplemente, corrió hacia la ventanilla que aquel hombre acababa de bajar.
—¡Es usted! —exclamó ella—. Tiene que ayudarme. Por favor, venga rápido.
El doctor Wyatt la siguió sin decir ni una palabra.
—Es mi madre… Se ha desvanecido y tiene fuertes dolores. No podía dar la vuelta ni ir hacia Ilsington, tan alejado de todas partes…
—Veré qué es lo que pasa —dijo el doctor. La señora Trent tenía mal aspecto, estaban muy pálida y tenía las manos heladas.
—Mi madre tiene una úlcera de estómago; toma medicinas alcalinas y hace varias comidas de poca cantidad y toma mucha leche.
—¿Puedes desabrocharle el abrigo? Voy a reconocerla. Iré a por mi maletín.
Cuando la hubo reconocido, dijo muy serio:
—Tu madre necesita tratamiento urgente. La llevaré en mi coche hasta Exeter. Síguenos en cuanto puedas.
—De acuerdo —dijo con mirada ausente.
—¿Algún problema? —preguntó él.
—El coche es alquilado. Tengo que devolverlo antes de las siete.
—Voy a ponerle una inyección a tu madre que le quite el dolor. Ve mientras a mi coche. Hay un teléfono entre los asientos delanteros. Creo que deberías telefonear a la agencia y decirles lo que ha pasado. Creo que la úlcera ha perforado el estómago de tu madre, lo cual precisa una intervención inmediata.
Ella lo miró, pálida, incapaz de pensar o de decir algo. Asintió y corrió hacia el coche. Cuando hubo llamado, el doctor ya había transportado a su madre al coche. La colocaron cómodamente sobre los asientos traseros y Emma se sintió aliviada cuando su madre pareció encontrarse mejor.
—Ella estará bien, ¿verdad? Supongo que irá aprisa. Yo iré hacia adelante hasta que pueda dar la vuelta. ¿A qué hospital me dirijo?
—El hospital real de Devon y Exeter, ¿sabes dónde está?
El doctor Wyatt entró al coche y se alejó marcha atrás. Si las circunstancias no hubiesen sido tan adversas, habría permanecido observando la pericia con la que se él desenvolvía.
Emma condujo durante casi dos kilómetros hasta que encontró un camino adyacente donde pudo girar y rehacer el camino. Estaba temblando. La vida de su madre peligraba y temía no llegar a tiempo al hospital. A pesar de todo, trataba de conducir con cuidado. Una vez en la carretera principal, sólo tenía veintiséis kilómetros hasta Exeter…
Dejó el coche en el aparcamiento del hospital y trató de caminar, y no correr, hacia la entrada de urgencias. Allí estaban informados, gracias a Dios, de quién era ella y a quién buscaba. Una enfermera, de cuerpo menudo y dulce voz, se acercó a ella.
—¿Señorita Trent? Su madre está siendo operada en este momento. Venga a sentarse a la sala de espera. Allí le servirán una taza de té, si lo desea. Su madre está en buenas manos y, en cuanto la trasladen a su habitación, podrá verla. En pocos minutos tendremos más noticias, pero, de momento, tómese el té.
Emma asintió; si intentase hablar, rompería a llorar. Su pequeño mundo se tambaleaba y parecía venirse abajo. Agarró la taza con las dos manos y bebió el té. Cuando la hermana regresó, Emma le preguntó temblando aún:
—¿Falta mucho?
La enfermera consultó su reloj.
—No mucho. En cuanto acabe la operación la avisarán, no se preocupe. ¿Va a volver a Buckfastleigh esta noche?
—¿Podría quedarme aquí? Puedo dormir en una silla.
—Si va a quedarse le procuraremos algo mejor que eso, señorita. ¿Quiere telefonear a alguien? Emma negó con la cabeza.
—Vivimos mi madre y yo solas. Es una pena que todas las cosas pasen tan de repente…
—Tal vez le venga bien llorar un poco. Yo iré a trabajar. Ha habido una pelea callejera y estamos muy ocupados.
Emma se sentó y trató de no llorar. No quería que su madre la viese preocupada. Cualquiera que fuese la noticia, ella no perdería el control.
—Tu madre se pondrá bien, Emma —dijo el doctor Wyatt.
Entonces, él la tomó en sus brazos y Emma rompió a llorar.