Capítulo 5

Emma y Paul tuvieron muchas cosas que contarse durante el camino de vuelta a casa. Todo, le aseguró él, estaba arreglado. Sólo faltaba vender la casa.

Sir Paul pagó las facturas pendientes y volvió a casa de Doreen Hervey. Allí encontró a Emma junto a la cuna de Bart, ajena a las reticencias de la niñera.

—Espera a tener tú uno —dijo la señora Hervey, divertida.

Emma volvió la cara, sonrojada y agradeció a Sir Paul que le sacara del apuro.

—Te ha sentado muy bien tener a Bart, Doreen. ¿Cuándo viene Mike?

Luego la llevó a su casa y la ayudó a decidir con qué cosas quedarse, algunas piezas de plata, un juego de té de porcelana china, una mesita victoriana, fotos de su padre en marcos de plata…

—¿Le importaría si el señor Dobbs y Cook y Alice viniesen a elegir algo que llevarse de la casa como recuerdo? Se han portado muy bien conmigo y con mi madre.

—Por supuesto. Iré a buscarlos ahora mismo.

—La señora Smith-Darcy no les dejará venir.

—Déjamelo a mi. Tú recoge lo que quieras llevarte mientras yo voy a buscarlos. No sabía cómo lo había conseguido, pero en veinte minutos estuvieron todos allí.

—¿Si pudiera quedarme alguno de los vestidos de la señora Trent? —musitó Alice.

Alice era la mayor de muchos hermanos cuyos salarios se sumaban para la colectividad familiar. Se fue encantada. Cook se llevó algunos cuadros y el señor Dobbs el reloj de cocina que tanto le gustaba desde hacía tiempo.

Sir Paul los llevó de vuelta a casa y mencionó en algún momento que excepto los muebles, lo demás iría para una entidad benéfica. Emma estuvo muy ocupada empaquetando los vestidos de su madre y el contenido de los armarios.

Regresaron al coche y Sir Paul la llevó a comer al hotel de Buckland, en los páramos. Emma era consciente de que su terrible pena había dejado paso a un dolor más llevadero. Ya era capaz de reír, hablar y sentir de nuevo. Quiso agradecérselo.

—Una vez le dije que nunca olvidaría lo que hizo por mi madre. Ahora estoy doblemente en deuda.

El sonrió amable.

—Bueno, yo me estoy llevando una buena esposa, después de todo… Creo que la deuda sería por mi parte.

Aquella noche, sentados frente al fuego con Queenie jugueteando a sus pies, él sugirió ir a Exeter al día siguiente.

—Ahora tienes mucho dinero —le recordó—. Con el dinero de la casa podemos imaginar que te hago un préstamo que cobraré cuando la vendas.

—Ya le debo el dinero del abogado y los recibos…

—Todo eso lo puedes pagar perfectamente, a su debido tiempo. Estoy seguro de que la casa se venderá bien.

—Muchas gracias; la verdad es que necesito algo de ropa.

—Aún no conozco a ninguna mujer que no necesite. Tenemos también que decidir el día de la boda. No tiene sentido que esperemos, ¿no te parece? Cuando decidas algo sobre ello, házmelo saber.

Como ella no replicó, Sir Paul siguió hablando.

—Si vamos a ver al vicario, él podría empezar a leer las amonestaciones; eso te daría unas tres semanas para decidir una fecha. Y también tiempo para pensarlo todo bien.

—Se refiere a dar marcha atrás.

—Exactamente.

—No haré eso —dijo Emma, convencida.

No sabía lo que iba a comprar al día siguiente y se sentó en la cama aquella noche para preparar una lista. Ropa buena, por supuesto; digna de la mujer de un cirujano y, al mismo tiempo, ponible. Un par de vestidos bonitos y ropa interior, zapatos; intentaría encontrar un sombrero que la favoreciese. Necesitaría un par de botas y zapatillas de estar por casa. ¿Tendría que comprarse algún vestido de cóctel? ¿Daría la gente de ese pueblo fiestas o cenas de etiqueta?

Le preguntó a Paul durante el desayuno. Fue de una gran ayuda.

—Las cenas suelen ser formales, de chaqueta negra y todo eso, vestido corto para las mujeres. Se suelen celebrar los cumpleaños y cosas así. Pero, generalmente, las mujeres van muy vestidas. Necesitarás un chal o algo así para cubrirte por las noches —le echó un vistazo a la lista—. No olvides una bata calentita.

—Necesito tantas cosas…

—Tendrás un montón de dinero dentro de poco.

—¿Cuánto debería gastarme?

Se quedó boquiabierta con la cantidad que él le dijo.

—Pero eso es demasiado.

El contestó que la ropa buena, al final, salía más económica porque duraba más.

—¿De verdad que no te importa prestarme el dinero? —le dijo, atreviéndose por primera vez a tutearlo.

—No. Yo iré contigo y firmaré los cheques. Si gastas más de la cuenta, te daré un aviso.

Segura de lo que hacía, Emma se entregó a su día de compras. Ella hubiese ido a algún centro comercial, pero Paul la llevó a unas boutiques muy elegantes y muy caras. Incluida la pausa para tomar un café, a la hora de la comida ya había adquirido un traje de lana, un abrigo de cachemir cuyo precio aún le resonaba en los oídos, más faldas, blusas y jerseys, un chaquetón y dos vestidos de lana.

Ella hubiese elegido tonos apagados, pero él sugería más color. El vestido rojo, otro turquesa, blusas de seda en tonos rosas, azul y verde, y un sencillo vestido para las cenas en burdeos.

Paul la llevó a comer. Mientras ella repasaba la lista, él le sugirió:

—Una buena gabardina, ¿no crees? Yo me llevaré los paquetes al coche y dejaré que termines las compras tú sola. ¿Te parece bien una hora?

—Sí, sí.

¿Cómo decirle que a penas tenía dinero para las medias y la ropa interior?

—Necesitarás más dinero —dijo de modo casual mientras sacaba del bolsillo un montón de billetes—. Si no hay suficiente, podemos volver mañana.

Compraron la gabardina y un sombrero a juego antes de que él la dejara sola en el centro comercial.

—No te preocupes por la hora, yo esperaré.

Antes de comprar nada, tendría que contar el dinero que le había dejado. Estaba sola en el cuarto de aseo así que sacó la cartera de su bolso. La cantidad le dejó estupefacta. Podría vivir mucho tiempo con eso. Pero era la primera vez que podía permitirse gastar a discreción.

Cosa que hizo. Eligió ropa interior de seda y encaje, un bata de piqué y medias que fueran con los zapatos y las botas de piel suave que había comprado. A pesar de todo, aún le quedaba dinero en el bolsillo.

Cargada con los paquetes, salió de la tienda y se encontró con Paul esperándola en la puerta.

El le agarró las bolsas.

—¿Llevas todo lo que necesitas para una temporada? —le preguntó.

—Para muchos años —le corrigió—. Ha sido un día estupendo, Paul; no te imaginas. Aún me queda dinero…

—Guárdalo. Seguro que lo necesitarás… antes de la boda.

Durante el desayuno, a la mañana siguiente, él le comentó que pasaría unos días fuera.

—Tengo una cita en Edimburgo que debo cumplir. Si quieres ir a Exeter llama a un taxi. Hablaré con los de la agencia de taxis antes de irme.

—Gracias —dijo tratando de disimular la desilusión—. ¿Puedo sacar a pasear a los perros?

—Por supuesto. Yo suelo sacarlos por la mañana. Si hace buen tiempo, te aconsejo especialmente el paseo por el páramo.

—Podré estrenar los jerseys nuevos.

Él no estaría allí para verla; ella estaba deseando sorprenderlo cuando la viese bien vestida. Pero eso tendría que esperar.

—¿Te vas hoy?

—Dentro de una hora, más o menos. La señora Parfitt cuidará de ti, Emma. Pero haz lo que te apetezca. Esta casa será pronto tan tuya como mía.

A media mañana ya se había marchado. Tras tomar un café con la señora Parfitt, Emma se fue a su habitación para probarse la ropa nueva.

Desde luego, había diferencia; esos colores mejoraban su aspecto, y los diseños resaltaban su figura. Era una pena que Paul no estuviese allí para ver la transformación de la crisálida en mariposa. Tendría que conformarse con Queenie.

Tenía que admitirlo. Aunque había pasado el resto del día ocupada paseando a los perros, echaba de menos a Paul. Y eso era exactamente lo que él se había propuesto.

La señora Parfitt, cuando Emma le preguntó al día siguiente, no tenía ni idea de cuándo volvería.

Sir Paul sale a menudo —le explicó a Emma—. Va a otros hospitales y al extranjero también. En Londres tiene mucho trabajo, eso me ha dicho. También tiene amigos. Supongo que vendrá en un par de días. ¿Por qué no te pones uno de tus trajes nuevos y vas a la tienda por mí a comprar algunas cosas que necesito?

Y Emma fue a la compra. Intercambió saludos con la gente que se encontró. Eran amables, querían saber si le gustaba el pueblo y si se llevaba bien con los perros. Emma suponía que había muchas otras preguntas que les hubiese gustado hacer, pero eran gente muy considerada como para preguntarlas.

Cuando regresó de la compra, pensó que tenía que decidir la fecha de la boda. Ya que iba a casarse, lo harían lo antes posible. En cuanto fuesen leídas las amonestaciones. Lo que le recordó que necesitaría un vestido especial para el día de la boda.

Muy pronto, pensó, tomaría el autobús a Exeter e iría a la boutique que Paul le había llevado. Tenía mucho dinero para gastar, incluso después de pagarle todo lo que le debía.

La tarde pasó apaciblemente, con la única preocupación de qué iba a ponerse al día siguiente. Ni siquiera la lluvia que comenzó a caer mientras paseaba por los páramos aguó su espíritu.

Se levantó temprano y sacó a pasear los perros, una mañana más, después del desayuno. La señora Parfitt no dejó de protestar porque Emma no iba a utilizar el servicio de taxi; se iría en autobús.

Fue un viaje lento hacia la ciudad, pero ella no lo apreció apenas. Nada más llegar se dispondría a buscar el vestido de boda perfecto.

Por supuesto que ella había soñado siempre con tules y recargados vestidos de novia, pero la suya no iba a ser una ceremonia de ese tipo. Trataría de encontrar algo bonito pero asequible, incluso que pudiera usarlo en alguna otra ocasión.

La dependienta de la boutique se sorprendió ante el cambio que Emma había experimentado envuelta en su traje sastre de lana. El sombrero que ella le había recomendado quedaba perfecto…

—Si me permite decirle, señora, el color de ese traje le sienta muy bien. ¿En qué puedo ayudarla?

—Quiero un vestido para mi boda —dijo Emma, sonrojada.

La dependienta sonrió tiernamente.

—¿Una boda tranquila? ¿En la iglesia?

Emma asintió.

—Había pensado en un vestido con chaqueta y un sombrero…

—Exactamente, señora. Tengo justo lo que necesita. Si es tan amable de tomar asiento un momento…

Emma se sentó y enseguida apareció una joven con la primera selección de trajes. Muy bonito, pero el color azul resultaría demasiado frío en la iglesia. ¿El siguiente? Rosa, y con demasiado escote para su gusto. El tercero era perfecto. Un vestido de tubo color marfil, conjuntado con una chaqueta corta.

—Me probaré éste —dijo Emma.

Le sentaba bien. Cuando se lo vio puesto, supo que eso era lo que estaba buscando.

—Elegante y femenino —afirmó la dependienta—. Tiene una figura preciosa, si me permite decirle, señora.

—Necesitaría un sombrero…

—No hay problema. Siempre tengo una selección de sombreros para este tipo de ropa.

Hizo una señal con la mano a la joven y ésta abrió una serie de cajones de los que sacó una selección de sombreros que colocó primorosamente sobre el mostrador.

Emma se miró en el espejo con el primero y suspiró resignada.

—Me gustan las cosas tan sencillas… —dijo mientras se quitaba uno confeccionado con flores de seda y un lazo. La dependienta era muy buena en su trabajo.

—Si me permite, señora, debería ser algo que destacase sus ojos y su espléndida complexión. Tal vez algo… Ah, aquí lo tengo.

Entre sus manos parecía algo insulso. Un sombrerito de terciopelo blanco rodeado de un cordón azul; pero sobre la cabeza de Emma se veía muy estiloso.

—Oh, sí —exclamó ansiosa Emma—. Espero haber traído suficiente dinero.

—No se preocupe por eso, señora. Puede enviarme el dinero que falte desde su casa.

Mientras empaquetaban todo, Emma contó el dinero de la cartera. Tuvo más que suficiente, aunque se sintió un poco culpable gastando tal cantidad de dinero. Pero, por otro lado, quería lucir lo mejor posible el día de su boda. Serían felices, se prometió mientras se esforzaba porque no le embargase la tristeza al pensar que su madre no estaría allí.

Aún había una par de cosas que comprar. Tomó un café y, poco después, se sintió hambrienta. Pidió una sopa y un panecillo en un pequeño café a espaldas de la calle principal. Como el autobús no salía hasta una hora más tarde, se dedicó a pasear y a mirar escaparates, pensando atónita que, si ése era su deseo, podía permitirse comprar todo lo que quisiera. Tendría un montón de dinero cuando vendiese la casa; le pediría a Paul que lo invirtiese en algo seguro, y ella gastaría los intereses. No necesitaría pedirle nunca ni un penique, pensó. Pensó dónde estaría Paul y qué estaría haciendo.

Sir Paul, volviendo desde Edimburgo, se apartó de la carretera principal para visitar a sus padres y, como él siempre hacía, sonrió feliz cuando aparcó el Rolls en la entrada. Era una casa solariega, de la típica piedra de los Cotswolds, suavizada por el paso de los años. La rodeaba un extenso jardín que, incluso en la temporada más floja del año, se veía encantador.

Un día, aquello sería suyo, pero esperaba que pasasen aún muchos años. Vio a su padre arrodillado en el jardín arreglando unas flores. Se levantó y fue derecho a saludar a su hijo antes de entrar en la casa por la puerta trasera.

—Por las botas sucias, Paul. Tu madre me mataría si entro con ellas puestas por la puerta principal.

Ambos rieron. Su madre, que no era capaz ni de matar una mosca, entró y los saludó. Era de estatura media y bastante corpulenta, de rostro dulce, rodeado de un cabello gris perfectamente peinado. Se mostró encantada de verlo.

—¡Paul! —Levantó la cara para besarlo—. ¡Qué alegría verte! ¿Vas a trabajar o vuelves?

—Vuelvo. Pero no puedo quedarme, mamá. Tengo que irme a casa. El fin de semana que viene vendré para que conozcáis a la chica con la que voy a casarme.

—¿Casarte? Paul, ¿la conocemos?

—No creo. Ha vivido en Buckfastleigh toda la vida. Su madre murió recientemente. Espero… Sé que os gustará.

—¿Es guapa? —preguntó su madre.

—No, pero tiene unos ojos preciosos, es sensible y tranquila. Alguien con quien se puede hablar. Sabe escuchar.

No hablaba como un hombre enamorado, pensó su madre. Por otra parte, tenía edad para abandonar la soltería de una vez; lo único que ella esperaba era que fuese con la mujer adecuada. Él les había presentado, de vez en cuando, a algunas chicas; pero ninguna le había gustado a su madre. Todas eran preciosas, pero él no se había enamorado verdaderamente de ninguna de ellas.

—Es una estupenda noticia, Paul. La recibiremos con los brazos abiertos. Venid a comer el sábado. ¿Podréis quedaros hasta el lunes por la mañana?

—Tengo una demostración a unos alumnos esa tarde. Si nos vamos nada más desayunar, tendré tiempo de llevar a Emma a casa primero.

—Emma… Es un nombre bonito, y muy tradicional.

Él sonrió.

—Ella es bastante tradicional.

Mientras lo observaba partir, su madre preguntó:

—¿Crees que hace lo correcto, Peter?

—Cariño, Paul tiene cuarenta años. No se ha casado antes porque no encontró a la mujer ideal. Ahora la ha encontrado.

Emma se bajó del autobús en el pueblo y caminó la corta distancia que la separaba de la casa de Paul. La señora Parfitt estaría preparando la cena y no quiso distraerla, así que entró por la puerta lateral. Atravesó el pasillo y entró con las bolsas en la mano en la sala de estar.

Paul estaba sentado frente al fuego con los perros a su lado y Queenie tumbada en el brazo del sofá. Emma dejó las bolsas en el suelo y se precipitó encantada hacia él.

—¡Paul! Qué alegría que estés en casa. No te levantes…

Ya lo había hecho, con la mirada alegre mientras observaba la felicidad de Emma.

—Emma, has estado de compras otra vez.

Ella tuvo que reprimir el impulso de irse hacia él y abrazarlo.

—Bueno, sí. Mi vestido de novia. El otro día no lo pude comprar porque tú no debes verlo hasta que entre en la iglesia.

—Estoy deseando —dijo mientras agarraba las bolsas que había traído—. ¿Te apetece un té? Se lo diré a la señora Parfitt mientras te quitas el abrigo.

Cuando Emma bajó, el té estaba preparado en una bandeja sobre una mesita; tetera de plata, pastas sobre un plato de plata y pastelillos.

Mientras tomaban la segunda taza, él le habló de sus padres.

—El próximo sábado iremos a su casa en los Cotswolds, sólo para el fin de semana.

Ella se sobresaltó.

—Oh, bien… Por supuesto. Espero gustarles. Creo que… tal vez yo no soy el tipo de chica que ellos esperan ver, no sé si me entiendes.

—Al contrario. Verás que te tratan como si fueses su propia hija.

—Eso está bien. Estoy deseando conocerlos.

—¿Has terminado el té? ¿Te parece que vayamos a ver al vicario? Podemos caminar, si no estás muy cansada.

La vicaría estaba al otro lado de la iglesia. Emma pensó que por allí caminaría el día de su boda. Paul llamó al timbre.

—Leeré la primera amonestación mañana domingo —dijo el vicario—. Así que podréis casaros cualquier día a partir del tercer domingo. ¿Tenéis alguna fecha pensada?

Los dos miraron a Emma.

—Bueno, tendrá que ser compatible con el trabajo de Paul. Se supone que soy yo la que la tengo que elegir, pero tal vez tú…

—¿Sería posible el martes de la siguiente semana? Creo que yo tengo algunos días libres después de ese día.

—¿Por la mañana? —preguntó una serena Emma.

—Cuando quieras; yo elijo el día y tú la hora.

Ella se dio cuenta de que no tenía ni idea de si habría invitados o no. Su rostro debió reflejar sus dudas pues Paul añadió enseguida:

—Habrá algunos invitados a la recepción.

—A las once —dijo Emma.

La mujer del vicario entró entonces con el café y todos se sentaron a charlar hasta que decidieron volver a casa.

—Dijiste que habría invitados —observó Emma, mostrándose algo fría.

—Se me olvidó hablarlo contigo. Lo siento, Emma. Prepararemos la lista esta noche, ¿te parece? —Él sonrió y ella volvió a mostrarse amable—. La señora Parfitt estará en su salsa.

La lista era más larga de lo que ella supuso, los padres de Paul, sus hermanas y sus esposos, unos cuantos colegas de Exeter, amigos de Londres, amigos del pueblo, Doreen Hervey y su marido.

—Hay que avisar al señor Dobbs. Supongo que habrá una señora Dobbs también, ¿no?

—Sí, creo que les encantará venir. ¿Puedo escribirles?

—Mandaré imprimir algunas tarjetas. Como no hay mucho tiempo, avisaré por teléfono a todos y les diré que la invitación les llegará más tarde. Esta noche iré a ver a algunos amigos después de cenar. Le dijeron la fecha de la boda a la señora Parfitt cuando fue a desearles buenas noches.

—El pueblo se volcará con ustedes —dijo feliz—. Llevan años deseando verle casado, señor. Sin duda, sus papas vendrán.

—Por supuesto, señora Parfitt. Y esperamos que usted sea nuestra invitada también.

—Bueno, sin duda lo pasaré bien. Necesitaré un sombrero nuevo.

—Entonces, debe ir a Exeter a comprarse uno. Yo la llevaré cuando quiera.

Emma vio muy poco a Paul durante la semana; tuvo algunas demostraciones en Exeter y visitó a algunos pacientes allí. Por las noches, aunque charlaban de la boda entre otros temas, Paul no volvió a mencionar nada sobre el futuro. Los invitados iban llegando, le dijo a Emma.

—¿Te importa si voy a Exeter el día antes de la boda? Prometí dar una conferencia; he tratado de posponerla, pero ha sido imposible.

—No, por supuesto que debes ir —dijo Emma—. ¿Puedo ir contigo? No entenderé una palabra, pero me gustará verte allí.

Él asintió, pero Emma no supo si le agradaba o no que fuese.

El sábado por la mañana salieron temprano y Emma se sentó a su lado en el coche. Esperaba haber elegido la ropa adecuada, quería gustar a sus padres. Él la tranquilizó.

—No te preocupes, Emma. Todo irá bien.

Como si lo hubiesen entendido, los perros, tumbados en el asiento trasero, se levantaron y buscaron el rostro de Emma para lamerlo.

Aquel día la primavera se impuso al frío invierno en los páramos. Una vez que pasaron Exeter, desde la autopista, el campo brillaba verde bajo el sol. Emma pensó que no debía preocuparse más y se entregó a una conversación intrascendente, pero muy entretenida con Paul.

Pasado Taunton se detuvieron a tomar café; luego abandonaron la autopista. Midsomer Norton, Bath, luego hacia Cirencester; allí giraron hacia una carretera comarcal que los llevó hasta el corazón de los Cotswolds.

—¡Qué bonito! —advirtió Emma—. Me gustan las casas con esas piedras. ¿Dónde estamos exactamente?

—Cirencester está al noreste, Tetbury queda a la derecha. El siguiente pueblo es nuestro destino.

Cuando aparcó el coche frente a la casa de sus padres Emma se quedó un rato mirando y no pudo evitar exclamar:

—¡Es preciosa! ¿Estás muy apegado a este lugar?

—Sí, y espero que tú también lo estés a partir de ahora. Vamos dentro… —dijo mientras la tomaba del brazo.

Su madre les aguardaba en la puerta. Besó a su hijo y saludó amablemente a Emma.

—Tienes un bonito nombre. Bienvenida, querida —la besó en la mejilla y la agarró del brazo—. Ven a conocer a mi marido.

Se dirigieron a la sala de estar. Su padre los saludó afectuoso y Paul los presentó.

El señor Wyatt parecía más joven de lo que realmente era, y era obvio que su hijo se parecía a él. Recibió a Emma con un beso. —Bienvenida, hija mía. Estamos encantados de tenerte con nosotros.

Después de las presentaciones todo fue perfecto. Los padres de Paul fueron muy amables. Paul la llevó a pasear por el jardín y los alrededores de la casa mientras Willy y Kate trotaban jugueteando con el viejo spaniel de sus padres.

Durante una hora caminaron y Emma no olvidaría nunca ese paseo. No hablaron mucho, pero cuando regresaron a la casa, sintió que conocía a Paul mejor que nunca.

Por la noche, después de la cena, se sentaron a charlar sobre la boda y los invitados. La señora Wyatt admiró su vestido, uno de los que Paul le había persuadido a elegir.

—Serás una novia encantadora —le dijo a Emma—. Paul es un hombre con mucha suerte.

Al día siguiente por la mañana, fueron todos a misa. Emma se quedó asombrada. No sabía cómo la noticia había corrido entre el vecindario y todo el mundo quiso conocer a la futura esposa.

El lunes por la mañana se fueron temprano. La madre de Paul le dio un abrazo.

—Querida, nos alegramos por los dos. Eres perfecta para Paul y deseamos que seáis muy felices. Nos veremos el día de la boda. El resto de la familia estarán también encantados contigo.

Emma se marchó feliz. La familia de Paul la había aceptado, y eso era algo que le importaba mucho.

Llegaron a casa a la hora de la comida, pero él se dispuso a marchar a Exeter directamente. Se disculpó diciendo que llegaría tarde y que no lo esperase. No dijo dónde iba ni ella preguntó. Emma se ofreció a sacar a pasear los perros.

—Hazlo. Pero no por la tarde, Emma. Yo les daré una buena caminata cuando regrese a casa.

Le dio unas palmaditas en el hombro, algo que Emma consideró insuficiente; se montó en el Rolls y desapareció. El día, que había empezado de manera tan satisfactoria, se había torcido. Emma no tenía razones para quejarse, pero se sentía herida. Se sentó mirando sus manos desnudas. ¿Es que él no sabía que era costumbre regalar un anillo a la novia? Tal vez pensaba que las circunstancias inusuales de su boda no requerían formalismos…

Aquella noche se fue a la cama con un libro, ya que no había señales de Paul. Leyó hasta media noche, con un oído puesto en la puerta esperando oír sus pasos. Pero pronto pensó que ése no era modo de comportarse. Tal vez, en el futuro, habría muchas noches como ésa y no pretendía vivir angustiada.

Cuando bajó a desayunar a la mañana siguiente, Paul estaba sentado ya en la mesa. Le dio alegremente los buenos días a Emma.

—¿Has dormido bien? —quiso saber él.

—Como un lirón. Qué mañana tan bonita…

—Sí. Es una pena que tenga que volver a Exeter. Me temo que tengo que terminar un trabajo.

—¿Quieres que saque a los perros? —le preguntó sin mirarlo.

—Lo haré yo antes de irme. Estoy seguro de que tú tienes muchas cosas que hacer.

No entendía qué. Allí todo estaba hecho y la señora Parfitt no aceptaba su ayuda. Tal vez podría ir al pueblo a comprar…

—Oh, sí. Tengo muchas cosas que hacer —dijo con voz serena.

—¿Te importa que te deje sola? —le preguntó él ya en la puerta.

—Por supuesto que no —contestó Emma alegremente.

—Ah, se me olvidaba —dijo Paul, sacando una caja pequeña de un bolsillo—. Llevo esto desde ayer, pero se me olvidó dártelo.

Se trataba de un anillo de brillantes y zafiros montados en oro.

—Estaba en la caja fuerte de mi padre esperando para la siguiente novia de la familia. Es muy antiguo y pasa de una generación a otra.

Paul introdujo el anillo en el dedo de Emma.

—Me queda bien.

—Sabía que sería así —él se inclinó y la besó levemente. Un beso que sorprendió a Emma—. Es un buen augurio para el futuro.

—Gracias, Paul —dijo Emma.

Pensó añadir algo más a su frase, pero Paul le dio una palmada en la espalda y se marchó antes de que pudiera darse cuenta.