Capítulo 3

Acabando el día, Emma supo que durante las siguientes dos semanas no tendría tiempo para aburrirse. La señora Hervey que, sin duda era una encantadora mujer, no tenía ni idea de lo que implicaba ser madre.

Durante el almuerzo le confesó a Emma que jamás había hecho nada por sí misma. Había crecido en los brazos de una devota niñera y de unos padres que la mimaban demasiado. Después, su cariñoso marido tenía el dinero suficiente para permitirle el estilo de vida al que ella estaba acostumbrada.

—Todo el mundo está enfermo —se quejó—. Mi vieja niñera debería estar aquí cuidando de mí mientras Mike está fuera, pero ha tenido que ir a cuidar a los hijos de mi hermana; tienen la varicela. Y la madre de la niñera que iba a venir… ¡Imagínate, Emma! Salgo del hospital con el niño y, al día siguiente, la cocinera y Elsie se ponen también enfermas.

—Entonces, ¿estuvo varias semanas en el hospital después de dar a luz? ¿Cayó enferma después de que el niño naciera?

—No, no. Mike lo arregló así para que yo me recuperase totalmente antes de enfrentarme a la vida cotidiana de nuevo.

Emma se abstuvo de decir que la mayoría de las mujeres regresaban inmediatamente a casa sin más ayuda que un marido complaciente. Decidió arriesgar un poco.

—Mientras esté aquí, puedo enseñarla a cuidar del niño y preparar los biberones, así, cuando la niñera tenga el día libre, sabrá cómo hacerlo.

—¿Lo harás? ¡Qué encantadora eres!

—¿Cómo se llama el niño?

—Aún no lo habíamos decidido cuando Mike tuvo que irse. Le llamamos «bebé» mientras tanto. Supongo que le pondremos Bartolomé, en honor al padre de Mike, ya sabes. Es muy rico.

Era una pena poner ese nombre a un niño sólo para honrar los dineros de su abuelo.

—¿Puedo llamarle Bart? —preguntó Emma.

—¿Por qué no? —contestó—. ¿Te has encontrado bien aquí, Emma? Ha sido un día muy ajetreado…

En efecto, lo había sido.

Después de aquel primer día, y habiendo terminado la jornada más tarde de las nueve de la noche, Emma pensó que tendría que organizar las cosas de otro modo.

—Vendré a las ocho y le prepararé el desayuno. Mientras lo toma, bañaré a Bart y le daré el biberón de las diez. Cuando tome el de las dos, le echaré a dormir. Yo necesito ir a casa durante una o dos horas para hacer la compra y esas cosas, pero volveré con tiempo suficiente para preparar la cena del niño y la suya. Me quedaré hasta las nueve. Lo único que tendrá que hacer es calentar el biberón de las diez. Prepararé otro más, por si acaso se despierta de madrugada y tiene hambre.

La señora Hervey la miraba encantada con sus grandes ojos azules.

—Eres un ángel. De acuerdo, te irás a casa y luego te quedarás hasta las nueve.

—Muy bien.

—Cenarás y comerás conmigo, ¿quieres?

—Gracias, será un placer. En cuanto a hacer la compra, creo que a Bart le hará bien salir a pasear un rato.

—Me daría mucho miedo, con tanto tráfico… Estamos tan lejos de las tiendas… Yo siempre encargo lo que necesito por teléfono.

—En ese caso, lo sacaré a pasear por las mañanas, si no hace muy mal tiempo.

—Te lo podrías llevar a tu casa a medio día, si quieres.

Emma esperaba esa reacción.

—Me temo que no es posible. Está muy lejos y yo voy en bicicleta. Además, usted es su madre y él querrá estar con usted.

—¿Eso crees? Bueno, yo no sé qué hacer cuando llora…

—Primero mire si está mojado. Si lo está, cámbielo y tómelo en sus brazos.

—Parece muy fácil.

—Lo será, y le gustará cuando aprenda.

Aunque le pareció una idea algo descabellada, la señora Hervey asintió.

Le llevó un par de días establecer una rutina diaria. La señora Hervey era especialmente inútil, no sólo con su hijo, sino con cualquier actividad relacionada con la casa. A pesar de ello, era de naturaleza amable y se mostraba voluntariosa para aprender.

Las dos congeniaron muy bien y Bart, con sus necesidades cubiertas, se transformó en un bebé muy tranquilo.

Emma telefoneó a su madre durante la semana y le agradó escuchar que se encontraba muy bien. Cuando Emma le contó que tenía trabajo y que tal vez no podría ir a visitarla, ella le dijo que no se preocupara y se alegró mucho.

Era sábado cuando Sir Paul Wyatt, de camino a casa tras una conferencia en Bristol, pasó a visitar a la señora Trent. Él no sabía nada de Emma. La única vez que había pasado a verla encontró la casa cerrada y ni rastro de ella. Supuso que estaría con sus amigos y no había vuelto desde entonces.

La señora Trent se alegró de verlo. Estaba haciendo grandes progresos y se sentía feliz. De hecho, el doctor pensó que podría irse a casa antes de lo previsto. Sólo cuando ella le habló del trabajo de Emma decidió dar marcha atrás. Si la enviaba a casa, Emma tendría que dejar el trabajo, y sospechaba que la familia Trent necesitaba ese dinero.

—¿Trabaja en el pueblo? —preguntó él.

—Sí. Va en bicicleta todos los días. Es una tal señora Hervey; vive al otro lado de Buckfastleigh, en una casa preciosa, según dice Emma. Estará allí hasta que la cocinera y la doncella se recuperen y la niñera del recién nacido pueda empezar a trabajar.

—¿Es joven la señora Hervey?

—Sí. Su marido está de viaje, en América, creo. Ella parece bastante perdida sin él. Pero le estoy entreteniendo, doctor —afirmó la señora Trent—. Supongo que querrá usted irse a casa con su familia. Ha sido muy amable viniendo a visitarme. Le dije a Emma que ella no viniese. Por lo que me dijo, no debe tener mucho tiempo libre, y yo pronto estaré en casa.

—Así es, señora Trent. Se despidieron estrechándose las manos.

—Supongo que usted no va a verla, ¿verdad doctor?

—Si la veo, le enviaré sus saludos —le aseguró.

Quince minutos más tarde, Sir Paul aparcaba el coche frente a su casa en el corazón de Lustleigh. Situada cerca de la iglesia, la casa, con tejados de paja a distintos niveles, estaba plagada de pequeñas ventanas paneladas. Los sólidos muros, repletos de plantas trepadoras, se convertían en verano y en otoño en una explosión de color.

Entró bajo el arco de la puerta y le recibieron en la estrecha entrada dos grandes perros. Se inclinó para acariciarlos mientras el ama de llaves se acercaba a él. Era una mujer de baja estatura y algo regordeta, de cara redonda y sonrosada, diminutos ojos azules y muy simpática.

—Aquí está por fin —observó—. Ya era hora, si me permite decirle. Tiene la mejor cena del mundo esperándolo.

—Déme diez minutos, señora Parfitt y daré buena cuenta de ella.

—Un día ajetreado, supongo. Hora de tomarse unas vacaciones. Aunque no sea la persona idónea para decirlo, Dios sabe que se las merece. Se suponía que iba a dejar durante seis meses el trabajo en el hospital, ¿no? Pues ahí está usted, señor, trabajando sin parar, sustituyendo al viejo doctor Treble, dando conferencias…

—Me divierto —comentó él.

Se quitó el abrigo, agarró su maletín y entró en su estudio.

Había una pila de cartas sobre la mesa del despacho y la luz del contestador parpadeaba; ignoró ambas cosas y se sentó ante la mesa. Descolgó el auricular del teléfono, marcó un número y esperó pacientemente a que alguien respondiera.

Emma descubrió enseguida que era imposible enfadarse ni impacientarse con la señora Hervey. Se había resignado al desastre de casa que se encontraba cada mañana al llegar al trabajo. La mesa de la cocina siempre estaba llena de los utensilios que la señora Hervey había usado para la cena; y los restos de esa comida solidificados sobre los platos y cacerolas. Pero, al menos, había entendido las instrucciones sobre los biberones de Bart, aunque no se molestaba en limpiar nada que hubiese utilizado. Pero cada vez manejaba mejor a su hijo, a pesar de que se ponía a llorar de impotencia ante el más mínimo contratiempo.

A finales de semana, Emma sugirió que sería buena idea llevar a Bart al pediatra, o buscar a un médico que fuese a reconocerlo en casa para comprobar que progresaba adecuadamente.

—De eso nada —dijo la señora Hervey, airada—. Ya hablaron de eso cuando estuve en la clínica, pero por supuesto que no es necesario, teniendo una niñera en exclusiva.

—Pero la niñera no está aquí —señaló Emma.

—Bueno, tú sí, y ella vendrá pronto; al menos eso dijo.

La señora Hervey sonrió abiertamente y se dedicó a inspeccionar la ropa de bebé que acababa de llegar de Harrods.

A finales de semana, Emma se encontraba cansada; las dos horas libres cada tarde eran suficientes para arreglar la casa, hacer la compra, ver a Queenie, fregar los platos y planchar. Cuando regresaba por la noche estaba tan cansada que se limitaba a tomar un sandwich y una taza de té antes de caer rendida sobre la cama. Sabía de sobra que estaba trabajando demasiadas horas, pero sólo serían un par de semanas. Además, las primeras cien libras añadirían algo de vida a su raquítica cuenta bancaria.

El sábado por la noche, sobre las nueve, respiró aliviada. El domingo sería como cualquier otro día de la semana, pero tal vez se acercasen a verla Cook o Alice y con su visita se aliviaría el día de trabajo. Varias veces sugirió a la señora Hervey que contratase a alguien para la limpieza, pero ella rechazó la idea amablemente.

—Tú lo estás haciendo muy bien, Emma; es justo lo que yo pedía en el anuncio.

Emma no había vuelto a decir nada, ¿para qué? Sólo esperaba que la señora Hervey no conociese malos tiempos; no estaba preparada para enfrentarse al mundo real.

Estaba a punto de ponerse el abrigo cuando oyó la agitada voz de la señora Hervey. Subió de nuevo al piso de arriba y la encontró inclinada sobre la cama del niño.

—Míralo, está muy rojo. ¡Va a vomitar, lo sé!

—Necesita que le cambien —dijo Emma.

—Oh, me alegro de que estés aún aquí.

La señora Hervey sonrió amablemente y fue a responder la llamada de teléfono.

Volvió unos minutos más tarde.

—Una visita —dijo muy alegre—. Viene de camino. Iré a preparar las bebidas.

Emma todavía resolvía las urgentes necesidades de Bart cuando oyó el timbre de la puerta y escuchó voces. La señora Hervey reía mucho; debía ser alguien de confianza y a quien se alegraba de ver. Hasta entonces, había rechazado las visitas de sus amigos y no había invitado a nadie a su casa.

—Le prometí a Mike que me quedaría tranquila cuidando del niño —le había contado a Emma—. En cuanto venga la niñera ya podré dedicar tiempo a otras actividades.

Bart, una vez que sus necesidades habían sido cubiertas, se durmió. Lo estaba meciendo entre sus brazos cuando se abrió la puerta y entró la señora Hervey seguida de Sir Paul Wyatt.

El corazón de Emma dio un vuelco y se sintió feliz de verlo aunque, al mismo tiempo, le apenó que la sorprendiese tan desaliñada. Incluso con sus mejores galas, ella no era nada del otro mundo, pero a última hora de la tarde y tras un día intenso de trabajo, se veía muy desmejorada.

¿Qué hacía ese hombre allí? Los miró distraídamente y esperó a que alguno de ellos fuese el primero en hablar.

—Emma, te presento a Sir Paul Wyatt; es médico. Es el mejor amigo de Mike y ha venido a ver a Bart. No sabía que yo estaba en casa, porque les había dicho a todos que me iba a Escocia mientras Mike estuviera fuera. Figúrate, se ha convertido en un simple médico de familia mientras el doctor Treble esté fuera —la señora Hervey lo miró dubitativa—. Porque tú eras cirujano, ¿verdad?

—Sí. Es por cambiar un poco. Emma y yo ya nos conocemos, he operado a su madre no hace mucho tiempo —él sonrió desde el otro lado de la habitación—. Buenas tardes, Emma. ¿Estás interna aquí?

—No, me iba ya a casa.

—Un poco tarde, ¿no?

—Bueno —dijo la señora Hervey—, eso es culpa mía. Bart se puso a gritar y me asusté mucho, pensé que estaba enfermo. Como Emma no se había ido aún, subió a echarme una mano.

—Necesitaba que le cambiasen el pañal —dijo Emma.

Sir Paul soltó una carcajada.

—Vaya, Doreen, ¿cuándo vas a crecer? Será mejor que Mike venga pronto —se inclinó sobre la cuna y contempló el bebé dormido—. Es igual que su padre. Parece un niño muy sano. ¿Cómo es que no tienes una niñera? Y, ¿dónde están los sirvientes?

—Vamos abajo y te lo contaré mientras tomamos algo.

Emma deseaba irse cuanto antes.

—¿Cómo regresas a casa? —le preguntó el doctor a Emma.

—En bicicleta, está muy cerca. Además —añadió—, me gusta hacer ejercicio.

Todos bajaron y, mientras Emma se volvía a poner el abrigo, escuchó que Sir Paul le decía a la señora Hervey que no podía quedarse más de diez minutos. Emma dio las buenas noches y se dirigió a su casa pedaleando con furia.

Eran las nueve y media y, aunque tenía hambre, estaba demasiado cansada como para hacer algo más que poner la tetera. Dio de comer a Queenie y echó un vistazo a las escasas provisiones de la nevera. Se preguntaba si sería más atractivo un huevo cocido y los restos de carne del día anterior o una ducha rápida y una taza de té en la cama.

El sonido de la puerta la sorprendió en ese momento. Mientras iba a abrir pensó si serían malas noticias sobre su madre. Echó la cadena y abrió lo suficiente como para ver la figura del doctor.

—Sí, soy yo, Emma.

—¿Qué pasa? ¿Es mamá? —preguntó asustada.

—Tu madre está bien; la he visto hace poco. Ahora, abre la puerta, sé buena chica.

El doctor entró con un paquete entre las manos.

—Pescado y patatas fritas —dijo Emma, encantada de pronto.

—Una comida rápida y nutritiva, pero hay que comerla inmediatamente.

Fueron hacia la cocina, sacó unos platos del armario y entonces se detuvo.

—Pero usted no querrá comer pescado y patatas…

—¿Por qué no? No he cenado esta noche y estoy muerto de hambre.

Mientras hablaba, estaba repartiendo la comida sobre los platos, al tiempo que Emma ponía la mesa.

—Estaba preparando té —le dijo.

—Estupendo. ¿Te importa si me quedo?

Ya que acababa de tomar asiento a la mesa le pareció inoportuno negarse; además, ella no quería que se fuera.

Se sentó frente a él con Queenie a sus pies, deleitándose del delicioso aroma del pescado. Durante unos minutos, ninguno de los dos habló. Sólo tras varios bocados él preguntó:

—¿Cuánto tiempo llevas trabajando para Doreen Hervey?

Cuando Emma le contestó, Sir Paul añadió:

—No te debe quedar mucho tiempo libre. Me parece que haces una jornada demasiado larga.

—Vuelvo a casa a medio día durante una o dos horas…

—¿Para comprar y limpiar y hacer la cama…? Estás demasiado pálida, Emma. Necesitas tomar aire fresco y tener algunas horas de recreo.

—Bueno, las tendré en poco tiempo; la niñera irá pronto y la doncella volverá la semana que viene, según me ha dicho la señora Hervey.

—Entonces necesitas el dinero, claro.

—Sí, por supuesto. Y cuando mi madre esté en casa, no podré trabajar.

Se llevó una patata a la boca. Tenía unos dientes muy blancos y, cuando sonreía relajada, se veía bonita.

Era sorprendente, pensó él, lo que un poco de comida y un té podía hacer por una persona. No podía recordar cuándo había tomado comida rápida por última vez, pero le alegró comprobar que las mejillas de Emma recobraban el color.

El doctor se levantó de la mesa, metió los platos en la pila y abrió el grifo.

—No va a fregar —dijo Emma, convencida.

—Lo haré. Tú puedes secar los platos, si quieres.

—Bueno, la verdad… —afirmó Emma, sonriente—. No se comporta como un cirujano especialista.

—Me alegro de oír eso. Yo no estoy todo el día en la sala de operaciones. También tengo mi vida social.

No sabía por qué a Emma no le gustó oír eso.

En cuanto recogieron el último tenedor, el doctor le deseó buenas noches y se marchó.

Ella pareció defraudada cuando se hubo ido.

—Solo —le explicó a Queenie— porque no estoy acostumbrada a recibir a mucha gente… bueno, a muchos hombres.

Media hora más tarde, Sir Paul entraba en su casa y era recibido, como siempre, por sus perros y el ama de llaves.

—Sé que es usted un hombre muy ocupado, señor, pero éstas no son horas para que un hombre respetable venga de trabajar. Querrá inmediatamente la cena…

—Ya he cenado, gracias, señora Parfitt. La habría avisado, pero no había teléfono.

—¿Que ha cenado? ¿Con el doctor Treble? —Casi sollozó—. Su cocinera es malísima. Dudo que haya disfrutado la comida.

—Pescado con patatas fritas, y he disfrutado cada bocado.

—¿Cómo? ¿Ha comido en cartones? —exclamó horrorizada.

—No, no. En un plato y en compañía de una joven.

—Ah, me alegro de oírlo, señor. ¿Era bonita?

—No —dijo sonriendo—. No se deje llevar por su imaginación, señora Parfitt. Ella necesitaba comer.

—¿Dando de comer al hambriento como siempre? Tiene un montón de correspondencia sobre su escritorio; le llevaré una taza de café y alguna de mis pastas.

—Excelente.

La señora Parfitt tenía razón; había muchas cartas que abrir y el contestador automático no dejaba de parpadear. Estuvo ocupado hasta altas horas de la mañana, después sacó a pasear a los perros y, por fin, se metió en la cama. No había pensado en Emma ni una sola vez.

—Qué casualidad que conozcas a Paul —dijo la señora Hervey cuando Emma llegó aquella mañana—. Es una bellísima persona; si no hubiese encontrado a Mike creo que me habría enamorado de él. No es que él me diese ninguna esperanza, ya sabes. Supongo que se casará cuando encuentre la mujer adecuada. No creo que se haya enamorado nunca… Bueno, ha tenido docenas de novias, por supuesto, pero ninguna le ha llegado verdaderamente al corazón.

Emma asintió. Tendría que ser una mujer como la señora Hervey, guapa, divertida y desvalida; a los hombres, suponía Emma, les gustaban así. Pensó algo resentida que ella nunca había tenido la oportunidad de sentirse desvalida. Y jamás, decidió mientras contemplaba su imagen en un cristal, sería bella.

Que sus ojos grandes estaban rodeados de largas pestañas, que su pelo, entonces confinado a un simple moño, era largo y sedoso, y que su boca era grande y su figura esbelta, se le escapó a su atención.

Sir Paul Wyatt, cumpliendo su misión de médico de familia durante la siguiente semana, dejaba vagar sus pensamientos sobre los aspectos positivos de la personalidad de Emma; pero sólo hasta que el siguiente paciente entraba en la consulta.

Terminada ésta, siguió con las visitas a domicilio. Los habitantes de Buckfastleigh eran, en general, seres bastante sanos, por tanto, las visitas escaseaban. Condujo hacia su casa, almorzó, sacó los perros a pasear y volvió a entrar en su Rolls camino de Buckfastleigh de nuevo.

Emma estaba en casa; su vieja bicicleta apoyada contra el muro de la casa y las ventanas abiertas. Llamó a la puerta preguntándose por qué había ido a aquel lugar.

Ella abrió la puerta enseguida, con el delantal atado tras la delgada cintura y el pelo recogido en una interminable coleta.

Se miraron enmudecidos y sonrientes.

—¿Mamá está bien? —preguntó ella finalmente.

Él asintió.

—¿Y la señora Hervey? Bart dormía cuando yo me fui.

El volvió a asentir.

—Entonces, ¿a qué debo su visita? —preguntó frunciendo el ceño—. ¿Desea alguna cosa?

Sir Paul sonrió.

—No estoy seguro de ello… ¿Puedo pasar?

—Lo siento —se disculpó Emma—. Sí, por favor. Es que me ha sorprendido su visita. Estaba limpiando un poco.

—¿Cuándo tienes que volver?

El doctor ocupaba casi todo el espacio de la entrada.

—Después de las cuatro, para preparar el té de la señora Hervey.

Él consultó su reloj.

—¿Podríamos tomar el té aquí antes? Iré a comprar unas pastas mientras tú terminas.

Emma asintió sorprendida. Tal vez él no había comido; o quizás la consulta era antes de lo habitual aquella tarde. Emma se quedó mirando desde el pasillo cómo él se alejaba. Luego se apresuró con la limpieza del polvo antes de preparar la mesa para el té. Tendrían que tomarlo en la cocina; no había encendido el fuego en la sala de estar.

Dio de comer a Queenie, llenó la tetera y subió a arreglarse la cara y el pelo. Estudió la imagen que el espejo le devolvía. Se veía muy triste con esa falda de tweed, la blusa y el jersey de lana tan de estilo inglés.

Bajó algunos minutos antes de que él regresara.

No fueron sólo pastas lo que trajo con él sino también donuts, tortas, mantequilla y mermelada de fresa. Él lo preparó todo en los platos mientras ella metía las pastas al horno y hervía el agua. Todo ello mientras mantenían una fluida conversación. Ello hizo desaparecer las reservas de Emma con respecto a lo que se había supuesto una situación tan embarazosa.

Dieron buena cuenta de las pastas y estaban empezando con las tortas cuando él preguntó:

—¿Qué piensas hacer cuando dejes a Doreen Hervey, Emma?

—¿Hacer? Bueno, me quedaré en casa hasta que mi madre se recupere y luego buscaré otro trabajo.

Él le pasó la mantequilla y la mermelada.

—¿Qué tipo de preparación tienes?

—Estudié máquina y taquigrafía, aunque no soy muy buena en ninguna de las dos cosas. Pero siempre hay gente que necesita ayuda —decidió que ya era hora de cambiar de conversación—. ¿Me dijo que mi madre tendría que seguir una especie de dieta?

—Sí, comidas ligeras pero frecuentes. Tendrá que olvidarse del vinagre, los adobos y todo eso —parecía impaciente—. Se lo darán todo apuntado. ¿Es fácil encontrar trabajo aquí?

El cambio de tercio de Emma no había servido de mucho.

—Creo que sí. Al menos del tipo de trabajo que yo busco.

—Estás desaprovechando tu tiempo al cuidado de mujeres egoístas y cambiando pañales.

—Me gustan los niños —asintió algo avergonzada—. Es muy amable al preocuparse por mí, pero no es necesario que…

—¿Cuántos años tienes, Emma?

—Casi veintiséis.

—¡Veintiséis a punto de cumplir quince! —exclamó sonriente—. Yo tengo cuarenta, ¿crees que soy viejo?

—¿Viejo? Claro que no. Aún no ha llegado a la flor de la vida. Además, no se siente como si tuviera cuarenta, ¿verdad?

—En ocasiones me parece que tengo noventa, pero en este momento me parece que tengo treinta, como mucho —desplegó una sonrisa que a ella le pareció encantadora—. ¿Te apetece otra torta?

La aceptó como una buena chica. No era, pensó él, en absoluto una mujer remilgada ni tímida. No entendía el porqué de su preocupación ante el futuro de Emma, pero admitía la existencia de esa preocupación. Tal vez se debía al hecho de que ella aceptaba sin más lo que la vida le deparaba.

Se fue enseguida y se despidió sin mencionar si volvería a verla. Ella no lo esperaba, por supuesto. Regresó a casa de la señora Hervey pensando que se estaba acostumbrando demasiado a él.

A comienzos de la tercera semana, con otras cien libras más en la cuenta bancaria, la señora Hervey le anunció que la niñera empezaría a finales de semana, y la cocinera y la doncella regresarían tres días más tarde.

—Ya era hora —dijo la señora Hervey—. Quiero decir que tres semanas para reponerse de una gripe…

Emma se mordió la lengua y la señora Hervey continuó.

—Te quedarás hasta el final de la semana, Emma. En cuanto vengan estas chicas podré ir a la peluquería por fin. Estoy deseando ir a Exeter, necesito ropa nueva y una limpieza de cutis. Tú solo tendrás que cuidar de Bart. La niñera vendrá el viernes por la tarde. Supongo que querrá que le cuentes cosas sobre Bart antes de irte.

—Yo creo que no —respondió Emma—. Ella es una profesional y yo tan sólo he ayudado temporalmente. Estoy segura de que usted le podrá contar todo lo que necesite saber.

—¿Tu crees? Escríbelo todo, Emma. Yo no recuerdo nunca las comidas del niño y lo que debe de ir engordando.

Ciertamente la vida fue mucho más fácil para Emma una vez que la cocinera y la doncella regresaron. Dedicaba todo su tiempo a Bart, le daba largos paseos en su carrito, lo tumbaba en su regazo y lo mecía mientras canturreaba melodías medio olvidadas; y el niño la observaba con sus pequeños ojos azules. Mecer al niño era algo que a su madre no se le daba especialmente bien. Ella lo quería, Emma estaba segura, pero se sentía inútil ante él. Tal vez la nueva niñera fuese capaz de enseñarle cómo acunar a su hijo.

Fue el último día, mientras charlaba con la estirada niñera, cuando Emma escuchó la voz de Sir Paul. Trataba de captar la conversación mientras la mujer que se haría cargo de Bart le contaba todas las cosas que debería de haber hecho. Se preguntaba si lo vería. Supuso que no cuando la señora Hervey apareció para decirle que Sir Paul había pasado por allí para ver si todo iba bien.

—Le pregunté que si quería ver a Bart, pero dijo que no tenía tiempo. Iba a Plymouth —luego se volvió hacia la niñera—. ¿Ya ha hablado con Emma? ¿Verdad que he tenido mucha suerte de que viniese a ayudarme? Yo no me desenvuelvo muy bien con los niños.

—Estoy acostumbrada a encargarme yo sola de todo, señora Hervey; no tiene que preocuparse por Bart. Mañana, si le parece, charlaremos y le explicaré mis deberes.

Se suponía que debería ser al contrario, pensó Emma. Pero a la señora Hervey no pareció importarle.

—Por supuesto. Me alegra poder dejarlo todo en sus manos. ¿Estás preparada, Emma? Dile adiós a Bart, se ha acostumbrado mucho a ti…

Ese comentario no gustó a la nueva niñera puesto que se apresuró a decir que el niño dormía y no debía ser molestado. Así que Emma tuvo que conformarse con mirarlo. Estaba profundamente dormido y tenía aspecto de querubín.

Lo echaría de menos.

Se despidió de la señora Hervey y montó sobre su bicicleta, encantada con un nuevo cheque en el bolsillo. Trescientas libras les darían de sí durante algún tiempo.

Una vez en casa, le dio la cena a Queenie y preparó la suya. Le entristecía que hubiese terminado el trabajo, pero gran parte de su tristeza se debía a que no había vuelto a ver al doctor.

Por la mañana, recibió una carta de su madre avisándole que regresaría a casa en ambulancia dos días después. Era estupendo, le decía, que su trabajo acabase justo cuando ella regresase. Emma se preguntaba cómo sabía ella eso.

Era un placer despertarse por la mañana y saber que tenía todo el día a su disposición. Era domingo y no podía hacer la compra, pero había mucho que hacer en casa. Una vez terminado el trabajo, preparó la lista de la compra. Consideró el tema de la dieta del que había hablado Sir Paul y añadió a la lista unas flores y algunas revistas. Leche, huevos… Aquello parecía interminable. Pero, por una vez, no le importó. Su madre regresaba y era el momento de permitirse algún lujo.

Pasó la mañana del lunes haciendo la compra, con suficiente dinero en la cartera y sin preocuparse por el futuro. Pronto empezaría la temporada turística y no le sería difícil encontrar trabajo.

Su madre llegó por la tarde, encantada de estar en casa de nuevo. Admiró las flores y la bandeja con el té dispuesta frente a la chimenea encendida. Le ofreció una taza al camillero de la ambulancia y recibió de él las instrucciones para la dieta de su madre.

La señora Trent tenía muy buen aspecto. Se tomó el té y probó el pastel que Emma había preparado para la ocasión.

—Cuéntame novedades, Emma. ¿Cómo era ese trabajo? ¿Te gustó cuidar de un niño, para variar?

—Fue muy agradable —declaró—. Y gané trescientas libras, así que puedo quedarme a cuidarte hasta que quieras.

Hablaron durante toda la tarde y la noche, con Queenie sentada sobre el regazo de la señora Trent. El gato incluso decidió dormir a los pies de la cama de su añorada ama.

Emma se sintió aliviada teniéndola ya en casa. Ante ellas se abría un futuro prometedor, pensó, mientras le daba a su madre un beso de buenas noches.